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Novela 2 1

TEXTO SIN EDITAR NI CORREGIR. ESTÁ PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN Y DIVULGACIÓN NI TOTAL NI PARCIALMENTE DE ESTA OBRA

BREVES ANTECEDENTES DE HECHO

En 1868, tras la revolución gloriosa, es destronada Isabel II, dando así


por concluida momentáneamente la dinastía de los Borbones como
reyes de España.
Los revolucionarios, bajo la influencia del general Prim, eligen
como modelo de Estado la monarquía democrática, encarnada en un
nuevo rey elegido al efecto, Amadeo I de Saboya, en 1871.
Pero el asesinato de Prim, la víspera de la entrada de este rey en
España, marcará su corto reinado, de solo dos años.
Abandonado por todos, el rey asume su incapacidad para llevar las
riendas del país y decide abdicar.
Ese era el momento que los partidos republicanos estaban espe-
rando. Al día siguiente de la abdicación, el 11 de febrero de 1873, tras
arduas discusiones, consiguen convencer a las Cortes para que estas
proclamen formalmente a España como una República federal.
Los sueños de libertad, igualdad y progreso son el ideal perseguido,
pero la República está muy lejos de tener la estabilidad política, eco-
nómica y social necesaria para llevarlos a buen término.
Las tensiones y luchas internas debilitan a los republicanos, dividi-
dos en tres grupos.
Los moderados son el sector mayoritario, primando entre ellos la
idea de que hay que construir la federación desde la cúspide, para lo
cual es necesario redactar una Constitución laica, progresista y liberal,
que cree los Estados legalmente, como primer paso en la construcción
de la República.
Frente a estos, los intransigentes, que quieren constituir cantones
inmediatamente, para así construir el país desde la base. También bus-
can la Constitución federal, pero basada en cantones, y temen que
nunca llegue a promulgarse.
Contrarios a estos dos grupos, los unitarios, que defienden una
República centralista, sin Estados federados.
A todos ellos se les enfrentan los monárquicos isabelinos, que abo-
gan por restaurar la monarquía borbónica en la persona del futuro
Alfonso XII, y los beligerantes monárquicos carlistas, que luchan des-
de hace años por otra rama de los Borbones.
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La interminable guerra de Cuba, el retraso social y cultural del país,


y algunos generales del ejército, dueños también del poder económico,
serán el resto de enemigos con los que se tendrá que batir la República.
Toda esta explosiva situación hará surgir personajes heroicos, idea-
listas, valientes y nobles, con un punto de locura en la defensa de sus
ideales que los hará irresistibles para unos, y un peligro que hay que
eliminar a toda costa para otros.
La historia del cantonalista Antonete Gálvez, el murciano em-
blemático que supo organizar, mantener y defender el cantón en
Cartagena durante seis meses, es una de las más increíbles aventuras
del siglo xix.
En el transcurso de esta novela, los personajes que he creado com-
partirán momentos decisivos en la historia de la Primera República y
del Cantón Murciano con los verdaderos personajes históricos.
Aunque he intentado ser lo más fiel posible al discurrir verdadero
de los hechos, me he tomado la libertad de modificar algunos de ellos,
moldeándolos a las necesidades dramáticas de la historia, sin cambiar
los resultados básicos de lo acontecido.
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1. UNA INVITACIÓN INESPERADA

Madrid, viernes 18 de abril de 1873.


Despacho de Arturo Buendía

–No tenga duda de la calidad de nuestro producto, señor Buendía.


Mucho mejor que el de los Fuster –aseguró Cesáreo Rubio–. Sepa
usted que nuestro pimentón, al igual que el resto de nuestras especias,
está elaborado con la mejor de las calidades, fruto de una singular
variedad de pimientos cultivados en la inigualable huerta murciana,
secados perfectamente gracias al inagotable sol de mi tierra, para luego
ser molidos en la noria que nuestra familia ha poseído durante gene-
raciones a la orilla del Segura. Todo artesanal, nada de maquinarias ni
procesos modernos, como hacen ahora los Fuster –añadió con un ges-
to de desdén–. Solo así se logra conservar todo el aroma del verdadero
pimentón dulce, el mismo que nuestras abuelas usaban en sus guisos,
y del cual usted seguro que recordará el sabor. Y con nuestras conser-
vas pasa lo mismo: ¡son de lo más selecto! –concluyó sin percatarse de
la mirada divertida que su hijo Mario le había dedicado al escuchar las
medias mentiras lanzadas por su padre, y el tono poético con el que
las envolvía.
Mario recordó que el molino estaba muy lejos de haber pertene-
cido a su familia durante generaciones, dado que su padre aún estaba
pagando el crédito que había conseguido para poder comprar aquella
ruina a un primo lejano, y si no había más maquinaria en la factoría
solo era porque no tenían el suficiente capital para comprarla, ya que
las constantes reformas se comían buena parte de las ganancias.
A pesar de todo, tuvo que reconocer que, en realidad, su pimentón
no tenía nada que envidiar al de los Fuster, aunque su cuota de mer-
cado sí.
Esa era la razón principal de aquel primer viaje a Madrid.
Cesáreo no estaba muy convencido de emprender aquella aventura
comercial, pues no compartía la idea de Mario de ampliar el reparto
más allá de las vecinas provincias de Albacete y Alicante, pero el empu-
je de los veinticinco años de su hijo, y la vehemencia habitual de este,
habían logrado convencerlo.
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Además, así lo alejaría de aquel demonio de Gálvez, que desde que


se proclamó la República, volvía a obnubilar con su palabrería a espí-
ritus ardientes como el suyo.
Mario ya se había dejado involucrar varias veces en sus locuras re-
volucionarias, y si no tenían que haber lamentado daños mayores ha-
bía sido por pura fortuna.
Cuanto más centrado estuviera en el negocio, menos oportu-
nidades tendría ese desquiciado de volver a conducirlo hacia la per-
dición.
A pesar de sus intereses en la política, el joven había tenido tiempo
de convertirse en el alma de la factoría, gracias a su ímpetu y energía.
Cesáreo, que en el fondo admiraba y envidiaba aquella forma de
ser resolutiva e impulsiva en la misma medida en que la temía, poco a
poco, y de una manera natural, estaba cediendo el testigo a su hijo, y
compartía con él la dirección de los negocios.
Sin embargo, antes de partir, Cesáreo le había advertido seriamen-
te de que la batuta en los tratos que pudieran surgir la llevaría él, por lo
que Mario había optado por quedarse en un discreto segundo plano,
muy a su pesar.
–No lo dudo, señor Rubio –replicó Arturo Buendía a la perorata de
Cesáreo. Buendía era uno de los más pujantes mayoristas alimentarios
de Madrid, con fama de estar especializado en las tiendas de la zona
noble de la ciudad–, pero Abelardo Fuster es nuestro proveedor de
confianza de este tipo de productos –continuó el comerciante–, y sus
pimientos también nacen en la huerta de Murcia, son secados por el
mismo sol, y se muelen gracias a la fuerza de la misma agua. Además,
sus conservas son muy apreciadas por mi clientela, no lo dude.
–Observe que el precio que le estoy proponiendo es un regalo, se-
ñor Buendía –replicó Cesáreo, que sabía que las reticencias del comer-
ciante estaban dirigidas a obtener una cantidad todavía más baja–.
Y además, no tiene porqué prescindir de Fuster. Simplemente oferte a
sus clientes productos de ambas casas y que comparen precio y calidad
–añadió.
–Lo exponga usted como lo exponga, señor Rubio, eso sería crear
un conflicto entre un proveedor de años y un servidor –contestó
Buendía con su voz nasal–. Creo que no me compensaría enemis-
tarme con don Abelardo, un buen amigo, por unas pocas pesetas…
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Sin embargo… –dijo el comerciante dejando en el aire el siguiente


comentario.
–¿Sí, señor Buendía? –preguntó Cesáreo que, aunque intentaba pa-
recer impertérrito, dejaba entrever su expectación, algo que no había
pasado desapercibido para el ladino comerciante.
–Decía que, sin embargo, si ustedes asumieran una parte impor-
tante del montante por el impuesto de consumos… digamos el ochen-
ta por ciento… eso ya sería otra cosa –propuso Buendía.
Cesáreo y Mario se quedaron perplejos ante la desfachatez de la
propuesta del madrileño.
–Esa condición es de todo punto inaceptable, como usted com-
prenderá –dijo Cesáreo con un tono de voz calmado.
–Entienda que no voy a arriesgar mi amistad por nada –replicó
Buendía.
–Seguro que hay algún otro punto en el que podamos llegar a al-
gún acuerdo, solo es cuestión de buscarlo –dijo Cesáreo intentando
poner su mejor sonrisa.
–Tómelo como un descuento por volumen de compras. En el fon-
do, es lo que sería –insistió Buendía.
–Estoy seguro de que podemos llegar a un arreglo en cuanto a des-
cuentos por grandes compras, pero entienda que…
Mario dejó de escuchar a su padre. Lo conocía muy bien y sabía
que, de seguir la conversación por esos derroteros, acabaría cediendo
ante aquel usurero. No podía permitirlo. Bastante le había bajado el
precio ya. Si seguía transigiendo, el beneficio sería tan nimio que no
les daría ni para pagar los costes del transporte.
–No podemos ofrecerle eso, señor Buendía –intervino Mario en
un tono firme, ante la sorpresa del comerciante madrileño, y la mirada
de contención de su padre.
–Mario… –dijo Cesáreo temeroso de la posible reacción impetuo-
sa de su hijo.
–No, padre, sabe usted que nos es imposible ceder más –contestó
Mario con una entonación más calmada, comprendiendo los temores
de Cesáreo.
El joven observó a Buendía durante un segundo, advirtiendo en
él un regocijo interior que solo podía proceder del placer que le había
producido ver la escena de desencuentro entre padre e hijo.
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Mario decidió en un instante que, si aquella rata quería jugar con


ellos, él debería ser el gato, por lo que decidió ir a por todas con todas
las consecuencias.
–Hijo, tengo que estudiar las cifras, pero seguro que… –Cesáreo no
pudo continuar hablando, pues fue interrumpido de nuevo por Mario.
–Padre, si accedemos, los clientes de Valencia, Castellón y Barcelo-
na exigirán lo mismo –mintió Mario sin asomo de rubor, pues jamás
habían vendido nada en esas ciudades–, y sabe usted que nuestra mar-
ca está funcionando muy bien allí. Si se enteraran del trato de favor
hacia Madrid… En fin, creo que los perderíamos –añadió intentando
poner su mejor cara de inocencia, ante el silencio forzosamente cóm-
plice de su padre.
–Venden ustedes mucho por todo el levante, por lo que veo –dijo
Buendía con una entonación no exenta de suspicacia e incredulidad.
–Estamos empezando, como aquí –replicó Mario con total segu-
ridad–. Intentamos introducirnos en toda la zona este del país, y los
clientes se han mostrado muy contentos hasta ahora. Nuestros agentes
comerciales –continuó Mario aumentando la bola– nos refieren que
los primeros compradores se sienten muy satisfechos con la reacción
de las señoras que han probado nuestros productos. Tal y como le ha
dicho mi padre, la modernidad y el desarrollo a veces es bueno, y yo
soy firme defensor de este, como no puede ser de otra manera en un
republicano convencido como yo, pero en lo tocante a la alimenta-
ción me declaro conservador, pues todo el mundo prefiere los sabores
originales. Coincidirá al menos en eso con nosotros, ¿no es así, señor
Buendía? –preguntó sin atisbo de sonrojo, con una templanza que
hizo dudar a este, y hasta a su propio padre.
–Sin duda, joven, pero permítame que le diga… –intentó inte-
rrumpir Buendía al joven, sin éxito.
–Lo siento, pero bajo esas condiciones tendremos que buscar otro
mayorista para la capital –dijo Mario sin darle opción a réplica al
madrileño, mientras su padre daba ya por perdida la oportunidad de
acceder a lo más selecto de Madrid–. Tengo entendido que el señor
Estébanez se dedica también a la venta al por mayor. Seguramente
estará interesado en tener en exclusiva nuestros condimentos y el resto
de los productos y conservas de nuestra casa –añadió levantándose dig-
namente y agarrando a su padre del brazo para que hiciera lo propio.
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–Espere, espere… –dijo Buendía desarbolado por la exultante


seguridad que emanaba de ese joven y, sobre todo, por la mención
explícita a Rogelio Estébanez, su mayor competidor–. Hablando se
entiende la gente, ¿no cree? Por favor, tomen asiento y sigamos ha-
blando –propuso.
Ese era el momento que había estado esperando Mario. Ahora po-
dría negociar unas condiciones más favorables que las que habría acep-
tado su padre.
Sin embargo, no tuvo oportunidad de empezar la negociación,
pues en ese mismo instante alguien tocó a la puerta del despacho.
Se trataba del secretario personal de Buendía, que asomó primero
su prominente nariz, para luego introducir lentamente la cabeza, sin
dar opción al resto de su cuerpo a entrar en el despacho.
–Con su permiso, señor Buendía –dijo el empleado, que no tenía
reparo en mostrar unas maneras exageradamente serviles ante su amo.
–¿Qué quiere, Mínguez? –preguntó el comerciante escupiendo las
palabras, como hacía cuando algo no estaba yendo como a él le hubie-
ra gustado.
Pensaba que aquellos provincianos serían una pieza más fácil, pero
no había contado con el irreverente hijo del pusilánime fabricante de
especias y conservas.
–El coronel Indalecio García-Valls ha llegado, señor –contestó
Mínguez a su patrón.
Un destello llegó a los ojos de Cesáreo al escuchar aquel nombre,
devolviéndolo a la realidad, después de que la actuación de su hijo le
hubiera hecho abstraerse unos momentos.
–¿Indalecio García-Valls? –preguntó el maduro productor de espe-
cias, sorprendiendo al resto de los ocupantes de la sala.
–Así es –respondió Buendía–. ¿Lo conoce?
–¡Por supuesto! ¡Fue uno de mis mejores amigos de juventud! –ex-
clamó–. Aunque no sé si me recordará –añadió con un deje de melan-
colía–, han transcurrido más de treinta años desde que nos vimos por
última vez.
–Comprobémoslo –propuso Buendía, que no quería dejar escapar
la buena pieza que ya tenía casi asegurada hasta que Mario entró como
un toro en la negociación–. Mínguez, no se quede ahí parado y haga
pasar al coronel –ordenó.
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Transcurridos unos segundos, un hombre de unos cincuenta y tan-


tos años, la misma edad que Cesáreo, entró en la sala.
Lucía unos bigotes que sobresalían a ambos extremos de la fina
cara, y que enmarcaban una tupida perilla algo canosa y acabada en
punta. El pelo comenzaba a ralear, pero por lo demás conservaba un
aspecto juvenil, resaltado por la delgadez de su cuerpo, que contrasta-
ba con la rechonchez de Cesáreo vistos uno al lado del otro.
Iba vestido con un elegante traje de color azul marino oscuro, con
chaleco, y un pañuelo anudado al cuello, muy a la moda. Portaba en
la mano un sombrero de copa baja que se había quitado al entrar, y la
larga levita del traje se encontraba desabotonada.
–¡Qué calor hace hoy, Buendía! –exclamó nada más entrar al des-
pacho del comerciante. De pronto cayó en la cuenta de que no estaban
solos en la estancia–. Perdón, no sabía que estabas acompañado –dijo
justo antes de quedarse mirando a Cesáreo fijamente–. ¿Puede ser us-
ted Cesáreo Rubio? –preguntó incrédulo.
–¡Indalecio! –replicó el aludido con una alta dosis de alegría im-
pregnada en sus palabras.
Ambos hombres se abrazaron entre risas, casi olvidándose de que
estaban en presencia de otras personas, como si aquellos treinta años
sin verse no hubieran significado nada. Después, dejaron sus manos
apoyadas cada uno en los hombros del otro, como queriendo mante-
ner el abrazo.
–¡Qué alegría! ¡Cuánto tiempo! –exclamó el militar con total sin-
ceridad.
–¡Yo también me alegro de verte! ¡Coronel, nada menos! –exclamó
con orgullo de amigo.
–¡Así es! –contestó ya más repuesto de la sorpresa inicial–. ¡Los car-
listas tienen la culpa! –añadió entre risas.
–¿Te han hecho batallar mucho? –preguntó Cesáreo en un tono
más serio.
–Sí, la verdad…, es la vida de soldado –añadió sin darle más im-
portancia.
–No he sabido nada de ti desde que dejaste Murcia. ¿Dónde has
estado estos treinta años? –preguntó Cesáreo.
–¡Me fui a América, amigo mío! –exclamó despertando admira-
ción en su compañero de juventud–. Estuve en México, a las órdenes
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de Prim, cuando lo del emperador Maximiliano, y luego unos años en


Cuba, combatiendo a los rebeldes. Lo último han sido los carlistas de
Cataluña. El general Martínez Campos tuvo a bien ascenderme a co-
ronel tras esa campaña –dijo el militar a modo de resumen–. ¿No está
mal para un chico de provincias? –preguntó sin esperar respuesta–. ¿Y
tú qué te cuentas? ¿Cómo te ha tratado la vida?
–Lo mío ha sido más tranquilo. Me he dedicado a los negocios.
Precisamente por eso estamos aquí mi hijo y yo.
–¿Este joven es tu hijo? –preguntó el coronel.
–Así es. Se llama Mario –dijo Cesáreo presentándolo al militar.
–Encantado de conocerle, coronel –dijo Mario mientras estrecha-
ba con energía la nudosa, delgada, pero fuerte mano de García-Valls.
–Igualmente. ¿Estaban siendo bien tratados por el bueno de don
Arturo? –preguntó el militar al hijo de su amigo, sin esperar una res-
puesta sincera.
–No habíamos empezado con muy buen pie, ciertamente, pero
creo que estábamos a punto de comenzar a entendernos –dijo Mario
para sorpresa de García-Valls y disgusto de Buendía, que recibió ese
comentario como un puñetazo en el estómago, al deducir del tono de
Mario que este había intentado manejarle como a un pelele, y él ni
siquiera se había dado cuenta.
Ese imbécil no sabía con quién se estaba jugando los cuartos, pensó
Buendía.
Cesáreo, consciente de las enemistades que su hijo era capaz de
granjearse en menos que cantaba un gallo, intentó calmar la situación.
–¡No, no, no, no! El señor Buendía solo miraba por el buen discu-
rrir de sus negocios, como es natural. Es un excelente comerciante, sin
duda –dijo, ante la mirada inquisitiva del coronel.
–¡Más le vale! –exclamó el militar con despreocupación–. De eso
depende en parte mi propio beneficio, dado que el señor Buendía y yo
somos socios –informó.
–¡Oh! ¡Qué feliz casualidad! ¡Tú dedicado al comercio! –exclamó
Cesáreo.
–Ya ves Cesáreo, los militares tenemos que cubrirnos las espaldas.
Nunca se sabe. Hoy estás aquí y mañana desterrado. Así es nuestra
vida –dijo el coronel abriendo las manos–. Y como el general Serrano
ya tenía copadas las inversiones en ferrocarriles, yo me he decantado
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por el mundo del comercio, entre otros negocios de provecho, claro


está –dijo entre medias sonrisas.
–Me alegro muchísimo de que las cosas te vayan tan bien –afirmó
Cesáreo con sinceridad–. Ya de joven se veía que prosperarías, pero
nunca llegué a imaginar que tanto.
–Ni yo, Cesáreo, ni yo –afirmó el militar–. Pero ya que estamos
entre caballeros –continuó–, me permitiré hablarles con franqueza, y
confiarles mi secreto –dijo añadiendo intriga a la escena–. En más de
una batalla he visto la muerte muy de cerca, pero jamás retrocedí. Y
he tenido la inmensa fortuna de no recibir ni tan siquiera un balazo en
pago a mi osadía. Por tanto, dado que estoy donde estoy gracias a la
suerte y a que le he echado huevos, he llegado a la conclusión de que…
¡la vida es cuestión de tener una suerte de cojones!
Tras la bravata del coronel todos rieron a gusto, excepto Buendía,
que se limitaba a hacerlo entre dientes, mientras notaba cómo el res-
quemor contra Mario no se había atenuado con la historia del militar.
–Por lo que veo, también ha sido una suerte que llegara en este
momento a hablar con mi socio, ya que así creo que facilitaré que
podáis hacer negocios con nosotros –afirmó García-Valls mirando a
Buendía.
–Por supuesto, coronel –afirmó con frialdad el comerciante, que
sabía que debía gran parte de su fortuna y de su futuro a que su rela-
ción comercial con el militar no sufriera ningún percance.
–Estaré encantado de hacer negocios contigo, Indalecio –dijo
Cesáreo sin nombrar para nada a Buendía, pletórico como estaba con
el discurrir de los acontecimientos.
–Y muy provechosos serán, te lo aseguro –dijo el coronel con
cierto tono de maldad en sus palabras–. Tengo mano para evitar el im-
puesto de consumos –añadió en un tono confidencial, a pesar de que
no había nadie en el despacho ajeno a ellos–. Las cosas de los cuarteles,
ya sabes. Se necesitan productos para el ejército, porque los soldados
comen igual que el resto de los mortales, y Hacienda no tiene incon-
veniente en que ciertos proveedores de confianza tengan vía libre si el
pedido es militar –aseguró el coronel reconociendo la corruptela sin
asomo de vergüenza–. El señor Buendía sabe dónde tiene que acudir
en mi nombre, tú no te preocupes por nada. Conmigo te van a ir
muy bien las cosas –sentenció ante la cara de felicidad del fabricante
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de especias–. De algo me tiene que valer haberme jugado la vida por


España, ¿no te parece, querido Cesáreo?
–Por supuesto, Indalecio –dijo el murciano jovialmente–. Yo ya
estoy deseando comenzar a trabajar contigo y con el señor Buendía.
–¡Entonces todos felices! –exclamó el coronel.
Sin embargo, no todos estaban tan pletóricos. Solo Buendía, mien-
tras maldecía internamente la poca discreción del coronel, percibió
que en la cara de Mario no se reflejaba toda la alegría que emanaba del
rostro de su padre.
El joven no estaba a gusto haciendo tratos con militares corruptos.
Nunca había sido un muchacho inocente, y sabía que la práctica to-
talidad de ellos, así como los altos funcionarios, utilizaban sus cargos
de una manera o de otra en beneficio propio, pero verlo en primera
persona le asqueó.
Él había jaleado en las calles de Murcia la proclamación de la
República, junto a su admirado Antonete. Se suponía que el nuevo
Estado acabaría con estas corruptelas. El pueblo debía ser lo primero.
Para eso se había depuesto a la corrupta monarquía.
Por supuesto, Mario estaba totalmente en contra del impuesto de
consumos, una carga injusta, que gravaba al pueblo llano, pero aque-
llo que estaba proponiendo el coronel era todavía peor, puesto que se
detraía el dinero necesario para el Estado, beneficiando con ello sola-
mente sus propios bolsillos, lo que redundaría, como era la costumbre,
en un mayor esfuerzo fiscal de la gente más humilde.
Observar el descaro y la impunidad con la que los mismos de siem-
pre utilizaban los resortes de poder para lucrarse a costa del bien co-
mún estaba produciéndole náuseas.
Comprobar, además, que Buendía había tratado de timarles más
allá de lo que había imaginado, le enervaba, aunque por respeto a su
padre, y a la amistad que lo unía a aquel militar, contuvo sus pensa-
mientos y sus ansias de romperle la cara al comerciante.
–¡Esto hay que celebrarlo! –exclamó el coronel–. Y ya sé cómo
–anunció–. Cesáreo, tú y tu hijo os vais a pasar por mi casa mañana
por la noche. Doy una fiesta, para celebrar el futuro compromiso ma-
trimonial de mi hija Lucía, y me gustaría muchísimo que asistierais.
La proposición pilló por sorpresa a padre e hijo, que no supieron
qué contestar.
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–Sí, sí, no me mires con esa cara, Cesáreo. No has sido tú el único que
ha tenido hijos –dijo el militar sin dejarlo replicar sobre su invitación
a la fiesta–. Lucía es mi mayor tesoro, querido amigo. Tiene veintiún
años, y le hemos conseguido un marido con mucho futuro en el esca-
lafón militar. Estoy seguro de que llegará a general –añadió con orgu-
llo–. Luego está Cancio, mi hijo menor –agregó con un tono de re-
signación–. He intentado hacer carrera de él, pero me ha salido un
crápula. A sus diecinueve años, aún no tiene claro a qué se quiere
dedicar –dijo con pesadumbre–. Después de la boda de su hermana
lo voy a meter en el ejército. ¡Qué suerte has tenido tú, Cesáreo! –dijo
señalando a Mario.
–¿Eh? –exclamó Cesáreo aún pensando en cómo rechazar la oferta
de su amigo respecto a la fiesta sin parecer desconsiderado.
–¡Con tu hijo! –exclamó el militar–. Se nota a la legua que es un
hombre hecho y derecho. Simplemente dándole la mano ya se nota
que es echado para adelante –agregó.
–Sí, sí, por supuesto. Es muy buen muchacho, y me ayuda mucho
en los negocios –aseguró Cesáreo mirando a Mario con orgullo de
padre, aunque la sonrisa que le devolvió la cara del joven no mostraba
mucha alegría.
Sin embargo, el coronel parecía observar a padre e hijo casi con
envidia.
–Lo dicho entonces. Os espero en mi casa a las ocho –dijo de pron-
to, casi ordenándolo–. Calle de la Cruz, la casona que hay al lado del
puesto de prensa –informó–. Yo lamentablemente me tengo que ir ya.
El general Martínez Campos me está esperando. ¡Qué alegría haberte
encontrado, Cesáreo! –exclamó el coronel.
–Indalecio, yo te agradezco muchísimo la invitación –se atrevió
a decir el murciano–, y te felicito de corazón por el enlace de tu hija,
pero… no hemos viajado preparados para una fiesta de etiqueta –dijo
con cierto pesar el fabricante de especias.
El coronel se quedó pensando un momento.
–No había pensado en eso… a ver… ¡Arturo! –exclamó con tono
marcial–. ¿Tú no tienes un amigo sastre que alquila fracs?
–Sí, así es –aseguró Buendía con desgana, pues se encontraba como
ausente hacía rato–. Severino Serna. Está aquí cerca. Puedo mandar a
Mínguez para que los acompañe.
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–¡Solucionado pues! –exclamó el coronel–. Ahora me tengo que


marchar –dijo antes de dirigirse a su socio–. ¿Mínguez tiene prepa-
rado lo mío y lo del general? –preguntó el militar sin reserva alguna,
refiriéndose a los sobres que puntualmente Buendía pagaba a ambos
militares a cambio de sus favores. Al fin y al cabo estaban entre
amigos.
–Como siempre, coronel. Hable usted con él –ofreció el comer-
ciante.
–El lunes seguiremos tratando de los negocios que vamos a ha-
cer con nuestros amigos de Murcia –dijo, dirigiéndose al mayorista–.
¡Hasta mañana a todos! –se despidió el coronel, tras lo que, después
de efectuar un breve saludo con su sombrero, salió de la habitación,
dejando a todo el mundo en silencio.

–Sí, este frac será de su talla –aseguró don Severino, el sastre de con-
fianza de Buendía–. Vaya usted probándoselo, caballero –añadió
con sus formas afeminadas, dirigiéndose a Mario–. Sin embargo, para
usted –dijo mirando a Cesáreo de arriba abajo sin mucha fe–, me temo
que tendremos que hacer algún apaño. Déjeme mirar en el almacén
–agregó antes de desaparecer tras la cortina que hacía de puerta al am-
plio probador.
–No me gustan este tipo de tratos –soltó Mario a bote pronto, ya
que había estado esperando la oportunidad de hablar a solas con su
padre desde el mismo momento en el que el coronel abandonó el des-
pacho de Buendía, algo que no había podido hacer a causa de la pre-
sencia de Mínguez, que los había conducido hasta la sastrería–. Estos
militares, siempre aprovechándose de su condición –se quejó.
–No seas ingenuo, hijo. Los ricos no lo son por casualidad –ase-
guró convencido de lo que decía–. Hay que saber jugar las buenas ma-
nos que el destino, de vez en cuando, pone a nuestra disposición. ¡Por
fin empiezan a salir las cosas bien! –exclamó.
–Padre, si la buena gente no hacemos nada para mejorar las cosas,
solo podemos esperar que este país no cambie nunca –dijo Mario, que
estaba empezando a elevar un poco el tono de voz.
–¿La buena gente? –preguntó–. ¿Quién te has creído tú para arro-
garte tal título? ¿Es que acaso es mala gente el coronel, solo porque
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busca lo mejor para sus intereses? Él se ha batido por España. ¿Eso no


cuenta? ¿Sois los republicanos la buena gente y el resto no?
–Al menos nosotros no nos aprovechamos de nuestra posición
para hacernos ricos –replicó Mario–. Yo también he luchado y me
he jugado la vida para que se estableciera la República, padre, y lo sabe
–añadió en tono de reproche, recordando, para disgusto de Cesáreo,
las algaradas en las que había seguido a Antonete–. Cuando todo esté
más desarrollado, y la República tenga su Constitución y un Gobier-
no elegido por el pueblo, estas cosas empezarán a dejar de pasar
–aseguró.
–¡No me hables de política otra vez, hijo, por favor! –se quejó
Cesáreo–. ¡Hemos venido a hacer negocios! –exclamó–. ¿O es que
no quieres que podamos pagar nuevas máquinas para la fábrica? ¿No
quieres que tus hermanas puedan hacer un buen matrimonio, como
Lucía, la hija del coronel? ¿No quieres que tus padres tengan una ve-
jez desahogada? ¡Despierta hijo! –exclamó–. En los negocios hay que
andarse con menos remilgos. La gente como García-Valls o Buendía
son los que siempre van a tener la llave que abre las puertas precisas,
gobierne quien gobierne.
–No me trates como a un niño, padre –advirtió Mario–. Sabes per-
fectamente que mi mayor afán es que nuestro negocio prospere. Pero
eso no debe estar reñido con hacer las cosas honrada y legalmente.
–¿Legalmente? –replicó Cesáreo con ironía–. ¿Cuándo son las co-
sas legales? ¿En el momento en el que convienen a uno? No, hijo –dijo
elevando asimismo el tono de voz–. ¿Me vas a decir ahora que fue legal
cuando te uniste a Gálvez para entrar en Murcia con su partida de re-
beldes, a tiro limpio, para incitar a la revolución contra el rey Amadeo?
Porque si no llega a ser por la señora Pura, la amiga de tu madre, que
te conoce desde niño y te ocultó a tiempo en su casa de Belluga, te
hubiera pasado lo que a él, que tuvo que huir escapando de la pena de
muerte con todos sus desarrapados de Beniaján y Torreagüera. ¡Ahí sí
te parecía bien rebelarte contra la ley! ¿¡No!? ¿¡Qué se te habría perdi-
do a ti con ellos!? –se quejó, como tantas veces había hecho durante
aquellos años.
–¡No se confunda, padre! –replicó con vehemencia Mario–. ¡Eso
no era saltarse la ley! ¡El hombre está legitimado para rebelarse contra
la injusticia y luchar por sus ideales! –añadió.
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–¡También Gálvez protestaba contra el impuesto de consumos!


¿O es que no te acuerdas? –dijo Cesáreo intentando encontrar más
incoherencias en el discurso revolucionario de su hijo–. ¿Ahora sí te
parece bien el dichoso impuesto?
–Padre, este Gobierno es legítimo. Lo han aprobado las Cortes,
y estoy seguro que en su afán está quitar el impuesto, acabar con las
quintas que desangran a nuestra juventud y modernizar el país, pero
mientras no se deroguen esas leyes, me asquean las personas que utili-
zan su poder para enriquecerse a costa del pueblo. Solo digo eso. ¿Tan
difícil es de entender? –preguntó Mario con desesperación.
Cesáreo no contestó. En vez de eso, buscó algo para sentarse, pues
últimamente notaba que se le cargaban las piernas si permanecía mu-
cho tiempo de pie. Encontró un taburete forrado en tafetán verde, y
aposentó su redondo cuerpo en él.
–Hijo, yo puedo llegar a entenderte –dijo ya en un tono más conci-
liador–, pero tú entiéndeme a mí –imploró–. Cuando tengas mi edad,
comprenderás que al final todo el mundo te usa para su propio interés,
incluidos esos políticos republicanos que tanto admiras –añadió con
abatimiento–. Te defraudarán todos, y en el fondo lo sabes. Al final
lo que importa es lo que hayas conseguido en tu vida, para ti y para tu
familia. Vosotros sois lo que más quiero, y solo deseo que tengáis una
buena vida, larga y provechosa. Todo lo demás me importa menos
–concluyó.
–Papá… –dijo Mario ya más tranquilo, utilizando el apelativo ca-
riñoso que solo usaba cuando veía vulnerable a Cesáreo, como ahora
lo estaba viendo.
–No, hijo, déjame terminar –rogó el veterano fabricante de espe-
cias–. Tengo la ilusión, ya desde hace tiempo, de que encuentres una
mujer que te haga feliz, y que nos dé nietos a tu madre y a mí –dijo
sincerándose–. Sé que eres perfectamente capaz de hacer de este ne-
gocio una empresa próspera, y aunque no te lo he dicho nunca, estoy
muy orgulloso de ti.
Mario dejó de abotonarse el chaleco del frac para observar a su pa-
dre muy atentamente.
–Es hora ya de que sientes la cabeza, olvides todos esos ideales tan
elevados, y dejes de acudir a esas reuniones políticas a las que vas.
Tengo miedo por ti. Tengo miedo por tu madre, por tus hermanas, y
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por mí –sentenció Cesáreo levantándose de su taburete y agarrando a


su hijo por los brazos.
–Padre –dijo Mario volviendo al tono formal–. Nada hay en mi
ánimo en contra de casarme y tener hijos, ni tampoco en continuar
con la empresa que tú has fundado –dijo mirando a su padre a los
ojos–. Pero hace tiempo que opino que un hombre tiene la sagrada
obligación de luchar por lo que cree –añadió–. No me pidas que cam-
bie eso, porque nunca lo podré hacer.
Cesáreo bajó los brazos, derrotado.
–Una cosa al menos sí te voy a pedir –dijo Cesáreo–. Mientras yo
esté al frente del negocio, las decisiones que se tomen son de mi exclu-
siva responsabilidad –añadió con dureza.
–Soy plenamente consciente de ello, padre –afirmó Mario volvien-
do al apelativo formal.
–Es por eso que te pido que no cuestiones el contrato que vamos a
firmar con el señor Buendía, y que no interfieras ni pongas obstáculos
a nuestra relación comercial –impuso Cesáreo.
Mario miró a su padre, para volver la mirada hacia el espejo con el
fin de terminar de anudarse la pajarita del frac.
–No pondré impedimento, si ese es su deseo, padre –afirmó con
rotundidad sin dejar de mirar su reflejo.
En ese momento hizo su entrada don Severino, con un frac dobla-
do colgando del brazo.
–Creo que he encontrado un traje que puede ser de su talla, con
algunos pequeños arreglos, por supuesto –dijo el propietario de la sas-
trería dirigiéndose a Cesáreo.
El estirado sastre no le había dado importancia al hecho de que
Mínguez estuviera sospechosamente cerca de la gruesa tela azul que ha-
cía las veces de puerta del vestidor cuando él había llegado, totalmente
en silencio y atento a lo que se decía dentro.
La presencia junto al probador del vil secretario de Buendía no res-
pondía a la casualidad. Simplemente se estaba encargando de cumplir
sin rechistar, como siempre hacía, los mandatos de su señor.

–¿Y bien? ¿Cómo ha ido la cosa, Mínguez? –preguntó Buendía–. ¿He-


mos conseguido vestir decentemente a esos pueblerinos?
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–Sí señor, sin problemas –contestó el secretario–. Incluso diría que


les quedaban muy bien los trajes –añadió.
–Guárdese su experta opinión y dígame si tiene algo interesante
que contarme –exigió Buendía con el poco tacto que solía gastar con
su esbirro.
–Pues sí, señor –contestó Mínguez haciendo caso omiso, como
siempre, a los exabruptos que su jefe le dirigía–. Parece que los pro-
blemas políticos no solo están en el Congreso de los Diputados. Al
parecer afectan también a nuestros amigos murcianos –dijo Mínguez,
cuyo servilismo no era incompatible con una inteligencia afilada y un
sentido del humor irónico.
–Interesante –dijo Buendía–. Cuente, cuente.
–¿Sabe usted quién es Antonete Gálvez? –preguntó Mínguez.
–No me suena de nada –contestó Buendía con sinceridad.
–Es un republicano revolucionario murciano que ha estado varias
veces condenado a muerte –contestó Mínguez, que ya suponía el des-
conocimiento de su jefe sobre aquel personaje.
–¿Y? –preguntó Buendía, que no entendía adónde quería llegar su
secretario.
–Pues resulta que nuestro joven y futuro socio comercial…
–No si yo puedo evitarlo –interrumpió Buendía.
–Nuestro joven enemigo, pues –retomó Mínguez, cambiando iró-
nicamente el apelativo a Mario–, resulta que es un admirador acérri-
mo de Gálvez, e incluso ha participado en alguna revuelta junto a él,
parece ser –dijo el secretario.
–¿Y qué tiene eso de malo? Ahora los republicanos están en el po-
der –replicó Buendía.
–Pero resulta que sé que el coronel odia profundamente a Gálvez
–dijo Mínguez con una media sonrisa.
–Vaya, ahora empiezo a estar interesado –reconoció Buendía.
–Parece que tuvo algún altercado con él cuando eran jóvenes, y
además le avergüenza que haya sido en Murcia donde más arraigo
hayan tenido las revueltas republicanas de estos últimos años. Le echa
la culpa de todo al tal Gálvez, al que tacha de revolucionario y traidor.
Ya sabe que no hay nada que odie más el coronel, desde su época cu-
bana, que a los revolucionarios. Es el peor insulto que escuchará de sus
labios –sentenció el secretario.
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–¡Y yo que me alegro de ello! –exclamó Buendía irónicamente,


pues para él la política no era nada más que algo que había que evitar
o sobornar para llevar a cabo sus negocios.
–Lo sé porque en cierta ocasión, hace ya bastante tiempo, le oí
comentar todo esto al coronel con el propio Martínez Campos, expre-
sándole su disgusto por los indultos concedidos en la amnistía de 1870,
y si no recuerdo mal, el único nombre que se mencionó en esa ocasión
fue el del murciano, del cual el general comentó: «Ese hijo de la gran
puta de Gálvez se libró del garrote otra vez. Si fuera por mí, ya estaría
ejecutado» –recitó Mínguez.
–¡Estupendo! El general Martínez Campos acudirá sin duda a la
fiesta de pedida de Lucía –pensó en voz alta Buendía.
–Me alegro de que mi memoria le haya sido de utilidad –replicó
Mínguez reclamando un agradecimiento de su jefe que sabía de an-
temano que no tendría, y con una ironía que Buendía era incapaz de
captar.
–Ahora solo hay que buscar el momento y la situación precisa para
que el coronel o el general, y ese niñato presuntuoso, tengan algunas
palabras sobre el tema. Tendré que pensar la manera –siguió pensando
en voz alta Buendía, haciendo caso omiso al comentario anterior de
Mínguez.
–Sospecho que, en buscar rencillas, el señorito Cancio es un estra-
tega consumado –propuso el hábil secretario, sin que su jefe le hubiera
pedido consejo.
–¡Sí! ¡Eso es! ¡Echaré mano de ese pervertido! –exclamó Buendía,
como si la idea hubiera sido suya, saboreando el momento en el que
echaría por tierra los negocios con los Rubio.
De pronto, Mínguez se acordó de algo.
–Por cierto, su hija y la señorita Lucía están aquí. Han venido a
buscarle para acompañarle a casa y comer juntos –informó.
–¡Haberlo dicho antes, Mínguez, coño! –protestó Buendía.
–Lo siento, no quería dejar de hacerle partícipe de mis averigua-
ciones… Por cierto, resulta que las muchachas han conocido a los
Rubio… Las he dejado hablando con ellos. He pensado que mi pre-
sencia estaba de más y, además, debía hablar con usted. Supongo que
ya estarán por aquí, dado el tiempo transcurrido…
–Está bien, Mínguez, no me dé la tabarra –cortó Buendía a su
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subalterno–. La próxima vez me avisa antes –añadió mientras cogía el


abrigo y el sombrero.
–Así lo haré, señor –respondió Mínguez, sumiso como siempre.
–Me voy a comer –informó despectivamente Buendía.
–Estupendo señor. Que le aproveche –respondió Mínguez en un
tono de voz tan neutro como toda su persona.
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2. PREPARATIVOS DE BODA

Madrid, viernes 18 de abril de 1873,


unas horas antes de la entrevista en el despacho de Buendía.
Salón de modas de la señora Forcadell

–No me terminan de convencer los bordados de flores, por más que me


insistas, mamá –dijo Lucía García-Valls observando con disgusto los
adornos florales de la cola de su vestido de boda, desde la altura que le
proporcionaba la pequeña peana en la que se había subido para com-
probar el resultado de los últimos arreglos efectuados a su traje de novia.
El severo halo de la mirada de su madre, doña Carmen de García-
Valls, sobrevolaba toda la escena, mientras que la ajetreada modista, la
señora Forcadell, seguía colocando y recolocando la cola del vestido,
sobre la que había fijado con alfileres aquel bordado sobrepuesto.
–Las flores quedan muy bien –replicó tajante doña Carmen–, yo
misma las llevé en mi propio vestido de boda, que estaba inspirado en
el que vistió la mismísima reina Victoria cuando se casó con Alberto
de Sajonia –añadió dejando claros sus profundos conocimientos sobre
la aristocracia y sus gustos.
–La reina Victoria se casó hace más de treinta años –protestó
Lucía–. Me gustaría llevar algo más moderno el día de mi boda.
–Ahora está muy de moda recuperar lo que se llevaba a mediados
de siglo –intervino la señora Forcadell–. Lo antiguo siempre vuelve
cada tanto tiempo. Si añade esta tela bordada, su vestido estará a la
última –aseguró con seriedad profesional.
–Hazle caso a la señora Forcadell, que sabe lo que dice –incitó doña
Carmen–. No en vano se ha formado en el salón más renombrado de
Barcelona –añadió haciendo con ello empavonarse a la modista.
–Por eso sé de lo que hablo –respondió con orgullo la catalana–.
Allí se trabaja sobre todo la moda parisina, que como todo el mun-
do sabe es la capital del buen gusto y la elegancia. Yo, desde que me
instalé en Madrid, he seguido esa forma de trabajar, por eso estoy tan
segura de que el sobrebordado…
–Yo quiero algo sencillo, y las flores no me gustan, lo siento –cortó
Lucía con sequedad–. No voy a cambiar de opinión por mucho que
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mi madre se empeñe en ello –añadió tajante dirigiéndose a la modista,


para disgusto de las dos mujeres, e inquietud de Amalia Buendía, la
mejor amiga y confidente de Lucía, que observaba la escena discreta-
mente, sentada en un pequeño sillón estilo María Antonieta, arrinco-
nado en el punto de la sala más alejado que pudo encontrar de doña
Carmen.
Aquella señora le causaba cierto temor, y si no fuera por la insis-
tencia de la que había echado mano Lucía para convencerla, y de que
no era capaz de negarle nada a su amiga, jamás se le hubiera ocurrido
estar allí.
–¡Las jóvenes! –replicó doña Carmen–. ¡Os creéis que lo sabéis
todo! ¡No admitís consejos! –protestó.
–¡Es mi boda, mamá! –contestó Lucía sin miedo a seguir enojando
a su progenitora–. Es una vez en la vida, y pienso llevar lo que de ver-
dad me guste. Te agradezco el consejo, pero yo decidiré cómo quiero
que sea mi vestido –concluyó.
Amalia Buendía admiró la seguridad que emanaba de su amiga,
ya que consideraba que ella misma adolecía de cierta falta de carácter.
Por eso siempre había seguido la estela de Lucía, disfrutando con la
forma de ser resolutiva y vivaracha que a ella misma le hubiera gustado
tener y que sabía que jamás poseería.
Sin embargo, las diferencias entre ambas jóvenes estaban acusán-
dose demasiado últimamente, y Amalia sentía que algo estaba cam-
biando entre ellas por momentos.
Mientras seguía, casi ajena, las discusiones entre Lucía y su madre,
meditaba sobre su propia relación de amistad, e intentaba descubrir el
porqué de la rebeldía que estaba echando raíces en el alma de Lucía, y
que las estaba comenzando a separar.
Constató, observando a su amiga subida en su pedestal de novia,
ciertamente incómoda con aquellas pruebas de vestido que hubieran
cumplido el sueño de cualquier jovencita, lo evidentemente que Lu-
cía mostraba que cuanto más cercana se encontraba la fecha de la
boda, planeada para finales de junio de ese año, más acusaba esa rebel-
día, y concluyó que, sin duda, había una relación directa entre ambos
hechos.
Amalia no terminaba de comprenderla, dado que el fin de toda
mujer era fundar una familia y cuidar de su marido. Y si el marido era
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alguien como Leandro, la felicidad debía ser completa. Por lo menos


para ella lo sería, pensaba, si estuviera en el lugar de Lucía.
Leandro Cerón era un joven militar, muy bien relacionado, y
ayudante personal del general Serrano, que a su vez era muy ami-
go del general Martínez Campos, el principal valedor de García-
Valls.
El coronel había sido el que había insistido en presentar al joven
ante su hija, y esta recibió con agrado el flirteo del militar.
No en vano, este era bastante agraciado, educado y de buena posi-
ción. No se podía pedir más. Y aunque había algo que hacía que Lucía
no terminase de estar ilusionada con Leandro, creía que, tal y como
decía su madre, terminaría enamorándose de él.
Lucía había sido, desde niña, impetuosa, idealista y algo rebelde,
pero pesar de ello Amalia siempre creyó que, en el fondo, compartían
una misma filosofía de vida. Sin embargo su amiga parecía empeñada
en no querer aceptar de buena gana su prometedor destino.
A veces, Amalia creía que Lucía llevaba demasiado lejos su rebeldía
en los últimos tiempos. Por su causa había debido ocultarle ciertas
cosas a sus propios padres, como las escapadas al café Levante, o las
lecturas prohibidas, algo que la desasosegaba profundamente.
Aquel lugar, aunque elegante, se había convertido en lugar de re-
unión de una multitud de aspirantes a politicuchos, y en él habían
pasado algunas tardes escuchando las, en ocasiones, exaltadas conver-
saciones que allí se producían.
Amalia pensaba que la política no era cosa de mujeres, y sin em-
bargo no se había atrevido a pedirle a su amiga no acudir al estableci-
miento, dada la ilusión con la que parecía escuchar las discusiones allí
sostenidas.
Que si la República debía ser federal, que si unitaria, que si la liber-
tad del pueblo, que si este derecho, que si el otro, que si Amadeo había
sido buen rey o no, que si las quintas para la guerra de Cuba eran nece-
sarias o el pueblo se debía sublevar ante ellas, que si los carlistas, que si
la Constitución o este o el otro para presidente… ¿Qué le importaban
a ellas esas cosas? ¡Las mujeres ni siquiera podían votar!
Además, todo aquello le daba miedo. Ese no era su lugar. Esperaba
que Lucía no volviera a arrastrarla hasta allí nunca más. Se negaría la
próxima vez. Sí; eso haría, pensó.
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Menos mal que, aunque escasas, no eran las únicas mujeres allí
presentes, y tampoco permanecían allí el tiempo suficiente para llamar
demasiado la atención, puesto que a Lucía tampoco le interesaba que
alguna conocida fuera con el cuento a su madre.
Lucía y ella habían sido amigas durante años, y a la hija del militar
siempre le había gustado descubrir sitios nuevos en sus paseos de tarde.
Era como un juego secreto casi infantil, y a Amalia siempre le había
divertido la emoción con la que Lucía recorría alguna callejuela en
la que descubrir la entrada trasera de alguna tienda de ultramarinos,
por la que se podían oír las discusiones de los comerciantes, o en esas
mismas calles, pillar in fraganti a alguna pareja indiscreta besándose a
escondidas.
Amalia había sido su fiel compañera en esas inocentes aventuras
vespertinas por Madrid, explorando en cada ocasión un poco más allá
de las calles que consideraban su mundo, adentrándose en el Madrid
más popular.
Lo cierto era que, desde que Lucía tenía novio formal, las visitas y
paseos vespertinos habían menguado bastante, dado que Leandro la
visitaba dos o tres tardes por semana.
Sin embargo, las ansias por descubrir cosas nuevas por parte de
Lucía aumentaban al mismo ritmo que avanzaba su compromiso ma-
trimonial. Notaba que, para su amiga, aquellas salidas con ella eran
como un soplo de aire fresco.
Pero lo del café Levante estaba siendo demasiado para su gusto.
Las modernas cafeterías no eran lugar para dos mujeres sin acompa-
ñamiento, pensaba, por más que últimamente se hubieran puesto de
moda entre las solteras de su edad.
Lucía también la había arrastrado en alguna ocasión hasta la li-
brería Internacional, otro nido de gente extraña, según la opinión de
Amalia, en el que su amiga había conseguido aquel libro que le había
impresionado tanto, El manifiesto comunista, que guardaba en el ma-
yor de los secretos.
El texto era viejo, pero la traducción al castellano había salido
apenas el año anterior. Además, su lectura les había sido recomen-
dada por el conocido periodista y autor de La fontana de oro, don
Benito Pérez Galdós, que había conversado con ellas una tarde en el
café Levante, tras escuchar juntos un debate ajeno, por lo que a raíz
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de la especializada recomendación, la hija del coronel se había sentido


atraída irrefrenablemente hacia su lectura.
Después de acabarlo, Lucía había incitado a Amalia a hacer lo pro-
pio, defendiendo con ardor el análisis de la sociedad que hacían los
autores, Karl Marx y Friedrich Engels. Le había hecho entender que,
para ella, aquel compendio de extrañas ideas suponía algo así como un
libro profético.
Amalia consideró la obra acertada en algunos análisis de la realidad,
y un compendio de disparates en otros extremos, sobre todo la última
parte, en la que hacía un llamamiento a los proletarios para que derro-
caran a la burguesía y tomaran el poder de una manera violenta, pero
no había conseguido que su amiga menguara su fascinación por la obra.
Mientras la señora Forcadell seguía tomando medidas al vestido de
Lucía, Amalia rememoró aquella soleada tarde de marzo, hacía un par
de semanas, en la que tuvo la inoportuna idea de sacar a relucir su opi-
nión sobre aquella obra literaria, durante un paseo en el que sus pasos
las llevaron de la Plaza Mayor a la Puerta del Sol.
–Ya he terminado de leer el libro que me prestaste. ¡Espero que sus
previsiones nunca se cumplan! –le dijo Amalia a Lucía en un tono jo-
vial y despreocupado, mientras observaba el juego de luces y sombras
de los árboles del paseo, desprovistos ya de su vestimenta vegetal–. Si
así fuera, sería nuestro fin –añadió riendo, como si fuera una cosa que
nunca pudiera ocurrir.
–¿De verdad piensas eso? –preguntó Lucía después de meditar unos
segundos sobre lo que le había dicho su amiga.
–Sí, claro –contestó sin dudar Amalia–. Tú y yo pertenecemos a la
burguesía, y este libro incita a la destrucción de los burgueses y la toma
del poder por parte del proletariado –razonó su amiga, dando por cier-
to lo que para ella era una verdad evidente.
–Creo que no lo has entendido bien. El libro lo dice muy claro:
nosotras no somos burguesas –contestó Lucía para sorpresa de su ami-
ga–. Veamos –continuó, como si fuera a dar comienzo a una impor-
tante explicación académica–, tú eres hija de un comerciante, exitoso
sin duda, pero no es en modo alguno un gran industrial. ¿Correcto?
–preguntó sin esperar el asentimiento de su amiga–. Yo soy hija de
un militar, de alta graduación –continuó–, pero que proviene de una
familia normal, no de terratenientes, que no está, y probablemente
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nunca esté, en la cúspide del ejército. ¿Me equivoco en algo? –pregun-


tó de nuevo.
–No, así es –corroboró Amalia, que no sabía adónde quería llegar
su amiga.
–Según el libro, solo existen dos clases –continuó Lucía–: los bur-
gueses y el proletariado. Los burgueses son los dueños de la tierra, los
medios de producción y el poder político. El proletariado son los obre-
ros, campesinos y todos los que estamos al servicio de los burgueses de
una manera u otra, bien ofreciéndoles servicios o bien controlando al
proletariado más pobre. Por tanto, nosotras, sin duda, pertenecemos
al proletariado, lo quieras o no –sentenció Lucía mirando intensamen-
te a su amiga.
–Pues… yo no me siento proletaria… Nosotras no somos de la
aristocracia, pero de ninguna manera somos pobres –replicó Amalia
con convicción.
–No confundas proletariado con pobreza. No somos tan pobres
como puede ser un obrero o un asalariado, eso es verdad –concedió
Lucía–, y no nos podemos quejar de la vida que llevamos, pero lo
cierto es que el mundo tiende a dividirse cada vez más entre quienes
lo tienen todo y los que se reparten las migajas, y nuestras familias,
nos guste o no, están ahora mismo al servicio de los primeros, cuando
deberían estar protegiendo al pueblo, del que en realidad provienen
–aseguró cada vez más encendida en su discurso–. ¿¡Te parece bien
que cuatro terratenientes y cuatro generales posean casi toda la riqueza
del país!? –preguntó la hija del coronel.
–Pero siempre ha habido y habrá ricos y pobres… lo dijo hasta
Jesucristo. Es el orden natural de las cosas… No todos podemos te-
ner riqueza… porque en ese caso todos seríamos pobres… –contestó
Amalia buscando una justificación para la injusticia social en frases
que había escuchado de su padre en más de una ocasión.
–Sí, eso es lo que nos han enseñado desde jóvenes… pero quizá no
vaya a ser siempre así –replicó ante la mirada confusa de Amalia–. El
mundo ha evolucionado mucho en muy poco tiempo. Ahora hay má-
quinas, medios de comunicación y conocimientos científicos que hace
cincuenta años eran impensables. Todo eso tiene que estar al servicio
de la humanidad, no para que unos pocos ricos se hagan todavía más
ricos, ¿no crees? –preguntó.
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Amalia se quedó pensativa, descubriendo que, en realidad, no sen-


tía que toda la riqueza tuviera que pertenecer a todos, y por mucho
que le insistiera su amiga, ella se sentía una burguesa que nada tenía
que ver con los proletarios, en su mayoría analfabetos y pobres.
–Bueno, dentro de poco creo que te olvidarás de estas cosas –con-
testó para evitar responder a la pregunta y cambiar de tema, puesto
que en el fondo no veía el provecho que iba suponer para ellas seguir
con aquellas diatribas filosóficas, y le desasosegaba el ardor con el que
Lucía las defendía–. En cuanto tengas hijos no tendrás tiempo más
que para pensar en tu familia, ¿no crees? –preguntó Amalia, no sin
un cierto toque de tristeza, ante el próximo enlace matrimonial de su
amiga.
Lucía había detectado inmediatamente el pesar en las palabras de
Amalia, y tenía perfecto conocimiento de dónde provenía aquella tris-
teza. Rubén.
Desde que Amalia supo que Lucía se casaba, el chico había vuelto
con fuerza a su pensamiento.
Rubén había sido el novio de Amalia hasta hacía un año escaso,
más o menos el tiempo en que Leandro había comenzado a cortejar a
Lucía.
No es que hubiera sido un amor muy apasionado, pero sí tenían
mucha ilusión por formar una familia y criar niños.
El joven era inteligente, y habría sido un estupendo marido, que
sin duda, a falta de hermanos varones de Amalia, habría continuado
con los negocios de su padre de una manera natural.
Sin embargo, un día se hizo un pequeño corte con un trozo de hie-
rro oxidado. Nada importante. Hasta que tres semanas después murió
de tétanos entre espasmos terribles.
Amalia lo había llorado sinceramente, por él y por el futuro que po-
drían haber tenido y que en ese momento se desvaneció, como cuando
se despierta de un sueño feliz truncado en pesadilla.
Ahora esperaba en silencio, una vez pasado el tiempo de luto
prudencial, y sin confiarlo aún a Lucía, pero con un deseo cada
vez más fuerte, encontrar pronto otro Rubén que la completara como
mujer.
–Ya… sí… Supongo –contestó Lucía sin mucho énfasis al recorda-
torio que Amalia le había hecho acerca de su próxima boda, y que la
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hizo volver de golpe al mundo real, en el que ella vivía cada día, dejan-
do en el rincón de las fantasías lo leído en aquel libro revolucionario.
–No lo dices muy convencida. ¿Es que no amas a Leandro? –se
atrevió a preguntar Amalia, que verbalizó así las dudas que veía refle-
jadas cada día con más claridad en su amiga.
Lucía se quedó pensando unos momentos.
–Claro que sí… –titubeó indecisa–. Por supuesto que le tengo ca-
riño –añadió con más firmeza.
–Eso no es amar –sentenció Amalia.
–La verdad es que no sé si alguna vez podré amarlo –reconoció
Lucía–. Leandro es guapo, amable, apuesto…, me trata muy bien.
Además, mi padre está entusiasmadísimo con él. ¡Cree que va para
general! Si lo pienso, creo que fue él, más que yo, el que le dijo que sí al
matrimonio –se sinceró–. Pero era lo que debía hacer, ¿no? –preguntó
con fatalismo–. Ya tengo una edad… y yo había dejado que me visita-
ra, le había dado esperanzas, era mi mejor pretendiente… y tampoco
es que ninguno de los anteriores me hubiera gustado, así que le dije
que sí. Quizá me precipité –confesó agobiada.
–¿Por qué no me has comentado antes esto? –preguntó Amalia
molesta porque su amiga no hubiera sido del todo sincera con ella–.
Siempre me había parecido que estabas ilusionada con Leandro. Si no
estabas segura deberías haberlo dicho –añadió Amalia enfadada ante la
actitud de su amiga por los remilgos hacia su novio, que ya lo hubiera
querido ella para sí.
–No lo sé, Amalia –respondió Lucía–. Quizá había aceptado que
las cosas son así, y llevaba la situación como se suponía que debía ha-
cerlo –añadió–. Las mujeres tenemos que casarnos mientras aún ten-
gamos juventud y haya alguien que nos quiera. Debía estar contenta
porque Leandro se hubiera fijado en mí. Eso decía mi madre.
–Es tu vida, no la de tu madre –dijo Amalia con dureza–. Te creía
más valiente –reprochó a su amiga.
El dardo que Amalia le acababa de lanzar la hirió más de lo que le
hubiera gustado reconocer. La joven se quedó mirando a su amiga con
una sombra de enfado en su rostro.
–Siento mucho haberte decepcionado –contestó con frialdad.
–Perdona –respondió Amalia arrepentida inmediatamente por su
actitud–. No quería decir eso.
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Sin embargo, Lucía seguía dolida, y no pudo evitar verbalizar lo


que le vino a la cabeza en ese momento.
–Amalia, tú bien sabes el destino que le espera a una mujer que no se
casa en el mundo en el que vivimos –reprochó Lucía, devolviendo casi
sin querer el golpe recibido, y removiendo con ello la peor de las pesa-
dillas para su amiga–, Leandro es un partidazo –reconoció–, esa es la
verdad, y yo… no soportaría decepcionar a mi padre… Al fin y al cabo,
Leandro será un buen marido, y yo le tengo cariño, de verdad. Sí, me ca-
saré con él. No todos los matrimonios se basan en una pasión amorosa,
y yo, en realidad, nunca he tenido ninguna –admitió–. Seré una buena
esposa y madre. Es lo que mi padre y la sociedad esperan de mí, ¿no?
Pues ya está –añadió con un cierto tono de desprecio en sus palabras.
–A veces me desconciertas –dijo Amalia aún dolida por que su ami-
ga hubiera dado a entender que ella misma se podía quedar solterona–.
A pesar de tus palabras, en el fondo pareces desdeñar a un hombre que
está a tus pies, y que te va a proporcionar el futuro que cualquier mujer
desearía. No te gusta tu destino, pero tampoco te atreves a renunciar
a él –le reprochó, llevada por el dolor que el recuerdo de la pérdida de
Rubén le producía–. Luego, por otra parte, me haces acompañarte a
ese café para observar discusiones políticas que ni nos van ni nos vie-
nen, como si de esa forma te rebelases ante el mundo, y para culminar
la escena te vuelves seguidora de ese comunista de Marx –añadió como
si fuera la mayor locura del mundo–. ¿Qué quieres realmente, Lucía?
–preguntó con dureza.
La joven hija del coronel se quedó mirando a su amiga unos mo-
mentos.
–Puede que tengas razón, Amalia –aceptó Lucía intentando devol-
ver las aguas a su cauce–. Siento mucho si algo de lo que te he dicho
te ha hecho daño –añadió con un tono de disculpa en su voz–. Te
aseguro que me gustaría tenerlo todo tan claro como tú, pero no lo
tengo –acabó manteniendo la mirada de su amiga.
Tras unos momentos de silencio, Amalia rompió el hielo.
–No nos enfademos –dijo Amalia con tristeza–. No lo soportaría,
Lucía.
–Yo tampoco –contestó la joven, justo antes de abrazar intensa-
mente a su amiga, en plena Puerta del Sol, como si estuvieran solas en
medio de la gran plaza.
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Las dos muchachas rieron nerviosamente mientras alguna lágrima


caía por sus mejillas.
–Hablemos de cosas más agradables –propuso con picardía
Amalia–. ¿Has pensado mucho en la noche de bodas? –preguntó gui-
ñando un ojo.
–¡Amalia! –contestó riendo–. ¡Yo soy una señorita decente! ¡No
pienso en esas cosas! –mintió.

