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SEXTA CLASE
EL MISTERIO DE LA UNIDAD: AMOR Y CONFESIÓN
1. Prólogo
Después de colocar los dones en el santo Altar sobre el Antimensio desdoblado, el sacerdote cubre
los dones con el velo grande y da la bendición al diácono para que entone desde las soleas la letanía
que empieza con "completemos nuestra oración al Señor". Si bien en la letanía de la paz al inicio de
la Liturgia la Iglesia nos enseña a extender el diámetro de nuestra oración para que cubra y funda
toda la creación (jerarcas, gobernantes, frutos de la tierra, climas benévolos, ciudad y país, enfermos,
afligidos, cautivos, etc.), la letanía ferviente profundiza nuestro orar y lo interioriza de un modo que
los fieles ahora a solas rezan por su alma y su testimonio (concluir nuestra vida en paz y penitencia;
ángel de paz guía de nuestra alma; remisión de nuestros pecados; cristiano fin de nuestra vida,
exento de dolor y vergüenza; una buena defensa ante el temible tribunal de Cristo pidamos a l Señor,
etc.). La letanía presente es propia de quienes piden fortaleza para seguir firmes en el martirio -
testimonio de la vida en Cristo; es la oración de quienes han sido destinados a formar la sal del
mundo. Precisamente para expresar lo que son y para seguir siéndolo, los fieles a solas ahora en su
acceso a la sublimidad de la Anáfora, practican dos elementos que forman preámbulo digno: el
ósculo de paz y el símbolo o credo de la fe.
2. El ósculo de paz
El sacerdote bendice al pueblo:
Diácono: Amémonos los unos a los otros, para que confesemos de unánime acuerdo...
Mientras el pueblo está cantando, el sacerdote hace tres reverencias ante el santo Altar y besa
los Dones cubiertos con el gran Velo: primero la Patena, luego el Cáliz y, después, el santo Altar,
diciendo para sí mismo: "A Ti amaré, Señor, fortaleza mía. El Señor es mi firmeza, mi refugio y mi
libertador." Cuando varios sacerdotes concelebran en la liturgia, después de venerar los Dones,
intercambian el ósculo de la paz, diciendo el primero: "Cristo está entre nosotros", y contestando
el segundo: "Estuvo, está y estará". También, cuando hay en la celebración varios diáconos, estos
salen de las dos Puertas —Norte y Sur— hacia donde está el primer diácono, e intercambian el
ósculo de la paz con el mismo saludo de los sacerdotes; luego, retornan al Santuario, mientras el
primero permanece ante las Puertas Santas.
Se trata de un "símbolo del amor cristiano". ¿Acaso el amor no se conocía más que en Cristo? ¿Las
otras religiones no hablan del amor? ¿El Antiguo testamento no ha mandado "amarás a tu Dios",
"amarás a tu prójimo como a ti mismo"? Entonces, ¿dónde se ubica la novedad del mandamiento de
Cristo a sus discípulos: "Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros." (Jn
13:34)? La respuesta a esta interrogación se encuentra en la continuación del mismo mandamiento
de Jesús: "Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado." La novedad del amor
cristiano está en que debe moldearse a imagen y semejanza del amor de Cristo, del amor de Dios
que "se ha manifestado". Y el criterio es el amor a los enemigos, eso es, a los que en circunstancias
normales no amamos o no estamos obligados a amar. Ya no más amor excluido de prójimos como
hermanos, primos, patriotas, paisanos, etc.: todo "prójimo" con el sentido nuevotestamentario es
digno del amor divino.
Dios es el único que ama con el amor del que el Evangelio habla. Nosotros sabemos que somos
incapaces por nuestras fuerzas de ascender a las alturas de este amor; de la misma manera que
somos incapaces de tener la paz de Cristo que “supera toda comprensión”, y de alcanzar el perdón
de los pecados y la vida Eterna; todo ello nos ha sido dado en la Iglesia místicamente: "El amor de
Dios está derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado" (Rom 5:5). Es la
vocación nuestra como cristianos establecernos en el amor de Cristo: "Permanezcan en Mí, y Yo en
ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco
Entonces, regresando al ósculo de paz: no es alegoría del amor sentimental que "obviamente" tengo
al que está a mi lado (esposo, hija, hermano, paisana, compatriota...), sino símbolo de lo que se
derrama en nosotros místicamente, de lo que buscamos y anhelamos, señal tangible y un ritual
verdadero por medio del cual el amor divino se vierte en los corazones de todos. Una y otra vez se
aclara un sentido auténtico del "símbolo" no como alegoría de algo pasado, sino "medio de
comunión con lo real y verdadero como fuente de sed y devoción ... el símbolo es la presencia de la
verdad que en las circunstancias actuales no puede manifestarse sino a través del símbolo". El
ósculo de paz jamás ha sido una expresión del amor que sentimos desde ya, sino una prueba de que
deseamos profundamente descansar en la calidez del amor nuevo que hemos conocido en Cristo.
