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El problema del pasado es el futuro: notas sobre teoría y metodología de la historia

Por: Guillermo Zermeño

Para citar este artículo: Zermeño, Guillermo, 1996, "El problema del pasado es el futuro: notas
sobre teoría y metodología de la historia". Disponible en el ARCHIVO de Tiempo y Escritura en
http://www.azc.uam.mx/publicaciones/tye/problemadelpasado.htm

No es fácil para un historiador positivista reflexionar sobre el sentido y función de su práctica porque
existe el presupuesto de que la verdad del pasado se encuentra en las "fuentes primarias"; por lo cual
deja de tener importancia todo lo que no sea ir a trabajar a los archivos. Lo cual tiene su verdad y su
razón de ser. ¿De qué otra manera podemos acceder a los hechos del pasado sino a través de sus
huellas, de los restos del pasado que el presente va arrastrando consigo? El único problema en esta
posición está en querer renunciar a la reflexión; en pensar que todo método o forma de acercarse y
develar el sentido del pasado, no implica de inicio una postura teórica. El "positivismo" estaría en
eso: en no querer caer en la cuenta en que todo este trabajo sobre "las fuentes" se funda en
conocimientos "teóricos" previos, los propios de la época y del historiador. De esta manera no hay
verdad sobre el pasado que no sea "teórica". Al abandonar esta reflexión sobre los presupuestos
desde donde se erige esta forma peculiar de hacerse ("conocer") del pasado, implícitamente se
sostiene de manera afirmativa una filosofía de la historia, que es la del presente, un presente que se
mira como sin límites. En este caso el historiador se concibe a sí mismo como un técnico al que le
basta instrumentar un conjunto de procedimientos relativamente simples a fin de producir un
conjunto de resultados tenidos como "hallazgos" ciertos y objetivos sobre el pasado. De esta manera
es cierto: cada vez nuestro presente conoce más sobre el pasado propio y el de otros pueblos, y con
ello reafirma el ideal del proyecto ilustrado dibujado por Kant. Pero la cuestión está en saber desde
donde (desde que filosofía o proyecto de sociedad) el historiador recupera el pasado, y cuál es su
función social y cognitiva. Es un asunto que corresponde no sólo a la consideración del método sino
también al de los presupuestos del mismo, que lo engloban y dan sentido. Por eso, por tratarse en
este Programa de formar investigadores en el campo de la historiografía desde una perspectiva
interdisciplinaria; e historiadores conscientes del lugar social de su profesión, se necesita pensar en
dos aspectos: el del carácter reflexivo de su práctica y la necesaria apertura a enfrentar cuestiones
epistemológicas compartidas por las disciplinas sociales y humanas.

En las siguientes líneas trataré de explicitar[1] el lugar que ocupa la teoría en la historia frente a la
expectativa positivista de pensar que la verdad histórica se halla sin más en las "fuentes primarias."
Sin negar el papel de éstas trataré de indicar la forma y el punto en que se estancó la reflexión, y
cómo el abandono de ésta ha significado la reproducción de un modelo epistemológico problemático
que quedó sin una respuesta "teórica" suficiente.

Comienzo por señalar que lo que distingue a la ciencia del siglo XX de la del XIX, es su capacidad
de auto observación. Esta le confiere ahora su carácter de legitimidad y validación. Esto quiere decir
que la noción de "lo real" o de "lo empírico" se ha desplazado[2]. Si bien la ciencia en nuestra época
es parte de la industria; es la dinamizadora de la reproducción de nuestra sociedad, también ha
generado las condiciones de su propia observación. El "observador" no sólo observa, sino también
es observado, e incluso puede observarse a sí mismo. Crea por así decirlo un nivel "metateórico".

1
Otro aspecto relacionado con esta capacidad de "auto observación" de la ciencia y por ende de
control sobre sus procedimientos, -y que marca el desarrollo de las disciplinas científicas en nuestro
siglo- es el de la revisión de sus límites y de sus posibilidades. Detrás se tiene, y de ahí la complejidad
del asunto, como único presupuesto válido a la Razón. Como un colofón necesario de la capacidad
de la ciencia de desdoblarse sobre sí misma, se tiene una nueva valoración de la subjetividad (no
hay ciencia sin sujeto). Pero no hay que pensar en la noción de un sujeto ingenuo. Se trata, por el
contrario, en nuestra época, de uno "problemático". Siguiendo a Adorno, no podemos pensar en un
individuo como si se tratara de una figura transparente, "existente-en-sí y por sí mismo", sino en la
de un individuo mediado por múltiples influencias, fragmentado, como parte de una realidad
compleja, relativo, y no como una realidad última desde la cual todo se ilumina[3]. Esta concepción
implica la disolución de la figura binaria, sujeto-objeto, y obliga a pensar a la subjetividad como
fundamentalmente mediada por el lenguaje. Y el lenguaje y la comunicación como único medio de
acceso a lo que llamamos "mundo" o "realidad".

Como toda actividad científica que ha desarrollado la capacidad de auto observación, la


historiografía también ha sido impactada en el siglo XX por estos desarrollos que apenas han sido
esbozados en las líneas anteriores. La ruptura epistemológica en la historia parte de Dilthey, quien
todavía inmerso en una epistemología histórica fundada en una filosofía de la conciencia[4], será
motivo del tránsito hacia una filosofía de la acción o de los "actos de habla[5]". Por ahora no puedo
abundar en esta problemática; sólo quiero señalarla como telón de fondo de un giro o cambio de
énfasis en uno de los ejes temporales (pasado, presente y futuro) sobre los que se mueve la historia.
Este desplazamiento epistemológico del pasado (el problema del historiador es cómo puede conocer
el pasado tal y como aconteció), al presente (el pasado no es cognoscible sino desde el presente y
por ello para Croce y sus sucesores, toda historia es historia contemporánea), se llega al "futuro"
como la clave para entender cómo se construye nuestro conocimiento sobre el pasado, y de esta
manera la época presente se vuelve reflexiva por la consideración y el estudio del pasado. A
continuación, trataré de mostrar justamente cómo la consideración del "futuro" señala la salida al
círculo vicioso en el que cayó la discusión epistemológica de la historia en el siglo XIX, y que en
buena medida ha llegado a conformar (todavía) nuestro prejuicio (saber tenido por cierto) sobre ¿qué
es conocer en la historia?

II

En su pretensión de validar al conocimiento histórico y de llegar a una "objetividad" similar a la de


las ciencias naturales[6], dentro de la tradición positivista se pensó que la cuestión de los límites y
alcances de la historia se jugaba en derredor de su objeto de estudio, el pasado. Los esfuerzos de la
reflexión metodológica se dirigieron a clarificar la naturaleza de ese pasado y las formas ideales
cómo desde el presente del historiador ese objeto podía ser conocido tal como era.

