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Mélanges

de la Casa de Velázquez
Nouvelle série
42-2 | 2012
Género, sexo y nación: representaciones y prácticas
políticas en España (siglos XIX-XX)

Masculinidad y nación en la España de los años


1920 y 1930
Masculinité et nation dans l’Espagne des années 1920 et 1930
Masculinity and nation in Spain in the 1920s and 1930s

Nerea Aresti

Edición electrónica
URL: http://journals.openedition.org/mcv/4548
ISSN: 2173-1306

Editor
Casa de Velázquez

Edición impresa
Fecha de publicación: 15 noviembre 2012
Paginación: 55-72
ISBN: 978-84-96820-90-6
ISSN: 0076-230X

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Referencia electrónica
Nerea Aresti, « Masculinidad y nación en la España de los años 1920 y 1930 », Mélanges de la Casa de
Velázquez [En línea], 42-2 | 2012, Publicado el 15 noviembre 2014, consultado el 25 enero 2018. URL :
http://journals.openedition.org/mcv/4548

© Casa de Velázquez
dossier género, sexo y nación. representaciones y prácticas políticas en españa

Masculinidad y nación en la España


de los años 1920 y 1930

Nerea Aresti
Universidad del País Vasco

La España de los años veinte y treinta del pasado siglo asistió a grandes 55
cambios en las relaciones de género. Las propias categorías de «hombre» y
«mujer» evolucionaron al ritmo de los tiempos. En concreto, los ideales de
masculinidad fueron reconstruidos en diálogo y conflicto con conceptos
tales como el de nación, clase social y se articularon de forma diferenciada
en las diversas culturas políticas. En cierta medida, estos ideales de virilidad
cooperaron fructíferamente con la idea de España en la construcción de iden-
tidades individuales y colectivas, de género y nacionales a un mismo tiempo.
Sin embargo, la categoría «hombre español» se mostró particularmente ines-
table y precaria en un contexto histórico en el que ni la virilidad ni la nación
resultaban ser nociones firmes e inequívocas. Al contrario, visiones distin-
tas y enfrentadas establecieron una pugna por definir, y en ocasiones incluso
negar, este modelo viril y nacional. En las siguientes páginas me acercaré a
los avatares de este ideal en unas décadas especialmente dinámicas, las de los
años veinte y treinta. Pretendo analizar los términos de este enfrentamiento
discursivo y político, y evaluar hasta qué punto es posible reconocer en esta
evolución un estereotipo nacional de masculinidad hegemónica1 .

La quiebra de viejas certidumbres


Las relaciones de género en la sociedad española de principios del siglo xx
estaban sometidas, como sucede en todo momento histórico, a la inestabilidad

1
  El concepto de «masculinidad hegemónica» es deudor de Raewyn Connell, quién lo acuñó y definió
como concepción dominante en cada sociedad y momento histórico, como un ideal normativo que
inspira o sirve de referente a la mayoría y estigmatiza otras formas de masculinidad. Véase Connell,
1987. La propia autora del concepto advierte del problema de algunos usos mecanicistas del término
que tienden a reificarlo, a la vez que plantea la necesidad de comprender la dimensión histórica y el
carácter dinámico del término en Connell, 2000. Véase también Tosh, 2004.

Ana Aguado y Mercedes Yusta (coords.), Género, sexo y nación. Representaciones y prácticas políticas en españa (s. xix-xx)
Dossier des Mélanges de la Casa de Velázquez. Nouvelle série, 42 (2), 2012, pp. 55-72.
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y a los efectos del cambio. Sin embargo, determinadas ideas y concepciones


profundamente arraigadas en el conjunto social, ofrecían aún un grado de
certidumbre que se vio truncado años más tarde. El punto de partida de este
análisis lo constituyen los cambios que acompañaron a la Primera Guerra
Mundial. Como bien sabemos, la Gran Guerra y el conjunto de fenómenos
asociados a ella tuvieron un efecto decisivo en las actitudes hacia las cuestiones
de género. A pesar de la neutralidad española en la contienda, las consecuencias
económicas y sociales de la Gran Guerra fueron importantes, y la experiencia
bélica y el clima internacional creado por ella afectaron, aunque de forma des-
igual y a menudo contradictoria2, a los terrenos económico, social y cultural.
En el plano de la construcción de referentes para las identidades de género, la
Guerra tuvo un efecto significativo en dos planos. Por un lado, provocó un
estado de incertidumbre sin precedentes con respecto a las fronteras que sepa-
raban los conceptos de mujer y hombre. Por otro lado, las nuevas inquietudes
en torno a la solidez de la diferencia sexual, tal y como había sido entendida
56 hasta entonces, precipitó un aluvión de producción discursiva.
La general convicción acerca de la inferioridad de las mujeres y la debi-
lidad relativa del feminismo español, que no había logrado perturbar e
inquietar las conciencias de forma comparable a lo sucedido en otros
países occidentales, hacían posible, en los comienzos de la centuria, este
estado de relativo sosiego masculino. Sin embargo, la quiebra de aquella
firme certeza sobre la incapacidad femenina y el efecto desestabilizador de
nuevas figuras como la de la mujer moderna de los años veinte, alimenta-
ron inquietudes y miedos sobre el futuro del orden de género3. La mujer
moderna española, influida por los modelos de la flapper anglosajona y
la garçonne francesa, representaba una nueva generación de jóvenes, a
menudo de clase acomodada, que había tenido la posibilidad de recibir
una educación y compartía aspiraciones profesionales4. Asimismo, surgie-
ron nuevas imágenes de la masculinidad, y la figura del dandy fue asociada
al nuevo «señorito bien» español5. Estos modelos, que en ocasiones repre-
sentaban una realidad más simbólica que social, tuvieron un importante
efecto desestabilizador y de desafío a las fronteras que separaban ambos
sexos. Las nuevas amenazas hicieron tambalear lo que eran férreas convic-
ciones en torno a la diferencia sexual.