–Mamá, puedes tomar una de esas galeras para volver a casa –propuso
Lucía señalando los dos sencillos coches de caballos que había a unas
decenas de metros, una vez se encontraron a pie de calle, tras haberse
salido con la suya en el asunto de los bordados florales en casa de la
señora Forcadell–. Amalia me ha invitado a comer. Pasaremos la tarde
juntas, leyendo una nueva novela –informó a doña Carmen.
–No me gustan esos folletines románticos que solo hacen meter
ideas falsas del amor en mentes insensatas –dijo doña Carmen sin
cambiar el rictus–. ¿No saldréis a pasear esta tarde, verdad? –preguntó
la madre de Lucía con suspicacia.
–Ya somos mayorcitas, madre, no es necesario que te preocupes
tanto por nosotras –contestó la joven eludiendo la esperada respuesta.
–Hija, tal y como están las cosas, con el Gobierno en precario…
y los militares alborotados… no me fio de que vayáis solas –dijo ba-
jando el tono–. Me ha dicho tu padre que el presidente Figueras está
pensando en dimitir, y que la cosa está muy revuelta –añadió con el
objetivo real de evitar los paseos vespertinos de su hija con Amalia.
–¿Cómo va a dimitir Figueras? –preguntó sorprendida Lucía–. ¡Si
apenas lleva dos meses de presidente de la República! –exclamó.
–Parece ser que tiene mucho miedo a que un golpe de Estado se
lo lleve por delante… y no anda muy desencaminado… puede haber
follón –añadió en voz todavía más baja, como reconviniendo a su hija
para que bajase ella misma el tono de la conversación.
–Pero ¿tú sabes seguro si eso es cierto? ¿Te lo ha dicho papá? –pre-
guntó preocupada.
–Son solo rumores hija… –contestó quitándole importancia–,
pero me preocupa que andéis solas por las calles. En menos que canta
un gallo se puede formar un alboroto, y ya sabes cómo se las gastan
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esos milicianos republicanos descontrolados –añadió intentando im-


pregnar a sus palabras de la preocupación necesaria para convencer a
su hija de lo inconveniente de sus salidas, verdadero objetivo de doña
Carmen.
–Luego hablaré con papá –replicó Lucía con una preocupación
más genuina que la de su madre–. Si eso es verdad, los militares leales
deberían detener a los golpistas.
–¡Calma, calma, Lucía! –exclamó doña Carmen, que comprendió
que revelarle aquel cotilleo a su hija estaba generando un problema
mayor que el que había intentado atajar con él–. No nos precipitemos.
Seguramente no será nada. Tu padre sabrá qué es lo mejor para todos.
Yo solo quiero que reconsideres la conveniencia de ir de paseo estos
días, y más teniendo en cuenta que eres una señorita que está prome-
tida. No estaría bien visto que anduvieses por ahí, como si estuvieras
buscando novio en la Plaza Mayor.
–¡Ah! Entiendo –exclamó Lucía al desvelarse las verdaderas moti-
vaciones de su madre. De repente quiso zanjar aquella conversación.
Ya se estaba cansando de que su madre intentara manipularla siem-
pre–. Ya te he dicho muchas veces que no tienes que preocuparte por
esas cosas. La que quiera chismorrear que chismorree –contestó Lucía
con una media sonrisa irónica en su rostro, intentando disimular el
enfado que comenzaba a sentir.
–¡No te lo tomes a broma! ¡Lo que digan las malas lenguas importa!
¡Y mucho! –exclamó doña Carmen cogiendo del brazo a su hija y apar-
tándola un poco de los oídos de Amalia, que no tenía por qué asistir
en primera persona a una discusión familiar–. Cuando tengas hijos me
comprenderás –aseguró doña Carmen.
–Cuando tenga hijos no los ataré con una soga y me importará
muy poco lo que diga la gente –replicó su hija sin dejarse guiar.
Doña Carmen miró fríamente a su hija. Decidió sacar su as de la
manga.
–A mí no me engañas. Ya sé que vais por el café ese… el Levante
–dijo doña Carmen ante la mirada sorprendida de su hija–. ¿Qué te
crees? ¿Que eres invisible? –añadió mientras Lucía iba cocinando una
ira que le emanaba por los poros–. ¡Un día te vas a pegar un susto,
hija! –protestó doña Carmen, fuera de sí–. ¡No está bien que una se-
ñorita que se va a casar vaya a según que sitios! ¿¡Qué va a pensar la
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gente!? –dijo sin tener en cuenta que algunas de las hijas casaderas de
sus amigas también frecuentaban el local, y ella nunca había puesto
pegas a eso.
–¡Te repito que pueden pensar lo que quieran! –replicó Lucía con
dureza–. ¡Yo no tengo nada que ocultar! ¡A ver si no nos vamos a poder
tomar un café! ¡Que la vida ha cambiado, madre, ya no estamos en tu
época! –recriminó Lucía sin amilanarse.
Doña Carmen miró a su hija con gesto hosco, aprovechando la
pausa para intentar tranquilizarse y pensar argumentos que frenaran
las salidas de su hija con Amalia.
–Deberías estar repasando los trabajos de bordado del ajuar en vez
de estar de jueguecitos con tu amiga –se quejó intentando mostrarse
más calmada–. ¡Que te casas en junio! Va a llegar el día de la boda y no
van a estar terminados –exclamó la mujer haciendo un esfuerzo por no
volver a alterarse.
–¡Mamá! –replicó Lucía con decisión–. Tengo todos los trabajos
muy avanzados, y tiempo de sobra hasta la boda. ¡Déjame disfrutar de
mi soltería lo poco que me queda!
–¿¡Disfrutar tu soltería!? –preguntó alterada –¡Deberías estar de-
seando que llegara la boda! –exclamó de nuevo, casi fuera de sí, pero
intentando controlarse para no llamar la atención de los viandantes–.
¿¡Qué forma de hablar es esa para una señorita!? ¿¡Eso es lo que te he
enseñado yo en todos estos años!? –preguntó cambiando el tono de
pronto a un falso desconsuelo, mientras intentaba forzar una lágrima.
–Mamá –dijo Lucía mirando con dureza a su madre, sin que le
afectara la tristeza impostada que solía usar cada vez más a menudo–,
no armes el espectáculo en plena calle –amenazó con seriedad–. Me
voy con Amalia, luego hablamos –zanjó, sin dar opción a réplica a su
madre.
–Está bien, está bien –contestó doña Carmen meneando la cabeza de
arriba abajo. La amenaza de formar un escándalo público por parte
de su hija siempre la calmaba, pues sabía que era muy capaz de ello–. Haz
lo que quieras, tú sabrás. ¡Pero vuelve a casa antes de las siete! –advirtió–.
¡Y en galera, directamente desde casa de los Buendía! ¡Nada de ir sola por
la calle a esas horas! –ordenó ante el frío asentimiento de su hija.
Doña Carmen, roja por la negativa de su hija a entrar en razón,
nunca olvidaba atender a los protocolos sociales, fueran cuales fueran
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las circunstancias, por lo que se acercó hasta el sitio en el que se había


quedado Amalia, la cual se había apartado prudentemente de la dis-
cusión.
–Siento que hayas tenido que escuchar todo esto… qué vergüen-
za, hija… Vigílamela por favor, tú que eres más sensata –dijo doña
Carmen en voz baja y sin mucha convicción, ante la callada aquies-
cencia de Amalia–. Dale recuerdos a tus padres, por favor –añadió
fríamente, dirigiéndose a la joven con la mezcla de sutil desprecio y
desdén que normalmente utilizaba al mencionar a Buendía, justo an-
tes de dirigirse a una de las galeras, y ser ayudada por el cochero a
subir.
Si doña Carmen consentía en que su hija y Amalia tuvieran la amis-
tad de la que disfrutaban era solo por imposición de su marido.
El dinero que Arturo Buendía insuflaba en las cuentas de los
García-Valls, y el consentimiento y la libertad excesiva que, según ella,
el coronel mostraba hacia su hija, eran un lubricante para que doña
Carmen escuchara menos los chirridos que en sus pensamientos pro-
vocaban las idas y venidas de su hija con aquella joven, a la que ella, en
el fondo de su corazón, situaba un escalón por debajo de su familia
en el escalafón social.
Según la filosofía de doña Carmen, un comerciante, por muy bien
que le fueran las cosas, siempre sería una persona de clase baja.
–De su parte, doña Carmen –contestó Amalia por pura cor-
tesía.

–¡No soporto más a mi madre! –se quejó Lucía–. ¡No sé cómo pode-
mos ser tan distintas! –exclamó sin poder evitarlo, en cuanto vio que el
coche de caballos que había tomado doña Carmen giraba en la esqui-
na, en dirección a su casa.
–Yo también me lo he preguntado a menudo, lo reconozco –confe-
só Amalia–. Menos mal que te quedan pocos meses para dejar de estar
bajo su control –añadió.
–Sí, bueno… –contestó Lucía, que no veía el matrimonio co-
mo una forma de liberarse en ningún aspecto–. Vamos a tu casa…
solo me apetece olvidar un rato a mi madre –dijo con cierto tono de
hastío.
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–Comprobemos antes si mi padre sigue en el despacho, y lo reco-


gemos –propuso Amalia, a la que siendo niña siempre le había encan-
tado la costumbre de ir a recoger a su padre a la oficina a la hora de
comer, acompañándolo en el corto trayecto que separaba la casa de los
Buendía de sus oficinas comerciales.
–Me parece muy bien –concedió Lucía, que sabía de la costumbre
de su amiga.
Arturo Buendía tenía un cariño especial por Lucía. En multitud
de ocasiones había lamentado amargamente no tener un hijo varón al
que poder emparejar con la hija del coronel, y nunca había desperdi-
ciado la oportunidad de hacérselo saber a Lucía.
Si el comerciante supiera lo que su madre opinaba de él en la inti-
midad, pensaba Lucía, quizá cambiase de opinión.
Las dos jóvenes se acercaron a la edificación, ya antigua y fuera de
lugar, que constituía la sede comercial y fabril de su padre, en una calle
demasiado céntrica como para albergar unos almacenes donde conti-
nuamente entraban y salían mercancías.
Seguramente pronto cambiaría de localización, ya que el lugar
constituía una verdadera joya para los constructores, en plena reno-
vación urbanística de la ciudad, y a Buendía se le estaba quedando
pequeño el local.
El comerciante ya tenía planes para trasladarse a las afueras, en unas
naves nuevas donde poder ampliar sus negocios. Si vendiera aquel lugar
mataría dos pájaros de un tiro, y Amalia no dudaba en que pronto lo haría.
Por eso, cada vez que estaba frente a los almacenes, se quedaba
prendida melancólicamente en la imagen del antiguo edificio, como
si en vez de estar viendo algo del presente, rememorara una imagen de
un lejano pasado.
De pronto volvió a recordar a Rubén. Aquello podría haber sido su
futuro. La vida era muy injusta. Un hombre joven y fuerte como él,
muriendo de aquella manera tan horrible.
Lucía la sacó de sus pensamientos de pronto.
–¿No es ese Mínguez? –preguntó.
–Sí –contestó Amalia volviendo a la realidad, al tiempo que com-
probaba que el empleado de su padre había reparado en ellas.
–Va acompañado –observó Lucía haciendo que Amalia se fijara en
los dos hombres que iban junto a Mínguez. Cada uno de ellos portaba
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un paquete de tamaño mediano, envueltos en tosco papel marrón, y


atados con una fina cuerda.
Amalia se fijó en el hombre joven que acompañaba a Mínguez. Era
algo más alto que la media, y aunque estaban a cierta distancia, notó
que llevaba el pelo unos centímetros más largo de lo aconsejable en un
hombre.
Se fijó que el sol brillaba sobre su cabello, de color castaño
claro, haciendo que este pareciera a ratos rojizo. Su cara parecía
proporcionada, y aunque no se podía decir a primera vista que
fuese guapo, sí emanaba de su rostro un atractivo difícil de definir. El
resto de su anatomía, aunque delgada, dejaba intuir una fuerza no-
table.
Había algo en él que hacía que Amalia no pudiera apartar la mirada
del joven.
Ambos grupos se acercaron a la altura de la entrada de los almace-
nes de Buendía.
–¡Buenas tardes, señorita Amalia! –dijo Mínguez con alegría, efec-
tuando al tiempo una levísima inclinación de cabeza–. ¡Buenas tardes,
señorita Lucía! –dijo repitiendo el mismo gesto.
–Buenas tardes, Ceferino –contestó Amalia, que siempre había
usado el nombre de pila de Mínguez para dirigirse a él, para a conti-
nuación mirar más de cerca a aquellos dos hombres. Mínguez, siem-
pre rápido como un relámpago, comprendió enseguida que su peque-
ña patrona, a la que conocía desde niña, miraba con cierto interés al
joven murciano.
–Estos son los señores don Cesáreo Rubio y su hijo Mario, de
Murcia –dijo Mínguez a modo de presentación–. Las señoritas Amalia
Buendía, hija de don Arturo, y la señorita Lucía García-Valls, a cuya
fiesta de compromiso creo que han sido ustedes invitados por el coro-
nel… –dejó caer Mínguez.
–¡Vaya! –exclamó Lucía espontáneamente–. ¡Me alegro de haber-
me enterado! –añadió sorprendida otra vez por el hecho de que sus
padres siguieran organizando su vida a su antojo.
–Encantado de conocerlas –se adelantó Mario, sin hacer caso del
comentario de Lucía, estrechando con suavidad la mano de esta, para
luego hacer lo propio con la de Amalia.
Su padre hizo lo mismo a continuación de su hijo.
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De pronto Lucía cayó en la cuenta de la descortesía de su observa-


ción y quiso arreglar la situación.
–¡Oh! –exclamó–. ¡Lo siento mucho! No quería decir eso –añadió
abochornada, aún apretando la mano de Cesáreo.
–¡No se preocupe! –exclamó Mario casi riendo–. A mí me hubiera
pasado lo mismo –añadió–. Parece ser que nuestros padres son viejos
amigos y una cosa ha llevado a la otra –dijo dirigiendo una sonrisa a
Lucía, sin despegar la vista de ella.
En ese momento Mínguez interrumpió, informando de que tenía
que despachar un asunto con el señor Buendía, dejando solas a las jóve-
nes en compañía de los hombres, sin que nadie contestara a sus palabras.
–En tal caso –retomó Lucía la conversación–, me sentiré muy hon-
rada de que acudan ustedes a mi fiesta. Siempre es un placer recibir a
los amigos del coronel –añadió mirando a Cesáreo, henchido de orgu-
llo ante las palabras de Lucía.
–Y nosotros estaremos encantados de acudir –contestó el veterano
productor de pimentón–. ¿No es así, hijo? –preguntó a Mario.
–Será un verdadero placer, padre –dijo mirando a Lucía con un
brillo en los ojos que no percibió Cesáreo, para luego alternar la mira-
da con Amalia.
–¿Vendrán con sus señoras? –preguntó Lucía.
–Mi madre se ha quedado en Murcia –explicó Mario–. Y yo sigo
soltero. Además, todo esto ha sido una sorpresa.
–Agradable, espero –dijo Lucía, que notaba que el murciano no
le quitaba la vista de encima, y sin embargo no le importaba nada ese
hecho.
–Agradabilísima –contestó sonriendo a Lucía, que le correspondió
de la misma forma.
Cesáreo se dio cuenta de que Amalia miraba a su hijo de forma
muy interesada.
–¿Viene usted a ver a su padre? –dijo dirigiéndose a Amalia, para
intentar introducir a la joven en la conversación, monopolizada hasta
ese momento por Lucía y Mario.
–Sí, es una vieja costumbre –explicó Amalia–. De niña venía a re-
cogerle para acompañarlo a casa a comer, y él siempre me daba algún
regalo. Ya no hay obsequios, pero de vez en cuando me gusta seguir
viniendo –añadió.
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–Es que es la única hija de Arturo, y la tiene mimada en exceso


–explicó Lucía.
–Los padres tenemos esa debilidad con las hijas –excusó Cesáreo a
Buendía–. ¡Yo tengo tres hijas como tres flores de la huerta! –explicó
poéticamente–. ¿No tiene usted hermanos?
–Me temo que no –contestó Amalia.
–Una lástima –contestó Cesáreo, que no consideraba para nada
malo que aquella joven, heredera de Buendía, no tuviera ni hermanos
ni marido.
–Bueno, yo sí tengo uno, y no sé si considerarlo un regalo del cielo
precisamente –intervino Lucía–. También tiene vocación de soltero
–añadió mientras miraba a Mario, haciendo así mención indirecta a la
soltería de Mario, rara a su edad.
El joven murciano miró a Lucía divertido. No tenía pelos en la
lengua esa joven, y algo en ella le hacía intuir que era un espíritu libre,
inteligente, además de entrever que era una mujer risueña y divertida.
Se sentía cada vez más atraído hacia ella, a pesar de conocer su
compromiso matrimonial.
–En realidad, en mi caso, no es por vocación. Es que aún no he
encontrado a la mujer que me soporte, pero no cejo en mi empeño
–explicó Mario.
–No me creo nada –replicó divertida y algo coqueta Lucía–. ¡Don
Cesáreo! –exclamó de pronto–. ¿¡Es eso cierto!? –preguntó.
–No, no, no… –replicó Cesáreo, más pendiente de Amalia, a la que
no podía evitar ver como un partidazo–. Es que hasta ahora se ha inte-
resado demasiado por la política, y ha dejado de lado otras cuestiones…
pero en Murcia sé de unas cuantas jovencitas que no le quitan el ojo.
–Ya me extrañaba a mí –dijo de pronto Amalia, que ante las miradas
del resto se puso inmediatamente colorada, provocando las sonrisas de
todos, lo que no hizo sino aumentar la risa común–. No quería decir…
–Tranquila, tranquila –respondió Mario–. La hemos entendido.
Es raro que con veinticinco años aún esté soltero, pero es que soy muy
exigente.
–¿Y qué le pide usted a una mujer para que sea de su agrado? –pre-
guntó sin asomo de vergüenza Lucía, a la que aquel joven le estaba ca-
yendo muy bien, y en el que empezaba a fijarse de un modo como no lo
había hecho con nadie nunca.
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Intuía que de él emanaba algo salvaje y peligroso, a pesar de ser co-


merciante. Algo que la atraía como un imán.
Mario se quedó reflexionando seriamente ante la pregunta de
Lucía. En apariencia era una conversación superflua, pero la cuestión
planteada por la joven le había hecho pensar, lo que había generado
una expectación general.
–En realidad, si le soy sincero, y suelo serlo para disgusto a veces
de mi señor padre –explicó ante el fruncir de cejas de Cesáreo–, nunca
me he planteado seriamente esa cuestión.
–Pues es algo que debería hacer, ¿no le parece? –preguntó Lucía.
–Sí, tiene usted razón –concedió Mario–. Supongo que esa mujer
tendría que tener algo distinto a las demás. No me refiero a belle-
za –añadió–, no sabría explicarles…. Quizá tenga que ver con que
me complemente en todos los sentidos como persona, que tenga unas
ideas afines a las mías… En fin, alguien con quien compartir una idea
del mundo. Cuando la conozca lo sabré –concluyó mirando alternati-
vamente a Amalia y Lucía.
–Qué profunda está deviniendo esta conversación –intervino
Cesáreo algo incómodo ante el transcurrir de la misma.
–Pero interesante, sin duda –dijo Lucía intrigada por las reflexio-
nes de Mario–. No siempre se encuentran hombres que se abran de esa
manera. Sí que es sincero usted, señor Rubio.
Cesáreo se puso nervioso ante el evidente interés que se mostraban
mutuamente Lucía y Mario, así que decidió intervenir.
–Y usted, señorita Amalia, ¿también se casa pronto? –preguntó.
–Me temo que no –contestó esta con un deje de tristeza en su con-
testación.
–Seguro que tendrá cientos de pretendientes a las puertas –aseguró
Cesáreo.
En ese momento llegó Buendía, interrumpiendo la conversación
con prisas, dado que la comida estaría casi servida, puesto que en su
casa siempre se comía a la misma hora.
-Ha sido un placer conocerlo, señor Rubio –dijo Lucía cuando le
tocó despedirse de Mario.
–El placer ha sido todo mío –contestó el murciano, haciendo el
cortés besamanos de rigor–. Pero, por favor, llámeme Mario –añadió.
–Así lo haré –afirmó Lucía mirando fijamente al joven.
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–Creo que sí, que deberías acercarte a él durante la fiesta de pedida


–dijo Lucía, una vez que hubieron despedido a los murcianos, sor-
prendiendo a su amiga.
–¿Qué? –contestó Amalia ruborizada.
–Que lo has mirado demasiado fijamente –añadió, mientras se-
guían subiendo las pulsaciones de su amiga al saberse sorprendida–. ¡Y
casi no has dicho ni pío! –añadió riendo–. Eso es que estabas nervio-
sa… Lo entiendo, es un hombre interesante.
–¡No digas bobadas! –protestó Amalia–. Además, la que parece que
le has llamado la atención a él has sido tú –añadió con un evidente
asomo de celos.
–¿Ahora quién dice bobadas? –replicó Lucía con seriedad–. Sabe
que estoy prometida.
–¿Y qué? –preguntó Amalia–. Ya sabes cómo son los hombres… y
este se te comía con la mirada.
–Te digo que no –sentenció Lucía afirmándolo con una seguridad
que no sentía en realidad, pues ella también había detectado cierto
coqueteo subliminal en las palabras y en los gestos del murciano que,
en el fondo, le había gustado recibir–. Mira –continuó con un poco de
sentimiento de culpabilidad–, mañana habla con él durante la fiesta.
Si no se enamora de ti al momento… ¡es que es realmente tonto! –ex-
clamo riendo.
–¡Calla ya! –replicó Amalia riendo a su vez, ruborizada ya sin re-
medio, y sintiendo que todas las mariposas del mundo revoloteaban
dentro de su estómago.

Los murcianos se adentraron en la Plaza Mayor en busca de alguna


fonda donde poder comer.
–Me parece que le has gustado a la hija de Buendía –dijo de pronto
Cesáreo, rompiendo los pensamientos de Mario, que parecía estar en
otro mundo desde que habían dejado a las jóvenes.
–¿Qué dice padre? –preguntó el joven sorprendido por el comenta-
rio de su progenitor, que raramente le hablaba de chicas.
–Es evidente que la hija de Buendía se ha ruborizado cuando le has
dado la mano –dijo Cesáreo–. Y creo que te hacía ojitos –añadió el
comerciante.
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–No me he dado cuenta de nada de lo que dice, padre –mintió


Mario.
–¡Ah! ¡Los jóvenes! –exclamó Cesáreo–. Yo a tu edad te aseguro que
no la hubiera dejado escapar –fanfarroneó.
–Pero ¡papá! –exclamó Mario, que usaba el apelativo cariñoso de
padre solo cuando se alteraba.
–Piénsalo –dijo Cesáreo, al que se le había despertado el instin-
to comercial–. ¡Tú casado con la heredera de Buendía! –exclamó–.
¿Sabes que es hija única? –preguntó.
–Ya lo he oído –respondió Mario.
–¡Qué día tan perfecto! ¿No te parece? –preguntó Cesáreo sin obte-
ner respuesta–. Ahora vayamos a comer, ¡estoy desfallecido! –exclamó
exultante.
Mario dejó de escuchar a su padre.
Se preguntaba si a Amalia le había pasado lo mismo que a él.
Intentaba saber si ella habría podido disimular el ligero rubor que ha-
bía acudido a su rostro, si tampoco habría evitado la aceleración en las
pulsaciones que produjo el contacto de su propia mano en la joven, si
no habría podido dejar de mirarlo.
Y se preguntó por qué, si todo eso le había pasado a Amalia, él no
se había dado cuenta.
Se contestó que ya sabía la respuesta. Mario no notó nada de eso en
Amalia pues él mismo había quedado absorto sintiendo todo aquello.
Pero hacia Lucía.
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3. LA FIESTA

Madrid, 19 de abril de 1873.


Residencia de los García-Valls

Las carrozas y coches de caballos iban llegando una a una hasta la casa
de los García-Valls, dando a ratos cierto aspecto aristocrático a la calle,
y causando la general curiosidad de los viandantes.
Doña Carmen, ya de por sí nerviosa y perfeccionista, estaba real-
mente alterada, aunque intentase mostrarse afable y cordial con todos
los invitados que iban llegando a la fiesta.
Realmente, y a pesar de las ínfulas de grandeza que destacaban en
su personalidad, ni doña Carmen ni el coronel provenían de familias
realmente adineradas, y organizar fiestas de alto copete era algo relati-
vamente nuevo para ella.
El rápido ascenso social que habían tenido en los últimos años no
era obstáculo para que confirmara lo que había sabido desde niña: su
sitio natural estaba entre la alta sociedad. El hecho de que no hubiera
nacido en el seno de esta era un mero accidente de la naturaleza.
Cuando se casó con Indalecio, doña Carmen vio en él el último
tren hacia el matrimonio, pues ya había cumplido los veintisiete; no
era bella, y su padre no era más que un funcionario real, con más cargo
que sueldo, y cierta propensión excesiva al vino.
Indalecio era un simple teniente treintañero sin mucho más reco-
rrido, ya casi un solterón, como ella. Pero era lo mejor que le había
puesto la vida a su disposición hasta el momento, así que no se lo
pensó demasiado a la hora de aceptar su proposición de matrimonio,
convenciéndose de que ella sabría sacar partido de él.
Doña Carmen nunca cesó en su empeño de que su marido subiera
en el escalafón militar y social, y siempre trató de insuflarle ese punto
de ambición que le faltaba.
Pero, en realidad, no fue hasta que Indalecio le cayó en gracia al
general Martínez Campos cuando realmente empezaron a tener posi-
ción y dinero.
El arrojo y la inteligencia que durante años había mostrado
Indalecio en combate, y la amistad del general, le habían llevado ahora
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a ser coronel y, lo más importante, el oficial encargado de la intenden-


cia de los cuarteles de Madrid.
Todo el mundo sabía que el puesto de su marido era muy envidia-
do, pues estaba claro que Martínez Campos lo había colocado allí para
lucrarse también con todos los tejemanejes y sobresueldos que acom-
pañaban a aquel cargo.
Pero la idea de doña Carmen no era quedarse con las migajas del
general, así que instó a su marido para que buscara a alguien que cono-
ciera la manera de maximizar las ganancias.
Asociarse con Arturo Buendía en estas cuestiones había sido el gran
acierto del coronel, aunque nunca imaginó que iba a ser tan suma-
mente beneficioso para todos.
La visión comercial de Buendía era magnífica, y pronto había sabi-
do ver la manera de servirse del ejército para salvar muchos obstáculos
y abrir nuevos horizontes para sus propios negocios, como las cada vez
más lucrativas transacciones con Cuba.
Gracias a ello, podían tener muy contento al general, que había vis-
to aumentar sus ganancias sin hacer nada para ello, y la familia García-
Valls podía decir al fin que estaba en la cúspide social, al menos según
los criterios de doña Carmen.
Atrás quedaban aquellos primeros años en Cuba, que recordaba
como un auténtico infierno, pues el calor, la humedad, y la crianza de
sus hijos pequeños fueron una experiencia traumática para ella.
Además, en esa época, el miedo de pensar que su marido podía
fallecer en combate contra los rebeldes, dejándola a ella sola con Lucía
muy pequeña y Cancio recién nacido, era algo que no le permitía con-
ciliar el sueño. Perdió muchos kilos, y casi cayó enferma, pero logró
superar aquella prueba.
A veces aún se despertaba empapada en sudor, soñando que volvía
a estar en Cuba, habiéndolo perdido todo.
Solo eran malas pesadillas, pensaba doña Carmen, reconfortándose
a sí misma. Menos mal que habían vuelto a la península con tiempo
para que Lucía absorbiera los modos y costumbres de la metrópoli,
dejando atrás el insufrible clima caribeño, las rebeliones y el miedo.
Lo bueno habían sido los contactos y amistades dejados allá por el
coronel, que ahora le servían como anillo al dedo para los negocios de
Buendía.
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Por fin estaba viviendo tal y como siempre había soñado, y aquel
momento en concreto era la cumbre a la que había estado intentando
escalar toda la vida: una presentación en sociedad con la flor y nata de
la sociedad madrileña.
A pesar del regocijo mental de doña Carmen, la fiesta distaba
mucho de albergar a lo más selecto de Madrid. En realidad, todo se
reducía a algunos militares de la cuerda de su marido, a quienes la
República federal asqueaba desde su nacimiento, políticos conserva-
dores, alejados en esos momentos del poder efectivo, y algún que otro
comerciante. Casi todos habían llegado acompañados de sus respecti-
vas esposas.
Luego estaba la familia de Leandro, el prometido de su hija, la fa-
milia Buendía y algún que otro vecino, a los que doña Carmen había
seleccionado con la intención de que difundieran lo exquisito de la
fiesta entre el vecindario.
Ningún representante del Gobierno, y mucho menos algún aristó-
crata. Pero para doña Carmen era suficiente. Intuía que al final algu-
nos de los asistentes a la fiesta terminarían gobernando, y con estar a
bien con ellos bastaba y sobraba. De momento.
Tenía un don para saber quién iba a triunfar, y eso nunca le había
fallado. Solo era cuestión de esperar, y tampoco demasiado, pues la
República hacía aguas por todas partes.
Tenía esperanza en lo que algunos de los allí presentes estaban
preparando. Pronto los que de verdad debían hacerlo estarían en el poder,
y su marido seguiría escalando posiciones, como siempre había hecho.
Estaban en el momento justo para ello. Indalecio aún era joven,
y doña Carmen soñaba con verlo de ministro… o de presidente del
Gobierno. ¿Por qué no? Soñar era gratis, y ella no tenía límites.
Pero lo primero era lo primero. Un paso detrás de otro. Ahora
debía volver a la realidad del momento, que pasaba por agasajar con-
venientemente a sus invitados. Y a eso nadie le ganaba.

–Bueno, parece que ya hemos llegado –dijo Cesáreo Rubio ante la


inusual ausencia de su hijo.
Físicamente, Mario estaba allí, de eso estaba seguro porque lo tenía
ante sus ojos, pero Cesáreo no estaba acostumbrado a que su primogé-
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nito estuviera tan lejos mentalmente–. ¡Hijo! ¡Despierta! –exclamó–.


Tenemos que bajarnos. Ya hemos llegado a la casa del coronel.
–Ah, sí, por supuesto –contestó Mario con una mezcla de ansiedad
y desgana que su padre no sabía a qué achacar.
Mario le había estado dando vueltas a la situación desde que ha-
bían dejado a Lucía y Amalia en la puerta de los almacenes de Buen-
día.
En realidad sabía lo que le pasaba. No le apetecía nada ver cómo
aquella chica, que se le había metido en su mente sin avisar, y cuya
imagen no dejaba de rememorar una y otra vez, se comprometía en
matrimonio.
Era absurdo, lo sabía, pero esa incomodidad se hacía más grande a
medida que transcurrían los minutos.
No entendía el porqué de aquella atracción hacia una chica a la que
solo había visto una vez.
Lucía era realmente bonita, pero tampoco era una gran belleza por
la que volverse loco. Era otro tipo de atractivo el que le había dejado
hipnotizado. Algo salvaje, una especie de fuerza vital que emanaba de
sus ojos le había traspasado el corazón en cuanto sus miradas se cru-
zaron.
Aquella mujer tenía algo que no había visto en ninguna otra, y aún
no sabía muy bien el qué.
Quizá el sueño que había tenido esa noche tenía la culpa de
todo.
Volvían a encontrarse en la puerta de los almacenes, pero esta vez
estaban ellos dos solos. No se hablaban, simplemente se sonreían.
En el sueño ella iba tal y como la había conocido, con un vestido
beige sencillo, y su larga melena negra recogida con un lazo apretado,
que la hacía parecer todavía más joven de lo que era.
Sus ojos, grandes y castaños, enmarcados en una cara delgada y vi-
varacha, lo miraban fijamente. Sus labios, rojos, delicados, húmedos,
perfilados de una manera sutil dentro de su rostro, lo conducían hacia
ella como la luz de un faro guía a los barcos que están en el mar.
Entonces se cogieron de las manos y se atrajeron mutuamente.
Mario sentía que tenía que besarla, sabía que debía hacerlo. Sus labios
eran cálidos y dulces. Era la sensación más placentera que había vivido
hasta entonces.
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Tras esa imagen despertó sin más, agitado.


Se preguntó en ese momento si se había enamorado a primera vis-
ta. No supo qué contestarse, pues jamás había sentido aquello de una
manera tan fuerte.
Siempre había habido chicas que lo habían atraído, pero nunca con
aquel irresistible magnetismo.
Se avergonzó de sí mismo. Ya no era un niño para que le ocurrieran
ese tipo de cosas, y menos de buenas a primeras.
Durante ese día todo lo que le interesaba, la política, el país,
el negocio familiar, pasaron a un segundo plano. Toda su mente ha-
bía estado ocupada por Lucía y por ese sueño tan vívido que había
tenido.
Siguió a su padre hasta la puerta de entrada de la casa como un
autómata. Un mayordomo se encargó de recibirles y preguntarles sus
nombres para anunciarles convenientemente. Luego les acompañó
hasta un amplio salón que era donde iban a pasar la velada.
Una amplia mesa con refrigerios, un gran piano de cola, y muchas
sillas en hilera alrededor de la estancia componían todo el mobiliario
de la sala.
A doña Carmen le hubiera gustado disponer de un palacete para ir
cambiando a los invitados de estancia según el momento de la noche,
pero de momento esa pieza debería servir para recibirlos y para la ve-
lada posterior a la cena.
Todo se andaría.
–Los señores don Cesáreo Rubio y su hijo, don Mario Rubio, de
Murcia –anunció el mayordomo, mientras un par de docenas de ca-
bezas se volvían para saludarlos con cierta curiosidad, pero retomando
sus conversaciones inmediatamente, mientras el resto de los invitados
no les hacían ningún caso.
Lucía no estaba allí, observó Mario, casi con alivio.
El coronel, en cuanto hubieron sido anunciados, se acercó a ellos
acompañado de doña Carmen.
–¡Mi querido Cesáreo! –exclamó García-Valls con sinceridad–.
¡Qué bien que hayas venido!
–¡No querría estar en otro sitio ahora mismo! –contestó Cesáreo
con exceso de entusiasmo–. Te agradecemos mucho que nos hayas
invitado.
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–El gusto es nuestro –respondió Indalecio sonriendo, y dirigiendo


la atención hacia su mujer, que se encontraba a su izquierda–. Mi es-
posa, Carmen –dijo a modo de presentación.
–Encantado de conocerla –dijo Cesáreo al tiempo que cogía la
mano de la dama y efectuaba el caballeroso ademán de besársela–. Este
es mi hijo Mario –añadió.
El joven cogió la mano de la misma manera que había hecho su
padre, mientras observaba a la mujer, intentando encontrar parecidos
entre ella y Lucía.
Le pareció encontrarlos, aunque la joven era mucho más bella
que su madre, y la energía que emanaba de Lucía tenía una pureza que
distaba mucho de encontrar en aquella señora. Había algo en doña
Carmen que no terminó de gustar a Mario, provocando en él un re-
chazo inconsciente.
Tras una breve conversación intranscendente, en la que los murcia-
nos explicaron a la esposa del coronel la razón de su visita a Madrid y
la coincidencia que los había llevado a la fiesta, la señora de la casa se
excusó alegando que debía seguir atendiendo a los demás invitados, y
los dejó solos con Indalecio.
Mario notó cierto desdén en doña Carmen a la hora de dirigirse
a ellos, como si en realidad le molestara su presencia allí. Lo que no
sabía es que esa misma mañana había reprochado a su marido el que
los hubiera invitado.
No eran los invitados adecuados en una fiesta como aquella. Gente
de provincias sin costumbre en fiestas de aquel tipo, podían hacer mil
cosas inconvenientes, le dijo a su marido.
El coronel protestó, replicando que él era tan de provincias como
Cesáreo, y que este había sido un gran amigo en su juventud. Sin em-
bargo, sus argumentos no terminaron de convencer a doña Carmen, y
la presencia de aquellos murcianos la seguía incomodando.
–¿Le interesa la política, joven? –preguntó García-Valls dirigién-
dose a Mario.
Sin poder evitarlo, Cesáreo comenzó a sudar al escuchar la pregunta.
–Sí, señor –contestó Mario–. Procuro estar informado de lo que
pasa en el país.
–Eso está muy bien –exclamó el coronel–. A mi hijo Cancio no le
interesa. Prefiere otro tipo de diversiones, me temo. A veces me gus-
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taría poder charlar con él de las últimas noticias del Congreso o de los
terribles derroteros que está tomando España… Pero es imposible, se
lo toma todo a broma.
Mario captó de inmediato la ideología del coronel, y supuso instin-
tivamente que la mayoría de los invitados compartirían esos mismos
pensamientos. El sentido común le advirtió de que debía reprimir sus
verdaderos impulsos y seguirle el juego.
No en vano, su futuro comercial dependía de la buena sintonía que
mantuvieran con el coronel, y le había prometido a su padre que no
pondría obstáculos.
Pensó que no estaría mal hacerse amigo del coronel, aunque tuvie-
ra que disimular sus tendencias.
–Pues yo considero que es una de las cosas más importantes de las
que puede estar pendiente un ciudadano responsable –replicó Mario
con una sonrisa.
Cesáreo, creyendo que su hijo podía meter la pata, observaba la
escena con inquietud, e intentó llevar la conversación por otros derro-
teros.
–Bueno, Mario, en realidad lo que más te debe importar ahora es el
negocio, ¿no crees Indalecio? –preguntó torpemente.
Mario sabía que su padre estaba sufriendo y lamentó no poder
advertirle de sus intenciones, pero no podía perder aquella opor-
tunidad.
–Padre, por supuesto que los negocios son importantes, pero lo
primero es la grandeza de la patria, y luego todo lo demás –dijo con
decisión, esperando que su padre comprendiera que no tenía inten-
ción de meterse en líos.
–¡Bien dicho hijo! –exclamó el coronel, que no era consciente de su
propio egoísmo, y solía confundir intereses nacionales con su propia
riqueza.
–Gracias –contestó Mario un poco avergonzado por el halago–.
Siempre he admirado a los hombres que se preocupan por el bienestar
común, por eso sigo habitualmente la actualidad política –dijo ambi-
guamente.
–¿Y qué piensas entonces de la situación actual? –preguntó el coronel.
La pregunta era muy difícil, pues Mario quería seguirle el juego
al militar, pero tampoco quería faltar en exceso a sus propios ideales.
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–Que andan algo perdidos –contestó saliendo del paso.


–Sí, así es –afirmó Indalecio sin sombra de duda–. Y están hacien-
do que se pierda el país con ellos.
–Quizá les falta decisión. El presidente Figueras aceptó el car-
go a regañadientes, y puede que no sea la persona más adecuada
para desempeñarlo –añadió Mario sin mentir, pues era lo que pen-
saba.
Mario dijo esto a sabiendas de que lo que realmente deseaba era
que Figueras fuera sustituido por una persona que ahondara más pro-
funda y rápidamente en los cambios que la República, a su juicio,
necesitaba.
Su favorito para ello era Pi y Margall, amigo de Antonete Gálvez,
abanderado de la causa republicana desde el cantonalismo, y actual
ministro de la Gobernación.
–¡Efectivamente! –exclamó García-Valls–. ¡Hace falta mano dura,
joven! –añadió el coronel asumiendo que Mario comulgaba con
sus ideas, dado que para él eran las únicas sensatas–. Un cambio de
Gobierno es lo que necesita España. Alguien que sepa guiarla por el
camino recto –añadió.
–Bueno, el mes que viene habrá elecciones. Quizá en ellas el pueblo
exprese con claridad sus deseos –dijo Mario con tranquilidad.
El coronel miró a Mario con condescendencia, mostrando una me-
dia sonrisa en su rostro.
–Hijo, el pueblo es como un niño pequeño –dijo el militar–, cree
que lo que más le gusta es lo que le conviene. Pero el padre sabe que no
siempre es así, y que, a pesar de las protestas y los lloros, debe obligarle
a ir por el buen camino.
Mario se quedó mirando al coronel, también con una media sonri-
sa, intentando contener todo lo que le venía a la mente.
–Si usted lo dice, coronel… –contestó Mario.
En ese momento, García-Valls no le estaba escuchando, puesto
que había visto a alguien a quien no había saludado.
–¡Don Antonio! –exclamó el coronel atrayendo la atención del alu-
dido.
Mario y su padre vieron acercarse a un hombre de unos cuarenta
y cinco años, corpulento, aunque no muy alto. Lucía bigote y perilla,
pero mucho más discretamente que el coronel.
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–Tengo el honor de presentarles a don Antonio Cánovas del


Castillo –dijo García-Valls henchido de orgullo al codearse con el fa-
moso político.
Mario reconoció de inmediato el nombre.
–¿El político monárquico? –preguntó impactado de conocerlo, sin
pensarlo mucho.
–A mucha honra, joven –contestó Cánovas, campechano, con su
inconfundible acento malagueño.
–Encantado de conocerle, don Antonio –dijo Cesáreo con una
sonrisa, más emocionado, si cabía, que su hijo.
–Sepa usted que he leído con mucho interés sus artículos –dijo
Mario, siguiendo con el tono ambiguo que llevaba usando desde que
habían llegado.
No era mentira, pero lo cierto era que siempre había criticado con
dureza los escritos de Cánovas, llamándolo retrógrado, dada la vehe-
mencia con la que defendía la vuelta de los Borbones.
–Me alegra escucharlo, joven –contestó Cánovas–, últimamente
no siento que mi opinión sea muy valorada, la verdad –añadió el po-
lítico, dando por supuesto, al igual que lo había hecho el coronel, que
se hallaba ante un admirador.
–No desespere, don Antonio –intervino García-Valls–, ya verá
como las aguas volverán a su cauce, y entonces usted tendrá muchas
cosas que decir –añadió.
–Dios le oiga, coronel, Dios le oiga. ¡España necesita un rey! –con-
testó el político.
–¡Estoy de acuerdo con eso! –replicó Cesáreo para sorpresa de
Mario, pues su padre no opinaba de política casi nunca.
El joven lo achacó a la emoción de estar frente a uno de los líderes
políticos más destacados del país, aunque ahora poco influyente den-
tro de la República.
En ese momento entró en la sala Lucía. Toda la atención que Mario
estaba prestando a la conversación quedó eclipsada por su imagen.
El vestido, parecido al que llevaba el día anterior, era más os-
curo, con muchos toques de verde, el mismo color que el del lazo que
iba anudado a la cintura. El pelo, en esta ocasión, estaba recogido con
mucha elegancia, dejando un par de tirabuzones a los lados de la ca-
beza.
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Para Mario, en ese momento, era la imagen de la perfección.


A pesar de que Cánovas del Castillo, Cesáreo y el coronel, seguían
charlando animadamente, Mario ya no escuchaba nada. No podía
apartar su mirada de la figura de Lucía. Tampoco se dio cuenta de
que Amalia, que había aparecido en la estancia junto a su amiga, se
encontraba allí.
Era como si en el mundo, en ese momento, no hubiera nadie más
que aquella chica para Mario.
De pronto, notó que los ojos de Lucía, que estaba echando un vis-
tazo a todos los invitados, se paraban en los suyos. Mario mantuvo la
mirada, incapaz de disimular la atracción que sentía por ella.
La joven posó sus ojos en él dos segundos más de lo conveniente,
mostrando una sonrisa a modo de saludo, y siguió observando la es-
tancia. Entonces Mario se dio cuenta que alguien se acercaba a ella.
Era un joven vestido de militar. El pelo rubio, cortado a cepillo,
y la espada al cinto, le conferían un aspecto duro. El joven murciano
tuvo que reconocer que era bien parecido.
Al igual que Mario, el resto de los asistentes a la fiesta también
se volvieron al ver entrar a Lucía, ya que ella era la razón de aquella
reunión, llamando así la atención del coronel.
–Parece que al fin se ha dignado bajar –dijo García-Valls al per-
catarse de la presencia de su hija, acompañando sus palabras con más
admiración que reproche. Para él era la alegría y el orgullo de su vida.
Mario observó cómo el joven militar rubio se seguía acercando a
Lucía, hasta que llegó frente a ella. Entonces le cogió la mano y se la
besó galantemente.
–Estás preciosa –dijo sin más.
–Muchas gracias, Leandro. Eres muy amable –contestó Lucía res-
pondiendo al elogio.
Mario sintió una punzada en el corazón. Ese hombre era el prome-
tido de Lucía.

–¿Es ese el paleto que decías? –preguntó Cancio, el hijo pequeño de


los García-Valls.
–Sí –contestó Buendía, que había llevado a un aparte al joven–.
Mira qué cara de pasmado tiene el pollo ahora –añadió.
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–¿Y qué tienes contra él? Parece un buen hombre –preguntó el


muchacho, intrigado.
–Eso es cosa mía. No me seas cobarde, no vaya a ser que se te note
demasiado la pluma –replicó Buendía.
–¡No digas tonterías! –exclamó Cancio azorado ante el exabrupto
del comerciante–. Es que no quisiera que mi padre se molestara con-
migo –se justificó.
–Yo creo que se enfadaría más si se enterara de ciertas cosas, ¿no?
–preguntó retóricamente Buendía ante los escrúpulos de Cancio–,
porque si supiera que te encamas con el putito ese… ¿cómo se llama?
¡Ah, sí! ¡Fulgencito! –añadió Buendía.
–Cabrón de mierda –escupió el joven por toda respuesta, mante-
niendo la mirada fija en él y apretando los puños.
–Oye, un respeto –respondió Buendía, sin acusar en ningún grado
la amenaza implícita del joven–, o dejo de pagarle la comida al muerto
de hambre ese –amenazó Buendía con frialdad–. ¿Es que quieres que
vuelva a trabajar de chapero en el antro ese donde lo encontraste? ¿No
querrás que la policía lo detenga por sodomita? –preguntó el comer-
ciante dejando en el aire las consecuencias de llevar a cabo la amenaza.
–No –contestó Cancio tras unos segundos.
–Con la ruina que te da tu padre, tu putito pasaría mucha necesi-
dad. Aunque siempre podríais amoldaros. El amor hace milagros…
si no acabáis en la cárcel, claro –continuó Buendía, que disfrutaba
haciendo sufrir al que él consideraba un degenerado.
Cancio volvió a mirar a Buendía con dureza, deseando matarlo allí
mismo, pero sin atreverse a ir más allá.
–Mira, consiento y financio tus perversiones para que me tengas
informado y para que hagas lo que yo te diga cuando yo te diga, ¿que-
da claro? –amenazó.
–Clarísimo –respondió el joven–. Di lo que quieres que haga, ven-
ga –apremió.
–Muy bien. Esa es la actitud –replicó el comerciante con una son-
risa gélida.

–Señoras y señores, ya saben el motivo de esta reunión, pero me gus-


taría hacerlo oficial en este mismo instante –informó el coronel emo-
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cionado–. Me complace anunciarles el próximo enlace matrimonial


entre mi hija, Lucía García-Valls de Osorio y don Leandro Cerón de
la Torre, el próximo 29 de junio, domingo, en la iglesia de San Ginés
de Arlés. ¡Un brindis por los futuros esposos!
Todos los asistentes juntaron su copa con las personas que tenían
próximas, agitando el jerez proporcionado por los García-Valls.
Tras el brindis, y para ligero bochorno de doña Carmen, el coronel
propuso un aplauso para los novios, que sin embargo sonó sin dema-
siada energía, y en el que Mario participó con suma desgana, siguien-
do los acontecimientos como si no estuviera viviéndolos.
Pasado el anuncio, todos los invitados se fueron acercando a la fe-
liz pareja para desearle todo tipo de parabienes, aunque Mario no se
sentía muy inclinado a acudir, encontrándose un poco al margen de
todo.
Su padre había hecho buenas migas con Cánovas, y ahora estaba
muy entretenido con el malagueño, que le estaba presentando a otros
políticos de su ideología.
Dado que la mente de Mario no estaba en ese momento para pres-
tar mucha atención a la política, había aprovechado para ir a buscar
una copa más del excelente vino jerezano que los García-Valls estaban
ofreciendo como aperitivo antes de servir la cena.
No observó que Cancio se había ido acercando a él de soslayo.
–Otro que va a abandonar el maravilloso mundo de la soltería
–dijo el hijo del coronel sin presentación previa, refiriéndose a su fu-
turo cuñado.
Mario observó que se trataba de un chico joven, que seguramente
no llegaba a los veinte años, y sonrió ante el comentario.
–A todos nos ha de llegar el momento, supongo –contestó.
–¡Espero que el mío sea muy tarde! –exclamó entre risas.
–Parece que estuviéramos hablando de la muerte, en lugar
del matrimonio –respondió Mario intrigado por la vivacidad del
joven.
–No veo la diferencia entre una cosa y la otra –replicó Cancio con
seriedad fingida ante la sonrisa de Mario, que no pudo evitar sentir
cierta simpatía por él.
–Soy Cancio García-Valls, el hijo del coronel –se presentó sonrien-
do de la misma forma que Mario.
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–Mario Rubio, de Murcia –contestó el murciano–. Nuestros pa-


dres son amigos de juventud, y la casualidad ha querido que se encon-
traran ayer –informó.
–¡Un murciano! –exclamó Cancio fingiendo sorpresa con verosi-
militud–. No conozco a muchos, a pesar de que mi padre naciera allí
–confesó–. Tengo una tía abuela que creo que aún vive, pero la verdad
es que no nos queda más familia en Murcia, por eso no hemos ido
nunca.
–Es una lástima –dijo Mario–. Es una tierra preciosa –añadió con
orgullo.
–Eso he oído. La torre de la catedral más alta de España, la inaca-
bable huerta, la vista desde la Cresta del Gallo… No se crea, de vez en
cuando mi padre nos cuenta cosas de allí –dijo Cancio.
–Creo que en realidad la torre más alta de España es la Giralda de
Sevilla… pero mantengamos el secreto –dijo Mario entre risas.
–¡No se lo cuente a mi padre! –exclamó representando en su rostro
una expresión de peligro con la que hizo reír a Mario.
Después de un rato hablando sobre el objeto de la visita a Madrid,
y de las circunstancias que habían traído a los murcianos a esa fiesta,
Cancio se mostró muy interesado por la vida en Murcia y sus fies-
tas y tradiciones, relatándole los pormenores del bando de la huerta y
el entierro de la sardina.
Ambos jóvenes se cayeron enseguida muy bien, y pronto se tu-
tearon.
Mario se sintió tan confiado, que incluso confesó que él no co-
mulgaba con las ideas tan conservadoras que había ido escuchando en
algunos de los invitados, creyendo intuir cierta complicidad en Cancio.
–Sí, son un auténtico atajo de retrógrados, empezando por mi pa-
dre –aseguró Cancio–. Yo no tengo nada que ver con ellos. Me asquean
–admitió el hijo del coronel para satisfacción de Mario–. Me gustaría
que mi padre fuera más afín a las ideas progresistas del Gobierno, pero
no, es un conservador nato. Y eso que viene de Murcia, tierra de rebel-
des, pero ya ves.
Cancio hizo como que se daba cuenta de su error, e intentó arre-
glarlo.
–Perdona, no quería insultar a los murcianos ni nada de eso –dijo
con tono de disculpa–. Lo decía porque mi padre a veces ha comen-
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tado que últimamente ha habido muchos levantamientos populares


por allí.
–Sí, bueno, alguno ha habido, esa es la verdad –admitió Mario.
–Sí. Mi padre ha mencionado alguna vez a un cabecilla famoso,
pero ahora no me acuerdo del nombre… Antoñito o algo así –dijo
Cancio.
–Antonete –corrigió Mario–. Antonete Gálvez.
–¡Ese! –exclamó Cancio–. Debe ser un bandolero de esos que había
cuando la guerra contra los franceses, porque mi padre dice que era un
criminal que se ocultaba en el monte –dijo Cancio expectante ante la
reacción de Mario–. ¿¡Te imaginas!? Ir por los montes robando lo que
te hiciera falta, huyendo de las autoridades... ¡Libertad! ¡Eso sí es vida!
–exclamó fingiendo emoción e inocencia.
–No es un bandolero –zanjó Mario–. Solo es un huertano que lu-
cha por los derechos del pueblo. Y habla más bajo, por favor –rogó
Mario.
–¿Es que lo conoces? –preguntó imprimiendo a sus palabras toda la
inocencia y admiración de la que fue capaz.
Mario sopesó la conveniencia de sincerarse con aquel joven abierto
y afable, tardando unos segundos más de lo aconsejable, circunstancia
que Cancio supo aprovechar.
–¡Sí lo conoces! –exclamó el joven riendo.
–¡Calla, calla! –contestó entre risas.
–¡Cuenta, cuenta! –apremió Cancio, bajando la voz y acercándose
a Mario, que estaba comenzando a intuir las preferencias amatorias de
Cancio, algo que no comprendía, pero que tampoco le molestaba en
absoluto.
–Lo conozco desde que tenía veinte años. En aquel momento nos
creíamos héroes. O al menos yo lo creía –reconoció–. Fue cuando la
revolución de 1868, en la que se destronó a Isabel II –confesó, inten-
tando que nadie más que Cancio lo escuchase.
–¡Vaya! ¿Os creíais? ¿Es que participaste? ¡Eso es alucinante! –pre-
guntó asombrado como un niño que escucha a alguien que admira.
Mario se dejó llevar por ese entusiasmo y bajó completamente la
guardia.
–Sí –confesó Mario con orgullo–. Fue un día histórico. Entramos
en Murcia con su partida de rebeldes desde el monte Miravete, que
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está cercano a la ciudad, y la gente nos aclamaba. Pensábamos que


habíamos cambiado el mundo –reconoció.
–¿Y qué pasó para que lo condenaran a muerte? –preguntó
Cancio.
–¿Cómo sabes tú eso? –preguntó Mario comenzando a extrañarse
de los conocimientos que parecía mostrar Cancio sobre Antonete.
–Mi padre ha hablado sobre él a veces. Suele comentar con la fa-
milia las noticias sobre Murcia –improvisó Cancio, que no había teni-
do noticias de Gálvez hasta que esa misma tarde se las había contado
Mínguez.
Mario asintió con la cabeza, creyendo al joven.
–Cuando Isabel II fue destronada, dábamos por supuesto que
vendría una república –comenzó a explicar Mario–. Pero Prim nos
engañó, y se las ingenió para sentar en el trono a Amadeo –recor-
dó Mario, exhibiendo un gesto de desprecio–. En aquel momento,
Antonete volvió a levantarse en armas, pero en esa ocasión tuvimos
que hacer frente a la Guardia Civil… nos quedamos sin balas an-
tes que ellos –reconoció Mario–. Yo me escapé por pelos, y a los ca-
becillas los condenaron a muerte. Por suerte, Gálvez pudo escapar a
Argel. Pero con la amnistía de 1870 volvió –concluyó.
–¡Vaya historia! ¡Eres todo un revolucionario! –reconoció
Cancio.
Al ver la excitación de Cancio, Mario comenzó a pensar que había
hablado más de la cuenta, quizá relajado por los efluvios del vino.
Decidió rebajar la exaltación del muchacho.
–Bueno, eso fue cuando era tan joven e inconformista como tú.
Últimamente no hago esas cosas –dijo haciendo gestos con las manos
para que Cancio bajara la voz.
En ese momento cayó en la cuenta de que no había felicitado a
Lucía, y le comunicó a Cancio su intención de hacerlo, pues no quería
parecer desconsiderado.
–Déjame acompañarte… yo tampoco lo he hecho –propuso el jo-
ven.
En ese momento, la aparentemente feliz pareja de novios se encon-
traba atendiendo a un militar, grande, gordo y bastante feo, mientras
Mario sentía que se le desbocaba el corazón conforme se acercaba a la
chica.
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–¿Cómo está usted, don Arsenio? –preguntó Cancio en cuanto lle-


garon a la altura del trío formado por los novios y el militar, interrum-
piendo la conversación sin pedir permiso.
–Muy bien, Cancio, gracias –contestó el interpelado. Mario cayó
en la cuenta entonces de que se trataba del general Arsenio Martínez
Campos, el famoso valedor del coronel–. ¿Ha conseguido ya tu padre
meterte en vereda? –preguntó este sin más.
–Lo intenta, general, a fe que lo intenta. Un día de estos tendrá
éxito –contestó Cancio con desvergüenza, para sonrojo de Leandro y
diversión de Mario.
–Yo sé lo que te hace falta a ti –contestó el militar haciendo, a
modo de broma, el gesto inequívoco de propinar una bofetada.
En el fondo le tenía simpatía al muchacho, pues lo conocía desde
niño y, como le hacía gracia, le permitía sus confianzas.
–Me temo que conmigo no termina de funcionar el jarabe de palo,
general. No dude que mi padre gastó en mi niñez una buena ración, y
ni por esas –dijo Cancio con naturalidad–. Pero no desespere, general.
Últimamente me estoy aplicando en hacerle caso, y seguro que pronto
lo conseguiré –añadió haciendo reír al militar.
Cancio se dirigió a la pareja recién prometida.
–En realidad, nosotros veníamos a darle la enhorabuena a mi que-
rida hermana y a Leandro, que pronto será parte de nuestra familia
–dijo justo antes de dar un apretón de manos a su futuro cuñado y
besar en la mejilla a Lucía.
–No le arriendo las ganancias de ganar un cuñado como este,
Leandro –masculló el general haciendo reír forzadamente al novio de
Lucía.
–Ya nos vamos conociendo –admitió Leandro–. Creo que nos lle-
varemos bien, como debe ser entre hermanos –añadió en un tono casi
amenazante, creyó detectar Mario.
–Sí. Yo siempre pedía uno a los Reyes Magos, y mira, al fin lo ten-
go –contestó Cancio con sorna, para enfado interior de Leandro, que
tapó con una sonrisa, pues disimulaba muy bien el asco que le tenía a
su futuro cuñado.
Sin embargo, el comentario fue causa de diversión en los demás.
–Perdón, no les he presentado a Mario Rubio –continuó de inme-
diato, sin dar opción a réplica a Leandro–, de Murcia, amigo de mi
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padre, pimentonero, comerciante, y futuro socio en los negocios de


Buendía, según me asegura.
Mario estrechó la mano del general con firmeza, quien lo miró
con curiosidad tras la mención a Buendía, que era su más lucrativa
fuente de ingresos últimamente, para a continuación dirigirse a los
novios.
–Enhorabuena a ambos –dijo Mario en tono neutral–, espero que
sean ustedes felices en su matrimonio.
–Muchas gracias –contestó Lucía mirando fijamente al murcia-
no–. Aunque creo que mi hermano se ha confundido. En realidad,
es el padre del señor Rubio el amigo del mío –dijo informando a los
presentes.
–Ya decía yo –masculló Martínez Campos–. Demasiado joven me
parecía.
–Por cierto, ¿y su padre? ¿Está por aquí? –preguntó Lucía al mur-
ciano–. Me encantaría saludarle –aseguró la joven, que se sentía algo
inquieta en presencia de Mario, como si todo su ser se revolviera en su
interior, poniéndola extrañamente nerviosa y alegre a un tiempo.
Mario se había olvidado completamente de su padre.
–Estaba hablando con el señor Cánovas del Castillo y lo he perdido
de vista. Ahora mismo iré a buscarlo –contestó.
–¿Os conocéis? –preguntó Leandro a Lucía, intrigado por el trato
hacia el murciano, con un cierto tono de sentido de la propiedad en
sus palabras que no pasó desapercibido para Mario, y aún menos para
Lucía.
–Apenas –contestó la joven–. Ayer coincidimos en los almacenes
de Buendía solamente unos minutos –dijo Lucía con naturalidad ante
la mirada suspicaz de Leandro.
–¡Ah! ¡Hablando de los Buendía! –exclamó Martínez Campos al
observar que Amalia se acercaba a ellos, después de haber acabado una
conversación unos metros más allá–. ¿Qué tal estás, hija?
–Muy bien, gracias, general –contestó esta tímidamente mientras
miraba de reojo a Mario.
La presencia del joven la turbaba más de lo que podía disimular.
Lucía la miró de reojo, sabiendo lo que estaba pasando por la ca-
beza de su amiga en ese momento. La conocía muy bien para no saber
cuándo estaba nerviosa.
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De pronto, la joven novia se sorprendió a sí misma molesta con su


amiga. ¿Por qué le estaba pasando eso? Cayó en la cuenta de que no le
gustaba la idea de que pudiera haber algo entre Amalia y Mario.
Inquieta, descubrió que estaba empezando a sudar, mientras un
calor inesperado acudía a su cuerpo.
Amalia observó a su amiga y la notó extraña. Sin embargo, no intu-
yó ni por un segundo la causa de su desasosiego.
En ese momento, el mayordomo, por orden de doña Carmen, hizo
su entrada en la sala.
–La cena está servida –anunció–. Pueden ir pasando al comedor, si
son tan amables.
El general, que ya estaba hambriento, se alejó sin más en dirección
al comedor, mientras los cuatro jóvenes se quedaban parados sin saber
muy bien qué decir.
Lucía luchaba por alejar los pensamientos que hacía unos segundos
habían acudido a su cabeza. Decidió con rapidez que aquello era una
locura, y que debía ayudar a su amiga a que intimara con el murciano.
–Cancio, ¿por qué el señor Rubio y tú no acompañáis a Amalia
durante la cena? –propuso casi a su pesar–. Hoy no voy a poder estar
muy pendiente de ella, y como veis no abunda la gente de nuestra
edad.
Amalia miró a su amiga con cierto aire de sorpresa, comprendien-
do inmediatamente las intenciones de Lucía, que ya estaba casi repues-
ta de su confusión inicial.
Pasados los primeros instantes de tensión interna, Amalia se dijo,
en uno de esos pensamientos que vuelan dentro de la mente a veloci-
dad extrema, que a pesar del nerviosismo que la atenazaba, había que
aprovechar la oportunidad de intimar con Mario, y debía reconocer
que su amiga había estado hábil.
–Si ella está dispuesta a aguantarme, por mí no hay problema –con-
testó Cancio expresando en su rostro su extrañeza ante la proposición
de su hermana, pues sabía que no era santo de la devoción de Amalia.
–¡Cancio! ¡Hoy compórtate, por favor! –protestó Lucía, a la que las
bromas de su hermano no terminaban de hacerle gracia.
Mario intercedió por su nuevo amigo en ese momento.
–Por supuesto que sí, no se preocupe señorita Lucía. Lo haremos
encantados –contestó Mario, que le hubiera dicho que sí a Lucía a
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cualquier cosa que le hubiera propuesto, provocando involuntaria-


mente con su respuesta el sonrojo involuntario de Amalia.
–Entonces me quedo tranquila –sentenció Lucía, a pesar de que la
tranquilidad no era el sentimiento dominante en ella en ese momento.