El siglo XX, un siglo que se ha distinguido por su carácter revisionista y tecnológicamente


revolucionario, no hará sino buscar los orígenes perdidos de la modernidad: búsqueda de los
orígenes y delimitación de toda pretensión de un poder absolutista, no racional, sea político,
económico, etc. Por eso la teoría social, la teoría histórica, en esta segunda mitad del siglo versa de
nuevo sobre una teoría de la modernidad. Busca descubrir el carácter específico y su significado del
ser, del pertenecer subjetiva y socialmente al mundo moderno. Y el carácter específico de esta forma
de ser estará dado precisamente por la orientación de su acción hacia el futuro; no de uno que se
conoce de antemano, teleológico, religioso, salvífico, sino de otro futuro, laico, abierto, vacío de
contenido, y sobre todo, un futuro, que se separa más y más, -conforme ese "futuro" se aproxima-,
2
del pasado. La modernidad en ese sentido está sellada por esta separación progresiva entre pasado
y futuro, entre nuestro espacio de experiencia y nuestro horizonte de expectativas[7], en una relación
proporcional; conforme crece el segundo el primero se acorta, y viceversa; en la medida en que el
espacio de experiencia es mayor, tanto menor será el horizonte de futuro. Así entenderemos que el
interés por la historia de los historiadores aumenta o decrece según sea la relación con el mundo de
la experiencia vital o del mundo de expectativas. Lo que ahora quisiera dejar claro es que la
historiografía nuestra surge como una necesidad social de llenar el vacío que se abrió entre el pasado
y el futuro[8]. A esta necesidad responde la especificidad del discurso histórico en la época moderna.

III

Este es el marco de la problemática a través de la cual trataré de explicar cómo y en razón de qué se
dio el giro que implicó la superación del positivismo historiográfico que en la historiografía francesa
implicó la disolución de la historia de acontecimientos o de hechos.

Acorde con lo antes expuesto, es decir con la constitución del tiempo histórico moderno, veríamos
que el verdadero problema del conocimiento histórico no radica en el pasado mismo, sino en el
futuro. Es decir, los problemas de la verdad histórica (sus limitaciones, sus fuerzas, sus debilidades)
están no en lo que fue o pudo ser, sino en lo que será o puede ser[9]. Dicho de otra manera: mientras
el pasado en sí es incognoscible, no puede modificarse, por el futuro es que podemos obtener un
conocimiento relativo de éste, es decir, "relativo" al mismo futuro, un futuro que se desdobla -por
el presente- en: futuro-presente y futuro pasado.

Lo paradójico radica en que, mientras el futuro visto desde el presente es incierto, permanece abierto,
el futuro visto desde el pasado, arroja, es causa de una certidumbre relativa, de probabilidades;
relatividad que se origina por un presente preñado de expectativas futuras, que se miran social y
tecnológicamente al alcance, es decir, como posibles; presente-futuro, desde donde se cocina el
conocimiento del futuro-pasado.

Con esta afirmación se deja ver ya el carácter ambiguo de la historia en la medida en que fue alejada
del reino de la naturaleza y de la religión, y alojarla en el del acontecer, en el de la historicidad pura.
Con esto se quiere decir que el término "historia" se desdobla en dos: por un lado en el de la historia
como acontecer puro y, por el otro, en el de su relato, en el de las formas que adquiere a través de la
historiografía[10]. Esta última buscará siempre asemejarse a aquella, pero sin conseguirlo del todo.
La razón está en que en nuestra época la verdad está en lo que es, lo que sucede; no pasa nada más
allá de lo que sucede. En ese sentido, el recuento historiográfico no es sino su contraparte parcial;
su remedo. De ahí su carácter, que si bien relativo, no obedece éste a la voluntad "subjetiva" o a la
ineptitud del historiador, ni siquiera a la posibilidad de tener acceso a un número mayor o menor de
fuentes, sino a un factor que lo rebasa: no sabe a ciencia cierta qué sucederá en el futuro. Lo cual
deja a su discurso en un compás de espera, de obsolescencia, no porque no haya tenido su verdad
propia, sino porque los tiempos futuros serán "otros". Esta diferencia es la que abre la posibilidad
de que sobre un mismo tema o personaje se tengan diversas versiones, todas relativas al momento y
situación específica de los enunciados, y a los imponderables de lo porvenir. En este sentido no se
puede hablar en la historia -como en cualquier ciencia[11]- de un conocimiento definitivo, último.
Cada enunciado, cada explicación sobre un determinado hecho del pasado (inmediato, mediato o
remoto) siempre serán relativos no a las posibilidades del pasado y sus fuentes, sino relativo al futuro
mismo del historiador. Con esto buscamos deslindarnos de una epistemología positivista ingenua,
que aunque añeja, se tienen indicios para pensar que sigue vigente en nuestro medio.
3
Situar en el futuro (un futuro laico, no sagrado, teleológico, como en el caso de la historiografía
medieval) la resolución del problema del conocimiento histórico, no es sino tratar de ser congruente
con nuestra época, con nuestra forma de ser peculiar como modernos. Kant es el filósofo que busca
dar fundamento racional al nuevo orden. Pero también ya encontramos la síntesis de este programa
en lo expresado por el Fausto de Goethe:

Escrito está: 'En el principio era la Palabra'... Aquí me detengo ya perplejo. ¿Quién me ayuda a
proseguir? No puedo en manera alguna dar un valor tan elevado a la palabra; debo traducir esto de
otro modo si estoy bien iluminado por el Espíritu. -Escrito está: 'En el principio era el
pensamiento'.... Medita bien la primera línea; que tu pluma no se precipite. ¿Es el pensamiento lo
que todo lo obra y crea?... Debiera estar así: En el principio era la Fuerza"... Pero también esta vez,
en tanto que esto consigno por escrito, algo me advierte ya que no me atenga a ello. El Espíritu
acude en mi auxilio. De improviso veo la solución, y escribo confiado: “En el principio era la
Acción”[12].

A continuación, trataré de esclarecer y explicar la cuestión de en qué sentido el problema del


conocimiento del pasado no está en el pasado mismo, sino en el futuro del pasado, y establecer
algunas consecuencias metodológicas que de ahí se derivan para el trabajo del historiador.

IV

Hegel, como pensador moderno que fue, señaló con razón que el problema de la historia sólo se
podía esclarecer desde la misma historia, de manera que para encontrar su solución había que
remitirse a su misma historia. En este sentido quiero decir que cuando hablamos de historiografía
me remito al saber sobre el pasado que se organiza alrededor del siglo XVII europeo y que tiene
como marco el proceso de diferenciación social y mental que se genera al interior del sistema
religioso[13], y que paulatinamente conducirá a la contraposición del saber teológico o metafísico
y el científico; el saber sustentado en la fe y el saber surgido de la experiencia; el saber que busca
creyentes y el saber que busca razones contrastadas con datos de la experiencia.

Aquí se inicia la paradoja y la lucha por fundamentar el conocimiento histórico como equivalente al
de las ciencias de la naturaleza. Paradoja porque la época señala un distanciamiento entre el futuro
y el pasado, entre los límites de la experiencia sensible y el campo de las expectativas; propiciadas
en buena medida por el desarrollo científico que se traduce en el avance de los medios tecnológicos.
Se abre así progresivamente una brecha entre el conocimiento adquirido por la experiencia inmediata
y el conocimiento adquirido por la potencialidad de la ciencia. En este proceso parecería que
mientras la experiencia inmediata se comprime, el horizonte de expectativas tiende a ensancharse y
a originar el surgimiento y desarrollo de nuevos saberes como el de la historia[14].