2
  Los logros derivados de la Gran Guerra han sido matizados e incluso cuestionados por la
historiografía de género. Gloria Nielfa Cristóbal ha subrayado el efecto desigual según las clases
sociales (Nielfa, 1999). Para un cuestionamiento general de este papel transformador de la guerra,
destacando el fortalecimiento de la diferencia social en este contexto, véase Thébaud, 1993.
3
  El caso francés y la figura de la garçonne son paradigmáticos en este sentido. Véase Hunt, 1991
y Roberts, 1994.
4
  Mangini, 2001. Véase también Llona, 2002.
5
  Jordi Luengo plantea que ambas figuras, el dandy y el señorito bien, tenían realmente poco
en común, pero que fueron asociadas porque una y otra representaban una violación de rígidos
códigos de género, particularmente en el nivel estético. Luengo, 2008.

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A veces, los misóginos más beligerantes fueron particularmente claros a la


hora de exponer sus temores. Edmundo González Blanco, quien había sido
un ferviente defensor de la inferioridad de las mujeres con respecto a los hom-
bres, supo describir con rotundidad el nuevo contexto abierto por la Primera
Guerra Mundial en relación con las denominadas «cuestiones sexuales», un
nuevo escenario en el que la idea de la inferioridad tenía que enfrentarse
a las demostraciones prácticas, e inapelables, de la capacidad femenina en
distintos ámbitos de la vida social y profesional. «Asaltado por todas partes,
sentenció, el hombre se defiende como puede, en esta competencia escanda-
losa, pero, bajo la presión unánime del público, se ve forzado, a su pesar, a
tolerar y transigir con los hechos consumados». Pero a pesar de ello, aseguró,
nada le importaba «ir contra la sociedad entera, porque esa sociedad, des-
pués de la pasada conflagración mundial, se ha vuelto perfectamente loca6».
La inquietud surgida en torno a los cambios en marcha puso en cuestión la
propia definición de cada sexo y de las diferencias que distinguían a ambos.
Tal y como sucedería en las últimas décadas del siglo xx, en el contexto creado 57
por el desarrollo del movimiento feminista de los años setenta, las líneas divi-
sorias entre hombres y mujeres se difuminaron en cierta medida, haciendo
proliferar los interrogantes típicos de estos momentos de desconcierto: «¿Qué
es ser hombre o mujer? ¿Qué significa el sexo?» se preguntaba en 1930 uno de
aquellos expertos en estas materias, Carlos Díez Fernández, a la vez que aña-
día: «Sólo sienten deseos de definirse los que no saben lo que son. Y el mundo
entero lleva unos cuantos años ocupado en ese afán7».
Aquella sociedad fue capaz de generar muchas respuestas a estas impor-
tantes preguntas. Respuestas diversas, con propuestas distintas, pero que
estuvieron dominadas en su mayoría por un deseo, por una preocupación:
la recuperación de la certidumbre perdida, no únicamente en el terreno de
las relaciones entre hombres y mujeres, sino también como un empeño de
recuperación de la capacidad debilitada del género para hacer del mundo
algo inteligible y ordenado. Como señalaba al comienzo, esta capacidad sig-
nificadora se había visto disminuida de la mano de la amenazante imagen
de la mujer moderna, de lo que se denominó el tercer sexo, la ambigüedad
perturbadora, de las dudas razonables sobre la superioridad natural de los
hombres y sobre la incapacidad de las mujeres para desempeñar una serie de
tareas consideradas típicamente masculinas. El intento por recuperar la certi-
dumbre en cierto modo perdida se plasmó en proyectos dirigidos a redefinir
la diferencia sexual, en términos más renovadores unas veces y menos en
otras. Durante los años veinte hubo así una extraordinaria proliferación de
los discursos sobre estas cuestiones, muchos de los cuales estuvieron destina-
dos a redefinir la feminidad, si bien no fueron escasos los que respondieron

6
  González Blanco, 1930.
7
  Díez Fernández, 1930, p. 55, y p. 54 la frase posterior.

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al empeño por definir lo que significaba ser un hombre. Con respecto a estos
últimos, entre los distintos proyectos que se desarrollaron en aquellos años,
me gustaría destacar dos, cuya visión comparativa nos pueden servir para
evaluar formas diferentes de articulación de las categorías de masculinidad y
nación en un mismo contexto.

Masculinidad nacional y progreso


En primer lugar, me referiré al ideal de masculinidad creado por un con-
junto de liberales, a menudo progresistas, muchos hombres y algunas mujeres,
sobre todo de clase media, médicos y biólogos, abogados y juristas, periodis-
tas, literatos y teóricos sociales. Eran los nuevos moralistas laicos. Todos ellos
compartían la convicción de que era necesaria una renovación y secularización
de los ideales de género, y que el instrumento idóneo para interpretar lo que
consideraban una realidad natural era la ciencia, particularmente la biología. A
58 través de la ciencia, ellos fueron capaces de naturalizar con enorme eficacia la
feminidad y la masculinidad, y crear así la ilusión de existencia de una sustan-
cia prediscursiva inalterable que blindaba las categorías «hombre» y «mujer».
Aquel proyecto aspiraba a consumar discursivamente el proceso de sexualiza-
ción de los seres humanos y del mundo que les rodeaba, radicalizando así la
idea de la total diferenciación sexual. En realidad, aquel mundo que era dos
mundos, cada uno con su propio código y sus propias leyes, mundos comple-
mentarios e incomparables, ni superiores ni inferiores entre sí, era una perversa
fantasía que escondía y apuntalaba unas relaciones de poder ya inconfesables
desde la defensa teórica de los derechos universales. Se trataba, insisto, de la
culminación de un proceso iniciado muchas décadas atrás.
Se fue conformando así un cuerpo discursivo dispuesto a convertirse en
un verdadero programa de intervención social en el que, además de otras
muchas medidas, la educación en este terreno ocuparía un lugar central. Y
ello a pesar de que la naturaleza dictaba, supuestamente de forma infalible, el
destino de los seres humanos y determinaba, a partir de una interpretación
cultural de sus cuerpos, su papel en la sociedad. El reputado jurista Luis Jimé-
nez de Asúa resumió este programa de acción y defendió así la necesidad de
la educación sexual, concebida en su más extensa acepción, que enseñe al
hombre el verdadero ideal viril, y a la hembra el auténtico fin femenino,
que haga más hombres a los varones y más femeninas a las mujeres…; la
lucha contra el donjuanismo y la prostitución reglamentada, y el combate
contra el desdoblamiento del amor, que lleva a los hombres a la poligamia8.

