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J.M.G. Le Clézio
Todo esto estaba muy bien pero había que tener cuidado
con el Ciapacan. Cada mañana, cuando amanecía, la
furgoneta gris con las ventanas enrejadas circulaba
lentamente por las calles de la ciudad, sin hacer ruido, a
nivel las ceras. Rodaba aun con las ruedas dormidas y
nubladas, en busca de perros y de niños perdidos.
Mondo la había visto un dia, cuando acababa de dejar su
escondite al borde del mar y atravesaba un jardín. La
furgoneta se había parado a solo unos metros ante el, y
había tenido el tiempo justo de ocultarse tras un arbusto.
Había visto abrirse la puerta de atrás y dos hombres
vestidos con sobretodos grises habian bajado. Llevaban dos
grandes sacos de tela y cuerdas. Habian empezado a buscar
por los caminos del jardín, y Mondo había oído sus
palabras cuando pasaron al lado del arbusto.
―Ha salido por aquí.‖
―¿Le has visto?‖
―Si, no debe andar lejos.‖
Los dos hombres de gris se alejaron, cada uno en una
dirección y Mondo se había quedado inmóvil tras el
arbusto, casi sin respirar. Un instante más tarde había oído
una especie de grito ronco que se había ahogado, después
de nuevo el silencio. Cuando los dos hombres volvieron,
Mondo habia visto que llevaban alguna cosa en uno de los
sacos. Habian cargado el saco detrás en la furgoneta, y
Mondo habia oido aun esos gritos agudos que dolían en las
orejas. Era un perro que habian encerrado en el saco. La
furgoneta gris habia partido sin prisas y habia desaparecido
tras los árboles del jardín. Alguien que pasaba por allí le
habia dicho a Mondo que era el Ciapacan que se llevaba a
los perros sin dueño; habia mirado atentamente a Mondo, y
habia añadido, para darle miedo, que la furgoneta se
llevaba a veces también a los niños que se paseaban en
lugar de ir a la escuela. Desde ese día, Mondo vigilaba
siempre, a todos lados e incluso detrás de el, para estar
seguro de ver venir a la furgoneta gris.
A las horas en que los chiquillos salían de la escuela, o
bien los días festivos, Mondo sabia que no habia nada que
temer. Era cuando habia poca gente por las calles, pronto
por las mañanas o al caer la noche, que habia que ir con
cuidado. Era posiblemente por eso que Mondo trotaba un
poco de través, como los perros.
En esta época habia conocido al Gitano, al Cosaco y a su
viejo amigo Dadi. Eran los nombres que les habian puesto
aquí en nuestro pueblo, porque se ignoraban sus verdaderos
nombres. El Gitano no era gitano, pero le llamaban así por
su piel morena, por sus cabellos tan negros y por su perfil
de águila; pero debía seguro su sobrenombre al hecho de
que habitaba en una vieja Hotchkiss negra aparcada en la
explanada y que se ganaba la vida haciendo números de
prestidigitación. El Cosaco era un hombre extraño, de tipo
mogol, que siempre llevaba puesto un gorro grande de
pieles que le daba un aire de oso. El tocaba el acordeón
antes las terrazas de los cafés, sobre todo por las noches,
porque durante el dia iba completamente borracho.
Pero lo que Mondo prefería era el viejo Dadi. Un dia que
el estaba en la playa, le habia visto sentado en el suelo
sobre una hoja de periódico. El viejo se calentaba al sol sin
prestar atención a la gente que pasaba ante el. Mondo
estaba intrigado por una pequeña maleta de cartón amarillo
llena por agujeros que el viejo Dadi habia puesto en el
suelo, a su lado, sobre otra hoja de periódico. Dadi tenia un
aspecto dulce y tranquilo, y Mondo no le temía para nada.
Se acercó para ver la maleta amarilla, y le habia pedido a
Dadi:
―¿Qué es lo que tiene en esa maleta?‖
El hombre habia abierto un poco los ojos. Sin decir nada,
habia cogido su maleta entre las piernas y habia
entreabierto la tapa. Sonreía con un aire misterioso pasando
su mano por la tapa, y después sacó una pareja de palomas.
―Son muy bonitas‖, habia dicho Mondo. ―¿Cómo se
llaman?‖
Dadi alisaba las plumas de los pájaros y después se las
acercaba a sus mejillas.
―El es Pilou, ella, es Zoé‖.
Sostenía las palomas en la mano y las acariciaba muy
dulcemente contra su cara. Miraba a lo lejos, con sus ojos
húmedos y claros que ya no veían bien.
Mondo habia acariciado dulcemente la cabeza de las
palomas. La luz del sol las deslumbraba y querían volver a
entrar en su maleta. Dadi las hablaba en voz baja para
calmarlas y después las cerraba de nuevo bajo su tapa.
―Son muy bellas‖ repitió Mondo. Y se fue, mientras el
hombre cerraba los ojos y continuaba dormitando sentado
sobre su periódico.
Al caer la noche, Mondo iba a ver a Dadi a la explanada.
El trabajaba con el Gitano y con el Cosaco en la
representación pública, es decir que estaba sentado un poco
al margen con su maleta amarilla mientras que el Gitano
tocaba el banjo y el Cosaco hablaba con su voz fuerte para
atraer a los curiosos. El Gitano tocaba deprisa, mientras
miraba mover sus dedos y canturreando. Su cara oscura
brillaba bajo la luz de los reverberos.
Mondo se colocaba en primera fila de los espectadores y
saludaba a Dadi. Ahora, el Gitano empezaba su
representación. De pié, ante los espectadores, sacaba
pañuelos de todos los colores de su puño cerrado, con una
rapidez increíble. Los ligeros pañuelos caían al suelo, y
Mondo los iba recogiendo uno tras otro. Era su trabajo.
Después el Gitano sacaba toda clase de objetos extraños de
su mano, llaves, anillos, lápices, postales, pelotas de ping
pong e incluso cigarrillos encendidos que daba a la gente.
Hacia todo esto tan deprisa que no daba tiempo a verle
mover las manos. La gente se reía y aplaudía, y las
monedas empezaban a caer al suelo.
―Pequeño, ayúdanos a recoger las monedas‖, decía el
Cosaco.
Las manos del Gitano cogían un huevo, lo envolvían en
un pañuelo rojo, y después paraban un segundo.
―¡At…tención!‖
Las manos se daban una contra la otra. Cuando se
desanudaba el pañuelo, el huevo había desaparecido. La
gente aplaudía aun más fuerte, y Mondo recogía mas
monedas que colocaba en una cajita metálica.