El conocimiento histórico surge como una diferencia o separación de la vieja retórica, o de un saber
que sigue fundamentalmente las formas de la alegoría, conocimiento indirecto a través del
testimonio de un libro fundamental portador de toda la verdad que un cristiano debe conocer para
vivir bien[15]. El ejemplo que da cuenta de esta separación originaria entre el mundo de la
imaginación o de la ficción y el mundo de lo real o verdadero es la bien conocida disputa entre al
abate benedictino Mabillon y el jesuita holandés Papenbroeck, a la cual nos referiremos más
adelante.

V
4
La historia emerge colindante de los demás saberes, pero distinta, al tiempo que busca asemejarse a
las ciencias de la naturaleza y de la observación experimental. Todo proceso de diferenciación y por
lo mismo de autoidentificación conllevó un proceso complejo (la lucha entre los naturalistas y los
culturalistas, por ejemplo), que transcurrió de lo más simple a lo más complejo, proceso que en vez
de terminar, se continúa hoy en día.

Entonces, cuando hablamos de historiografía nos referimos a un discurso situado históricamente. Se


trata de un discurso generado en Europa y cuyo desarrollo no va más allá de cuatro siglos. Surge
como parte de un proceso de diferenciación social que va dar lugar a la aparición de disciplinas y
saberes como la historia. Para ello tendrá que establecer sus reglas de funcionamiento y sus signos
de identidad, en realidad, de "distinción". Crea la identidad por la diferencia. Yo, historia, no soy
literatura...

Su surgimiento obedece a un cambio en las formas de percepción de las relaciones entre presente y
pasado. Como lo deja ver la investigación de Reinhart Koselleck, durante el siglo XVIII se observa
un descrédito creciente del topos de pensar a la historia como "maestra para la vida", lo cual quiere
decir, que se espera de la experiencia inmediata trasmitida de generación en generación, - para la
cual la oralidad es el principal trasmisor-, una enseñanza práctica para la vida. Koselleck constata
que durante este periodo el campo de la experiencia inmediata de los individuos se disocia del campo
de las expectativas; que la distancia entre pasado y futuro se acrecienta; su expresión más radical se
da con la revolución francesa que da origen incluso a un nuevo calendario, a un nuevo orden de
representación de la cronología que va a partir del año cero. Este fenómeno social formaliza la
ruptura entre pasado y futuro, entre el campo de la tradición y lo nuevo. Desde este momento, lo
nuevo sólo se puede entender desde lo nuevo. El estudio o la contemplación de la experiencia pasada
o trasmitida ya no bastan para resolver los problemas del presente. Cada acontecimiento se reconoce
como singular y único. Por eso frente a Dios, cada hecho no tiene un valor absoluto por sí mismo.
La reflexión que surge de la disputa entre los antiguos y los modernos establecerá que ninguna época
es mejor a otra a los ojos de Dios. Simplemente cada una es diferente. Y las preferencias por una
época u otra será una cuestión de "gusto". Verdad y estética, en nuestra época, tenderán a
confundirse.

En este proceso que significa la aparición de un nuevo tipo de subjetividad, conforme el nivel de
experiencia se reduce, aumenta el horizonte de expectativas; crecen, por así decirlos los deseos, que
sólo pueden ser satisfechos en el futuro. Por eso como lo ha mostrado Hayden White[16], la
aparición simultánea de la historiografía y de las filosofías de la historia responde al hecho de que
son dos formas que apuntan en la dirección del futuro, de cubrir la brecha que se abre entre
experiencia vivencial y experiencia histórica o deseable. Sólo a partir de un término imaginado los
hechos del pasado podrán adquirir un nuevo significado, un significado distinto, o al menos no
idéntico al otorgado por los contemporáneos.

A través de un discurso que intenta ser una re-presentación de lo real-acontecido y por acontecer, se
busca llenar el hueco que se ha abierto, entre la experiencia limitada y efímera del presente y la
experiencia posible, cuyo cumplimiento siempre está puesto en el futuro. La brecha entre lo real y
lo posible se ahondará conforme el poder de la ciencia y la técnica se multipliquen.

Se puede decir, por eso, que la historiografía es aquel discurso del presente sobre el pasado cuya
función es la de re-llenar la hendidura que ha sido abierta por la ruptura del presente con el pasado,
propia de nuestra modernidad. La historiografía emerge entonces como una re-presentación, re-
5
escenificación, del pasado, sólo hecha posible por el acto de la escritura. Con esta escritura, cuyo
acto implica una separación de la oralidad, se testimonia así mismo, una pérdida del sentido de la
experiencia de vida, el cual busca recobrarse mediante un largo rodeo al pasado que regresa al
presente. Al depositar su objeto de estudio en el pasado, la historia no es sino un acto reflexivo (un
desdoblamiento sobre sí misma después de haber pasado por la alteridad, el pasado) sobre el
presente.

Desde esta perspectiva, la producción historiográfica de estos últimos tres o cuatro siglos se puede
leer -en su volumen y en sus contenidos- como la mirada oblicua que cada presente ha querido
arrojar sobre sí mismo, hecha paradójicamente, desde su contraparte, el pasado. En este sentido
nuestra historiografía moderna es también un testimonio de duelo debida a la separación creciente
entre pasado y presente. La expansión del conocimiento histórico (de nuestro pasado) no es sino
testimonio de la profundización de esta diferencia. Por lo mismo, podemos afirmar en honor y en
homenaje (como dice De Certeau) a la historiografía moderna, que es el medio que nuestra época
ha fabricado para restaurar la inteligibilidad de un presente desgajado entre el pasado y el futuro,
entre el campo de lo real -limitado, finito- y el campo del deseo -abierto-.

Ahora bien, hay que dejar en claro, que esta restauración discursiva del pasado en el presente, es
realizada desde la perspectiva del futuro. Desde una concepción de la acción social y humana cuyo
sentido o significado (éxito o fracaso...) está dado por el fin o término de la misma, es decir, por el
de su promesa depositada en el futuro. Esta forma de acción basada en el cálculo "racional" de
medios-fines viene a constituir una de las particularidades de nuestra forma de relación con el
pasado, propia de nuestra modernidad[17].

Era necesario enfatizar este rasgo del futuro -condición de posibilidad, que señala los límites y
alcances de nuestra forma de conocer el pasado- porque uno de los principales debates teórico-
metodológicos en el que se inscribe el surgimiento de esta disciplina tiene su origen en la disyuntiva
pasado-futuro. Me explico: si se piensa que el pasado es cognoscible por sí mismo, de manera
objetiva, es decir, como pasado-pasado, tal como fue, con independencia del sujeto, se seguirán
conclusiones metodológicas y de enfoque diversas; se seguirá un tipo de historia. Por el contrario,
una concepción que piensa que el pasado sólo es cognoscible a través del futuro, traerá como
consecuencia otro tipo de historia. Al confrontar las dos posturas sólo se trata de evidenciar en el
campo de las creencias metodológicas, los límites e inconsecuencias del modelo del positivismo
historiográfico, por un lado, y por el otro, de abrir la discusión teórico-metodológica hacia un campo
común, cuyos rasgos son divisibles como parte de una teoría socio-histórica de la modernidad.

