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Los Lúcidos

Por Adolfo Aristarain


El despertar de la Lucidez puede no suceder nunca, pero si llega, no hay modo
de evitarlo. La conciencia alerta lleva al conocimiento profundo del absurdo,
del sinsentido de la vida, de la inutilidad de la lucha. Todo esto vive aletargado
por las rutinas cotidianas hasta que algo golpea, sacude y provoca la reflexión
en voz alta y la amargura o la angustia aparecen, se manifiestan. Pero para que
esto sirva hay que estar ahí en el momento justo para verla y tener además el
coraje de aceptarla y romper conductas, de lo contrario todo parecerá seguir
igual que ayer y que siempre: otra vez a vivir, aunque cueste, y a tratar de que
no se note. Guardar la lucidez en un cajón de la mesa de luz para que no joda.
El Lúcido Adulto tiene una percepción de los hechos y un razonamiento tan
veloz que hacen que se le revelen simultáneamente los motivos o las causas que
han generado esos hechos.
Tiene conciencia clara e inmediata de los motores de la gente, de la mentira, de
la hipocresía, de la verdad.
Su visión es total: es global y detallista al mismo tiempo.
No conoce la sorpresa. Como todo lo ve, puede percibir los mecanismos ocultos,
desnudar los disfraces y ver detrás de las máscaras que usa casi toda la gente.
No conoce el deslumbramiento que causa lo inesperado.
Siente cierto placer en comprobar que los hechos sucedan de acuerdo con lo que
él ha sido capaz de prever, en que todo suceda de acuerdo a lo que su intuición
le insinuó.
La lucidez le da la capacidad de conocer a la gente a primera vista. Casi sin
cruzar palabra, la radiografía está hecha y es clara, perfecta y rara vez falla.
Ésta es una cualidad involuntaria, incontrolable, instintiva, intuitiva y no
analítica. No es el resultado o la conclusión a la que se puede llegar después de
una charla: es instantánea.
El lúcido conoce la naturaleza profunda de la gente en fracciones de segundo.
Así como cualquiera distingue el rojo del verde, el lúcido sabe si quien tiene
enfrente es listo, tonto, fatuo, sensible, inteligente, genial o imbécil.
Este nivel de percepción (sensibilidad e inteligencia), recluye al lúcido,
inevitablemente, en un mundo propio, solitario y aislado.
El lúcido necesita descansar, detener por unos momentos el funcionamiento de
su lucidez. El refugio suele ser el arte.
El arte, como el deporte, tiene su propia lógica, una convención inventada y
aceptada como natural. Sigue reglas claras y precisas que son entendibles y que
se pueden abarcar, comprender, modificar. Hay límites para romper o respetar.
Hay una dimensión humana, acotada, imaginable.
Cuando el lúcido consigue meterse en esto, consigue descansar. Está metido en
lo opuesto a la vida. Disfruta de una certidumbre momentánea que sabe
inventada pero puede olvidar que lo sabe. Las artes y los juegos tienen la lógica
que le falta a la vida: todo está ligado, relacionado, sigue un proceso ordenado
y perfecto. La causa A tiene un efecto B, se puede prever o entender.
Con un grado de conciencia infinitamente menor que el del Lúcido, el hombre
común, inteligente o mediocre, siente también la atracción de estas disciplinas.
Todo es coherente: las imágenes, las sensaciones, el pensamiento. Cuando se
juega o cuando se cuentan historias, todo tiene un origen, un motivo, un
desarrollo lógico y una conclusión perfecta y aceptable. Desaparece la angustia
que prohibe preguntarse “¿Por qué?”. Las preguntas tienen respuesta, hay
buenos y malos, hay premios y castigos, hay principio y fin, hay metas, hay
resultados, hay tiempo, medidas, reglas, distancia.
Hay emoción sin riesgo, violencia permitida, muertes siempre ajenas. El
hombre común siente que sabe, que es dueño de las respuestas, y aunque sea
sólo por un rato y en un ámbito exclusivo, es un momento y un lugar al que se
puede volver. El Lúcido sabe que es un juego que se ha permitido jugar.
Todo lúcido disfruta observando la Naturaleza. Es otro refugio eficaz. Es lo
único que lo sorprende, que lo maravilla. Percibe la lógica de causa y efecto
pero eso es todo lo que puede llegar a entender. Le alegra profundamente no
saber el motivo. Porque no hay motivo. Siente el placer de no saber, de
contemplar fenómenos de gran belleza pero sin premisa, sin motivo. El inmenso
placer de contemplar el absurdo en acción sin tener que hacer el esfuerzo para
explicarlo porque no existe explicación.
El lúcido vive acosado por el riesgo de saber demasiado y por la soledad
resultante de sus cualidades.
El Lúcido no puede engañarse a sí mismo, no puede anular la actividad
constante de su percepción.
Sabe que la vida no es un camino progresivo que empieza en un punto y se
dirige hacia una meta. Sabe que no hay principio ni meta ni progreso. Sabe que
la vida nace con la muerte adosada, que la vida y la muerte no son consecutivas
sino simultáneas e inseparables. Sin muerte no hay vida, no hay urgencia,
voluntad, placer, preservación de la especie, instinto sexual. Sin muerte no hay
tiempo y sin tiempo no hay acción, hay inmovilismo.
¿Cómo se puede vivir sabiendo esto, siendo tan lúcido, tan conciente de la
precariedad del hombre? ¿Cómo se puede convivir con el Absurdo a una edad
en la que es difícil protegerse con el cinismo? La lucidez no viene sola, viene
acompañada por una fuerza vital, por una especie de motor que transforma esa
conciencia, esa angustia, en energía. Esa energía, ese impulso, genera a su vez
alegría, una sensación de orgullo por saberse capaz de vivir sin mentirse aunque
duela.

