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SOFI272 La Divina Liturgia

SEXTA CLASE
EL MISTERIO DE LA UNIDAD: AMOR Y CONFESIÓN

1. Prólogo

Después de colocar los dones en el santo Altar sobre el Antimensio desdoblado, el sacerdote cubre
los dones con el velo grande y da la bendición al diácono para que entone desde las soleas la letanía
que empieza con "completemos nuestra oración al Señor". Si bien en la letanía de la paz al inicio de
la Liturgia la Iglesia nos enseña a extender el diámetro de nuestra oración para que cubra y funda
toda la creación (jerarcas, gobernantes, frutos de la tierra, climas benévolos, ciudad y país, enfermos,
afligidos, cautivos, etc.), la letanía ferviente profundiza nuestro orar y lo interioriza de un modo que
los fieles ahora a solas rezan por su alma y su testimonio (concluir nuestra vida en paz y penitencia;
ángel de paz guía de nuestra alma; remisión de nuestros pecados; cristiano fin de nuestra vida,
exento de dolor y vergüenza; una buena defensa ante el temible tribunal de Cristo pidamos a l Señor,
etc.). La letanía presente es propia de quienes piden fortaleza para seguir firmes en el martirio -
testimonio de la vida en Cristo; es la oración de quienes han sido destinados a formar la sal del
mundo. Precisamente para expresar lo que son y para seguir siéndolo, los fieles a solas ahora en su
acceso a la sublimidad de la Anáfora, practican dos elementos que forman preámbulo digno: el
ósculo de paz y el símbolo o credo de la fe.

2. El ósculo de paz
El sacerdote bendice al pueblo:

Sacerdote: La paz sea con vosotros.

Pueblo: Y con tu espíritu.

Diácono: Amémonos los unos a los otros, para que confesemos de unánime acuerdo...

Pueblo: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: Trinidad, consubstancial e indivisible.

Mientras el pueblo está cantando, el sacerdote hace tres reverencias ante el santo Altar y besa
los Dones cubiertos con el gran Velo: primero la Patena, luego el Cáliz y, después, el santo Altar,
diciendo para sí mismo: "A Ti amaré, Señor, fortaleza mía. El Señor es mi firmeza, mi refugio y mi
libertador." Cuando varios sacerdotes concelebran en la liturgia, después de venerar los Dones,
intercambian el ósculo de la paz, diciendo el primero: "Cristo está entre nosotros", y contestando
el segundo: "Estuvo, está y estará". También, cuando hay en la celebración varios diáconos, estos
salen de las dos Puertas —Norte y Sur— hacia donde está el primer diácono, e intercambian el
ósculo de la paz con el mismo saludo de los sacerdotes; luego, retornan al Santuario, mientras el
primero permanece ante las Puertas Santas.

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Los testimonios antiguos constatan de que el ósculo de paz después de la invitación del sacerdote
"saludemos los unos a los otros" formó una acción sacramental que concierne a toda la comunidad
eucarística. San Juan Crisóstomo dice en una de sus homilías:
"Cuando llegaba la hora del saludo de paz, se paraban todos y se
intercambiaban el beso santo con todos: los clérigos saludaban al
obispo, y los hombres a los hombres, y las mujeres a las mujeres ...".
Los nestorianos, los coptos y los armenios conservan esta práctica
lejos de la omisión que el desarrollo tardío del rito bizantino ha
ejecutado. El ósculo de paz no era solamente un gesto litúrgico de la
Eucaristía, sino que también lo encontrábamos en el rito del Bautizo
que el obispo besaba al recién crismado con un ósculo de paz
diciéndole: "Dios esté contigo". También toda la comunidad besaba
al obispo recién consagrado antes de presidir por primera vez la
divina Liturgia.

Esta lectura histórica nos muestra como este elemento litúrgico se


transformó de una obra común en la comunidad a una mera palabra. Pues la forma actual
"amémonos los unos a los otros", convoca a un estado íntimo mientras la forma antigua inspirada
por la despedida de san Pablo "saluden los unos a los otros con el ósculo santo" (1 Cor 16: 20) nos
invita a "efectuar" una cierta labor. De poco en poco esta práctica llegó a formar una rúbrica excluida
de los clérigos en el santuario. Contribuyeron en ello varios factores como el crecimiento de las
comunidades a tal grado que los feligreses no se conocían y la introducción del Credo. Sin embargo,
los padres teólogos contemporáneos insisten en un factor negativo de esta omisión que consiste en
la malinterpretación de este gesto como una otra práctica meramente "simbólica", y de nuevo
malinterpretación del símbolo.

