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SOFI272 La Divina Liturgia

QUINTA CLASE
LA OFRENDA DE LOS FIELES

Prólogo

Hemos visto en las últimas tres clases la primera parte de la Liturgia eucarística, que empieza con la
reunión en Iglesia, luego la entrada del Reino, y el misterio de la divina Palabra. Se concluye "la
liturgia de los catecúmenos" con unas letanías propias que terminan con la despedida a los
catecúmenos, para que inicia la liturgia de los fieles.

El misterio de los fieles


Con los catecúmenos salían los "candidatos a la iluminación", los "penitentes" y los "manchados".
San Gregorio teólogo habla de la salida de los que no comulgarán. En este momento, no hay en la
Reunión eucarística más que los bautizados en la Iglesia, convocados con la oración común para la
preparación del ofertorio. La eucaristía es una reunión de la Iglesia a puertas cerradas. En realidad, la
acción que concluye la primera parte y anuncia la segunda es el desdoblamiento del Antimensio.

"Antimensio" es un vocablo griego que significa "en lugar del Altar"; consiste en una pieza
rectangular de seda o de otra tela, pintada con el icono de la sepultura de Cristo, lleva la firma del
obispo que lo consagró con el santo Crisma. Suele tener un fragmento de reliquias de uno de los
santos Mártires en un bolsillo lateral, paralelamente a la regla que requiere de colocar la reliquia en
una parte sellada al centro del Altar. Las liturgias en la Iglesia primitiva a menudo eran celebradas
sobre los sepulcros de los Mártires, porque el Mártir es el verdadero Altar.

El Antimensio es consagrado necesariamente por el obispo, y su función se relaciona con la firma de


él. Es la indicación que el obispo ha autorizado a uno de los sacerdotes que dependen de él celebrar
la divina Eucaristía. Históricamente, el uso del Antimensio surgió para concordar en la vida diaria de
la Iglesia entre el sentido de la Eucaristía como una obra de la Iglesia entera de un lado reunida
alrededor de su obispo en la Iglesia local conforme a las palabras de san Ignacio de Antioquía: "La
Eucaristía no es válida si no es precedida por obispo", y del otro lado la necesidad pastoral de
celebrar varias liturgias.

Cuando el sacerdote desdobla el Antimensio y lo extiende sobre el Altar porque en él presentaría el


ofertorio, y lo besa allá donde la firma del obispo, el Altar está consumado y preparada para celebrar
la Ofrenda eucarística. Desde ya este Altar no pertenece a la comunidad local restringida sino que la


Carta a Esmirna VIII: 1

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supera para formar el único Altar de la Iglesia de Dios, el lugar de la Ofrenda de Cristo, el lugar de la
morada de Cristo entre nosotros donde todos formamos su Cuerpo místico; el todo vence la división
y la Vida Nueva es otorgada con su plenitud.

El misterio de la ofrenda
Desde la aurora de la historia humana, la ofrenda de los sacrificios se rigió como expresión esencial
de la religión. "Abel fue pastor de ovejas y Caín labrador. Y aconteció al cabo de mucho tiempo que
Caín presentó al Señor ofrenda de los frutos de la tierra. Abel ofreció asimismo de sus primerizos de
su ganado y de lo mejor de ellos" (Gn 4: 2-4). Por más profundas o erróneas que las interpretación
distintas de los sociólogos o de los sicólogos al respecto del sacrificio, es irrefutable el hecho de que
cada vez que el hombre se dirige a Dios con su oración, le surge la necesidad de hacerle una ofrenda
que presenta lo más valioso que tiene y lo más importante de su vida.