VI

La situación hegemónica y de confusión a la que se llega a fines del siglo XIX la podemos observar
en el trabajo de los historiadores franceses Charles V. Langlois y Charles Seignobos Introducción a
los estudios históricos.

Hagamos un poco de historia y revisemos el modelo teórico del positivismo y sus implicaciones en
el campo de la metodología histórica y a las conclusiones relativistas o escépticas a que condujo.

En sus comienzos esta práctica discursiva que llamamos "historiografía", estableció, como señala
Michel De Certeau, una lucha contra la ficción. En la diferencia con la literatura y con la oralidad,
basó su identidad. Su lucha se estableció en un doble frente: al interior del sistema documental, y
6
sobre todo frente al sistema de la oralidad. Por sobre todo, intentó erigirse sobre las bases de una
escritura "científica". Este proceso da cuenta de un cambio de la sociedad en la que la escritura y la
referencia a una ley o código jurídico social, desplaza a las formalidades de acuerdos y pactos
"inmemoriales", es decir a formas en las que la tradición oral cumple una función prescriptiva para
el presente. Por eso desde Descartes, el recurso del método desempeña un papel de primer orden en
la constitución de los nuevos saberes; de actividades científicas constitutivas del nuevo orden
englobado en la aparición de las naciones-estados modernos.

Revisemos en primer lugar, aunque sea someramente, el paradigma historiográfico positivista, y


veamos el punto en el que la cuestión quedó sin resolución adecuada a las formas y expectativas de
"cientificidad" planteadas. No obstante, el que dichas "expectativas" sigan vigentes un siglo después
en nuestro medio historiográfico no hace sino dejar ver una de las consecuencias negativas de haber
renunciado a la teoría de la historia, como elemento constitutivo de una historia que se precie como
científica.

Tomo como referencia básica al manual de introducción a la historia elaborado por Charles V.
Langlois y Charles Seignobos[18] entre 1896-7 porque es una buena muestra del callejón sin salida
al que llegó la discusión teórico-metodológica durante el siglo XIX. Ambos son representantes
ilustres del grado de avance de la historiografía en los umbrales del siglo XX y deja ver a dos
historiadores honestos y críticos que incluso se deslindan de una visión ingenua dentro del
positivismo.

En la tradición positivista domina un principio incuestionable, al menos como hoy en día, en


términos formales, y es el de la necesidad de contrastación de una aseveración con referencia a una
prueba o testimonio. Hay verdad cuando existe la posibilidad de confrontar el dicho con el hecho.
Así, la historia se vio sometida a un tour de force casi infranqueable al buscar asemejarse al código
canónico de las ciencias naturales, de acuerdo al cual, cualquier afirmación no verificable
sensorialmente carece de sentido. Así, toda afirmación de índole moral carece de sentido o es
lógicamente absurda.

En la historia que surge hacia el siglo XVII la prueba se identificó con el documento, con las
colecciones y archivos. Por eso la ley tácita de la historia hasta hoy en día es que no hay historia sin
documentos, sin investigación de archivos. Se reconoce como historiador a aquel que investigó las
fuentes primarias[19]. El archivo adquirió así un peso que no tenía antes del siglo XVII. Al
documento escrito se le otorgó la función capital de intermediación entre la verdad y el error. El
documento, superada la prueba de la crítica externa o de autenticidad, se convertía automáticamente
en portador de los hechos históricos.

Así, se llega a pensar que el pasado ha quedado inscrito en los documentos, de lo cual se sigue una
primera consecuencia negativa para los pueblos sin escritura: la de que no tienen historia, o pueblos
que son "como si nunca hubieran existido".

Ahora bien, para acercarse a ese pasado documental, se requiere tomar ciertas precauciones, pues
en sí mismo no es el pasado real, observable. Estas fuentes no son sino las huellas, indicios, resabios
que nos hablan de los hechos sucedidos; nos dicen algo así como que por aquí pasó alguien o sucedió
algo cuyo sentido e identidad desconocemos o sólo conocemos parcialmente. Son las "huellas" que
nos hablan de pensamientos y actos que refieren a hechos supuestamente sucedidos. Por eso la
pregunta que se les planteó inicialmente es qué tan objetivos, qué tan verdaderos podían ser los datos
7
testimoniados. Hasta dónde y cómo podíamos saber si decían la verdad y no eran fruto de una mera
invención[20]. Por ejemplo, textos que refirieran hechos milagrosos serían desechados por la crítica.
Así Mabillon sometió a "examen" doscientos" documentos referidos al martirologio cristiano, les
aplicó el peritaje de la tinta, de la escritura, de la lengua, y los comparó con otra documentación y
así pudo demostrar su autenticidad (la obra se llamó De re diplomatica, 1681), la cual era sostenida
como inuténtica por Papenbroeck, quien había publicado en 1675 "Sobre el discernimiento de lo
verdadero y de lo falso en los viejos pergaminos". Secularización del pensamiento por motivos
políticos, en este caso a la disputa de los reyes contra el Papado, supone remitirse ya no a una verdad
basada en cuestiones de sangre o de linaje, o muchas veces en la tradición oral o en documentos
apócrifos, o se remitía a la autoridad de los exegetas de la Biblia basados en los santos padres y San
Agustín, sino a una verdad como adecuación a lo real.

Langlois y Seignobos recapitulan en 1897 este proceso de varios siglos como componente de una
civilización "brillante", y como propio de "los pueblos más inteligentes del globo".

Ni los orientales, ni la Edad Media, -dicen nuestros autores- tuvieron clara idea de ella. Hasta
nuestros días, dicen, personas ilustradas que se servían de documentos para escribir la historia,
habían olvidado tomar precauciones elementales y admitido inconscientemente principios
falsos[21].

De esta manera observamos que el método de la historia fue desarrollado en sus inicios como crítica
de las fuentes, a fin de descubrir a través de ellas, hechos probatorios de algo. Por ello no es tan
descabellada una de las hipótesis sobre las que van a desarrollarse las investigaciones de Michel
Foucault; la cual asocia el surgimiento del "método científico" con las prácticas judiciales, políticas
y administrativas, o modo como "entre los hombres se arbitran los daños y responsabilidades, el
modo, que en la historia de Occidente, se concibió y definió la manera que podían ser juzgados los
hombres en función de los errores que habían cometido (...), todas estas reglas, (....), que son algunas
de las formas empleadas por nuestra sociedad para definir tipos de subjetividad, formas de saber y,
en consecuencia, relaciones entre el hombre y la verdad...[22]".