El Lúcido conciente puede ser totalmente desprejuiciado, combativo.


Vive al límite de su mente y de su físico, empujado a actuar según sus
convicciones anárquicas, nihilistas y despiadadas.
Es el vivo ejemplo de que la palabra puede ser un arma letal.
Está instalado con elegancia y naturalidad en la cuerda floja, ejercitando sin
descanso la lucidez más brutal.
Destroza hipocresías sin aviso previo, como un perfecto salvaje.
Tiene un humor ácido, irreverente, pero humor al fin.
Tiene una gran capacidad de ternura, pero muy oculta, férreamente protegida,
porque la sabe desmesurada al liberarla.
Como tiene plena conciencia de la finitud de las cosas y de su relatividad, nada
consigue condicionarlo, nada puede hacerle seguir una línea de conducta: no
acepta reglas ni normas.
Aunque le pese y lo sienta como un lastre, es humano y vive en una
comunidad. Esto le obliga a tener que ganar dinero para vivir. Trabaja a pesar
suyo, pero trabaja poco, lo indispensable, en alguna profesión que le da placer
y que le permite tomarse períodos de descanso cuando él así lo decide.
Desprecia el dinero, la propiedad, los objetos valiosos: sabe que es todo
pasajero, circunstancial, ilusorio y mezquino.
Sabe que el trabajo y la rutina son mentiras que ayudan a creer que la vida es
estática, que las cosas, las situaciones, las casas, los amigos, los amores, la
familia, los muebles están hoy, ahora, mañana y para siempre.
Mentiras que ayudan a planificar el futuro, el status, el coche, la casa de campo,
las vacaciones.
La gente puede vivir con felicidad y tranquilidad solo si se convence de que lo
que tiene, lo que consigue a costa de dejar de vivir en serio y de no disfrutar del
ocio y de no hacer lo que le gusta, es algo que va a poder conservar siempre.
Esa gente tiene la sensación de que ha llegado a la meta.
Son algunas de las víctimas favoritas del lúcido.
El lúcido, cuando pierde la paciencia, no soporta al imbécil que tiene enfrente
y dice lo que piensa con tranquilidad y desparpajo, actitud estética que acentúa
la brutalidad de los conceptos enunciados.
No lo hace por crueldad o por maldad. Simplemente desprecia la piedad y se
niega a participar del juego de la simulación.
Tampoco siente el orgullo de ser el único capaz de haber descubierto la
verdad. Está convencido de que la gente, íntimamente, frente al espejo, a solas,
sabe lo que es.
La travesura del lúcido es quitarles las máscaras sin pedir permiso.
Suele elegir sus víctimas entre los que usan máscara para ganar, trepar, triunfar,
dominar: obtener poder o cualquier otro objetivo igualmente despreciable por
mercantilista.

El lúcido no ataca al que usa mascara por debilidad o timidez o simplemente


pánico o por ser un escéptico automarginado que oculta su condición para evitar
preguntas. Como considera que no intentan joder a nadie sino que sólo tratan
de protegerse de la vida o de sí mismos (del conocimiento profundo que pueden
llegar a tener sobre sí mismos), el lúcido los perdona, los ayuda y los respeta.
La costumbre compulsiva de arrancar máscaras no es socialmente bien vista.
Genera reacciones en contra y ninguna a favor.