Cuando ya no quedaban mas monedas, Mondo se sentaba
sobre sus talones y miraba de nuevo las manos del Gitano.
Se movían deprisa, como si fuesen independientes. El
Gitano sacaba otros huevos de su mano cerrada, y después
los hacía desaparecer entre sus manos, de un golpe. Cada
vez que un huevo iba a desaparecer, miraba a Mondo y le
hacia un guiño.
―¡Hop! ¡Hop!‖
Pero lo que el Gitano hacía mejor era cuando cogía dos
huevos muy blancos que llegaban a sus manos sin saber
como; los envolvía en dos grandes pañuelos rojos y
amarillo, después levantaba sus brazos al aire y se quedaba
un instante inmóvil. Todo el mundo le miraba entonces y
aguantaban la respiración.
―¡At…tención!‖
El Gitano bajaba sus brazos desenvolviendo los pañuelos
y dos palomas blancas salían de sus pañuelos, volando
sobre sus cabezas antes de ir a posarse sobre los hombros
de Dadi.
―La gente gritaba:
―¡Ohh!‖
Y aplaudían muy fuerte echando una lluvia de monedas.
Cuando habia acabado la representación, el Gitano iba a
comprar bocadillos y cerveza y todo el mundo iba a
sentarse al peldaño de la vieja Hotchkiss negra.
―Me has ayudado muy bien, pequeño‖, decía el Gitano a
Mondo.
El Cosaco bebía cerveza y decía muy fuerte:
―¿Es tu hijo, Gitano?‖
―No, es mi amigo Mondo.‖
―¡Entonces, a tu salud, amigo Mondo!‖
Ya estaba un poco borracho.
―¿Sabes tocar música?‖
―No señor‖, decía Mondo.
El Cosaco se reía a carcajadas.
―¡No señor! ¡No señor!‖ repetía gritando, aunque Mondo
no entendía que es lo que le hacia reír.
Después el Cosaco cogía su pequeño acordeón y
empezaba a tocar. No era realmente música lo que hacia,
era una serie ruidos extraños y monótonos, que subían y
bajaban, tan pronto deprisa como suavemente. El Cosaco
tocaba dando con el pie en el suelo, y cantando con su voz
grave repitiendo en todo momento las mismas sílabas.
―¡Ay, ay, yaya, yaya, ayaya, yaya, ayaya, yaya, ay, ay!‖
Cantaba y tocaba el acordeón, mientras bailaba, y Mondo
pensaba que realmente parecía un gran oso.
La gente que pasaba se paraban un instante para mirarle,
se reían un poco y continuaban su camino.
Más tarde, cuando caía la noche, el Cosaco dejaba de
tocar y se sentaba sobre el estribo de la Hotchkiss, al lado
del Gitano. Encendían cigarrillos de tabaco negro que olían
muy fuerte y hablaban bebiendo unas jarras de cerveza.
Hablaban de cosas lejanas que Mondo no entendía bien, de
recuerdos de guerra y de viajes. Algunas veces el viejo
Dadi también hablaba, y Mondo le escuchaba porque eran
sobretodo cosas de pájaros, de palomos y de palomas
mensajeras. Dadi relataba con su voz dulce, un poco
ahogada, historias de estos pájaros que volaban mucho
tiempo por encima de los campos, cuando la tierra se
deslizaba bajo ellos con sus ríos y sus meandros, los
árboles pequeños plantados a lo largo de los caminos como
cintas negras, las casa con los tejados rojos y grises, las
granjas rodeadas de campos de todos los colores, las
praderas, las colinas, las montañas que parecían montones
de piedras. El pequeño hombrecito contaba también como
los pájaros regresaban siempre a su casa, leyendo sobre el
paisaje como en un mapa, o navegando por las estrellas,
como los marinos o los aviadores. Los nidos de los pájaros
se parecían a torres, pero no tenían puerta, solo estrechas
ventanas bajo los tejados. Cuando hacia calor se oian los
arrullos que subían de las torres, y se sabia que los pájaros
habian vuelto.
Mondo escuchaba la voz de Dadi, veía la brasa de los
cigarros que brillaban en la noche. Alrededor de la
explanada, los automóviles rodaban haciendo un ruido
dulce como el agua, y las luces de las casas se apagaban
una por una. Era muy tarde, y Mondo notaba que la vista se
le nublaba porque se estaba durmiendo. Entonces el Gitano
le enviaba a acostarse sobre la banqueta trasera de la
Hotchkiss, y allí pasaba la noche. El viejo Dadi volvía a su
casa, pero el Gitano y el Cosaco no se iban a dormir. Se
quedaban sentados sobre el estribo del coche, hasta la
mañana, bebiendo, fumando y hablando.
A Mondo le gustaba mucho hacer esto: Se sentaba en la
playa, los brazos alrededor de sus rodillas, y miraba salir el
sol. A las cinco menos diez el cielo estaba puro y gris, con
solo algunas nubes de vapor por encima del mar. El sol no
aparecía de golpe, pero Mondo notaba su llegada, desde el
otro lado del horizonte, cuando se elevaba como una llama
que se enciende. Aparecía primero una pálida aureola que
ensanchaba su mancha en el aire, y se sentía en el fondo de
si mismo esa vibración extraña que hacia temblar el
horizonte, como si hiciese un esfuerzo. Entonces el disco
aparecía encima del agua, lanzaba un haz de luz directo a
los ojos, y el mar y la tierra parecían del mismo color. Un
instante después llegaban los primeros colores, las primeras
sombras. Pero los reverberos de la ciudad seguían
encendidos, con su pálida y fatigada luz, porque aun no
estaban muy seguros de que el dia comenzase.
Mondo miraba al sol que subía por encima del mar.
Canturreaba para si, solo, balanceando la cabeza y el busto
y repetía el canto del Cosaco:
―Ayaya, yaya, yayaya, yaya…‖
No habia nadie en la playa, solo algunas gaviotas que
flotaban sobre el mar. El agua era muy transparente, gris,
azul y rosa, y los guijarros eran muy blancos.
Mondo pensaba en el dia que se levantaba también en el
mar, para los peces y para los cangrejos. ¿Quizás en el
fondo, todo se volvía rosa y claro como en la superficie de
la tierra? Los peces se despertaban y se movían lentamente
bajo su cielo parecido a un espejo, eran felices en medio de
los miles de soles que bailaban, y los hipocampos subían a
lo largo de los tallos de las algas para ver mejor la nueva
luz. Incluso las conchas entreabrían sus valvas para dejar
entrar al dia. Mondo pensaba mucho en ellos y miraba las
lentas olas que caían sobre los guijarros de la playa
desprendiendo chispas.