1. El sentido del "sacrificio"

Quizás la "sensibilidad" humana contemporánea rechace los sacrificios de las antiguas religiones
como algo aberrante, sin embargo el motivo del sacrificio es una "materia prima" esencial y sin la
cual no se levanta ninguna religiosidad humana. Es la sed hacia Dios: "Mi alma tiene sed del Dios
vivo" (Sal 42:2). Aquellos "primitivos" con sus sacrificios "aberrantes" eran más sensibles hacia la
presencia y la santidad de Dios que los creyentes de hoy con su religiosidad espiritualista, éticas
abstractas y ideologías secas. En la sombra de la creación, quizás de un modo brutal y primitivo, el
hombre a través de los sacrificios expresaba un anhelo hacia Aquél a quien no puede sino seguir
buscando.

También la sensibilidad del hombre hacia su pecado y mortalidad (obstáculo en el camino al Creador)
le hizo incapaz de expresar su disposición y deseo de trocar esta situación más que con sacrificios de
expiación. Así que estas sed y penitencia permanecían presentes y el hombre los introdujo
ontológicamente en la profunda esencia de su religión y de sus sacrificios.

2. La ofrenda en Cristo

Si bien esta intención expresada de varias formas a través del sacrificio era sincera y verídica,
realmente era incapaz de curar al hombre, renovarlo, llenarlo de nuevo de la vida; incapaz de
salvarlo de su esclavitud al pecado y a la muerte, tal como el caído en un abismo es incapaz de
detener su caída, y el sepultado es incapaz de liberarse de sus mortajas. Dios es el único que puede
salvar; es el único que puede realizar lo que todos los sacrificios buscaban y anhelaban. El sacrificio
de Jesucristo es la purificación y la plenitud manifiesta de la naturaleza del "sacrificio". La ofrenda no
es el precio del rescate en un sentido legalista, sino la expresión máxima del amor: en Cristo “tanto
amó Dios al mundo al grado que dio a su Hijo unigénito”; y en Cristo, tanto amó el hombre a Dios
que se entregó a sí mismo. En esta anonadación el amor lo domina todo. El sacrificio, por ser amor,
ha logrado ya otorgar el perdón y satisfacer la sed del hombre.
No hay necesidad ni sentido de holocaustos más. Cuando en la Liturgia ofrecemos el pan y el vino
como el símbolo y el fruto de nuestro vivir, acercamos nuestra vida a la única y eterna Oblación que
se ofreció una vez para siempre: “Permanezcan en Mí y Yo en ustedes” (Jn 15:4). El pan y el vino
forman la esencia del alimento, y cuando lo acercamos al Altar, acercamos toda nuestra vida junto

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con todo lo que nos rodea a Cristo para ser partícipe —por la Gracia— de la Vida de Cristo "el
Sacrificio vivo", tal como el hierro adquiere el calor del fuego sin volverse fuego jamás.

3. Ofertorio litúrgico
La consumación de la lectura evangélica, la salida de los catecúmenos, los feligreses reunidos a
puertas cerradas: es la hora para que la Iglesia propone la ofrenda para luego trasladarla al Altar y
colocarla sobre el Antimensio desdoblado ya.
En la Iglesia primitiva, cada uno de los fieles traía consigo a la reunión eucarística lo que su corazón y
su situación permitían para contribuir en las necesidades de la Iglesia para con los clérigos, las
viudas, los huérfanos y los pobres por los que la Iglesia veía. Y los diáconos eran los encargados
directos de esta liturgia de Caridad; además seleccionaban de estas ofrendas el pan y el vino (tenían
que ser el de mejor calidad) que se usarían en la consumación de la Eucaristía. Los acercaban al Altar,
y el Obispo los recibía y colocaba en su lugar para iniciar la oración eucarística.
Este es el pensum de la parte de la liturgia llamada "ofertorio". Desde luego el desarrollo cultual le ha
dado una forma más sofisticada pero que en esencia siempre conserva el mismo espíritu. La forma
actual nos permite dividir el proceso en dos partes separadas prácticamente:

3.1. Proposición de los dones

Se refiere a la preparación del pan y el vino y su colocación


en los vasos sagrados, destinados para el uso litúrgico. La
proposición de los dones se celebra en una mesa especial
colocada generalmente hacia la esquina izquierda del
santuario, donde se guardan los vasos y velos sagrados.
El formato actual de la proposición de los dones data al siglo
XIV, y dado el largo tiempo que ocupa, se ha optado por el
adelanto de su ejecución hasta antes del comienzo “formal” de la Divina Liturgia. El sacerdote,
asistido con el diácono, ingresa a la Iglesia con oraciones especiales, y se revisten de sus
ornamentos litúrgicos, se lavan las manos luego empieza el ritual de la proposición de los dones.
Sin embargo en la celebración pontifical —y hemos visto como ésta ha conservado elementos
originales de mucha importancia— , el cierre de la ofrenda ocupa su tiempo original y natural, es
decir, antes de la gran Entrada.
El sacerdote corta un cuadrado grande de pan, que tradicionalmente se llama el Cordero. Cristo,
el “Pan de la vida... que descendió del cielo”, es el “Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo” (Jn 3:24, 6:32-15). Mientras el sacerdote está cortando el
Cordero, recita los versos de la profecía de Isaías: “Fue llevado como un
cordero al matadero...” (Is 53:7-8). La parte del cordero lleva un sello con
los símbolos de la frase en griego: Jesucristo vencedor IC XC NI KA en la
parte inferior. El sacerdote invierte el Cordero sobre la Patena, colocando
el sello boca abajo; y haciendo dos incisiones en forma de cruz sobre él —
pero sin llegar hasta el sello— de una manera que se pueda partir
fácilmente en cuatro trozos en el momento de la comunión en la liturgia.

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Después de haber derramado el vino mezclado con agua en el cáliz, el sacerdote coloca un trozo
de pan en la patena junto al cordero en memoria de la Madre de Dios y dice un verso del salmo:
"Se presentó la Reina a tu diestra, adornada y envuelta en
vestido entretejido de oro."

Luego pedazos de pan se colocan en la patena en memoria


de Juan el Bautista y todos los profetas, los apóstoles, los
jerarcas, los mártires, los santos monjes, los anárguiros, y
los justos abuelos del Señor, Joaquín y Ana, con especial
mención de los santos conmemorados en ese día en
particular, y por último un pedazo de pan se coloca en la
patena en memoria del santo cuya liturgia se haya
celebrado.

Además se colocan piezas de pan en la patena por el obispo


de la Diócesis, por las autoridades civiles del país y para
todos los fieles vivos y difuntos, una vez más, con especial
mención de los nombres conmemorados particularmente
por la comunidad local.

Luego la patena y el cáliz se cubren con paños especiales,


mientras el sacerdote recita versos de los salmos,
incensando sobre las ofrendas.

La "proposición de los dones" es un desarrollo más tardío en la historia de la Divina Liturgia.


Significa la reunión de toda la Iglesia de Dios en una gran asamblea: Cristo, la Cabeza, junto con la
Madre de Dios y todos los miembros de su Cuerpo místico ya glorificados con Él en la presencia
del Padre, junto con todos los fieles discípulos en la tierra. La prótesis (vocablo transcrito del
griego para señalar también la proposición) muestra claramente que la Liturgia es siempre la
acción de toda la Iglesia, con la cabeza Jesucristo que se ofrece “por todo y para todo”.

3.2. La Entrada mayor: procesión del ofertorio

La Entrada Mayor forma la conclusión de este proceso de recepción de las ofrendas personales y
de selección; los dones personales ofrecidos, pan y vino, son acercados al Altar y con ellos
acercamos toda nuestra vida al sacrificio de Cristo. Otra vez aquí estamos frente a un símbolo —
con el sentido original de la palabra como lo hemos visto en la 2a. clase— que refleja la realidad
de la nueva creación en Cristo, una creación que no podemos penetrar en este mundo sino con la
fe y a través del símbolo. el ofrecimiento del pan y el vino es un icono (símbolo) que contradice la
reacción del hombre viejo, Adán, y que devuelve al alimento su objetivo original: en Cristo (el
Hombre nuevo), la comida terrenal no nada más alimenta el cuerpo y se transforma físicamente
en carne y sangre nuestra, en vida nuestra, sino que también volvería espiritualmente comunión
plena con Dios.