Se trata de un "símbolo del amor cristiano". ¿Acaso el amor no se conocía más que en Cristo? ¿Las
otras religiones no hablan del amor? ¿El Antiguo testamento no ha mandado "amarás a tu Dios",
"amarás a tu prójimo como a ti mismo"? Entonces, ¿dónde se ubica la novedad del mandamiento de
Cristo a sus discípulos: "Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros." (Jn
13:34)? La respuesta a esta interrogación se encuentra en la continuación del mismo mandamiento
de Jesús: "Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado." La novedad del amor
cristiano está en que debe moldearse a imagen y semejanza del amor de Cristo, del amor de Dios
que "se ha manifestado". Y el criterio es el amor a los enemigos, eso es, a los que en circunstancias
normales no amamos o no estamos obligados a amar. Ya no más amor excluido de prójimos como
hermanos, primos, patriotas, paisanos, etc.: todo "prójimo" con el sentido nuevotestamentario es
digno del amor divino.

Dios es el único que ama con el amor del que el Evangelio habla. Nosotros sabemos que somos
incapaces por nuestras fuerzas de ascender a las alturas de este amor; de la misma manera que
somos incapaces de tener la paz de Cristo que “supera toda comprensión”, y de alcanzar el perdón
de los pecados y la vida Eterna; todo ello nos ha sido dado en la Iglesia místicamente: "El amor de
Dios está derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado" (Rom 5:5). Es la
vocación nuestra como cristianos establecernos en el amor de Cristo: "Permanezcan en Mí, y Yo en
ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco

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ustedes si no permanecen en Mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en Mí y Yo
en él, ése da mucho fruto, porque separados de Mí nada pueden hacer." (Jn 14: 4-5).

Entonces, regresando al ósculo de paz: no es alegoría del amor sentimental que "obviamente" tengo
al que está a mi lado (esposo, hija, hermano, paisana, compatriota...), sino símbolo de lo que se
derrama en nosotros místicamente, de lo que buscamos y anhelamos, señal tangible y un ritual
verdadero por medio del cual el amor divino se vierte en los corazones de todos. Una y otra vez se
aclara un sentido auténtico del "símbolo" no como alegoría de algo pasado, sino "medio de
comunión con lo real y verdadero como fuente de sed y devoción ... el símbolo es la presencia de la
verdad que en las circunstancias actuales no puede manifestarse sino a través del símbolo". El
ósculo de paz jamás ha sido una expresión del amor que sentimos desde ya, sino una prueba de que
deseamos profundamente descansar en la calidez del amor nuevo que hemos conocido en Cristo.

Hay que tener presente que el Ósculo de paz formó una acción que los fieles intercambiaban al
iniciar la liturgia de los fieles. No era tanto un aviso del inicio como una condición que posibilita la
iniciación en la obra sacramental.

3. El credo, "símbolo de la fe"

Entonces este descanso en el amor divino es el que posibilita a los hermanos en el Cuerpo místico a
resumir su fe y confesar "al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: Trinidad consubstancial e indivisible",
un extracto del credo de la fe.

La recitación del credo se insertó el la celebración eucarística al inicio del siglo VI. Antes de ello,
formaba parte —como hasta ahora— del sacramento del Bautismo, ya que el catecúmeno lo
recitaba como confesión oficial de su fe cristiana al acceder a la Iglesia para recibir el bautismo.
Posteriormente se usó este mismo credo en el tiempo de las polémicas teológicas dogmáticas como
un formato que define las reglas de la fe recta (ortodoxa) en defensa contra las herejías. Mientras,
para la reunión eucarística, que es el encuentro de una comunidad cerrada de los fieles que
confiesan la fe recta y que se han renovado "en agua y Espíritu" y han recibido el sello del santo
Crisma, la conciencia de la Iglesia primitiva consideró automática y sobreentendida la unidad en la fe
entre los participantes. Sin embargo más tarde se optó por la confesión del Credo en la Divina
Liturgia para la afirmación de la conexión orgánica, firme y auténtica (que forma parte de la
experiencia de la Iglesia primitiva) entre la unión en la fe de un lado y la realización de la Iglesia en la
eucaristía del otro lado.