Cuando el sol estaba algo mas alto, Mondo se ponía de
pié, porque tenía frío. Se sacaba su ropa. El agua del mar
estaba mas templada y mas dulce que el aire, y Mondo se
sumergía hasta el cuello. Sumergía su cabeza y abría los
ojos dentro del agua para ver el fondo. Oía el frágil crujido
de las olas cuando rompían, y esto generaba una música
que desconocida en la tierra.
Mondo se quedaba mucho tiempo en el agua, hasta que
sus dedos se volvían blancos y sus piernas empezaban a
temblar. Entonces se volvía a sentar en la playa, la espalda
pegada a la pared que sostenía la carretera, y esperaba que
el calor del sol envolviese su cuerpo.
Encima de la villa las colinas parecían más próximas. La
bonita luz iluminaba los árboles y las blancas fachadas del
pueblo, y Mondo decía de nuevo:
―Tendré que ir a ver eso‖
Después se volvía a vestir y abandonaba la playa.
Era un dia festivo, no habia nada que temer del Ciapacan.
Los días festivos los perros y los chiquillos podían
vagabundear libremente por las calles.
Lo malo es que todo estaba cerrado. Los tenderos no
venían a vender sus verduras, las panaderías tenían su
cierre metálico echado. Mondo tenía hambre. Al pasar por
delante de la tienda de un vendedor de helados que se
llamaba La Bola de Nieve, se habia comprado un cornete
de helado de vainilla y se lo iba comiendo mientras andaba
por las calles.
Ahora el sol iluminaba bien las aceras. Pero no se veía
gente. Debían de estar cansados. De cuando en cuando,
alguien pasaba y Mondo le saludaba, pero le miraban con
asombro porque tenía el pelo y las cejas blancos por la sal y
la cara morena del sol. Tal vez la gente le tomaba por un
mendigo.
Mondo miraba los escaparates de las tiendas lamiendo el
cristal. Al fondo de una vitrina donde la luz estaba
encendida, habia una gran cama de madera roja, con
sábanas y una almohada de flores, como si alguien fuese a
acostarse y dormir. Algo mas lejos, habia un escaparate
lleno de cocineras muy blancas, y un asador donde giraba
lentamente un pollo de cartón. Todo esto era extraño. Bajo
la puerta de una tienda Mondo habia encontrado una
revista, y se sentó en un banco a leer.
La revista contaba una historia con fotos en colores que
mostraban a una bella dama rubia preparada para cocinar y
jugando con sus niños. Era una larga historia, y Mondo la
leía en voz alta, acercando las fotos a sus ojos para que los
colores se mezclasen.
―El chico se llama Jaime y la niña Camila. Su mamá está
en la cocina y hacía toda clase de cosas buenas para comer,
pan, pollo asado, pasteles. Ella les ha dicho: ¿Qué queréis
hoy para comer bueno? Haznos una gran tarta de fresas, si
quieres, ha dicho Jaime. Pero su mamá ha dicho que no
habia fresas, solo habia manzanas. Entonces Camila y
Jaime han pelado las manzanas y las han cortado en
pequeños trozos, y su mamá ha hecho la tarta. Hizo cocer
la tarta en el horno. Olía bien toda la casa. Cuando la tarta
estuvo cocida su mamá la puso sobre la mesa y la cortó en
porciones. Jaime y Camila se comieron la tarta mientras
bebían chocolate caliente. Después dijeron: ¡Nunca
habíamos comido una tarta tan buena!‖
Cuando Mondo hubo acabado de leer la historia escondió
el periódico ilustrado en un arbusto del jardín, para releerlo
mas tarde. Le hubiese gustado comprar otra revista, una
historia de Hakim en la jungla, por ejemplo, pero el
quiosquero estaba cerrado.
En el centro del jardín estaba un jubilado de Correos que
dormía sobre el banco. Al lado del jubilado, sobre el banco,
había un periódico desplegado y un sombrero.
Cuando el sol subía hacia el cielo, la luz era más dulce.
Loa autos empezaban a circular por las calles haciendo
sonar el claxon. En la otra punta del jardín, cerca de la
salida, un niño pequeño jugaba con un triciclo rojo. Mondo
se paró a su lado.
―¿Es tuyo?‖, preguntó Mondo.
―Si‖, le dijo el niño.
―¿Me lo prestas?‖
El niño pequeño se cogía al manillar con todas sus
fuerzas.
―¡No! ¡No! ¡Vete!‖
―¿Como se llama tu bicicleta?‖
El niño pequeño bajaba la cabeza sin responder, después
dijo muy deprisa:
―Mini‖
―Es muy bonito‖, dijo Mondo.
Seguía mirando el triciclo, el cuadro pintado de rojo, el
sillín negro, el manillar y los guardabarros cromados. Tocó
el timbre una o dos veces pero el pequeño niño el apartaba
y se fue pedaleando.
En la plaza del mercado no habia mucha gente. La gente
iba a misa en pequeños grupos, o bien se paseaban hacia el
mar. Los días de fiesta eran los que Mondo le hubiese
gustado encontrar a alguien para decirle:
―¿Me quiere adoptar?
Pero es posible que esos días nadie le hubiese podido
entender.
Mondo entraba en los zaguanes de las casas, por
casualidad. Se paraba para mirara los buzones vacíos, y las
tomas de incendios. Apretaba sobre el botón del minutero y
escuchaba un instante el tictac, justo hasta que la luz se
apagaba. Al fondo del hall estaban los primeros peldaños
de escaleras, la rampa de madera encerada, y un gran
espejo sin brillo encuadrado por dos estatuas de escayola.
A Mondo le gustaría dar una vuelta en el ascensor pero no
se atrevía, porque estaba prohibido dejar que los niños
jugasen con el el.
Una señora joven entraba en el edificio. Era bella, con
unos cabellos castaños ondulados y un vestido de color
claro que susurraba a su alrededor. Olía bien.
Mondo habia salido del quicio de la puerta y ella se habia
sobresaltado.
―¿Que quieres?‖
―¿Puedo subir en el ascensor con usted?‖
La señora joven sonrió con amabilidad.
―¡Claro que si, venga! ¡Vamos!‖
El ascensor se movía un poco bajo sus pies como un
barco.
―¿A dónde vas?‖
―Arriba de todo‖
―¿Al sexto? Yo también‖
El ascensor subía lentamente. Mondo miraba a través de
los cristales las paredes que bajaban. Las puertas vibraban,
y en cada piso se oía una especie de chasquido. También se
oían los cables silbando en la caja del ascensor.