Jiménez de Asúa definió de este modo los ingredientes fundamentales


de un modelo de virilidad que, sin hacer peligrar la supremacía masculina
en las relaciones de género, presentaba una serie de rasgos decididamente

8
  Jiménez de Asúa, 1984, p. 17.

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innovadores. En el seno de este movimiento reformista, quizás fue el doctor


en medicina Gregorio Marañón quien mayor influjo logró a la hora de defi-
nir la «verdadera masculinidad». En esta cuestión concreta, su propuesta
se convirtió en una cruzada contra el ideal representado por el Don Juan.
Esta figura aparecía retratada como un modelo de masculinidad caduco,
obsoleto, no digno de representar un «tipo nacional». El donjuanismo, se
decía, estaba realmente muy arraigado en el conjunto social, muy arraigado
también en la historia y en la tradición nacionales, por lo que su erradi-
cación exigía determinación y vehemencia. Esta labor adquiría particular
trascendencia porque el rechazo del modelo donjuanesco como represen-
tante de un ideal patriótico era asimismo un modo de redefinir la propia
identidad nacional.
El donjuán era a menudo descrito como el típico joven español, hastiado
ya del comercio sexual común y rebuscador de nuevas aventuras9. Era defi-
nido por su falta de autocontrol, así como por su inclinación a la poligamia y
a la irresponsabilidad paterna. El tipo de muchacho español de aspecto esmi- 59
rriado y adornos superfluos debía ser sustituido por el de una masculinidad
vigorosa física y mentalmente10. Para arrebatarle el atractivo como referente
identitario entre los jóvenes del país, el que sería calificado de «mal endé-
mico» nacional11 fue feminizado en la nueva retórica, reducido a la condición
de mito de baja estofa. De hecho, se argumentó, el donjuán era totalmente
ajeno a los auténticos valores asociados a la masculinidad verdadera12. Así, en
1924, a través de las páginas de El Siglo Médico, Gregorio Marañón anunció:
«El cetro de la masculinidad cae de las manos del gran farsante13». Las teorías
de Marañón, muy elaboradas y avaladas por la que era considerada en aquel
momento una sólida fundamentación científica, médica y biológica, tuvieron
una gran repercusión social, y fueron miles de veces citadas y recreadas14.
El impacto de sus propuestas alcanzó incluso el terreno artístico y el ejem-
plo de una obra pictórica, representación plástica de aquellas propuestas, es
ilustrativo de los fatales efectos que la feminización provoca en un ideal mas-
culino. El artista vasco Elías Salaverría imaginó el tenorio caracterizado por
Marañón y lo plasmó en su cuadro titulado Don Juan. La obra de Salaverría
levantó una gran expectación. Corría el año 1927 cuando aquella figura pic-
tórica fue descrita del siguiente modo por la prensa:
Un degenerado, casi con moño, a punto de colocarse la yema del índice
izquierdo en el labio inferior, casi con faldas de bailarina. […]

9
  Lafora, 1927, p. 39.
10
  Sánchez de Rivera, 1924, p. 161.
11
  Lafora, 1933, p. 15.
12
  Marañón, 1924 b, p. 215.
13
  Ibid., p. 273.
14
  Un análisis de este impacto en Aresti, 2001. Sobre el impacto de los cambios discursivos en la
evolución del ideal de masculinidad, véase también el más reciente Aresti, 2010.

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Todo primer actor que con esto se encuentre conforme, si quiere dar
muestra de su conciencia y honradez artísticas, cuando haya de represen-
tarse el Tenorio deberá ceder el papel de Don Juan a la primera actriz15.
Aquellos discursos e imágenes arrebataban al ideal donjuanesco su patente
de virilidad. Un afeminado con anatomía de eunuco, en expresión de Ramón
Pérez de Ayala16, no podía ser digno representante de la hombría nacional. En
oposición a Don Juan, el modelo propuesto por los nuevos moralistas laicos
era el hombre autocontrolado, monógamo, trabajador y ejemplo de austeri-
dad. Un tipo de hombre no muy distante de aquel descrito por Unamuno,
quien sentenció que la causa de la libertad no prosperaría en España hasta que
gobernaran el país «un buen número de liberales que se acuesten a las diez, no
beban más que agua, no jueguen juegos de azar, y no tengan querida17».
De entre los valores que debían conformar este ideal destacaba el trabajo,
convertido en seña de identidad del hombre verdadero. Gregorio Marañón
destacó la laboriosidad como elemento crucial del nuevo hombre frente al
60 Tenorio: «El hombre más viril es el que trabaja más, el que vence mejor a
los demás hombres, y no el don Juan que burla a pobres mujeres»18. Este
énfasis resultaría ser particularmente fructífero en los medios obreros, en
concreto socialistas, en la labor de dignificación de la masculinidad obrera,
si bien generó asimismo otro tipo de conflictos, relacionados sobre todo con
la incapacidad de los hombres de clase trabajadora de garantizar en solitario
la supervivencia de la unidad familiar. No sorprende el hecho de que, en esta
retórica, el cura y el señorito fueran las imágenes más denostadas. Este modelo
adoptó así unas importantes connotaciones de clase dependiendo del medio
social y político en el que fue resignificado. Por otro lado, en los discursos de
este grupo de nuevos moralistas laicos, una profesión y un estereotipo repre-
sentaban el epítome y más pura expresión de la masculinidad deseable: en
relación a la profesión, entre los científicos, los médicos gozaron del liderazgo;
por otro lado, el modelo de virilidad anglosajón, un referente de civilización y
progreso, fue presentado con frecuencia como un ejemplo a seguir.
En definitiva, el modelo de masculinidad creado por el conjunto de dis-
cursos a que estamos haciendo referencia, apareció conectado con una serie
de valores que se entendían asociados a unas ideas de progreso y de civili-
zación modernas, cuyos máximos exponentes eran encontrados más allá de
nuestras fronteras. Esto no significa que aquellos teóricos de las «cuestiones
sexuales» renunciaran a la tarea de construir un modelo nacional de virilidad.
De hecho, muchos de ellos sí aspiraban a crear tal arquetipo, en un proyecto
de renovación y ruptura con elementos claves de figuras y referentes de larga

15
  González, Melitón, «El “Don Juan” de Elías Salaverría, en la Casa de Prensa española», ABC,
27 de diciembre de 1927, pp. 3-4.
16
  Pérez de Ayala, 1926, pp. 59, 62 y 63.
17
  Pérez Gutiérrez, 1997, p. 371.
18
  Marañón, 1966, p. 83.