El oficio de la "Preposición de los dones" lo encuentra en el texto de la divina Liturgia, adjunto a la tercera clase,
pág. 22-37

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En relación con la procesión del ofertorio, se presentan los siguientes elementos litúrgicos:

a) El himno de la ofrenda (Querubicón). Es la alabanza que acompaña y envuelve la procesión del


ofertorio:

"Nosotros que presentamos místicamente a los Querubines


y que cantamos el himno trinitario a la Trinidad vivificadora:
apartémonos de todo interés mundano para recibir al Rey de todo,
acompañado invisiblemente por legiones angelicales. ¡Aleluya!”

Expresa la alegría por la naturaleza universal y total de la ofrenda, y la concelebración en el


cielo y en la tierra. Un himno de alabanza real "para recibir al Rey de todo"; como si fuera
anunciación de la entrada del Rey victorioso, propagación de la gloria del Reino celestial. El
Querubicón es introducido en la Liturgia en el Siglo VI probablemente por el emperador
Justiniano II (+587), inspirado por el mismo significado real de la procesión del ofertorio que se
acompañaba anteriormente con los versos del salmo 24: "[...] levantad, oh príncipes, vuestras
puertas, y elevaos vosotras, oh puertas de la eternidad; y entrará el Rey de la gloria."
(Salmo 23: 9). Se puede imaginar que la interpretación alegórica tardía de la Entrada mayor
como "símbolo" de la entrada del Señor a Jerusalén surgió y se inspiró en la majestuosidad de
la procesión, que hasta el emperador mismo en su momento tomaba parte en ella llevando la
lámpara delante de los dones ofrecidos, y dejando en claro la sublimidad del Reino celestial
por encima de cualquier gloria terrenal.

"Apartémonos de todo interés mundano". Dejamos en la patena bajo los velos toda
preocupación de nuestra vida a los pies del "Rey de la gloria", para comparecer ante "el Uno
de Quien es la necesidad."

b) La oración que sacerdote recita por sí mismo. Es la única oración de la liturgia que se dirige
personalmente al Hijo y no al Padre, y que el sacerdote recita a solas por sí mismo (hablando en
singular).

"Ninguno de los que se hallan atados por los deseos y placeres carnales es digno de llegar o
de acercarse a Ti, ni de servirte, oh Rey de la gloria; pues el servirte es cosa grande y terrible
aun para las potestades celestiales. No obstante, por tu inefable e infinito amor a la
humanidad, te hiciste hombre sin cambio ni alteración, [...] A Ti, pues, dirijo mi súplica, oh
único bueno y pronto para escuchar: mírame a mí, tu pecador e inútil siervo, y limpia mi
alma y mi corazón de todo pensamiento maligno; y hazme capaz, por el poder de tu Santo
Espíritu, ya que me hallo revestido de la gracia del sacerdocio, de estar ante esta tu santa
Mesa, y administrar tu santo e inmaculado Cuerpo y tu preciosa Sangre; [...] dígnate aceptar
de mí, tu siervo pecador e indigno, estos Dones; porque Tú mismo eres el que ofrece y es
ofrecido, el que recibe y es distribuido, Cristo Dios nuestro, [...]".

En esta oración la Iglesia enfatiza que Cristo “es el que ofrece y es ofrecido”, es decir, que se
trata del mismo sacrificio que se ofreció "una vez y para siempre", y que Cristo mismo es el
celebrante; el sacerdote es el icono que indica esta realidad espiritual; a través de este icono se
perpetua y efectúa el ministerio personal de Cristo. ¿Cómo no va a ofrecer el sacerdote esta

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oración personal por su fortalecimiento en un momento en el cual Cristo obrará a través de sus
propias manos, su propio icono y su propio ser?

c) La incensación del Altar, los dones en la mesa de oblación, el templo y los fieles: lo que
veneramos con el incienso es la creación de Dios cuya vocación “desde la eternidad” es
compartir el Reino de Dios y participar de la Cena del “Cordero pascual”.