El lúcido está obligado a insertarse en la sociedad para subsistir, aunque su


soledad sea irremediable, pero se crea enemigos que no le darán trabajo y
alertarán a otros “enmascarados” para que no se acerquen al lúcido porque es
peligroso.
Así puede suceder que le cierren las puertas necesarias para ejercer la profesión
que ha elegido y que tenga entonces pocas chances para demostrar su
talento. Aunque casi siempre habrá otro lúcido que se cruzará en su camino y
tratará de salvarlo o de protegerlo y ayudarlo.

El Lúcido que es capaz de vivir de acuerdo con lo que piensa es el único sucesor
de los cowboys o de los gángsters del cine, el único y auténtico Fuera de la Ley
(marginal, outsider) que puede existir en el mundo actual.

El que roba, el que lleva armas, el que se enfrenta a tiros con la policía no es un
Marginal, no está fuera de la Ley sino que está bien adentro, bien metido en el
sistema. Tan metido está que hasta figura en el Código Penal y su castigo está
perfectamente calculado, a tal delito tal cantidad de años encerrado. El asesino,
el bandido, el ladrón o lo que sea está integrado a la ley y al sistema. Está
explicado, entendido y castigado por la Ley. No está afuera.
Afuera sólo puede estar aquél a quien la ley no define porque no lo entiende, no
lo detecta y por lo tanto no sabe cómo castigar.
El gángster o el ladrán no tienen ideología. Si la tuvieran serían guerrilleros y
formarían parte de cualquier grupo extremista. Pero estos tampoco están
afuera. La guerrilla no mina las bases de un sistema que se extiende por el
mundo con solidez indestructible, conseguida después de anular hasta la
herencia genética del Homo Sapiens, el instinto de conservación, la solidaridad
más elemental, la ética más primitiva y tribal generada por la conveniencia de
unirse para luchar contra los enemigos y contra los elementos y así sobrevivir.

A un sistema que consigue hacer que el hombre niegue su esencia gregaria y


que lo convence de que el mayor logro es vivir aislado y que el mayor mérito
es luchar solo, no se lo destruye fácilmente.

El Sistema necesita que lo ataquen, necesita ser enfrentado por individuos o


minorías para justificar su aparato represivo y demostrar que es indestructible.
Todos aquellos que se colocan en la posición de merecer el castigo establecido
por la ley no hacen mas que justificarla y permiten que el Sistema atemorice
con el castigo ejemplar a los tímidos disconformes que son mayoría y les impida
reaccionar.
El Gángster roba y mata para conseguir dinero, cuanto más dinero mejor. No
está en contra del sistema, simplemente no está de acuerdo con el reparto de la
riqueza. Quiere para él lo que tiene un millonario. Su espíritu igualitario termina
en los miembros de su banda. No quiere cambiar nada, sólo le interesa conseguir
el dinero que le servirá ( si no lo descubren) para vivir con un nivel que el
Capitalismo sólo tiene reservado para sus mejores defensores.

El Lúcido no cree en la Ley ni en la Moral ni en ningún tipo de Regla o Dogma,


pero no es tonto. Sabe que tiene que trabajar en la sombra, sin llamar la atención
y sin que la Ley consiga clasificarlo.
El Lúcido puede llegar a destruir con simples palabras o actos no punibles a
ciudadanos que son los pilares cómplices que sostienen al Sistema. Si se lo
propusiera, podría dedicarse sólo a ellos, pero no le interesa. Sospecha que un
cambio del orden político y económico no cambiará demasiado al hombre. Cree
que su esencia está definitivamente corroida o agusanada.
El Lúcido no sólo es el verdadero Fuera de la Ley y potencial enemigo del
sistema económico y moral que nos rige, sino que es, además, el más peligroso,
porque tiene un poder destructor ilimitado.
Puede, según la víctima, no sentir piedad ni culpa. Se mueve libremente y si es
medianamente atractivo y seductor, puede entrar en cualquier casa o fortaleza,
y lo que es mas grave, en cualquier alma.
Sus armas son el decir la verdad, exponer lo que ha sido capaz de percibir en el
otro sin metáforas, con crudeza e ironía. Para los que usan máscara, eso equivale
a una bala de Magnum 457 en el pecho. Tiene la ventaja de la impunidad, ya
que no corre el riesgo de que el sistema quiera aniquilarlo. Sólo debe cuidarse
del odio explosivo de alguna víctima o de algún marido celoso.
Vivir aplicando la lucidez y haciendo uso de las armas que ella da es una actitud
que genera conflictos, no sólo con las víctimas sino incluso con los que aceptan
al lúcido y lo entienden y lo admiran. Que no son pocos.
El Lúcido se relaciona con intelectuales de su mismo nivel, que han guardado
la lucidez en un rincón y viven de acuerdo con las normas sociales o tribales
aceptadas: son los teóricos de la marginación.
Puede suceder que estos teóricos acepten, entiendan y compartan la postura
anárquica del Lúcido, su desprecio por la burguesía, (a la cual ellos pertenecen
por nivel económico pero no por ideología y se encargan de dejar esto bien
aclarado en la primera oportunidad) su desinterés por el dinero, su falta de
responsabilidad social, su coraje para negarse a tener casa propia. Si la tiene es
una guarida y no una posesión preciada.