―¿Vives aquí?‖
La señora joven miraba a Mondo con curiosidad.
―No señora.‖
―¿Vas a ver a unos amigos?‖
―No señora, me paseo.‖
―¡Ah!‖
La señora joven seguía mirando a Mondo. Tenía unos
grandes ojos tranquilos y dulces, un poco húmedos. Habia
abierto su bolso y le habia dado a Mondo un bombón
envuelto en papel transparente.
Mondo veía pasar los pisos muy lentamente.
―Es alto. Como un avión‖, decía Mondo.
―¿Has ido en avión?‖
―Oh, no, señora, aún no. Debe de ser bonito‖
La señora joven se reía.
―Va mas rápido que el ascensor, ¿sabes?‖
―¡También va mas alto!‖
―¡Si, mucho mas alto!‖
El ascensor habia llegado gimiendo y una sacudida. La
señora joven salió.
―¿Bajas?‖
―No‖, dijo Mondo; ―voy a volver abajo en seguida‖
―¡Ah, si? Como quieras. Para bajar aprietas el penúltimo
botón, aquí. Ve con cuidado de no apretar el botón rojo, es
la alarma.‖
Antes de cerrar la puerta, le sonrió.
―¡Buen viaje!‖
―¡Adiós!‖, dijo Mondo.
Cuando salió del edificio, Mondo vio que el sol estaba
muy alto en el cielo, casi era mediodía. Los días pasaban
deprisa, de la mañana a la noche. Si no se tenia cuidado,
aun pasaban mas deprisa. Era por eso que la gente iba
siempre tan apresurada. Corrían siempre a hacer lo que
tenían que hacer antes de que el sol se pusiese.
A mediodía la gente andaba a grandes zancadas por las
calles de la ciudad. Salían de sus casas, subían en sus autos,
cerraban las portezuelas. A Mondo le hubiese gustado
decirles: ―¡Esperad! ¡Esperadme!‖ Pero nadie le miraba.
Como su corazón latía muy fuerte y muy deprisa, el
también se paraba en los rincones. Se quedaba inmóvil, con
los brazos cruzados, y miraba a la muchedumbre que
avanzaba por las calles. No tenían el aire cansado de las
mañanas. Iban con prisas, haciendo ruido con los pies,
hablando y riéndose muy fuerte.
En medio de ellos, una mujer mayor andaba lentamente
por la acera, con la espalda doblada, sin ver a nadie. Su
cesta de provisiones estaba llena de alimentos, y pesaba
tanto que tocaba el suelo a cada paso. Mondo se acercó a
ella y la ayudó a llevar su cesta. Oía la respiración de la
vieja que resoplaba un poco detrás de el.
La vieja mujer se habia parado ante la puerta de un
edificio gris, y Mondo habia subido la escalera con ella.
Pensaba que la anciana mujer podía ser su abuela o su tía,
pero no la hablaba porque era algo sorda.
La anciana abrió una puerta, en el cuarto piso, y habia ido
a la cocina para cortar una rebanada de pan de salvado
seco. Se la habia dado a Mondo y el vio que la mano le
temblaba mucho. Su voz también temblaba cuando le dijo:
―Dios te bendiga‖
Algo mas lejos, en la calle, Mondo notó que se volvía
muy pequeño. Iba a ras de la pared, y la gente de alrededor
se volvía altos como árboles, con los rostros lejanos, tanto
como los balcones de los edificios. Mondo se deslizaba por
medio de todos estos gigantes, que daban zancadas
considerables. Evitaba a las mujeres, altas como
campanarios, vestidas con inmensos trajes de lunares, y a
los hombres, altos como acantilados vestidos
completamente de azul con camisas blancas. Era tal vez la
luz de dia que era el causante de esto, la luz que agranda las
cosas y disminuye las sombras. Mondo se deslizaba entre
ellos, y solo los que miraban hacia abajo le podían ver. No
tenia miedo salvo en los momentos de cruzar las calles.
Pero el estaba buscando a alguien, por toda la ciudad, por
los jardines, por la playa. No sabía bien a quien buscaba ni
porqué, pero a alguien, simplemente para decirle muy
deprisa y de repente después de haber leído la respuesta en
sus ojos:
―¿Usted me querría adoptar?‖
D
E
NAD I N E
E
SIEMPRE MUCHO
______________________________________________
LULLABY
david
Miró la armónica un segundo, y la dejó caer en la bolsa,
se la puso en bandolera sobre su hombro derecho y salió.
Afuera, el sol calentaba, el cielo y el mar brillaban.
Lullaby buscó con los ojos a las palomas, pero habían
desaparecido. A lo lejos, cerca del horizonte, el velero
blanco se movía lentamente, colgado sobre el mar.
Lullaby notó palpitar muy fuerte su corazón. Se movía y
hacía ruido en su pecho. ¿Por qué estaba así? Tal vez era
toda la luz del cielo que la emborrachaba. Lullaby se paró
junto a la balaustrada, apretando muy fuerte sus brazos
contra el pecho. Dijo incluso entre dientes, un poco
enfadada:
―¡Me molesta esto!‖
Después reemprendió su camino intentando no prestarle
más atención.
La gente iba a trabajar. Iban rápido en sus coches, a lo
largo de la avenida, en dirección al centro de la ciudad. Los
velomotores hacían la carrera con ruidos de rodamientos a
bolas. En los autos nuevos con los cristales cerrados, la
gente tenía prisa. Cuando pasaban se volvían un momento
para mirar a Lullaby. Incluso había algún hombre que le
daban pequeños toques de claxon, perro Lullaby ni les
miraba.
Ella también iba deprisa a lo largo de la avenida, sin hacer
ruido con sus suelas de crepe. Iba en dirección opuesta,
hacia las colinas y las rocas. Miraba el mar entornando sus
ojos porque no había pensado en coger sus gafas de sol. El
velero blanco parecía llevar su misma ruta, con su gran
vela isósceles henchida por el viento. Mientras caminaba;
Lullaby miraba el mar y el cielo azules, la vela blanca, y las
rocas del cabo, y estaba muy contenta de haber decidido no
volver más a la escuela. Todo era tan hermoso que era
como si la escuela no hubiese existido nunca.
El viento soplaba en sus cabellos y los enmarañaba, un
viento frío que picaba en los ojos y enrojecía la piel de sus
mejillas y de sus manos. Lullaby pensaba que era bueno
andar así, al sol y con el viento, sin saber donde iba.