Ahora bien, ese sólo era el comienzo. Barthold Georg Niebuhr (1776-1831), considerado en
Alemania como el fundador del método crítico-histórico, al rechazar que el historiador trabaja sólo
sobre conjeturas, señala ya lo que será recogido y radicalizado por autores del siglo XX como Paul
Veyne en la vía trazada por Max Weber, de que lo que el historiador logra hacer es restituir el
documento a contextos o campo de relaciones plausibles y establecer relatos verosímiles pero sin
poder acceder a una explicación última de lo acontecido. Palabras más palabras menos así lo deja
establecido en su introducción a su Historia de Roma:

"Si hay alguien que piensa que con sólo separar o destruir a la fábula, al engaño, se puede satisfacer
al crítico, no hace sino engañar y confundir, pues con ello no hace sino establecer algunas conjeturas
sobre lo sucedido, dejando la mayor parte del todo "en estado de escombros". El historiador, sin
embargo, tendrá que descubrir al menos con algo de probabilidad un contexto y un relato más
verosímil a cambio de sacrificar su convicción o prejuicios. En caso de que logre separarse de sus
investigaciones (de crear un campo objetual independiente del sujeto) que le permita evocar las
sombras de los tiempos pasados, corre el peligro con todo de mantener la apariencia, es decir, que
él mismo de manera muy atrevida y arrogante haría aparecer como realidad histórica lo que
solamente es una hipótesis o una posibilidad muy resbaladiza; esto sería a un precio muy elevado

8
ya que se ganaría la animadversión del relato general, o de una verdad en la que el todo siempre es
más que cada una de las partes[23]."

Una de las limitaciones con que se va a encontrar la reflexión metodológica es el fantasma del canon
de verdad establecida por la ciencia experimental (física, química, biología, fisiología...), lo cual la
va a conducir a un callejón sin salida.

En efecto, si nos fijamos bien, uno de los puntos cruciales de la discusión sin salida iba a consistir
en qué se iba a entender en la historia por "empírico" o por sujeto de observación experimental[24].

Langlois y Seignobos (1897), por ejemplo, señalan que "los hechos pueden ser empíricamente
conocidos" de dos maneras: directamente mientras éstos suceden, como cuando vemos caer a
alguien de la bicicleta; o indirectamente, a través del examen de "las huellas que han dejado", "sus
efectos materiales", como la raspadura en la rodilla o la bicicleta estropeada, pero también, por los
relatos que dicho hecho ha suscitado. Este segundo caso es el propio de la historia: los hechos del
pasado sólo pueden ser conocidos de manera indirecta, por las "huellas" que han dejado. Este punto
establece de entrada una diferencia con las otras ciencias que se alimentan de la observación directa
de lo que sucede. Y ya desde este momento aceptan que el hecho histórico no es igual al hecho
químico o físico. Y añaden un elemento fundamental que conduce al tobogán que nos asusta tanto:
el de las distintas versiones que se pueden tener sobre el mismo hecho o personaje. Pues señalan no
sin verdad: "El mismo hecho es o no histórico según la manera como se le conoce". Por ejemplo,
este mismo acto de inauguración de una maestría, está siendo un hecho de observación directa para
todos los asistentes; pero será motivo de tema histórico, para el historiador o relator de esto mismo
en el futuro, futuro que puede ser un minuto, una hora, un día, años, después. En este sentido dicen
nuestros mismos maestros "positivistas" no sin razón y fuente primaria de nuestros problemas
teórico-metodológicos, que: "El carácter histórico no está, (entonces), en los hechos (en sí), sino tan
sólo en el modo de conocerlos[25]".

El patrón de la ciencia empírica de su tiempo que siguieron para determinar el modo o la forma
idónea para conocer el pasado los condujo a un callejón sin salida. Desde ese modelo determinaron
que el conocimiento histórico por tratarse de una observación de segundo orden, es decir a
posteriori, tenía que ser por necesidad de un nivel inferior al científico, o como más tarde se dirá, se
moverá entre la ciencia y el arte. Este enfoque nos alcanzará todavía al menos hasta los años sesenta,
y los historiadores que se inclinen más por un polo o por el otro, se ubicarán o bien del lado de las
ciencias sociales o bien del de las humanidades o ciencias de la cultura.

El error desde nuestra perspectiva, es decir desde el futuro desconocido por nuestros antepasados,
consistió en querer hacer una lectura demasiado literal de la analogía con las ciencias físicas. Porque
las "huellas" se llaman documentos y estos son observables directamente, entonces lo primero que
hay que hacer es aplicarles técnicas de observación o crítica externa para saber si eran o no
auténticos, si eran verdaderos o inventados (falsos). Pero este era, es, sólo el primer paso, -el del
historiador erudito-, para testificar la correspondencia del documento con su tiempo y su autoría. En
seguida venía el problema arduo y decisivo del conocimiento histórico, el del método o modo para
inducir con la mayor precisión posible los hechos del pasado a partir de las "huellas"; un camino, -
el del dicho al hecho- cargado de dificultades, advertían[26].

El principal problema radicaba, según Langlois y Seignobos, -y de ahí su inconsecuencia sólo


explicable por el a priori epistemológico del que parten-, en no poder observar directamente los
9
acontecimientos del pasado. No reconocen que los hechos, siendo de una sola pieza como señala
Arthur Danto, reciben nuevos atributos provocados por los acontecimientos que se suceden después
de lo acontecido. Que los hechos tienen un peso, un significado al momento de suceder (memoria
vivencial), y pueden adquirir otro, después de sucedidos (memoria histórica). Es lo que haría la
diferencia entre la memoria empírica y la histórica.

Por eso el positivismo o filosofía optimista del progreso adquiere una totalidad pesimista al
momento de establecer el veredicto final acerca de sí la historia es o no una ciencia. Su conclusión
es que el "método histórico" o indirecto, resulta visiblemente inferior al método de observación
directa. Con todo, no renuncian a la posibilidad de acceder a un conocimiento científico del pasado,
equiparable al de la ciencia normal.

Convierten esta expectativa en una especie de imposibilidad ontológica, en la medida en que se


aferran (explicable por el horizonte cultural de su época) a un supuesto epistemológico empirista de
índole psicologista; es decir, se aspira al descubrimiento de la verdad como si se tratara de una suerte
de impresión fotográfica que se produce en la mente del historiador[27]. Se trata desde el cogito
cartesiano de robar, extraer, el secreto de las cosas presentes o pasadas, desde ellas mismas.

No es gratuito que al acercarse al análisis "interno" de los documentos hagan la distinción entre los
"hechos reales" (no disponibles a la mirada inmediata) y su descripción que bajo el efecto de "restos
psicológicos" encubre, impide precisamente observar directamente los hechos. De ahí que por
principio toda huella o relato del pasado haya que ser tomada con reserva, porque su testimonio no
nos entrega, como supuestamente sí lo puede hacer la fotografía, el alma de los individuos, de los
acontecimientos. A lo mucho, cada documento lo que nos entregan es un "signo convencional de la
impresión producida por el hecho en la mente del testigo." El documento no tiene, por tanto, un
valor por sí mismo, ya que no es sino una huella de "operaciones psicológicas". Por tanto, para llegar
del documento al hecho se necesita "reconstruir toda la serie de causas intermedias que han
producido el documento. Hay que representarse toda la serie de los actos efectuados por el autor del
documento a partir del hecho por él observado hasta el manuscrito (o el impreso), que hoy tenemos
a la vista. Esta serie se toma en sentido inverso, empezando por el examen del manuscrito (o del
impreso) para concluir en el hecho pasado[28]".