La forma de incensación.

El sacerdote bendice el incensario, lo recibe e


inciensa el santo Altar por los cuatro costados,
la mesa de la oblación, el crucifijo atrás del
Altar y los iconos, diciendo el domingo:
"Habiendo visto la Resurrección", y el salmo 50
"Ten piedad de mí, oh Dios"; Luego, desde las
Puertas Santas, inciensa el Trono episcopal,

los iconos según el orden respectivo, y el pueblo; de nuevo el Trono, y los iconos del Señor y
de la Madre de Dios; después, entra al Santuario, donde inciensa el Altar, la mesa de la
oblación, y todos los que están en el Santuario; finalmente, entrega el incensario al acólito.

Cuando el obispo está celebrando, él inciensa según lo mencionado arriba; luego, asistido por
los diáconos y desde las Puertas Santas, se lava las manos, y hace las reverencias ante el santo
Altar y pide perdón al pueblo, dando la bendición; se dirige hacia la mesa de la oblación y
menciona los nombres de vivos o difuntos que desea conmemorar. Mientras, los sacerdotes y
los diáconos hacen las reverencias ante el Altar, piden perdón al pueblo, y se dirigen hacia el
obispo; le besan la mano, mientras él los conmemora en la ofrenda. Concluye la proposición
de la ofrenda y la cierra; luego, coloca el gran Velo sobre los hombros del diácono y le entrega
la Patena, mientras al sacerdote le entrega el Cáliz.

d) La procesión de los dones. Los dones son trasladados de la mesa de oblación para ser
colocados en el Altar, en procesión solemne que sale de la puerta lateral norte, acompañada
por cruces, iconos de Querubines y velas, y
que pasa en medio de los fieles: la ofrenda de
cada uno de los fieles, presente en la ofrenda
de todos, se ha realizado ahora como la
ofrenda de la Iglesia por sí misma.

Cuando el obispo está celebrando, la procesión


va de la siguiente forma: un sacerdote que
lleva el Omoforio del obispo, los acólitos con
velas, sexalarios, cruces..., y los diáconos en su
orden, del menor al mayor; el segundo diácono incensará ante la santa Patena que el primer
diácono lleva; luego siguen el primer sacerdote que lleva el Santo Cáliz, y los demás sacerdotes
en su orden, del mayor al menor.

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e) La conmemoración de los nombres. Cuando encomendamos a Dios a las personas por quienes
los dones han sido ofrecidos, confirmamos que ellos viven en la memoria de Dios. Cuando en
el ofertorio conmemoramos el nombre de una persona no lo hacemos “por su salud y éxito” o
“por una situación mejor después de la muerte”, sino que ofrecemos a esta persona como un
“sacrificio vivo agradable” para que sea “partícipe de la vida inagotable” en el Reino celestial.

f) Recibir los dones. Cuando el obispo celebra, recibe los dones y los coloca sobre el Altar; la
ofrenda ya es la de la Iglesia; cubre la ofrenda con el Velo grande en un gesto que significa que
la institución y la proclamación del Reino de Cristo forman “en este mundo” un misterio que
no se comprende más que con la fe; y dice la oración del ofertorio: “Señor Dios todopoderoso,
[…] haznos dignos de hallar gracia ante tu Rostro, para que nuestro sacrificio te sea agradable
y el Espíritu Bueno de tu gracia more en nosotros, en estos Dones aquí presentes y en todo tu
pueblo”.

4. Conclusión

Del producto de su vivir y de su laborar el hombre le ofrece a Dios trabajado el mundo que le ha
encargado; del trigo y de la uva le presenta su ofrenda: pan y vino, "lo tuyo de lo tuyo". En la Iglesia,
el cuerpo místico de Cristo, y precisamente en el ofertorio se realiza la restauración de la vocación de
Adán en el Paraíso " Dios tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo
cuidara." (Gn 2: 15).

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