–No se fíe mucho de Cancio –dijo en voz baja Amalia, disimulando,


acercándose todo lo que pudo al oído de Mario, y aprovechando que
el hijo del coronel estaba hablando con Cesáreo, sentado a su dere-
cha, mientras que Mario y Amalia habían caído a su izquierda, por ese
orden.
Para poder hacerlo había echado mano de toda la decisión que
pudo reunir, aunque aparentemente parecía tranquila.
El murciano miró intrigado a Amalia, que comprobó que Cancio
seguía en animada conversación con Cesáreo.
–Es una intuición. Lo conozco, y me da la impresión que va a dejar
caer alguna de las suyas… aunque no puedo asegurarlo. Solo es una
impresión –dijo disimulando todo lo que pudo–. Conociéndolo, nada
bueno, créame.
–Estaré atento –confirmó Mario, sin poder creer que aquel joven-
zuelo dicharachero pudiera suponer una amenaza para nadie.
–Cancio es imprevisible. Puede parecer que es tu mejor amigo,
pero nunca sabes por dónde puede salir –explicó la joven.
–Bueno, eso es algo que pasa con muchas personas –replicó Mario.
–Yo no diría tanto –dijo Amalia–. Por ejemplo, de usted nunca lo
diría –añadió con un tono de cierto coqueteo en sus palabras que a
Mario no le pasó desapercibido.
–Es usted muy amable –contestó Mario–, pero quizá yo sepa disi-
mular muy bien, y en realidad sea… no sé… un asesino –propuso con
tono jocoso, para divertimento de la joven, que le rio la gracia.
–En ese caso, lo disimula usted muy bien –zanjó Amalia con una
sonrisa.
La cena consistió en ensaladas frescas, paté de oca, carne mechada,
embutidos ibéricos, dados de merluza a la menier, pato en salsa y dis-
tintas guarniciones de patata y verdura que colmaban en abundancia
la gran mesa que ocupaba casi todo el espacio del comedor, quizá de-
masiado pequeño para la ocasión, a pesar de que era realmente grande.
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Los vinos franceses no faltaron, y fueron admirados por los enten-


didos, entre los que no se contaba Mario, incapaz de distinguir un
buen Burdeos de un Jumilla corriente.
De postre fruta del tiempo, y un suflé de chocolate que terminó
de redondear una gran cena, aunque excesiva a la vista de la enorme
cantidad de comida sobrante, para regocijo del servicio, que podría
disfrutar de aquellas sobras.
Sin embargo, a pesar de estar disfrutando de todos aquellos man-
jares al lado de Mario, Amalia estaba inquieta. Notaba que estaba de-
saprovechando la oportunidad de intimar más a fondo con él, pues
Cancio había vuelto a acaparar la atención de Mario con sus comenta-
rios divertidos e inteligentes.
La joven intentó volver a retomar la atención del murciano.
–¿Le está gustando Madrid? –preguntó Amalia, una vez que les
sirvieron el postre, y antes de hincar la cucharilla en él.
–Mucho –admitió Mario–. Le parecerá una tontería a alguien de
aquí, pero siempre había soñado con venir a la capital. Aquí es donde
se cuecen los entresijos de la política nacional, y donde se puede influir
sobre esta. Además, se respira la historia de nuestra nación en cada
rincón. Eso siempre me ha llamado mucho la atención.
–Yo no entiendo mucho de política, he de admitirlo –dijo Amalia–.
No creo que sea la función de las mujeres meterse en cosas que no les
son propias –añadió creyendo que esas serían las palabras que cual-
quier hombre desearía oír de una buena esposa.
–Pues yo creo que en el fondo toda mujer sería una gran política
–replicó Mario algo más alto de lo que hubiera querido, llamando con
su comentario la atención de varios comensales que estaban cercanos a
él y confundiendo a Amalia.
–Le aseguro que no sería mi caso. Una cosa es estar al tanto de
cómo va el mundo y otra pretender dirigirlo –contestó Amalia con
una media sonrisa.
–Mantengo que sí y, es más, puedo demostrar que las mujeres se-
rían mejores políticas que los hombres –replicó con seriedad fingida.
De pronto, una señora que estaba enfrente de ellos, tres sillas más a
la derecha, intervino en la conversación.
–Explíquese joven, me interesa oír su reflexión –pidió la mujer.
–Sí, sí, yo también quiero oírla –dijo otra señora, sentada a su lado.
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–Verán –comenzó a explicar Mario, un poco confuso por haber


llamado tanto la atención, lo cual no había sido su intención en nin-
gún momento–, las mujeres son expertas desde la cuna en el arte de la
política, ya que esta no es más que la capacidad de persuadir a los que
escuchan de que lo más provechoso para ellos es que hagan lo que más
conviene al orador, y conseguir, además, que crean que lo hacen por
propia voluntad –concluyó haciendo reír a algunos comensales con la
broma.
–En eso, las mujeres tienen un talento innato, sí señor –dijo un
hombre sentado enfrente, algo alejado.
–Ah, bueno, visto así… ¡Tiene usted toda la razón! –contestó rien-
do la señora que le había pedido que desarrollara su teoría.
–Pensándolo bien, los comerciantes tenemos mucho que aprender
de las mujeres... ¡Nuestros negocios irían viento en popa! –añadió el
murciano, que se había venido un poco arriba con el éxito de su inter-
vención, y los efluvios de los buenos vinos consumidos.
En ese momento, Cancio vio la oportunidad de cumplir con el
encargo que le había hecho Buendía.
El joven se había estado resistiendo toda la noche, pues Mario le
caía bien en realidad, pero una mirada del ladino comerciante le recor-
dó que lo tenía bien cogido por los huevos.
–Bueno, hay veces, querido amigo Mario –dijo el joven utilizando
un tono de voz más elevado del necesario, y aprovechando la curiosi-
dad general que había ocasionado la anécdota–, que más que persua-
dir es necesario imponer a los demás lo más conveniente para ellos
mismos… aunque no los convenzas y sea en contra de su voluntad.
–Solo estaba bromeando, Cancio, no me refería a la realidad de la
política ni de las mujeres –se excusó Mario, que no quería llevar más
allá la conversación–. Solo he tirado de tópicos para hacer una broma,
lo siento –se justificó mirando a Amalia y tratando de zanjar la cuestión.
–No, en serio, piensa en todas las figuras históricas que han impues-
to sus ideas por la fuerza… Julio César, Carlo Magno, Napoleón…
También ellos, de alguna manera, son considerados políticos. ¡Qué
digo políticos! ¡Genios de la política! –exclamó Cancio.
De pronto se hizo un silencio más general, a la espera. La gente de
alrededor parecía muy atenta a los derroteros que podía tomar aquella
conversación.
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–Me has puesto ejemplos de conquistadores, más que de políticos


–replicó Mario cayendo de lleno en la trampa urdida por Cancio–.
En pleno siglo xix, creo que se debería conquistar más con las ideas
que con la espada. Por eso opino que, para que una idea perdure, la
política ha de girar más en torno al convencimiento de los demás, des-
de la convicción propia, que a la imposición de las ideas.
Mario no se dio cuenta de que Lucía observaba desde la distancia la
conversación, sin perder detalle.
–Bueno, al fin y al cabo el pensamiento político de los conquis-
tadores que he citado antes perduró en la historia y es admirado y
respetado hoy en día –replicó Cancio–. Y no me negarás que su poder
lo consiguieron a base de violencia. No creo que hayamos cambiado
tanto desde Napoleón hasta hoy en día.
Los militares presentes, que también habían empezado a prestar
atención a la conversación, dieron su aquiescencia a las palabras de
Cancio con murmullos y gestos de aprobación.
Mario recordó entonces las palabras de Amalia y comenzó a sope-
sar la posibilidad de que todo aquello estuviera siendo buscado por
Cancio con algún fin. Quiso zanjar el tema.
–No, por supuesto. Seguro que tienes razón –concedió Mario con
la esperanza de que acabara aquella conversación que no iba a llevar a
nada.
Lucía se sorprendió del paso atrás del murciano, pero Cancio no
iba a dejar escapar a la presa.
–Yo admiro a los hombres que saben que están en lo cierto y luchan
por lo que creen justo –expresó con vehemencia justo antes de levatar-
se, haciendo caso omiso a la concesión de Mario–, por eso, querido ami-
go, déjame reconocerte ante todos como lo que eres: ¡un héroe! –exclamó
Cancio algo teatralmente, ante la mirada expectante de todos.
Mario observó las atónitas caras de los comensales. Entonces lo vio.
Buendía sonreía con una malicia diabólica, mientras observaba la actua-
ción de Cancio. Él tenía algo que ver en todo aquello, sin duda, pensó.
–Cancio, por favor, no es necesario –imploró Mario–. Te ruego
que no lo hagas.
Cancio lo miró, e intentó expresarle con la mirada que era inevita-
ble. Sintió el impulso de sentarse, y olvidarse de toda aquella pantomi-
ma. Sin embargo, no lo hizo.
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–Sepan ustedes –continuó–, que mi amigo contribuyó decisiva-


mente en el triunfo de la gloriosa revolución de 1868, ayudando a esta-
blecerla en Murcia, jugándose la vida en más de una ocasión, acompa-
ñando siempre a las partidas que el famoso Antonete Gálvez lideraba
–dijo Cancio fingiendo admiración, para a continuación hacer una
pausa efectista–. Es un ejemplo claro de que un hombre tiene derecho
a imponer por la fuerza una idea en la que cree –concluyó sentándose.
A continuación se hizo un silencio incómodo en el comedor.
Cesáreo Rubio, abatido, miró a su hijo que estaba completamente
serio. A continuación volvió la mirada hacia su amigo Indalecio, que
le mantuvo la mirada con dureza. El murciano comprendió que todo
había acabado entre ellos.
–Es una pena que la buena sangre joven de este país se derrame en
defender la causa equivocada –dejó caer como una losa el coronel.
–¿Por qué dices eso padre? –preguntó Cancio haciéndose el ino-
cente, falsamente ofendido.
–Antonete Gálvez luchó por la revolución de 1868, sí, pero lue-
go se rebeló contra el Gobierno de Prim –respondió el coronel con
dureza–. Es un loco, que solo sabe alterar el orden público. Un revo-
lucionario. Toda la vida ha sido igual. Tuve que perseguirlo por sus
fechorías, cuando ambos éramos jóvenes. Te aseguro que era de los
que disparaba antes de preguntar. Suerte tuve de que no me matara.
–Prim, Dios lo tenga en su gloria, no era santo de mi devoción
–intervino calmadamente Cánovas del Castillo–, pero al menos evi-
tó la República mientras vivió. Si los terroristas republicanos no lo
hubieran asesinado, otro gallo nos cantaría… Por cierto, creo que ese
Antonete se libró de la pena de muerte por los pelos –dijo dirigiéndose
a Cancio y Mario–. Los revolucionarios nunca son buena compañía
–reprochó al murciano por haber seguido al líder de la huerta.
–Mano dura es lo que necesitan los jóvenes de este país –dijo
Martínez Campos sin venir a cuento–. Así no se meterían en zaranda-
jas sin saber a lo que juegan.
–Eso pienso yo, mi general –corroboró el coronel García-Valls, mi-
rando a su hijo.
La conversación se caldeó. Todos hablaban a un tiempo, opinan-
do sobre si la revolución de 1868, en la que algunos de los milita-
res presentes habían participado, había alcanzado sus objetivos o no,
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el posterior reinado de Amadeo y la deriva que estaba tomando la


República.
Doña Carmen intentaba poner calma, cambiando de conversa-
ción, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. A pesar de que había sido
Cancio el que había generado aquel debate, todos los comentarios es-
taban centrados en los jóvenes que, como Mario, se dejaban embaucar
por los nuevos aires que intentaba imponer la República.
Mientras, Mario permanecía ajeno a todas las conversaciones.
–Vaya, si lo sé no digo nada –dijo Cancio ante la indiferencia de
Mario, que ya no se dignó a mirarlo, ante lo cual el hijo del coronel se
limitó a permanecer callado.
–Se lo advertí –dijo Amalia, cuando comprobó que Cancio no es-
cuchaba, acercándose a Mario, mientras este seguía como ausente.
Doña Carmen, inquieta ante el acaloramiento que entre algunos
comensales estaba tomando la conversación, seguía intentando calmar
los ánimos.
Cogió una copa y una cucharilla, y con esta golpeó el vidrio hasta
que consiguió llamar la atención de todos. No era un sistema muy ele-
gante, pensó doña Carmen, pero demostró ser muy efectivo.
–¿Por qué no pasamos a la sala de estar? –anunció en voz alta y auto-
ritaria–. Lucía querría obsequiarles con una interpretación al piano de
algunas obras de Chopin –añadió haciendo gestos para que todos se
levantaran y se dirigieran hacia el salón que había servido para recibir-
los.
La gente obedeció a la anfitriona, como corderos guiados por el
pastor.
Mario comprendió que su permanencia en esa casa estaba de más.
Se dirigió a su padre, que lo miraba con decepción, mientras seguía al
resto del rebaño.
–Tenías que contarlo, ¿no? –reprochó Cesáreo en voz baja con
amargura.
–Lo siento, padre. Nos han tendido una trampa –acertó a decir
Mario–. Buendía sabía de alguna manera lo de Gálvez, y ha utilizado a
Cancio para atacarnos, estoy seguro. Nunca ha querido tener negocios
con nosotros.
–¿Qué fantasías son esas? –replicó Cesáreo–. No cargues tus culpas
en los demás –añadió con dureza.
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Mario se quedó mirándolo, comprendiendo que su padre nunca le


creería.
–Tiene razón, padre. Si he sido un ingenuo es solo culpa mía –con-
cedió–. Creo que será mejor que nos vayamos.
–No –contestó Cesáreo–. Nos quedaremos hasta el final. Quizá
pueda arreglar las cosas con Indalecio.
Mario estaba profundamente abatido por haber caído en la tram-
pa, y en ese momento no tenía ganas de discutir con su padre, por lo
que, a pesar de estar convencido de la imposibilidad de entablar nego-
cios con Buendía, decidió acatar la decisión de su progenitor.
Al fin y al cabo quien estaba equivocada era esa gente que lo ro-
deaba, todos contrarios a la República. Llevaría la cabeza alta ante sus
actos, decidió. Nada de avergonzarse.
En ese momento se puso a caminar siguiendo a su padre, que ya se
dirigía hacia el salón.
De pronto, una voz sonó a su espalda. Una voz que aceleró su co-
razón.
–El lunes, a las cinco y media, en el café Levante. No falte –dijo
Lucía justo antes de adelantarle, sin añadir nada más, para poder de-
leitar a todos con la música de Chopin.
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4. EL CAFÉ LEVANTE

Madrid, lunes, 21 de abril de 1873

Mario pensó que aquel lugar sería una de las razones por las que cam-
biaría su residencia a la capital sin dudarlo.
En el café Levante se podía palpar la diferencia entre la tranquila
vida provinciana y el animado discurrir del tiempo madrileño.
El decorado era sencillo pero elegante, con refinados quinqués do-
rados, grandes espejos, y mesas de mármol blanco, demasiado pegadas
unas a otras.
Inicialmente, el café había sido concebido, hacía ya más de dos
lustros, como local destinado a melómanos, pero con el tiempo había
sufrido una conversión paulatina hacia lugar habitual de encuentro
donde poder escuchar las más variadas tertulias, aunque el tema domi-
nante fuera sin duda la política.
Entre los parroquianos abundaba la gente de posición desahogada,
pero también jóvenes intelectuales sin recursos, escritores en ciernes,
periodistas, comerciantes, además de diputados en Cortes y políticos
de todas las tendencias.
Allí se podía sentir el pulso de la sociedad capitalina al tiempo que
no cesaba de sonar música desde la tarima central, donde un piano y
un violín interpretaban las piezas más populares, sin que por ello se
interrumpieran las conversaciones que incesantemente llenaban el aire
junto al humo de los cigarros.
El murciano se sorprendió al ver un número nada despreciable
de mujeres compartiendo el espacio con los hombres, con total na-
turalidad. Había grupos de señoras mayores, pero también mesas
con señoritas casaderas, e inclusive alguna pareja de novios sin com-
pañía.
En Murcia aún no existían locales elegantes en los que hombres y
mujeres decentes pudieran encontrarse con tanta facilidad en un am-
biente así de distendido, pensó.
Quizá habría que montar algo así en su ciudad, al lado del ayunta-
miento, con vistas al puente de los Peligros, o en la calle Trapería, al
lado del Casino. Sería un éxito seguro, pensó.
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Observó una mesa cercana y afinó el oído para escuchar de qué iba
la conversación.
–Señor mío –dijo el bigotudo orador que acababa de tomar la pala-
bra–, el presidente Figueras ha demostrado que se puede confiar en él.
Cuando en las elecciones quede clara la voluntad del pueblo, se podrá
configurar una República en la que todos los territorios se sientan a gusto.
–Los Estados supondrán la desintegración del país –sentenció seve-
ramente otro contertulio tan bigotudo como el primero–. ¡República
sí, pero unidad también! Usted dele mucha libertad a los catalanes…
verá qué pronto querrán ir por su cuenta. Y, después de ellos, los vascos.
–¡Por favor! –replicó el recriminado, ofendido–. ¡Si el presiden-
te Figueras es catalán! ¡Si Prim era catalán! ¡Si hasta el ministro de
Gobernación, Pi y Margall, es catalán! No sé cómo puede pensar que
los catalanes harían algo así –dijo el otro–. Los Estados son necesarios.
Aún más en las colonias –añadió.
–¿Las colonias? –replicó el otro con retintín–. Despierte, amigo.
Los cuatro territorios que nos quedan se acabarán independizando,
como todos los demás. Eso no lo va a evitar el federalismo. Solo se
puede evitar por la fuerza de las armas, y hace tiempo que aquí solo
nos matamos entre nosotros mismos.
–Es usted un poco pesimista, señor –sentenció su interlocutor.
Mario asistía divertido al debate, procurando disimular para no
parecer indiscreto. Con gusto hubiera participado en el mismo si le
hubieran invitado a ello, exponiendo su particular punto de vista del
federalismo. Pero su mente no estaba pensando en política precisa-
mente.
Los nervios no le habían dejado dormir tranquilo la noche ante-
rior, y le habían mantenido inquieto todo el domingo. No podía pen-
sar en otra cosa más que en la cita secreta que Lucía había concertado
clandestinamente, hablándole muy bajito.
¿Es que acaso sentiría ella lo mismo que él? ¿Querría verlo a escon-
didas para confesarle sus sentimientos? ¿O sería otro asunto el que la
había llevado a querer que se vieran? Fantaseaba con estas cuestiones,
preguntándoselas una y otra vez.
Incluso llegó a pensar que cabía la posibilidad que fuera una joven
casquivana capaz de faltar a su promesa de matrimonio solo por puro
divertimento, aunque intentaba alejar esa idea de su mente.
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Miró a la puerta de nuevo, más nervioso a cada minuto que pasaba.


En cuanto escuchaba el sonido de las campanillas que anunciaban la
apertura de la puerta, Mario miraba rápidamente, anhelando ver
la imagen de la joven entrando en el café, aunque hasta el momento
solamente había coleccionado decepciones, pues Lucía no aparecía.
Eran ya las seis menos cuarto.
La puerta volvió a abrirse. Mario volvió a mirar, casi con desespera-
ción. En esta ocasión su corazón dio un vuelco. Lucía hizo su entrada
en el café, mirando a derecha e izquierda, buscándolo.
Al verlo, él alzó su mano esbozando una sonrisa nerviosa. Observó
que ella se ruborizaba un poco al descubrirlo, pero inmediatamente
se dirigió a él. Lucía lo miró, contestando a su saludo con la mirada.
–Encantado de volver a verla, señorita Lucía –dijo Mario cuando
la joven llegó hasta donde él estaba, levantándose y apartando una
silla para ayudarla a sentarse, mientras intentaba disimular el tropel de
sensaciones que venían a su mente.
–Buenas tardes, Mario. Se habrá estado preguntando cuál es la ra-
zón por la cual lo he citado aquí –dijo Lucía sin más preámbulo.
–A decir verdad, no he pensado en otra cosa desde que salí de su
casa el sábado –contestó Mario con sinceridad.
–He de confesarle una cosa… es un poco embarazoso –dijo Lucía
estremeciendo a Mario con esas palabras.
–Puede decirme lo que sea –dijo Mario deseando que fueran pala-
bras de amor lo que saliera de la boca de la joven.
–Verá –dijo Lucía haciendo una pausa–, he conocido una informa-
ción muy importante, y no sabía con quién compartirla. Tiene que ver
con el Gobierno y con un posible golpe militar.
Mario miró a Lucía, sorprendido. Esa posibilidad no había entrado
en sus planes en ningún momento. Los jóvenes se miraron unos mo-
mentos sin decir nada. En ese instante llegó el camarero.
–¿Qué van a tomar los señores? –preguntó.
Mario miró al empleado, asimilando aún la noticia que acababa de
recibir, sin saber qué decir.
–Un café con leche por favor –pidió Lucía.
–Uno solo para mí –dijo Mario volviendo a la realidad.
–¿Algún dulce? –preguntó el camarero–. Hoy tenemos un buen
surtido recién traído de la pastelería Viena, que ha abierto hace poco
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en esta misma calle Arenal. Tenemos bollos suizos, pastelitos de cre-


ma, delicias de cabello de ángel, bombones surtidos…
–Solo el café –contestó Lucía.
–Nada más, muchas gracias –añadió Mario.
El camarero se fue a servir el pedido, quejándose por dentro de lo
pobre de la comanda, y pensando que aquellos dos eran unos muertos
de hambre con pretensiones.
–¿Por qué me cuenta esto? –preguntó Mario con cierta suspicacia.
De pronto le vino a la mente la jugarreta sufrida a manos de Cancio.
Se sintió completamente descolocado, abochornado por los pensa-
mientos románticos que lo habían invadido hasta ese momento. La
desconfianza se apoderó de él.
Lucía se quedó mirándolo, buscando las palabras precisas.
–Sé que es extraño, pero no conozco a nadie a quien pueda confiar-
le esta información –contestó Lucía–. No sé si mi padre está involu-
crado, pero en todo caso no creo que hiciera nada para impedirlo. Ya
vio usted a sus amigos –dijo con seriedad.
–¿Qué hay de su amiga Amalia? Podría hablar con su padre –sugi-
rió Mario.
–Buendía es un buen hombre –dijo Lucía, que solo conocía la cara
amable del comerciante–, pero jamás se metería en un asunto así. Lo
conozco, y lo último que querría sería enfrentarse con mi padre. Por
eso no he querido mezclar a Amalia en esto –añadió sin explicar que
no confiaba en que su amiga quisiera frenarla en sus planes o pudiera
ir con el cuento a Buendía, y este al coronel.
–Pues durante la fiesta su hermano Cancio y él no dudaron en ata-
carme. Sin ningún miramiento –reprochó Mario.
–¿Buendía? –preguntó extrañada Lucía–. Sé que Cancio quizá
se excedió, pero puede que usted le causara más impresión de lo
que imagina –añadió la joven, que sospechaba desde hacía tiem-
po cuáles eran las verdaderas tendencias sexuales de su hermano–.
Probablemente habló así sin pensar, deslumbrado por sus aventuras
–concluyó recordando la admiración que ella misma sintió al oírselas
relatar a Cancio.
Mario no podía creer que Lucía fuera tan inocente, cuando él había
deducido con tanta claridad lo que verdaderamente había sucedido
durante la cena. Estaba convencido de que estaba en lo cierto.
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–Todo aquello fue una pantomima orquestada por Buendía, y eje-


cutada por su hermano Cancio –aseguró con dureza–. El fin era des-
baratar mis planes de negocio entre nuestros padres. Buendía no ha
querido en ningún momento tener trato con nosotros, y me temo que
el día que lo conocí herí su orgullo, aunque no había imaginado
que tanto –explicó.
Lucía se quedó mirando a Mario sin saber qué decir.
–No quisiera volver a ser objeto de burla –añadió Mario con serie-
dad–. Si esto es algo así…
Mario no pudo terminar la frase, pues la joven, con gesto de enfa-
do, se levantó presta a irse.
–Creo que todo esto ha sido un gran error –dijo Lucía.
Mario comprendió de pronto la injusticia que había cometido con
ella. ¿Cómo había sido capaz de pensar así? Rápidamente intentó cal-
marla.
–Perdóneme, se lo ruego –dijo poniendo su mano en el brazo de
la hija del coronel–. He sido un grosero, un desconsiderado, y la he
juzgado mal –dijo mientras la miraba con culpabilidad–. Le ruego que
empecemos de nuevo.
Lucía volvió a sentarse, aún enfadada.
–He sido un estúpido, lo siento –añadió Mario–. Pero le asegu-
ro que en la fiesta había algo tramado entre su hermano y Buendía,
aunque no sé cómo he podido pensar que usted sabía algo –concluyó
Mario sintiendo cómo la posibilidad de tener un romance con Lucía
se diluía entre sus manos.
–Desconozco si las cosas son tal y como usted las pinta –contestó
Lucía con dureza–. Lo que sí sé es que mi hermano sería incapaz de
hacer daño a alguien a propósito –añadió convencida.
Mario la miró deleitándose sin pretenderlo en la contradictoria be-
lleza que emanaba de la dureza de su gesto.
–La creo. Por supuesto que la creo –admitió con sinceridad y ver-
güenza.
Pasados unos segundos de silencio incómodo, el murciano intentó
retomar la conversación.
–Le ruego que me cuente todos los detalles de lo que ha descubier-
to, por favor –sugirió–. Intentaré hacer todo lo que esté en mi mano
para ayudarla, tiene mi palabra –aseguró con convicción.
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Lucía lo miró unos instantes, terminando de decidir si todo aquello


había sido una buena idea, una locura o simplemente una excusa para
estar cerca de aquel hombre que la había atraído desde que el primer
momento en que lo conoció.
El relato que Cancio había hecho de Mario durante la cena la
había terminado de cautivar. La historia del hombre que luchaba
por la igualdad, por la República, y que había arriesgado su vida por
ello, la hechizó.
No había sido hasta ese instante en que se percató de que ese joven
la atraía tanto como a Amalia. De pronto entendió el porqué del fle-
chazo que había sentido su amiga al conocerlo.
Intentó luchar contra esos sentimientos, desechar esos pensamien-
tos de su mente, pero no pudo.
Se sorprendió descubriendo que se resistía a ello sobre todo por
Amalia, sin haber pensado en Leandro en ningún momento.
Si algo daba miedo de verdad a Lucía era hacer daño a su amiga.
Bastante había sufrido ya en la vida.
Sin embargo, el sábado, mientras se dirigían al salón para entre-
tener a los invitados con su música durante la fiesta de compromiso,
Lucía había tenido un destello. Quizá aquel hombre joven y aventu-
rero podría frenar de alguna manera los planes que había descubierto
justo antes de bajar a saludar a los invitados.
–Está bien. Le contaré lo que sé –aceptó la joven–. Pero antes debe
prometerme usted una cosa –añadió.
–Lo que sea –asintió Mario.
–Debe jurarme que bajo ningún concepto mi padre saldrá dañado
con esto. Nada de lo que voy a contarle debe salpicarle bajo ningún
concepto –exigió Lucía.
–Lo juro por mi honor –contestó Mario tras meditarlo unos se-
gundos.
Lucía observó a Mario, convenciéndose de la honestidad de sus
intenciones, y comenzó su relato.
–El sábado, mientras me terminaba de preparar junto con Amalia
para bajar a la fiesta, oí voces provenientes de la biblioteca –dijo
Lucía–. Las oí porque debajo de mi tocador hay un respiradero que
lleva los sonidos desde la biblioteca hasta mi habitación. Nunca se
suele entender lo que transmiten esos sonidos… a no ser que te eches
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al suelo –explicó–. Aprovechando que Amalia y yo estábamos solas


–continuó–, hicimos lo mismo que hacíamos cuando éramos unas
chiquillas aún. Jugando, rememorando aquellos tiempos, nos echa-
mos al suelo para espiar y tratar de escuchar lo que allí se hablaba, sin
otro ánimo que reírnos de nosotras mismas –subrayó–. No espero que
usted lo comprenda –añadió algo avergonzada por la confesión.
–Lo comprendo perfectamente –contestó Mario–. Todos nos vol-
vemos niños cuando estamos solos, y más en compañía de un amigo
de verdad –añadió con sinceridad tranquilizando a Lucía.
–Distinguí la voz de Martínez Campos, y dos hombres más a los
que no pude reconocer –continuó–. Eran voces masculinas, y apa-
rentemente hablaban de política, por lo que Amalia expresó su abu-
rrimiento y dejó de escuchar, pero yo me quedé ahí un poco más.
Entonces lo oí –explicó Lucía acercándose a Mario y hablando muy
bajito para que nadie de los alrededores pudiera escucharla.
Mario la escuchaba atentamente, vivamente interesado en el relato
de la joven.
–Dijeron claramente que el día 23 los Voluntarios de la Libertad
entrarían en acción, que Sagasta había accedido a presidir el Gobierno,
y que tenían el apoyo de los generales Topete y Serrano –aseguró
Lucía–. Es todo lo que pude oír, porque entró alguien más en la bi-
blioteca y cambiaron de tema –concluyó hablando lo más bajo que
pudo, haciendo pensar a quien la observase que estaba compartiendo
confidencias con un pretendiente o un novio.
–¿Sagasta también en esto? –preguntó Mario confundido y asquea-
do, también en voz baja, sin terminar de creer que todo aquello pudiera
ser cierto–. De algunos generales me lo podía esperar… pero Topete,
que fue el héroe de la revolución de 1868… Sagasta… ¡Traidores! –ex-
clamó en voz baja dando un pequeño golpe en la mesa.
–¿Me cree ahora? –preguntó Lucía satisfecha por el efecto que sus
palabras habían tenido en Mario.
–Por supuesto –contestó con seguridad–. Ahora hay que poner so-
bre aviso a las autoridades. Tenemos que impedir que lleven a cabo sus
objetivos.
–¿Los denunciará? –preguntó Lucía inquieta por su padre que,
aunque no estaba segura de que estuviera en la conjura, tampoco po-
día descartarlo–. Recuerde su juramento –imploró.
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Mario la miró asintiendo con la cabeza.


–No sé si podemos confiar en la Guardia Civil o en la policía –ase-
guró Mario verbalizando los pensamientos que rápidamente surcaban
su mente–. Podrían estar también en el complot, y quizá si lo pusiera
en su conocimiento terminaría en prisión yo antes que nadie.
–Puede que tenga razón –concedió Lucía–. Pero ¿qué otra cosa
podemos hacer? –preguntó.
Mario se quedó pensando unos segundos. Entonces tuvo una idea.
–Debemos acudir directamente a la cúspide –exclamó–. Hay que
contactar con Pi y Margall –sentenció.
–¿Cómo vamos a llegar hasta el ministro de la Gobernación? –pre-
guntó Lucía–. No tengo ni idea de dónde vive, y no creo que le conce-
da audiencia así como así.
–Podría hacerme pasar por Antonete Gálvez –propuso Mario para
sorpresa de Lucía–. Los dos son republicanos, y Pi siempre ha defendi-
do las ideas cantonalistas. Sé que mantienen una relación de amistad.
Puedo pedir una cita fingiendo que soy él. Quizá así me reciba –dijo
Mario.
–Podría funcionar –concedió Lucía–. ¿Cuándo lo va a intentar?
–preguntó.
–De inmediato –contestó–. No hay tiempo que perder –dijo a la
vez que hacía un gesto inequívoco al camarero para que les trajera
la cuenta.
Mario miró a Lucía con seriedad.
–Señorita Lucía… –comenzó a decir.
–Por favor, tuteémonos, ¿no te parece? –propuso la joven, que de
pronto notaba que ya no cabían los formalismos entre ellos.
–Está bien –accedió Mario–. Lucía, quería volver a pedirte perdón
por haber pensado mal.
–No tiene importancia –contestó esta.
–Lo que has hecho es muy valiente –dijo Mario mirando profun-
damente a Lucía, mientras posaba su mano en el antebrazo de la jo-
ven, mientras un cosquilleo recorría el cuerpo de la joven, y un color
sonrosado acudía a su rostro–. No todo el mundo hubiera quedado
con un extraño para confiarle estas cosas. Te agradezco mucho que
hayas depositado tu confianza en mí. Te juro que voy a hacer todo lo
que esté en mi mano para frenar esto. Espero no defraudarte –termi-
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nó, con una seguridad en sí mismo que derrumbó cualquier barrera de


desconfianza que quedara en Lucía.
La joven se quedó prendada en ese instante de la fuerza que des-
prendía la personalidad de Mario, y no encontró las palabras con las
que devolver los cumplidos del joven.
En ese momento, alguien que acababa de entrar llamó la atención
de Lucía.
–Creo que puede haber una manera más rápida de acceder a Pi
–dijo la hija del coronel con un brillo expresivo en la mirada–. ¡Cómo
no lo había pensado antes! –exclamó.
Lucía saludó con la mano a un hombre que buscaba mesa, invitán-
dolo a unírseles. Mario se fijó que era un hombre de unos treinta años,
con bigote, vestido con humildad en tonos oscuros y que iba fumando
un cigarro de hoja.
Al ver el saludo de la joven, el hombre se acercó hasta donde
estaban.
–¿Se acuerda de mí, don Benito? –preguntó Lucía levantándose,
acto que Mario imitó.
–¡Cómo olvidarla, señorita García-Valls! –contestó el hombre–.
¿Leyó el libro que le recomendé? –preguntó con cierto tono de clan-
destinidad, pues El manifiesto comunista no era lectura para ir comen-
tándola alegremente.
–Por supuesto –contestó Lucía–. Me gustó muchísimo –añadió.
–¿No la habrá descubierto su padre, el coronel? –inquirió con cier-
ta chanza.
–Ni por asomo, don Benito –contestó Lucía con una sonrisa.
Entonces se dirigió a Mario, haciendo gestos inequívocos de querer
presentar a ambos hombres.
–Mario –dijo Lucía–, me gustaría presentarte a don Benito Pérez
Galdós, periodista y escritor.

Lucía había llegado a casa caminando, incumpliendo la promesa que


le había hecho a Mario antes de despedirse de tomar una galera.
Lo había dejado en compañía de Galdós, y esperaba que entre
los dos supieran lo que hacer con la información que había descu-
bierto.
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Se preguntó si había hecho lo correcto, y se contestó que sí. No


podía permitir que las fuerzas reaccionarias tumbaran la República.
Estaba convencida de que la única manera de que España caminara
hacia la modernidad y hacia la verdadera libertad era que la República
triunfase, y ella había sentido simpatía por esa forma de Gobierno y
por sus dirigentes desde su nacimiento, aunque sin manifestar sus po-
siciones delante de su padre.
Escuchar que alguien quería liquidarla y volver a lo de siempre la
había desasosegado más de lo que hubiera imaginado nunca.
Sin embargo, aún no había obtenido una respuesta tan rotunda al
cuestionarse si esas eran las verdaderas razones del porqué había desve-
lado aquella información precisamente a ese hombre casi desconocido.
Tras mucho pensar, solo pudo admitir ante sí misma que el motivo
real había sido el propio Mario.
Ya no podía negárselo. La idea de hacer algo prohibido, de quedar
a solas con un hombre que la atraía sin saber a ciencia cierta el porqué,
había sido el detonante.
La confabulación golpista descubierta solo había sido la excusa que
necesitaba para vivir aquella aventura, aunque no hubiera sido plena-
mente consciente de ello hasta ese momento.
Tenía que admitir que en su interior bullía algo que no había expe-
rimentado nunca, un torrente incontrolable que le aceleraba el pulso
y que hacía que sus pensamientos trajeran a Mario a su mente cuando
menos lo esperaba. ¿Era eso estar enamorada? ¿Sentiría Amalia por el
murciano lo mismo que estaba sintiendo ella? No sabía qué contestarse.
De lo que sí estaba segura era de que, después de haber desvelado
su secreto, crecía en ella un miedo que aumentaba a medida que pasa-
ban los minutos.
No había pensado bien las consecuencias de sus actos.
Quizá había involucrado al joven en una aventura que podía salirle
muy cara, sin contar con las repercusiones que pudiera tener para su
padre y para toda su familia.
No debería haber dicho nada. No debería haberse citado con
Mario. Solo debería ser como todo el mundo esperaba que fuera. La
vida sería fácil si seguía las normas.
Pero Lucía era cada día más consciente de lo imposible de cambiar
su carácter. La sola idea de casarse con Leandro era algo que la empu-
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jaba a hacer locuras como la que acaba de cometer acudiendo al café


Levante.
¿Por qué no podía ser una chica como las demás? ¿Por qué no po-
día ser como Amalia?
Lucía abrió la puerta de la gran casona de los García-Valls, sin sos-
pechar que su madre la estaba esperando con inquietud desde hacía
rato.
–¡Al fin estás aquí! –exclamó doña Carmen algo alterada, pero in-
tentando mantener la compostura–. Leandro ha venido a verte –dijo
con cierto aire de reproche.
–¡Ah! –contestó Lucía sorprendida, casi sin haber terminado de
entrar en la casa–. No lo esperaba.
–¡Lleva aquí más de una hora! –siseó doña Carmen al oído de
Lucía–. ¿¡Dónde estabas!?
–¡Mamá! –respondió la joven indignada–. ¡He estado con Amalia!
–¡Te dije que volvieras pronto! –reprochó doña Carmen–. ¡Ya casi
ha caído el sol!
–¡Ya no soy una niña! –exclamó en un tono elevado, al tiempo que
miraba a su madre con una fiereza que dejó sin palabras a la dueña de
la casa.
–¡Haya paz, haya paz! –exclamó Leandro, que había aparecido des-
de la biblioteca–. La culpa es solo mía –confesó–. Tendría que haber
avisado a Lucía de que hoy pensaba pasarme por aquí.
Ambas mujeres se quedaron mirando al joven militar sin decir una
palabra.
–Había pensado que podríamos salir a dar un paseo, aprovechando
la buena temperatura –explicó Leandro–, pero me temo que se ha he-
cho un poco tarde. Siento haberme presentado de imprevisto.
–No te preocupes –contestó Lucía–. Me entretuve más de la cuen-
ta con Amalia –contestó algo nerviosa, despertando la suspicacia de
doña Carmen que, a pesar de ser completamente diferente a ella, co-
nocía bien a su hija.
–No tengo nada que disculpar –contestó Leandro.
–Para compensarte te quedarás a cenar –dijo doña Carmen–. No
admito un no por respuesta.
–Por supuesto doña Carmen, será un placer –respondió el joven
militar.
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–Lucía, acompaña a Leandro al saloncito mientras doy órdenes al


servicio para que preparen todo lo necesario. Os dejo solos para que
habléis de vuestras cosas, pero dejad la puerta abierta –ordenó la seño-
ra de la casa.
–¡Mamá! –protestó Lucía avergonzada.
–Por supuesto, doña Carmen, no tiene usted de qué preocuparse
–respondió el militar con una sonrisa.

–A ti te pasa algo –dijo Leandro sorprendiendo a Lucía.


–¿A mí? No –contestó la joven sin mucha convicción.
–Venga –replicó el militar–. A mí puedes contármelo todo. Dentro
de poco seremos marido y mujer. En un matrimonio no puede haber
secretos.
Lucía se quedó mirándolo, pensando que todo el mundo tenía se-
cretos, y sobre todo dentro del matrimonio.
A veces se sorprendía al comprobar cómo los hombres creían que
las mujeres eran tontas.
–Lo único que me pasa es que estoy un poco agobiada con los
preparativos de boda, estoy un poco nerviosa. No es fácil aceptar que
dentro de poco nuestras vidas darán un giro tan grande –respondió.
–Ya me imagino –dijo Leandro–. En un par de meses pasarás a ser
la señora de mi casa, y tendrás que hacerte cargo de todo lo que ello
conlleva. Además, espero que seamos padres muy pronto –añadió, con
cierta picardía en su mirada–. Sin duda, eso es un cambio grande.
Entiendo que estés un poco asustada, pero yo confío en que serás una
estupenda esposa y madre. Y yo seré la envidia de todo Madrid –con-
cluyó Leandro, expresando así lo que él consideraba el mejor de los
halagos que se podía hacer a una mujer.
Lucía miró a Leandro con aire de melancolía, sin que este supiera
descifrar los pensamientos que en ese momento llenaban su mente.
–¿Tú me quieres? –preguntó Lucía a bocajarro, dejándolo comple-
tamente descolocado.
El militar tardó unos segundos en contestar, sorprendido por la
pregunta.
–¿Qué pregunta es esa? –replicó algo molesto–. ¡Por supuesto que
te quiero! –exclamó–. Si no, no te hubiera pedido en matrimonio.
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Lucía observó la reacción del militar, y no pudo evitar sentir cierta


sensación de culpabilidad.
–Perdóname –dijo Lucía–. No sé lo que me pasa últimamente. Te
suplico que no me lo tengas en cuenta.
–Lucía –dijo Leandro al tiempo que la cogía de las manos–, es-
toy completamente convencido de que seremos plenamente felices.
Confía en mí. Sé que puedo parecer frío, pero el amor que te tengo es
real.
–Lo sé –respondió la joven–. No sé por qué te he preguntado eso.
Siempre has sido muy bueno conmigo.
El militar se quedó mirando a su novia durante unos momentos.
–Mira, si tienes alguna duda, será mejor que la expreses ahora –dijo
Leandro, que comenzó a comprender que algo no funcionaba bien–.
¿Sigues queriendo casarte conmigo, no? –preguntó en un tono casi
alegre, intentando enmascarar una preocupación verdadera.
Lucía hizo un esfuerzo por mirarle a los ojos y parecer lo más sin-
cera posible.
–Por supuesto que sí.
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5. GOBERNACIÓN

Madrid, lunes, 21 de abril de 1873.


Ministerio de la Gobernación

–Recuerde muyayo –dijo Galdós, que seguía dejando escapar el acento


canario sin poder evitarlo–, déjeme hablar a mí. No quiero meteduras
de pata con Pi. Le llaman el hombre de hielo, pero cuidado con su
genio.
–Últimamente todo el mundo se empeña en que no hable –mascu-
lló Mario ante la mirada indiferente de Galdós.
–Quizá eso sea por algo –contestó el escritor.
–No tenga la menor duda –replicó el murciano.
Mario observó el largo pasillo y meditó acerca de cómo había ter-
minado el día dentro del Ministerio de la Gobernación, el edificio más
famoso de la Puerta del Sol.
La antigua sede de correos tenía ya más de cien años de historia a
sus espaldas desde que fuera construida bajo el reinado de Carlos III,
pero seguía luciendo como nueva.
Los materiales debían de haber sido de primera calidad, al igual
que lo era el mármol de la escalera principal, pensó el joven.
Llegar hasta la puerta del ministro no había sido tan difícil como
podría haber parecido en un principio. Mario agradeció que Lucía hu-
biera tenido tan buena intuición, aquel periodista parecía tener mano
en los ambientes oficiales.
Mario, sin embargo, no lo conocía, a pesar de que Lucía le había
explicado que, además de conocido columnista en La Nación y otros
diarios, era el autor de varios libros de cierto éxito.
–Siento no conocer su obra, señor Galdós –le había dicho Mario
al conocerlo en el café Levante.
–No se preocupe, no es muy conocida fuera de ciertos ambientes
madrileños –respondió este, sin asomo de arrogancia–. Pero llámeme
solo Benito, sin el don, se lo ruego. Somos casi de la misma edad –pro-
puso, aunque se llevaban más de un lustro.
–A mí puede llamarme Mario –contestó el murciano, al que el es-
critor le había caído bien de inmediato.
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La conversación en el café había sido animada desde el primer mo-


mento, y Lucía no ocultaba su admiración intelectual por el escritor.
–Ahora don Benito está escribiendo algo que le hará muy famoso
–había informado Lucía–. ¡Quiere novelar todo lo que llevamos de
siglo! ¡Desde la batalla de Trafalgar! –exclamó emocionada, pues había
leído los pocos libros que llevaba publicados el canario, y era una gran
admiradora de su obra, a pesar de que no lo hubiera conocido perso-
nalmente hasta un par de meses atrás.
–Sí –reconoció Galdós–, aunque todavía está en ciernes la cosa.
Además, eso de que me vaya a hacer famoso… ¡Dios no lo quiera! –ex-
clamó con ironía y sinceridad, pues era de natural tímido–. Por favor
se lo pido, Lucía –añadió–, deje usted ya lo del don –reprendió.
–Está bien, don… digo Benito. Ya verá usted como sí que triunfa.
Es muy buen escritor –aseguró Lucía mirando a Mario.
Galdós se sentó con ellos, conversando durante unos minutos acer-
ca de su obra y de las últimas novedades en los teatros madrileños.
Sin embargo, no le pasó desapercibido el desasosiego que mostraban
ambos jóvenes.
–Bueno, no les entretengo más –dijo Galdós–. Una parejita necesi-
ta su espacio –añadió dando por sentado que los jóvenes eran novios.
–¡No, no, no! ¡No somos novios! –contestó Lucía nerviosa y aver-
gonzada de pronto–. ¡Tenemos que decirle algo muy importante!
–exclamó cogiendo del brazo al escritor, quien se sintió intrigado de
inmediato.
Lucía informó a Galdós que debían hablar algo con él, pero era
preciso hacerlo en un sitio más privado. La joven se había dado cuenta
de la inconveniencia de hablar todo aquello en público, con alguien
popular de por medio.
Su tono serio y el instinto periodístico de Galdós lo convencieron
de la necesidad de hacerle caso.
–Está bien. Pueden venir a mi casa, si lo desean. No queda muy
lejos –propuso sin pensárselo dos veces.
En ese momento, Lucía cayó en la cuenta de la inconveniencia de
que alguien la viera entrando en casa del escritor, o incluso paseando
con dos hombres sin más compañía que la de ellos.
–Mario le contará con detalle todo lo que quiera saber –dijo Lucía–.
Confíe en que todo lo que le cuente ha salido de mi boca, y que yo
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he sido testigo presencial de los hechos que le relate –aseguró–. Debo


volver a casa ya. No quiero levantar sospechas –admitió.
–Me intriga usted sobremanera, Lucía –contestó el escritor diverti-
do en parte por lo que consideraba una sobreactuación motivada por
su juventud.
La chica se despidió de ellos al salir del café. Se fue sola, andando
calle abajo, en dirección a su casa, asegurando que tomaría la primera
galera que viera. Mario la siguió con la mirada hasta que dobló la es-
quina, sin perder detalle de cada movimiento de Lucía al andar.
Galdós, que podía presumir de ser gran observador, no tardó en
percatarse de la naturaleza de los sentimientos del murciano.
–No serán ustedes novios, pero sin duda el amor le ha golpeado
muy fuerte –aseguró Galdós.
–¿Perdón? –replicó Mario.
–El enamoramiento es algo difícilmente disimulable, y a usted se le
nota a la legua –aseguró el canario–. Tenga cuidado, hay amores que
matan. Tómelo como un consejo de amigo, me ha caído usted bien
–aseguró mirando al joven–. La señorita Lucía se mueve en ambientes
de gente poderosa, y con esos hay que andarse con ojo, se lo digo yo
–advirtió el escritor–. No les cuesta nada eliminar al que les molesta
–sentenció.
–No se preocupe por mí –respondió Mario con seriedad–. Sé muy
bien dónde está mi sitio, y no sería la primera vez que alguien quisiera
matarme. Sé defenderme –aseguró.
–Vaya, es usted un tipo duro, valiente e insensato. De esos está
lleno el cementerio, sí –ironizó el canario–. Venga, vayamos a mi casa
–añadió de inmediato, sin darle opción a réplica a Mario–. Tengo ga-
nas de escuchar lo que tiene usted que contarme.

–No tengo mucho tiempo, Galdós, diga lo que tenga que decir –dijo
Francesc Pi y Margall, ministro de la Gobernación, sin ni siquiera sa-
ludar a los dos hombres que acababan de entrar en su despacho.
Mario observó a Pi con admiración. El ministro era sin duda uno
de los referentes intelectuales más importantes de su ídolo, Antonete
Gálvez y, por derivación, suyo propio. Estar allí, frente a él, le causaba
una intensa emoción.
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Gracias al consejo del líder revolucionario murciano, Mario había


leído muchos de los escritos de Pi y, al igual que el veterano huertano,
él también había quedado fuertemente impresionado.
En ellos pudo descubrir que muchas de las cosas que Gálvez había
metido en su cabeza estaban inspiradas por el influjo de Pi, desde las
libertades sociales al cantonalismo.
El camino que debía seguir un hombre de bien que aspirara al
progreso común quedaba bien definido en el ideario que Pi había
difundido en sus escritos, pues hablaban de los derechos civiles que
toda sociedad debía reconocer, de democracia, de libertad de culto,
de libre pensamiento, de asociaciones, de los derechos de los traba-
jadores, pero también defendía la lucha social, la revolución, y sobre
todo la república fundada por el pueblo, como método para conse-
guirlos.
El ministro había sido un férreo defensor de la República federal
«de abajo arriba» desde la década de los cincuenta, y por ello había
tenido que huir a Francia, perseguido por sus ideas y, sobre todo, por
sus conspiraciones antimonárquicas, hasta que pudo volver tras la re-
volución de 1868.
Eso le confería un aura de heroísmo que atraía fuertemente a
Mario, al igual que le sucedía con Gálvez.
El joven se fijó en que su semblante era más adusto de lo que había
imaginado. La seriedad que transmitía contrastaba con las gafillas re-
dondas y pequeñas que le servían para leer.
Su frente era despejada, aunque no era calvo, y la barba le confería
un aire de solemnidad y liderazgo indiscutible.
–Buenas tardes, ministro –contestó Galdós sin dejarse amilanar
ante la presencia y la energía del político catalán–. Vengo en son de
paz, y a traerle cierta información que podría interesarle –añadió.
–Usted dirá –contestó Pi invitando a los visitantes a que tomaran
asiento–. No suelo conceder audiencias con tan poco margen de tiem-
po, pero tratándose de usted, y de lo urgente de su petición, he hecho
una excepción –aseguró.
Pi, que había sido director de varias publicaciones, entre ellas La
discusión, a través de la cual había extendido sus ideas antimonárquicas
y revolucionarias, sentía cierta debilidad por aquel periodista tímido,
además de una evidente sintonía política.
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–Este joven, amigo personal de Antonete Gálvez, al que me consta


que usted conoce y respeta, le pondrá en antecedentes de las graves
noticias de las que somos portadores, por haber sido él mismo testi-
go presencial de los hechos –explicó Galdós mintiendo, con el fin de
proteger a Lucía y al coronel, según le había exigido Mario antes
de confiarle lo desvelado por la joven–. Yo respondo de todo lo que
cuenta –arriesgó Galdós.
–¡Hombre, Antonete Gálvez! –exclamó Pi–. ¡Ese sí es un tío con un
par de collons! –exclamó–. Si es usted amigo personal suyo, tal y como
asegura, estoy seguro de que será de fiar –aseguró–. Luego me cuenta
cómo está ese viejo cabezón, pero lo primero es lo primero –senten-
ció–. Diga lo que tenga que decir –ordenó a Mario con autoridad y
apremio, pues no era Pi hombre de perder el tiempo.
El murciano detalló todo lo que le había contado Lucía, omitiendo
el hecho de que había sido ella quien había escuchado la conversación,
y no él.
–¡Ese malnacido de Serrano! –protestó el ministro de la Gober-
nación–. ¡Ya van tres intentos con este! –¡Esos generales avariciosos lo
único que quieren es liquidar la República y seguir robando! –exclamó
enérgicamente.
–Si lo consiguen me veo otra vez con rey, ministro. Borbón, a más
señas –aportó Galdós.
–Soy consciente de ello –aseguró–. ¡Lo peor es que ni siquiera pue-
do confiar en Figueras para detener esta locura! ¡No está en lo que
tiene que estar! –exclamó el ministro.
Por todos era conocida la evidente enemistad del presidente de la
República, Figueras, con su ministro de Gobernación, a pesar de ha-
ber sido amigos desde su infancia barcelonesa.
Había quien aseguraba, en los mentideros madrileños, que Figueras
le tenía el mismo miedo a Pi que envidia sentía hacia él.
En los últimos días se había extendido el rumor de que el ministro
Pi era quien realmente llevaba las riendas del Gobierno, y que Figueras
estaba deprimido y apático.
–Entonces ¿es verdad lo que se dice del estado anímico del presi-
dente? –preguntó Galdós.
–Me temo que sí, para desgracia de todos –reconoció Pi con un
gesto de cabeza.
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–¿Qué me dice de Salmerón o Castelar? –preguntó el periodista–.


