CON independencia de cuál sea el resultado de las pesquisas policiales, el caso de la desaparecida niña Madeleine debería servirnos para reflexionar sobre el muy pernicioso influjo que la exposición mediática ejerce sobre investigaciones que sería aconsejable apartar de la curiosidad pública. No sabemos todavía si los padres de la niña serán acusados formalmente ante un tribunal; pero ya se han convertido en reos de un juicio paralelo que la prensa alienta. Entre las garantías que asisten a las personas involucradas en un proceso debería figurar su derecho a no ser utilizadas como carnaza de la morbosidad; también a que la instrucción judicial se desarrolle por cauces de estricta discreción, sin la interferencia de la prensa. Otro trastorno que la inmoderada atención mediática introduce en un caso de estas características lo apreciamos en la conducta de los padres de la niña: su constante empeño por aparecer ante los medios y erigirse en protagonistas merece el calificativo de insensato (si resultaran culpables de la muerte de Madeleine este empeño sería, además, monstruoso); diríase que en tal actitud subyaciese un propósito irreprimible de adquirir notoriedad, más allá del encomiable deseo de esclarecer las circunstancias que rodearon la desaparición de su hija. Decisiones como la de viajar a Roma, para reunirse con el Papa, exceden dicho deseo, para adentrarse desaforadamente en el terreno del aspaviento mediático. Tampoco creo que ayude demasiado a una feliz resolución del caso la venta online de pulseritas, a razón de dos libras la pieza, con el lema «Look for Madeleine». La madre de la niña, Kate McCann, me pareció desde el principio una mujer muy bella, mucho más bella que los pastelones de papel couché y photoshop que nos venden cada temporada. Había, sin embargo, en su belleza un aplomo casi sobrehumano que no se desmoronaba ante los embates de la tragedia. A nadie le hubiese extrañado que una madre cualquiera, inmersa en la angustia que estaba padeciendo Kate McCann, se hubiese entregado a la desesperación. Pero, en sus comparecencias ante la prensa, en su ir y venir siempre escrutada por las cámaras, Kate McCann preservaba siempre una aureola de fortaleza que se subrayaba en contraste con su frágil constitución. Siempre pensé que esa fachada de aplomo encubría un sentimiento de culpa muy pudorosamente velado al escrutinio público: a fin de cuentas, Kate McCann -como su marido- sabía que había obrado irresponsablemente al dejar a sus hijos solos en el apartamento, mientras cenaba con unos amigos; y ese desliz se agigantaba en su conciencia, obligándola a mantener una entereza fingida. Los últimos avances de la investigación nos proponen que Kate McCann y su marido mataron accidentalmente a su hija, que borraron las huellas de su crimen y montaron el circo mediático que vino a continuación. Existen muchos antecedentes de criminales que se han mostrado deseosos de colaborar con la justicia en el esclarecimiento del crimen que ellos mismos han perpetrado (las novelas de Agatha Christie están plagadas de este espécimen); más novedoso y patológico resulta que un criminal que impulsa la investigación de su propio crimen quiera además auparse en alas de la Fama. Hubo un demente en la Antigüedad, llamado Eróstrato, que prendió fuego al templo de Diana para que su nombre fuese recordado por las generaciones venideras; pero Eróstrato no ocultó su crimen. La mezcla de ocultamiento y ansías de notoriedad convertiría a los McCann en unos monstruos de inédita maldad. Pero, ¿y si, a la postre, las sospechas que ahora gravitan sobre la bella Kate McCann y su marido se desvelasen infundadas? Habríamos de aceptar entonces que los monstruos somos nosotros, puesto que hemos sido capaces de imaginar y de sostener con lucubraciones fundadas en indicios muy endebles una hipótesis aberrante. Y, al imaginar y sostener tal hipótesis, la culpa de ese crimen recaería sobre nosotros, pues hay crímenes tan abyectos que basta con que los imaginemos para que nos convirtamos, de algún modo, en criminales. Criminales que cada mañana chapotean en el barrizal que la prensa les ofrece. www.juanmanueldeprada.com