VII

Este es el programa metodológico que el positivismo del siglo XIX estaría proponiéndonos para
poder ser aceptados como parte del sistema científico. En realidad, su proyecto consistía en
encontrar la forma de fabricar una especie de máquina fotográfica o caja negra capaz de reproducir,
sin alterar, -incluso pasando por encima de las alteraciones psicológicas de los testimoniantes- los
hechos a través de los documentos.

Por eso la tarea empezaba por educar la imaginación de los testigos o historiadores. Para entender
mejor esto conviene tener en cuenta que ellos habían tomado prestada la noción de testigo del
procedimiento seguido en los tribunales, y la habían trasladado a la ciencia bajo la acepción de
observador. Así, de acuerdo a esta lógica, el testimonio documental correspondía al de una
observación. Pero mientras el observador "científico", de acuerdo a esta concepción, opera según
reglas fijas y escribe en un lenguaje riguroso y preciso, el testigo observa sin método y sin rigor. De
ahí que se piense que el testimonio histórico no sea equivalente al protocolo de la observación
científica. Y que se piense que al historiador no le queda más que servirse de referencias defectuosas,
10
viéndose así obligado a eliminar lo que no tiene valor de lo que sí lo tiene. Por otro lado, el hábito
de la crítica siendo no un hecho natural, había que ser inculcado a base de repetir las mismas
operaciones, hasta llegar a doblegar al instinto o inclinación natural a la negligencia o credulidad.

A partir de esta situación entonces había que entrar por el camino del razonamiento analógico y
buscar representarse los estados psicológicos del autor o testigo: ¿qué quiso decir?, ¿si creyó lo que
le dijeron, si tuvo fundamento para creer lo que creyó? etc. Sólo a través de estas operaciones podría
pensarse que el conocimiento del pasado se asemejaría a cualquier operación científica.

El pleito de Langlois y Seignobos se dirige contra la historia erudita o del primer nivel, y abría la
problemática al ámbito de si podemos y hasta que punto conocer el pasado; un deslindamiento que
más tarde tomará la forma de contraposición entre el cronista y el historiador; del "científico" que
cree que basta aislar los hechos de la contaminación psicológica e ideológica del testigo para conocer
el pasado, y del "científico" que aspira a dar cuenta de la complejidad de las acciones humanas a
través de una visión comprensivo-explicativa del pasado.

No creemos que Langlois y Seignobos dieron solución a la forma de plantear los problemas. Sí
utilizaron una especie de coartada que no hizo sino suspender el veredicto sobre el camino seguido
y mantener la esperanza en el futuro de que alguien (probablemente un genio encontraría la clave).
De manera salomónica decidirán que al igual que en la industria en la que impera una división del
trabajo de acuerdo a "capacidades", habrá quienes estén mejor dotados para la erudición y trabajo
monográfico y quiénes lo estén para el análisis y la síntesis histórica. Como en la industria, advierten,
lo que importa es cómo incrementar la producción, cómo mejorar los resultados. "Las ciencias
históricas han llegado al presente a un punto de su evolución en que, trazadas ya las líneas
principales, realizados los capitales descubrimientos, no queda más que precisar los pormenores."

Han arrojado una pretensión de cientificidad imposible para la historia, y sin embargo la mantienen
abierta. Yo creo que dan pié al verdadero escepticismo (cuando una discusión cae en una aporía
irresoluble y sin embargo se sigue trabajando como sí la cuestión hubiese quedado resuelta) cuando
aceptan que con todo y todo no hay garantía de que con la crítica se pueda llegar a probar
fehacientemente cualquier hecho del pasado, de que a lo más se pueden ofrecer probabilidades. La
crítica histórica "no lleva más que a descomponer los documentos en afirmaciones provistas cada
una de una etiqueta acerca de su valor probable". Positivamente sólo se puede llegar a confirmar la
inautenticidad de algún documento. Por el contrario, todavía se sigue pensando que en las ciencias
se alcanzan verdades indiscutibles. En la historia, incluso después de haber reunido varias
observaciones independientes, de haber establecido concordancias respecto al hecho observado no
es suficiente para determinar el hecho, pues se sabe que los hombres acostumbran copiarse unos a
otros, que el mismo relato sirve frecuentemente a varios narradores. Por eso "no es definitiva una
concordancia sino en tanto las afirmaciones que convienen expresan observaciones independientes
unas de otras" y, por otro lado, lo que en realidad viene a constituir los hechos históricos reconocidos
como científicos son "los puntos de concordancia de las afirmaciones divergentes". De ahí que poco
se pueda esperar de la historia para el progreso de las ciencias experimentales. "Relegada por sus
medios indirectos de información a distancia de la realidad, acepta (más bien) las leyes establecidas
por las ciencias que tienen contacto directo con ella[29]."

Así, a la luz de nuestro presente y la revisión terapéutica y constructiva que se ha hecho a lo largo
del siglo XX, podemos observar para terminar, que la discusión epistemológica de la historia llegó
a nuestro siglo agotada, impulsada por una problemática no resuelta, reconocida incluso al interior
11
de la misma tradición positivista, y por lo mismo dando señales -alimentadas por los acontecimientos
que vendrían-, para su superación y/o abandono.

Pero lo que se puso en juego fue algo más que una simple reforma. Se requería otro punto de partida.
A delinearlo y de ahí derivar consecuencias se han enfocado las reflexiones sobre la teoría y
metodología de la historia "después del positivismo".

[1]
Este texto fue preparado en ocasión de la inauguración de la Maestría en Historiografía del Área
de Historia de México de la Universidad Autónoma Metropolitana- Azcapotzalco. Mi
agradecimiento a su coordinadora Edelmira Ramírez Leyva por el interés mostrado para su
publicación. Estoy en deuda también con Alfonso Mendiola de quien recibí comentarios y
sugerencias que me permitieron hacer algunas precisiones y anotaciones a la primera versión.

[2] Esta idea ha sido desarrollada ampliamente para el campo de la historiografía por Michel de
Certeau en su libro La Escritura de la Historia. segunda edición; trad. Jorge López Moctezuma,
México, Universidad Iberoamericana, 1993, pp. 82-97. Ahí nos dice: "Sus métodos (los de la
historia) no consisten más que en procurar objetos "auténticos" al conocimiento; su papel social no
es más el proveer a la sociedad de representaciones globales de su origen. La historia no ocupa más,
como en el siglo XIX, el lugar central organizado por una epistemología que, al perder la realidad
como sustancia ontológica, trataba de encontrarla como fuerza histórica, Zeitgeist, y de permanecer
oculta en el interior del cuerpo social. La historia ya no conserva la función totalizadora que consistía
en sustituir a la filosofía en el oficio de indicar el sentido de las cosas".