Ellos son figuras respetadas por los generales, a pesar de ser republica-
nos; podrían contactar con los militares.
–¡No! ¡Ni se le ocurra hablar con ellos! ¡Esto es secreto de Estado,
quiero que les quede claro! ¡Esta información no se puede publicar!
–exclamó el ministro, fuera de sí repentinamente, dirigiéndose a Mario
y Galdós–. ¡Esos dos solo quieren la presidencia! –gritó Pi–. ¡Y mi ca-
beza, ya de paso! ¡No puedo fiarme de nadie!… Y sin embargo hay que
detener a los golpistas –añadió, ya más sosegado, tras dejar pasar unos
segundos en los que el silencio se apoderó del despacho ministerial.
–Usted perdone la ocurrencia, ministro –acertó a disculparse
Galdós por la propuesta de avisar a Salmerón y Castelar.
De pronto, Mario, que no había dicho nada desde que había termi-
nado de contar su historia, intervino en la conversación.
–Señor ministro, yo me pongo a sus órdenes para lo que haga falta
–dijo Mario sin pensárselo mucho, y sin saber muy bien en qué podría
ayudar un desconocido de provincias en todo aquello.
Pi se quedó mirándolo un momento, intentando adivinar si las pa-
labras de aquel hombre joven provenían de la sinceridad o habían sido
pronunciadas con el único objeto de quedar bien ante él.
El ministro, tras la inspección visual, supo de inmediato que tenía
ante él a un hombre más voluntarioso que sensato. No podía desapro-
vecharlo.
–Gracias. Valoro mucho su adhesión –aseguró Pi dirigiéndose a
Mario–. En estos tiempos locos no hay muchos hombres en los que
uno pueda confiar –añadió–. ¿Ha participado usted en alguna de las
trastadas de nuestro común amigo Gálvez? –preguntó para saber qué
se podía esperar del joven.
–Así es –contestó tras pensarlo un segundo, con un cierto tono de
orgullo en sus palabras–. Varias veces.
–Entonces quizá me venga usted bien –dijo el ministro–. Según
me ha contado, los rebeldes cuentan con ese cuerpo de monárquicos
trasnochados, los Voluntarios de la Libertad. Son una panda de co-
bardes –aseguró movido más por el desprecio que por una convicción
firme en lo que decía–, pero puede que bien armados, si los generales
están detrás de ellos. Además, estoy seguro de que confían más en ellos
que en sus propios soldados de reemplazo –añadió pensando en el alto
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grado de insubordinación que había en las tropas españolas en aque-


llos momentos–. En cualquier caso, habrá que hacerles frente, a ellos
y a los soldados que les puedan apoyar en el caso de que se decidan a
llenar las calles con el olor de la pólvora –sentenció Pi en un tono algo
teatral.
–Dígame qué tengo que hacer –dijo Mario con seguridad y tem-
planza.
–Está bien –dijo Pi–. Debe avisar a Roque Barcia. Es un político
sevillano, escritor, como todos nosotros –dijo con un cierto retintín
mirando a Galdós–, pero también es un hombre de acción y está bien
relacionado con los Voluntarios de la República. Además, lleva rondán-
dome una temporada, deseoso de que le consiga una embajada –asegu-
ró–. De la Guardia Civil me haré cargo personalmente –concluyó.
Mario recordó que los Voluntarios de la República eran una milicia
que se había constituido con el objetivo de sustituir al odiado sistema
de reclutamiento por quintas, como germen de un futuro ejército pro-
fesional y remunerado, aunque la realidad aún distaba enormemente
de tal objetivo, siendo más bien un pequeño cuerpo paramilitar, al
igual que lo eran los Voluntarios de la Libertad.
Pi tomó un par de hojas de papel y escribió unas palabras en cada
una. Después lo selló con el escudo oficial del ministerio y lo introdu-
jo en un sobre timbrado.
–Aquí tiene usted la orden a la milicia para que se dispongan a la
lucha –dijo el ministro–. También le adjunto una recomendación para
Roque Barcia. Estoy seguro de que su amigo Galdós podrá ponerles
en contacto. Que Barcia haga llegar esta orden a los Voluntarios de la
República. Usted póngase a su disposición para lo que fuera menester.
Dígale que tengo en cuenta lo de su embajada –ordenó.
–Así lo haré –aseguró Mario.

No había sido fácil dar con Roque Barcia. Galdós y Mario habían acu-
dido primero al Ateneo, en la calle Montera.1
Allí, uno de los socios, de aspecto noble y porte aristocrático, les
informó de que ocupaba una habitación en una pensión cercana, pero

1.  Actualmente, en la calle del Prado, n.º 21.


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entre confidencias les dijo con toda tranquilidad que, sin embargo, era
más probable que lo encontraran en la calle Ceres,1 donde era asiduo a
algunas de las numerosas mancebías que le daban fama.
–Pregunten por la Mimosa –les informó el aparentemente noble
señor, al cual no se habían presentado, y que simplemente preguntán-
dole por el paradero de Roque Barcia les estaba informando de todos
aquellos extremos de su vida personal, dentro del mismo Ateneo, sin
darle más importancia que la que le hubiera dado a describir el tiempo
atmosférico que en aquel momento imperaba en Madrid.
–La llaman la calle del amor –dijo Galdós divertido ante la mirada
de Mario que observaba con reproche la cantidad de carreristas que pa-
seaban de un lado a otro de la calle, ofreciéndose como una mercancía
cualquiera–. ¿No me dirá que en Murcia no hay prostitutas? –pregun-
tó el escritor, muy aficionado a ellas.
–Por supuesto que sí –reconoció Mario–. Allí tenemos una calle
muy parecida a esta. La llamamos la Cuesta de la Magdalena –informó
el joven.
–Bonito nombre –reconoció Galdós–. Muy apropiado.
–Siempre que paso por allí tengo la misma sensación que la
que estoy teniendo ahora. Abomino la prostitución –dijo Mario con
asco.
–¡Muyayo! ¡Debe ser usted un santo! –exclamó Galdós–. Pues le
informo de que está usted en el lugar adecuado para serlo… ¡Aquí
vienen muchos curas! –añadió el escritor riendo.
–No soy ningún santo, pero creo que la prostitución denigra la
condición de la mujer. Algún día la República prohibirá esto –con-
cluyó.
–Creo que llegaría un poco tarde, amigo –dijo Galdós riendo–.
Hace dos siglos, Felipe IV ya la prohibió. Tuvo mucho éxito, como
puede ver –añadió irónicamente volviendo a reír.
Mario lo miró, divertido también por el buen humor del canario.
–¿No me dirá que nunca ha ido de putas? –preguntó Galdós mi-
rando a Mario.
–Sí. Claro que he ido –reconoció Mario avergonzado–. Pero hace
ya tiempo que no hago esas cosas –se justificó.

1.  Actualmente, la calle de los Libreros.


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–Eso no es sano, amigo. Un hombre joven y guapo como usted no


debería matarse a pajas –dijo Galdós con la misma vulgaridad que na-
turalidad, sonrojando a Mario–. Sepa que en Madrid existe un regis-
tro de prostitutas, y todas ellas deben pasar revisión semanal. Garantía
de salubridad. Yo lo veo como un servicio público muy útil para gente
como usted o como yo, que no estamos casados, aunque si fuera solo
por los solteros no podrían vivir estas pobres mujeres.
–Obsérvelas –propuso Mario dirigiéndose al escritor–. ¿Cree que
estas mujeres parecen sanas? La mayor parte de ellas viven en la mise-
ria. Mire qué delgadas están. Y, además, no me diga que no sabe que
son explotadas por sus chulos. No me hable de registros ni de revisio-
nes médicas. Esto no es una vida digna para una mujer. Piense en su
madre, o en sus hermanas, si las tiene. ¿Le gustaría que alguna de ellas
pasase por lo que pasan estas mujeres cada día?
Galdós se quedó mirando al joven murciano.
–Es usted un tipo extraño –aseguró–. Pocas personas dirían lo que
acaba de decir usted con la sinceridad con la que lo ha expresado –ase-
guró impresionado–. No me extraña que esté enamorado de esa ma-
nera, solo alguien tan idealista como usted podría estarlo –concluyó
Galdós.
–No mezcle a la señorita García-Valls en esta conversación, por
favor –rogó Mario sin atreverse a decir el nombre de pila de su amada
delante de Galdós–. ¿Y cómo sabe lo enamorado que estoy o dejo de
estar? –preguntó sorprendido por cómo Galdós había leído con tanta
claridad en su alma el amor que tenía por Lucía.
–Solo lo intuyo –concedió el escritor–. Busquemos a la Mimosa,
que yo sé dónde encontrarla –propuso.
Sin mucha dificultad, y dado el amplio conocimiento que Galdós
tenía de la zona, encontraron a la Mimosa. Parecía estar jugando a
la ruleta en el interior de un local lúgubre, aunque en realidad solo
remoloneaba alrededor de los hombres, riendo con ellos y dejándose
invitar.
La atmósfera era densa en el interior del local a causa del humo de
los numerosos cigarros que en ese momento estaban siendo fumados.
–¡Hemos tenido suerte, Mario! –exclamó Galdós–. Creo que Roque
Barcia es ese delgado de la cara afilada –informó–. La Mimosa es la
que está a su lado. Acerquémonos –propuso.
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Ambos hombres se acercaron hasta la mesa donde observaron que


Barcia estaba apostando en ese momento unas pocas fichas al once
negro, mientras la Mimosa permanecía mirando la jugada, agarrada al
brazo del político.
–Buenas noches. ¿El señor Barcia? –preguntó Galdós.
–¡El mismo! –contestó Barcia volviendo de inmediato la mirada
a la ruleta–. ¿Qué se le ofrece? –preguntó el político sevillano con su
marcado acento de la capital andaluza.
La Mimosa, después de sonreír a Galdós, se quedó mirando a
Mario con lascivia.
–Buenas noches, señores –dijo la meretriz interrumpiendo la con-
versación–. ¿Está buscando compañía, don Benito? Hace tiempo que
mi cama espera su visita –aseguró con tono castizo.
–Quizá en otro momento, Mimosa. No dejes que tus sábanas se
olviden de mí –contestó Galdós.
–Pues si tú no quieres, yo a tu amigo le hago un descuento.
¿Qué me dices, mocetón? –preguntó a Mario, al tiempo que ponía
la mano derecha en su cara–. ¿Te han dicho alguna vez que eres muy
guapo?
Mario no supo qué responder ante el descaro de la prostituta, que-
dándose con cara de pasmado.
–Lo siento… –acertó a decir el murciano que, a pesar de su vehe-
mencia y arrojo, en ese momento estaba desarmado ante la desver-
güenza de la Mimosa que, a diferencia de sus compañeras carreristas,
se mostraba lozana, y era bella en cierta manera–, yo no…
–No estamos aquí por placer –contestó Galdós despertando una
mirada de aburrimiento en la prostituta, que se fue a buscar a alguien
que la invitara–. ¿Podemos hablar con usted un momento, Barcia?
–preguntó.
El sevillano se quedó mirando un segundo a los dos hombres.
–Enseguida. Estoy en racha –contestó.
–¡No va más! –exclamó el burdo crupier encargado de poner a dar
vueltas a la ruleta.
–Es muy importante –dijo Galdós en tono confidencial, sin que
Barcia dejara de observar la ruleta.
–¡Treinta y seis, rojo, par! –exclamó el crupier.
–Vaya, Galdós, parece que me ha gafado la racha –dijo el sevillano.
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–Todo lo contrario –respondió el canario–. Quizá he venido a


traerle la embajada con la que tanto sueña –añadió diciéndoselo muy
de cerca–. Todo depende de usted.
–¿De qué habla Galdós? –replicó Barcia interesado de pronto.
–Bien, ahora que ya he llamado su atención, vayamos a un sitio
más reservado.

–Padre, no se preocupe, yo volveré en cuanto pueda –dijo Mario ante


la mirada de preocupación de Cesáreo.
–¡Te prohíbo que te quedes! –exclamó el comerciante–. ¡Que no
me preocupe, dices! –gritó.
–Guarde la calma. Hay una misión que tengo que cumplir. Son
órdenes oficiales. No puedo contarle más –aseguró el joven.
–Pero ¿¡Qué sarta de tonterías estás diciendo!? –exclamó Cesáreo,
enfadado–. ¿¡Tú te estás escuchando, hijo!?
Mario se quedó mirándolo sin decir nada, consciente de que todo
aquello sonaba a locura.
Cuando pensaba en que había pasado, en una sola tarde, de una
cita romántica y furtiva, a formar parte de una conspiración contra-
golpista, no podía contestarse a ciencia cierta cómo había podido ocu-
rrir aquello.
–Tu misión –replicó su padre con tono burlesco– era conseguir
buenos clientes para nuestro negocio, ¿recuerdas eso? –preguntó con
ironía.
–Lo sé, pero...
–¡Ni pero ni hostias! ¡Yo te diré lo que ha pasado con tu misión!
–gritó el veterano comerciante de especias–. ¿¡Sabes dónde estuve ayer,
mientras tú pasabas el día y la noche de juerga por Madrid!? ¿¡Eh!?
–preguntó enfadado.
Mario lo miró sin decir nada.
–Pues estuve intentando visitar a nuestro amigo Buendía para con-
cretar los pedidos que le íbamos a servir –explicó algo más calma-
do–. ¿Sabes lo que pasó? –preguntó sin esperar respuesta–. Pues que
Mínguez me dijo que el señor Buendía iba a estar ocupado toda la
semana, y no iba a poder recibirnos. Hemos fracasado –admitió de-
rrotado.
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–No diga eso, padre. Aún quedan más mayoristas en Madrid.


Buendía no es el único –intentó replicar Mario.
–Era el único con el que habíamos llegado tan lejos. No quedan
tantas opciones –dijo Cesáreo–. Este viaje ha sido un error. ¡Nunca
tendríamos que haberlo emprendido! –exclamó volviendo a alterar-
se–. ¡Sabe Dios en lo que andas metido!
Mario se quedó mirando a su padre, abatido.
–Papá –comenzó a decir el joven, utilizando el apelativo cariño-
so, lo que indicaba que iba a hablar con el corazón–, sé que te estoy
haciendo daño –reconoció–, pero un hombre tiene que hacer lo que
debe. Tú me lo enseñaste.
–Lo que debes hacer es volver conmigo a Murcia, y olvidar todas
las locuras en las que estés metido –imploró Cesáreo–. Tenemos un
negocio que atender y una familia que mantener.
–Te prometo que iré en cuanto pueda. Solo necesito un par de días
más –aseguró.
–Yo cojo el tren esta tarde. Te ordeno, como padre, que tomes ese
tren conmigo –dijo Cesáreo intentando imprimir a sus palabras toda
la convicción de la que fue capaz.
Mario se quedó mirando a su padre. Entendía su enfado, y sabía
que le debía una explicación.
–Mira, ahora no puedo irme –comenzó a decir Mario–. Si te
contara la razón de mi decisión, lo entenderías –dijo mirando a su
padre, que le devolvía la mirada con una mezcla de angustia y rabia
contenida.
–Haz un esfuerzo para que pueda entenderte –pidió Cesáreo.
–Solo puedo decirte que tengo órdenes ministeriales que me obli-
gan a quedarme en Madrid un par de días –explicó Mario.
Cesáreo lo miró incrédulo.
–¿Ministeriales? –preguntó atónito–. No entiendo a qué te refie-
res, hijo. ¿¡Qué ministerio!? ¿¡Con qué autoridad!? –preguntó al-
terado–. ¡Sea lo que sea no pueden obligarte! ¡No eres militar ni fun-
cionario!
El joven se quedó pensativo unos momentos.
–No me obligan, lo hago porque creo que es lo que debo hacer.
Me he comprometido con el ministro de la Gobernación. Unas cir-
cunstancias me han llevado a ello, y le he dado mi palabra de que lo
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ayudaría en la defensa de la República. Y no pienso faltar a mi honor


–sentenció con seguridad.
–¡Madre mía del amor hermoso! –exclamó Cesáreo, cada vez más
alterado, con las manos en la cabeza–. Pero ¿¡cómo te has dejado arras-
trar a algo así!? ¿¡Qué ganas tú con ello!? Te están utilizando, ¿¡es que
no lo ves!? ¿¡Es que eres tonto, hijo!? –preguntó.
Mario pensó en ello durante unos segundos.
–Nadie me utiliza, yo me he ofrecido –admitió–. Y aunque así fue-
ra, no deseo quedarme al margen. Es el futuro de España lo que está
en juego.
–¡Sí, eres tonto, está claro! –exclamó Cesáreo contestándose a sí
mismo.
El insulto de Cesáreo hirió a Mario como un puñal.
Sin pronunciar una palabra, el joven miró a su padre con una mez-
cla de tristeza y enfado. No entendía que fuera tan conformista, ra-
yando en la cobardía, según su punto de vista. Jamás entendería que él
había nacido para luchar por la libertad, y que antepondría todo antes
de faltar a la palabra dada.
Había llegado demasiado lejos como para echarse atrás, y ahora ni
podía ni quería hacerlo.
Si la negativa a acatar las órdenes de su padre le costaba un enfren-
tamiento familiar lo asumiría, si con ello podía contribuir a frenar el
golpe que quería echar por tierra el futuro democrático y republicano
de España.
Mario cogió su sombrero y asió el picaporte de la puerta de la ha-
bitación de la modesta pensión en la que habían pasado esos días en
Madrid, dispuesto a abandonar la estancia.
–No iré contigo –dijo Mario.
–¡Si no vienes atente a las consecuencias! –amenazó Cesáreo.
–Que así sea, padre.
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6. VOLUNTARIOS

Madrid,
miércoles, 23 de abril de 1873

No era la primera vez que portaba un arma. Ni siquiera sería la prime-


ra vez que disparara contra alguien. Ya lo había hecho junto a Antone-
te en Murcia, cuando se enfrentaron a la Guardia Civil, participando
en la rebelión para intentar destronar a Amadeo, hacía más de un año.
Aquel día había ido a la lucha sin ni siquiera pensar en la posibi-
lidad de morir en ella. En 1868, la revolución contra Isabel II había
sido un paseo triunfal, y había creído que destronarían a Amadeo con
la misma facilidad. Para cuando acabó la batalla, Mario ya no era el
mismo.
Esa vez la Guardia Civil había repelido el ataque.
Un muchacho joven, casi un niño, murió junto a él. Una bala le
había atravesado la garganta, y acabó ahogado en su propia sangre.
De vez en cuando aún se despertaba en medio de la noche, sudan-
do, aterrorizado por la recurrente pesadilla en la que volvía a revivir
esa escena, con los ojos del muchacho, del que no sabía el nombre,
mirándolo fijamente, muertos y fríos.
Mario nunca supo si las balas que él mismo había disparado habían
causado alguna muerte en las filas de la Guardia Civil, pero rezaba
cada día para que no hubiera sido así.
A partir de ese momento, intentó centrarse en el negocio familiar,
y dejar sus aventuras políticas. Pero no se podía huir para siempre de
lo que se era. Y Mario había nacido para la política y la acción.
Los acontecimientos de los últimos días, en los que se había em-
barcado casi irrefrenablemente, como si fueran una droga de la que no
podía escapar, se lo habían demostrado.
Observó que algunos de los hombres que compartían la línea de-
fensiva con él, muy jóvenes casi todos, estaban lívidos. La práctica
totalidad de ellos nunca habían entrado en combate real.
Él, sin embargo, se sorprendió al notarse tranquilo. Aun sin haber
sido nunca soldado, ya había vivido lo que vendría a continuación, y
estaba preparado para lo que tuviera que ocurrir.
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Observó a Roque Barcia que, al igual que él y que unos cuantos


más, se distinguía del resto en que no vestía el sencillo uniforme de los
Voluntarios de la República.
Aquel cuerpo, supuestamente militar, era sin embargo un conjunto
anárquico y desorganizado.
La mayor prueba de ello era el mando que Barcia ejercía sobre el
grupo de hombres, y la misma presencia de Mario, al que Barcia había
colocado de ayudante del oficial al frente de una pequeña compañía
que flanquearía el ataque principal.
–¡Ya vienen los Voluntarios de la Libertad! –avisó un joven peli-
rrojo, al que Barcia había ordenado escalar la puerta de Alcalá, punto
inicial de la carretera de Aragón, y altura desde la cual se dominaba
esta.
A su espalda, en la calle de Alcalá, los Voluntarios de la República
se aprestaron al combate, como si el enemigo estuviera ya cercano, a
pesar del kilómetro largo que los separaba aún.
Evidentemente, los Voluntarios de la Libertad también los habían
avistado a ellos, dado que se habían separado en dos filas, ocupando
los márgenes de la carretera. Al frente parecía ir un jinete, todavía irre-
conocible a esa distancia.
–¡Rubio! –gritó Barcia a Mario. Ambos se habían hecho bas-
tante amigos en los dos últimos días. El veterano escritor y revolucio-
nario sevillano había presentado a Mario como alguien a quien obe-
decer durante las reuniones con los jefes de los Voluntarios de la
República y ambos habían preparado la contraofensiva codo con
codo–. ¡Tú y el teniente Torres atentos al flanqueo tal y como hemos
hablado! ¡Valor y al toro muchachos! ¡Son pocos y cobardes! –añadió
dirigiéndose a los hombres que pudieran oírle, con una sonrisa triun-
fal en el rostro, como si se estuviera divirtiendo con todo aquel juego
de guerra.
–¡No te preocupes, Barcia! –respondió Mario, dado que ambos se
nombraban por los apellidos–. ¡Les daremos lo suyo a estos monár-
quicos de medio pelo! –añadió utilizando la misma bravuconería de
Barcia, con el fin de dar ánimos a los hombres que le rodeaban.
Sin querer, su actitud valiente le había convertido en un líder más,
dada la evidente falta de liderazgo que emanaba de los supuestos ofi-
ciales del regimiento.
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–¡Tú cúbreme y todo saldrá bien! –exclamó.


Los de la Libertad habían progresado rápido y ya estaban a me-
nos de doscientos metros, por lo que avanzaban agachados, intentan-
do buscar refugios cada pocos metros. Mario esperaba que la treta de
Barcia no acabara en desastre.
En teoría, ambos bandos estaban militarizados en la misma me-
dida: viejos fusiles de a quince de un solo disparo, reglamentarios del
ejército, la bayoneta calada en cada uno de ellos, un par de pequeños
cañoncitos bastante inútiles, y poco más. El número de hombres es-
taba bastante a la par, por lo que podía ver. Unos trescientos por cada
uno de los contendientes.
Mario pensó que el resultado de la batalla dependería más de la de-
cisión que cada bando pusiera en derrotar al otro que en otros factores,
pero aun así el plan de Barcia le parecía demasiado arriesgado.
–¡No disparéis hasta que lo ordene el teniente Torres! ¡Tranquilos!
¡Hay que asegurar el tiro! –gritó Mario con el doble fin de que el ner-
vioso teniente no comenzara a despilfarrar munición antes de tiempo
y de infundir tranquilidad a sus compañeros de armas.
El tiempo de recarga del fusil, en situaciones de combate, era muy
escaso. Había que intentar que la primera bala diera en carne y luego
templar los nervios para volver a tener el arma lista a tiempo.
Mario observó que Barcia hablaba con el artillero del pequeño ca-
ñón, advirtiéndolo. Luego volvió rápidamente a su posición.
Los de la Libertad ya estaban a poco menos de cien metros, distan-
cia de tiro adecuada, pero no suficiente para precisar el disparo con la
eficacia necesaria.
Además, se habían parapetado en los pocos edificios que les pro-
porcionaban protección. Seguramente estarían sorprendidos de en-
contrar resistencia, pues con toda seguridad no la esperaban, fiados del
secretismo con el que se había llevado la operación.
El objetivo era tomar el Congreso, algo que no debería haber su-
puesto un gran problema, y ahora estarían desconcertados y sin un
plan alternativo, pensó Mario.
Sin embargo, estos no se echaron atrás, y parecían dispuestos a
plantar combate.
Mario se estremeció al reconocer al oficial al mando de la sección
de Voluntarios de la Libertad más cercana. Era Leandro Cerón, el
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prometido de Lucía. Parecía estar estudiando la situación antes de or-


denar un ataque.
Le vino a la mente que durante el anuncio de la boda de Amalia,
Cancio le había comentado que Leandro era el ayudante personal del
general Serrano. Ya sabía quién estaba detrás de todo.
Entonces Barcia pasó a la acción.
–¡Voluntarios de la República! –gritó desde donde se encontraba, a
unos 25 metros del grupo de hombres de Mario–. ¡Adelante!
Barcia y sus hombres corrieron para formar directamente en el
centro de la carretera, expuestos, en posición de disparo. Mario y los
suyos, siguiendo el plan previsto, corrieron hacia la derecha, tras unos
edificios. Tenían que llegar al flanco por sorpresa.
Leandro ordenó a sus hombres formación de disparo al ver hacer
lo propio a los hombres de Barcia. No permitiría que los de la
República tomaran la iniciativa. El joven oficial había picado el an-
zuelo.
Los dos grupos ya se encontraban a unos cincuenta metros el uno
del otro, era el momento de llevar a cabo su plan. Si no salía bien, que
Dios se apiadara de ellos, pensó Barcia.
–¡Abríos! –gritó, ante lo cual su columna se abrió lo suficiente para
que el pequeño cañón que habían transportado hasta allí, oculto por
los hombres de vanguardia, asomara entre ellos.
La reacción de Leandro fue ordenar disparar de inmediato, pero el
movimiento brusco de los enemigos, y la poca destreza de los comba-
tientes, hicieron que solo unos pocos hombres de Barcia fueran alcan-
zados, ocasionando solo heridos.
Sin embargo, el cañonazo tuvo efectos mucho más graves entre los
Voluntarios de la Libertad.
Además de los cuatro muertos que había producido la eficaz salva
de metralla, multitud de hombres habían quedado heridos de mayor
o menor gravedad. El propio Leandro había sufrido el impacto de una
esquirla en el brazo izquierdo.
La desbandada de sus hombres fue general.
Leandro se esforzaba por mantener el orden, ordenando a gritos
que mantuvieran las líneas, pero en ese momento una inesperada salva
de fusilería les llegó desde la izquierda. Eran Mario y sus hombres, que
habían llegado por el flanco.
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Una bala pasó muy cerca de Leandro. Aquello estaba siendo un


desastre.
–¡A la plaza de toros! –gritó un Voluntario de la Libertad, que vio
allí un lugar donde refugiarse de las descargas de fusilería que les ve-
nían ahora por todas partes.
La plaza de toros estaba situada entre las calles Conde de Aranda y
Claudio Coello, a unos trescientos metros de donde se encontraban.
Estaba lejos, pero sería un buen refugio si llegaban y era el camino más
despejado.
A la izquierda se encontraba Mario con sus hombres, preparando
la siguiente andanada de fusilería, y detrás el segundo grupo de volun-
tarios, que se habían parapetado en los edificios.
–¡No! ¡Volved a la lucha, cobardes! –gritó Leandro, aunque sus
órdenes no tuvieron éxito. Los hombres de vanguardia ya huían en
desbandada.
La siguiente andanada de fusilería les vino de la izquierda de nue-
vo. Otra vez las balas silbaron cerca de la cabeza del oficial, que tuvo
que hacer verdaderos esfuerzos por contener el miedo de su caba-
llo, que había recibido varios balazos, aunque ninguno mortal. Aquel
flanco iba a ser su perdición.
Sin embargo, una luz de esperanza llegó a la mente de Leandro.
Observó que Barcia dirigía al grueso de sus fuerzas en pos de los
desbandados que huían hacia la plaza de toros. Leandro miró hacia
atrás, comprobando que la retaguardia seguía parapetada. Aún le que-
daban unos cien hombres de allí. Deberían bastar.
Mario comprobó que Barcia perseguía a los huidos con casi to-
dos sus hombres, sin percatarse que, aprovechando la desbandada,
Leandro había retrocedido para organizar un nuevo ataque con la aún
numerosa retaguardia.
–¡No! ¡Barcia! ¡Vuelve! –gritó desesperado.
Con los escasos cuarenta hombres con los que contaba en ese flan-
co, Mario comprendió inmediatamente que no podría contener un
nuevo ataque de un enemigo más poderoso y sin contar con el factor
sorpresa.
Efectivamente, Leandro reorganizó la retaguardia con gran efecti-
vidad, y la dirigió contra ellos antes de que pudieran organizar un plan
defensivo.
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Ahora que estaban al descubierto y habían perdido la superioridad


eran mucho más vulnerables.
–¡Tenemos que retroceder! –gritó Mario al teniente Torres, pero
este no le hizo caso, envalentonado con el éxito obtenido hasta en-
tonces.
–¡Preparados para disparar! –ordenó al tiempo que Leandro exigía
lo mismo a sus hombres.
En esa ocasión la más numerosa andanada de fusilería proveniente
desde las filas de los monárquicos causó muchas bajas entre los repu-
blicanos. Torres estaba entre los muertos.
–¡Retirada! –ordenó Mario a los supervivientes y a los heridos que
podían moverse.
El murciano y sus hombres, de los que ahora estaba al mando tras
la muerte de Torres, se retiraron hacia las calles interiores. Mario rezó
por que Leandro los persiguiera, para poder montar un contraataque
en las callejuelas, donde no primaría tanto la superioridad numérica.
Sin embargo, tal y como había temido Mario, Leandro no los per-
siguió. Aquellos hombres no eran su objetivo. El joven oficial seguía
en dirección a la calle de Alcalá. Ese era el camino por el cual llegaría
al Congreso de los Diputados.
Barcia y los suyos ya se encontraban lejos, cercando la plaza de
toros, donde se había resguardado el grueso de las fuerzas de los
Voluntarios de la Libertad.
El sevillano había cometido el error de creer que todos los de la
Libertad habían huido hacia allí, y la escasa retaguardia que había de-
jado en la Puerta de Alcalá solo aguantó una andanada de fusilería
ordenada por Leandro y un par de cañonazos antes de dejar libre sin
más oposición el acceso a la calle de Alcalá, huyendo de allí.
Mario, al comprobar que no estaban siendo perseguidos, reorga-
nizó a los pocos hombres que le quedaban sanos o no habían huido
hacia sus casas, unos treinta, y se dirigió a la Puerta de Alcalá.
–¡Hay que apoyar a la retaguardia! –exclamó–. ¡Si pasan de allí lle-
garán al Congreso!
Pero cuando Mario y sus hombres llegaron allí solo pudieron cons-
tatar que Leandro y los suyos ya enfilaban la calle de Alcalá y esta-
ban superando la fuente de Cibeles, dirigiéndose al parecer al Cuartel
General del Ejército.
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–¡Tenemos que cortarles el paso! ¡Hay que impedirles llegar al


Congreso! –exclamó Mario.
Uno de los hombres más jóvenes que formaban la partida se dirigió
a Mario.
–Si van al Congreso es más rápido ir por el Paseo del Prado.
Llegaremos antes que ellos –afirmó.
Mario no conocía tanto la ciudad como para poner en cuestión
aquella afirmación, así que no lo dudó.
–¡Guíenos, soldado! –ordenó.

–Pero ¿qué estará pasando, Dios mío? –preguntó Amalia asustada ante
las voces de la Guardia Civil, que a gritos estaban desalojando la plaza
frente al Congreso de los Diputados, obligándolas a ir hacia la Carrera
de San Jerónimo.
–No lo sé –mintió Lucía–. Pero debe de ser grave.
–Si lo llegamos a saber no pasamos por aquí –dijo Amalia sin per-
catarse de que Lucía la había ido guiando hacia ese lugar–. ¡Vámonos!
No vaya a ser que pase algo malo.
–No, yo me quiero quedar –contestó Lucía con decisión–. Quiero
saber lo que está sucediendo –añadió.
–¡Pero mujer! –exclamó Amalia–. ¡A ver si se van a liar a tiros!
–No te preocupes, si vemos que se pone la cosa fea nos vamos, te
lo prometo –dijo Lucía sin llegar a tranquilizar con sus palabras a su
amiga.
Ninguna de las dos se dio cuenta de que un personaje conocido por
ambas se acercaba a ellas por la misma Carrera de San Jerónimo.
–¡Señorita Lucía! –exclamó Galdós al ver a la joven–. ¡No debería
estar aquí!
Lucía se quedó sin habla al verlo. No había caído en la posibilidad
de ver a alguien conocido. Solo quería asegurarse de que su padre esta-
ba bien… y también Mario.
No había podido dejar de pensar en él en los últimos días. La ima-
gen del murciano se fijaba cada vez más en su mente a medida que
transcirrían los días.
Había intentado alejar los pensamientos que acudían a su cabeza
por las noches, cuando se iba a dormir, pero no podía desterrarlos.
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En ellos se veía a sí misma desnuda, abrazada al cuerpo delgado y


fibroso del joven, besándose ambos apasionadamente, revolviendo sus
cabellos mientras daban vueltas sobre la cama.
Nunca había pensado excesivamente en la parte placentera de la
procreación hasta esos días, pero desde que había conocido a Mario,
una sensación de desazón se apoderaba de ella cuando imaginaba esas
cosas, hasta tal punto que había tenido la necesidad de apretar con la
mano su órgano genital.
Nunca lo había experimentado con tanta fuerza, ni siquiera cuan-
do era adolescente, y se exploraba a hurtadillas en la bañera para ver
los cambios en su cuerpo.
Notaba que cuando se tocaba justo en el medio de su sexo, frotan-
do este poco a poco con los dedos, una sensación placentera se apode-
raba de ella, y aunque luchaba por desterrarla, no lo conseguía. Nadie
le había explicado eso jamás. Ni siquiera lo había hablado nunca con
Amalia, pero intuía que debía seguir masajeando la zona.
Al poco rato de estar haciendo eso, imaginando en cómo sería estar
desnuda y abrazada al cuerpo de Mario, mientras este la penetraba, el
flujo emanaba con tanta abundancia de su interior que notaba cómo
se mojaban su mano y su ropa interior, experimentando más placer
cuanto más tiempo pasaba, hasta que un intenso espasmo la poseía,
como una explosión, haciendo que moviera su pelvis de manera sal-
vaje.
En ese momento paraba.
Seguidamente al relax venía a su mente la sensación de haber hecho
algo malo, inapropiado, y la imagen de su madre se le aparecía, con
cara de decepción y vergüenza.
Nunca había pensado que una mujer pudiera proporcionarse tanto
placer a sí misma.
–Estábamos paseando –acertó a decir Lucía sin más ante la excla-
mación de Galdós.
–Ya se lo estaba diciendo yo –añadió Amalia apostillando lo dicho
por este.
–¿Sabe lo que está pasando? –preguntó Lucía.
–El ministro Pi y Margall ha destituido al general Pavía como
Capitán General de Madrid –dijo Galdós alterado–, y ha nombrado
en su lugar al general Hidalgo.
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–¿Eso ha desbaratado el golpe? –preguntó Lucía nerviosa–. ¿Qué


sabe de mi padre?
–No sé nada de eso –contestó Galdós.
–¿Tú padre? –preguntó Amalia–. ¿Es que tú sabías algo de esto?
–preguntó la joven, obteniendo solo una mirada de angustia por parte
de su amiga.
–Había una partida de los Voluntarios de la Libertad que se di-
rigían a Madrid por la carretera de Aragón –informó Galdós inte-
rrumpiendo así el interrogatorio de Amalia–. Su objetivo seguramente
sería proteger a la Diputación Permanente, que se ha encerrado en el
Congreso. Pensaban que, con la fuerza militar de los Voluntarios de
la Libertad, podrían destituir al Gobierno y poner a Sagasta o Serrano
de presidente, no estoy seguro –continuó informando Galdós–. No sé
cómo Pi ha logrado enterarse con tanto detalle de los planes milita-
res de los golpistas, pero sí sé que el ministro iba a enviar a los Voluntarios
de la República contra la columna que se dirigía hacia aquí, según me
aseguró su amigo Mario ayer, pero desconozco si habrá logrado con-
vencer a la Guardia Civil para que permanezca fiel al Gobierno o si
finalmente esta se habrá unido a los golpistas.
–¿Tu amigo Mario? –volvió a preguntar Amalia incrédula.
–Siento habértelo ocultado. Era por tu propia seguridad –dijo Lucía
sin mucha convicción.
Amalia la miró con una decepción infinita.
–Sería mejor que volvieran a casa, señoritas…
Galdós no pudo terminar la frase, porque en ese momento, una co-
lumna de unos treinta hombres, sudorosos y agotados, llegados desde
el Paseo del Prado, se disponían a formar para una descarga de fusilería
justo frente a ellos, en la esquina de la calle Marqués de Cubas, apun-
tando justo a la entrada de esa calle.
Lucía sintió un vuelco en el corazón cuando descubrió que Mario
se encontraba entre ellos.

Lo habían conseguido, pero ahora estaban exhaustos. Los Voluntarios de


la Libertad se acercaban de frente a ellos desde la calle Marqués de Cubas.
Leandro había escogido acercarse desde esa calle al Congreso de
los Diputados. Mario no había entendido en un principio por qué no
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había elegido ir por el Paseo del Prado directamente, pero ahora, al ver
que la columna de los Voluntarios de la Libertad se había incrementa-
do en número, lo entendió todo.
El objetivo de Leandro era unirse a otra partida de los Voluntarios
de la Libertad y tomar el Congreso entre ambos.
No tenían ninguna posibilidad ante ellos.
Entonces Mario observó que unos cuantos hombres de la Guardia
Civil estaban protegiendo el Congreso. ¿Serían afines al golpe o los
habría puesto allí Pi? En todo caso, pronto saldría de dudas.
–¡Viva la República! –gritó Mario con todas sus fuerzas para identi-
ficarse–. ¡A nosotros la Guardia Civil! –exclamó reclamando su ayuda.
Sin embargo, una descarga de fusilería procedente de los monár-
quicos atronó en la calle, ahogando las palabras de Mario. El joven
sintió un fuerte arañazo que le quemaba el brazo izquierdo. A su lado,
un hombre se quejaba de un balazo recibido en el estómago.
–¡Fuego! –gritó Mario haciendo caso omiso del dolor que sentía.
Inmediatamente, los hombres que le quedaban en pie dispararon con-
tra los de la Libertad, que aguantaron el envite, guiados por Leandro.
–¡Recargad! –gritó Mario.
Mario comprendió que no podía retroceder aunque le fuera la vida
en ello. Defendería la República hasta la última gota de su sangre.
Entre el humo de la pólvora que llenaba el ambiente, el murciano
observó cómo Leandro seguía al frente de la batalla. Este ordenó a sus
hombres avanzar.
La batalla se decidiría pronto. La diferencia numérica sería defini-
tiva. Ya casi no les quedaban municiones, y los de la Libertad pronto
acabarían con ellos, y quizá con la República. No había esperanza.
–¡Agáchense! ¡Vamos a disparar! –escuchó Mario a su espalda.
Era el capitán de la Guardia Civil, que junto con sus hombres se
habían colocado tras ellos, guardando la salida de la calle.
–¡Bien por Pi! –exclamó Mario.
Al menos retrasarían la derrota final.
Todos los Voluntarios de la República que se encontraban recar-
gando obedecieron a las órdenes de los beneméritos, dejándoles cam-
po de tiro.
La detonación de las armas de los Guardias Civiles sonaron distin-
tas. No estaban usando los mismos fusiles que ellos.
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Mario se percató de que tras la primera detonación siguió otra muy


seguida. Los guardias civiles portaban fusiles máuser de repetición, y
disparaban sin cesar.
Los Voluntarios de la República que quedaban unieron sus armas
a las de los guardias, haciendo retroceder momentáneamente a los de
la Libertad, que aun así seguían disparando.
Mario advirtió, sin embargo, que algunos Voluntarios de la
Libertad huían. Observó cómo Leandro desmontaba, protegiéndo-
se de la efectividad de los máuser, que le había pillado por sorpresa,
mientras seguía ordenando disparar a los suyos, disparando él mismo
su pistola, parapetado tras su caballo, el cual recibió varios disparos
que le hicieron caer al suelo.
La Guardia Civil se batía con decisión y profesionalidad y, a pesar
de su menguado número, y gracias a la ayuda de Mario y sus hom-
bres, estaban poniendo en jaque al enemigo, que estaba perdiendo
rápidamente la capacidad combativa, aunque aún respondieran con
suficiencia a los disparos de los civiles.
La superioridad numérica de los de la Libertad se había visto com-
pensada con la efectividad de los máuser, y ambos bandos estaban
aguantando las posiciones.
Sin embargo, la munición era ya muy escasa entre los Voluntarios
de la República, y Mario no creía que la Guardia Civil pudiera aguan-
tar mucho más.
De pronto, Mario volvió a sentir una quemazón muy fuerte. Esta
vez, el impacto del proyectil había sido en el muslo derecho.
Enseguida notó que un hilo de sangre comenzaba a emanar de su
pierna, manchando sus pantalones. Sin embargo, no se dejó caer, y
volvió a recargar su antiguo fusil de un solo disparo. Su última bala.
Buscó un objetivo y observó que Leandro ofrecía un buen blanco.
Era la ocasión de descabezar al enemigo. Apuntó su arma con decisión
y se dispuso a disparar. No pudo hacerlo. La imagen de Lucía se cruzó
en su mente en el peor momento. No podía hacerle eso.
En ese instante, más refuerzos de la Guardia Civil, recién llegados,
se unieron a la batalla.
Los monárquicos, al ver llegar estos refuerzos, también provistos de
máuser, comenzaron a huir en desbandada a pesar de los esfuerzos
de Leandro por mantenerlos en la lucha.
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La lucha se había decantado claramente para el bando republicano.


Leandro no tuvo más remedio que acompañar a sus hombres en la
huida.

Galdós había conducido a las dos mujeres hacia la cercana calle de


Cedaceros, buscando refugio ante un posible recrudecimiento de la
batalla.
En el primer portal que encontraron abierto, el periodista introdu-
jo a las jóvenes.
–¡No se muevan de aquí hasta que todo termine! –dijo antes
de irse de nuevo a ver qué era lo que se estaba cocinando en el Con-
greso.
De lejos se oían los disparos, que llegaban a través de la calle de
Zorrilla, justo en perpendicular a ellas.
–¿Por qué no me lo contaste, Lucía? ¿Mario y tú? –preguntó Amalia
dolida.
–No es lo que piensas, Amalia –contestó Lucía nerviosa–. Descubrí
una información y no sabía con quién compartirla.
–¿Y te pareció que la mejor opción era contárselo a Mario? ¿No?
–replicó Amalia con ironía.
–Fue lo único que se me ocurrió. Luego apareció Galdós y…
–No quiero saber nada más –atajó Amalia enfadada.
–Déjame explicarte… –suplicó Lucía.
En ese momento escucharon voces y gritos. Alguien se acercaba a
ellas.
–¡Ocultémonos! –exclamó Amalia conduciendo a Lucía al interior
del portal.

Mario comprobó que los monárquicos huían por la calle Marqués de


Cubas. Sin embargo, unos pocos se dirigieron a la calle de Zorrilla.
A pesar del dolor del muslo y del brazo, reunió a cuatro hombres de
los Voluntarios y les ordenó que le siguieran.
Se le había ocurrido que, al igual que había pasado cuando habían
atajado por el Paseo del Prado, podrían detener a esos pocos fugitivos
rodeando el Congreso por el extremo opuesto.
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Enfilaron hacia la Carrera de San Jerónimo, doblando en la calle


de Cedaceros.
Su plan funcionó, y se encontraron con los huidos casi de bruces.
Todos los Voluntarios de la República excepto Mario llevaban los fu-
siles sin munición, pero los usaron para encañonar a sus enemigos.
–¡Alto! –dijeron apuntando sus armas descargadas contra los fugi-
tivos.
Eran cuatro hombres, y entre ellos estaba Leandro Cerón.

–¡Es Leandro! –exclamó atemorizada Amalia, que aún no había perci-


bido que entre los combatientes que retenían a los militares se encon-
traba Mario.
Ambas jóvenes observaban la escena angustiadas.

–¡Atadlos! –ordenó Mario.


Los jóvenes Voluntarios de la República a los que estaba mandan-
do no se lo pensaron dos veces a la hora de acatar las órdenes de Mario,
que tras la batalla había pasado a ser su líder natural.
Sin embargo, no contaron con que Leandro aún tenía tres balas en
la recámara de su revólver.
El militar, sin pensárselo dos veces, comenzó a disparar contra sus
captores, decidido a vender cara su derrota.
En su afán final, volvió a herir a Mario en un hombro, aunque no
acertó a ningún otro Voluntario de la República, los cuales corrieron
como alma que lleva el diablo, para sorpresa de Leandro, que no sabía
que llevaban sus armas descargadas.
Mario, tendido en el suelo tras el impacto de la bala, cogió como
pudo su fusil, que había caído junto a él, y apuntó con pulso trému-
lo al cuerpo de Leandro, que seguía apretando el gatillo contra los
Voluntarios de la República que huían, a pesar de que ya no le queda-
ban balas.
El disparo de Mario acertó a rozar a Leandro en el muslo izquier-
do, produciéndole un dolor intenso. Entonces, el militar se acercó a
Mario, que estaba completamente derrotado, sin munición, herido,
en el suelo y completamente agotado.
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Introdujo seis balas nuevas en el cañón todo lo rápido que pudo


sin perder de vista a su enemigo derrotado. Luego acercó el cañón al
cráneo de Mario para no errar el tiro.
–¡No! –escuchó Leandro a su izquierda.
La voz provenía de la última persona que esperaba encontrar allí.
–¡Lucía! –exclamó confuso.
–¡Por favor, no lo hagas! –suplicó.
Leandro comprendió instintivamente que algo no iba bien.
–¡Ha querido matarme! –respondió–. ¡Es un cerdo republicano!
–añadió justo antes de presionar el percutor, invadido de unos celos
que no sabía explicarse a sí mismo en esos momentos.
Mario observaba la escena sin fuerzas para resistirse a su destino.
Comprendió que iba a morir.
–¡No! –volvió a gritar Lucía.
El percutor saltó al apretar el gatillo, pero la bala golpeó en el suelo,
a pocos centímetros del murciano. Lucía había empujado el brazo de
Leandro, lo justo para evitar el fatal desenlace.
Mario tragó saliva. Se había salvado de momento.
Leandro, sin pensárselo dos veces, golpeó fuertemente a Lucía con
el dorso de la mano.
Esta cayó de espaldas. La sangre comenzó a manar de sus labios,
rotos por el golpe. Leandro se quedó mirándola, desconcertado con
su propia reacción. Jamás había pegado a una mujer, y nunca hubiera
creído poder golpear con aquella violencia a Lucía.
Lejos de quedarse inmóvil, Lucía se levantó rápidamente, y yendo
hacia Leandro se interpuso entre este y Mario, aprovechando el des-
concierto de su prometido.
–¡Si quieres matarle tendrás que matarme a mí primero! –exclamó
Lucía llena de ira, pero con una determinación que dejó a Leandro helado.
Unas voces se comenzaron a escuchar desde la esquina del
Congreso. Era la Guardia Civil, que se dirigía hacia allí.
Leandro observó a Lucía con dureza. Intuyó que la había perdido
para siempre.
El desconcierto dio paso a una tristeza inesperada, que el joven
militar aún no sabía que se convertiría en odio en unas pocas horas,
un odio que aumentaría con cada segundo que pasara, y que incluiría
tanto a Lucía como a Mario.
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Pasó una última mirada, incrédula aún, por los dos jóvenes, an-
tes de echar a correr, internándose en las callejuelas colindantes para
perderse entre ellas.

Lucía estaba manchando su vestido con la suciedad del suelo de Ma-


drid y la sangre que se filtraba por el pantalón y la chaqueta del joven.
Levantó la cabeza de este y la apoyó en sus muslos que utilizó a modo
de almohada.
–¡Mario! ¡Responde! –exclamó Lucía angustiada, ante la indiferen-
te mirada de Amalia, que había estado observando toda la escena des-
de la distancia.
Sin saberlo, había compartido unas sensaciones muy similares a las
de Leandro.
Una amargura muy grande se estaba apoderando de ella. Mario,
con el que había fantaseado hacía unos pocos días como un padre ideal
para sus hijos, un continuador del negocio familiar, era en realidad un
revolucionario, tal y como había dicho Cancio en la cena, aunque ella
no le hubiera dado ninguna importancia entonces.
¡Qué ciega había estado! Jamás podría ser el marido que había ima-
ginado.
Además había una verdad que acababa de estallarle en la cara. Lucía
y Mario estaban enamorados. Nunca hubiera sido suyo.
Amalia observó que el murciano agarraba la mano de su amiga,
manchando esta de sangre. Lucía se la sostuvo con fuerza, mirando
angustiada a Mario.
–Gracias –dijo este mirando con ternura a su amada.
–Aguanta, ya llega la ayuda –replicó Lucía al ver que los guardias
civiles se encontraban ya allí.
–Lucía –dijo el joven.
–Dime –contestó ella.
–Te quiero –confesó Mario sorprendiéndola.
La joven no sabía qué decir. Entonces, siguiendo un impulso, sin
pensarlo, reclinó la cabeza hacia él y lo besó.
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7. LA OFERTA

Madrid, domingo, 27 de abril de 1873.


Hospital Provincial de Madrid

Cuatro días sin noticias de Lucía eran demasiados. Aún estaba muy
débil, pero debía salir ya de allí para averiguar qué consecuencias ha-
bían tenido para ella los sucesos del día 23.
Había tenido mucha suerte. Los balazos no habían tocado ningún
órgano y, a pesar de la aparatosidad, las heridas estaban cerrando bien
y sin infecciones.
Sin embargo, la fiebre pasada le hacía recordar los tres anteriores
como una sucesión de dolor, sudor, miedo a la muerte y pesadillas
horribles.
Gracias a Dios, ya había superado esa fase.
Los médicos le informaron que estaba en el Hospital Provincial de
Madrid, en Atocha, muy cerca de la estación de tren.
En un par de semanas ya estaría completamente recuperado, y sin
secuelas. Mario se volvió a alegrar de su suerte, después de ver cómo
habían muerto varios hombres a su lado.
Al preguntar acerca de si alguien había ido a visitarle, los enfer-
meros le dieron una respuesta negativa. Nadie, desde que la Guardia
Civil lo había trasladado allí, junto al resto de los heridos, se había
interesado por él.
También había preguntado por el desenlace de los hechos del
miércoles anterior, pero en aquella sala común no había ninguno de
los Voluntarios heridos, ni de la República ni de la Libertad, pues
los habían llevado a alas distintas del hospital, y como a él no sabían
dónde colocarlo, por prudencia lo habían llevado a una sala llena de
ancianos, o que parecían serlo, la mayor parte sin recursos económi-
cos, así que solo le contaron que Pi seguía siendo presidente, que ellos
supieran.
A ninguna de estas personas les interesaba ya demasiado la política,
y los pocos familiares que les visitaban tampoco mostraban demasiada
preocupación por el devenir del país.
En cuanto se le pasó la fiebre, Mario decidió que tenía que salir de
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allí cuanto antes, o caería en una depresión. Además, tenía que ver a
Lucía costara lo que costara.
El beso que se habían dado le había parecido lo más real que le ha-
bía pasado nunca, y le gustaba imaginar que la chica le correspondía
con el mismo amor que él ya le tenía.
Seguramente solo se lo había dado porque lo había visto en aquel
estado lamentable, se decía, para a continuación responderse que, si
no lo amara como él esperaba, no se hubiera interpuesto entre él y
Leandro.
Sin embargo, no había ido a visitarlo ni había preguntado por él.
¿Habría tenido algún impedimento grave? ¿Querría volver a verlo o
todo era producto de su fantasía romántica?
En todo caso, debía confesarle sus sentimientos con la esperanza de
evitar que se casara con el militar. Sabía que era muy difícil que todo
aquello saliera bien, pero no se perdonaría no haberlo intentado.
Un viejo enfermero repartió el desayuno de la mañana. Al ser do-
mingo, había una especie de chocolate con churros.
El chocolate estaba frío y los churros excesivamente aceitosos y tie-
sos, pero Mario los engulló con ansia.
Necesitaba recuperar fuerzas para salir de allí.
Sus ropas, hechas girones, sucias de barro y sangre, se encontraban
dobladas sobre un pequeño taburete, justo al lado de la cama.
Se levantó poco a poco, intentando ponerse en pie. Un mareo in-
tenso se apoderó de él. Estaba mucho más débil de lo que había creído
en un principio.
Volvió a intentarlo una vez que se le pasó el mareo. Esta vez se tuvo
en pie. Parecía que las fuerzas volvían de nuevo a su cuerpo, gracias en
parte al calorífico desayuno.
Recogió su ropa, y poco a poco comenzó a vestirse.
En ese momento, una voz rotunda y grave sonó a su espalda.
–¿Ya te vas, chiquillo? –preguntó la voz con aquella melodía del
pueblo llano que hipnotizaba a las masas.
Era una voz que recordaba perfectamente, y que pertenecía a un
hombre que admiraba por su espíritu de lucha y su fe inquebrantable
en el pueblo.
–¡Antonete! –exclamó con sorpresa Mario, que no podía creer que
a su lado estuviera aquella leyenda de la huerta–. ¿¡Qué haces aquí!?
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–Es que he oído que hay un nuevo héroe en Madrid, y he venido a


conocerlo –contestó el huertano.
–¿Cómo lo has sabido? –preguntó Mario, que no salía de su asombro.
–Me lo ha dicho Pi –informó Gálvez–. Está muy impresionado
contigo.
–¿Has hablado con el ministro? ¿Cómo están las cosas? ¿En qué ter-
minó la batalla? –se atropelló Mario queriendo saberlo todo a la vez.
–Calma, calma –dijo Gálvez haciendo signos para que se sentara de
nuevo en la cama–. Hay tiempo, y por lo que veo te zurraron bien. No
pensaba que hubiera sido para tanto –admitió.
–Estoy bien, solo son rasguños –explicó Mario quitando impor-
tancia a sus heridas–. Venga, ponme al día.
Antonete lo miró y vio en él al mismo muchacho noble, inocente
e idealista que había conocido en 1868, cuando el que él consideró un
joven señorito de ciudad se juntó a su partida de huertanos, y que aun-
que no pegaba ni con cola entre ellos, se había hecho con el cariño de
todos por su carácter sencillo y su valentía suicida.
Luego, cada vez que lo había necesitado, allí había estado Mario
para lo que hiciera falta, ya fuera contactar con alguien, facilitar avi-
tuallamiento o dirigir una partida.
Poco a poco, se había forjado una amistad entre ambos, basada en
el respeto a la autoridad moral de Gálvez y en la camaradería revolu-
cionaria.
Sin embargo, Gálvez percibió un cambio en Mario que no podía
concretar. Lo achacó al año largo que hacía que no lo veía. Parecía más
maduro y capaz.
Lo relatado por Pi acerca de su gran aportación al impedimento del
golpe de Estado, le habían convencido de que no se había equivocado
al pensar en él para lo que estaba a punto de ofrecerle.
–Pues han pasado muchas cosas mientras tú has estado de vacacio-
nes –comenzó a relatar Gálvez–. Pi dominó la situación con mano de
hierro. Logró poner en fuga a los golpistas, que ahora deben estar ya
instalados en París, destituyó a los militares insurrectos y disolvió las
Cortes.
–¿¡Disolvió las Cortes!? –preguntó incrédulo Mario.
–Bueno, en realidad solo la Comisión Permanente, pero es lo mis-
mo –contestó Gálvez.
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–Pero eso es lo que querían hacer los militares. Un golpe de Estado.