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tradición. Para estos teóricos sociales, el hombre moderno era el ciudadano


consciente de sus derechos y responsable de sus obligaciones, un sujeto polí-
tico alejado del legendario caballero español, cuyo profundo sentido del
honor, de la jerarquía, del trabajo y de la respetabilidad le relacionaban con
una visión del mundo bien distinta. Ya en 1916, Miguel de Unamuno, en su
novela de expresivo título Nada menos que todo un hombre, opuso los con-
ceptos de hombre y caballero, decantándose firmemente por el primero. A
través del personaje protagonista masculino de la novela, Alejandro, excla-
maba: «¿Caballero yo? ¿Yo caballero? […] ¿Yo? ¿Alejandro Gómez? ¡Nunca!
¡Yo no soy más que un hombre, pero todo un hombre, nada menos que todo
un hombre!19». Esta ruptura con un modelo legendario de caballero español
y la búsqueda de referentes en Europa, hicieron que la relación entre mascu-
linidad y nación española, como portadora esta última de valores y esencias,
fuera menos directa, menos fluida de lo que resultó ser en las formulaciones
realizadas desde posiciones ideológicas más conservadoras.
61
La regeneración del «hombre español» en el proyecto de Primo de Rivera
Durante los años veinte, no sólo los liberales de vocación secularizante
estuvieron empeñados en ofrecer una respuesta a la pregunta de Carlos
Díez Martínez «¿Qué es ser un hombre?» o, más aún, en qué consistía el
ser un «hombre español». Desde los sectores más afines al régimen primo-
rriverista se construyó también una alternativa en torno a estas cuestiones,
una propuesta en la que masculinidad y una concepción historicista de la
nación española se imbricaron de forma especialmente armónica a la hora
de redefinir al «hombre español». Desde este punto de vista, las raíces del
modelo de virilidad nacional debían ser buscadas en la época dorada de la
historia patria, cuando el «caballero español» alcanzó su máximo esplen-
dor y prestigio internacional. Por lo tanto, la aspiración del nuevo régimen
adquiría un carácter de regeneración nacional. Ya el mismo 13 de septiem-
bre de 1923, día en el que el general Miguel Primo de Rivera anunció al país
el golpe de estado, el dictador afirmó que aquél era un movimiento «de
hombres»: «El que no sienta la masculinidad completamente caracterizada
—advirtió—, que espere en un rincón, sin perturbar, los días buenos que
para la Patria preparamos20».
La obra regeneradora del dictador en esta cuestión fue muy limitada, en
su desarrollo y en sus resultados. Primo de Rivera careció de un programa
para la construcción de un ideal nacional de masculinidad con un nivel de
elaboración comparable al que se estaba creando fuera de las estructuras del
Estado y en oposición a él. Su alternativa consistía, básicamente, en el resta-

19
  Unamuno, 1967, p. 1024.
20
  Diario de Barcelona, 13 de septiembre de 1923. Difundido en toda la prensa nacional.

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blecimiento de un modelo que, por efecto de los cambios sociales, corría el


riesgo de traicionar su verdadero significado y degenerar hasta el declive total.
En esta tarea de regeneración se apoyó firmemente, en este terreno concreto,
en los fundamentos ideológicos del catolicismo y en la identificación entre
masculinidad y un determinado concepto de nación española. También los
representantes de la iglesia subrayaron la identificación entre españolidad y
virilidad. En 1925, por ejemplo, el agustino Bruno Ibeas, en su libro titulado
precisamente La virilidad, conferencia ante las juventudes católicas, recordaba
que España era salvaguarda de los valores que hacían al hombre, hombre, a la
vez que alertaba sobre el peligro que suponía para la masculinidad española
el usufructo de ideas extrañas, concepciones que llevaban a la conformación
de una «virilidad deficiente». Frente a estas tendencias extranjerizantes, decía,
hacía falta patriotas que tuvieran «la hidalguía por lema, la virtud por divisa y
el heroísmo por medida de sus esfuerzos21».
Primo de Rivera desarrolló así un proyecto de regeneración moral y de
62 redefinición de las categorías de género en clave nacionalista. Su proyecto
regeneracionista partía de la idea de que un clima de relajación moral, de
creciente sensualidad y bajos instintos, estaba inundando la sociedad espa-
ñola. Este ambiente de depravación estaba relacionado con los cambios
característicos del contexto internacional de la Primera Guerra Mundial,
a los que aludíamos páginas atrás. Desde la prensa adepta al régimen se
alertó insistentemente sobre aquella situación alarmante, un ambiente en
la que la juventud de ambos sexos ofrecía un espectáculo lamentable en la
calle, «en los tranvías, en los sitios públicos, cogidos de la mano o por la
cintura, acariciándose y poniéndose empalagosos a la vista de las gentes».
Todo ello era «un signo de decadencia repugnante… Los hombres que lo
son de verdad no siguen esa conducta, ni las mujeres que se precian en
algo, tampoco22». Como efecto de esta ola desmoralizadora, se había des-
virtuado el verdadero significado de la masculinidad española. Tal y como
se aseguraba desde las páginas de La Nación: «Los que conocimos épocas
más varoniles y galantes… hemos de sentir el enojoso sonrojo de tanta
[a]vilantez y degeneración actual23».
Aquel estado de degeneración planteaba un importante reto al régimen
primorriverista. En palabras de José María Pemán, semejante estado de
cosas minaba, por su cimiento familiar, todo el orden social. De este modo,
decía: «La defensa de la moralidad pública, agredida en estos tiempos de
continuos asaltos en la calle, en el espectáculo, en el libro, obliga al Estado
a una intensa y activa política»24. Sobre un sustento religioso y patriótico,
se puso en marcha una agenda intervencionista de reforma fundamental-