[3] Theodor W. Adorno, Improptus. Editorial Laia Barcelona, 1985, p.123.

[4] De acuerdo a Dilthey, "la realidad auténtica la poseemos únicamente en los hechos de conciencia
que se nos dan en la experiencia interna". En A. Gabilondo Pujol, Dilthey: vida, expresión e historia,
Editorial Cincel, Madrid/Bogotá, 1988, p.74. Jürgen Habermas al comentar la obra de Hans-Georg
Gadamer Verdad y Método (Ediciones Sígueme-Salamanca, 1988) señala que, si bien Dilthey logró
superar "la psicología de las expresiones vitales en favor de un análisis de plexos de significados",
permaneció apegado "a la engañosa genialidad de una reproducción -supuestamente capaz de
entenderlo todo- de cualesquiera contenidos de sentido con tal que estén objetivados". Contra "la
anestesización de la reflexión de la histórica y haciendo prevalecer el punto de vista de Hegel,
Gadamer y su neohermenéutica muestra cómo "la restitución de la vida pasada sólo es posible
mediante una reconstrucción de la actualidad a partir del pasado. En vez de una ficticia reproducción
del pasado, tenemos la mediación del pasado con la vida actual, que la reflexión lleva a cabo." Jürgen
Habermas, La Lógica de las Ciencias Sociales, Editorial Tecnos, Madrid, 1988, p.239.

[5] Aquí me remito al trabajo de Richard Rorty, uno de los protagonistas del "giro": La filosofía y
el espejo de la naturaleza. Editorial Cátedra, Madrid, 1989. Rorty atribuye a Wittgenstein,
Heidegger y Dewey el trabajo terapéutico para "abandonar la noción de conocimiento en cuanto
representación exacta, que resulta posible gracias a procesos mentales especiales e inteligible gracias
a una teoría general de la representación". Al prescindir de la idea de "la mente" (como espacio
interior dotada de elementos o procesos que posibilitan el conocimiento) afín a Descartes, Locke y
12
Kant, "vislumbran la posibilidad de una forma de vida intelectual en la que el vocabulario de la
reflexión filosófica heredado del siglo XVII parecería tan fuera de lugar como se lo había parecido
a la Ilustración el vocabulario filosófico del siglo XIII". Dentro de la tradición de la filosofía analítica
Rorty propone que esta línea es una "variante que se caracteriza principalmente por considerar que
la representación es lingüística más que mental, y que la filosofía del lenguaje, más que "crítica
trascendental" o psicología, es la disciplina que presenta los "fundamentos del conocimiento". Y
concluye: "la imagen (más que una proposición comprobada) que mantiene cautiva a la filosofía
tradicional es la de la mente como un gran espejo, que contiene representaciones diversas -algunas
exactas y otras no- y se puede estudiar con métodos puros, no empíricos. Sin la idea de la mente
como espejo, no se habría abierto paso la noción del conocimiento como representación exacta". pp.
15-21. Obviamente hay que hacer mención del libro de John R. Searle: Actos de habla. Ensayo de
filosofía del lenguaje. Ediciones Cátedra, Madrid, 1980.

[6] Aquí resulta pertinente e interesante hacer mención del mismo problema que se presentó en el
campo de la producción artística. Eva Karcher en su excelente texto sobre el pintor Otto Dix, señala
como el término "objetivismo" se convirtió en un término polisémico, y en la fase de estabilización
económica, entre 1925 y 1929, en Alemania, por objetivismo se entendió como "el derecho a una
neutralidad de valores. El valor "objetivo" del dinero, como consecuencia de la evolución material,
pasó a ser una norma neutral de comunicación individuo-sociedad". por otro lado, para explicitar el
carácter social del "culto al objetivismo", y las implicaciones en las formas de la "textualidad"
vuelvo a citarla: "Los años veinte, por el contrario, con su dogma del objetivismo y su pretensión de
una neutralidad de valores convirtieron en finalidad una disponibilidad semejante de los medios
sirviéndose con frecuencia de todas las formas y técnicas posibles, a veces sin diferenciarlas y
simultáneamente. Los préstamos formales que utilizaron eran citas; y por ese motivo, carentes de
substancia en relación al texto primitivo. La característica principal de esta afición a la cita en la
época de la postguerra reside en la redundancia de las citas de objeto de consumo utilizadas para la
representación de sí mismo. Desprovistos de su fuerza simbólica, los atributos han quedado
reducidos a su carácter de cosas". Eva Karcher, Otto Dix, 1891-1969, Benedikt Taschen Verlag,
Köln, 1992. pp. 7 y 155. Para ejemplificar el "naturalismo" seguido en la historiografía presento una
cita del historiador francés H. Taine presentada por Ernst Cassirer, el autor de la Filosofía de las
Formas Simbólicas: en su introducción a la Filosofía del Arte publicada en Francia en 1917 nos dice
Taine: "El método moderno que yo sigo y que comienza ahora a penetrar en todas las ciencias
naturales, consiste en considerar las obras humanas... como hechos y productos cuyas propiedades
hay que mostrar y cuyas causas hay que investigar. Considerada en esta forma, la ciencia no tiene
que justificar ni condenar. Las ciencias morales tienen que proceder del mismo modo que la
botánica, que estudia con el mismo interés el naranjo y el laurel, el pino y la haya. No son otra cosa
que una especie de botánica aplicada, sólo que, en lugar de tratar con plantas, tiene que tratar con
las obras de los hombres. Este es el movimiento general con el cual se van aproximando en la
actualidad las ciencias morales y las ciencias naturales y por el que las primeras alcanzarán la misma
certeza y realizarán el mismo progreso que las segundas." En Ernst Cassirer: Antropología filosófica,
Fondo de Cultura Económica (Colección Popular 41), México, 1993 (Décimoquinta impresión), pp.
282-3.

[7] Categorías analíticas desarrolladas por Reinhart Koselleck para la determinación de los tiempos
históricos en su libro Futuro Pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Paidós Básica,
Barcelona, 1993. En especial véase el capítulo 14, pp. 333-357.

13
[8] Esta idea también es desarrollada por Habermas cuando señala que conforme se ensancha "la
conciencia histórica" (producto del producto de los historiadores) quiere decir que "las tradiciones
vivas" se debilitan. En ese sentido las ciencias históricas "emancipan" al sujeto moderno de "la
coerción cuasi-natural ejercida por las tradiciones que gobernaban su comportamiento. Al relativizar
globalmente la historia que en cada caso abordan y al objetualizar también la historia en conjunto
en un pluralismo de civilizaciones, las ciencias históricas generan una nueva distancia. En este
aspecto el historicismo marca la disolución de la unidad de historia viva e historiografía, es decir, la
neutralización del proceso histórico vivido como tradición operante". J. Habermas, Op cit. pp. 97-
8.

[9] Aquí me guío fundamentalmente por el trabajo de Arthur C. Danto: Historia y Narración.
Ensayos de filosofía analítica de la historia. Paidós/ I.C.E.-U.A.B., Barcelona, 1989.