Hay que tener presente que el Ósculo de paz formó una acción que los fieles intercambiaban al
iniciar la liturgia de los fieles. No era tanto un aviso del inicio como una condición que posibilita la
iniciación en la obra sacramental.
Entonces este descanso en el amor divino es el que posibilita a los hermanos en el Cuerpo místico a
resumir su fe y confesar "al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: Trinidad consubstancial e indivisible",
un extracto del credo de la fe.
La recitación del credo se insertó el la celebración eucarística al inicio del siglo VI. Antes de ello,
formaba parte —como hasta ahora— del sacramento del Bautismo, ya que el catecúmeno lo
recitaba como confesión oficial de su fe cristiana al acceder a la Iglesia para recibir el bautismo.
Posteriormente se usó este mismo credo en el tiempo de las polémicas teológicas dogmáticas como
un formato que define las reglas de la fe recta (ortodoxa) en defensa contra las herejías. Mientras,
para la reunión eucarística, que es el encuentro de una comunidad cerrada de los fieles que
confiesan la fe recta y que se han renovado "en agua y Espíritu" y han recibido el sello del santo
Crisma, la conciencia de la Iglesia primitiva consideró automática y sobreentendida la unidad en la fe
entre los participantes. Sin embargo más tarde se optó por la confesión del Credo en la Divina
Liturgia para la afirmación de la conexión orgánica, firme y auténtica (que forma parte de la
experiencia de la Iglesia primitiva) entre la unión en la fe de un lado y la realización de la Iglesia en la
eucaristía del otro lado.
En cambio la fe auténtica —lejos de una devoción sentimental que se autonutre de sus propias
convicciones y conformismo— se dirige hacia el "Otro" y se convierte a Él y lo acepta humildemente
como "el camino, la verdad y la vida". Y el encuentro con el "Otro" es una experiencia de conversión
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Nadie puede creer por otro. Cada uno debe creer por sí mismo. Una persona que cree en Dios, en
Cristo, en el Espíritu Santo, en la Iglesia, en el bautismo y en la vida eterna, en definitiva, una persona
que afirma y acepta su condición de miembro por el bautismo en la Iglesia, es competente para
participar en la Divina Liturgia. Una persona que no pueda hacer esto, no podrá participar.
Es costumbre en la Iglesia que los clérigos agiten el velo grande sobre los dones eucarísticos durante
la recitación del Credo. Este acto de veneración era propio de hacerlo ante un emperador terrenal en
el período bizantino, durante el cual este acto fue incorporado a la liturgia de la Iglesia, y se utiliza
como un acto de veneración hacia la “presencia” del Rey Celestial, en medio de su pueblo, es decir,
hacia el libro de los Evangelios y los dones eucarísticos. La interpretación alegórica tardía, de la que
hemos hablado anteriormente, considera esta agitación del velo grande como "símbolo" de la
agitación de la tierra que sucedió en la crucifixión de Jesucristo, por lo que la agitación de velo se
interrumpe al decir "y resucitó al tercer día según las escrituras".
4. Conclusión
Este preámbulo o antesala de la liturgia de los fieles expresa la Eucaristía cual el misterio de la
unidad, el misterio de la Iglesia como lo define san Ignacio de Antioquía (Principios del Siglo II): "La
Iglesia es la unidad en la fe y en el amor". Dichas dos virtudes divinas (fe y amor) se derraman sobre
nosotros en la reunión litúrgica de la Iglesia y precisamente en los símbolos del ósculo de paz y del
Credo; ellas forman dos alas indispensables y auténticas que nos levantan hacia la ANÁFORA:
"Elevemos nuestros corazones".