21
  Ibeas, 1925, pp. 8-11.
22
  La Nación, 19 de julio de 1929.
23
  Ibid.
24
  Pemán, 1929, p. 218.

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mente de los comportamientos sociales por medios autoritarios. A través


de leyes represivas y de un cuerpo específico para el control de la vida coti-
diana, el Somatén, el régimen de Primo de Rivera fabricó los mecanismos
para cumplir este papel de guardián de la moralidad pública. La retórica que
acompañó a este proyecto aseguraba venir a defender y servir a las mujeres
frente a los efectos disolventes del clima social. Sin embargo, la política de
moralización, tanto desde el punto de vista de las preocupaciones que la
inspiraban como de los efectos buscados, era un intento de reforzar el orden
de género en una sociedad en cambio.
La labor que denominaban de «saneamiento» moral era así fundamental-
mente regeneradora y no debía afectar, se insistía, a las esencias nacionales,
«a ninguna característica de nuestra raza25». De hecho, frente a los moderni-
zadores de la masculinidad que criticaban el modelo caballeresco como ideal
obsoleto, se reivindicaba la necesidad de mantener y recuperar el verdadero
significado de aquél. Así, la limpieza de costumbres que exigían no debía estar
«reñida con el temperamento exaltado de la raza ni con las tradiciones caba- 63
llerescas del pueblo español26». Al contrario, la obra de regeneración partió
de un ensalzamiento de la noble masculinidad patria, de la tradición hidalga
y los valores asociados a un pasado glorioso.
El programa de Primo de Rivera no alcanzó los ambiciosos objetivos
propuestos, ni desde el punto de vista de su eficacia interpeladora ni, menos
aún, de su capacidad práctica para regenerar al hombre español. A finales
de los años veinte, los apoyos a sus iniciativas moralizadoras era muy esca-
sos. Incluso entre los más cercanos, la iglesia se había mostrado recelosa
por el entrometimiento del Estado en un terreno que las autoridades ecle-
siásticas reclamaban para sí mismas. Los hombres de iglesia pretendían ser
los únicos educadores de las almas, los guardianes de la moralidad y de las
buenas costumbres, y, si bien los valores defendidos por Primo de Rivera no
colisionaban gravemente con los principios católicos, ésta fue una fuente
de conflictos de jurisdicción entre las autoridades civiles y religiosas. Más
allá de este sector, fueron muchos más los que miraron con desconfianza
o escepticismo la capacidad regeneradora del dictador. Y lógicamente, los
reformadores liberales, moralistas laicos a los que antes hacíamos refe-
rencia, aparecieron enfrentados al proyecto primorriverista. Por un lado,
porque sus referentes e ideales diferían de los del general; segundo, porque
los métodos autoritarios chocaban con un programa de reforma basado
fundamentalmente en la educación, aun cuando ésta tuviera que recurrir
a una acción legislativa; y por si todo esto fuera poco, el régimen proyectó
una imagen de incoherencia y de doble moral, ejemplarizada en la propia
figura del dictador, que fue sometido a críticas constantes.

25
  La Nación, 19 de julio de 1929.
26
  Ibid., 23 de julio de 1929.

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Masculinidad y ciudadanía republicana

El contexto de la Segunda República favoreció la difusión y popularización


del cuerpo discursivo elaborado básicamente a lo largo de la década anterior
por liberales progresistas, republicanos, socialistas27… Muchas de estas ideas
inspiraron también su obra legislativa y acciones políticas relacionadas con el
matrimonio, la familia y la sexualidad. Aquella influencia fue intencionada; el
propio Gregorio Marañón advirtió en 1929: «Yo no escribo nada por el gusto
de escribir tan sólo, sino por el deseo de influir en la conducta de los demás
y en la mía»28. La situación abierta por el régimen republicano posibilitó que
el objetivo perseguido por el doctor fuera alcanzado, y estos discursos fue-
ron puestos a trabajar de forma eficiente en la construcción de la ciudadanía
republicana. La Segunda República reconoció derechos políticos fundamen-
tales para ambos sexos, pero creó un escenario en el que se evidenciaron los
límites reformadores del liberalismo29. El debate en torno al derecho al voto
64 de las mujeres, que enfrentó distintos modos de entender la diferencia sexual,
puso de relieve la difícil convivencia de la defensa de los principios democrá-
ticos y la salvaguarda de los privilegios masculinos.
Con todo, la legislación republicana contribuyó a superar las concepcio-
nes tradicionales que condenaban la maternidad fuera del matrimonio y
veían en la piedad una salida tanto o más respetable que la de ser madre. Las
nuevas leyes, a su vez, persiguieron también construir un modelo de ciu-
dadano masculino responsable, cabeza de familia y un ideal de matrimonio
«colaborador», con reparto estricto de papeles pero alejado del viejo modelo
radicalmente jerárquico basado en la obediencia femenina y en la doble
moral30. A pesar del impacto de medidas como el divorcio y la concesión del
voto31, los niveles legislativo y social no fueron siempre parejos, y la política
republicana por sí misma no fue capaz de revolucionar la realidad cotidiana
de las relaciones de género. Pese a las limitaciones, el cambio en la actitud del
Estado y las instituciones en esta cuestión con respecto al pasado primorrive-
rista tuvo importantes consecuencias prácticas.
Al igual que sucedió durante los años veinte, el concepto de nación, aun
siempre presente, no fue el eje discursivo que los nuevos teóricos, funda-
mentalmente liberales, utilizaron en la redefinición de los ideales de género
durante el período republicano. Podría afirmarse que también la Segunda
República creó un ideal nacionalista, un proyecto, en opinión de Sandie
Holguin, fundamentalmente cultural, destinado a construir una nación de

27
  La editorial Biblioteca Nueva llegó a vender más de cien mil ejemplares de los Tres ensayos sobre la
vida sexual de Marañón, según se señala en edición de 1951. Fue publicado por primera vez en 1926.
28
  Marañón, 1929, p. 183, en nota.
29
  Véase Nash, 1995; Ramos, 2000; Aguado, 2003; Bock y Thane, 1991.
30
  Aresti, 2002.
31
  Aguado, 2005.