[10] Para el caso alemán, Reinhart Koselleck ha hecho con mucho detalle el análisis semántico del
desdoblamiento del término Historia. En Futuro Pasado, op. cit. pp. 49-66.

[11] Esta idea ya había sido desarrollada por Karl Popper en su libro La miseria del historicismo,
Alianza Taurus, Madrid, 1961.

[12] J. W. Goethe, Fausto y Werther, Editorial Porrúa (Colección "Sepan cuántos..."), México, 1992,
(Décimocuarta edición), pp. 21-2. El subrayado es mío.

[13] Un sistema de pensamiento y comunicación permeado por lo religioso, lentamente se separa,


vía la escritura y convenciones que la hagan visible; separación que se acrecienta hasta llegar al
siglo XX cuyo código de autocomprensión ya no es religioso sino científico. Se multiplican las
verdades en competencia. En este largo periodo vemos surgir diferenciación al interior de la
teología, de las religiones dentro del marco de la cristiandad, y al interior de la ciencia: saber médico,
histórico, literario, antropológico... cada rama luchando por constituir su legitimidad, y los filósofos
en su tanto por restaurar o descubrir su unidad sobre una base no teológica o figurativa sino sobre
la única base de la "razón". Cfr. Michel de Certeau, La Escritura de la Historia, Op. cit. Véase en
especial el capítulo III y IV.

[14] Para profundizar estas ideas se ha de revisar necesariamente el libro de Koselleck antes citado
Futuro Pasado.

[15] Como queda claro en el trabajo de Alfonso Mendiola y Norma Durán al reconstruir el contexto
para una lectura verosímil del relato sobre la caída de Tenochtilán de la Monarquía Indiana de
Torquemada. "La caída de Tenochtitlan: ¿Un relato verídico o un relato de ficción?" en Revista
Historia y Grafía, 2 Universidad iberoamericana/Departamento de historia, México, 1994, pp. 53-
79.

[16] Hayden White: Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México,
F.C.E., 1992.

[17] A este respecto, habría que otorgarle el crédito a Max Weber como uno de los que en el campo
de la historia viene a poner orden a la discusión "metodológica", cuyo heredero inmediato más ilustre
es Dilthey. Cfr. Luis F. Aguilar Villanueva: Weber: La idea de ciencia social, dos volúmenes,
México, Porrúa/UNAM-Coordinación de Humanidades, 1988. Como lo deja ver este trabajo Weber
14
abrió las líneas de resolución de un problema que se buscaba resolver desde un psicologismo
epistemológico. Véase también Wolfgang Mommsen: Max Weber: Sociedad, política e historia.
Barcelona, Editorial Alfa, 1981.

[18] C.V. Langlois y C. Seignobos: Introducción a los estudios históricos. Buenos Aires, Editorial
La Pléyade, 1972.

[19] Es algo que nos recuerda el historiógrafo italiano Arnaldo Momigliano al señalar que todo el
método histórico moderno se funda en la distinción "entre autoridades originales y derivativas".
Citado en John Kenyon: The history men. The classic work on historians and their history, London,
Weindefeldand Nicolson (segunda edición), 1993, pp.7-8.

[20] La búsqueda de la verdad de lo sucedido vía el documento se remonta a Francia en el siglo


XVII y tiene lugar en el marco de disputas originadas en el seno de la Iglesia católica postridentina.
En términos de mentalidad, dejar de creer que la única fuente de verdad sobre el pasado y el futuro
radica en las escrituras sagradas, implica un proceso de secularización pues implica remitirse ahora
a pruebas documentales que hay que fundamentar como referidas a lo real-verídico y no sólo creíble.
La disputa entre jesuitas y jansenistas, enmarcada por el surgimiento de una "república de las letras"
o de los eruditos, tomó cuerpo en la historia con la confrontación entre el abad benedictino Jean
Mabillon y el jesuita Daniel van Papenbroeck a propósito del Acta Sanctorum o Martirologio
cristiano, cuya depuración -con base en documentación auténtica y fidedigna- se propuso este
último. Así surge la crítica documental como una especie de tribunal orientado a discernir lo cierto
de lo inventado (200 años antes durante el Concilio de Basilea (1431) se discutió sobre las bases en
las que recaía la legitimidad de los poderes seculares y no sólo espirituales del papado. El Cardenal
Nicolás de Cusa argumentó que hasta entonces el poder secular de la Iglesia se basaba en el
nombramiento del Papa como Sacro Emperador Romano referido al documento La Donación de
Constantino, por el que supuestamente Constantino el Grande (s. IV) habría dividido al Imperio
Romano del Bizantino. El cardenal mostraría la inautencidad del documento al descubrir una serie
de anacronismos, como el de ver que las ideas y el estilo utilizado no correspondía a los del siglo
IV. Poco después, su secretario Lorenzo de Valla desarrolló el argumento y lo convirtió en un tratado
De Donatio, trasladando el argumento a favor del rey Alfonso I, rey de Aragón, Sicilia y Nápoles,
y con ello buscar restarle poder al Papa sobre dichos reinos. Actualmente se cree que el documento
fue elaborado alrededor del año 760 cuando el Papa Pablo I pretendía cortar vínculos con las
autoridades iconoclastas del imperio Bizantino).

[21] Langlois y Seignobos, Op. cit. p. 53.

[22] Michel Foucault: La verdad y las formas jurídicas, México, Gedisa, 1983, p. 17.

[23] Citado en Boris Schneider, Einführung in die neuere Geschichte, Verlag W. Kohlhammer,
Stuttgart, 1974, p. 63.

[24] Ahora, incluso en el campo de las ciencias duras sabemos que lo "empírico" se entiende como
una noción construida relativa a aquello que una sociedad está dispuesta a creer como real, pero
cuyo conocimiento (de lo real, se supone) está mediado por el lenguaje, está impresa en los circuitos
de actos comunicativos; pero no era así todavía a fines del siglo XIX.

[25] Langlois y Seignobos, Op. cit. p. 49.


15
[26] No advertían como bien lo ha mostrado Alfonso Mendiola que el problema radicaba en la
respuesta a una pregunta: ¿Qué son o dicen las fuentes? Véase su Antología Introducción al
análisis de las fuentes, (Antologías Universitarias n. 2), Universidad
Iberoamericana/Departamento de Historia, 1994.

[27] Casi no hay duda de que la aparición de la máquina fotográfica vino a alimentar fuertemente
esta ilusión. Al respecto véase el excelente ensayo de John Berger "Usos de la fotografía", en su
libro Mirar, Madrid, Hermann Blume, 1987, pp. 51-63.

[28] Langlois y Seignobos, Op. cit. p. 51. A la luz de la discusión actual, bien ha observado Alfonso
Mendiola: ¿hasta dónde todo el trabajo del positivismo fue convertir "todo" documento en enunciado
referencial, y olvidó las otras formas comunicativas inscritas en el mismo?

[29] Langlois y Seignobos, Op. cit. pp. 90, 145, 149 y 155.

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