Cuando salió de la ciudad, llegó ante el camino de los
contrabandistas. El camino empezaba en medio de un
bosquecillo de pinos parasoles y bajaba a lo largo de la
costa hasta las rocas. Aquí, el mar era aún más bonito,
intenso, lleno de luz.
Lullaby avanzaba por el camino de los contrabandistas, y
vio que el mar estaba más agitado. Las olas pequeñas
rompían contra las rocas, se lanzaban unas contra otras, se
hundían, volvían. La joven se detuvo en las rocas para oír
el mar. Conocía bien su rumor, el agua que chapotea y se
rompe, después se junta haciendo explotar el aire, le
gustaba todo esto, pero hoy era como si lo oyese por
primera vez. Solo estaban las rocas blancas, el mar, el
viento y el sol. Era como estar en un barco, lejos, allá
donde viven los atunes y los delfines.
Lullaby no pensaba ya en la escuela. El mar es así: borra
las cosas de la tierra porque ella es lo que hay más
importante del mundo. El azul, la luz eran inmensas, el
viento, los ruidos violentos y dulces de las olas, y el mar
parecía un gran animal a punto de mover su cabeza y de
azotar el aire con su cola.
Entonces Lullaby se encontraba bien. Permanecía sentada
sobre una roca plana, al borde del camino de los
contrabandistas, y miraba. Veía el horizonte limpio, la línea
negra que separa el mar del cielo. Ya no pensaba en las
calles, en las casas, en los coches, en las motocicletas.
Se quedó bastante tiempo sobre su roca. Después
reemprendió la marcha a lo largo del camino. Ya no había
más casas, las últimas villas quedaban tras ella. Lullaby se
volvió para verlas y le pareció que tenían un aspecto
extraño, con sus contraventanas cerradas sobre sus blancas
fachadas, como si durmiesen. Aquí ya no había más
jardines. Entre la rocalla, plantas crasas extrañas, bolas
erizadas de pinchos, pencas amarillas cubiertas de
cicatrices, aloes, zarzas, lianas. Nadie vivía aquí. Solo
habían lagartos que corrían por entre los bloques de rocas,
y dos o tres avispas que volaban por encima de las hierbas
que huelen a miel.
El sol brillaba con fuerza en el cielo. Las rocas blancas
chisporroteaban, y la espuma deslumbraba como la nieve.
Se era feliz aquí, como en el fin del mundo. No se esperaba
nada y no se necesitaba a nadie. Lullaby miró el cabo que
se agrandaba ante ella, el acantilado roto a pico sobre el
mar. El camino de los contrabandistas llegaba hasta un
bunker alemán, y había que bajar a lo largo de un sendero
estrecho, bajo la tierra. En el túnel, el aire frió hizo
estremecer a la joven. El aire era húmedo y oscuro como en
el interior de una gruta. Los muros de la fortaleza olían a
moho y a orina. Del otro lado del túnel se desembocaba
sobre una plataforma de cemento rodeada de un muro bajo.
Algo de hierba subía por las fisuras del suelo
Lullaby cerró los ojos, deslumbrada por la luz. Estaba
completamente de cara al mar y al viento.
De pronto, sobre el muro de la plataforma, ella apreció los
primeros signos. Estaba escrito con tiza, con grandes letras
irregulares que decían solamente:
―ENCONTRADME”
―¡NO DESFALLEZCAIS!‖
XAPIEMA
―KARISMA…‖
KARISMA
LA RUEDA DE AGUA
El sol todavía no se había levantado sobre el río. Por la
estrecha puerta de la casa, Juba mira las limpias aguas que
ya espejeaban, desde el otro lado de los campos grises. Se
levantó de su cama, quitó la manta que le cubría. El aire
frío de la mañana le produjo un escalofrío. En la oscura
cas, había otros bultos envueltos en sábanas, otros cuerpos
dormidos. Juba reconoció a su padre, al otro lado de la
puerta, a su hermano y al fondo, su madre y sus dos
hermanas tapadas bajo la misma manta. Un perro aullaba
largamente en alguna parte con una extraña voz que canta
un poco y después se calla. Pero no hay muchos rumores
sobre la tierra, ni sobre el río, pues el sol aun no se había
levantado. La noche es gris y fría, trae el aire de las
montañas y del desierto y la pálida luz de la luna.
Juba miró la noche estremeciéndose, sin moverse de su
cama. A través de la estera de caña trenzada, sube el frío de
la tierra y las gotas de rocío se forman sobre el polvo.
Fuera las hierbas brillan un poco, como láminas húmedas.
Las acacias grandes y delgadas son negras, inmóviles en la
tierra cuarteada.
Juba se levantó sin hacer ruido. Plegó la manta y enrolló
el colchón, después se fue por el camino que atravesaba los
campos desiertos. Miró al cielo, hacia el este, y adivinó que
el día estaba a punto de despuntar. Notó la llegada de la luz
en el fondo de su cuerpo, y la tierra también lo sabia, la
tierra labrada de los campos y la tierra polvorienta entre las
matas de espinas y los troncos de las acacias. Era como una
inquietud, como una duda que venía del cielo, recorre el
agua lenta del río y se propaga a ras de tierra. Las telas de
araña tiemblan, las hierbas vibran, los mosquitos vuelan
por encima de los charcos, pero el cielo está vacío, porque
no hay más murciélagos ni siquiera pájaros. Bajo los
desnudos pies de Juba, el sendero es duro. La lejana
vibración anda al mismo tiempo que el, y los grandes
saltamontes grises empiezan a saltar a través de la hierba.
Lentamente, mientras Juba se aleja de la casa, el cielo se
aclara hacia la desembocadura del río. La bruma baja entre
las orillas, a la velocidad de una balsa, estirando sus
blancas membranas.
Juba se para en el camino. Mira un instante el río: Sobre
las orillas de arena, las cañas mojadas se vuelcan. Un gran
tronco negro encallado se mueve en la corriente, se hunde y
emergen de nuevo sus ramas como el cuello de una
serpiente que nada. La sombra está aún en el río, el agua es
pesada y densa, fluye con sus pliegues lentos, pero mas allá
del río, la tierra seca aparece. El polvo es duro bajo los pies
de Juba, la tierra roja está rota como las viejas vasijas, los
surcos zigzagueantes, parecida a viejas fisuras.
La noche se abre poco a poco en el cielo, sobre la tierra.
Juba atraviesa los desiertos campos, se aleja de las últimas
casas de los payeses, no se ve más el río. Puja un montículo
de piedras secas donde se pegan algunas acacias. Juba
recoge del suelo algunas flores de acacias que mastica
mientras escala el montículo. El jugo se expande por su
boca y disuelve el sopor del sueño. En la otra vertiente de
la colina de piedras, los bueyes esperan. Cuando Juba llega
cerca de ellos, los grandes animales patalean cojeando, y
uno de ellos vuelve la cabeza atrás, mugiendo.
