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EL SUICIDIO DE PAPÁ NOEL

Adrian Claude se suicidó el domingo en París. Tenía setenta y tres años

de edad y cuarenta y cinco de estarse disfrazando de Papá Noel. Adrian

Claude, según eso, no era nadie durante once meses. Pero en diciem-

bre era uno de los hombres más importantes de París. Con todo, nadie

lo conocía; porque su importancia empezaba cuando aparecía en una

luminosa vitrina llena de juguetes, y entonces la roja y resplandeciente

indumentaria y las barbas y bigotes postizos impedían que se supiera

quién era Adrian Claude y permitían, en cambio, que todo el mundo re-

conociera al mejor Papá Noel de la mejor juguetería de París. Así todos

los años, durante cuarenta y cinco, hasta cuando se sintió demasiado

viejo para todo. Hasta para disfrazarse de viejo.

Esta terrible historia de Adrian Claude parece una prueba evidente de

que los adultos creen más que los niños en Papá Noel. De no ser así, el

verdadero Adrian Claude -el que vivía en un miserable rincón de Notre

Dame des Champs- no habría llegado a los setenta y tres años de su

vida en el estado en que llegó, ni habría tenido necesidad de acostarse

junto a las llaves del gas, «porque ya era muy viejo para disfrazarse de

Papá Noel». Pero en París nadie sabía quién era Adrian Claude. Tal vez

creían que aquel hombre jovial que todos los años, desde el primero de

diciembre, aparecía detrás de una vitrina atiborrada de bombillos lumi-

nosos, y juguetes de cuerda, era realmente el legendario Papá Noel que

llena de cosas alegres el sueño y los calcetines de los niños. Por eso era

Adrian Claude el mejor Papá Noel de París; porque a nadie se le ocurrió

pensar jamás que era un francés relleno de algodón. Un hombre de


carne y hueso que aun en diciembre tenía necesidad de echarle algo al

estómago -y al suyo y al de su esposa- para que medio millón de niños

siguieran creyendo en Papá Noel.

Lo peor de todo es que Adrian Claude no disfrutó nunca de su prestigio.

Claro: si el prestigio no era de Adrian Claude. Así que se pasaba los

primeros once meses de todos los años prestando toda clase de servi-

cios a los modestos vecinos de Notre Dame des Champs, para poder

estar vivo en diciembre y en capacidad de convertirse en uno de los

hombres más importantes de la ciudad. Era poco menos que un vago.

Alguna vez fue plomero. Pero como ésa no era su verdadera profesión,

fracasó en el oficio. Después fue barrendero y afilador. Tal vez si hubie-

ra conseguido un organillo y un mono le hubiera ido un poco mejor,

haciéndose el cargo de que llevaba un poco de diciembre por las calles

de París, en cualquier época del año. Eso se habría parecido un poco a

su profesión. Pero como nunca tuvo el organillo, muy poco le faltó a

Adrian Claude para ser un vago. A principios de este año, su esposa es-

tuvo a punto de desnucarse voluntariamente en la escalera de caracol

del viejo edificio de ladrillos en que vivían.

Aquello era todo un drama, pero Adrián Claude no lo sabía. La verdad

es que él no sabía nada de nada, salvo disfrazarse de Papá Noel. Solita-

rio, sin nada que hacer, se metió en su cuarto sin tener siquiera el pro-

pósito de que le creciera la barba. Pero la barba crece de todos modos.

Así que cuando salió a la calle, el domingo, los niños de Notre Dame de

Champs lo vieron pasar y sonrieron, pensando: «Se parece a Papá

Noel», sin darse cuenta de que aquel pensamiento se parecía mucho a

un sarcasmo.

Esa tarde hizo Adrian Claude sus últimas diligencias: fue al almacén,
anunció que este año no podría disfrazarse y pagó algunas deudas.

Después se encerró en su cuarto y abrió las llaves de! gas. ¡El susto

que debieron llevarse en el cielo, cuando lo vieron entrar, por primera

vez en diciembre con su verdadera cara de Adrian Claude!

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