Pi no debería haberlo hecho –reflexionó preocupado Mario.
–La revolución se hace así. A golpes –dijo el huertano–. Pero no
te preocupes, siguen estando convocadas las elecciones para mayo. La
gente podrá manifestarse, aunque… –se interrumpió el huertano.
–¿Qué? –preguntó Mario intrigado.
–Que no podrán elegir más que a republicanos –contestó Gál-
vez casi aliviado al decirlo–. Los demás partidos han considerado,
como tú, que Pi se ha extralimitado, y no van a concurrir a esas elec-
ciones.
–Pero entonces las Cortes no tendrán legitimidad –reflexionó
Mario.
–¡Claro que la tendrán! –exclamó Gálvez autoritario, denotando
una seguridad en sí mismo fuera de toda duda–. Los partidos que no
se presentan a las elecciones no lo hacen como protesta a Pi, lo hacen
porque son monárquicos, carlistas o alfonsinos, me da igual, o porque
son republicanos unitarios… ¡Centralistas todos! –escupió.
Mario recordó que Gálvez había dicho muchas veces que odiaba a
los republicanos unitarios y centralistas, incluso más que a los monár-
quicos, porque estos, al menos, no se contaban dentro del bando de
los supuestos amigos.
El veterano huertano creía que la revolución y la república debían
construirse desde y por el pueblo, de abajo arriba. Cualquier cosa que
viniera decidida desde Madrid, al margen del pueblo llano, había de
combatirse, porque por encima de la república estaba el pueblo, que
debía ser el único y verdadero dueño de su destino.
Sin embargo, ahora le parecían bien unas elecciones en las que el
pueblo no tuviera plena capacidad de elección, pensó Mario. Una cla-
ra contradicción.
Era la primera vez que Mario se cuestionaba las palabras de Gálvez,
al que veía en esta ocasión priorizar la oportunidad de llegar al poder
sobre el ideal de la libertad del pueblo.
–Tengo algo que ofrecerte –dijo Gálvez con su voz profunda, cam-
biando de tema súbitamente como en él era costumbre.
–Tú dirás –respondió Mario saliendo de su ensimismamiento.
–Quiero que te presentes a las elecciones conmigo. Serás diputado
–ordenó sin preguntarse si su amigo estaría de acuerdo.
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Mario se quedó callado. A pesar de su militancia activa en las alga-


radas del revolucionario, jamás se había planteado seriamente partici-
par en las instituciones, y la propuesta de Gálvez lo descolocó.
–¿Qué pasa? –preguntó–. Creía que te haría ilusión.
–Nunca había pensado en ser político –respondió el joven.
–¡Pero hombre! ¡Si siempre lo has sido! –exclamó el huertano al
tiempo que daba una palmada en la espalda del joven.
–Ya me entiendes –respondió Mario–. Me refiero a que nunca me
había imaginado como concejal o algo parecido, y mucho menos de
diputado en Cortes. Sinceramente, lo mío siempre fue la acción.
–¡Y lo mío! –exclamó enérgicamente Gálvez–. ¡Por eso te lo pi-
do! ¡Es la oportunidad que estábamos esperando! –siguió–. Pi ha
prometido una Constitución inmediatamente. No soy yo muy parti-
dario de esto, he de confesarte. Los pueblos de España han de regirse
por sí mismos en cantones, y estos en Estados que deben construirse
desde la base, no desde la cúspide. Aun así confío en Pi –concedió
Gálvez, y sé que se dará libertad a los territorios para elegir su destino.
Al menos él siempre ha defendido eso. ¿Nos acompañarás en esta ba-
talla?
Mario estaba confuso. Lo que decía Gálvez parecía prometedor.
Era la oportunidad de redefinir España, el tiempo para cambiar las
cosas, llevar a cabo lo que siempre había soñado. Quizá no sería la for-
ma más ortodoxa de imponerse políticamente, pero a veces importaba
más el fin que los medios.
En otro momento de su vida ni siquiera se lo habría pensado y ha-
bría aceptado el ofrecimiento sin dudar. ¿Por qué dudaba ahora?
De pronto vio clara la respuesta. Mientras su mentor revoluciona-
rio le había estado hablando, la presencia de Lucía había sobrevolado
su mente sin cesar. No podía marcharse sin saber a qué atenerse. Tenía
que hablar con ella lo antes posible.
Sin embargo, también le debía fidelidad a su amigo. Resolvió la
cuestión apretando el brazo del huertano.
–Sabes que siempre lucharé a tu lado –respondió Mario.

¿Cómo se podía haber dejado arrastrar hasta allí? Era la pregunta que
se formulaba Lucía continuamente desde hacía cuatro días, aislada de
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todos y vigilada constantemente por su madre y por el personal de la


casa de veraneo.
Su mente no hacía más que revivir una y otra vez los acontecimien-
tos vividos junto al Congreso de los Diputados, recordando con an-
gustia las heridas sufridas por Mario, y reviviendo, con una emoción
derivada de un sentimiento que jamás había sentido, aquel beso casi
robado antes de que se lo llevaran.
Después de asegurarse de que Mario estaba siendo atendido, buscó
a Amalia. Casi se había olvidado de ella con todo aquel lío. No estaba
por ninguna parte.
La calle era un caos. Los partidarios de la República habían co-
menzado a llegar al Congreso, y se amontonaban en la Carrera de San
Jerónimo, llenando las calles adyacentes con el fin de impedir la salida
de los diputados por ninguna puerta del edificio, ya que por lo que
podía escuchar Lucía los consideraban traidores y golpistas.
Entre la búsqueda de Amalia y el gentío, había perdido de vista
a Mario. Escuchó de los hombres que se lo llevaron que había que
trasladarlo al hospital de Atocha, así que decidió que más tarde iría a
comprobar que seguía bien.
De pronto comenzó a temblar al caer en la cuenta de todo lo que
había pasado. La adrenalina acumulada le estaba llevando a un estado
de agitación interna que le hacía respirar con dificultad, y el tumulto
comenzó a generarle una sensación de ahogo que intentaba disimular
con poco éxito.
Casi por instinto, buscando la protección perdida, sus pasos la fue-
ron llevando a casa.
Al acercarse a la entrada de su calle cayó en la cuenta de que su vida
había dado un giro radical. Ya no se casaría con Leandro, y sentía que el
mundo que había conocido hasta ahora se derrumbaba a su alrededor.
Tendría que afrontar un destino incierto, lo cual, para su sorpresa
le infundió ánimo y valor.
Cuando llegó a su casa observó que la calesa de la familia estaba
preparada en la puerta, algo que le sorprendió sobremanera.
Su padre, que esa mañana había salido temprano, como siempre,
se encontraba junto al carruaje visiblemente alterado; pareció aliviado
en parte al verla llegar. Aquella extraña situación la sumió en el des-
concierto.
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–¿Por qué nos vamos? –preguntó en cuanto se acercó a su padre.


–¿¡Dónde estabas!? ¡Es tarde! ¡Te estábamos esperando! ¡Sube al
coche, rápido! –ordenó el coronel, sin darle opción de réplica.
Lucía se dejó conducir al interior de la calesa sin ser consciente de
lo que estaba pasando. Un torbellino de preguntas asaltaban su mente.
–¿Estás al tanto de lo que ha pasado en las Cortes? –preguntó Lucía,
casi como una afirmación, mientras subía.
–¿Estabas allí? –respondió el coronel confirmando las sospechas de
su hija, mientras la ayudaba a entrar y ordenaba al cochero que em-
prendiera la marcha.
–¡Lucía! –gritó doña Carmen al ver entrar a su hija en el carruaje de
aquella guisa. El coronel ni siquiera había caído en la cuenta–. ¿¡Estás
herida!? –preguntó alterada.
–Estoy bien… Leandro también está bien –dijo mientras miraba
a los ojos de su padre, que en ese momento había perdido el aura de
grandeza con la que siempre lo había observado su hija–. Pero ha teni-
do que huir –añadió como si fuera un reproche–. Los de la República
lo han ahuyentado… a él y a todos, gracias a Dios –dijo con un orgu-
llo que hirió a su padre en lo más profundo, mirando a su hija sin creer
las palabras que salían de sus labios.
Jamás le había hablado con ese desprecio.
–¡Válgame Dios! –acertó a decir doña Carmen–. ¡Nos vas a matar
a disgustos! –exclamó–. ¡Esta niña nos mata, Indalecio! –añadió mien-
tras Cancio observaba la escena sentado justo enfrente de su madre,
sin saber qué decir, por una vez.
El coronel comprendió de inmediato que su hija sabía mucho más
de lo que él hubiera imaginado nunca, y por si fuera poco, parecía
contenta con que sus planes y los de Martínez Campos se hubieran
desbaratado.
Un pensamiento fugaz acudió a su mente. ¿Se había enterado su
hija, de alguna manera, de los planes golpistas? ¿Habría tenido ella algo
que ver en la respuesta recibida por los Voluntarios de la República y
el fracaso del golpe? Era absurdo, se dijo.
–Es preciso que os vayáis todos a la casa de la sierra –dijo García-
Valls explicándole a su hija la razón del sorpresivo viaje, refiriéndose a
la pequeña casita de verano que la familia tenía en las inmediaciones
del pueblo de El Escorial, y que había sido adquirida recientemente
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por el coronel, gracias a los abundantes beneficios de sus negocios con


Buendía–. Tendríais que haberos ido antes, no tendría que haber con-
fiado tanto… –pareció mascullar para sí el coronel, que quería evitar
cualquier riesgo de que en el proceso de su detención su familia se
viera envuelta de ninguna manera.
–¿Has tenido algo que ver con el golpe? –preguntó Lucía con segu-
ridad–. ¿Has dejado que Leandro se involucrara? ¿Cómo has podido
hacerlo? –recriminó Lucía.
–No tengo por qué darte ningún tipo de explicaciones sobre eso
–contestó fríamente el coronel–. ¿Qué ha pasado con Leandro?
–Huyó, como todos –contestó Lucía con altanería y desprecio en
su voz–. Mario y los Voluntarios consiguieron ponerlos en fuga –aña-
dió.
–¿Qué Mario? –preguntó el coronel descolocado.
–Mario Rubio –dijo Lucía orgullosamente, sin disimular la pro-
funda admiración que sentía por él, y sin pensar las consecuencias de
informar a su padre.
–¿El hijo de Cesáreo? –volvió a preguntar incrédulo–. ¿Qué tiene
que ver él con todo esto?
Lucía no supo qué contestar, nerviosa, ruborizada de pronto. Pero
su padre ya había confirmado en la mirada de su hija, la que hasta aho-
ra había sido la niña de sus ojos, que ella estaba involucrada de alguna
manera en todo aquello, y que había tenido tratos con Mario, un revo-
lucionario activo a las órdenes de Antonete. Su mundo se vino abajo.
–¡Cuéntame todo lo que sepas ahora mismo! –ordenó el coronel
con tono marcial.
–¡No sé nada! –mintió Lucía nerviosamente, algo que no pasó desa-
percibido a los ojos expertos de su padre.
–¿¡Qué hay entre ese y tú!? –exclamó García-Valls violentamente,
cada vez más enfadado, y bajo las expectantes miradas de Cancio y
doña Carmen, la cual, a pesar de manejar a su marido por donde ella
quería normalmente, no se atrevía a abrir la boca en las raras ocasiones
en las que había visto a su esposo en ese estado de enfado.
Lucía no contestó a su padre.
García-Valls volvió a repetir la pregunta, esta vez acercando el ros-
tro al de su hija, que le mantuvo la mirada con valentía.
–Que qué hay entre ese y tú, he preguntado –dijo el coronel.
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Lucía se armó de valor para contestar.


–Nos amamos –contestó instintivamente, de la misma manera que
había imaginado hacer a sus heroínas románticas de ficción que ha-
bía leído en los folletines de su adolescencia. No era del todo real la
afirmación de Lucía, dado que no había tenido ocasión de hablar de
ese tema con Mario, pero percibió en el fondo de su corazón que esa
realidad recién descubierta por ella misma era la mayor verdad del
universo.
Sintió que se liberaba al decirlo. La sensación de libertad abarcaba
a Leandro, a su madre, a su padre, a sus reaccionarios amigos, y hasta
a Cancio.
Cayó en la cuenta de que quería huir de todos ellos, que le asquea-
ba el mundo que representaban.
–Nos amamos –repitió bajo el paraguas del recién encontrado va-
lor, observada por la enfurecida mirada de su padre–, y no me iré a
ninguna parte sin…
La frase de Lucía se cortó en seco a causa de la brutal bofetada que
el coronel propinó en el rostro de su hija, devolviéndola a la realidad.
Era la primera vez que le pegaba en su vida, y la segunda bofetada reci-
bida en el día por la chica. Esta última le dolió en el alma mucho más
que la de Leandro.
En ese momento, algo se rompió en el interior de Lucía. De Leandro
no le sorprendió tanto, pero de su padre no lo hubiera esperado nunca.
La pena y la sorpresa fueron tales, que no supo sino dejarse arrastrar
al interior de la calesa, mientras escuchaba que su padre ordenaba al
cochero que saliera a toda velocidad y que no parara hasta El Escorial.
–A partir de ahora harás lo que se te diga –fue lo último que escu-
chó antes de que el carruaje emprendiera una rápida marcha que la
alejaba de Mario para siempre.

No había nadie en casa de los García-Valls.


Mario sabía a lo que se estaba exponiendo al acudir allí. Como mí-
nimo al rechazo de Lucía, sin contar la reacción de los padres de esta,
la cual imaginaba no sería muy propicia a sus intereses.
Lucía era una mujer comprometida matrimonialmente, lo más
normal sería que lo expulsaran de la casa de malos modos y, con toda
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seguridad, perdiera definitivamente las ya escasísimas posibilidades


comerciales que le quedaban con García-Valls y Buendía.
Eso si no se encontraba con Leandro. En tal caso no quería siquiera
imaginar cómo acabaría aquella visita.
Bien pensado, todo aquello era una locura. No tenía ningún indi-
cio, más allá de su propio enamoramiento, y del dulce recuerdo del
beso robado aquella tarde de sangre y lucha, de que Lucía sintiera algo
mínimamente parecido a lo que él mismo sentía.
Cuanto más lo pensaba, más inconveniente consideraba su absur-
do intento de declararse a la joven, máxime cuando no había tenido
noticias de ella durante su estancia en el hospital.
Antonete había intentado disuadirlo de sus intenciones. A él le in-
teresaba el Mario luchador, idealista y comprometido con la causa de
la república, no a un imbécil enamorado, dispuesto a tirar por la borda
su futuro por perseguir quimeras románticas.
Las locuras de amor quedaban bien en los folletines que leían ávi-
damente las jovencitas burguesas, pero no para hombres de acción
como ellos. Mario ya no era un niño loco por su primer amor, le dijo
el huertano. Debía comprometerse, sí, pero con la causa republicana.
Sin embargo, y a pesar de reconocer lo absurdo de su comporta-
miento, los pasos de Mario lo habían guiado hasta la casa familiar de
Lucía.
Tenía que cerrar aquella historia pronto, aunque fuera con una
negativa de la joven. Podría soportarlo. Lo que no estaba dispuesto a
consentir era que su pensamiento estuviera dominado por la imagen
de Lucía si no había ninguna posibilidad real de estar con ella.
El aparente abandono de la residencia García-Valls lo desconcertó.
Debía volver a Murcia lo antes posible si quería poder presentarse a las
elecciones, y Antonete no lo esperaría demasiado tiempo.
Preguntó a un criado de la casa de enfrente acerca del paradero de
la familia, pero no le supo responder.
Entonces se acordó de Amalia. Ella era la amiga inseparable de
Lucía, sabría cómo dar con ella.
Se dirigió al almacén de Buendía, pensando en preguntar dónde
vivía Amalia, pero la suerte se alió con él, pues la casualidad quiso que
la joven saliera de su casa en ese momento, la cual estaba muy cerca del
almacén, encontrándose casi de bruces con Mario.
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Amalia se quedó de piedra al ver aparecer al joven.


–Buenos días, Amalia –dijo Mario acercándose a la joven–. Me ale-
gro mucho de verla –dijo con alivio, al ver que la fortuna comenzaba
a sonreírle.
–Yo también me alegro de verle, Mario –contestó la joven, que
había cambiado el rictus serio con el que lo había recibido por otro
más expectante al escuchar las amables palabras del murciano–. Y me
alegra comprobar que está usted bien de salud. La última vez que lo vi
no tenía muy buen aspecto –añadió.
–Gracias a Dios, tuve mucha suerte.
–Y que lo diga.
–Quería preguntarle por el paradero de su amiga Lucía –dijo sin
más preámbulo Mario, con premura.
Amalia sintió una punzada de celos y rencor al escuchar el nombre
de su amiga en labios del murciano.
–No está en Madrid –dijo por toda respuesta Amalia, haciendo
amago de irse sin más.
–Es muy importante para mí contactar con ella –dijo Mario aga-
rrando suavemente del brazo a Amalia, impidiendo su retirada–. Si
pudiera darme razón de su paradero le estaría eternamente agradecido
–añadió.
Amalia se sintió cada vez peor. Un rencor que no sabía atribuir a
nada en concreto se apoderó de ella, aunque intentó mantener la com-
postura.
–Es mejor que me vaya.
–Se lo ruego, Amalia. Debo partir a Murcia de inmediato, pues me
presento a las elecciones a Cortes, y debo saber qué siente Lucía por mí
antes de tomar una decisión que pueda cambiar mi vida –dijo Mario
en un arranque de sinceridad–. Estoy dispuesto a dejarlo todo por ella.
La joven volvió a sentir el golpe de los celos con inusitada fuerza.
Una ira interior que le costaba disimular tomó el mando de sus senti-
mientos.
–Está bien. Si tanto lo desea se lo diré –dijo bruscamente.
–¡Gracias! –exclamó Mario entusiasmado.
–Lucía me prohibió expresamente que le dijera dónde estaba –dijo
Amalia, para sorpresa y amargura de Mario–. Y me pidió que le insis-
tiera, si le veía, en que no la buscara.
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Mario se quedó completamente descolocado ante la afirmación de


Amalia, que continuó hablando.
–Después del beso que le dio a usted, comprendió que le había
dado mucha más confianza de lo que exige el decoro de una mujer
prometida. Me explicó que estaba muy arrepentida de haber intima-
do tanto con usted, y que no estaba bien lo que le estaba haciendo a
Leandro –aseguró Amalia, la cual estaba sorprendida por la certeza y
fluidez con la que estaba mintiendo–. Ella ha estado enamorada de
Leandro desde que se conocieron. Es el amor de su vida y no lo quiere
perder, se lo puedo asegurar. ¿Comprende lo que le digo? –preguntó
con seguridad.
Mario asintió a la pregunta sin emitir ningún sonido. Amalia notó
que el joven había creído punto por punto todas las mentiras que le
había contado, por lo que decidió seguir improvisando.
–Sepa usted que Lucía les propuso a sus padres pasar unos días fue-
ra, en la sierra, para demostrar a su prometido que sigue enamorada
de él y que puede confiar plenamente en ella. No sé si habrán podido
arreglar las cosas entre ellos, pero Lucía me dijo que iba a intentar
conservar a Leandro por todos los medios, aunque tuviera que casarse
inmediatamente con él, si fuera necesario. Sepa que le tiene aprecio a
usted, pero estoy segura de que prefiere no volver a verle –sentenció.
Mario se quedó callado unos instantes. Amalia seguía mirándolo
con dureza.
De pronto, la joven se arrepintió de todas sus palabras, al compro-
bar la tremenda tristeza que se estaba apoderando del murciano.
Pensó en confesar, en contarle que todo había sido una mentira
derivada de los celos, pedirle perdón. Sí tenía que hacerlo, no podía
dejar así las cosas.
Pero se quedó callada.
–Dígale que espero que le vaya todo muy bien en la vida. Quizá
algún día volvamos a vernos. Adiós y muchas gracias por todo –dijo
Mario con un hilo de voz, dándose la vuelta y enfilando la calle en
dirección contraria, sin mirar atrás, sin saber que tras él, a los pocos
segundos de perderse entre la gente, las lágrimas comenzaron a manar
de los ojos de Amalia mientras todo su cuerpo temblaba.
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8. A VUELTAS CON LA REPÚBLICA

Madrid, miércoles, 11 de junio de 1873.


Congreso de los Diputados

–Diez días nos han bastado para echar a Figueras, y en un mes tendre-
mos en marcha el cantón murciano, ya lo verás –dijo Gálvez eufórico,
sin darle mucha importancia a la preocupación que le había expresado
Mario ante el devenir de los acontecimientos.
Las Cortes volvían a estar rodeadas de voluntarios dispuestos a de-
rrocar un Gobierno para poner otro. Exactamente lo mismo contra lo
que él había luchado hacía apenas un mes y medio.
La diferencia era que en esta ocasión eran los suyos los que la rodea-
ban para imponer a un presidente de Gobierno, y había sido su propio
grupo político el que los había alentado.
Su grupo político, pensó con tristeza Mario. Él, ingenuamente,
había creído que era malo que solo se hubieran presentado los repu-
blicanos a las elecciones, que de esa manera no estarían representadas
todas las corrientes políticas del país, y las Cortes no tendrían plena
representatividad. Había sido mucho peor.
Su partido, con total y absoluta hegemonía en las Cortes, resultaba
que estaba dividido en tres familias tan antagónicas como lo podían
haber sido los carlistas y los alfonsinos.
Como Mario había acudido a las elecciones de la mano de Gálvez,
se le incluía, y por fidelidad así votaba, con el grupo llamado de los
intransigentes, que eran el ala más a la izquierda del Congreso, y pro-
pugnaban que se abolieran casi todos los impuestos, las quintas mili-
tares y que se pusiera en marcha la total descentralización del país de
una manera inmediata.
Su obsesión era crear la República a través de los cantones, regidos
por el pueblo directamente, que serían independientes en la práctica, y
elegirían por sí mismos sus destinos. El resto del país se iría organizan-
do a través de la unión de todos ellos, pero desde la base del pueblo, no
desde la cúspide social.
No eran muchos diputados, pero los suficientes, unos sesenta.
Y hacían mucho ruido. Sobre todo el sevillano Roque Barcia, tan fa-
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nático como el propio Gálvez en su ideario, y que cada día pasaba más
tiempo junto a este.
Y no estaban representados solamente en el Congreso, también te-
nían militares entres sus apoyos, un auténtico contrasentido, pensaba
Mario, pero que les había sido muy valioso para expulsar a Figueras
del poder tan solo diez días después de que jurara nuevamente su car-
go tras las elecciones.
Figueras había aceptado el cargo muy a su pesar, pues era cons-
ciente de que no tenía la personalidad necesaria para encauzar aquel
lodazal político en el que se había convertido el Partido Republicano,
y quería traspasar el cargo a Pi, pero los moderados de su partido, ma-
yoritarios en la cámara, le convencieron para continuar en un primer
momento.
Sin embargo, el simple atisbo de que el general Contreras y otros
preparaban un golpe de Estado contra él, había sido suficiente para
que Figueras, horrorizado, y pensando que lo iban a fusilar en el acto,
dejara disimuladamente su dimisión en su despacho, y fingiendo un
paseo por el parque del Retiro, se dirigiera a la estación de Atocha,
donde no se bajó del tren hasta que llegó a París.
Había así puesto en práctica lo que les había dicho a sus ministros,
en su catalán natal, solo unos días antes: «Senyors, estic fins als collons
de tots nosaltres».
Pero para los intransigentes no era suficiente con haber conseguido
expulsar a Figueras, que había nombrado ministros no deseados por
ellos en su Gobierno. Había que asegurarse que las Cortes fueran una
verdadera cámara revolucionaria que cambiara todo de una manera
drástica y rápida, una junta suprema que aglutinara todos los poderes
del Estado al estilo de la Convención de la revolución francesa, eso sí,
dominada por ellos.
Para llevar a cabo sus planes debían neutralizar a la parte derecha
del hemiciclo, los moderados. Estos propugnaban una República con
libertades individuales, pero con una clara vocación centralista y bur-
guesa.
No eran realmente federalistas convencidos, y veían con mejores
ojos una república al estilo francés, unitaria. Su ideal buscado era el
orden social y el progreso económico y cultural, pero dirigido desde
las élites sociales.
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Coincidían con los intransigentes, aunque por otros motivos, en


rechazar la redacción de una nueva Constitución, en su caso temiendo
que implantara un modelo completamente federal y excesivamente
descentralizado, en el que cada cual hiciera las cosas a su manera, sin
orden ni concierto.
Para evitar que los moderados impusieran un presidente afín a
sus postulados estaban los Voluntarios de la República rodeando el
Congreso en ese momento.
Estos, enardecidos y controlados por los intransigentes, no permi-
tirían que el cambio de presidente, que ellos mismos habían propicia-
do, terminara recayendo en alguien del ala derecha.
Pero los moderados no se estaban achantando. No aceptarían a
cualquiera tampoco. También tenían sus propios apoyos entre las éli-
tes militares y en el propio pueblo, y no permitirían ser dominados
por una minoría de diputados.
La situación estaba llegando al límite, y había que poner fin a toda
esa locura de una manera satisfactoria y rápida. Mario sabía que solo
había una persona que pudiera satisfacer a ambas partes, aunque fuera
momentáneamente: Pi y Margall.
El veterano político era el que más papeletas tenía para ser nom-
brado nuevo presidente, dado que, a pesar de haber aportado la base
ideológica a los intransigentes, propugnaba que las tesis violentas y
revolucionarias que en otro tiempo defendió como método para erra-
dicar la monarquía de España, no eran válidas cuando ya se había ins-
taurado una República Federal, que traería la paz y la libertad en base
a una nueva Constitución, sin necesidad de recurrir a la violencia ni a
la sangre.
Pi era el jefe del tercer grupo en discordia en el Congreso, los
centristas, defensores de una Constitución que convirtiera a España
en una República Federal en la que cada Estado tendría su propio
Parlamento, el cual elaboraría sus propias leyes, con el único límite del
respeto a la federación.
Esa nueva Constitución, laica, preservadora de las libertades
del hombre y de la igualdad de clases, sería la que aboliría la escla-
vitud en los Estados de ultramar, la que propulsaría la instruc-
ción cultural universal para todos los ciudadanos, la que impondría la
separación efectiva de la Iglesia y el Estado, y la que habría de llevar
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por fin a España a entrar definitivamente en la modernidad del si-


glo xix.
Mario reconoció que le hubiera gustado apoyar con más fervor a
Pi, pero la lealtad hacia Gálvez todavía pesaba mucho en él.
Se sorprendió pensando así, él, que hacía unos años había intenta-
do hacer la revolución. Pero era contra la monarquía anacrónica con-
tra la que había luchado. Ahora tenían República, ¿qué razón había
para llevar las cosas tan lejos?
Nunca dejaría de apoyar y seguir a Antonete, eso lo tenía claro.
Había sido su ídolo y mentor, y confiaba en él.
Seguramente estaba en lo cierto en lo que decía, y la única manera
de cambiar España era haciéndolo de manera radical, o si no las clases
adineradas y los poderes militares seguirían sangrando y subyugando
al pueblo, matando a sus hijos en inútiles guerras, y financiando estas
con el trabajo de los obreros.
Cuando oía hablar así a Antonete, sentía que este estaba en lo cier-
to, y que había que hacer todo lo posible por conseguirlo. Pero cuando
reflexionaba sobre la realidad de las gentes y la política, comprendía
que llevar las cosas tan al extremo no era ni justo ni prudente.
Mario estaba en una fase de dudas en la que no sabía a qué ate-
nerse.
En ese momento, con Antonete regodeándose de que los Volun-
tarios de la República estuvieran rodeando el Congreso, recordando
su propio sufrimiento hacía poco más de un mes, y a pesar de seguir
respetando la opinión y la figura de su mentor sobremanera, notó que
por primera vez no le apetecía estar a su lado.
A pesar de la excitación de todos, que debían estar pensando en qué
pasaría si las demandas de los Voluntarios no eran escuchadas, Mario
se sentía abatido, casi hastiado de la situación, a pesar de los pocos días
que llevaba en política, y no le gustaba aquel sentimiento.
Aprovechó que Roque Barcia acababa de llegar, dándole a Gálvez
el parte de las últimas negociaciones para escabullirse de allí.
Deambuló por los pasillos, casi abstraído, sorprendiéndose con el
hecho de que hacía solo un par de meses, estar en aquella situación, de
diputado en las Cortes, paseando por el interior del Congreso, hubiera
sido impensable para él.
De hecho, jamás la había deseado. Él había sido un joven idealista,
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que había luchado contra la injusticia, que no había dudado en arries-


gar su vida por la República. Pero se hacía demasiadas preguntas para
ser político de carrera, ahora lo sabía.
El nido de víboras en que se había convertido el Congreso, o quizá
había sido siempre así, no era lo que él había soñado.
De hecho, casi se había visto obligado a aceptar la proposición
de Gálvez, y ahora a veces le costaba apoyar o defender algunas de
las tesis de los intransigentes. A pesar de eso, una vez que aceptó sa-
bía que su obligación estaba con Antonete, y no le fallaría. Su honor
y su lealtad estaban por encima de todo.
Sin embargo, con gusto estaría ahora mismo en Murcia, pensó,
disfrutando del frescor del río Segura, que contrarrestaba en parte las
ya calurosas noches de junio en la capital murciana.
Una voz conocida vino a sacarle de sus pensamientos.
–El excelentísimo señor don Mario Rubio, supongo –dijo Pérez
Galdós, a la espalda de Mario, llamando la atención de este.
–¡Don Benito! –exclamó Mario con alegría al reconocer al perio-
dista que le había ayudado a ponerse en contacto con Pi en lo que se le
figuraba una eternidad de tiempo.
La presencia del escritor le trajo a la mente el recuerdo, aún dolo-
roso, de Lucía.
No la había podido olvidar en todo ese tiempo, a pesar de los en-
cendidos discursos de la campaña electoral, de los disgustos que había
supuesto para su familia saber que se iba a dedicar a la carrera política,
dejando de lado sus deberes con la empresa familiar, y de la emoción
de los primerísimos días, cuando entró por vez primera en la casa de la
soberanía nacional, dispuesto a cambiar el país.
Ambos hombres se dieron un fuerte apretón de manos, que no
llegó a abrazo al estar en público, pero que demostró la buena afinidad
que había entre ellos.
–¿Cómo usted por aquí, don Benito? –preguntó Mario.
–Ya estamos con el don… –se quejó el periodista–. Le dejo lo del
usted porque ya es un señor diputado de la nación y le debo un respeto
–dijo con ironía.
Mario rio la ocurrencia del periodista.
–Mejor será, porque se me hace difícil usar el tú con un futuro ge-
nio de las letras españolas.
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–No sea usted malo, don Mario –replicó Galdós ya en tono de bro-
ma, aceptando lo inevitable, y haciendo reír a Mario.
Ambos se adentraron en el salón de los pasos perdidos, que tenía,
como era lógico, mucha animación en ese momento.
–Contestando a su pregunta, le diré que un periodista tiene que
estar en el centro de la noticia –dijo Galdós–. Estoy acreditado para
cubrir las sesiones parlamentarias.
–Pues se lo estará pasando muy bien.
–Me reiría, si no moviera a llanto todo este circo –replicó el perio-
dista–. Perdone usted –añadió cayendo en la cuenta de que Mario era
parte integrante del espectáculo circense aludido.
–No se disculpe –dijo Mario observándolo con seriedad y bajan-
do el tono de voz–. Yo también siento que esto no es serio, y eso que
soy el nuevo y solo llevo aquí diez días. He caído en la cuenta de
que la política parlamentaria es una jaula de grillos donde cada bicho
solo se escucha a sí mismo –añadió incitando a Galdós a volver a salir
al pasillo, dado el gentío que ocupaba la sala.
–Pues perdone que le diga que su grupo está entre los animales más
sordos. Perdón por lo de animales… –se disculpó de nuevo–. ¿Qué
hace usted formando parte del bando intransigente?
Mario lo miró un momento y pensó que le debía una respuesta.
–Veo que ha seguido las sesiones. Pues verá, aunque no lo crea,
comparto buena parte de las tesis de mi grupo, pero sobre todo me
muevo por lealtad, Benito –explicó.
–Muy bien dicho, sin don –replicó ante la divertida mirada de
Mario–. Verá, la lealtad es el peor de los vicios en esta España nuestra,
créame. Y está muy mal vista, a pesar de lo que le digan –añadió sar-
cástico–. Debería usted someterse a una cura de desintoxicación en un
buen sanatorio.
La franqueza e inteligencia del periodista canario consiguió sacar
de la apatía al joven diputado, y le insufló algo de ilusión en el futuro
del país.
–¡Al fin encuentro a alguien lúcido en este edificio! –contestó ha-
ciendo reír a Galdós.
Siguieron hablando un rato de la situación política, hasta que re-
memoraron los hechos de abril, en los que Mario tuvo una participa-
ción tan activa.
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–Y, sin embargo, mire hoy. Yo luché contra esto mismo aquel día
–recordó Mario con amargura.
–Sí. Lo recuerdo perfectamente. Fue usted muy valiente. Y nuestra
común amiga Lucía también lo fue –deslizó Galdós, como dando pie
a que Mario hablase de ella, y ya de paso interesarse por el desarrollo
de la incipiente historia de amor que había intuido entre los jóvenes en
aquella ocasión, pues nunca renunciaba a la oportunidad de recabar
un buen cotilleo, que era una de las secretas e inconfesables debilida-
des del escritor.
Un momento de silencio siguió a aquella frase, durante el cual Mario
pensó si sería conveniente hacer la pregunta que tenía en mente.
–¿Sabe usted algo de ella? –preguntó.
–¿Cómo? ¿No mantiene contacto con Lucía? –exclamó sorprendi-
do el canario.
No hizo falta que Mario contestara a la pregunta. Su silencio incó-
modo, y el rictus de dolor que le había invadido el rostro le dieron a
entender la respuesta al periodista.
–Yo creía que usted había tenido algo que ver… –dijo Galdós.
–¿Algo que ver en qué? –preguntó intrigado Mario.
–En la anulación de la boda, por supuesto.
Aquello fue como un obús que hubiera caído en el corazón de
Mario, el cual comenzó a bombear sangre al resto de su cuerpo a velo-
cidad inusual.
–No me diga que no sabía nada… –dijo Galdós.
En ese momento, un diputado afín a los centristas pasó por el pasi-
llo, anunciando la noticia del momento.
–¡Pi será presidente! –anunciaba a todo el que quería escucharlo.
–¡Gracias a Dios! –exclamó Galdós–. Perdone que le deje, tengo
que informar de esto inmediatamente.
Mario se quedó con las ganas de seguir preguntándole a Galdós
sobre Lucía.
Había sido un tema que había obviado completamente desde su
regreso a Madrid, convencido de que no tenía derecho a inmiscuirse
en la vida de la joven después de la información que le había propor-
cionado Amalia.
Ahora, de pronto, todo había cambiado.
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9. NUEVAS ILUSIONES

Madrid, domingo, 15 de junio de 1873.


Iglesia de San Ginés de Arlés

Observando el retablo del martirio de san Ginés, que daba nombre a


la iglesia y que presidía su nave central, Lucía casi se sentía identificada
con él.
La voz del anciano cura que oficiaba la misa dominical no con-
seguía penetrar en su mente como sí lo hacía la antigua pintura, que
parecía sostenida por dos ángeles.
En ella se podía observar al santo recibir con supuesta serenidad
los lanzazos que le propinaban los soldados encargados de ejecutar su
sentencia de muerte, sin que el mártir emitiera, aparentemente, queja
alguna por su suerte.
Su madre, a su lado, parecía absorta en el sermón, aunque Lucía
imaginaba que era una pose estudiada para no tener que mirar a las
demás señoras que acudían al oficio semanal, siendo la familia García-
Valls, como lo era en ese momento, foco de los pequeños cotilleos de
sociedad a los que con tanta alegría se entregaban las damas de buena
posición.
A continuación se sentaba su padre, que, al fin y al cabo, y dados
los vaivenes políticos a los que estaba sometido el país, no podía que-
jarse de su suerte.
Se suponía que Martínez Campos y García-Valls habían estado
detrás del golpe o al menos lo habían apoyado en la sombra, dada la
activa participación de Leandro en los hechos, pero este había cargado
todo el peso de la ejecutiva en el general Serrano y en el presidente del
Congreso, Cristino Martos, ambos exiliados en estos momentos, por
lo que no se habían formulado acusaciones contra el general Martínez
Campos y su máximo ayudante.
Por supuesto, entre generales, cuando uno fracasaba, era respetado
por los demás, dado que no se sabía cuándo serían estos los que in-
tentarían dar su propio golpe de Estado, y había que cuidar la futura
indulgencia de los camaradas de armas que en ese momento estuvie-
ran en el bando contrario, por lo que se había facilitado la huida de
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Serrano y Martos, y no se había querido indagar en la participación de


Martínez Campos.
Además, los republicanos más juiciosos, entre ellos incluso el propio
Pi y Margall, sabían que en un momento u otro tendrían que apoyarse en
militares monárquicos de prestigio, como el propio Martínez Campos,
para acabar definitivamente con los carlistas, que se habían hecho fuertes
en las Vascongadas, y amenazaban la tranquilidad en Cataluña.
Por todas esas razones, el Gobierno tuvo una gran indulgencia con
los sublevados del 23 de abril, y de eso se pudo aprovechar Leandro, que
aunque fue arrestado unos días y degradado, se salvó de mayor castigo
gracias a los enérgicos movimientos de Martínez Campos, defendiendo
en todo momento que solo cumplía órdenes de Serrano.
La gran ayuda del general y la proximidad de las elecciones gene-
rales, tuvo un efecto balsámico en el Gobierno, y Leandro obtuvo un
indulto de gracia extraordinario por la vía de urgencia.
El Gobierno quería encauzar a los militares díscolos, y no era bue-
na idea ir dando ejemplos demasiado drásticos que sublevaran más los
ánimos.
Al lado del coronel se encontraba su hijo Cancio, apagado en los
últimos tiempos, el cual cerraba la estampa familiar en la bancada de
la iglesia.
Haber sido partícipe de la trampa urdida por Buendía con-
tra Mario no había hecho sino atormentar a Cancio desde aquella
noche.
El amor que este sentía hacia Fulgencio era una losa demasiado
grande para ambos.
Una cosa era ser invertido, intentar pasar lo más desapercibido po-
sible y disfrutar del sexo cuando se tuviera ocasión, y otra muy distinta
enamorarse de un hombre hasta el punto de no soportar saber que
nunca podrían compartir sus vidas.
Sabía que cualquier día los detendrían y los meterían en prisión por
depravados. Su padre se encargaría de sacarlo a él, y al mismo tiempo
de encerrar a Fulgencio para una larga temporada. Quizá no sobrevi-
viera a eso.
Fulgencio era una persona delicada, débil. La cárcel lo mataría, o su
padre se encargaría de que así fuera, y Cancio no podía imaginar vivir
lejos de él.
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Cancio intuía de lo que era capaz su padre. No soportaba que las


cosas fueran de otra manera a como él las entendía y, a pesar de su
afabilidad cotidiana, cuando algo le contrariaba no había nada que
lo detuviera para reconducir las cosas hacia el punto en el que él las
entendía correctas.
La forma de actuar que había tenido con Lucía se lo había acabado
de confirmar, y su participación encubierta en el golpe frustrado tam-
bién era prueba de ello.
El coronel enfadado era muy peligroso. Letal. Y si se enterara que a
él le atraían los hombres no sabía qué sería capaz de hacer.
Recordó la forma en la que se dejó manipular por Buendía, a cau-
sa del conocimiento que este tenía de su relación con Fulgencio y el
chantaje continuo que por esta causa sufría por su parte, y sintió asco
de sí mismo, acompañado de unas ganas incontenibles de escapar de
todo, aunque fuera a través de la muerte.
No podía seguir soportando aquella vida de engaños, hipocresías y
mentiras, y últimamente se deleitaba con la idea de lanzarse desde la
azotea de su casa.
Quizá descubriría que podía volar como los pájaros y escapar de
allí. Buscaría a Fulgencio y lo transportaría hasta donde nadie pudiera
impedir que se amaran. Y si no conseguía volar, ¿qué más daba? No
quería seguir viviendo aquella vida de frustración.
Lucía, completamente ajena a la misa y a las tribulaciones de
Cancio, seguía observando el retablo central.
Los lanzazos que había sufrido ella no eran físicos, desde luego,
pero se sentía tan herida a causa de los acontecimientos vividos en el
último mes, que cada una de las picas que los soldados clavaban sobre
el cuerpo del santo se le representaban a ella como una alegoría de las
traiciones vividas.
El sentimiento era extensible a todos los que la rodeaban, desde
su madre al servicio doméstico, pasando por Cancio, que tanto había
hecho para hacer caer en desgracia a Mario, y con el que no se hablaba
prácticamente desde entonces.
Pero era especialmente doloroso cuando pensaba en cómo había
actuado su padre, pegándole y encerrándola dos semanas en la sierra,
sin contacto con el mundo.
De él nunca hubiera imaginado tamaña reacción ante la noticia de
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su amor por Mario. Le dio la impresión de estar comenzando a cono-


cer el verdadero espíritu de su padre en ese momento, como si toda su
vida anterior hubiera llevado una máscara, al menos delante de ella,
que le hubiera impedido descubrir cómo era en realidad.
Pero Lucía se negaba a creer que el padre bondadoso y permisivo
que había sido hasta entonces pudiera convertirse en cuestión de mo-
mentos en una persona intransigente, capaz de pegarle y encerrarla.
Desde ese momento, Lucía no había tenido una conversación cerca-
na con él, limitándose a estar callada en su presencia, y cumpliendo sus
órdenes, como si fuera un militar más a su cargo, para al menos volver a
recuperar un poco de la libertad que había tenido hasta entonces.
Pero quizá el sentimiento de traición que más le dolía era el que
sentía al pensar en Mario, del que se había creído enamorada, y del
que había esperado una reciprocidad de sentimientos hacia ella,
pero que no había ido a buscarla ni había luchado por ella como sí lo
había hecho por la República.
Sabía por Amalia que estaba sano y que se había presentado a las
elecciones, pero no si había sido elegido para diputado o no. ¿Qué
importaba? En cualquier caso, si estaba en Madrid no había hecho
nada por ponerse en contacto con ella, y si no estaba tampoco le había
escrito siquiera una carta.
Eso demostraba que en realidad no tenía interés por ella. La había
olvidado.
Cuando Amalia le contó la forma en que Mario le había contado,
con excitación exacerbada, que volvía a su tierra para hacer política
y hacerse diputado, supo lo que realmente ponía este por encima de
todo.
Qué tonta se había sentido en aquel momento. Ella que creía que
Mario estaba enamorado de ella y que nada podría evitar que estuvie-
ran juntos. Se sintió infantil, como una niña inocente que de pronto
descubre las verdades de la vida.
Según le había contado Amalia, esta lo había encontrado por ca-
sualidad, cerca de los almacenes de su padre, por lo que suponía que
querría verlo para algo relacionado con los negocios que quería hacer
con él.
No estaba segura, porque no le preguntó sobre ese extremo, al preo-
cuparse primero por su salud.
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Lo había encontrado muy recuperado, para su sorpresa, lo cual ale-


gró enormemente a Lucía, que había temido seriamente por su vida,
pero Amalia le contó que todas las heridas habían sido superficiales y
que su vida nunca había corrido peligro real.
Lo que no la alegró tanto fue que Mario solo le había contado a
Amalia, con entusiasmo desmedido, sus planes de presentarse a dipu-
tado en las Cortes por su provincia natal, enviándole, a través de su
amiga, unos simples recuerdos para ella, y sintiendo no poder cono-
cerla más a fondo.
«Quizá nos volvamos a ver algún día. Dígale que le deseo que le
vaya muy bien en la vida», habían sido las palabras textuales que, se-
gún Amalia le aseguraba, le había dirigido Mario.
¡Y ella que creía que estaban enamorados! Qué inocente había sido,
se repetía una y otra vez. La política siempre pesaría más que ella en el
corazón de Mario, ahora lo sabía.
Sin embargo, era consciente de que la naturaleza de Mario era lu-
char por la libertad, como lo había visto hacer ante las puertas del
Congreso, y que ella no podía ni debía interponerse en ese destino que
la vida le tenía reservado.
Ese pensamiento cumplía la doble función de hacerla sentir más
enamorada aún de Mario, y odiar el hecho de que para él, obviamente,
había cosas mucho más importantes que ella misma en su vida.
No era ajena al hecho de que debía intentar olvidarse de él, pero de
momento le estaba siendo de todo punto imposible. Involuntariamente
acudían a su mente imágenes de Mario rescatándola de aquel mundo,
llevándola consigo hacia algún lugar en el que nadie los conociera y
pudieran ser felices.
El vértigo por la sensación de haberlo perdido todo por una en-
soñación romántica sin fundamento real la invadía a cada instante.
Había perdido la confianza de sus padres, su libertad de movimientos
y hasta su compromiso matrimonial, aunque esto último lo hubiera
elegido ella misma.
Miró a Cancio sin ser consciente de lo mucho que compartía con su
hermano en aquel momento, pero este también se encontraba perdido en
su propio mundo, por lo que no se apercibió de estar siendo observado.
Después miró a sus padres, de los que no ponía en duda el amor
que le profesaban, cada uno a su manera, sabiendo que todo cuan-
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to hacían era con el convencimiento de que estaban haciendo lo co-


rrecto.
Lo que más convenía para ella… ¿Quién decidía esas cosas? ¿No
debería ser ella misma?
Los odiaba y los amaba al mismo tiempo por eso, asqueada de to-
dos los convencionalismos sociales por los que querían regirla y por los
que ellos mismos se gobernaban.
¿Dónde quedarían realmente los sueños que había tenido de un
mundo libre e igualitario? ¿Llegaría a ocurrir todo lo que había leído
en El manifiesto comunista alguna vez? Quizá en un mundo así ella
encontraría su sitio, pensó. O quizá era una fantasía sin ninguna base,
como decía Amalia.
Después de observar a su familia recordó lo vivido hacía unos días,
cuando comunicó a Leandro formalmente su decisión de no conti-
nuar con la boda.
No se habían visto en un tiempo, dado el arresto del joven a causa
de la intentona golpista, y para entonces, y a pesar de las amenazas de
su padre, y ruegos de su madre, ya había comunicado a sus padres la
decisión firme de no llevar a término el enlace.
–¡Si haces eso te meteré a monja en un convento! –había llegado a
amenazar el coronel.
–¡Pues hazlo! –replicó Lucía.
–¡No me obligues a hacer cosas que no quiero! –recordó Lucía que
le dijo su padre, perdiendo los estribos.
–¿¡Qué vas a hacer!? ¿Pegarme de nuevo? –replicó Lucía que, desde
aquel incidente, había decidido no volver a dejarse denigrar de esa
manera, ni siquiera por su padre–. Si me metes en un convento me
escaparé, seré una perdida… o me mataré. ¿Es eso lo que quieres?
Lucía no sabía cómo habían acudido esas palabras a su mente. Las
había dicho casi sin pensar, teniendo más en cuenta los miedos de su
padre que otra cosa, y sorprendiéndose de la rabia con la que las había
pronunciado.
El coronel se quedó mudo y lívido ante la decisión tan firme de
su hija, que le miraba con cara de desafío, pero también de profun-
da tristeza al mismo tiempo. ¿Sería capaz de llevar a cabo sus amena-
zas? ¿Dónde estaba la niña dócil que él amaba? ¿Cuándo había cam-
biado?
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La inseguridad se apoderó de él. Deseaba pegarle, obligarla a entrar


en razón por todos los medios. Entonces recordó lo mucho que le
había dolido haber tenido que propinarle esa bofetada para forzarla a
entrar en la galera. No quería que volviera a pasar.
–Atente a las consecuencias de tus actos –dijo por toda respuesta,
antes de salir de casa, para pasar varios días en el cuartel, alejado de
todos.
La siguiente vez que vio a su padre ya había anulado su compromi-
so con Leandro.
Durante la ausencia forzada de su novio y su propio encierro en la
sierra, Lucía había tenido tiempo suficiente para pensar acerca de lo
que quería en la vida, y casarse con Leandro definitivamente ocupaba
el último lugar en sus anhelos.
No lo hacía por Mario, le había intentado explicar a su padre an-
tes de que este se marchara hecho una furia. Al menos así quería
creerlo.
Simplemente no quería vivir el resto de su vida con alguien como
Leandro, del cual no estaba enamorada, y después de los sucesos del
Congreso, estaba segura de que nunca lo estaría.
Sin embargo, en el fondo de su corazón, sabía que si no hubiese
conocido a Mario, probablemente no hubiera anulado su boda con
Leandro a pesar de todo.
Haber conocido la sensación del enamoramiento por primera vez
la había decidido a dar aquel paso mucho más que lo vivido durante
el intento de golpe de Estado, y eso era algo que no podía negarse a sí
misma.
Leandro, recién salido del calabozo, y después de recordar cómo
Lucía había defendido a Mario, lo primero que hizo fue ir a ver cómo
estaba la relación con su novia, a pesar de temerse lo peor.
La falta de noticias de García-Valls no era normal, y eso le sugería
que algo no andaba bien.
Pensaba que su nueva graduación podía ser óbice para el coronel,
pero en el fondo sabía que pronto sería restituido en el escalafón, así
que tampoco se explicaba el silencio de su suegro.
La boda con Lucía era vital para su familia. Aún no había saltado
a la luz pública que su padre estaba arruinado y su matrimonio podía
salvar a sus progenitores de someterse a tal vergüenza pública.
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No podía permitir que nadie se interpusiera en aquel enlace. Tenía


que tragarse su orgullo e intentar mantener su compromiso.
Leandro fue recibido por Lucía a solas, ya instalada la familia de
nuevo en la casa de Madrid.
Aquello era extraño, pues doña Carmen siempre estaba presente
durante las ocasiones en que Leandro visitaba a su novia.
Lucía, amable pero fríamente, le hizo pasar a una sala, donde sin
darle opción a réplica, y con una seguridad en sí misma desconocida
para él hasta ese momento, le comunicó su decisión de no continuar
con los planes de boda, explicándole lo que ya le había dicho a su pa-
dre: que no estaba dispuesta a casarse con él sin amor.
Le perdonaba por lo de la bofetada, le dijo. Comprendía que
fue en un momento difícil. También por haber intentado matar a
Mario. Acababa de recibir un disparo de él y en ese momento eran
enemigos.
Nada de eso tenía que ver en su decisión. Era un problema de sen-
timientos.
–No lo entiendo, Lucía. Dices que no me amas y me rompes el
corazón. ¿No será esto cosa de tu padre? –preguntó Leandro al escu-
char a Lucía, aún incrédulo de que la decisión hubiera provenido de
ella–. ¿Te ha presionado porque he sido degradado o por alguna otra
razón? –preguntó pensando que quizá, de alguna manera, se había
enterado de su verdadera situación económica.
–No digas bobadas –espetó Lucía–. Si por mi padre fuera mañana
mismo estaríamos casados –añadió–. He cambiado, Leandro. Ya te he
dicho que me he dado cuenta de que, sin sentir el amor que sin duda
te mereces, no puedo casarme contigo solo porque sea el deseo de mi
padre.
Leandro guardó unos segundos de gélido silencio. Entonces cayó
en la cuenta. Recordó cómo su novia se interpuso entre él y el murcia-
no que dirigía a los Voluntarios de la República cuando pudo haber
acabado con este y lo comprendió todo.
–Entonces, en realidad, es por ese murciano que defendiste en el
Congreso. Fue el que tuvo un encontronazo con tu padre durante la
cena de petición de mano, ¿no? Había algo entre vosotros… lo percibí
–exclamó Leandro, sintiéndose más absurdo y rabioso a medida que
pasaban los segundos.
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–Te equivocas –dijo Lucía por toda respuesta, sin añadir nada más,
mientras bajaba la mirada y se sonrojaba ligeramente.
–No, no me equivoco. Me has estado engañando –contestó Lean-
dro, sorprendido ante la evidencia que suponía la reacción defensiva
de Lucía–. ¿¡Desde cuándo os veis!? –preguntó iracundo.
–¡Te digo que no es así! –exclamó Lucía airada–. ¡Ni siquiera sé
dónde está, ni he tenido noticias de él! –añadió en un tono que confir-
mó aún más a Leandro en sus sospechas, acrecentando un odio que ya
sentía hacia el murciano por su actuación ante el Congreso.
–Tus palabras y tus hechos te delatan, Lucía. Me has estado trai-
cionando todo este tiempo –añadió Leandro fuera de sí, olvidando de
pronto todo el interés familiar en aquella boda.
–¡Eso es mentira! –respondió con seguridad la joven–. ¡Siempre te
he respetado!
Leandro descubrió de pronto que sentía algo más que interés eco-
nómico y social en la boda con Lucía.
La personalidad vivaracha, inquieta, curiosa e inteligente de la mu-
chacha, que en un principio le había parecido un rasgo a pulir de
su personalidad femenina, había terminado por conquistarlo casi sin
darse cuenta.
Al fin y al cabo iba a ser su esposa, y más le valía que fuera una
mujer interesante con la que pasar el resto de su vida, había terminado
por aceptar.
Incluso se podía decir que sentía amor real por ella, al fin y al
cabo.
Hasta los sucesos del Congreso había dado por hecho que Lucía
sería suya para siempre, y que ella lo amaría, convirtiéndose en una
esposa ideal y una buena madre.
Nunca se le había pasado por la cabeza llegar a la situación que es-
taban viviendo en ese momento.
Todos esos sentimientos empezaban a escocer de golpe dentro del
pecho de Leandro.
–Ya he dicho todo lo que tenía que decir, Leandro. Acepta los he-
chos –dijo Lucía como un modo de intentar acabar con aquella discu-
sión que no los llevaba a nada.
–¿El hecho de que estás enamorada de un pelagatos, un revolucio-
nario? Ese hombre es escoria, Lucía, lo supe desde el momento en que
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abrió la boca en la fiesta. ¿Te has enamorado de eso? ¡No sabes lo que
dices! –exclamó elevando el tono de voz.
Lucía lo miró con frialdad.
–Mario es un hombre íntegro –dijo orgullosamente–. Él luchó por
la libertad del pueblo. ¿Por quién luchaste tú? Tú eres el que no sabes
lo que dices.
–¡Yo lucho por España! ¡Por España! –respondió visiblemente en-
fadado, herido en su orgullo por las palabras de Lucía, rojo de furia–.
¿¡De qué me estás acusando!? Aquí no hay más traidores que Mario y
los que son como él. ¡Gentuza todos ellos!
Tras unos segundos en los que Lucía se quedó mirando fijamente a
Leandro, sin dejarse amedrentar por el temperamento recién puesto al
descubierto, rompió el tenso silencio que se había instalado entre los
dos, e intentó devolver la conversación a cauces más sensatos.
–Esto no tiene nada que ver con lo que quería decirte. Nuestro
compromiso fue un error, ahora lo veo. No seré tu esposa y no hay
más que hablar, acéptalo –dijo Lucía haciendo ademán de irse de
la sala.
Entonces Leandro la cogió del brazo fuertemente y la atrajo hacia
sí con violencia.
–¡No acepto! –gritó Leandro–. ¡No acepto! ¡Tú serás mi mujer o de
nadie más! –gritó.
Lucía intentó zafarse de la pinza que formaba la mano de Leandro
sobre su brazo, pero el militar apretó más, acercándola más aún hacia él.
–¡Serás mi mujer o de nadie más! –repitió.
El cariz que estaba tomando la discusión hizo acudir rápidamente
a doña Carmen, que discretamente había seguido la escena desde una
habitación contigua, sin decidirse a intervenir hasta ese momento.
–¡Leandro! ¡Suelta a mi hija inmediatamente! –ordenó con firmeza.
Doña Carmen estaba en completo desacuerdo con las decisiones
de su hija, pero no iba a permitir que nadie la maltratara más.
El golpe que el coronel había propinado a su hija para obligarla a
entrar en la galera le había dolido más de lo que hubiera pensado nun-
ca. No podía volver a permitirlo.
La entrada en escena de la madre de la que él consideraba aún su
prometida, sorprendió al militar. El respeto que había tenido a sus
suegros le hizo soltar a Lucía de inmediato.
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El joven miró a la que hasta ese momento había sido su novia, con
un odio infinito.
–Os arrepentiréis de esto, tú y tu amiguito el murciano. Lo juro
por Dios –dijo Leandro saliendo de la casa de una forma airada, dejan-
do el ambiente enrarecido.
La misa continuaba con su ritmo cansino mientras todos los acon-
tecimientos vividos en los últimos meses acudían a su mente, mezclán-
dose entre sí.
Parecía que la vida hubiera cogido una velocidad galopante de
pronto, tanto para el país como para ella misma.
La joven era perfectamente consciente de que su decisión podía
haberle arruinado la vida. ¿Quién querría casarse con ella ahora que
era la comidilla de todo Madrid? ¿Sería una solterona toda la vida?
¿Qué podría ir contando Leandro a todo aquel que le preguntara? ¿Se
pondría en duda su honra?
Al menos ahora estaba segura de que prefería eso a volver a con-
traer compromiso de nuevo con alguien a quien no amara. Después de
haber experimentado lo que era el amor de verdad, aunque no fuera
correspondido, no había otra opción para ella.
Lo que era seguro es que debía replantearse su vida, lo cual le gene-
raba la mareante sensación de estar ante un camino nuevo e inexplora-
do, que prometía un destino no escrito a afrontar por sí misma.
Al menos le quedaba Amalia. Observó su silueta unos cuantos ban-
cos más adelante, casi en primera fila. Hacía años que sus familias oían
misa todos los domingos en aquella iglesia, y ese día no había sido una
excepción.
Al finalizar la misa las dos familias charlarían un rato en la puerta,
como era costumbre.
A pesar de que últimamente notaba algo rara a Amalia, podía dar
gracias de haberla tenido durante todo aquel tiempo. Gracias a ella y
su visita a El Escorial había sabido de Mario y había seguido conectada
con el mundo.
Lucía pensó que quizá la notaba distinta porque su amiga no había
sufrido los profundos cambios que había experimentado ella misma.
Ahora podía comprender todo lo que ella pudo sufrir tras la muerte
de su prometido, y sin embargo, no se sentía más cerca de ella. La no-
taba cada vez más distante.
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Tenía que hacer algo para recuperar la complicidad y la confianza


con Amalia, pero la intuición le decía que había algo que no sabía y
que era lo que mantenía en pie el impreciso y transparente muro que
se había interpuesto entre ellas.
Al igual que sus padres, Amalia no compartía la decisión de Lucía
de anular la boda, y como estos, intentó hacerla entrar en razón. Aun-
que en el caso de su amiga, ya hacía meses que no compartía sus deci-
siones y pensamientos.
Sin embargo, el cariño que se tenían debía ser suficiente para salvar
cualquier obstáculo, estaba segura.
Lo que sí quedaba claro es que nadie la comprendía, ni siquiera su
mejor amiga.
Le quedaba el consuelo de que la losa que se había quitado de enci-
ma al romper con Leandro era suficiente alivio para compensar tanta
incomprensión, pensó Lucía.
Al terminar el oficio dominical, retirándose el cura a la sacristía, los
asistentes fueron saliendo ordenadamente del templo.
Entonces lo vio. Era una cara verdaderamente amiga entre toda
aquella gente conocida, alguien que nunca le había fallado.
Sentado en los últimos bancos se encontraba Benito Pérez Galdós.
Lucía hizo ademán de ir a saludarlo, pero este la frenó sacudiendo
levemente la cabeza en un gesto negativo. La joven se quedó perpleja.
Al pasar a su lado, el escritor y periodista se levantó, susurrando
disimuladamente al oído de la joven una sola frase, sin que nadie se
apercibiera de ello a causa del murmullo general de la gente al salir.
–La confesión es buena para el alma. Capilla de la Soledad –dijo el
canario, para a continuación seguir al resto del rebaño hasta la salida.
Un revoltijo de mariposas pareció batir millones de alas dentro del
estómago de Lucía, que intentó hacer acopio de toda su tranquilidad
para que su madre no se diera cuenta de la situación.
Justo antes de salir, Lucía comunicó sus intenciones a doña
Carmen.
–Madre, necesito confesarme.
–¿¡Ahora!? ¿Justo después de comulgar? –preguntó extrañada.
–Antes lo he olvidado. Seguro que la sagrada forma no ha llega-
do todavía a mi estómago –respondió en un patético intento por jus-
tificarse.
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–¡No digas sandeces! ¡Eso es sacrilegio, que lo sepas! Anda, ya te