―Tttt! Outta, outta!‖ dice Juba, y los bueyes le reconocen.
Sin cesar de chasquear la lengua, Juba les quita sus trabas y
los guía hacia lo alto de la colina de piedras. Los dos
bueyes avanzan penosamente, cojeando, porque las trabas
han engordado sus patas traseras. El vapor sale por sus
narinas.
Cuando llegan delante de la noria, los bueyes se paran.
Resoplan y se echan hacia atrás, hacen ruidos con sus
gargantas, sus pezuñas se clavan en el suelo y desprenden
piedras. Juba ata los bueyes al extremo del largo madero.
Mientras unce el yugo, no para de chasquear la lengua
contra el paladar. Las moscas planas empiezan a volar
alrededor de sus ojos y de las narinas de los bueyes, y Juba
caza algunas que se paran en su cara y en sus manos.
Los animales esperan ante los pozos, el pesado timón de
madera cruje y rechina cuando dan un paso adelante. Juba
tira de la cuerda atada al yugo y la rueda comienza a gemir
como un barco que se estremece. Los bueyes grises
caminan lentamente sobre el sendero circular. Sus pezuñas
se hunden sobre las huellas del día anterior, horadan los
antiguos agujeros en la tierra roja entre las piedras. Al final
del largo madero está la gran rueda de madera que gira al
mismo tiempo que los bueyes, y su eje arrastra el engranaje
de la otra rueda vertical. La larga tira de cuero baja hasta el
fondo de los pozos, llevando los cubos hasta el agua.
Juba anima a los bueyes chasqueando la lengua sin parar.
También les habla en voz baja, suavemente, porque la
sombra envuelve todavía los campos y el río. La pesada
mecánica de madera cruje y rechina, resiste, recomienza.
Los bueyes se paran de vez en cuando y Juba corre tras
ellos, golpea sus patas con una caña, empuja el timón. Los
bueyes retoman su marcha circular, con la cabeza baja,
resoplando.
Cuando el sol por fin se levanta, aclara de golpe todos los
campos La tierra roja está abarrancada de surcos, muestra
sus bloques de barro seco, sus agudas piedras que brillan.
Por encima del río, en la otra punta de los campos, la
bruma se rompe y el agua se ilumina.
Un vuelo de pájaros surge bruscamente de la orilla, entre
los cañaverales, y explota en el cielo claro alzando su
clamor. Son las gangas, las perdices del desierto, y su
agudo grito sobresalta a Juba De pie sobre las piedras de
los pozos, las sigue un instante con la vista. Los pájaros
suben hasta el cielo, pasan ante el disco del sol, descienden
de nuevo hacia la tierra y desaparecen en las hierbas del
río. Lejos, en la otra punta de los campos, las mujeres salen
de sus casas. Encienden los braseros, pero la luz del sol es
tan nueva que no llega a empañar el resplandor rojo del
carbón de encina que arde. Juba oye los gritos de los niños,
las voces de los hombres. Alguien, en alguna parte, llama,
y su voz aguda queda suspendida un tiempo en el aire:
―¡Ju-uuu-baa!‖
Los bueyes andan más de prisa ahora. El sol recalienta su
cuerpo y les da fuerzas. El molino gime y rechina, cada
diente del engranaje cruje rozando contra la otra, la correa
de cuero tensa bajo el peso de los cubos vibra
continuamente. Los cubos suben hasta el borde de los
pozos, se vuelcan en el canal de palastro, vuelven a bajar
rozando las paredes del pozo. Juba mira el agua que circula
por olas a lo largo del canal, chorrea por la acequia,
desciende a empujones regulares hacia la roja tierra de los
campos. El agua fluye como a lentos sorbos, y la seca tierra
bebe con avidez. El fondo de la zanja se vuelve barro, y la
lenta ola avanza metro a metro. Juba mira el agua, sin
cansarse, sentado en una piedra en el borde del pozo. A su
lado la rueda de madera gira muy despacio, rechinando, y
el zumbido constante de la correa se oye en el aire, los
cubos colman el canal de palastro, uno tras otro, vertiendo
el agua que se desliza silbando. Es una música lenta y
gimoteante como una voz humana, llena el cielo vacío y los
campos. Es una música que Juba conoce bien, día tras día.
El sol se eleva lentamente por encima del horizonte, la luz
del día vibra sobre las piedras, sobre los tallos de las
plantas, sobre el agua que corre en la acequia. Los hombres
van a lo lejos, sobre la curva de los campos, siluetas negras
contra el cielo pálido. El aire se calienta poco a poco, las
piedras parecen hincharse, la tierra roja luce como la piel
de un hombre. Hay gritos, de una punta a la otra de la
tierra, gritos de hombres y aullidos de perros, y esto
resuena en el cielo sin acabar, mientras la rueda de madera
gira y rechina. Juba no mira a los bueyes. Les da la espalda,
pero escucha su respiración que raspa su garganta, se aleja,
vuelve. Las pezuñas de los animales siguen golpeando las
piedras, sobre el sendero circular, y se hunden en los
mismos agujeros. Entonces Juba envuelve su cabeza en una
tela blanca y deja de moverse. Mira a lo lejos, quizás, al
otro lado de los campos de tierra roja, al otro lado del río
metálico. No oye el ruido de la rueda que gira, no oye el
ruido del pesado timón de madera que pivota alrededor de
su eje.
―¡Eh-oh!‖
Canta en su garganta, lentamente, también con los ojos
semicerrados.
―¡Eeeh-oooh, oooh-oooh!‖
Las manos y la cara tapada por la blanca tela, el cuerpo
inmóvil, canta al mismo tiempo que gira la rueda. Apenas
abre la boca, y su canto sale lentamente de su garganta,
como el soplido de los bueyes, como el zumbido continuo
de la correa de cuero.
―¡Eeh-eeh-eyaah-oh!‖
El resoplar de los bueyes se aleja, vuelve, gira sin cesar a
lo largo del camino circular. Juba canta para si mismo, y
nadie le puede oír, mientras el agua fluye a oleadas a lo
largo de la acequia. La lluvia, el viento, la pesada agua del
gran río que desciende hacia el mar, están en su garganta,
en su cuerpo inmóvil. El sol sube sin parar en el cielo, el
calor hace vibrar las ruedas de madera y el timón. Tal vez
sea el mismo movimiento que conduce al astro hasta el
centro del cielo, mientras los bueyes avanzan pesadamente
a lo largo del camino circular.