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ciudadanos republicanos32. En este proceso, la educación habría jugado un


papel determinante en la construcción de una comunidad imaginada de ciu-
dadanos demócratas33. Sin embargo, sobre todo cuando es contemplado en
relación con los discursos más conservadores, pienso que es posible afirmar,
junto con Pamela Radcliff, que el régimen republicano no fue capaz de «arti-
cular una identidad nacional poderosa y coherente»34. Aunque presente, y no
desdeñable, el componente nacional no fue el eje fundamental en la cons-
trucción de una masculinidad republicana.

La guerra civil y «el Hombre de la España de la Victoria»


El inicio de la guerra civil inauguró un periodo de nuevas relaciones entre
la categoría de masculinidad y de la nación, tanto de la nación española como
con respecto a las nacionalidades periféricas. Como cabía esperar, el contexto
de la guerra resultó particularmente propicio para el despliegue de discursos,
nuevas simbologías y poderosas dinámicas de identificación35. En el marco de 65
la contienda, la individualidad del soldado quedó subsumida en una lógica
superior capaz de definir una supuesta esencia de la masculinidad36. En este
sentido, la figura del soldado, el propio uniforme, los valores de fuerza, coraje,
sacrificio, la defensa de la patria, la jerarquía y la disciplina se confirmarían
como esencias adheridas a la virilidad. La guerra civil creó, por lo tanto, un
marco que estimuló la reafirmación de los ideales masculinos asociados a
las diferentes visiones del mundo que contendieron en ella. En todas estas
visiones, la defensa de la nación fue una idea presente y operativa en la cons-
trucción de identidades masculinas. Nos situamos así ante un panorama
complejo, con multitud de sujetos que intervienen y crean una red interpela-
dora destinada a construir discursivamente al enemigo y a ofrecer elementos
de cohesión y mecanismos de movilización.
Ni los republicanos ni los nacionales contaron con un discurso totalmente
compacto capaz de nombrar unívocamente la masculinidad nacional. La plu-
ralidad de visiones presentes en el frente leal a la República es bien conocida.
Pero también diferentes concepciones de la diferencia sexual y de los valores
masculinos convivieron en los discursos de las derechas durante la guerra: en
ocasiones tuvieron una inspiración más tradicionalista, más católica, en otras
dominaron las resonancias fascistas o incluso las influencias de la retórica
liberal de género de los años veinte. A veces, los discursos del bando suble-
vado transmitieron una percepción más esencialista de la diferencia sexual,
que situaba al género por encima de cualquier otra variable identitaria y era,

32
  Holguin, 2003, pp. 3-4 y 6-8.
33
  Véase Pozo Andrés, 2008.
34
  Radcliff, 1997, p. 306.
35
  Bunk, 2007; Mosse, 1985, pp. 114 y 130.
36
  Morgan, 1994, p. 166.

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por lo tanto, intolerante con la excepción femenina. Esta visión convivió con
otras enmarcadas en la misoginia tradicional, que concedían menor poder
a la diferencia sexual para definir a los seres humanos, y era más proclive a
reconocer las virtudes de mujeres excepcionales. Desde esta perspectiva, una
mujer guerrera, una reina o una santa eran ejemplos de excelencia de muje-
res cuya condición de género no saturaba el significado de sus actos o de sus
cuerpos. Las retóricas desplegadas en el bando rebelde reflejaron esta tensión
entre visiones distintas de la diferencia sexual, que convivieron y pugnaron
por prevalecer. Algo semejante sucedió con respecto a la masculinidad y en
concreto a la paternidad. La imagen del líder franquista no fue siempre la del
caballero cristiano o monje guerrero. Aunque los ingredientes místicos y cas-
trenses tuvieron un papel a menudo protagonista, no fue rara tampoco su
descripción como padres de familia, varones modélicos también en el ámbito
privado y especialmente en el trato con su esposa e hijos37. Así, la revista falan-
gista Y recogió en sus páginas escenas que representaban, por ejemplo, a un
66 José Antonio Primo de Rivera entrañable, cariñoso con los hijos de sus ami-
gos38, al tiempo que se retrataba a un «Mussolini íntimo» capaz de comprender
como nadie el alma de los niños, o a un Führer rodeado de pequeños que, se
decía, hacían vibrar sus sentimientos39. Tampoco fueron escasos los retratos
biográficos que hicieron de Franco «un hombre que ama la vida familiar40».
Estas imágenes conectaban bien con un ideal de masculinidad más íntimo y
doméstico, menos jerárquico y divino, más humano, un modelo en definitiva
más cercano al diseñado por los liberales reformistas. Esto no significa que
estas figuras paternales estuvieran exentas de connotaciones religiosas y nacio-
nalistas. Al contrario, muchas veces estos valores fueron recreados en términos
de sagrado misticismo o misión patriótica. En definitiva, la paternidad, como
la masculinidad, adquirió significados distintos que colaboraron y rivalizaron.
Pese a la coexistencia de ideas y valores de origen diverso en el frente
franquista no significó la ausencia de unos ejes estructuradores que dieron
carácter y unidad a toda aquella retórica. Por supuesto, la reafirmación de
la autoridad patriarcal, en la familia y en el conjunto social, fue una firme
referencia a la hora de discriminar qué valores tenían cabida en el ideal de
masculinidad adoptado. Junto a la preservación del orden de género, otros
dos aspectos resultaron, a la postre, innegociables: el carácter profundamente
católico ligado a una visión determinada de la naturaleza humana y de la
sexualidad, por un lado, y el patriotismo español, por otro.
En términos generales, y a pesar de la pluralidad de ideas presentes, los valo-
res y atributos masculinos defendidos desde el frente republicano estuvieron a

37
  Ángela Cenarro ha destacado que la presentación al público femenino subrayaba precisamente
la habilidad de estos líderes para combinar las facetas política y afectiva. Véase Cenarro, 2006, p. 180.
38
  Y, noviembre de 1938, p. 24.
39
  Y, septiembre de 1938, pp. 6 y 7; y julio-agosto del mismo año, p. 48.
40
  Moure-Mariño, 1938, p. 50.