confesarás mañana.
–¡Madre! –exclamó Lucía sin saber qué decir.
–¿¡Qué!? –respondió doña Carmen sorprendida por la actitud de
su hija.
Lucía tardó un poco en responder.
–Deje que la gente se vaya. No me apetece someterme al escruti-
nio general de esas arpías –dijo Lucía en un intento de parecer convin-
cente.
–Pero hija, son nuestros vecinos. Debemos mostrarnos fuertes y
unidos ahora –intentó razonar doña Carmen.
–Lo sé madre, pero hoy no. Déjeme sola unos minutos. No tardaré
demasiado, se lo prometo.
Doña Carmen se había suavizado con Lucía desde que fue tes-
tigo del comportamiento de Leandro, y sufría más de lo que se hu-
biera imaginado hacía unas semanas por el desengaño amoroso de su
hija, aunque todas las decisiones de esta le parecieran un completo
desatino.
En los últimos días, y a pesar del tremendo disgusto y la vergüenza
que había supuesto la anulación de la boda con Leandro, no podía
evitar sentirse en alguna medida conmovida por los sentimientos de
su hija.
Tampoco compartía la forma en que su marido la había tratado.
Esa reacción visceral hacia ella, golpeándola y aislándola en El Escorial
había hecho que doña Carmen hubiera dejado en un plano distinto
sus ansias de escalar socialmente y hubiera comenzado a preocuparse,
de una manera que resultaba nueva para ella, por los sentimientos de
su hija.
En ocasiones se sorprendía sintiéndose orgullosa por el valor mos-
trado por Lucía ante Leandro, y su rebeldía hacia los convencionalis-
mos sociales, y otras veces no entendía cómo podía haber arruinado su
vida de aquella manera.
Comenzó a estar más preocupada por el futuro de su hija que por
su propio estatus social, algo nuevo para ella.
Quizá la veterana mujer también estaba sufriendo un cambio que
no sabía explicarse.
–Está bien. Pero no tardes –contestó doña Carmen.
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Lucía tuvo que hacer un tremendo esfuerzo por contener la alegría


que el permiso de su madre le había generado. Tenía unas ganas tre-
mendas de saltar y gritar, pero las contuvo.
Intentando mantener la compostura, Lucía guio sus pasos hasta la
capilla de la Soledad.
No se dio cuenta que una figura la seguía con la mirada desde la
distancia. Se había olvidado completamente de Amalia.
Lucía llegó hasta el desvencijado confesionario que se encontraba a
las puertas de la capilla. Estaba claro que Galdós había elegido el sitio
porque ese mueble no se usaba para confesar a nadie hacía décadas.
La capilla estaba presidida por la talla de la Virgen de la Soledad,
bajo un lienzo de la Virgen de la Barca apareciéndose a Santiago. Una
estatua orante, varios relicarios y una talla de Cristo del siglo xvii com-
pletaban la decoración de esta.
Pero no era el arte el motivo por el cual Lucía se había acercado
hasta allí.
Nerviosamente, se apoyó en el reclinatorio del confesionario, y
cruzó las manos en posición de orar.
–Ave María purísima –pronunció la joven esperando encontrar al
otro lado de la rejilla de madera lo que estaba buscando.
–¡Lucía! –contestó una voz conocida provocando un sobresalto en
el corazón de la muchacha.
–¡Mario! –respondió Lucía emocionada.
–Perdona por presentarme así. Ha sido cosa de Galdós. Creo que se
le va un poco la cabeza con todas esas novelas románticas que escribe.
Lucía no sabía qué decir, sorprendida por la situación. Mario deci-
dió ser directo.
–Tenía que hablar contigo, preguntarte una cosa, pero Galdós me
dijo que los ánimos no estaban como para ser recibido en tu casa, que
seguramente me echarían a patadas, y que solo conseguiría alejarte de
mí, que era mejor hacerlo así. Yo no estoy muy seguro de que haya
sido buena idea… –explicó Mario.
–Lo cierto es que tiene razón –asintió Lucía apenada.
–¿Es verdad que no te casas? –preguntó Mario de pronto, inquieto
e impaciente.
El ímpetu del murciano en la pregunta descolocó completamente a
Lucía. Notó en él una ansiedad que no hubiera esperado nunca.
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–Así es –contestó casi divertida ante el tono impetuoso de Mario a


través de la rejilla, al que no podía ver pero sí imaginar.
Ahora fue Mario quien calló unos segundos.
–Lucía, sé que no querías saber nada de mí después de mi torpeza
cuando…. me refiero al Congreso, cuando yo estaba herido en el sue-
lo, con Leandro allí…
–¿Cuando nos besamos? –preguntó Lucía de sopetón.
–Sí.
–¿Por qué pensaste que no quería saber nada más de ti? –preguntó
sorprendida por la afirmación de Mario.
–Amalia me dijo que querías retomar tu vida, que estabas enamo-
rada de Leandro, que habías ido a la sierra a intentar reconducir tu
noviazgo. Por eso me sorprendí al saber que no te casabas.
–¿Amalia te contó eso? –preguntó Lucía sin dar crédito a lo que
oía.
–Sí –respondió Mario con seguridad.
Lucía pensó que quizá es lo que había creído Amalia en ese mo-
mento. Ella no le había comentado nada acerca de sus sentimientos
por Mario, y no sabía aún que su padre la tenía encerrada. Quizá obró
así de buena fe, sin saber que se estaba equivocando de plano. Pero
¿por qué inventar tantos detalles? No quería pensar que su amiga hu-
biera actuado de mala fe.
–¿Por eso te fuiste sin verme? –preguntó tras unos segundos, sin
contestar a la pregunta de Mario.
–Sí. Mi intención era decirte… –Mario tuvo que encontrar el valor
para seguir– que estoy enamorado de ti, Lucía, que tenía que volver a
Murcia, pero que no quería irme sin que supieras mis sentimientos.
No sé, sentía la necesidad de hacerlo. Pero Amalia me hizo ver lo in-
justo de mi decisión.
Lucía se quedó callada, emocionada por lo que escuchaba, al tiem-
po que no había acabado de digerir lo que había escuchado sobre
Amalia.
Estaba desbordada de información y no terminaba de encontrar las
palabras adecuadas a esa situación.
–Lucía –continuó Mario–, ahora que ya no pesa sobre ti ningún
compromiso puedo decírtelo. Te amo desde el primer momento que
te vi –dijo Mario entreviendo entre la rejilla de madera la sorprendida
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cara de Lucía–. Sé que no nos conocemos demasiado, y que esto es


una locura, pero nunca antes me había sentido así –continuó Mario,
ya lanzado–. Comprendería que no quisieras nada conmigo, apenas
nos conocemos. Pero si tú me das esperanzas, sería el hombre más feliz
del mundo –concluyó.
Lucía permanecía callada.
–¿No dices nada? –preguntó Mario.
–Yo también te amo –dijo de sopetón sin añadir nada más.
Mario se tuvo que contener para no salir inmediatamente del
confesionario y expresar la alegría que sentía en ese momento. Nece-
sitaba sentir el contacto físico con Lucía, algo que aquella jaula le im-
pedía.
Otro silencio, pero esta vez roto por la respiración agitada de am-
bos jóvenes que llenaba el espacio que les separaba.
–Quiero tocarte. Besarte –dijo Mario llevado por la emoción.
–¡Aquí no! ¡Pueden vernos! –respondió Lucía rápidamente–. Si mis
padres se enteraran montarían en cólera.
Mario se quedó descolocado.
–Tengo que hablar con ellos. Les convenceré con tu apoyo de que
mis intenciones son buenas. Lucía, nada me haría más feliz en la vida
que estar contigo el resto de mi vida, puedo jurártelo.
La cabeza de la joven bullía de emociones, asimilando la declara-
ción de Mario, al tiempo que temía la reacción del coronel.
–Mi padre nunca te querrá, Mario –aseguró Lucía con dureza–.
Nunca dará su consentimiento para que su hija tenga un noviazgo con
un «loco revolucionario», que es lo que cree que eres.
Mario se quedó pensando.
–Si de verdad me quieres tendré que intentarlo –aseguró Mario.
–De verdad te quiero, pero mi familia… –contestó Lucía.
–Tu familia tendrá que aceptarme. Voy a pedir una cita con tu
padre para poder tener relaciones contigo, si tú aceptas.
Lucía se quedó callada, respirando muy fuerte, sintiendo subir
y bajar su pecho, con las pulsaciones desatadas. Jamás se había sen-
tido así.
–Acepto. Claro que acepto –respondió.
La joven se levantó del reclinatorio. En ese momento, Mario no
pudo evitar salir fugazmente para coger la mano de su amada y rozar
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los labios con los suyos, levemente, con pudor, mientras se quedaban
mirándose fijamente durante unos segundos.
–Ve el sábado que viene a mi casa. Mi padre no va a estar en casa
esta semana. Sale esta misma tarde para Toledo. Mientras, será mejor
que seamos discretos –dijo Lucía aturdida y emocionada, dirigiendo
sus pasos hacia la salida.
–No sé si voy a saber esperar. Puedo decírselo ya. Ahora mismo
–dijo Mario.
–¡No! Ahora no. Delante de nuestros amigos no es el momento, no
sé cuál sería su reacción.
–Pero una semana es demasiado tiempo, Lucía –dijo Mario–. Las
cosas se están poniendo feas en el Congreso. Mi grupo está muy en
contra de que el Gobierno tome medidas excepcionales contra el car-
lismo. Temen que Pi aproveche para atar en corto a los intransigentes,
y todos mis correligionarios están en pie de guerra –explicó–. Puede
que haya disturbios.
–No quiero hacerle más daño a mis padres. Hagamos las cosas bien.
Habla con mi padre, explícale que eres diputado en las Cortes, o lo
que quieras. Tendrá que aceptarte, porque yo te apoyaré. Si de verdad
me quieres, solo te pido un poco de paciencia –dijo con seguridad.
Mario se quedó mirando a Lucía a los ojos, atrapado por su belleza
y su claridad de ideas. No podía negarle nada.
–Espero estar a la altura el sábado –contestó al fin.
–Sabrás hacerlo –dijo Lucía antes de dar un último y furtivo beso a
Mario, y salir a buen paso hacia la salida.
Los ojos de Amalia habían seguido el final de la escena desde
la distancia, tras una imagen de la Virgen María, al otro extremo de la
iglesia. La joven pensó que había sido un milagro que su presencia no
hubiera sido detectada por los jóvenes.
Dejó pasar un minuto, y observó cómo Mario se acercaba a los
primeros bancos de la iglesia, de cara al gran retablo.
En ese momento aprovechó para salir de su escondite sin ser vista.
Volvió a sentir una punzada de dolor en el pecho, al tiempo que se
sentía culpable por todas las mentiras que había lanzado últimamente.
Ella no era así. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por despecho? ¿Por celos?
Entonces recordó a Rubén. Si ella hubiera estado prometida, o incluso
ya casada con él, nada de esto habría pasado.
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Entonces, una idea cruzó por su cabeza. Leandro. ¿Por qué no?
Estaba sin compromiso, y ella era hija de un rico comerciante.
Su padre siempre había dicho que si Leandro estaba con Lucía era
solo por los contactos del coronel. Quizá quisiera casarse con ella.
Esa sería su pequeña venganza contra ellos.
Amalia salió de la iglesia pensando que ella también merecía un
futuro, un marido, hijos. Debía hablar con Leandro. Y más pronto
que tarde.
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10. PLANES DE FUTURO

Madrid, viernes, 20 de junio de 1873.


Taberna Casa Alberto

Roque Barcia era una auténtica leyenda en el entorno federalista, y


como tal era escuchado por los integrantes del bando intransigente,
del que formaba parte.
Filósofo, escritor y director de varios periódicos liberales durante
los veinte años anteriores, a Roque Barcia no se le había permitido edi-
tar prácticamente nada dentro de la legalidad hasta entonces, aunque
eso no había impedido que sus escritos, cargados de ideales de igual-
dad social y anticlericalismo, le hubieran hecho enormemente popular
entre los círculos republicanos más radicales.
El hecho de haber estado exiliado en Francia y las numerosas ex-
comuniones que acumulaba, no hacían sino acrecentar su renombre
entre la facción intransigente del partido.
Al escucharlo, Mario volvía a ser el joven idealista e impetuoso que
había sido hasta entonces, imbuyéndose de todas aquellas ideas
que prometían la igualdad entre las clases sociales, la secularización
de la sociedad, el reparto justo de la riqueza y en general un mundo
en el que unos pocos poderosos no dominarían los destinos de la ma-
yoría.
Qué bello sonaba todo aquello. Y, sin embargo, los métodos que
en esos momentos se estaban proponiendo para conseguir esos fines,
que hasta ese momento le habían parecido adecuados, ahora le se le
antojaban en parte injustificados.
Los Estados debían formarlos las gentes, desde la base, proponía
Barcia, y eso estaba muy bien, pero las ansias por conseguirlos, la im-
paciencia, y el miedo enorme a un retroceso de la situación parecían
consumir a todos.
Cantones ya, gritaban. Rebelión popular. Que todo pueblo se
constituyera en entidad independiente. Que la gente de cada región
decidiera por sí misma la forma en la que deseaban ser gobernados. Ya.
Mañana a ser posible.
Nada de quintas, ni de impuestos. Muerte a la opresión. Cuando
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el pueblo se gobernara a sí mismo no habría necesidad de reprimir a


nadie, porque el pueblo no se alzaría contra el pueblo.
Los soldados, extraídos del pueblo más llano, siempre peleaban en
guerras injustas que eran financiadas con impuestos injustos, y que
solo beneficiaban a unos pocos que poco arriesgaban. Pronto estarían
de su lado.
La tierra para el que la trabaje. Los medios de producción redunda-
rían también en el beneficio del pueblo. La iglesia sería sometida para
que nunca más pudiera manipular a las masas.
Había que terminar con la incultura y el analfabetismo, promover
el desarrollo humano. Nunca más tiranos, nunca más el pueblo usado
como carnaza.
No dejaban de tener mucha razón, pensó Mario. Todo eso era ne-
cesario, y se enorgullecía de sus correligionarios, de su osadía y sus
ideales, de su valor.
Pero Mario tampoco era ajeno al hecho de que todas aquellas me-
didas drásticas que propugnaban, aplicadas sin orden ni concierto,
implementadas revolucionariamente, podrían conducir al caos de
España, y él, ante todo, se sentía español.
No quería que su nación se atomizara y se derrumbara como un
castillo de naipes, pero el país no podía continuar como hasta entonces.
Qué bellas ideas, se repetía mentalmente, mientras escuchaba el
encendido discurso de Barcia, jaleado y apoyado por Gálvez de forma
incondicional.
¿Sería posible que aquello llegara a convertirse en realidad, aunque
solo fuera en parte? ¿Podría la gente, sin un poder central y superior
que los dirigiera, unirse, federarse, hacer causa común, llevar el país
hacia el progreso?
No tenía una respuesta clara, pero en lo que sí tenía que darles la
razón a sus correligionarios intransigentes era en que la injusticia, el
desprecio de las clases dirigentes hacia el pueblo, la utilización de las
palabras «patria», «honor», «valor», «bandera», en beneficio de unos
pocos, el uso de la religión para el dominio de las voluntades popula-
res, y en fin, la pobreza, la desigualdad y el analfabetismo fomentado
desde las élites, había llevado a toda aquella situación.
No se podía seguir igual, pero Mario no estaba seguro de que
una revolución de los pueblos, una vez que ya se había conseguido
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la República, fuera lo que pudiera sacar a España de toda aquella in-


justicia.
En ese sentido se sentía más unido a las tesis de Pi, que habiendo
sido firme defensor de las ideas cantonalistas y de la revolución social,
estaba ahora más inclinado a crear estructuras legales claras, con una
Constitución que estableciera la República Federal, con sus estados y
libertades, desde la cúspide.
Pero eso se estaba retrasando demasiado para las ansias de cam-
bio que tenía el pueblo, según los intransigentes. Temían que al final
todo quedara en nada, que los oligarcas absorbieran a los republicanos,
y que una vez tocado el poder, se volvieran centralistas, opresores y tan
injustos como todos los políticos y militares que habían dominado el
cotarro durante la desnortada monarquía isabelina.
La arenga de Roque Barcia tocaba a su fin.
–¡Es la hora del pueblo, pues! –exclamó–. ¡Ni una quinta más para
combatir a los carlistas! Cuando el pueblo se gobierne no podrá con
él ningún aspirante a rey. ¡Ni una quinta más para Cuba! Qué deci-
da el pueblo cubano qué quieren ser y cómo se quieren gobernar. ¡Ni
un impuesto más que pague el derramamiento de sangre de nuestros
hermanos allende los mares! Por una España mejor, ¡abajo los pode-
res centrales! ¡República federal auténtica ya! ¡Constitución federal ya!
¡Cantones ya¡ ¡Cantones ya!
Todos corearon la consigna revolucionaria, incluso Mario, infla-
mado por el discurso incendiario y lleno de pasión de Barcia. No po-
día estar más de acuerdo con todos los planteamientos a pesar del vér-
tigo que le producía el sinsentido de la revolución contra la República
federal para establecer la misma República federal.
Todos acompañaron de aplausos la consigna cantonalista, mien-
tras Alberto, el dueño de la taberna, situada en la confluencia de la
calle Príncipe con la calle de las Huertas, observaba casi indiferente el
cariz que estaba tomando aquel mitin. Como buen tabernero había
visto soflamas y calores de todo tipo, sin haber creído demasiado en
ninguna de ellas.
La taberna, que rezumaba ambiente taurino, con sus carteles de la
feria colgados por todos los rincones, olía fuertemente a vino debido
a los grandes toneles de madera que se sostenían en la pared a media
altura gracias a fuertes y gruesas vigas de madera.
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El local se encontraba en los bajos del edificio que ocupara en su


día la antigua casona donde Miguel de Cervantes había escrito la se-
gunda parte del Quijote.
Alberto pensó que, como solía pasar a menudo últimamente, el
espíritu loco y errante del caballero de la triste figura estaba poseyendo
a aquellos hombres, que habían comenzado la cena en un tono más
sosegado, pero conforme el vino había regado sus gaznates y calentado
sus estómagos, se habían vuelto cada vez más decididos en sus locuras
quijotescas.
A pesar de todos sus reparos, Mario no podía evitar sentirse fuerte-
mente atraído por la mística romántica de aquellos sueños. Le hacían
sentirse vivo, útil, con un sentido de la existencia.
Probablemente todo aquello era necesario para cambiar las cosas,
se dijo, y sus dudas eran infundadas. En algo había que darles la razón:
sin lucha no hay cambios. España debía cambiar, y quizá solo podía
hacerlo radicalmente.
Los actuales dirigentes de la República, Pi el primero para pesar de
Mario, se estaban plegando demasiado a las exigencias del día a día, y
retrasaban en exceso la implantación del federalismo, dando cada vez
más poder a los generales monárquicos.
Era posible que si no se hacía algo ya, cualquier día, cualquiera de
esos generales, impusiera una dictadura o trajera de vuelta la monar-
quía, y ya no pudiera promulgarse la tan ansiada Constitución federa-
lista y cantonal.
Mario era consciente que, una vez cruzada la línea revolucionaria,
ya no podría echarse atrás, pero apoyaría a los suyos en lo que se de-
cidiera hacer, aunque le doliera la situación que pudiera generarse en
España o aunque le costase su libertad o su vida. La causa de la libertad
era más importante que todos ellos.
Se tranquilizó pensando que, aunque lo que se propugnara fuera la
completa descentralización del país, al fin y al cabo todos los allí pre-
sentes eran patriotas, y buscaban llegar a una España mejor y más justa
a través de los cantones.
El Gobierno no podría por menos que acceder a sus pretensiones y
acelerar el proceso federal. La idea era darles un pequeño empujón que
les recondujese en el camino.
En todo caso no sería nunca un traidor a los suyos, así que ya había
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decidido que llegaría hasta el final, pasara lo que pasara, aunque no


compartiera del todo los métodos.
Solo había una cosa que lo atenazaba en su decidida actitud de
apoyo a la causa: Lucía.
Su corazón no había elegido el mejor momento para enamorarse,
pero eso era algo que Mario no podía controlar, y solo podía limitarse
a seguir sus designios.
Por un momento se sintió un traidor a Lucía. ¿Qué vida le iba a
ofrecer? ¿Le podía prometer un compromiso cierto si ya estaba com-
prometido con una causa superior? ¿Sabría hacerla feliz?
Lo único que sabía a ciencia cierta era que quería estar con ella. No
era el mejor momento, desde luego, pero lucharía por ella con la mis-
ma determinación que lo haría por la República, se dijo.
Al día siguiente pediría permiso al coronel para cortejar a Lucía. Si
este accedía, algo que Mario no estaba muy seguro de que sucediera,
intentaría casarse con su amada lo antes posible. No podrían aguantar
un noviazgo largo teniendo de suegro a García-Valls.
Pero ¿qué pasaría si estallaba la revolución? ¿Tenía derecho a mez-
clar a Lucía en todo aquello? ¿Era consciente ella de hacia dónde la
estaba arrastrando?
A veces pensaba que lo mejor sería renunciar a ella, por el propio
bien de la joven, pero inmediatamente se contestaba que no podía ni
quería hacerlo. Sería lo que tuviera que ser, se decía.
Mario observó que Antonete se acercaba a él. Su rostro de satisfac-
ción demostraba que estaba completamente en su salsa. La acción era
lo que movía al huertano, y el olor de la pólvora ya se intuía en el aire.
No contemplaba el fracaso.
Mario no había querido compartir los recelos sobre el cariz de los
acontecimientos con el convencido Gálvez.
Durante los días que había compartido con él en el Congreso había
comprobado que era un fanático del cantonalismo, como antes lo ha-
bía sido del republicanismo antimonárquico, que era lo que realmente
había atraído a Mario de él.
En realidad, cualquier causa hubiera servido a Gálvez. Era un espí-
ritu arrollador, un huracán de cambio que arrastraba irremisiblemente
a todo aquel que se acercara demasiado. Imposible resistirse.
–Nos vamos a Murcia más pronto que tarde. Hay que implantar el
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cantón allí –dijo Gálvez con su estilo directo y sin ambages, después
de haberlo llevado a un aparte.
Mario no contestó. Ya se había imaginado que aquello llegaría a pa-
sar, y le había extrañado que Gálvez no se lo hubiera ordenado antes.
Los últimos días habían sido una sucesión frenética de reuniones
entre los del sector intransigente, todas con el denominador común
del cantonalismo como tema central. Y Mario sabía que su grupo era
más de actuar que de marear demasiado la perdiz.
Sin embargo, él tenía una cosa pendiente en Madrid. Algo tan im-
portante como la propia República: pedir la mano de Lucía.
–¿Cuándo nos vamos? –preguntó Mario, que tenía la imagen de la
joven en la mente al hacer esa pregunta.
–¡Así me gusta! ¡Esa es la respuesta que esperaba! –contestó Gálvez
confundiendo los anhelos del joven por su amada con su firme inten-
ción cantonalista–. En cuanto lo diga la Junta de Salud Pública1 que
ha de constituirse. Barcia será el presidente, sin duda. Es el más ade-
cuado. Tenemos que estar preparados.
–Lo estaremos –contestó Mario, que tenía una parte de su mente
pensando en su cita con Lucía y en su futuro junto a ella y otra maqui-
nando cómo se llevaría a cabo la revolución–. Pero ¿cómo habremos
de actuar? –preguntó.
–¡Constituyendo los cantones, claro está! –exclamó Gálvez, como
si aquello fuera lo más natural y fácil del mundo–. Una vez consu-
mado, el Gobierno de Pi nos reconocerá, y se verá forzado a promul-
gar la Constitución, pero no la que están pensando, sino la verdadera
Constitución del pueblo por el pueblo. ¡Venceremos sin necesidad de
sangre, ya lo verás! Solo hay que mostrarles el camino, convencer al
resto de los federalistas.
–Espero que sea tan fácil como lo dices –respondió Mario.
–¡Lo será, ya lo verás! –exclamó–. Hay que hacerlo así, porque los
del Congreso son unos cobardes –dijo Gálvez refiriéndose a los fe-
deralistas no intransigentes–. Se les llena la boca repartiendo dere-
chos, pero luego les dan el poder a los militares de siempre –aseveró–.
Mira Pi. Ya está haciendo concesiones a los generales monárquicos –se
quejó.

1.  Junta Revolucionaria de Gobierno.


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–Eso parece –tuvo que reconocer Mario.


–Tú jugándote la vida por él en abril, y el muy cabrón perdonando
a los golpistas en mayo. ¿Qué consecuencias ha habido? ¡Ninguna!
¡Me cago en su puta madre! –dijo con rabia, pues en el fondo Gálvez
admiraba al catalán, y le había dolido que no fuera más firme con los
golpistas.
Los insultos hacia Pi, en su caso, solo denotaban el dolor que sen-
tía hacia su viejo amigo por no haber consumado ya la República fe-
deral.
Mario no pudo por más que asentir, dando la razón a su mentor,
mientras este seguía hablando.
–Y ahora, encima, quiere ponerlos al frente de la respuesta a
los malditos carlistas, pero exprimiendo al pueblo. No es más que
una excusa para armarse de medios y quitarnos de en medio. Los in-
transigentes nos hemos convertido en una molestia. Hay que tragar a
Pi, pero no tenemos más remedio que forzar la máquina, demostrar-
les que el pueblo puede más que cualquier Gobierno. Estableceremos
los cantones y luego ya se verá. No podemos permitir que nadie
frene a la República. Al fin y al cabo Pi es un cantonalista, o al menos
lo era.
–¿Tenemos de nuestro lado al ayuntamiento? –preguntó Mario
intentando pensar en aspectos más prácticos y menos teóricos de la
misión que tenían por delante.
–¡Tenemos algo más grande! –anunció Antonete–. ¡Al general
Contreras!
–¿El general se ha vuelto cantonalista? –preguntó incrédulo Mario.
Sabía que era republicano a ultranza, pero no creía que ningún mi-
litar pudiera apoyar un proyecto de esas características.
–Cantonalista como el que más –respondió Gálvez con seguri-
dad–. Es el que nos va a dirigir cuando tomemos la flota de Cartagena
–añadió bajando la voz.
–¿Es eso posible? –preguntó Mario admirado.
–Lo será, ya lo verás. Hay mucha base popular en la ciudad apo-
yándonos. ¿Sabes lo que se canta por allí, ahora más que nunca?
–¿Lo de que Antonete está en la sierra y no se quiere entregar hasta
que España no tenga República federal? –contestó Mario.
–Pues eso –replicó Antonete sin darle más importancia a la canción
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más popular de las muchas coplas que se cantaban sobre él desde su


época de guerrillero por los montes–. Hay ganas de rebelarse en la ciu-
dad. Me presentaré en Cartagena junto al general Contreras y la flota
se nos unirá, estoy convencido. Con la flota en nuestro poder, todos
se nos unirán y el Gobierno no tendrá más remedio que aceptar nues-
tras reivindicaciones. Ese es nuestro plan. Contreras lo tiene muy claro.
–Gálvez cogió a Mario de los hombros–. Entonces formaremos el Cantón
Murciano, y todas las provincias seguirán nuestro ejemplo y formarán los
suyos. Eso ya será imparable. ¡Lo tenemos al alcance de la mano! Y tú esta-
rás a mi lado. Te necesito cerca –sentenció mirando fijamente a Mario–.
¿Puedo contar contigo al cien por cien, verdad? –preguntó.
Antonete era consciente de la situación sentimental de Mario.
Durante aquel tiempo en Madrid, el joven no había dejado de poner
en antecedentes a Gálvez, al cual solo le interesaba la situación sen-
timental del joven en tanto en cuanto pudiera influir en los asuntos
políticos para los cuales lo tenía destinado.
Mario entendió perfectamente el sentido de la pregunta del vetera-
no guerrillero.
El joven no pudo por menos que admirar la seguridad en sí mismo
que emanaba de aquel personaje tan fantástico que tenía enfrente y al
que podía considerar su amigo, y sentirse orgulloso de estar considera-
do en tal alta estima por él. No podía fallarle.
–Ahí estaré.

La velada se había alargado demasiado, pero no importaba. Esa noche


no dormiría mucho, pensó Mario.
A la excitación producida por los planes revolucionarios en los que
se vería envuelto en breve, había que añadir la inquietud por el trago
que tendría que pasar al día siguiente frente al coronel.
Los adoquines del camino hacían resonar sus pisadas en las paredes
de la solitaria calle que recorría en ese momento mientras sus pensa-
mientos estaban concentrados en el rostro de Lucía, y más abajo, en
sus pechos y sus caderas.
Mario se imaginaba poseyéndola, arrastrados los dos en una espiral
de deseo, entrelazando sus cuerpos, introduciéndose el uno en el otro
desbocadamente.
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Intentó imaginar cómo sería su cuerpo desnudo, la textura de sus


pechos, la suavidad de su piel, el color de su pubis.
La erección subsiguiente hizo que se riera de sí mismo. Últimamente
se masturbaba demasiado. Casi cada noche, en la soledad de su habita-
ción alquilada, había vuelto a la adolescencia por culpa de Lucía.
Pero no le importaba mucho. Prefería eso mil veces antes que re-
currir a prostitutas, por más que Galdós le intentara convencer de las
bondades de Madrid en ese sentido, y la salud pública que se seguía
para con las meretrices. Sus principios eran sólidos, y no se aprove-
charía de la necesidad ajena para calmar sus apetitos carnales. Ya se
bastaba él solo. Seguramente esa noche no sería una excepción.
La calle de la pensión de doña Paquita distaba casi un kilómetro
y medio de la taberna de Alberto, del cual Mario ya había recorrido
prácticamente la mitad. Dado el dinero que había traído de Murcia,
sacado a regañadientes a su padre, no podía costearse nada más céntri-
co de momento.
Las calles que había que tomar para llegar a ella estaban desiertas
a aquellas horas de la madrugada, pero afortunadamente la luz de las
farolas de gas no se apagaba hasta las tres de la madrugada, siendo
suficiente para no perderse en aquel entramado que Mario apenas si
conocía.
El sereno dio la hora. Sonaba bastante lejano, pero el silencio de
la noche hizo que la potente voz del hombre que había de facilitarle
la entrada a la pensión1 llegara clara. Por la distancia, calculó que no
habría de esperarlo mucho en la puerta de la finca.
La una y media y nublado. Bueno, esa sería la percepción del se-
reno. Mario no veía demasiadas nubes tapando la luna en cuarto cre-
ciente.
Al menos esa noche no era de luna llena, pues en ese caso no se
hubieran encendido los faroles, y con la simple luz de la luna no sabía
si hubiera sido capaz de reconocer las calles hasta llegar a la pensión,
que, además de eso, estaba ya en el límite de acción del alumbrado
público.

1.  El sereno era el encargado de portar todas las llaves de las puertas de entrada de los edifi-
cios de las calles que estaba encargado de vigilar, así como de dar la hora y el estado del tiempo
atmosférico, amén de encender el alumbrado y de otras labores informativas y de seguridad
ciudadana durante la noche.
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Entonces escuchó unos pasos acercándose rápidamente. De la pe-


numbra, a su espalda había surgido una figura amenazante sin emitir
ningún otro sonido.
Era un hombre recio, con un gran bigote, pero sin un solo pelo en
la cabeza. Iba vestido con un traje muy sencillo, gastado y gris. En su
mano un chuzo con la punta metálica, como los que usaban precisa-
mente los serenos.
Mario se paró en seco, mirando cómo se acercaba hacia él con de-
cisión. Sus intenciones no podían ser más que atracarle. Se puso en
guardia dispuesto a hacerle frente. No pensaba correr, no lo había
hecho nunca y no lo haría ahora.
El individuo se paró en seco a medio metro de él, como calibrando
sus oportunidades.
–Estás a tiempo de no cometer una tontería –dijo Mario–. Soy
diputado en las Cortes –añadió con la lejana esperanza de que su car-
go, y la pena más grave asociada a un delito contra la autoridad, haría
reflexionar al asaltante acerca de la conveniencia de llevar a cabo la
fechoría que tuviera en mente.
El atacante no contestó, ni siquiera se inmutó en lo más mínimo
ante las palabras de Mario, como si no las hubiera entendido, limitán-
dose a quedarse frente a él, apuntando su chuzo contra el cuerpo de
Mario, acercándose ahora con mucha lentitud.
La mente de Mario actuaba de modo frenético, sopesando cómo
evitar el enfrentamiento o salir victorioso de él.
No tenía armas, y el chuzo era temible. El brillo de la punta me-
tálica sobre el palo de madera podía meter el miedo en el cuerpo de
cualquiera.
Entonces pensó en el sereno. Estaba lejos, pero puede que los gritos
de socorro levantaran a algún vecino y el jaleo hiciera huir al atacante.
Se dispuso a gritar pidiendo ayuda, pero justo en ese instante escu-
chó nuevos pasos a su espalda. No le dio tiempo a girarse. Todo había
sido una distracción.
El golpe, fuerte y seco, lo transportó a la oscuridad más absoluta.
Aun así, antes de perder el conocimiento completamente, y mientras
era transportado en volandas hacia calles más oscuras y menos transi-
tadas, pudo sentir en sus labios la pegajosidad y el sabor inconfundi-
ble, metálico, de su propia sangre, que llegaba hasta su boca a través
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de sus mejillas, proveniente de la herida que acababa de sufrir en la


cabeza.

Lucía estaba expectante y nerviosa. No entendía a qué se debía el


retraso. Había informado a sus padres de que tenía que hacerles un
anuncio muy importante, y que necesitaba que esa mañana de sábado
estuvieran en casa, ya que esperaba una visita.
A pesar de la insistencia de sus padres para que Lucía desvelara de
qué se trataba, la joven se mantuvo firme y les convenció para que
esperaran.
La semana había discurrido lentamente. No había salido práctica-
mente a la calle y ni siquiera había tenido noticias de Amalia.
Era evidente que la relación entre las dos ya no iba a ser igual. Algo
le pasaba a su amiga. La había notado fría desde lo del Congreso, y
para colmo le había mentido acerca de Mario.
¿Por qué lo habría hecho? Por muy enamorada que Amalia pudiera
estar de Mario, nunca hubiera imaginado que hubiera podido actuar
de esa manera. ¿Tanto desconocía a su amiga?
Lucía tenía todas estas preguntas en la cabeza, y durante la semana
se habían mezclado en su mente con la inquietud del encuentro entre
Mario y sus padres que debía de haberse producido ya.
No quiso forzar las cosas, y pensó en dejar que fuera Amalia quien
se acercara a ella. En realidad, se sentía ofendida, y temía su propia
reacción al recriminar a su amiga por las mentiras vertidas.
No se atrevió a mandar recado para quedar a verse, a pesar de las
muchas ganas que tenía de echársela a la cara. En realidad había sido
su única amiga de verdad, y no quería perderla por nada del mundo.
Eran ya casi las dos de la tarde, y el coronel comenzaba a desespe-
rarse.
–Ya está bien de tonterías –dijo con dureza–. Es casi la hora de
comer, ya no vamos a recibir a nadie en esta casa aunque fuera el mis-
mísimo rey Amadeo que volviera del exilio.
Lucía estaba desesperada. No entendía a qué se debía el retraso.
Había confiado plenamente en Mario. Se notaba su determinación y
su amor cuando fue a verla con aquel ridículo subterfugio del confe-
sionario. No podía ser que volviera a fallarle.
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Tenía que haber una razón de peso para que hubiera faltado a su
cita, estaba convencida. Seguramente ya corría hacia allí. Sí, algo im-
portante le debía haber retrasado, pero llegaría, seguro que llegaría.
–Por favor, papá, espera un poco… –suplicó Lucía.
–Si quieres decirnos algo dínoslo, no seas infantil –replicó García-
Valls con dureza.
Lucía simplemente se mantuvo callada, mirando por la ventana.
–En tal caso, comamos –ordenó el coronel.
–No tengo hambre –replicó Lucía antes de dirigirse hacia las esca-
leras y encerrarse en su habitación.
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11. TRAICIÓN

Madrid, lunes, 23 de junio de 1873.


Carrera de San Jerónimo

Gálvez observó a los dos hombres que se acercaban a él. No parecía


que ninguno de ellos supusiera un peligro.
La fuerza de la costumbre y los muchos años que llevaba luchando
de una u otra manera le hacían estar alerta constantemente, sobre todo
en el caso de que dos desconocidos se acercaran a él con la intención
de abordarle en plena calle.
Uno de ellos era un hombre de veinte y muchos años, al que cono-
cía de vista. Creía que era periodista, pero nunca había hablado con él.
El otro era un muchacho joven, sobre la veintena.
–Antonio Gálvez, supongo –afirmó Galdós.
–Supone bien –contestó Antonete con su tono franco–. ¿Periodista?
–preguntó.
–Por necesidad, lo mío es la novela –contestó el canario.
–Galdós, a lo que vamos… –dijo Cancio.
–¡Ah! ¿Es usted el periodista conocido de Mario Rubio? Me ha
hablado algo sobre usted. Parece que nuestro amigo está enamorado,
¿eh? ¡No de usted, claro, no me malinterprete! ¡Qué abominación!
–exclamó.
Cancio se sintió turbado por el comentario, como siempre pasaba
cuando alguien se tomaba la homosexualidad como algo execrable y
digno de chanza.
–Evidentemente –contestó Galdós circunspecto, conocedor in-
tuitivamente de las tendencias sexuales de Cancio, mientras Gálvez
seguía riendo, ajeno a todo–. Precisamente de él queríamos hablarle.
Puede que sea grave –informó Galdós.
El diputado prestó más atención en ese momento.
–Sí, yo también estoy muy preocupado –dijo Gálvez–. Precisamente
les iba a preguntar por Mario. Hoy tenía que haberse presentado en el
Congreso. Es impropio de él no haberlo hecho.
–Permítame que le presente a Cancio García-Valls, el hermano de
la joven que parece que ocupa los pensamientos de Mario.
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Ambos hombres se estrecharon la mano, notando Gálvez cierta flo-


jedad en el apretón, y cierto desprecio hacia él que captó al instante.
–Entonces ¿no sabe nada de Mario? –preguntó Cancio.
–No –contestó duramente Gálvez–. Ya le he dicho que ha tenido
que pasarle algo para que haya faltado a la sesión de hoy sin dar noticia
de la causa –respondió el huertano comenzando a preocuparse seria-
mente.
–No estamos seguros –contestó Galdós–. El sábado tenía que ha-
ber acudido a casa de los padres de este joven a pedir relaciones con la
hija del matrimonio, pero no acudió.
Antonete se quedó pensativo, con gesto de preocupación.
–Eso sí que es extraño. Estaba muy nervioso por la cita, y deseoso
de acudir a ella –contestó Gálvez.
–Hemos acudido a la pensión donde está alojado, y allí nos han
dicho que no ha pasado por allí desde el viernes por la mañana.
Gálvez se quedó mirando a Cancio.
–¿No tendrá su padre nada que ver en esto? –preguntó de pronto
con dureza.
–¡Por Dios! –exclamó Cancio enfadado–. ¡Por supuesto que no!
¡Ni siquiera sabe que Mario iba a pedir la mano de mi hermana!
–Ya –contestó Gálvez–. Pues a mí me parece muy raro que desapa-
rezca justo el día antes –replicó.
–Mire, si estoy aquí es solo porque Lucía me lo ha pedido. Yo tam-
poco sabía nada hasta ayer. Realmente me importa muy poco lo que
le haya podido pasar, pero quiero a mi hermana. También le aseguro
que mi padre no ha tenido nada que ver.
–Está bien, está bien –intervino Galdós–. Lo que hay que hacer
ahora es buscar soluciones.
–¡Como me entere que alguno de los de la cuerda de su padre está
involucrado en esto van a rodar cabezas! –rugió el león de la huerta, en
actitud amenazante hacia Cancio.
–No se preocupe, si nos enteramos de algo inmediatamente le pon-
dremos sobre aviso. Buenos días –dijo Galdós zanjando la discusión y
llevándose a Cancio lejos de allí.
Siguieron hacia la Puerta del Sol, Cancio con cara de enfado y
Galdós de preocupación. La situación era grave. No concebía que
Mario hubiera desaparecido así.
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El periodista estaba convencido de que el amor de Mario hacia


Lucía era indudable. Él mismo lo había comprobado, cuando se
divirtió de lo lindo a su costa, montando el numerito del confesio-
nario.
En realidad lo había hecho para ver cómo funcionaría en una no-
vela, y le pareció interesante llevarlo a la vida real. Algo divertido. No
pensaba que convencer a Mario fuera a ser tan sencillo ni que toda
aquella parafernalia fuera a salir tan bien.
Luego, al ser informado del discurrir de la reunión entre Mario y
Lucía, comprobó, aparte de que podía añadir un recurso más a sus
novelas, que a ambos los movía un amor más grande de lo que ellos
mismos eran conscientes.
Nunca había visto en nadie un amor así, tan imparable, desbordan-
te, ingenuo e infantil en parte. Pensó que seguramente se debía a las
personalidades tan sumamente idealistas de ambos.
Los dos buscaban la perfección en la sociedad y eran perseguidores
de utopías en sus propias vidas, a pesar de no tener ya edad para creer
en ellas.
Quizá eso, en realidad, era lo que les había atraído irremisiblemen-
te, y lo que tenía a Galdós enganchado a aquella historia de amor.
Sentía mucha simpatía por ellos. Y algo de envidia. Él, tan aficio-
nado a las profesionales del amor, y tan independiente como se sentía,
veía muy difícil poder encadenarse a una sola mujer, incluso teniendo
amantes, como tenía.
El problema era que no quería atenerse a ninguna norma de con-
vivencia que le quitara la más mínima porción de la libertad de movi-
mientos que necesitaba para vivir.
Además, no le interesaba nada dejar un legado genético en el mun-
do, por lo que el matrimonio, para él, no tenía cabida en su vida. Al
menos a corto plazo.
Aunque él no hubiera nacido para casarse, admiraba el amor que
Lucía y Mario parecía que se iban a profesar, y temía que aquella rela-
ción se hubiera truncado de repente.
–Me parece que no se me ocurre qué más hacer –dijo Cancio–.
Siento mucho lo de mi hermana, pero no todo el mundo está destina-
do a ser feliz –dijo con amargura.
–Le comprendo… –contestó Galdós.
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–No, usted no comprende nada –exclamó sin que el escritor se


atreviera a seguir hurgando en la herida–. Nos veremos mañana en la
Plaza Mayor, a las doce. Ya me dirá si ha encontrado algún indicio del
paradero de Mario.
Se separaron allí. Galdós se dirigió al café Levante, mientras que
Cancio hizo como que se dirigía a su casa.
Cuando perdió de vista al canario volvió sobre sus pasos, para
adentrarse en la calle Carretas, en dirección a la plaza de Lavapiés.
En la plaza, el ambiente castizo era inconfundible. Allí se podía
ver a los más duros de los madrileños, y a las más altivas mujeres, he-
chas a una vida dura, pero orgullosas de su estirpe, peligrosas como
una navaja recién afilada.
Era uno de los lugares preferidos de Madrid para Cancio. Allí se
sentía mucho más libre que en cualquier otra parte, despojado de la
mayoría de hipocresías sociales de las que era partícipe gracias a la fres-
cura y campechanía de la gente llana del pueblo.
Y sobre todo, era la antesala de la calle del Salitre, el único lu-
gar donde podía ser él mismo, eso sí, a puerta cerrada. La casa de
Fulgencio.
Necesitaba verlo, besarlo, tocarlo. No podía vivir sin él. Le daría
una sorpresa. No lo esperaría a aquellas horas.
Se introdujo en el portal del desvencijado edificio. Por supuesto,
no había portera en aquella finca. Hacía tiempo que debería haber
sido derribada para construir algo más moderno, pero menos era nada.
Por culpa de aquella vivienda, propiedad de Buendía, dueño del
resto del edificio, y que le cedía el inmueble con el fin de tener con-
trolado a Cancio a cambio de una limosna, tenía este que prestarse a
todos los juegos y tejemanejes del comerciante.
Sin aquella vivienda Cancio y Fulgencio no tendrían ningún sitio
seguro, ajeno a miradas indiscretas que fueran con el cuento a su pa-
dre. Allí tampoco se cruzaría con ninguna dama respetable amiga de
su madre.
El único que lo sabía era Buendía.
Cancio no desconocía que el amor que sentía hacia Fulgencio no
era correspondido por él de la misma manera.
Su amante había sido un chico de la calle, y había sufrido toda
su vida desprecios y palizas por su condición de homosexual. Cancio
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sabía que estar con él se debía en gran parte a la manutención y el


resguardo que le proporcionaba. Pero ¿qué importaba eso? Lo úni-
co que importaba era que estando con él se sentía verdaderamente
vivo.
La situación de su hermana le recordaba enormemente la suya pro-
pia, y eso le había provocado la necesidad de estar con Fulgencio en
ese mismo momento. Necesitaba su calor y comprensión.
Cancio introdujo la llave con gran cuidado, haciendo el mínimo
ruido posible, y traspasó el umbral.
Entonces escuchó risas.
Un sudor frío recorrió su cuerpo. No era posible. No podía ser.
Se acercó hacia el lugar del que provenían aquellos ruidos. Ruidos
callados, roces de sábanas, el sonido del placer.
Quería marcharse, no deseaba descubrir lo que ya sabía. Sin em-
bargo, sus pies lo llevaron hasta el dormitorio de Fulgencio.

No le importaba que le vieran llorar. No le importaba nada en ese


momento.
Cancio recorría las calles sin un destino fijo, internándose cada vez
más en los arrabales de Madrid. No sabía cuánto tiempo había cami-
nado.
La traición de Fulgencio era esperable, asumible incluso. Nunca
le había jurado fidelidad, y Cancio sabía que antes de estar con él se
ofrecía a hombres por dinero.
Entonces ¿por qué le dolía tanto? ¿Por qué le había destrozado el
corazón la mirada de Fulgencio, casi inocente, que, una vez pasada la
sorpresa de verse descubierto, le ofrecía unirse a él y al hombre que
compartía su colchón?
¿Sería él de verdad un degenerado? ¿Era un vicio amar a otros
hombres? A él jamás le habían atraído las mujeres, ¿qué culpa tenía
de eso?
¿Cuánto tiempo llevaba caminando? Debería volver a casa. Pero
no había nada que le indujese a ello. Podría seguir andando hasta el
fin del mundo, coger un camino cualquiera y seguirlo hasta morir de
agotamiento, solo, en medio de un campo.
Nadie le echaría de menos, pensó. Entonces vio a Leandro.
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Iba vestido de civil, algo inusual en él, pero su pelo rubio cortado a
rape era perfectamente distinguible entre la baja estofa que adornaba
las calles de la periferia.
La visión del antiguo prometido de su hermana tuvo la virtud de
sacarle momentáneamente de sus pensamientos. Intuitivamente, sin
saber muy bien porqué, decidió seguir al militar. Algo en su forma de
caminar, mirando hacia los lados, indeciso, le decía que ocultaba algo.
No estaría de más saber el qué.
Seguramente sería una tontería, pero aun así se mantuvo a una dis-
tancia prudente, bastante lejana, para no ser descubierto. Desafortu-
nadamente, al doblar una calle lo perdió de vista.
Había tenido que entrar en algún portal, no podía haberle dado
tiempo a cruzar toda la calle. Esta era angosta, y los edificios muy
viejos. Se quedó al comienzo de la calle, y a pesar de poder llamar la
atención más de lo conveniente decidió esperar. No tenía nada mejor
que hacer.

–Nadie dijo que había que matarlo –dijo Morente, el hombre calvo
que había asaltado a Mario la noche del viernes.
–Los planes han cambiado. Les pagaré lo mismo que he pagado por
el secuestro. Deben hacer desaparecer el cuerpo para siempre –explicó
Leandro.
Morente se quedó pensando un rato, mirando a Leandro con ex-
presión adusta mientras su cerebro procesaba los pros y los contras.
–El pollo dice que es diputado de los intransigentes –dijo de pron-
to–. Podríamos contactar con ellos y pedirles más rescate de lo que
usted me ofrece por cortarle el cuello que, dicho sea de paso, es una
miseria –dijo Morente–. Si hubiera sabido que era diputado le hubiera
pedido mucho más. Es peligroso matar políticos. Además, su padre
tiene una fábrica en Murcia, y nos ha dicho que puede pagarnos el
triple de lo que nos da usted por jugarnos el pescuezo en el garrote.
–No confíe en él. Lo de la fábrica es mentira. Es un muerto de
hambre –dijo Leandro–. ¿Los intransigentes le pagarán por él? Usted
no sabe de política amigo. No moverán un dedo –añadió haciendo
dudar a Morente–. Teníamos un trato. ¿Es que su palabra no vale de
nada?
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–Ya ve que no –contestó Morente–. Aquí lo único que vale es el di-


nero, y este pollo vale más –añadió con terquedad, sin saber realmente
si era así, o lo que había dicho Leandro era cierto.
–Usted no sabe con quién se la está jugando –amenazó Leandro
apretando los puños.
–¿Con alguien que no es capaz de matar a sus enemigos por sí mis-
mo? –dijo el maleante con tono irónico, provocando una mirada de
odio en Leandro.
–Soy perfectamente capaz de eso. Deme un minuto a solas con él y
acabemos con esto de una vez –propuso.
–No está aquí –informó Morente–. ¿Me cree tonto?
Ambos hombres se miraron con dureza. Morente se echó mano
al cinto, donde acarició una navaja de grandes dimensiones, lo que
acabó de convencer a Leandro, que iba desarmado, de que no era el
momento de actuar.
–Vuelva con el triple de dinero de lo que me dio por el secuestro,
mañana, a esta misma hora, y no tendrá que volver a preocuparse por
él, se lo aseguro. Si no viene, le dejaré libre, y le diré quién ha ordena-
do su secuestro –dijo Morente sin dar opción a réplica.

Leandro salió del portal hecho una furia. No pensaba pagar ni un real
más, ni podía hacerlo. Era una pena que en ese momento no hubiera
llevado su pistola encima. Otro gallo hubiera cantado.
Tendría que ir a buscarla a su casa, y ya de paso, podría agenciarse
la compañía de un par de Voluntarios de la Libertad leales, a cambio
de una compensación económica, claro.
Ese mierda de Morente se iba a arrepentir de haber insinuado que
era un cobarde. No volvería a ver el sol.
Debería haber hecho las cosas a su modo desde un principio, sin
subterfugios. No tendría que haber informado al coronel.
Podría haberle entregado directamente la cabeza de Mario envuel-
ta en una sábana a Lucía. Sí, eso era lo que le pidió el cuerpo cuando
Amalia le contó el encuentro fugaz que su antigua novia y Mario ha-
bían tenido en el confesionario.
Amalia había ido a verlo con la idea de ofrecérsele, estaba seguro.
En todo momento había atacado a Lucía por su decisión de no seguir
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con el matrimonio, dejando caer que cualquier mujer estaría interesa-


da en él, y que ninguna podría rechazarlo. Estaba claro lo que buscaba.
No era mala opción, pensó. Tendría que volver a verla. Puede que
le propusiera matrimonio. Él podría ser el nuevo hombre fuerte de
Buendía en un futuro. Sería tan rico como el coronel.
Pero ¿porqué había tenido que contarle con tanto detalle el en-
cuentro entre Lucía y Mario en la iglesia?
Amalia podría ser una buena opción de matrimonio, pero nunca
igualaría a Lucía como mujer, nunca se le metería en la cabeza con la
fuerza en que lo había hecho esta, y nunca provocaría unos sentimien-
tos tan fuertes en él.
El relato que le hizo de los besos y las caricias robadas, de las mi-
radas profundas, de la agitación al acercar sus cuerpos, fue demasiado
para él.
Se veían completamente enamorados, sugirió Amalia. No pudo so-
portar la imagen.
Seguramente, lo único que pretendía Amalia con el relato era hacer
desaparecer a Lucía de su mente, pero consiguió todo lo contrario.
Volvió con más fuerza que nunca.
Estalló, fuera de sí. Quiso acabar con la vida de Mario inmedia-
tamente, en ese momento. El odio que ya sentía por el murciano se
acrecentó de manera exponencial, y el fuego que sentía por dentro era
inextinguible.
Sin embargo, Amalia, asustada, lo frenó. Le sugirió que hablara
con el coronel, que este jamás permitiría que su hija emparentara con
un diputado de los intransigentes, un revolucionario de hecho. Un
terrorista.
No podía permitir que él se metiera en un lío que le costara la cár-
cel o la vida, le dijo, cogiéndole de las manos.
Amalia tenía razón. No podía arriesgarse así como así. Había que
planificar las cosas.
Además, antes o después los intransigentes la armarían. Estaban a
punto de hacerlo, todo el mundo lo sabía. Lo del cantonalismo esta-
llaría más pronto que tarde. García-Valls nunca permitiría la relación.
Lo que no había esperado Leandro es que el coronel le propusiera
secuestrar a Mario cuando Leandro fue a verlo a su despacho, en el
cuartel de Madrid.
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García-Valls le había dicho a su familia que estaría en Toledo, pero


solo era una excusa para no tener que soportar el desprecio de Lu-
cía, la frialdad de su esposa y la vagancia de Cancio. Estaba harto
de ellos.
Necesitaba estar lejos, en un sitio donde todo el mundo lo respe-
tara mientras las tensiones se calmaran y su familia fuera la de antes.
Le alegró recibir la visita de Leandro. Quizá, de algún modo, las aguas
volverían a su cauce y el joven volvería a ser de la familia.
Pero Leandro venía con una información que le forzaba a tomar
una decisión, y el coronel sabía muy bien cuál debía ser esta.
No hizo falta convencer a García-Valls de la inconveniencia de per-
mitir que Mario rondara a Lucía, recordó Leandro. El coronel ya sabía
que Mario echaría a perder a su hija, que la alejaría del buen camino
y que la enrolaría en una vida de perdición.
Era un revolucionario y siempre lo sería. Cancio le había conta-
do todo lo que le había relatado Mario durante la cena de pedida de
Lucía.
Además, ahora era diputado por los intransigentes, una panda de
locos revolucionarios que llevarían España a la ruina. Tenía que evitar
que su hija tuviera ningún tipo de relación con él. Aunque fuese de la
manera más drástica.
Lucía tenía pensado dar una noticia ese sábado por la mañana. Se
lo había dicho en una carta enviada a través de correspondencia inter-
na. Lucía había enviado a un criado al cuartel para que entregaran la
misiva al coronel estuviera donde estuviera.
Aunque el coronel había anunciado a su familia que el viernes por
la tarde estaría de vuelta, en la carta Lucía le urgía a que no faltara el
sábado por la mañana en casa, pues esperaba una visita importante, y
tenía que darles una noticia.
Después del relato de Leandro acerca de lo ocurrido en la iglesia el
anterior domingo, el coronel ya no albergó dudas acerca de la identi-
dad del visitante misterioso. Sería Mario, pidiendo relaciones con su
hija. No podía permitirlo.
–¿Un secuestro, mi coronel? –preguntó extrañado Leandro cuando
García-Valls le propuso esa solución–. ¿Con qué objeto?
–Espero que Lucía se de cuenta dé que es un impresentable y se
olvide de él –explicó el coronel.
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–Con el debido respeto, mi coronel, eso solo sería alargar el proble-


ma. Yo soy partidario de algo más radical –insistió Leandro.
–No puedo hacerle eso a Cesáreo –dijo García-Valls, al que la difi-
cultad de la decisión se le notaba en el rostro, mucho más tenso de lo
habitual, lo que marcaba sus facciones de una manera muy acusada–.
Compréndeme, por favor –añadió–. No le deseo ningún mal al mu-
chacho, pero no puedo permitir que alguien de su calaña, destinado al
desatino y a la revolución, sea el marido de mi hija.
–Mi coronel, cuando salga de su encierro ella volverá a aceptarlo
–advirtió Leandro.
–Si no sabe quién lo secuestró, y no se puede relacionar el secuestro
con nosotros, la puedo convencer para que se dé cuenta de que su pre-
tendiente es una persona que siempre andará metido en líos, que no es
de fiar. Espero poder hacerlo y que se olvide de él.
–Pero mi coronel… –suplicó Leandro.
–Basta –cortó tajante–. El chico no debe sufrir daños –ordenó Gar-
cía-Valls–. Te encargarás de buscar a alguien capaz de cumplir el en-
cargo de retenerlo unos días, sin darle ningún tipo de información, y
luego lo dejarán libre. Yo asumo todos los gastos.
Leandro recordó esa conversación maldiciéndose por haber acudi-
do al coronel. Era un error dejar vivo a Mario, ya no solamente porque
lo odiara, sino porque podía atar cabos y generar problemas.
Había que eliminarlo.
Corría el riesgo de enemistarse con García-Valls, pero este aún no
había sido informado por él de la suerte que había corrido Mario du-
rante el secuestro.
Le diría que a los maleantes se les fue la mano, que se defendió y
que lo hirieron, que no supieron curarle y que murió de las heridas.
Un trágico accidente.
Sí. El coronel tendría que comprenderlo. Si se ponía fea la cosa lo
chantajearía con contárselo todo a Lucía, aunque no esperaba tener
que recurrir a tanto.
Ahora lo principal era descubrir dónde tenían retenido a Mario.
Estaba pensando en cómo hacerlo cuando lo vio. Cancio le acechaba
en la esquina de la calle.
En cuanto se vio descubierto corrió como alma que lleva el diablo.
Leandro no podía dejarlo escapar. Corrió tras él lo más rápido que
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pudo, sin importarle llamar la atención de los pocos transeúntes que


se encontraban en esa calle olvidada por el ayuntamiento de la villa y
corte.
El joven era rápido. Sus diecinueve años iban a poder sin duda
con Leandro, pero este no se rindió, como un lobo que acecha a su
presa.
La suerte se alió con Leandro. Cancio tropezó de la manera más
tonta, mientras miraba hacia atrás, calibrando la ventaja que le estaba
sacando.
Un adoquín mal fijado al pavimento había dejado su hueco libre.
El pie de Cancio se introdujo en él mientras observaba a Leandro a su
espalda, haciendo que volara durante unos metros, y generándole una
dolorosísima torcedura de tobillo. No podía levantarse del dolor.
La poca gente que allí se encontraba se arremolinó alrededor de
Cancio. Entre ellos, Leandro.
–Yo le atiendo, no se preocupen. Es amigo mío –dijo Leandro.
El militar agarró a Cancio, que se apoyó en sus hombros para qui-
tarse de en medio de la calle, y comprobar el estado de su tobillo.
–¿Qué hacías, Cancio? ¿Espiándome? –preguntó Leandro con
frialdad.
–No te espiaba. Te he visto de casualidad –contestó Cancio.
–Ya. Y por eso has huido al verme, ¿no es así?
–No… no sé por qué lo he hecho –respondió Cancio sin convic-
ción.
–No pasa nada. Antes o después tenías que enterarte –dijo Leandro.