―¡Eeh-eeh-eya-oooh,ooo-oh-ooo-oh!‖
Juba oye el canto que nace de el, que atraviesa su vientre
y su pecho, el canto que viene de la profundidad de los
pozos. El agua circula por olas del color de la tierra, y baja
hacia los campos desnudos. El agua vuelve también,
lentamente, rodeando muros, rodeando ríos alrededor de
un eje invisible. El agua se desliza crujiendo, rechinando,
fluye sin cesar hacia el abismo oscuro de los pozos donde
los surcos vacíos la retoman.
Es una música que no acaba, por que está en todo el
mundo, en el mismo cielo, donde sube lentamente el disco
solar, a lo largo de su camino curvado. Los sonidos
profundos, regulares, monótonos, suben desde la gran
rueda de madera hasta los engranajes gimientes, el torno
pivota alrededor de su eje quejándose, los cubos metálicos
bajan a los pozos, la correa de cuero vibra como una voz, y
el agua continua corriendo por el canal, por olas, inunda el
canal de la acequia. Nadie habla, nadie se mueve, y el agua
cae en cascada, se agranda como un torrente, se extiende
por los surcos, sobre los campos de tierra roja y piedras.
Juba echa un poco la cabeza hacia atrás y mira al cielo.
Ve el lento movimiento circular que traza su estela
fosforescente, ve las esferas transparentes, los engranajes
de la luz en el espacio. El ruido de la rueda de agua llena
toda la atmósfera, gira interminablemente con el sol. Los
bueyes van al mismo ritmo, con la frente inclinada, la nuca
rígida bajo el peso del yugo. Juba oye el ruido sordo de sus
pezuñas, el ruido, el ruido de su respiración que va y viene,
y l les habla, les dice palabras graves que duran tiempo,
palabras que se mezclan con los gemidos del timón, con los
ruidos de los engranajes de las ruedas, con el tintineo de los
cubos que suben sin cesar, vertiendo el agua.
―Eeeya-ayaaah, eyaaa-oh! ¡Eyaaa-oh!‖
Después mientras el sol remonta lentamente, arrastrado
por la rueda y por los pasos de los bueyes, Juba cierra los
ojos. El calor y la luz forman un remolino suave que se lo
lleva en su corriente, a lo largo de un círculo tan ancho que
parece no cerrarse nunca. Juba está sobre las alas de un
buitre blanco, muy alto en un cielo sin nubes. Se desliza
sobre si mismo, a través de las capas de aire, y la tierra roja
vira lentamente sobre sus alas. Los desnudos campos, los
caminos, las casas con los techos de hojas, el río del color
del metal, todo pivota alrededor de los pozos, haciendo un
ruido que repiquetea y rechina. La monótona música de las
ruedas de agua, el resoplido de los bueyes, el gorgoteo del
agua en la acequia. Todo esto gira, se lo lleva, le hace
subir. La luz es muy grande, el cielo está abierto, no hay
más hombres, han desaparecido. Solo está el agua, la tierra,
el cielo, planos móviles que pasan y se cruzan, cada
elemento parecido a una rueda dentada mordiendo su
engranaje.
Juba no duerme. Ha abierto los ojos de nuevo, y mira ante
si, al límite de los campos. No se mueve. La tela blanca
cubre su cabeza y su cuerpo, y respira suavemente.
Es entonces cuando aparece Yol. Yol es un pueblo
extraño, muy blanca en medio de la tierra desierta y de las
piedras rojas. Sus altos monumentos aun se mueven,
indecisos, irreales, como si no hubiesen sido terminados.
Son parecidos a los reflejos del sol sobre grandes lagos de
sal.
HAZARAN
Las gentes del valle están lejos ahora. Han partido como
insectos con caparazón, a su ruta, en medio del desierto,
donde no se oyen los ruidos. O bien ruedan en camionetas
escuchando la música que sale de los aparatos de radio, que
silba y rechina como los insectos. Ellos van rectos por la
carretera negra, a través de los campos secos y los lagos de
espejismos, sin mirar a su alrededor. Se van como si no
pensasen volver jamás.
Pequeña Cruz le gustaba cuando no había nadie a su
alrededor. A su espalda, las calles del pueblo están vacías,
tan lisas que el viento no puede jamás pararse, el viento frío
del silencio. Las paredes de las casas medio ruinosas son
como las rocas, inmóviles y pesadas, gastadas por el viento,
sin ruido, sin vida.
El viento no habla, no habla nunca. No es como los
hombres o los niños, ni siquiera como los animales. Solo
pasa, entre las paredes, sobre las rocas, sobre la tierra dura.
Llega hasta Pequeña Cruz y la envuelve, quita un momento
la quemazón del sol de su cara, y hace chasquear los
faldones de su manta.
Si el viento se paraba, tal vez se pudiesen oír las voces de
los hombres y mujeres en los campos, el ruido de la polea
cerca del depósito, los gritos de los niños ante el edificio
prefabricado de la escuela, abajo, en el pueblo con las casas
de chapa. ¿Quizás Pequeña Cruz oiría mas lejos aún los
trenes de mercancías que chirrían sobre los raíles, los
camiones de ocho ruedas rugiendo sobre la carretera negra,
hacia las ciudades más ruidosas aún, hacia el mar?
Pequeña Cruz siente ahora el frío que entra en ella, y no
se resiste. Solo toca la tierra con la palma de sus manos, y
después se toca su cara. En alguna parte, detrás de ella, los
perros aúllan, sin razón, después se vuelven a acostar en
redondo en los rincones de las paredes, con la nariz en el
polvo.
Es el momento en que el silencio es tan grande que todo
puede ocurrir. Pequeña Cruz de la pregunta que hizo,
después de tantos años, la pregunta que realmente querría
saber, a propósito del cielo, y de su color. Pero ella solo
dice en voz alta:
―¿Qué es el azul?‖
Porque nadie conoce la verdadera respuesta. Se queda
inmóvil, sentada bien derecha, en la punta del acantilado,
ante el cielo. Sabe bien que algo tiene que venir. Cada día
lo espera, en su lugar, sentada sobre la tierra dura, para ella
sola. Su cara casi negra está quemada por el sol y por el
viento, un poco levantada hacia lo alto para que no haya
una sola sombra en su piel. Está tranquila, no tiene miedo.
Sabe bien que la respuesta ha de llegar, un día, sin que ella
comprenda como. Nada malo puede venir del cielo, eso es
seguro. El silencio del valle vacío, el silencio del pueblo
tras ella, es para que ella pueda oír mejor la respuesta a su
pregunta. Ella solo puede escucharla. Incluso los perros
duermen, sin apercibirse de lo que llega.