La religiosidad moderna confunde la fe con un sentimiento individual devocional que se nutre de sí


mismo en un círculo vicioso de gustos personales y emociones psíquicos que hacen cosquillas al alma
de vez en cuando. Esta devoción se satisface por sí y se extraña por la insistencia en la unidad de la
creencia, del dogma, como una condición principal.

En cambio la fe auténtica —lejos de una devoción sentimental que se autonutre de sus propias
convicciones y conformismo— se dirige hacia el "Otro" y se convierte a Él y lo acepta humildemente
como "el camino, la verdad y la vida". Y el encuentro con el "Otro" es una experiencia de conversión


Revísase la 2a. clase, apartado 2, pág. 4

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que se experimenta en la vida eclesiástica y que ha creado la necesidad de expresar esta experiencia
con palabras para comunicarla fielmente a los demás. Por eso llamamos al Credo también "el
símbolo de fe", porque las palabras expresan en fórmulas definidas lo que la Iglesia ha vivido
místicamente desde el inicio. El "símbolo de fe" nos coloca en la experiencia del conocimiento divino.

La introducción tradicional a la recitación del Credo en la liturgia es la exclamación: “¡Las puertas!


¡Las puertas! en sabiduría, ¡estemos atentos!”. Las puertas a las que se hace referencia aquí son las
puertas del edificio de la iglesia, ya que este es una llamado para asegurarse que todos los
catecúmenos se han ido y que los comulgantes no se han ido, y que ahora nadie puede entrar o salir
de la asamblea litúrgica. La razón histórica de esa exclamación en la Divina Liturgia no solamente
tiene que ver con el orden propio de la iglesia, sino también con la idea de que el Credo podía ser
pronunciado sólo por aquellos que ya se habían pronunciado oficialmente en el bautismo, y
continuaban confesando esta fe en la vida de la Iglesia. "Guárdense los puertas del templo: no sea
que entra un incrédulo. Y si se presenta un hermano o una hermana de otra parroquia llevando una
recomendación, los diáconos examínenlo ... no sea que se hayan manchado con alguna herejía.",
dice el libro de los órdenes apostólicos (Siglo IV). Según San Máximo el confesor, cerrar las puertas
de la iglesia significa encerrar los sentidos y aislar la mente de los pensamientos terrenales.

La recitación del Símbolo de la fe en la Divina Liturgia se erige como el reconocimiento oficial y la


aceptación formal por parte de cada miembro de la Iglesia de su propio bautismo, crismación y la
pertenencia al Cuerpo de Cristo. La recitación del Credo es el único lugar en la Divina Liturgia donde
se utiliza el verbo en primera persona: “Creo”. Mientras que a lo largo de la liturgia la comunidad
reza en plural, sólo aquí cada persona confiesa por sí mismo su propia fe personal: "Creo".

Nadie puede creer por otro. Cada uno debe creer por sí mismo. Una persona que cree en Dios, en
Cristo, en el Espíritu Santo, en la Iglesia, en el bautismo y en la vida eterna, en definitiva, una persona
que afirma y acepta su condición de miembro por el bautismo en la Iglesia, es competente para
participar en la Divina Liturgia. Una persona que no pueda hacer esto, no podrá participar.

Es costumbre en la Iglesia que los clérigos agiten el velo grande sobre los dones eucarísticos durante
la recitación del Credo. Este acto de veneración era propio de hacerlo ante un emperador terrenal en
el período bizantino, durante el cual este acto fue incorporado a la liturgia de la Iglesia, y se utiliza
como un acto de veneración hacia la “presencia” del Rey Celestial, en medio de su pueblo, es decir,
hacia el libro de los Evangelios y los dones eucarísticos. La interpretación alegórica tardía, de la que
hemos hablado anteriormente, considera esta agitación del velo grande como "símbolo" de la
agitación de la tierra que sucedió en la crucifixión de Jesucristo, por lo que la agitación de velo se
interrumpe al decir "y resucitó al tercer día según las escrituras".

4. Conclusión

Este preámbulo o antesala de la liturgia de los fieles expresa la Eucaristía cual el misterio de la
unidad, el misterio de la Iglesia como lo define san Ignacio de Antioquía (Principios del Siglo II): "La
Iglesia es la unidad en la fe y en el amor". Dichas dos virtudes divinas (fe y amor) se derraman sobre
nosotros en la reunión litúrgica de la Iglesia y precisamente en los símbolos del ósculo de paz y del
Credo; ellas forman dos alas indispensables y auténticas que nos levantan hacia la ANÁFORA:
"Elevemos nuestros corazones".

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