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menudo inspirados en el modelo elaborado por los modernos moralistas laicos


durante los años que precedieron a la guerra, aquellos que pretendían poner
fin a la doble moral y a los vestigios de lo que consideraban un arquetipo viril
decadente. Sin embargo, el ideal basado en el dominio de las pasiones, la aus-
teridad y la lucha contra los vicios típicamente masculinos no era patrimonio
exclusivo de las izquierdas. Bien al contrario, la derecha más conservadora y los
católicos militantes fueron siempre proclives a imponer una rígida moral, no
únicamente entre la población femenina, sino también entre los hombres, en
un empeño ambicioso que no obtendría como sabemos el éxito perseguido.
Sin duda, los hombres de iglesia gestionaron la práctica generalizada de una
doble moral sexual que fue implacable con las mujeres y muy permisiva con los
hombres. Pero en el terreno doctrinal, el mandato de la iglesia y de la tradición
exigía el respeto a un único código de virtud cristiana que fuera eficaz en la
lucha liberadora del espíritu contra las tentaciones de la carne41.
La exigencia de rectitud moral por la ortodoxia católica, que insisto no
tuvo su correspondencia en la práctica, ejerció una influencia irregular en 67
los discursos creados en el bando sublevado. Los planteamientos de los
falangistas y de los católicos tradicionalistas al respecto no siempre fue-
ron coincidentes. Ciertamente, el fascismo español estuvo caracterizado,
frente a otros fascismos, por su carácter profundamente católico, si bien los
falangistas se mostraron partidarios de que iglesia y Estado mantuvieran
campos de actuación separados y delimitados42. En todo caso, el falangismo
rechazó los acentos paganos de otros fascismos europeos de la época, y esta
religiosidad se acentuó en el transcurso de la guerra43. Este rasgo, que se
mostró útil para lograr la comunión entre falangismo y tradicionalismo,
permitió también una más fluida negociación entre unos y otros en la tarea
de reconstruir un modelo de masculinidad nacional común. Es más, esta
conjunción permitió ofrecer, a un mismo tiempo, un discurso profunda-
mente arraigado en la tradición y revestido de aires de renovación, unos
aires representados particularmente por los jóvenes falangistas. Rafael Sán-
chez Mazas, miembro fundador de la Falange, aseguraba que si «el Hombre
de la España de la Victoria» no era mejor que «el hombre de los años tristes,
la Revolución ha perdido el tiempo y el hombre44». Al «Viva España», más
contemplativo y ligado al pasado, se decía, se sumaría el «Arriba España»,
«el grito de guerra, el grito de sangre, el grito de la juventud». Tal y como
declaró el propio Francisco Franco:
No queremos una España vieja y maleada. Queremos un estado donde
la pura tradición y substancia de aquel pasado ideal español, se encuadra

41
  Véase Aresti, 2002.
42
  Núñez Seixas, 2006, pp. 189, 190 y 195.
43
  Payne, 1961, p. 127.
44
  Sánchez Mazas, Rafael, «Certero discurso», ABC de Madrid, 11 de abril de 1939, p. 13.

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en las formas nuevas, vigorosas y heroicas que las juventudes de hoy y de


mañana aportan en este amanecer imperial de nuestro pueblo45.
La construcción de una retórica basada en la identificación de la masculini-
dad española con la religiosidad y el valor de la disciplina no estuvo exenta de
obstáculos. El proceso de «feminización de la religión» que había alejado a los
hombres de la práctica de la fe, no contribuía favorablemente, y se hizo necesa-
rio combatir esta asociación entre las mujeres y la iglesia. El propio Francisco
Franco enfatizó la idea de que la religión también era cosa de hombres, y que
las enseñanzas del catolicismo tenían que dejar de ser vistas como «cuentos
de hadas, cosas de angelitos, propias de imaginaciones infantiles»46. Por otro
lado, también representaron un obstáculo a esta labor de disciplinamiento
moral algunos caracteres adheridos tradicionalmente al típico hombre espa-
ñol. Según ciertos ideólogos franquistas, era inútil empeñarse en pretender
que el pueblo español no era indisciplinado. Esta «tendencia a la dispersión» y
a la indisciplina obligaba a una adiestramiento férreo47.
68 En todo caso, y a pesar de las dificultades derivadas del carácter nacional y
de la historia, los dirigentes del bando rebelde proyectaron una imagen pro-
pagandística del frente nacional como un paraíso de moralidad en el que
no se consentía la blasfemia, los soldados rezaban el rosario de rodillas, se
prohibía la presencia de mujeres y se respetaba el sexto mandamiento como
ningún otro ejército hacía. «Nuestro frente de batalla es un templo», afir-
maba el hombre de iglesia Luis Getino48. Se quería contrastar esta imagen
con la del enemigo impío, con «los de la acera de enfrente, donde campea
por sus respetos procacidad y grosería»49. Las teorías del amor libre, desa-
rrolladas en años anteriores por sectores de las izquierdas, en particular en
los círculos anarquistas, ofrecieron el blanco más fácil a las difamaciones. En
esta retórica propagandística, las mujeres republicanas no sabían ni quiénes
eran los padres de sus hijos y para los «rojos» la violación había perdido ente-
ramente su significado para convertirse en una práctica corriente. Aquella
«guerra santa» era presentada así como una cruzada contra la inmoralidad y
una defensa de todo lo que atentaba contra la familia cristiana50. Así lo hizo
Francisco Franco en alocución por radio la madrugada del 28 de julio de

45
  Franco, 1940, pp. 38 y 18, respectivamente. En la Guía Jurídica del Miliciano Falangista
redactada en 1938 por el juez Carlos Álvarez Martínez se describían así estas dos vertientes del
frente sublevado: «FALANGE ESPAÑOLA aportó, por su programa, masas juveniles, propagandas
con un estilo nuevo, una forma política y heroica del tiempo presente y una promesa del plenitud
española; los REQUETÉS, junto a su ímpetu guerrero, el sagrado depósito de la tradición española,
tenazmente conservado a través del tiempo, con su espiritualidad católica». Véase Álvarez
Martínez, 1938, p. 5.
46
  Franco, 1938, p. 171.
47
  García Mercadal, 1937, pp. 11 y 41.
48
  Getino, 1937, pp. 29 y 45.
49
  Díez, 1937, p. 215.
50
  González Menéndez-Reigada, 1937, p. 9.