–¿Has descubierto algo? –preguntó impaciente Lucía a Cancio en


cuanto este entró por la puerta de su cuarto.
El joven cerró la puerta e hizo gestos a Lucía para que se callara.
–Antes de nada has de prometerme que no montarás en cólera ni
harás ninguna locura –dijo Cancio.
–¡Habla ya! –exigió Lucía.
Durante el relato que su hermano le hizo de los acontecimientos la
joven no salía de su asombro.
–¿Cómo que le han pedido un rescate a papá por Mario? –pregun-
tó incrédula la joven.
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–Eso me dijo Leandro; no sé si creerlo, pero me parece todo tan


descabellado que no sé qué pensar. Dice que los secuestradores piden
ahora el triple de dinero de lo que pedían.
–Pero ¿cómo va a ser eso verdad? ¿Por qué secuestrarlo? ¿Por qué
ponerse en contacto con papá? –preguntó Lucía.
–Según Leandro, Mario les dijo que su padre era industrial en
Murcia, pero que se pusieran en contacto con papá para agilizar el
asunto, ya que este es muy amigo de Cesáreo –explicó Cancio.
–Todo eso es muy extraño. ¿Por qué papá no nos ha dicho nada?
–No tengo respuesta para eso –contestó el joven.
–¡Qué locura! –exclamó Lucía de pronto–. Si sabes dónde está la
casa, iremos a la policía, informaremos del secuestro y ellos liberarán
a Mario. ¡Iremos ahora mismo! –ordenó Lucía en un tono que no ad-
mitía discusión.
Cuando terminó de prepararse para salir, se dispusieron a abando-
nar la casa. En ese momento, el coronel entraba.
Gracias a Dios, Leandro le había informado de la exigencia de los
secuestradores de más dinero por liberar a Mario, y del encuentro que
el antiguo prometido de su hija había tenido con Cancio.
Sabía del cuento que Leandro le había soltado a su hijo. Tendría
que atenerse a él si no quería perder a su hija. Que Dios le ayudara.
Estaba preparado para esa escena.
–¡Papá! –exclamó Lucía–. ¿¡Qué está pasando!?
–¿A qué te refieres hija? –preguntó intentando parecer inocente.
Tras las explicaciones de Lucía, y un primer momento de falso
desconcierto, el coronel les explicó que había tenido conocimiento del
secuestro el mismo lunes.
No les había dicho nada, ni a ellos ni a Cesáreo, esperando solu-
cionar la situación antes, e informar del feliz resultado después. Ahora
veía que había cometido un error.
Se había visto obligado a inmiscuir a Leandro en eso porque él
era el único que le había venido a la cabeza para confiarle esa misión.
Aunque ya no fuera de la familia, el coronel tenía mucha confianza en
su capacidad y valor para que todo saliera bien.
Además, sabía que era muy capaz de llevar este asunto con la dis-
creción necesaria, y él mismo, aunque adelantara el dinero, no era el
adecuado para inmiscuirse personalmente.
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No había acudido a la policía porque no quería que le pasara nada


al muchacho. Los secuestradores podían ponerse nerviosos, y matarlo
si se veían perseguidos.
Quizá había sido otro error, pero no confiaba nada en la capacidad
de la policía para resolver la situación. Ya se sabía que en estos casos no
eran muy eficientes, explicó.
Ahora los secuestradores exigían más dinero. Y lo seguirían hacien-
do. Decían que si no lo tenían mañana, matarían a Mario de inmediato.
Lucía estuvo a punto de desvanecerse en ese instante, pero mantu-
vo la compostura.
–Pero ¿por qué a él? –preguntó con un hilo de voz.
–No vivía en muy buena zona. No sé, un hombre bien vestido en
aquellos lugares llama la atención, la noche, la casualidad, un atraco
que se va de las manos…
–¿Por qué sabes que fue de noche? –preguntó Cancio.
–Solo lo he supuesto, hijo –contestó el coronel intentando parecer
lo más sincero posible.
Cancio no veía clara toda aquella historia. No le parecía que
Leandro hubiera ido hasta allí para liberar a nadie. Su padre sabía más
de lo que decía, estaba seguro.
–Leandro ha propuesto escoger a algunos leales de los Voluntarios
de la Libertad, gente bragada, encararse con el jefe de los secuestrado-
res y obligarle a decirle dónde tienen retenido a Mario. Ahora mismo
están en ello. Le he dicho que me informe en cuanto sepa algo.
–¡No! –gritó Lucía–. ¡Debemos ir a la policía ya! –exclamó.
–Lo siento, hija. Todo está en marcha. Leandro nos informará en
cuanto pueda, es lo mejor. No podemos arriesgarnos a que, a pesar de
pagar, maten al muchacho –sentenció.
Entonces, Cancio, sin decir nada a nadie, se dirigió a la puerta y
salió corriendo.
–¡Cancio! –gritó el coronel–. ¡Cancio vuelve aquí! –repitió alargan-
do los brazos como si pudiera alcanzarlo.
Pero Cancio ya se encontraba lejos de las órdenes de su padre.

Cancio llevaba esperando varias horas allí. La noche había caído y ya


no había un alma en la calle.
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En aquella zona tan alejada del centro de la ciudad no había alum-


brado público, y no le resultó difícil encontrar un rincón desde el cual
observar la puerta por la que había entrado Leandro aquella misma
tarde.
Al menos la luna, en cuarto creciente, le proporcionaba la suficien-
te luz como para poder distinguir por dónde iba.
Hacía más de una hora que un hombre joven, vestido fuera de los
usos de la gente que vivía por allí, había salido del portal.
Estuvo tentado a seguirlo, pero el hombre tomó el camino que lleva-
ba hacia el centro de Madrid. No supo qué hacer y se quedó observan-
do, oculto desde el mismo rincón que había ocupado al llegar.
La espera se estaba haciendo interminable, y multitud de pensa-
mientos acudieron a su mente, entre ellos, ocupando un lugar de pri-
vilegio, la imagen de Fulgencio mirándolo bobaliconamente, invitán-
dolo a unirse a la fiesta que había montado bajo las sábanas con un
invitado no deseado.
El dolor por eso le hacía llorar. Sin embargo, algo en él había cam-
biado. Ya no se sentía preso de Buendía, ni de la hipocresía de la so-
ciedad.
En aquella calle oscura, sentía que estaba haciendo algo bueno al
fin en su vida. Ayudaría a que un amor verdadero, como era el que
sentía su hermana por aquel murciano, pudiera llegar a buen término.
A partir de ese momento no dejaría que nadie guiara su vida. Aban-
donaría su casa, buscaría un trabajo, y viviría a su modo, le gustara a
sus padres o no. Ni sería militar ni se casaría jamás.
Se sintió más seguro y más libre que nunca. Un nuevo valor se apo-
deró de él. Estaba naciendo un nuevo Cancio.
Entonces escuchó ruido de cascos de caballos. Un carruaje.
Era una calesa que paró justo delante del portal por el cual había
salido aquel hombre, que ahora conducía el transporte.
Inmediatamente, dos individuos salieron del portal, transportando
en volandas a otro que llevaba las manos atadas a la espalda, y que pro-
bablemente estaba amordazado.
Cancio creyó reconocer entre los porteadores a Leandro. Su pelo
rubio, aunque cortísimo, reflejaba mejor la luz de la luna en cuarto
creciente que la de sus dos acompañantes, todos ellos con el pelo os-
curo.
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Entre los dos, con mucho esfuerzo, elevaron el cuerpo del hombre
maniatado hasta la calesa y lo empujaron dentro de malos modos.
No creyó que aquel hombre fuera Mario. Le había parecido distin-
guir que su cabeza estaba totalmente calva, y su contextura física era
bastante más recia que la del murciano.
La calesa comenzó a andar. Cancio echó a correr tras ella. El tobi-
llo volvió a dolerle un poco, pero no lo suficiente como para frenarle.
Parecía que no había sido tan grave como lo había creído en un prin-
cipio.
Al poco rato, a medida que Cancio mantenía la carrera constante,
dejó de dolerle completamente.
La calesa se alejaba de él poco a poco. No sería capaz de mante-
nerla a la vista durante mucho rato. Además, a pesar de su juventud
y delgadez, no estaba acostumbrado a mantener esfuerzos por mucho
tiempo.
La persecución se estaba prolongando demasiado para Cancio, que
ya estaba al límite de sus fuerzas. Los pulmones le dolían y el pecho
subía y bajaba con inusitada rapidez. Comenzó a sentir un dolor pun-
zante en el costado.
Entonces, el carruaje siguió por lo que parecía un camino de tierra
o una senda que se adentraba en una zona casi desierta de casas. No
eran más que unas cuantas construcciones antiguas de una sola planta,
aquí y allá, con mucho terreno baldío a su alrededor.
Cancio se introdujo por el camino. La calesa se había perdido ya de
vista, y podía haberse metido por cualquiera de los otros caminos que
perpendicularmente salían de aquel, que parecía principal.
El dolor del tobillo se le agudizó de pronto. Parecía que se le estaba
hinchando. A pesar de eso siguió adelante. Seguramente no encontra-
ría la calesa, pero no había llegado tan lejos para nada.
Entonces, a su derecha, entre la maleza, distinguió el fuerte y claro
sonido de un disparo muy cercano. Y luego otro. Y otro.
Un pequeño sendero parecía conducir al escenario de los hechos.
La adrenalina acudió a su cuerpo, inundándolo. El dolor del tobillo
era constante, pero Cancio lo obvió y se adentró en la dirección del
sonido.
Esos disparos tenían que estar relacionados con Mario de alguna
manera. No podía ser casualidad.
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Voces de hombres. Más disparos. Estaban repeliendo el fuego con


el fuego. Gritos de dolor. Sonidos de lucha cuerpo a cuerpo.
Cancio llegó al escenario de la batalla. La luz de la luna, junto con
la tenue iluminación que salía de las ventanas de un pequeño chamizo
del cual parecían haber salido los hombres que luchaban contra los de
la Libertad, alumbraba la escena.
Varios cuerpos enzarzados, y otros dos más en el suelo que ya no se
podrían unir a ninguna lucha, se encontraban a la entrada de la peque-
ña construcción.
Había más gente para repeler el ataque de lo que Leandro había
calculado.
Cancio se acercó a uno de esos cuerpos inmóviles y cogió una na-
vaja que había junto a él.
Otro hombre salió de la cabaña. Parecía llevar las manos atadas a
la espalda. Era Mario. Más disparos. Cancio volvió la cabeza hacia el
sonido.
Leandro había conseguido zafarse de su atacante y le había dispara-
do dos veces. Inmediatamente se acercó a ayudar al último compañero
que le quedaba con vida, el cual estaba sufriendo los embates de una
navaja en su hígado. No sobreviviría. El resto de los hombres que se
encontraban en el suelo ya habían callado para siempre.
Cancio se acercó a Mario, que le miraba con sorpresa infinita y
recelo al verlo acercarse a él con una navaja.
–¡Tranquilo! –exclamó Cancio al ver que el murciano se preparaba
para abalanzarse contra él–. ¡Voy a soltarte!
Mario se lo pensó durante un segundo. Algo en el tono de Cancio
le hizo confiar. Se dio la vuelta y ofreció sus manos al joven para que
este pudiera cortar las cuerdas que las mantenían unidas.
En ese momento se escucharon dos disparos más. Leandro acabó
con el último de los secuestradores que habían salido del chamizo,
mientras el de la Libertad con heridas en el hígado daba sus últimos
estertores.
Cancio terminó de liberar a Mario.
–¡Quietos ahí! –ordenó Leandro, fuera de sí por la excitación gene-
rada durante la lucha, mientras les apuntaba con su revólver.
–¡Ya está, Leandro! ¡Lo hemos conseguido! –exclamó Cancio, que
intuía que en el ánimo del militar nunca había estado que Mario sa-
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liera de allí con vida, por lo que prefirió seguir con la mentira que le
habían contado antes que levantar la liebre.
La mano de Leandro temblaba por la ira. ¿¡Qué hacía allí Cancio!?
Tendría que matarlo a él también, pensó.
Pero sabía muy bien que no podía hacer eso.
Se acercó a los dos hombres que se encontraban frente a él, expec-
tantes, sin dejar de apuntarles con su arma.
–Ni perdono ni olvido, murciano. Recuérdalo –dijo justo antes de
darse la vuelta para dirigirse a la calesa.
Abrió el portón del carruaje y, sin mediar palabra, con frialdad ab-
soluta, descerrajó las dos últimas balas que le quedaban en el tambor
de su revolver sobre la cabeza de Morente.
Después sacó el cuerpo muerto del maleante y lo dejó caer sin nin-
gún miramiento sobre el suelo.
A continuación, con gran esfuerzo, y bajo la mirada de Mario y
Cancio que no perdían de vista las evoluciones del militar, pero que
no cruzó la vista con ellos en ningún momento, como si no existieran,
recogió los cuerpos de los dos Voluntarios de la Libertad muertos por
su causa, y los metió en el carruaje.
Siguió sin dignarse a mirar a Mario y Cancio mientras se subía a la
calesa y se alejaba de allí.
Ambos jóvenes, inmensamente aliviados al verlo alejarse, se estre-
charon en un profundo abrazo.

–No pensaba que terminaría el día agarrado del hombro de un chico


tan guapo –dijo Cancio intentando soportar a base de bromas el in-
tensísimo dolor que sentía en su tobillo, y ya totalmente desinhibido
ante Mario.
–Si no hubiera sido por ti estaría muerto, lo sabes, ¿no? –preguntó
Mario cambiando de tema, un poco avergonzado por el comentario
de Cancio.
–Perfectamente. Es una deuda que tendrás conmigo toda la vida
–contestó este.
–Creo que mis riñones están empezando a pagarla –comentó ex-
hausto ya de aguantar el peso del joven durante la larguísima y lenta
caminata que habían tenido que hacer hasta llegar a la casa del coronel
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y su familia, después del cansancio que le habían supuesto los días de


secuestro.
–Supongo que también sabes que por tu causa he conseguido la
enemistad de tu padre, y la ruina de los futuros negocios del mío con
Buendía –dijo Mario en tono recriminatorio.
–Bueno, yo creo que, en el fondo, todo eso han sido favores que te
he hecho, ¿no crees? No me lo tomes a mal –contestó Cancio con tono
irónico, haciendo reír inevitablemente a Mario, que no podía evitar
sentir buena sintonía hacia el muchacho.
Pero, a pesar de que intentase mostrarse fuerte, a Mario le estaba
pudiendo el cansancio. Estaba física y mentalmente agotado. Apenas
había comido en esos días, y el temor a ser asesinado en cualquier mo-
mento le había supuesto un desgaste máximo.
Llegaron a la puerta de entrada de la casa de los García-Valls, ya
despuntando la primera claridad grisácea del día. Cancio franqueó
la puerta ayudado por Mario, el cual le condujo al interior del salón
donde había escuchado a Lucía interpretar a Chopin, en lo que se le
antojaba una eternidad de tiempo, aunque en realidad habían trans-
currido apenas dos meses.
Enseguida escucharon ruido en las escaleras. La familia no había
dormido muy bien, parecía, puesto que todos bajaron a ver quién ha-
bía entrado en casa.
Doña Carmen, obviando totalmente la presencia de Mario, y ves-
tida con una bata de casa ligera, apropiada para el verano, se abalanzó
sobre Cancio.
–¡Hijo! ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? –preguntó atropellada-
mente.
Cancio tranquilizó a doña Carmen mientras el coronel observaba
el reencuentro de madre e hijo con una mezcla de alivio y angustia,
debido sin duda a la presencia de Mario en casa.
El coronel se acercó a Mario.
–Me alegro de que estéis los dos bien –le dijo mientras le tendía la
mano. Mario no se la apretó.
La escena fue interrumpida por Lucía, que en ese momento entró
en la sala. Iba vestida igual que el día anterior, dado que no se había
cambiado para dormir, y no había pegado ojo en toda la noche, espe-
rando noticias.
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Mario se acercó a ella y la abrazó fuertemente, a lo que ella le co-


rrespondió agarrándolo de la cara y abrazándolo a su vez con premura,
para escándalo de doña Carmen y sorpresa del coronel, que no había
imaginado unos sentimientos tan fuertes en su hija.
–¿Cómo estáis? –acertó a preguntar mirando alternativamente
a Mario y a Cancio, mientras un temblor incontrolable comenzaba a
dominarla.
–Tranquila, tu hermano solo sufre una torcedura de tobillo, y yo
estoy perfectamente… aunque si no llega a ser por Cancio no lo cuen-
to –explicó.
–No fue para tanto –contestó Cancio henchido de orgullo por pri-
mera vez en su vida.
–¿Qué ha pasado? –preguntó Lucía–. ¿Por qué ha ocurrido todo
esto?
Mario se quedó mirando fríamente a García-Valls.
–¿Se lo explica usted o lo hago yo, coronel? –preguntó Mario
en tono frío–. Seguro que usted sabe mucho más que yo sobre este
asunto.
García-Valls miró desasosegado a Mario durante un par de se-
gundos.
–No sé lo que creerás, lo que pensarás, o lo que estás insinuando,
hijo –dijo dirigiéndose a Mario con condescendencia–, pero mi única
actuación en todo esto ha sido intentar ayudarte, pagar tu rescate de
mi bolsillo, y velar porque no te pasara nada. Debes darle gracias a la
amistad que le tengo a tu padre –intentó defenderse García-Valls.
–Sí, Cancio ya me ha puesto en antecedentes –replicó Mario–. Por
eso me pregunto por qué estaba usted envuelto en todo esto, si yo
jamás lo nombré, por qué Leandro estaba llevando el asunto, cuan-
do hace un par de meses nos estábamos tiroteando en la puerta del
Congreso, y por qué, una vez que ya estaba libre, intentó matarme, y
solo se lo impidió la presencia de su hijo delante de mí –replicó Mario
con dureza mirando a los ojos a García-Valls, que no sabía qué contes-
tar a todo aquello, y bajo la mirada de asombro y congoja de Lucía–.
Bueno, a esto último sí sé qué contestar. Supongo que a Leandro le
hubiera sido difícil justificar haber matado al hijo de su jefe –sentenció.
–¡Qué dice usted! –replicó doña Carmen–. Leandro sería in-
capaz…
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–Mamá, no te metas –dijo Cancio haciendo gestos para que se cal-


mara, y dando a entender que Mario estaba diciendo la verdad.
El coronel pareció sorprenderse sinceramente ante esta última afir-
mación. Miró a su hija y solo encontró pena en su mirada hacia él. No
pudo soportar esa mirada. ¿Qué había hecho?
Mario siguió acercándose al coronel.
–Usted, señor, estuvo en todo momento detrás de mi secuestro
–aseguró el murciano, aunque no tenía pruebas contundentes para
acompañar esa afirmación.
García-Valls estaba desarbolado y desconcertado por el transcurrir
de la conversación, por la seguridad que Mario mostraba en sus pala-
bras y por la mirada de dolor de Lucía, que pesaba sobre él como la
más pesada losa.
–Yo jamás le ordené que te hiciera ningún daño –contestó el co-
ronel torpemente, asumiendo así la culpa–. Solo tenía que alejarte de
mi hija.
–¡Papá! –exclamó Lucía, que no daba crédito a todo lo que estaba
escuchando.
De pronto se hizo un silencio en la sala.
–Yo no quería… –contestó García-Valls abatido, desmantelado.
Parecía haber envejecido de pronto diez años.
–¿Qué no querías, papá? –preguntó Lucía.
–Yo solo quiero lo mejor para ti… una buena vida… lo siento tan-
to… –acertó a decir derrumbado.
–¡Yo decidiré mi vida! –gritó Lucía ante un apesadumbrado coro-
nel, que tuvo que sentarse en un sillón para poder soportar la vergüen-
za y los remordimientos que sentía en ese momento.
–¡Basta, Lucía! –gritó doña Carmen mucho más entera que su ma-
rido–. Si tu padre hizo algo mal fue solo pensando en ti –añadió–. ¿Es
que vas a perder tu vida y tu posición por un revolucionario que solo te
va a proporcionar desgracias, sinsabores, pobreza y locuras? –preguntó
sin esperar respuesta–. Ahora te crees enamorada, hija, pero la vida es
el día a día. Enseguida te darás cuenta que no es la forma de vivir a la
que estás acostumbrada, para la que te has preparado desde niña. Tú
te mereces más, Lucía. Mucho más –concluyó doña Carmen tajante.
La señora de la casa se había acercado a Mario mientras decía esto.
Este tuvo que admitir para sí mismo que puede que tuviera razón.
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–Otra cosa no puedo ofrecerte Lucía. Es verdad –concedió Mario


acercándose a la joven y agarrándola de las manos–. Te amaré siempre,
decidas lo que decidas –añadió–. ¿Querrás compartir la vida conmigo,
sea cual sea esta vida o lo que nos tenga deparado el destino?
–¡Lucía, por favor! ¡Basta ya de tonterías! –exclamó doña Carmen
con la cara llena de rabia ante aquellos excesos románticos que no con-
ducían a nada, tan alejados del pragmatismo que dominaba su vida.
En ese instante, la esposa del coronel sintió una presión en su mu-
ñeca izquierda, proveniente del apretón que le estaba dando su marido.
–Déjala decidirse –dijo el coronel, que no era más que una sombra
de sí mismo en ese instante.
Lucía se quedó mirando a su familia, con una mezcla de rabia, pena
y melancolía, fijando sus ojos en su padre unos momentos antes de dar
una respuesta a la pregunta de Mario.
–Desde este mismo momento –contestó.
Inmediatamente lo cogió de la mano conduciéndolo hacia la calle,
donde ambos comenzaron a caminar juntos, en dirección a la salida
del sol.
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12. UNA NUEVA VIDA

Cartagena, cuatro de la madrugada


del sábado 12 de julio de 1873.
Café de José Ortega

–¡Ya hemos recibido telegrama de Antonete! –anunció Mario al resto


de los componentes de la Junta Revolucionaria recién constituida que
se encontraban allí reunidos, entre ellos el propio dueño del local don-
de estaba teniendo efecto la reunión.
Un murmullo de aprobación recorrió la numerosa parroquia que
llenaba el establecimiento.
A pesar de la hora, nadie dormía en Cartagena. La revolución era
un hecho entre el pueblo, pero ahora restaba llevarla hasta la flota y los
castillos defensivos de la ciudad.
–¡El domingo a más tardar estará con nosotros junto al general
Contreras! ¡Nos insta a no permitir el relevo en Galeras cueste lo que
cueste! –informó Mario.
El castillo de Galeras, uno de los puntos principales de defensa
de la ciudad, junto con las fortalezas de Atalaya, Moros y San Julián,
estaba en esos momentos custodiado y en poder de los Voluntarios de
la República.
El Gobierno, a través del alto mando, había ordenado la sustitu-
ción de esa fuerza por el Regimiento de África, del ejército.
Era la última traición de Pi, que intentaba desarbolar el movimien-
to cantonal que él tanto había defendido, y que ya había comenzado a
extenderse como la pólvora por el resto del país.
Al fracasar el establecimiento del cantón madrileño, la Junta de
Salud Pública había decidido que Cartagena sería su base de operacio-
nes, dado que allí estaban anclados los mejores buques de la marina
española, entre ellos la famosa fragata Numancia, que había sido el
primer buque blindado capaz de dar la vuelta al mundo.
Si perdían las fortalezas, la ciudad estaría indefensa ante un ataque
gubernamental. No podían permitirlo.
Era pues preciso acudir a Galeras e instar la resistencia de la fuerza
allí acantonada, que de momento se resistía al cambio de guardia.
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No había noticia de que los gubernamentales hubieran intentado


la toma por la vía violenta, lo que era una magnífica nueva. Eso solo
podía significar que, o bien los mandos no tenían claro qué hacer, o
que la tropa era reacia a actuar contra los de la República.
Mario fue consciente de que impedir el cambio de guardia al ejér-
cito suponía dar la señal de inicio de la revolución. Ya no habría vuelta
atrás.
El objetivo estaba claro, forzar a las Cortes a redactar una Constitu-
ción federalista y cantonalista, a través de demostrar en Madrid que
España quería los cantones ya, y que estaba dispuesta a constituirlos
por sí misma.
Lucía miró al que consideraba su marido con una mezcla de miedo
y admiración. Era la única mujer en la sala, y su presencia era admitida
porque Mario jamás hubiera aceptado que no se le hubiera permitido
estar presente.
Desde que estaban juntos, Lucía había formado parte de cada re-
unión política a la que había acudido Mario, como una integrante más
de aquella revolución que debía afianzar en España la República.
Habían vivido su amor mezclado de forma insoluble con el devenir
político de Mario.
Ambos desarrollaban, casi con la misma pasión que hacer el amor
cada noche, la actividad político-propagandística tendente a propagar
la idea del cantón entre las gentes, actividad que habían desplegado
con ahínco desde que estaban en Cartagena.
Lucía, lejos de intentar moderarlo, se había vuelto una convencida a
ultranza de Antonete, Barcia y toda la filosofía que envolvía a estos.
Veía en ellos a Marx y Engels. Les creía luminarias que estaban
creando el mundo anunciado por los filósofos alemanes que tanto la
habían impresionado, y ella quería ser parte de ese mundo de libertad
e igualdad.
Era una mujer nueva, despojada de pronto de todas las ataduras y
cadenas que antes pesaban sobre ella. Se sentía libre, viva en todos los
aspectos, con unos deseos irrefrenables de sacar de la vida todo el jugo
que esta pudiera ofrecerle.
Con Mario había descubierto el amor, el sexo, la revolución, la li-
bertad para ser ella misma en cada momento. Lo amaba más de lo que
hubiera podido imaginar.
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El cambio experimentado en aquellas tres semanas en la ciudad


portuaria estaba siendo de tal calado, que seguramente doña Carmen
no reconocería a su hija en aquella nueva Lucía renacida como Venus,
entre la espuma de las olas que batían el puerto de Cartagena.
Durante todo el proceso de propaganda que habían estado efec-
tuando en la ciudad durante ese tiempo, ella había sido una parte im-
prescindible del grupo enviado desde Madrid.
El hecho de que Lucía participara había sido una exigencia irre-
nunciable de Mario para con Antonete, que este aceptó a regañadien-
tes, viendo la decisión que mostraba el joven y la imposibilidad de
luchar contra un enamoramiento tan fuerte.
Lucía se sintió entusiasmada con la misión. Estaba deseosa de salir
de Madrid y poder vivir plenamente el amor con Mario sin tener que
dar explicaciones a nadie ni sentir la presión de tener a sus padres vi-
viendo cerca de ella.
De hecho, solo compartieron un par de noches en la pensión de
Mario, pues enseguida partieron hacia Cartagena. Su noche de bodas,
habían llamado a la primera noche que pasaron juntos, descubrién-
dose el uno al otro con una alegría y un ansia indescriptibles, sin que
existiera nada más sobre la superficie terrestre, durante horas.
La luna de miel sería aquel viaje que debía acabar en revolu-
ción, bromeaban. La felicidad que experimentaban al estar juntos
eclipsaba todo miedo. Se sentían los dueños del mundo, y nada podría
pararlos.
Antonete, tras comprobar que su pupilo había salido bien del se-
cuestro perpetrado contra él, decidió enviarlos anticipadamente a
Cartagena para evitar más sustos.
Junto a ellos se había enviado a Cárceles Sabater, un cartage-
nero estudiante de Medicina en Madrid, que resultó ser una mina de
oro.
Los contactos de este, que conocía perfectamente los ambientes
intransigentes y revolucionarios de la ciudad, fueron imprescindibles
para saber con quién se podía contar y con quién no.
Pronto se hizo evidente que en Cartagena había una base social
amplia que apoyaría el movimiento, gente presta a encender la llama
de la revolución que solo estaba esperando la chispa que la hiciera
prender.
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Una gran parte de la población, pobre, analfabeta, dedicada a la


pesca unos, obreros de los productivos talleres de la ciudad otros, esta-
ban más que hartos de su situación.
Pero también los profesionales liberales como médicos, abogados,
licenciados, ingenieros del puerto, profesores, comerciantes y una
buena parte de la clase media de la ciudad, estaban con el cantón.
Ellos serían los que en principio deberían guiar a las clases popula-
res al éxito.
Solo faltaba por conocer el apoyo de los militares de carrera de la
plaza, pero para eso se dirigía hacia allí el general Contreras. Para
la soldadesca, la marinería, y el pueblo, contaban con Antonete.
Antonete para ellos era un símbolo de la lucha contra el poder esta-
blecido, y sobre todo, contra los reclutamientos, que solo afectaban a
quien no pudiera pagar para librarse de ellos, y los impuestos abusivos
que ahogaban al pueblo más humilde.
Se anhelaba su presencia en Cartagena, y todo el mundo pedía su
llegada. Su figura estaba adquiriendo tintes casi mesiánicos, algo que no
terminaba de gustar a Mario, pero que venía muy bien a sus intereses.
Pero el gran descubrimiento para la causa fue Lucía. Mario había
imaginado que al estar con él se vería envuelta en todo aquel mare-
mágnum revolucionario, pero nunca imaginó que sería una parte tan
activa del equipo.
Desde el primer día en Cartagena se le ocurrió que sería bueno or-
ganizar reuniones de mujeres, algo que jamás se les había pasado por la
cabeza a los hombres que estaban al cargo de la revolución.
En estas reuniones, Lucía explicaba cómo la instauración de una
República cantonalista y federalista mejoraría sin duda sus condiciones
de vida, pues traería sueldos justos para sus maridos, jornadas de trabajo
más reducidas, y un futuro para sus hijos cuyo porvenir no depende-
ría de la clase social en la que hubieran nacido, pues el Estado se haría
cargo de su educación para que llegaran a ser algo en la vida.
Exponía con devoción las tesis de revolución social y de hegemonía
del proletariado que había absorbido con la lectura de El manifiesto
comunista y creía firmemente en la posibilidad de ponerlas en práctica.
Su encendida oratoria y su don de palabra sorprendían a Mario,
que tal y como le ocurría a Lucía con él, cada día que pasaba estaba
más enamorado de ella.
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Había de reconocer que había conseguido incluir a muchas muje-


res en la ecuación revolucionaria, y resultaba evidente que estas eran
sumamente importantes en el éxito de la revolución.
Lucía le hizo ver que las mujeres eran las encargadas de dar soporte
moral a sus maridos, capaces de empujarles a la lucha o retenerlos en
casa. Tenerlas de su lado, apoyando los actos de los hombres, ayudan-
do en todo lo que pudieran con fe, le daría una cohesión a la causa que
la haría invencible.
¿Cómo no se les había ocurrido a ellos eso? ¿Por qué no habían
tenido en cuenta el importante papel que las mujeres tenían que jugar
en todo aquello?
Mario pensó que la República tenía que cambiar muchas cosas,
pero las mentes de los hombres tenían que cambiar otras tantas, y eso
lo estaba descubriendo gracias a Lucía.
–¡Vayamos a Galeras a darles la información! –propuso el cartero
Sáez, federalista a ultranza desde tiempo inmemorial, y miembro de la
recién constituida Junta Revolucionaria, siendo coreado por todos–.
¿¡Quién viene conmigo!?
Todos se unieron al llamamiento, dando vivas a la República y al
cantón. La revolución estaba en marcha.
Cárceles Sabater se dirigió a Mario.
–Encárgate de que se dé un cañonazo de aviso cuando tengáis el
control completo –encargó a Mario–. En ese momento tomaremos
el ayuntamiento. No quiero anticiparme y que todo se vaya al traste.
–No te preocupes, todo saldrá bien –aseguró Mario.
Tras esa conversación se acercó a Lucía.
–Esta vez no me acompañes, por favor –rogó Mario.
Lucía lo miró con reproche.
–Donde tú vayas iré yo, ¿recuerdas? –replicó.
–Puede haber violencia, disparos. No podré estar al cien por cien si
sé que estás en peligro –razonó Mario.
Lucía se quedó pensativa unos momentos.
–Está bien –aceptó–. Y recuerda que la bandera del cantón es roja.
Haz que ondee en lo alto del castillo para decirme que estás bien.
–Lo haré, no te preocupes. Ondeará por ti –contestó Mario antes
de besarla con intensidad, sin importarles quién les pudiera estar ob-
servando en ese momento.
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Cientos de personas subían las cuestas que daban acceso al castillo, un


camino que desde el centro de la ciudad se tardaba una hora aproxi-
madamente en recorrer.
La fortaleza dominaba todo el puerto desde la parte sur de la ciu-
dad. Era una construcción impresionante, con refuerzos inexpugna-
bles a prueba de fuertes impactos y cuatro torres defensivas donde
estaban apostados los grandes cañones, que, amenazantes, exhibían
sus negras bocas, a través de las cuales escupían muerte y destrucción
cuando eran requeridos para ello.
De pronto, la marcha se frenó. Frente a ellos, en la amplia expla-
nada de acceso a la fortaleza, todo un regimiento se interponía entre
la muchedumbre y los Voluntarios de la República que custodiaban el
fuerte de Galeras.
El castillo contaba con foso y puente levadizo, y las fuerzas del
Regimiento de África estaban claramente desprovistas del armamento
necesario para atacarlo y rendirlo, por lo que habían decidido quedar-
se allí a la espera de órdenes.
El desconcierto y el cansancio de mando y soldados, que habían
llegado con el objetivo de efectuar un simple cambio de guardia, en-
contrándose en cambio con una revolución, era patente.
Sin embargo, el teniente a cargo de la compañía ordenó a los solda-
dos formación de ataque en cuanto divisó las primeras luces dirigién-
dose hacia allí.
Los revolucionarios encontraron que los soldados estaban perfecta-
mente preparados para recibir la orden de disparar sobre ellos si fuera
menester.
El cartero Sáez y Mario, líderes improvisados de aquel grupo, to-
maron la palabra.
–¿¡Quién está al mando!? –preguntó Sáez, que como miembro de
la Junta Revolucionaria parecía el más apropiado para llevar las nego-
ciaciones.
–Yo mismo –contestó el teniente del Regimiento de África, el ofi-
cial con mayor rango al cargo.
Un murmullo silencioso, expectante, se apropió del pueblo que ha-
bía seguido en procesión a los líderes revolucionarios, al tiempo que una
multitud de Voluntarios de la República se agolpaban en las almenas del
castillo, intentando poder distinguir algo de lo que se cocía a sus puertas.
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–El cantón ha sido constituido –informó el cartagenero alzando


mucho la voz para que los del castillo pudieran oírle.
En cuanto escucharon las noticias transmitidas por Sáez, los del
castillo comenzaron a dar vivas y gritos de júbilo, que fueron acompa-
ñados por los de la gente que venía de la ciudad.
No era cierto, pero lo sería en cuanto tuvieran asegurada la plaza, y
despejar cualquier duda acerca de quién ostentaba el control del casti-
llo era fundamental.
Sáez tuvo que esperar a que se rebajaran los ánimos, mientras
Mario hacía gestos a los de dentro y los de fuera, acompañando sus
movimientos con la lámpara de aceite que portaba, para que guarda-
ran silencio.
El teniente no cambió un ápice el gesto adusto con el que había
recibido al revolucionario. Sáez continuó explicándose.
–Hablamos en nombre de la Junta Revolucionaria que rige el cantón
en tanto en cuanto no se nombre otro órgano superior –continuó con
seguridad–. Se le ordena desistir de intentar entrar en el castillo, y que
vuelva con su destacamento a su base –añadió en tono marcial.
Más vítores y gritos de júbilo.
El teniente miró a los fortificados a su espalda, dispuestos a dispa-
rarles desde la seguridad de sus atalayas. Después echó un vistazo a sus
hombres, nerviosos, cansados, pero experimentados. Sabía que podía
confiar en ellos si lo precisaba.
Aquello sería una masacre. Su mente era una confusión de senti-
mientos. Deber o muerte de compatriotas. No tuvo dudas.
Su voz profunda resonó en el ambiente.
–¡Compañía! –ordenó helando la sangre de los del pueblo, que se
veían ya tiroteados por los de África–. ¡Preparados para marchar!
Esta vez los gritos de júbilo y los vivas fueron para el Regimiento
de África, que sin darse cuenta se había unido a la revolución, al en-
tenderlo así el pueblo, y hacérselo saber a los soldados que descendían
por la ladera.

El cañonazo desde el castillo se escuchó en toda la ciudad. Era la señal


convenida con la Junta Revolucionaria para indicar que Galeras era
del cantón.
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En ese momento, el cartero Sáez, después de dar órdenes a los


suyos ya se dirigía al ayuntamiento para unirse de nuevo a la Junta
Revolucionaria.
No quería perderse el momento en el que se constituyera el cantón
oficialmente, y deseaba estar presente en todos los acontecimientos
que se produjeran.
Había que hacer dimitir al alcalde y todos sus concejales, y tomar
el poder de la ciudad, y él, como miembro de la Junta y conquistador
de la fortaleza de Galeras, se consideraba a sí mismo como la máxima
autoridad militar revolucionaria en ese momento.
Había dejado a Mario en Galeras, al mando momentáneo de la
situación, él sabría qué hacer. Confiaba plenamente en el murciano,
amigo personal de Gálvez.
Los primeros rayos del sol comenzaron a inundar la ciudad con
una tenue claridad. Sáez y los cientos que le acompañaban, cansados
pero eufóricos, habían abandonado ya la carretera de la Algameca, la
cual les había conducido al castillo, para internarse en el barrio del
Molinete, ya en la ciudad.
El barrio, normalmente un foco de prostitución y proxenetismo,
fomentado por la cercanía del famoso puerto de la ciudad, estaba a
aquella hora libre de la actividad que le daba fama.
Desde el comienzo del cerro del Molinete, y gracias a las primeras
luces del amanecer, Sáez observó cómo se arriaba la bandera española
de la fortaleza de Galeras.
El cartero comprobó con satisfacción que una bandera roja se izaba
sobre el fuerte. Sin embargo, su agrado se tornó estupefacción cuando
comprobó que esa bandera era turca.

Mario no podía saberlo aún, pero el telegrama que el comandante de


marina del puerto de Cartagena envió al Gobierno transmitió el si-
guiente mensaje: «El castillo de Galeras ha enarbolado bandera turca».
Había tardado más de la cuenta en apercibirse del error a causa de
la reunión mantenida con el capitán de voluntarios encargado del re-
gimiento, poniéndolo al día de las últimas noticias, y de la inminente
llegada del general Contreras y Antonete, que se harían cargo de la
situación en breve y darían las órdenes pertinentes.
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En cuanto divisó la bandera turca ondeando en lo alto del castillo


dio la orden de arriarla. Una cosa era constituir el cantón y otra entre-
gar la plaza a los otomanos, a pesar de que estos no tuvieran la menor
noticia de ello.
–No había banderas rojas, señor. Esta era la más parecida –informó
el jovencísimo voluntario que había sido encargado de izar la enseña.
–¡La próxima vez preguntas! ¡Esto es una revolución, no una bro-
ma! –bramó el capitán haciendo temblar al joven soldado, mientras
sostenía el trapo rojo recién arriado en la mano izquierda.
Mario se quedó pensando en qué hacer.
–¿Me deja su puñal capitán? –preguntó Mario señalando el arma
punzante que pendía del cinto del voluntario de la República.
–Hombre, el soldado ha cometido un error, pero no creo que me-
rezca tanto castigo –replicó el capitán con seriedad haciendo reír a
Mario.
–¡No, hombre, no sea cafre! –exclamó Mario para gran alivio del
soldado–. Usted, déjemelo –añadió.
Mario, una vez que hubo tenido el arma en la mano derecha, se
hizo una pequeña incisión en la izquierda, de la que comenzó a brotar
un hilo de sangre, y que propició una mueca de dolor en su rostro.
El capitán estaba perplejo.
A continuación, arrodillándose, Mario comenzó a restregar la he-
rida sobre la media luna blanca que ocupaba la zona central de la roja
bandera otomana. Esta comenzó a teñirse con la sangre de Mario.
El capitán, sorprendido, se dirigió entonces al soldado que había
conseguido la bandera turca.
–¿¡Es que va a dejar que lo haga él solo!? –preguntó ofreciendo el
puñal al joven, el cual procedió de la misma forma que Mario, sin
rechistar.
El capitán llamó a varios voluntarios más para que terminaran
la operación, sin que él mismo se prestara a ello, mientras instaba a
Mario a que acudiera al botiquín para que le curaran la herida.
Al poco rato, la bandera cantonal, de color rojo sangre, ondeaba
sobre el cielo de Cartagena.
Lucía suspiró tranquila al observar como el fresco viento de la ma-
ñana la hacía oscilar.
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El día anterior, los cantonales habían conseguido tomar el ayunta-


miento, sin dejar ninguna víctima por el camino.
El Gobierno, a través del gobernador civil de la provincia, había
intentado calmar los ánimos, informando de que las Cortes iban a
aprobar en breve el Cantón Murciano, que era un hecho, y que no era
necesario hacer dimitir al pleno del ayuntamiento.
El gobernador tomó el primer tren que salía hacia Cartagena para
entrevistarse con los sublevados e intentar reconducir la situación.
Pero Antonete también iba en ese tren. Había llegado antes que
el general Contreras, y no quería que el Gobierno pudiera revertir la
situación.
La llegada de Antonete al ayuntamiento, a media tarde del sá-
bado, acompañado del gobernador civil, fue toda una sorpresa para
Mario.
No hubo tiempo para muchos saludos, porque en cuanto llegaron
al palacio consistorial instaron a la Junta a reunirse.
El gobernador pudo constatar que al castillo de Galeras se le habían
unido sin ninguna resistencia todos los demás, y la milicia, junto con
los Voluntarios de la República, habían conseguido tomar el puerto,
la oficina de correos, el puesto de la Guardia Civil y todos los puntos
neurálgicos de la ciudad.
Solo restaba que se les uniera la flota, que había permanecido im-
pasible, sin adherirse a la revolución ni sofocar esta.
Aparte de eso, el alcalde y los concejales se habían negado a dimitir
por escrito, cosa que no había impedido que no tuvieran a su cargo
ningún poder efectivo en ese momento.
Sin embargo, habían sido obligados a asistir a aquella reunión con
el objetivo de que firmaran al fin su dimisión, algo que la Junta con-
sideraba imprescindible para que no hubiera dos poderes en la ciudad
y evitar posibles vueltas a la tortilla. Toda precaución era poca en una
revolución, había explicado Cárceles Sabater.
El gobernador estaba impresionado por la facilidad con la que los
cantonalistas habían tomado el poder, y se sentía estremecido ante el
cariz que estaban tomando los acontecimientos.
No tardó en exigir que la legalidad democrática fuera devuelta a
los depositarios de la misma, que no eran otros que los componentes
electos del ayuntamiento, allí presentes.
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Antonete tomó en ese momento la palabra, explicando que la si-


tuación en Madrid era favorable a los cantonalistas, cuya revolución se
había extendido ya a todo el sur y el Levante.
–Ya han sido constituidos cantones desde Sevilla a Granada, desde
Salamanca a Tarifa, desde Alcoy a Valencia –explicó Antonete con su
vehemencia habitual–. España es ya cantonalista de hecho, y mañana
lo será de derecho, pues como ya sabrá su excelencia, el señor Pi y
Margall, presidente del Gobierno, es abiertamente favorable a nuestra
causa.
–Por él mismo, a través de telegrama, he sido enviado aquí –expli-
có el gobernador. Deben desistir de su empeño y devolver las cosas a
su cauce. El Gobierno tiene intención de instaurar el cantón, sí, pero
será por la vía legal.
Un murmullo de gente se comenzaba a escuchar en la calle. A
Antonete no le pasó desapercibido.
–Si el Gobierno tuviera la más mínima intención de hacer lo
que usted dice, nos dejaría hacer. El pueblo, libremente, se ha alzado
y ha dejado claro cómo quiere que se rijan sus destinos a partir de
ahora.
–¡Esto es un golpe de Estado! –exclamó el gobernador fuera de sí.
–¡Nada de eso, excelencia! –replicó Antonete–. Un golpe de Estado
se hace por militares, a espaldas del pueblo. Esto que usted ve aquí no
lo reconoce porque no sabe ver más allá de sus narices –añadió acer-
cándose de manera intimidatoria al gobernador–. Esto, señor mío,
es la toma del poder por el pueblo, que es el soberano máximo de sus
designios. ¿Cómo va a ir el pueblo contra sí mismo? ¿Quién va a ir en
contra del pueblo? –preguntó mirando a los concejales.
–¡Esto no es democracia! ¡No sabe si todo el pueblo les apoya! ¿En
qué elecciones se sustenta su revolución?
Antonete comprobó que el murmullo era ya un verdadero albo-
roto. Entonces, sujetando fuertemente por el brazo al gobernador, y
apoyado en su acto por varios voluntarios armados que allí se encon-
traban, tiró de él hasta llevarlo al balcón principal del ayuntamiento,
donde hizo que sus hombres abrieran el ventanal.
A los pies del edificio, la multitud, agolpada, esperando novedades.
Antonete había hecho correr la noticia de su llegada a la ciudad y su
presencia en el ayuntamiento. Sabía que el pueblo no le fallaría.
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–¡Aquí tiene usted la elección del pueblo! –gritó mientras sonreía


saludando a la multitud, que enfervorizada lo vitoreaba al verlo al lado
del gobernador–. ¿¡Quiere más pruebas!? –preguntó mientras seguía
agitando el brazo.
El gobernador estaba perplejo, sobrepasado por los aconteci-
mientos.
–¡Salude, hombre, salude! –instó el huertano mientras el goberna-
dor, ridículamente, sacaba el brazo para saludar.
Entonces, Antonete se dirigió al público congregado.
–¡El pleno del ayuntamiento, en presencia de aquí el señor go-
bernador, ha dimitido! –bramó con su voz poderosa, para alegría
del populacho–. ¡La Junta Revolucionaria ha instaurado el cantón!
–añadió.
Los abrazos y las muestras de júbilo de la gente allí congregada,
hombres y mujeres de toda condición, dejaron al gobernador total-
mente desarmado de argumentos y de fuerza moral para oponerse a
todo aquello, a pesar de las mentiras que estaba vertiendo el caudillo
cantonal sin ningún asomo de pudor.
Pasados unos minutos, en los que Antonete se dejó adorar por las
masas, volvieron a entrar en el ayuntamiento.
–Y ahora, delante de usted, el alcalde y los concejales van a dimitir,
o no me hago responsable de las consecuencias que su negativa pueda
acarrear. Cuento con usted para convencerles… por su bien –amena-
zó Gálvez.
El gobernador comenzó a experimentar un miedo que no había sen-
tido en su vida. Se preguntó si aquel diputado, ahora caudillo del pueblo,
sería capaz de forzarlo hasta que transigiera. Prefirió quedarse con la duda.
–Así sea –contestó el gobernador.

Aquella mañana de domingo la claridad lo dominaba todo. Aún no


se divisaba el humo del tren que venía de Murcia ni el inconfundible
ruido de la locomotora, pero todo el mundo estaba expectante.
También Mario y Lucía, que esa noche habían hecho el amor con
más pasión que nunca, recordó el joven con una media sonrisa en el
rostro, mientras rememoraba las distintas posiciones, los besos y los
abrazos que se habían deparado el uno al otro.
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Lucía estaba cada día más bella, y su cara resplandecía de vida, pen-
só al observarla mientras esperaban en la estación de tren, junto a otros
cientos de personas, la llegada del general Contreras.
Antonete, a unos pasos de ellos, convertido en verdadero líder de la
revolución, estaba muy cerca del andén, presto a recibir al militar que
le ayudaría a terminar de controlar completamente la ciudad.
La flota era lo único que se interponía entre ellos y el éxito total.
El general sería el encargado de que aquel obstáculo desapareciera y se
tornara en un activo más del cantón.
De momento todo había salido a pedir de boca. Ninguna víctima,
ningún enfrentamiento. Todos los objetivos conseguidos.
La euforia impregnaba las almas de aquellos que habían estado en
el movimiento desde sus inicios. Sentían que el cambio era imparable,
que la constitución de cantones por todo el territorio nacional llevaría
a la tan ansiada Constitución federal, y que la modernidad, el progreso
y la libertad serían las nuevas señas de identidad de España.
Mario y Lucía se miraron, su felicidad no podía ser más com-
pleta. Tenía ganas de besarla otra vez, pero no era el momento, rodea-
dos de gente, con Antonete y toda la plana mayor revolucionaria a su
alrededor.
–En cuanto la situación se aclare, estoy pensando en montar una
escuela para los hijos de los obreros… y un hospital para madres. ¿Qué
te parece? –preguntó Lucía–. ¿No sería genial que tuvieran un lugar
para dar a luz, con cuidados médicos profesionales para todo el mun-
do, en vez de hacerlo en sus casas? –añadió.
Mario se quedó mirándola.
–Siempre se ha dado a luz en las casas. Los médicos van, y siempre
hay parteras que saben atender esos casos.
Lucía se quedó mirando a su marido con cara sorprendida.
–¿No sabes que mueren muchas mujeres al dar a luz? ¿Y qué me
dices de los niños? ¿No merecen venir al mundo con las mayores ga-
rantías de que no lo abandonarán nada más llegar? –preguntó indig-
nada–. Es una cosa muy importante que todas tengan acceso a los
mejores cuidados.
Mario la miró divertido.
–Si tú lo dices es porque así será –concedió–. En cuanto podamos,
de las primeras medidas que tomemos será la mejora de la salud pú-
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blica… y las mujeres embarazadas serán nuestra prioridad –aseguró,


medio sonriendo.
–No te burles. Esto es serio –dijo Lucía sorprendiendo a Mario por
su tono cortante.
–Perdóname –dijo acercándose a ella y rodeándola con el brazo–.
No debería haber jugado con la salud –añadió sin poder evitar seguir
bromeando un poco–. Te prometo que tomaré muy en consideración
ese asunto y lo expondré a la Junta en cuanto tenga ocasión –añadió,
ya con más seriedad.
–Y lo del colegio –añadió Lucía.
–Y lo del colegio –repitió Mario.
El tren hizo su entrada en la estación, agolpando a la gente en el
andén, y haciendo temer a Mario que hubiera algún accidente, que no
se produjo.
Al pararse completamente, el general hizo su salida del mismo,
pero por un vagón más alejado de lo que habían calculado los de la
Junta en un principio, lo que hizo desplazarse a la multitud hacia el
punto por el cual se había apeado el general, con Antonete a la cabeza.
Contreras estaba entusiasmando con el recibimiento.
Después de las bienvenidas de rigor, Antonete se dirigió al general.
–Mi general, sé que estará cansado del viaje, pero sería muy conve-
niente aprovechar el júbilo de su llegada y canalizarlo hacia el puerto.
¿Qué opina? ¿Quiere usted una flota?
–Por supuesto, Gálvez. –El general jamás lo llamaba Antonete,
pues le parecía un nombre absurdo–. Vamos a ello.
A medida que la comitiva iba avanzando entre las calles de la ciu-
dad, más y más gente se les iba uniendo.
Ver de cerca al líder indiscutible del cantón, se había convertido en
un deseo difícil de explicar entre la población cartagenera.
Antonete se prestaba a ello con asiduidad. Paseaba por las calles, se
interesaba por la situación de cada cual como si pudiera arreglarla de la
noche a la mañana y para todo el que se acercara a él tenía una palabra
de aliento, una incitación a la lucha por la libertad.
Hablaba con el lenguaje del pueblo, le entendían más que a cual-
quier otro político, los cuales normalmente eran gente muy instruida,
vinieran del partido que vinieran, y utilizaban unas palabras y expre-
siones que no siempre comprendían.
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A Antonete, su vecino, su amigo, el hombre valeroso que siempre


había luchado por la libertad, sí le entendían.
Era un insuflador de esperanza. Casi todo el que le escuchaba en
aquellos días se veía imbuido de su personalidad arrolladora, convin-
cente, seguros del éxito final que les prometía.
La multitud se internó en el puerto, acercándose hasta donde se
hallaba anclada la flota. El aspecto de esta era temible.
Perfectamente alineadas, impresionantes, magníficamente blinda-
das y amenazadoramente artilladas se encontraban las cuatro fragatas
más poderosas de la armada española.
La Méndez Núñez, la Tetuán, la Vitoria, y el buque más moderno
y grande de toda la flota republicana, su buque insignia, Numancia.
Un poco más allá, fondeados a unos cientos de metros se encontra-
ban la fragata Almansa y el vapor Fernando el Católico.
Otra serie de barcos y barcazas de guerra más pequeños completa-
ban la flota allí establecida, que después de los sucesos vividos en las
fortalezas defensivas de la ciudad, y de la toma del poder por parte de
los cantonales, aún no había recibido órdenes por parte del Gobierno
de abandonar la plaza o sofocar la rebelión.
La única orden recibida había sido permanecer en los barcos.
Lo primero que hizo el general Contreras al llegar frente a la Nu-
mancia fue pedir que una representación de los oficiales al mando ba-
jasen a parlamentar con él.
Estos se negaron, por temor a ser atacados por el pueblo. Contreras,
sobre el cual pesaba una orden de arresto emitida por el Gobierno tras
conocerse su apoyo a la causa cantonalista, tampoco quería exponerse
al riesgo de ser detenido.
Tras unas pequeñas negociaciones, en las cuales se le ofreció sal-
voconducto a Contreras, este accedió a la Numancia, donde estaba
reunida toda la alta oficialidad de la flota.
En cuanto Contreras subió a bordo, Antonete se dio cuenta de
que la marinería de todas las fragatas observaba el espectáculo desde
la cubierta de sus respectivos barcos. No confiaba en que Contreras
convenciera al alto mando, había que actuar.
–Mario, ayúdame –ordenó a su amigo, para que este le ayudara a
subir hasta un gran rollo de soga de los que se usaban para amarrar los
barcos a puerto.
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Una vez subido a esa altura, se dirigió al pueblo.


–¡Por favor! –exclamó inundando el puerto con su voz atronado-
ra–. ¡Necesito el más completo silencio!
Todos sus colaboradores extendieron la orden entre la ciudadanía
allí congregada, mientras Antonete dejaba ver su figura.
En un minuto, el puerto se acalló por completo. Los oficiales que
estaban parlamentando con Contreras se sorprendieron con ese he-
cho, sintiendo una oleada de preocupación. Entonces escucharon la
fantástica voz de tenor de Antonete.
–¡Hermanos! –comenzó a bramar mientras se movía en direc-
ción a la Tetuán con paso seguro–. ¡Hermanos! –repitió varias veces
mientras encontraba el punto de visión y sonoridad para que al me-
nos los marineros de tres de las cuatro fragatas pudieran entenderle–,
¡soy Antonete Gálvez!
Un murmullo se transmitió entre toda la marinería.
El cantonal era muy conocido entre los marineros, pues estos, a
pesar de no ser de Cartagena la mayoría de ellos, no habían parado de
oír hablar del huertano en los últimos tiempos, siempre envuelto en
un aura mística y heroica.
–¡No tienen poder sobre vosotros! –rugió–. ¡El pueblo ha vencido!
¡Sois libres! –exclamó al tiempo que la ciudadanía jaleaba estas pala-
bras para entusiasmo de la tropa.
Tras unos segundos en los que Mario, Lucía, y todos los miembros
de la Junta Revolucionaria intentaron volver a acallar al pueblo para
que los marineros pudieran seguir escuchando a Antonete, este reto-
mó la palabra.
–¡La revolución de los pueblos de España ha llegado! –continuó
explicando–. ¡Vuestros padres y madres estarán orgullosos de vosotros
cuando sepan que con vuestra acción de rebeldía hacia vuestros man-
dos, que no desean más que vuestra sangre y vuestra carne para que
nutran los cañones enemigos, habéis salvado a la patria de la injusticia!
Los vítores volvieron a atronar el puerto. En ese momento, los
oficiales de los barcos ordenaron a los marineros dejar de escuchar a
Antonete.
Algunos se retiraron, pero la mayoría se quedó observando por la
borda, haciendo caso omiso a las órdenes recibidas. Era el principio de
la victoria, pensó Antonete, que no pensaba soltar la presa.
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–¡No obedezcáis más a vuestros mandos! ¡Uníos al pueblo! –pidió.