―Caballos, caballos,
Pequeños caballos de azul
Llevadme volando
Llevadme volando
Pequeños caballos de azul‖
―Nubes, nubes,
Pequeñas nubes del cielo
Llevadme volando
Llevadme volando
Volando
En vuestro rebaño‖
―Abejas, abejas,
Abejas azules del cielo
Llevadme volando
Llevadme volando
Volando
En vuestro enjambre‖
―Serpientes,
Serpientes.‖
―Serpientes
Serpientes llevadme volando
Llevadme volando.‖
―Animales, animales,
Llevadme
Llevadme volando
Llevadme volando
En vuestro grupo‖
LOS PASTORES
Los niños iban cada vez más lejos por el valle. Gaspar
salía temprano todas las mañanas, cuando las altas hierbas
estaban aun llenas de rocío y el sol aun no podía calentar
las piedras y toda la arena de las dunas.
Sus pies descalzos pisaban las huellas del día anterior,
siguiendo los senderos. Había que tener cuidado con las
espinas escondidas en la arena y en los silex cortantes. A
veces Gaspar escalaba un gran roca, al final del valle, y
miraba a su alrededor. Veía la pequeña humareda que subía
recta en el cielo. Se imaginaba a la pequeña Khaf agachada
ante el fuego, mientras cocinaba la carne y las raíces.
Más lejos aun veía la nube de polvo que levantaba el
rebaño moviéndose. Conducido por el gran macho Hatrous,
las cabras se dirigían al lago. Escrutando cada rincón del
valle, Gaspar divisaba a los otros chicos. Les saludaba de
lejos haciendo brillar su pequeño espejo. Los chicos
contestaban gritando:
―¡Ha-hou-ha!‖
A medida que uno se alejaba del centro del valle, la tierra
se volvía mas seca. Estaba cuarteada y endurecida por el
sol, y resonaba bajo los pies como una piel de tambor. Aquí
vivían extraños insectos en forma de ramita, escarabajos,
escolopendras, escorpiones. Con precaución, Gaspar
volteaba las viejas piedras para ver como huían los
escorpiones, con la cola levantada. Gaspar no los temía.
Era un poco como si el fuese parecido, delgado y seco
sobre la tierra polvorienta. Le gustaba ver los dibujos que
dejaban en el polvo, pequeños caminos sinuosos y finos
como los pelos de las plumas de los pájaros. Había también
hormigas rojas, que corroan deprisa sobre las placas de
piedra, huyendo de los mortales rayos del sol. Gaspar las
seguía con la mirada y pensaba que ellas también tendrían
cosas para explicar. Eran seguramente cosas muy pequeñas
e increíbles, cuando las piedras las veían como montañas y
los brotes de hierbas altos como árboles. Cuando miraba a
los insectos, se perdía la estatura y se empezaba a
comprender lo que vibraba sin cesar en el aire y en la tierra.
Se olvidaba todo lo demás. Era quizás por esto que los días
eran tan largos en Genna. El sol no acababa de girar en el
blanco cielo, el viento soplaba durante meses, años.
Más lejos, cuando se había pasado una primera colina, se
llegaba al país de las termitas. Gaspar y Abel habían
llegado allí, un día, y se detuvieron un poco asustados. Era
una gran plataforma de tierra roja surcada de secos
torrentes, donde nada crecía, ni un arbusto, ni una hierba.
Solo estaba la ciudad de las termitas.
Centenares de torres alineadas, hechas de tierra roja, con
los tejados deshilachados y trozos de pared en ruinas.
Algunas eran muy altas, nuevas y sólidas como rascacielos;
otras parecían inacabadas o rotas, con paredes manchadas
de negro como si se hubiesen quemado.
No había ruido en esta ciudad. Abel miraba hacia atrás,
presto a huir: pero Gaspar avanzaba ya a lo largo de las
calles, en medio de altas torres, balanceando su honda a lo
largo de su pierna. Abel corrió a alcanzarle. Juntos
circularon a lo largo de la ciudad. Alrededor de los
edificios, la tierra era dura y compacta como si la hubiesen
prensado. Las torres no tenían ventanas. Eran grandes
edificaciones ciegas, levantadas a la violenta luz del sol,
gastadas por el viento y por la lluvia. Las fortalezas eran
duras como piedras. Gaspar golpeó con el puño, y después
intentó romperlas con una piedra. Pero solo alcanzaba a
conseguir un poco de polvo rojo.
Los chicos andaban entre las torres, mirando los espesos
muros. Oían su sangre latir contra sus sienes y la
respiración silbar en su boca porque se sentían extranjeros,
y tenían miedo. No osaban pararse. En el centro de la
ciudad había un termitero más alto que los otros. Su base
era ancha como el tronco de una palmera, y los dos chicos
subidos uno en el otro no hubiesen podido alcanzar su
altura. Gaspar se paró y contempló el termitero. Pensaba en
lo que habría en el interior de la torre, en la gente que
viviría allí arriba, suspendidos en el cielo, pero que no
veían nunca la luz. El calor les rodeaba, pero no sabían
donde estaba el sol. Pensaba en esto, y también en las
hormigas, escorpiones, escarabajos que dejan sus huellas
en el polvo. Había muchas cosas que aprender, cosas
extrañas y minúsculas, cuando los días duraban tanto como
una vida. Entonces se apoyó contra la roja pared y escuchó.
Silbaba para llamar a la gente del interior, pero nadie
respondía. Solo estaba el ruido del viento que canturreaba
pasando entre las torres de la ciudad, y el ruido de su
corazón que resonaba. Cuando Gaspar golpeó con sus
puños la alta muralla, Abel tuvo miedo y se fue. Pero el
termitero seguía silencioso. Tal vez sus habitantes dormían,
rodeados de viento y de luz, al abrigo en su fortaleza.
Gaspar tomó una gran piedra y la lanzó con todas sus
fuerzas contra la torre. La piedra rompió un trozo del
termitero con un ruido de cristales rotos. En los restos de la
muralla, Gaspar vió unos raros insectos que se debatían. En
el polvo rojo, parecían gotas de miel. Pero el silencio no
había cesado en la ciudad, un silencio que pesaba y
amenazaba desde lo altos de todas las torres. Gaspar sintió
miedo, como Abel, y se puso a correr por las calles de la
ciudad, tan rápido como pudo. Cuando se juntó con Abel,
bajaron juntos corriendo hacia la llanura de hierba, sin
volverse.