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1936, afirmando que no era sólo la patria la que les obligaba a la lucha, sino
el bienestar, la familia, la religión, el hogar, porque aquello que intentaba des-
truirse y ante lo que nadie podía permanecer indiferente51.
Tal y como ha señalado Xosé M. Núñez Seixas, la dimensión patriótica
estuvo presente en ambos bandos y constituyó también en ambos casos un
mecanismo homogeneizador y de movilización. Siendo esto cierto, no lo es
menos que el bando republicano sostuvo una mayor tensión entre diferen-
tes interpretaciones de lo que la guerra significaba, en un debate entre los
que veían en ella una expresión sangrienta de la lucha de clases y los que
interpretaban la contienda en términos nacionales. Aquellas tensiones y
contradicciones contrastaron con la unanimidad nacionalista en el bando
contrario52. Los sublevados supieron aprovechar estas fisuras y este, en tér-
minos relativos, menor arraigo de la idea nacional entre los republicanos,
y no dudaron en describir el patriotismo de sus enemigos como un ejer-
cicio de oportunismo y de impotencia. En julio de 1938, Francisco Franco
preguntaba a su auditorio en la ciudad de Burgos: «¿No os causa alarma el 69
aparente patriotismo de las nuevas propagandas rojas? ¿No veis en ello el
criminal esfuerzo por arrastrar a la muerte a sus juventudes vencidas y un
nuevo artificio para engañar al mundo?». En palabras de Franco, aquellas
vivas a España, aquellas invocaciones a la independencia de la Patria, no eran
en el campo «rojo» más que el eco de las victorias de los nacionales53. En rea-
lidad, tal y como ha destacado José Álvarez Junco, la guerra civil fue también
un conflicto entre las dos versiones de la nación que venían del siglo xix, la
liberal, laica y progresista, y la católica conservadora, si bien, obviamente, fue
el bando nacional el que acabó ganando esta batalla54. También fue el bando
franquista el que articuló de forma más fluida las categorías de masculinidad
y nación, creando un rotundo concepto de «hombre español» que fue perfi-
lándose a lo largo de los tres años de contienda.
Ya en 1934, José Calvo Sotelo había expresado con claridad esta identificación
entre nación española y virilidad en los discursos de las derechas. Con motivo de
su regreso a España tras permanecer fuera del país desde 1931, Calvo Sotelo pro-
nunció unas encendidas palabras en el banquete homenaje ofrecido por la revista
Acción Española. En su discurso, Calvo Sotelo aseguró que contra la «horda anti-
patriótica […] no hay más que un recurso y un remedio, que es inculcar en las
generaciones, en las generaciones jóvenes, un sentimiento de masculinidad, de
virilidad y de intransigencia por la unidad española55». La labor de crear nación
y la regeneración de un modelo de masculinidad nacional volvían a ser, como

51
  Díez, 1937, p. 41.
52
  Núñez Seixas, 2006, pp. 22, 23 y 166-9.
53
  Serrano Suñer, Fernández Cuesta y Franco, 1938, p. 56.
54
  Álvarez Junco, 2003, p. 461. A este respecto, véase también Id., 1997, p. 62.
55
  Calvo Sotelo José, discurso pronunciado el 20 de mayo de 1934, Acción Española, 1 de junio
de 1934, p. 608.

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sucedió durante la dictadura de Primo de Rivera, una misma cosa, si bien en el


contexto de la guerra diferentes formas de entender esta empresa convivieron en
un mismo frente y evolucionaron en un intento de consensuar cuáles serían los
rasgos que definirían este ideal común.
Los líderes rebeldes fueron conscientes de que la tarea de crear España
estaba inconclusa, y que ésta pasaba por suscitar —y en la medida en que
los sentimientos se pueden imponer, imponer también— un sentimiento
de pertenencia y orgullo de ser español. «Hemos de despertar en todos los
españoles el sentimiento de la Patria, el orgullo de sentirse españoles», repi-
tió en sus discursos el general Franco56. Aunque el concepto de España en el
bando rebelde fue radicalmente excluyente, se aspiró a crear una ilusión de
unidad, afirmando que en la denominada nueva España no cabrían derechas
ni izquierdas, una división que era presentada como el resultado de meras
«riñas lugareñas57». La misma aspiración autoritaria que impuso un concepto
de nación sobre el conjunto social estuvo detrás de la construcción de un
70 modelo de masculinidad patriótica, único y excluyente, que sería también
instaurado por la fuerza. Esto no significa que los materiales discursivos
con que fue construido este modelo fueran homogéneos y respondieran a
una unívoca filiación ideológica o tradición cultural. De hecho, este ideal de
género era una clara expresión de la complicada red de sujetos e ideas que
conformaban el bando nacional. El resultado no fue, pese a esta complejidad,
un arquetipo irremediablemente fisurado. Al contrario, la pugna y la tensión
entre diferentes visiones de género —y del mundo— desembocó en la crea-
ción de un arquetipo, férreamente blindado por un concepto radicalmente
excluyente de españolidad. Como el propio Francisco Franco sentenció, tras
la victoria, sólo se consideraría español aquél que sirviera a su patria «en la
disciplina política del Estado58». El «hombre español» quedó así confinado en
los estrechos límites de patriotismo franquista.

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56
  Franco, 1940, p. 47.
57
  Montes, Eugenio, «Sangre y profecía», ABC, 28 de abril de 1939, p. 3.
58
  Franco, 1940, p. 47.

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Palabras clave
Analisis del discurso, España, identidad, masculinidad, nación, siglo xx.

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