El lúcido tiene hábitos nómades, vive un tiempo en un lugar y luego en otro, en


casa de amigos (que realmente se sienten amigos) que lo aprecian y que respetan
su coherencia aunque ellos no tienen el valor necesario para vivir de acuerdo
con lo que piensan y en cambio, respetan aquello en lo que no creen, se aferran
a los bienes ilusorios y hacen que sus vidas giren alrededor de la tarea de
conseguirlos o mantenerlos.
Aparece aquí el segundo gran engaño: la propiedad. El primero es la
Esperanza, (Todo está mal, pero todo puede cambiar y mejorar. Pero no es
necesario hacer nada, hay que confiar en la suerte o en el destino.) El sentido de
la Propiedad nos convierte en Dueños de las cosas, de los objetos, de la gente.
Se quiere poseer por el solo hecho de poseer, se tiene la ilusión de que lo que se
posee se funde con el alma del dueño y forma parte de su persona. No se desean
cosas, objetos o gente para usarlos o disfrutarlos durante el tiempo que estén
con uno. Se quieren poseer para siempre.
Aquí confluyen las dos grandes Mentiras. La Esperanza y la Propiedad crean
un espejismo al que alimentan y del que a su vez necesitan alimentarse: el
tiempo futuro. El Futuro tiene que dejar de ser condicional, un gran
interrogante. Es imprescindible anular la conciencia de que el único futuro es
este instante que se está viviendo, porque ése es un grado del conocimiento que
inmuniza contra la mentira a la vez que instala la noción de relatividad y permite
cuestionar y destruir los falsos dogmas del Poder.
Para querer ser Dueño, para defender la propiedad, para tener Esperanza hay
que creer en el Futuro y negar la muerte. Aquí vuelve a aparecer la religión
aliada al poder, el hábil uso de la superstición y el temor sembrados en el campo
de la ignorancia.
La lucidez, la conciencia de que todo es precario y relativo, se erige claramente
en el mayor enemigo del Poder, de la Ley y el Orden, de las normas del
Sistema. Sin embargo, no es un enemigo peligroso.

El Sistema o el Poder atacan y destruyen rápidamente a quien intente oponerle


un conjunto de normas, otro Sistema igualmente falso, basado en las mismas
mentiras, pero que defiende otros intereses ajenos al del Poder establecido y que
para existir, para lograr el cambio, necesita destruir el orden existente.

La Política y la Religión usan las mismas armas, necesitan de la credulidad, de


la fe, de la aceptación de una filosofía hipócrita. Necesitan instalar el reino de
la mediocridad para ser aceptadas. Para ser partícipe activo de la Revolución
Socialista, para poder luchar contra el Sistema Capitalista sin que importe el
tiempo que se empleara en implantar un orden social justo y recurriendo a la
violencia si fuera (suele ser) necesario, es indispensable poseer una profunda
conviccion religiosa.
El revolucionario tiene que armarse un esquema mental, una filosofía o
convicción tan falsa como cualquier teología, para no permitir siquiera un atisbo
de lucidez. Esto en el caso de que lo mueva a la acción la necesidad de implantar
la justicia en el mundo. Si lo que lo impulsa es el placer de la acción y del riesgo,
puede convivir con la lucidez.
La lucidez no es una amenaza para el sistema porque no puede propagarse, no
puede hacerse masiva, ni siquiera minoria inquietante. La lucidez es
conocimiento y lleva en sí misma la condición que la condena a ser aceptada
por unos pocos: la angustia.

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