Entonces, la muchedumbre se acercó a los barcos, rodeando a
Antonete. Pedían a gritos que no hicieran caso, que se revelaran.
Contreras no había tenido tiempo de negociar nada, mientras que
Antonete tenía a todos los barcos soliviantados. El general estaba per-
plejo.
–¡Me dirijo a los oficiales! –gritó Antonete cuando pudo hacerse
escuchar de nuevo–. ¡Quien quiera podrá irse! ¡Marineros y oficia-
les! ¡Sin represalias! –anunció–. ¡Pero os pido que os unáis a nosotros!
–añadió para sorpresa de todos–. ¡El Gobierno de Pi nos va a recono-
cer! ¡Os lo aseguro! ¡No seréis traidores! ¡Seréis héroes de la patria!
Los oficiales intermedios, desbordados por la indisciplina y por la
seguridad de las palabras de Gálvez, estaban paralizados.
De pronto, en la Tetuán, un movimiento en cubierta. La platafor-
ma para descender del barco a puerto, que había permanecido recogi-
da, comenzó a desplegarse.
Los marineros, una vez hubieron completado la operación, comen-
zaron a descender del barco y a unirse en abrazos y vítores con la gente.
¡Habían ganado!, pensó Antonete.
Los demás barcos, incluida la Numancia, ante la pasmada mirada
de los altos oficiales allí concurridos, comenzaron a hacer lo mismo.
No pudieron hacer otra cosa que reconocer su derrota. Algunos
de los oficiales intermedios optaron por unirse a la revolución, pero
Antonete, fiel a la palabra dada, dejó abandonar Cartagena a la plana
mayor al completo, y a todos los oficiales y marineros que no quisie-
ron unirse a la revolución.
El cantón tenía en su poder la flota más potente de España. Nadie
podría detenerles.

Mario y Lucía se habían instalado en una habitación dentro de una


casa de huéspedes regentada por una viuda de mediana edad de nom-
bre Anselma.
La habitación estaba bien, y las estancias de la pensión eran más
que suficiente para ellos y para la poca vida doméstica que hacían. La
comida estaba incluida en el precio, lo que venía muy bien a ambos
jóvenes, que no paraban en casa.
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La casa de doña Anselma estaba cerca del hotel París, sede y resi-
dencia oficial de los principales personajes y dirigentes de la revolu-
ción, lo cual también suponía una gran ventaja, al estar siempre cerca-
no al centro del poder cantonal.
En principio, a Mario le habían asignado una habitación allí, que ha-
bía ocupado con Lucía, pero con el paso de los días solicitaron que se
les asignara una casa en alquiler, con menos lujos pero más íntima.
Sin embargo, la idea de la pensión de doña Anselma, aunque hu-
milde, se había revelado como más práctica a la postre.
A Mario no dejaba de sorprenderle la facilidad con la que Lucía
había aceptado su nueva situación económica.
Ya no podía lucir más que un simple vestido del cual solo tenía una
muda. Ya no podía salir por el centro de Madrid y acudir a los cafés de
moda. Ya no disfrutaba de fiestas, ni de la compañía de Amalia.
Nada de eso importaba, le había dicho Lucía. Había descubierto el
mundo, y sus verdaderas gentes, en las apenas tres cortas, pero increí-
blemente intensas, semanas que llevaban juntos.
El mundo que había conocido hasta ahora, le explicó a Mario, le
parecía como un lejano sueño. No añoraba nada de él. De hecho, lo
detestaba.
La verdadera felicidad estaba en lo que estaban haciendo en ese
momento. En la lucha por la libertad, por un mundo mejor.
Eso era lo que desde el primer momento le había gustado de él,
le explicó, y ahora que lo estaba viviendo entendía perfectamente el
porqué.
Además, la posibilidad de compartir tanto tiempo con él, y el amor
que se profesaban, suplía cualquier carencia material que pudiera
sufrir.
–Bueno, mañana partimos a Murcia –recordó Mario con una mez-
cla de nerviosismo y expectación por todo lo que ello significaba–.
Antonete confía en que sepa organizar la unión y la cooperación con el
Cantón de Murcia para que toda la provincia tenga una sola dirección.
Es imprescindible que aseguremos la unidad en todo el territorio.
–Seguro que lo harás muy bien –dijo Lucía en un tono un poco
ausente.
–Y al fin conocerás al resto de mi familia –dijo Mario expresando
así la verdadera razón de su desasosiego por la visita.
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–Espero que no me rechacen por no estar casados –dijo Lucía de


pronto, expresando uno de sus mayores temores ante el encuentro.
Mario intentó tranquilizarla al respecto.
–Bueno, ya conoces a mi padre –contestó Mario–. Es un bona-
chón. Y mi madre es un pedazo de pan –aseguró–. Además, ya están
avisados por carta desde hace semanas de la situación, no les pilla de
sorpresa. Y si quieres… –dijo Mario haciendo una pausa–, podemos
casarnos allí mismo, en Murcia. Hay un montón de iglesias, en alguna
tendrán un hueco para una boda rápida, espero –dijo Mario–. ¿Qué
te parece?
Lucía se quedó mirando al hombre del que se había enamorado
perdidamente, y sin contestar nada, lo besó apasionadamente.
Comenzaron a desnudarse ansiosamente, como cada noche, e hi-
cieron el amor con completa desinhibición, como lo habían hecho casi
desde el primer momento, disfrutando de sus cuerpos, mordisqueán-
dose en cada zona, retozando con sus órganos sexuales como si fueran
juguetes, riendo y complaciéndose mutuamente hasta llegar al orgas-
mo, que Mario provocaba en Lucía una vez obtenido el suyo propio,
oralmente, algo que habían aprendido casi por instinto.
Una vez acabado el acto, se quedaron abrazados. El pecho de
Mario se movía rítmicamente, elevando y bajando el brazo izquierdo
de Lucía, el cual tenía sobre él.
–¿Mario? –preguntó Lucía–. ¿Duermes?
–No –contestó este, aunque ya había comenzado a tener los espas-
mos previos a dormirse.
–Tengo que decirte una cosa antes de que vayamos a Murcia
–anunció Lucía.
–Pues dímela –dijo Mario con ganas de dormirse.
–Tengo un retraso de una semana –explicó Lucía.
–¿Y eso qué quiere decir? –preguntó torpemente Mario, que nunca
había sido informado de una manera completa sobre las particularida-
des del ciclo menstrual femenino.
–Pues que creo que estoy embarazada.
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13. LA BATALLA DE CHINCHILLA

Chinchilla de Montearagón,
Albacete, 10 de agosto de 1873

Mario miraba el horizonte cálido y brumoso de la estepa castellana,


mientras soportaba el peso de los pertrechos militares que todos los
integrantes de aquel viaje tenían la obligación de portar, por muy po-
líticos que fueran.
Soportar la carabina sobre su hombro, y llevar a todas partes la
munición que la nutriría, eran la manifestación física del peso de la re-
volución, un peso que, cada vez más, temía que acabara por hundirlo
en el mar, junto con todos los demás.
No dejaría de luchar, claro está, hasta la última gota de su sangre si
era preciso, pero comenzaba a sospechar que aquello sería una batalla
perdida. Además, aquel no había sido el objetivo inicial de la revolu-
ción, hacía ya un mes.
Ni él, ni ninguno de los promotores de esta, habían pretendido
nunca una guerra contra el Estado. Lo que querían era reformar el
país, acelerar la modernización.
La revolución debería haber sido rápida e incruenta, como lo había
sido en un principio. Pero aquello ya era una guerra. No habían con-
seguido su objetivo.
¿Sería su próxima paternidad lo que le había sumido en ese estado
de crisis existencial? ¿Era el temor a que le pasara algo a Lucía, si la cosa
terminaba como él creía que iba a terminar, lo que le tenía sumido en
ese mar de dudas?
Se sentía tan perdido en sus cavilaciones como la propia revolución
en sus decisiones.
El estado mayor del cantón seguía debatiendo qué hacer dentro
del vagón que tenía destinado para su transporte, incluso tras haberse
consumado la operación de cambio de vías y dirección en la estación
de Chinchilla.
Antonete y el general Contreras seguían divergiendo en sus posi-
ciones, aunque el cambio de sentido del tren, que ahora enfilaba al sur,
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de vuelta a casa, evidenciaba a Mario y a cualquier observador que el


general había impuesto sus criterios.
Gálvez había defendido, en un acto de osadía sin precedentes, su
intención de seguir hacia Madrid, tomar el Congreso por la fuerza de la
sorpresa y de los tres mil hombres armados que le acompañaban, pro-
clamar a Contreras presidente y acabar de un plumazo con la guerra,
obligando al Gobierno a proclamar la tan ansiada Constitución federal.
Era la única posibilidad de ganar, después de las noticias recibidas
acerca de la claudicación de Valencia, defendía el huertano. Lo demás
sería morir poco a poco.
Martínez Campos había tomado la capital levantina. El objetivo de
la gran marcha cantonal de la que formaba parte Mario, que era dete-
ner ese ataque, ya había fracasado, pero Antonete creía que un golpe
en la cúspide, por sorpresa, podía hacer llegar los objetivos que habían
movido la revolución en sus inicios.
El general, sin embargo, a pesar de que el camino estaba libre de
enemigos, veía aquella aventura imposible de realizar, pues no había
sido ese el objetivo de la incursión, ni los pertrechos y víveres eran los
adecuados a tamaña audacia.
Contreras, como máximo responsable de la misión, había decidido
volver a Cartagena, haciendo comprender a Antonete de la imposibi-
lidad de hacer otra cosa en ese momento.
El tren ocupaba una de las dos vías de la estación del pequeño pue-
blo donde se encontraba el intercambiador con Madrid, punto vital
para las comunicaciones con el sureste.
Detrás, a cierta distancia, como dos escorpiones que estuvieran ca-
lentando su sangre con el poderoso sol de verano manchego, dos tre-
nes más, que aún tenían que efectuar la maniobra.
El convoy cantonal había salido de Murcia dos días atrás, con el ob-
jetivo principal de cortar las vías de abastecimiento del ejército con el
cual el general Arsenio Martínez Campos estaba asediando el Cantón
Valenciano, a pesar de que ya habían rumores por aquel entonces de
que Valencia había caído o estaba a punto de hacerlo.
Aquella estación era crucial para el abastecimiento del ejército cen-
tralista, y serviría para nutrir la próxima y segura embestida contra
Cartagena, por lo que, aún sin la seguridad de que su aventura valdría
para algo, se decidió intentarlo.
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Los hombres del cantón no habían encontrado resistencia al llegar


a Chinchilla, a pesar de su valor estratégico, lo que generó en Mario
una sensación de inquietud.
Antonete creía que simplemente el enemigo los había infravalo-
rado, y no había estimado que los cantonales llegaran tan lejos.
Mario no compartía las tesis de su amigo, y en ese momento escru-
taba el horizonte, aferrado a su carabina, aunque de momento apare-
cía despejado.
Mario no dudaba del valor y arrojo de aquellos hombres senci-
llos, llanos, pero duros y convencidos de por lo que luchaban, aun-
que sí de que aquel fuera realmente un ejército preparado para una
lucha de igual a igual con el centralista, por más que entre sus filas
hubiera infantes de marina y soldados pasados a su bando desde el
primer día.
Sin embargo, los Voluntarios de la República ya habían demostra-
do en Lorca, y sobre todo en Orihuela, de lo que eran capaces, en la
que había sido la primera gran escaramuza violenta que tuvo que librar
el cantón en tierra.
Los carlistas eran fuertes en Orihuela, y la Guardia Civil y los ca-
rabineros los apoyaban allí, dispuestos a defender la plaza contra el
cantonalismo a toda costa.
Cinco guardias civiles pagaron con su vida aquel enfrentamiento, y
los Voluntarios perdieron a un hombre, sin contar los heridos produ-
cidos en ambos bandos.
Pero no todos los que luchaban por el cantón lo hacían de buena
gana, reconoció Mario para sí mismo, mientras observaba, plantado
y pensativo, desde el final de la plataforma de la estación, el incierto
destino que se abría ante ellos.
Había habido una insurrección en las propias filas del cantón, en
Hellín. Era la primera rebelión sufrida por el movimiento en sus car-
nes. Los acontecimientos estaban llegando a su punto de inflexión y
Mario era consciente de ello.
La insurrección había ocurrido en la estación de tren, aprovechan-
do el momento en el que las autoridades cantonales eran recibidas con
júbilo por el pueblo y parte de los responsables municipales.
Los instigadores de la misma habían sido los integrantes del cuerpo
de artilleros.
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Estos eran soldados de reemplazo, que en un principio se habían


unido a la revolución porque parecía el bando ganador, dejándose lle-
var por el ímpetu de los primeros momentos.
Pero que con el transcurrir del tiempo, y la falta de una victoria
definitiva, habían perdido la confianza en la revuelta.
Ante la posibilidad cierta de tener que batirse con el ejército guber-
namental, habían preferido rebelarse y desertar, intentando llevarse
con ellos el tren donde iban los pertrechos y la caja de caudales canto-
nal para la expedición.
A punto estuvieron de conseguirlo, pero los Voluntarios, guiados
por Antonete en primera línea de fuego, más numerosos, consiguieron
reducirlos, tras las promesas de Gálvez de que no serían castigados se-
veramente por esta acción.
Dos muertos entre los Voluntarios había costado la cosa, que deja-
ba a las claras que no todo el mundo era tan entusiasta como siempre
dejaba ver Antonete en sus palabras ni la cohesión del pueblo con el
Cantón era tan firme como hubiera deseado.
Los soldados rebeldes eran la prueba de que mucha gente estaba allí
arrastrada por las circunstancias. Deberían tener mucho más cuidado
en el futuro.
En Hellín, el pueblo les había recibido con algarabía, sí, como en
cada sitio en los que las fuerzas cantonales habían acudido o desem-
barcado en ese último mes, lo que no significaba que en unos pocos
días volvieran a ser centralistas de nuevo, una vez que el cantón reple-
gaba sus fuerzas.
Estaba claro que el miedo a las armas cantonales era lo que provo-
caba la jubilosa acogida de las gentes y las autoridades al cantón, que
aprovechaban la mínima ocasión para destituir a las fuerzas cantonales
impuestas por el movimiento en cada localidad.
Mario sabía que las cosas iban ya cuesta abajo. El Gobierno estaba
consiguiendo reprimir el espíritu cantonal, restringirlo al máximo.
La práctica totalidad de los pueblos castellanos y andaluces que
habían abrazado el cantonalismo en un principio, a excepción de
Málaga, ya estaban de nuevo en manos del Gobierno.
El Levante era el último bastión, y había que mantenerlo a toda
costa. Había que intentar revertir la situación, que se estaba poniendo
cada vez más difícil.
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Las cosas comenzaron a ir mal desde el mismo momento en que Pi


dimitió, algo con lo que los intransigentes no habían contado.
El 18 de julio, forzado por el resto de los grupos, que le acusaban de
demasiado permisivo con la revolución, el presidente de la República
se vio empujado a dejar el cargo, el cual fue ocupado por Nicolás
Salmerón, diputado moderado.
Este no tardó en tomar medidas drásticas contra el movimiento
cantonal.
La llegada al poder de Salmerón hizo abandonar toda espe-
ranza de alcanzar acuerdos de paz con él y conseguir la tan ansiada
Constitución federal cantonalista, lo que propició que los dirigen-
tes del cantón, en un repliegue sobre sí mismos, se constituyeran en
Gobierno Provisional de la Federación Española.
Contreras fue nombrado presidente y ministro de Marina, y
Antonete ministro de Ultramar.
Otros diputados intransigentes, que habían acompañado a Anto-
nete desde Madrid, fueron ocupando los distintos ministerios de ese
Gobierno que de facto dominaba el territorio del Cantón Murciano,
el más amplio, armado y organizado de los constituidos hasta ese mo-
mento.
Pero la unidad del cantón era una ilusión. El poder ejecutivo de
este, y la capital del mismo, se habían establecido en Murcia, pero el
Gobierno provisional de la nación, en Cartagena, exigía que los gas-
tos de guerra fueran anticipados por el poder ejecutivo murciano, he-
cho que por sí solo ya había causado tensiones internas, dimisiones y
división.
La bicefalia de poderes no resultó una buena idea a la hora de asen-
tar el Cantón provincial que se pretendía.
Además, el resto de Cantones municipales de la región tampoco
acataban de buen grado la preeminencia del Cantón Murciano.
Algunos cantones se sintieron totalmente independientes para re-
girse por sí mismos, sin acatar autoridad superior alguna, ni coordi-
narse con los demás siquiera.
El caso más surrealista, y que movió a pena y risa a Mario y al resto
de los dirigentes del cantón, fue el de Jumilla, que en su constitución
prácticamente declaró la guerra a Murcia, como potencia extranjera
que era, si se atrevía a imponer su autoridad sobre aquel territorio del
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noroeste de la región, prometiendo no dejar piedra sobre piedra en la


capital murciana en caso de verse obligados a luchar.
Aquello se estaba convirtiendo en un desmadre sin pies ni cabeza,
pensó Mario. Mientras que el Gobierno central intentaba imponerles
el orden a ellos y unificar el poder en la nación, ellos mismos intenta-
ban hacerlo con los cantones díscolos, o con las ciudades que aún no
se habían unido al cantonalismo, como Almería, a la que el general
Contreras, en su expedición naval de finales de julio, había llegado a
bombardear desde las fragatas de guerra del cantón, sin ningún éxito.
La capital almeriense tuvo que evacuar a la población civil ante la
amenaza del bombardeo que finalmente se produjo solamente contra
las defensas militares de la ciudad, y que no sirvió para que esta se rin-
diera.
Salmerón, por su parte, para contrarrestar con garantías la revo-
lución cantonal, nombró a generales abiertamente alfonsinos, de los
cuales no dudaba que pondrían todo su empeño en acabar con el mo-
vimiento.
Así, el general Pavía fue enviado a Andalucía y a Martínez Campos
se le encargó pacificar el Levante.
El único objetivo de gobierno de Salmerón era restablecer el orden
en el país lo antes posible, y no dudaría en tomar las medidas que fue-
ran necesarias para ello.
Salmerón anunció el aumento urgente de miembros de la Guardia
Civil en treinta mil hombres, ordenó formar cuerpos militares de ca-
rabineros a las provincias, y nombró nuevos delegados del Gobierno
afines, con atribuciones ejecutivas, que pronto restablecieron el orden
en la mayoría de las ciudades sediciosas.
Las medidas le habían salido bien hasta el momento al presidente
de la República. La revolución retrocedía, se confinaba en sus áreas
más potentes y periféricas, y el entusiasmo de los primeros días se ha-
bía trocado en cierta decepción a esas alturas de agosto.
Para colmo, Salmerón decretó que todo barco perteneciente
a la escuadra cantonal sería declarado pirata. Esto último facultaba a
cualquier potencia extranjera a abordar y detener cualquier nave del
cantón, incluso en aguas españolas.
La flota del cantón ya no tendría que luchar solo contra la espa-
ñola, sino que cualquier barco militar del mundo que pasara por allí
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podría atacarles sin pensárselo, algo que no había tardado mucho en


pasar.
Mario recordó la pérdida de barcos sufrida. Si seguían a ese ritmo
se quedarían sin flota en poco tiempo por culpa de británicos y ale-
manes.
La primera baja fue la del vapor Vigilante, durante la primera in-
cursión naval de los sublevados. El barco había sido incautado en
Alicante por Antonete, después de instaurar el cantón allí, y usado por
el caudillo cantonal en su viaje de regreso.
De camino a Cartagena Antonete paró en Torrevieja, dejando al
resto de la flota que volviera a su puerto de referencia.
Torrevieja, aunque perteneciente a la provincia de Alicante, había
pedido su adhesión al Cantón Murciano, cosa que se produjo a la llega-
da del líder revolucionario. Otro hecho exitoso y sin incidentes.
Pero ese fue el punto que dio inicio a los reveses para el cantón.
Al echarse de nuevo a la mar, para recorrer las últimas millas de
trayecto, una fragata alemana, muy superior en armamento y capaci-
dades, atrapó al Vigilante, aunque dejó desembarcar a los cantonales
en tierra.
Tras estos sucesos, tres días duró la aventura cantonal en tierras
alicantinas. Ese fue el tiempo que le bastó a las fuerzas centralistas de
la capital de provincia para recuperar el poder una vez que Antonete
y la flota se retiraron de la ciudad. Torrevieja sufrió la misma suerte.
Qué poco habían durado los éxitos cantonales desde entonces,
pensó Mario, mientras observaba el camino férreo que debía llevarlos
a Madrid, en el caso de que hubieran triunfado las tesis de Antonete,
o que debían defender a toda costa o destruir, si se hacía caso a lo que
proponía Contreras, como parecía que así era.
Al pensar en este recordó cómo el general se había dejado robar dos
fragatas por los ingleses. Fue después del nada exitoso bombardeo a
Almería.
Dos fragatas, una alemana y otra británica, con la excusa de no
permitir más ataques a poblaciones como el ocurrido en Almería, y
atendiendo al decreto de piratería, se interpusieron en el camino de las
españolas.
El general Contreras, en vez de aprestarse a la lucha, se dejó engañar
por los alemanes, subiendo incluso al barco del comandante prusiano
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Werner. Este le amenazó con colgarle por pirata si no se rendía, pero


al final le dejó volver a la Almansa.
En el ínterin, la Almansa se había puesto a tiro de los cañones ale-
manes, que dispararon sobre esta. Al ser de madera y no blindada como
la Vitoria, sufrió daños suficientes como para amenazar hundimiento.
Ante esto, el general Contreras dio orden a la Vitoria de no atacar, lo
que propició que ambos buques fueran desarmados por los alemanes, y
escoltados a Cartagena, donde sus tripulaciones fueron desembarcadas
en Escombreras.
Este episodio fue causa de gran indignación en la ciudad, y provo-
có airadas protestas contra los mandos que habían permitido la pérdi-
da de esas dos naves.
Él nunca se hubiera dejado arrebatar los navíos, pensó Mario, antes
hubiera dado orden de disparar que dejarse engañar y robar de aquella
manera infame.
Eso era una revolución y allí se iba a morir si era preciso. Había que
aceptarlo de antemano o no unirse.
Sin embargo, ahí seguía el general al mando y presidente del Gobier-
no provisional.
Al menos de momento estaban consiguiendo el objetivo de la mi-
sión en la que se encontraban en ese momento que, además de cor-
tar las líneas de abastecimiento a Martínez Campos, debía reforzar la
permanencia de los pueblos cantonales de la provincia de Murcia y
limítrofes en el movimiento, demostrando la capacidad combativa del
cantón.
Si pudieran formar una barrera defensiva de pueblos cantonales,
a las que atender en caso de apuro, no les sería tan fácil a las fuerzas
gubernamentales acabar con ellos, defendía Contreras, mientras que
Antonete estaba convencido de que eso era imposible, y que el ejército
gubernamental acabaría asediando Cartagena si no se efectuaba una
acción decisiva.
Tenían que dar el golpe definitivo o perecer en el intento. Esa era
la clave de la discusión que habían mantenido ambos líderes y que se
había saldado con la victoria de Contreras.
Si seguían el plan de Contreras, aquello se convertiría en una gue-
rra defensiva, observó Mario. ¡Qué lejos los objetivos de los primeros
días!
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Qué lejos la cohesión del propio pueblo, que con tanta euforia ha-
bía abrazado la causa cantonalista en los primeros momentos.
Los más pobres y desheredados estaban disgustados con el cantón
porque no se había actuado contra los poderosos con la firmeza que
ellos demandaban, ni había tenido lugar la revolución social que espe-
raban.
Los más pudientes seguían viviendo en sus casas de la calle Mayor,
los curas seguían impartiendo misa y teniendo las despensas llenas, y
tampoco se había ajusticiado a ningún patrón opresor de obreros.
Antonete había conseguido, gracias a su carisma, refrenar estos im-
pulsos anarquistas del pueblo, tan injustamente maltratado como ex-
cesivo en su respuesta, y a la vez mantenerlos dentro de la revolución,
pues eran imprescindibles para el cantón, dado que constituían los
más fanáticos elementos del movimiento, y la masa de su milicia.
Era verdad que el Gobierno del cantón había establecido normas
más justas con los trabajadores: se implantó la jornada de ocho horas,
se establecieron salarios dignos y se abolió el impuesto de consumos,
tan pernicioso para las economías más humildes.
En el terreno de los derechos civiles ya estaban en marcha planes
educativos y de salud, y se había establecido el divorcio, entre otros
avances.
A pesar de todo lo conseguido, a muchos de aquellos olvidados de
la sociedad les hubiera gustado ajustar cuentas públicamente con más
de uno, pero gracias a Gálvez se quedaron con las ganas de hacerlo.
La venganza no era el objetivo del cantón, les decía Antonete en las
frecuentes charlas públicas que mantenía. El cantón era la prosperidad
de todos, el futuro del pueblo. Y lo que necesitaba ahora era consoli-
darse, y ganar la batalla por la Constitución federal.
Se necesitaba el aliento y el apoyo de todo el pueblo para eso, y que
cada cual aportara su fuerza de trabajo o su capacidad de organización.
Todos eran necesarios, todos eran iguales ante la ley y la justicia canto-
nal, todos tendrían los mismos derechos, obligaciones y oportunidades.
Y, por supuesto, en el cantón nadie se tomaba la justicia por su
mano. Las penas eran máximas en este sentido, y se había advertido de
las consecuencias de hacerlo.
El pueblo aún le escuchaba, creía en él, y la mayor parte lucharía
por el cantón hasta la victoria o la derrota final.
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A todos ellos había que añadir a los federalistas expulsados de allí


donde se habían establecido cantones, muchos de ellos refugiados en
Cartagena, fanáticos llegados de todas partes que alentaban la lucha, y
que no dudarían en llegar hasta donde hiciera falta.
Además, se había constituido un regimiento de más de quinientos
hombres con los presidiarios de Cartagena que no hubieran cometido
crímenes especialmente aberrantes, a cambio del perdón de las penas.
Estos soldados, de momento, se habían mostrado disciplinados,
y parecían dispuestos, por la cuenta que les traía, a que la revolución
saliera bien, aunque para esa incursión se había preferido dejarlos en
Cartagena, dado el riesgo de fuga.
Allí estaban, preparados para lo que viniera, pero muchos ya sin
la fe de los primeros días. Los más pobres seguirían luchando costase
lo que costase, sí, pero sería por orgullo. No se dejarían arrebatar la
libertad.
Otros muchos abandonarían las ideas cantonales en cuanto la cosa
fuera mal. De eso Mario no tenía ninguna duda.
La otra parte de los pensamientos del joven eran ocupados por
Lucía.
Mario ya podía llamar esposa a Lucía con toda propiedad, pues se
habían casado en la iglesia de San Antolín, en Murcia, solo tres días
después de llegar a la ciudad, con el objetivo de servir de enlace entre
el poder ejecutivo establecido en la capital y el poder provisional del
cantón en Cartagena.
Durante esos tres últimos días de soltería, en los que pernoctaron
en la vivienda de los padres de Mario, teniendo que dormir en habi-
taciones separadas por respeto a estos, Lucía se dedicó más a ganarse
el cariño de la familia que a las labores políticas que con tanto ahínco
efectuaba en Cartagena.
Aprovechó la estancia, aparte de para buscar una iglesia cuyo cura
aceptara celebrar el enlace con la premura necesaria, para conocer
la ciudad de la mano de las tres jóvenes hermanas de Mario, Adela,
Cristina y la pequeña Alicia, y de la madre de familia, doña Dolores,
entusiasmadas con el hecho de que el primogénito de la familia fuera
a contraer nupcias, a pesar de la prisa con la que se iba a llevar a cabo.
Ninguno de los dos integrantes de la pareja desveló el posible es-
tado de buena esperanza de Lucía, pero la familia Rubio al completo
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estaba convencida de que las prisas que mostraban por contraer matri-
monio respondían a esa circunstancia, y la ilusión por tener nietos de
doña Dolores, la madre de Mario, que había transmitido este entusias-
mo al resto de la familia, suplía cualquier otra circunstancia.
El único que no podía estar contento con la situación era el bueno
de don Cesáreo. No es que se mostrara frío y distante con Lucía, pero
sí expresaba su preocupación, su pena y su malestar con Indalecio por
cómo se había llegado a tener que celebrar esa boda de aquella manera.
Lucía le había explicado, sin medias tintas, las circunstancias del
secuestro que Mario había sufrido, hecho que había determinado que
ella eligiera vivir desde ese mismo momento junto a él.
Cesáreo no podía creer que su antiguo amigo hubiera podido ac-
tuar de aquella forma, pero no dudaba de la veracidad del relato que su
hijo y su futura nuera le habían transmitido, por lo que un estado de
apatía se apoderaba a ratos de él, pensando en la condición humana y
a qué extremos podía llevar esta.
A Lucía le hubiera gustado que Cancio estuviera allí para hacer de
padrino de bodas, pero la situación de la revolución y la premura por-
que la familia de Mario asistiera al enlace lo impedía, por lo que Lucía
pidió a Cesáreo que la acompañara al altar, cosa que este aceptó con
orgullo, pero que no suplió su estado nostálgico y tristón.
El padre de familia ya no le daba consejos a Mario. Se sentía des-
bordado por toda aquella situación, y completamente fuera de lugar
de pronto, lejano ya al mundo en que se desenvolvía su hijo.
En parte se había sentido orgulloso de que Mario hubiera llegado
a diputado de la nación tan joven, a pesar de que dejara de lado el ne-
gocio. En el fondo sabía que su hijo había nacido para la política, no
para el comercio, y aceptó su decisión pese a su profundo pesar con la
misma.
Pero el que se hubiera convertido en cabecilla de toda aquella lo-
cura le inflingía un profundo desasosiego, una tristeza mayor que las
circunstancias nefandas que habían llevado a su precipitado enlace
matrimonial.
Aquello no podía salir bien, y su hijo corría el peligro cierto de
que, cuando cambiaran las tornas, fuera ajusticiado, y perderlo para
siempre. Eso si no moría antes en alguna escaramuza a las que era tan
aficionado, pensaba Cesáreo.
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Esa posibilidad lo mantenía en vela por las noches, y le estaba gene-


rando malas digestiones últimamente.
Hasta ese momento, a los pocos días de haberse constituido el
cantón, y ser un movimiento que se extendía como la pólvora por
el país, no había habido derramamiento de sangre, pero Cesáreo esta-
ba seguro de que lo habría. Y mucho.
La boda se celebró con muy poco público, solo la familia más ínti-
ma y algún amigo de juventud de Mario, avisado a última hora.
Lucía vestía un sencillo traje negro, antiguo, pero muy elegante,
prestado por doña Dolores. En la cabeza portaba peineta grande cu-
bierta con una bella mantilla negra de puntilla, comprada en una de
las mejores tiendas de encajes y bordados de la calle Platería, regalo
de la familia Rubio a la novia.
Mario se vistió para la ocasión con su traje de los domingos. No
había tenido tiempo de encargar un atavío a medida para la ocasión.
La celebración, en casa de los Rubio, en la calle de San Nicolás, con-
sistió en una copa de anís, y unos dulces para los invitados, seguidos al
rato, y dado el poco número de invitados, de una sencilla comida de
verano, con ensalada murciana, cordero asado y un flan de postre.
Aquella noche la recién casada pareja se buscó con ansia, después
de varios días de separación sexual forzada. Era su segunda noche de
bodas en poco más de un mes, se decían. No todo el mundo podía
presumir de eso.
Pero en esa ocasión sí había habido una boda real. Y pronto ven-
dría un bebé.
Mario recordó esto estremeciéndose de responsabilidad, desde su
puesto de vigía, pensando que el destino que le esperaba se había vuel-
to inescrutable desde el momento en que supo de su paternidad.
¿Qué futuro le esperaba a Lucía? ¿Sobreviviría él a todo aquello
para poder darle la vida que se merecía? ¿En qué mundo crecería su
hijo? ¿Podría ser él un buen padre, alguien que sirviera de ejemplo a
otra persona?
Mario dejó sus pensamientos de forma súbita. La visión que tanto
había temido se estaba haciendo realidad rápidamente a cosa de tres-
cientos metros.
El joven observó que tras una loma que daba acceso al llano que
se extendía frente a la estación, se estaba formando una columna de
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militares uniformados que avanzaba a toda prisa. El ejército guberna-


mental les había preparado una emboscada.
–¡Nos atacan! –gritó Mario–. ¡A las armas, nos atacan!
Los soldados, cansados por el viaje, salieron de donde estaban,
unos en los vagones, otros en la estación, otros más en los alrededores.
Todos ellos confundidos y sorprendidos por las voces de Mario.
Los oficiales al mando, una vez confirmada la inminencia del ata-
que, intentaron formar a los soldados a toda prisa. Había que prepa-
rarse para la defensa.
Entonces lo escuchó. Un silbido. De pronto, una explosión. La
caseta de madera donde se vendían los billetes saltó en mil pedazos,
haciendo volar esquirlas de madera por todas partes.
Más bombas. Estaban siendo atacados de una forma profesional
y perfectamente estudiada, con morteros que eran disparados tras la
loma.
Mario saltó a las vías del tren, buscando un lugar más bajo desde el
cual refugiarse.
Los soldados, que aún no habían tenido tiempo de formar y pre-
pararse para el combate, huían despavoridos, buscando algún refugio,
como él mismo hacía.
Las bombas seguían cayendo sobre ellos sin cesar, ahora a mayor rit-
mo, desde los cañones que se habían alineado a todo correr en el llano.
Los soldados no sabían dónde esconderse, había ya muchos muertos.
Los oficiales intentaban organizarlos, sin una conciencia clara de
los pasos a seguir, pero solo conseguían agruparlos para hacer más fácil
el blanco a los proyectiles, haciendo que miembros y vísceras volaran
por los aires. Aquello era un espectáculo dantesco.
El tren de vanguardia, en el que iban Antonete y Contreras, estaba
en posición perfecta para ser bombardeado, había que moverlo a toda
prisa, iniciar la marcha antes de perder los más valiosos pertrechos del
cantón.
Mario observó que las ruedas del tren comenzaban a moverse lenta-
mente, quizá lo pudieran utilizar para huir de aquel infierno de fuego.
Entonces sucedió. Una granada impactó directamente en el vagón
del Estado Mayor, destrozándolo en parte.
Mario corrió desesperadamente hacia el vagón. Antonete no podía
morir. Era su amigo y el espíritu de todo aquello, qué absurdo dejar
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la vida en una vía de tren, cazado como un animal sin posibilidad de


defenderse.
Mario observó, entre el humo proveniente de los distintos incen-
dios a los que estaba dando lugar el bombardeo, una silueta cuadrada
y decidida, inconfundible, caminando por la vía sin ningún tipo de
miedo a sufrir ningún daño, como si fuera invulnerable a los impactos
de los cañonazos.
Antonete, firme como una roca, ordenaba a todos los soldados que
se mantuvieran unidos, intentando agruparlos para repeler el ataque.
–¡A la lucha cantonales! –gritaba–. ¡Por el honor y la patria! ¡Por el
cantón y por España!
Mario sonrió, admirándose de nuevo de aquella personalidad in-
destructible y sólida, aliada con la suerte para burlar a la muerte una
vez más.
Su valor, y haber bajado a las vías para ordenar a las tropas en dis-
persión, le había salvado la vida a él y al general Contreras, que le seguía
de cerca, como parapetado detrás de la invisible coraza que le protegía.
Los soldados y voluntarios, al verle, se insuflaron de valor y deci-
sión consiguiendo así rehacerse y superar la sorpresa inicial.
–¡Barricadas, barricadas! –gritaba el caudillo con su voz de león.
Mientras, algunos soldados intentaban sacar los cañones que se-
guían en los otros trenes estacionados.
Pero todo era inútil. Una compañía de carabineros centralistas co-
menzó a disparar, apoyados por un gran número de guardias civiles.
Las granadas comenzaron a caer sobre su posición con más precisión.
Los cantonales caían como moscas, en una orgía de sangre difícil
de soportar.
Antonete no tuvo más remedio que dar la orden de retirada, apro-
vechando la disponibilidad del tren, que avanzaba al ralentí.
–¡Todos al tren! –gritó al tiempo que llegaba a la locomotora para
ordenar al maquinista que no corriera mucho para permitir la subida
a bordo de los soldados.
Sin embargo, no les daría tiempo a huir si no había nadie que pro-
tegiera la retirada, aunque Antonete no estaba allí para emitir orden
alguna al respecto.
Entonces, Mario observó que un teniente, llamado Ibáñez, había
conseguido organizar una columna presta para la defensa. El joven se
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unió a los hombres del teniente, que comenzaban a hacer fuego de


cobertura con bastante eficacia.
Con gran esfuerzo y número de muertos, consiguieron parar el ata-
que de los carabineros. El tren cogía velocidad, y la mayor parte del
ejército cantonal podría ser salvado. En aquel tren iba el grueso
del armamento, y podía trasportar a muchas tropas. Ya habría mejor
ocasión de demostrar su valía.
Mario observó que el tren iba totalmente saturado de soldados,
pero que conseguía, poco a poco, obtener velocidad.
Los hombres de Ibáñez habían conseguido su objetivo. Era hora
de pensar en emprender su propia huida, algo que Mario veía imposi-
ble. Habría que resistir hasta morir. Entonces, la muerte, en forma de
cuerpo de caballería, se echó sobre ellos.
La acometida fue inesperada, rápida y brutal. Cerca de cincuenta
jinetes rompieron la retaguardia, disparando sus revólveres, blandien-
do sus sables y pisoteando con sus enormes caballos a los infantes, que
volvían a huir despavoridos.
Con los pocos hombres de los que disponía, Ibáñez ordenó dispa-
rar contra los jinetes. Era inútil. Aunque hicieron frenarse un momen-
to a la caballería, la infantería centralista seguía avanzando. Pronto los
tendrían rodeados.
Al menos los cañones habían dejado de disparar, dada la cercanía
del ejército gubernamental. Habría que rendirse y evitar así la muerte
de todos los hombres que quedaban en pie.
Entonces, Mario reconoció una cara que lo miraba fijamente desde
lo alto de un poderoso caballo. Era Leandro.
Sus ojos se observaron mutuamente. Mario pudo volver a ver el
profundo odio que estos le transmitían. Leandro llevaba un sable
manchado de sangre en una mano, mientras con la otra, hábilmente,
manejaba las riendas al tiempo que sostenía su revólver.
Leandro, que parecía al mando de la caballería, dejó de mirarle
para volver a reagrupar a sus hombres en una nueva y definitiva carga.
No saldría vivo de allí, ahora lo sabía.
El murciano se dispuso a vender cara su piel.
Entonces, un cañonazo a la espalda de Mario envió un proyectil a
la zona de carabineros que los acosaban. Estos, desprevenidos, se dis-
persaron y dejaron de abrir fuego contra los hombres de Ibáñez.
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Antonete volvía con refuerzos. No pensaba dejar a nadie atrás.


Doscientos hombres comenzaron a gritar, disparando y abalanzán-
dose sobre la caballería, que tuvo que recular ante la fuerza de la res-
puesta.
–¡Quien quiera salvarse que corra al tren! –gritaba Antonete mien-
tras que los cañones cantonales, disparados desde la vía, y condenados
a no ser recuperados para la causa, pues tendrían que ser abandona-
dos en la huida, seguían disparando sin cesar, proporcionando una
cortina de fuego defensiva ante los gubernamentales.
Con gran esfuerzo, todos los hombres consiguieron subir al satu-
rado tren, que llevaba soldados hasta en el techo. Los últimos en subir
fueron los artilleros de los cañones, Antonete y Mario, que por poco
pierden el tren, pues este ya estaba cogiendo velocidad, teniendo que
ser alzados por el resto de la tropa hasta el interior del mismo.
Poco a poco, la estación de Chinchilla se fue perdiendo en el hori-
zonte.
En el posterior recuento de bajas, se confirmó que habían muerto o
desaparecido más de quinientos hombres, perdiéndose gran cantidad
de artillería y pertrechos.
Aquella breve batalla había sido un completo desastre para el can-
tón, y marcaría el futuro del mismo.
Se habían perdido muchas vidas, armamento pesado, municio-
nes…, pero sobre todo se había perdido fe en la victoria. Ya solo cabría
resistir o morir.
Mario observó que el ejército gubernamental había renunciado a
perseguirles. Desde su posición vio que los jinetes de caballería no
quitaban ojo a la huida cantonal, desafiantes, esperando nuevas opor-
tunidades de combate.
Leandro estaba allí. Se volverían a ver las caras. De eso Mario esta-
ba seguro.
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14. LOBO

Cartagena, 10 de octubre de 1873,


habitación de Mario y Lucía en casa
de la señora Anselma

–No tienes por qué ir –le volvió a insistir Lucía, casi con reproche
en sus palabras–. Tú no eres marino. No pueden obligarte a ha-
cerlo.
–¿Y qué? Tampoco soy soldado, y me he jugado la vida cada día
cuando teníamos que burlar el bloqueo de Martínez Campos, o en las
noches en que querían romper nuestras defensas –replicó Mario casi
con frialdad–. Además, no es la primera vez que salgo con la escuadra
–añadió–. No sé por qué ahora te preocupas tanto.
–¡No es lo mismo y lo sabes! –exclamó, en uno de los arranques de
furia que tenía últimamente, y que el doctor Bonmatí Caparrós, jefe
de la Cruz Roja en el cantón, había achacado al estado de buena espe-
ranza de Lucía, que ya se manifestaba claramente.
De pronto esta rompió a llorar.
Mario no soportaba cuando lloraba. No sabía qué hacer para con-
solarla y se sentía impotente. Era consciente de que la vida de su es-
posa había cambiado radicalmente en los últimos meses y se sentía
profundamente culpable y responsable por ello.
De ser una señorita bien madrileña había pasado a ferviente revolu-
cionaria durante las primeras semanas de su relación, después embara-
zo y boda, y últimamente demasiado volcada en su labor sanitaria, lo
que le hacía alejarse cada día más de sus actividades políticas.
Los quinientos muertos de la batalla de Chinchilla, junto con los
cientos de heridos de aquella batalla, habían dejado profundamente
impresionada a Lucía.
Después, día tras día durante meses, decenas de víctimas a causa
de las incursiones terrestres y marítimas para burlar el bloqueo, no
habían hecho sino aplacar el fervor revolucionario de Lucía, que com-
prendía que cualquier día Mario podría ser uno de aquellos a los que
transportaban en las improvisadas carretas donde transportaban a los
muertos desde el frente hasta el cementerio.
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La visión real del dolor ajeno, las familias rotas por la pérdida de
un padre, un hermano o un hijo, la realidad de la guerra que ya había
llegado a las puertas del cantón, y el empecinamiento de los líderes
cantonales en morir matando, habían acabado con la inocencia inicial
de Lucía y su visión idílica de las cosas en un tiempo demasiado breve.
Había pasado en esos meses, en un proceso progresivo pero cons-
tante, de arengar a las mujeres sobre los beneficios de la revolución, a
dedicarse en cuerpo y alma a ayudar a don Antonio Bonmatí, el jefe de
la Cruz Roja en Cartagena, en sus quehaceres médicos.
Lucía había conocido al buen doctor, que desde el primer momen-
to había sido el jefe oficioso de la asistencia sanitaria de campaña del
Cantón, en su intento de crear un hospital maternal para todas las
mujeres de Cartagena.
Debía reconocerse ante sí misma que la urgencia y la implicación
con la que se había propuesto llevar a buen término su propuesta de
hospital estaba espoleada por el hecho de que en unos meses ella mis-
ma pasaría por el trance de dar a luz, algo que le preocupaba en exceso.
Suponía que los cambios hormonales también tendrían algo que
ver en el hecho de que ya no se sintiera tan atraída por la revolución
social, y sus pensamientos hubieran pasado a estar ocupados casi por
completo por el nuevo ser humano que crecía en su interior y la posi-
bilidad de que el padre de aquella criatura muriera cualquier día.
Se había sorprendido a sí misma echando en falta a su madre en todo
aquel trance, sentimiento que procuraba desterrar de su mente, pero
que indefectiblemente acudía a sus pensamientos de vez en cuando.
A raíz de la amistad surgida con Bonmatí, y la buena maña y
templanza que Lucía había demostrado tener con la sangre ajena, la
aplicación de apósitos y emplastos, y sobre todo el cosido de la carne
humana, había pasado a ser una ayudante de primera categoría del
médico en muy poco tiempo, dejando de lado cualquier otra ocupa-
ción política casi sin darse cuenta.
Era una aprendiz excelente, y no tenía ningún tipo de escrúpulo a
la hora de atender heridos graves. Era un don innato en ella que jamás
había sabido que poseía.
Posiblemente, pensaba la joven, su habilidad para zurcir heridas
se debía a la práctica obtenida en el bordado del malhadado ajuar de
su frustrada boda con Leandro, pues cuando estaba suturando, para
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darse valor y firmeza de pulso, pensaba que estaba ante una de las pie-
zas que tantas horas había pasado bordando, y que ahora acumulaban
polvo en casa de sus padres.
En todo caso se sorprendió a sí misma disfrutando mientras ayu-
daba a los demás y curaba sus heridas. Era una vocación que jamás se
le había pasado por la cabeza, y que cada vez más observaba como una
futura profesión a la que dedicarse.
Había encontrado, quizá, su lugar en el mundo, algo que había
intentado hacer buceando en las lecturas revolucionarias proporcio-
nadas por Galdós o participando activamente en la lucha política que
le había atraído semanas atrás.
En el fondo, pensaba, no era más que una niña criada entre algo-
dones, que estaba creciendo a marchas forzadas, haciéndose mujer en
un mundo que nunca había esperado conocer con aquella intensidad,
y en el que debía encontrar su sitio por sí misma.
Debía reconocer, a pesar de los pocos meses pasados, que conforme
pasaban los días y veía el desarrollo cruel de la guerra que ella misma
había ayudado a generar de alguna manera, más horrorizada estaba
de su propio ardor revolucionario del comienzo, cuando todo parecía
que saldría bien, y solo había felicidad entre ella y Mario.
Además, su marido cada vez estaba más ausente, ocupado en mi-
siones militares o políticas, incursiones para obtener víveres y dinero, e
intentonas navales de devolver al cantonalismo a las ciudades costeras
perdidas para la causa.
A Lucía, que con su embarazo haciendo estragos en su sistema hor-
monal hubiera requerido la presencia de su marido más que nunca, se
le hacían insoportables sus ausencias.
A veces se sentía viuda reciente.
En los escasos momentos en los que contaba con Mario a su lado,
este estaba tan agotado por su actividad militar, que no habían podido
recuperar la pasión que parecía llevarlos en volandas durante las pri-
meras semanas de matrimonio.
A todo ello había que añadir la propia decepción que Lucía sentía
con el cantón. Este se había creado para un fin superior, no para con-
ducir al hambre, la desesperación y la muerte a toda una ciudad.
La necesidad alimentaria de la población, y las demandas militares,
conllevaban la obligación de comportarse de forma rapaz con todas las
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poblaciones costeras a su alcance, que contribuían a la causa, a fuerza


de cañonazos, con alimentos y dinero.
Esa no era la fuerza del convencimiento que pregonaban Barcia y
Gálvez. Era robo con amenazas.
Por si fuera poco, dentro del propio cantón las inquinas políticas,
las envidias y los egos comenzaban a jugar su eterno juego.
Todo el mundo sospechaba de todo el mundo, y había distintas
facciones que querían ocupar el poder en la Junta. El reparto de pro-
paganda gubernamental dentro de las murallas, por ejemplo, era ex-
cusa suficiente para intentar desalojar a los actuales líderes, que no
estaban dispuestos a soltar el poder de ninguna manera.
Estaba claro que los centralistas tenían espías dentro de los muros,
y estos conseguían pasar pasquines en los que se informaba a la tropa
de que serían perdonados de inmediato si dejaban sus puestos y se
unían a los centralistas.
También habían apresado varias columnas de víveres y animales,
sabiendo con precisión cuándo y dónde harían su entrada a la ciudad.
Alguien tenía que franquearle la entrada a toda aquella propaganda
y facilitarles la información, eso estaba claro. Esa circunstancia había
sido aprovechada por algunos para acusar a otros, simplemente por
rencillas anteriores, con el fin de vengarse del vecino.
La Junta, de momento, estaba logrando imponerse y mantener el
orden. Además, había sido muy estricta a la hora de ajusticiar a nadie,
estableciendo un sistema judicial participativo, aunque los sistemas de
jurados populares que habían impuesto no estaban resultando dema-
siado fiables.
Ahora, en las lágrimas que Lucía vertía a causa del terrible miedo
que le producía perder a Mario, estaban mezcladas todas aquellas sen-
saciones que había ido acumulando en esos tres eternos meses que se le
figuraban años, a fuerza de vivir cada día con la incertidumbre de que
sería el último de su breve matrimonio.
Mario la abrazó con ternura.
–¿Es que ya no crees en la causa? –preguntó.
Lucía se quedó mirándolo unos momentos, con angustia.
–¿Es que tú sí? –preguntó a su vez para sorpresa de Mario.
Era la primera ocasión en que Lucía ponía en duda su compromiso
político delante de su marido.
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Mario la dejó de abrazar.


–Creía que estábamos juntos en esto –acertó a responder–. Pensaba
que querías un mundo mejor, justo, con igualdad de oportunidades,
sin clases sociales…
–Y lo sigo queriendo, Mario –respondió–. Pero la oportunidad de
conseguirlo en esta ocasión hace tiempo que pasó. Seguir esta absurda
lucha solo traerá muerte y desgracia –añadió–. La veo todos los días
en el hospital, cuando tengo que atender las heridas de los que siguen
luchando, que siguen creyendo a Gálvez, a Barcia… a ti… a todos.
–Has perdido pronto la fe en la victoria –contestó Mario descon-
certado.
–¡La victoria es imposible ya! –exclamó Lucía–. ¡El Gobierno ha
ganado! ¿Es que no lo ves? ¡Estamos solos! ¡Ya no hay más cantones ni
los va a haber! –exclamó alterada.
Mario sabía que su esposa estaba en lo cierto. Muchas veces se lo
había dicho a sí mismo, pero había evitado expresarlo en voz alta, in-
cluso delante de Lucía.
El silencio se impuso entre ellos de nuevo por unos instantes.
–¿Y qué quieres que haga? ¿Que no luche? ¿Que no llegue hasta el
final? –preguntó–. Sabes que no lo haré. No abandonaré a la gente con
la que he batallado codo con codo hasta ahora, con la que nos hemos
jugado la vida para traer víveres a esta ciudad, a la que hemos conven-
cido de que la lucha era necesaria para el progreso de sus hijos. Nunca
podría perdonármelo.
Lucía se quedó mirándolo desconsolada.
–Creía que sabías dónde te estabas metiendo –añadió Mario.
A Lucía le dolió el comentario, aunque no contestó. En el fondo
era verdad. Ella había creído poder ser parte de la lucha, creía poder
soportar el dolor y el miedo. Se había creído invencible.
Unos pocos meses de penuria, y la conciencia de que solo era el
comienzo de algo mucho peor, habían bastado para que se replanteara
muchas cosas.
La joven intentó obviar el comentario de Mario y retomar el hilo
inicial de la conversación.
–La próxima batalla no será una escaramuza –dijo Lucía con se-
guridad–. Bonmatí me ha explicado que el Gobierno quiere cerrar el
bloqueo por mar, reforzando así el terrestre, y que ha juntado todas
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las naves a su disposición en Portman… me da mucho miedo el mar


–dijo de pronto–. Si te matan, ¿qué haré yo? ¿Cómo podría vivir sin ti?
Era la primera vez que Lucía le expresaba esos miedos. Mario se
quedó mirándola con más pena y con más amor que nunca al mismo
tiempo.
–Mis padres se encargarán de todo. Velarán por ti y por el bebé.
No os faltará de nada –explicó Mario.
–No me refería a eso, y lo sabes –respondió Lucía con dureza–.
No aguantaría este mundo sin ti –añadió de pronto echándose en sus
brazos con ternura, despacio, abrazándolo fuertemente.
–Tranquila. Soy experto en no dejarme matar –dijo antes de devol-
verle el abrazo más tierno del que fue capaz.

El mar estaba muy bravo aquel día. Contreras, al mando de la fragata


Numancia, abría la escuadra. A su derecha la Tetuán, en la que se en-
contraba Mario, la flanqueaba por estribor, mientras que a su izquierda,
protegiendo el babor de la nave capitana, estaba la Méndez Núñez.
El vapor Fernando el Católico cerraba la formación principal, cu-
briendo la retaguardia.
Al mando de la Tetuán se encontraba Nicolás Constantini, aunque
todo el mundo lo llamaba Colau. Era este un contrabandista de nacio-
nalidad indeterminada, pues nadie sabía a ciencia cierta si era italiano,
griego, maltés, chipriota o de cualquier otra parte.
Se había unido a la causa cantonal por motivaciones que no había
revelado, pero había demostrado ser fiero, inteligente y decidido.
Su físico musculado, su talante agresivo y su gran estatura, hacían
de él alguien con quien mejor no estar enfadado.
Sin embargo, Antonete había conectado muy bien con el contra-
bandista, y lo había promocionado en el cantón, de ahí que se le hu-
biera dado el mando de la segunda fragata en importancia militar de
la que disponían.
Mario estaba allí como representante de la Junta, ya que en cada
barco, a pesar de tener comandantes marinos, se había incluido un
político que debía confirmar las órdenes en caso de conflicto.
Él esperaba no tener que enfrentarse a ninguna decisión tomada
por Colau, porque en tal caso no esperaba poder convencerlo de nada.
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De hecho, estaba allí con la pretensión de ser un soldado más. Él


no tenía la menor noción de náutica ni de estrategia militar marina, así
que, por mucho que ejerciera de comisario político, prefería confiar en
el buen hacer de Colau y limitarse a apoyarle en lo que hiciera falta.
Lucía le había hecho ver la noche anterior que estaba apoyando al
cantón suicidamente, y era posible que estuviera en lo cierto. Él mis-
mo no se llegaba a comprender del todo últimamente.
Sabía que su esposa tenía razón en todo lo que decía respecto a la
deriva que estaba tomando la revolución. No podían ganar.
Aunque Mario nunca se lo contó a Lucía para no preocuparla, sí
que había intentado hacerle ver eso a Antonete hacía un tiempo, a
finales de septiembre, cuando los centralistas aún intentaban dar una
salida negociada a la revolución, pero había sido inútil.
Cuando Martínez Campos remitió una carta a Contreras, ofre-
ciendo negociaciones de paz, Mario había recomendado intentar salir
negociadamente de aquel embrollo absurdo en el que se había con-
vertido la revolución, pero ninguno de los dos máximos dirigentes del
cantón le había escuchado.
La decisión de continuar a todo trance se debía en parte a la lle-
gada al poder de Castelar, que había llegado a presidente de la Repú-
blica tras dimitir Salmerón del cargo, después de solo mes y medio en
ese.
Su renuncia se había producido al devolver el Congreso al ejército
la posibilidad de aplicar de nuevo la pena de muerte, derogada con la
llegada de la República.
Salmerón, firme opositor a este castigo, se había negado a firmar
ninguna ejecución, lo que propició la entrada de Castelar.
Emilio Castelar dio más poder si cabe a los militares alfonsinos, y
volvió el Gobierno más centralista que nunca. Los monárquicos esta-
ban encantados con él.
Según Antonete, ya nunca podrían llevar a cabo la Constitución
federal con este tipo de políticos al frente de la República. Solo cabía
resistir, esperar un vuelco de la situación política en Madrid, y luchar
hasta el final.
No entendía por qué Mario le había aconsejado negociar con
Martínez Campos. No podía haber negociación. Era República o
muerte, y si tenía que morir lo haría de pie, con honra, le dijo.
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Mario intentó hacerle ver el hecho de que la propia revolución


había aupado a los centralistas al poder. Si hubieran confiado en Pi
un poco más, si le hubieran dado tiempo, quizá las cosas serían dis-
tintas.
Además, Antonete, los demás federalistas y el propio Mario, que
le aseguró que sería el último en abandonar la lucha si así se decidía,
eran muy libres de disponer de sus vidas como quisieran, pero que
había que pensar en el pueblo de Cartagena y en el sufrimiento que les
esperaba.
Antonete le contestó que en todas las guerras había bajas civiles.
Era el pago que exigía la libertad. Su cerrazón era máxima, y se negaba
a aceptar ninguna razón que le llevara a rendir la plaza. Confiaba en
que, en algún momento, Pi, o cualquier otro republicano afín a la idea
federal, recuperara el poder.
Mario no insistió, pero desde ese instante algo cambió entre ellos,
haciendo que su trato fuera más distante cada día.
En la carta de negociación que había enviado Martínez Campos,
aún reconociendo que Cartagena podía aguantar meses, expuso muy a
las claras la soledad en la que se encontraba la ciudad portuaria.
La agonía del cantón solo podía significar sufrimiento, penurias y
muerte para el pueblo, explicaba amenazante.
La situación en Madrid, explicaba, era claramente contraria a los
intereses que se habían perseguido con la revolución, y todos los pun-
tos conflictivos en Andalucía y Levante, ya habían sido neutralizados.
No tenía sentido seguir la lucha.
Martínez Campos instaba a buscar una solución política a todo
aquello, advirtiendo, sin embargo, de las consecuencias si no se llevaba
a cabo.
La respuesta de Contreras había sido decirle que él podía montar el
asedio que quisiera, que los valerosos hombres del Cantón romperían
el mismo y que no había lugar a la negociación.
Y eso habían estado haciendo esos meses.
Pronto se dieron cuenta los cantonalistas que los hombres de
Martínez Campos eran claramente insuficientes para mantener un
asedio en condiciones.
Además, desde los castillos defensivos de la ciudad los artilleros
obligaban a que la línea de bloqueo estuviera bastante alejada, por lo
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que esta era continuamente rota por los cantonales para abastecerse
por tierra.
El general acabó dimitiendo, al impacientarse por el escaso apo-
yo que recibía por parte del Gobierno en sus reclamaciones de más
hombres y medios para el asedio, y por un rifirrafe que tuvo con el
Ejecutivo por un asunto con el ayuntamiento de Alicante.
Fue sustituido por el general Salcedo, que prometió no cejar en
su empeño hasta que Cartagena hubiera quedado libre de cantona-
listas.
Poco a poco, Salcedo había ido cerrando el cerco sobre Cartagena,
aumentando el número de hombres que la asediaban y la cantidad de
material del que disponían.
Aún no estaban preparados para un acoso más eficaz contra la ciu-
dad, materializado en un bombardeo masivo, pero al ritmo que lleva-
ban de construcción de baterías y líneas defensivas pronto comenza-
rían las hostilidades a gran escala.
Por mar, hasta ese día, el control había sido completamente can-
tonal. La superioridad naval del cantón era claramente manifiesta, y
les había permitido aprovisionarse en costa, por lo que la situación en
Cartagena aún no era ni mucho menos desesperada, aunque las priva-
ciones comenzaban.
El almirante Lobo, al mando de la recién reorganizada flota centra-
lista, había sido el encargado por el Gobierno de intentar cambiar eso,
efectuando un bloqueo serio y eficaz contra Cartagena, que llevara la
hambruna a la ciudad.
La flota cantonal estaba dispuesta a demostrarles lo difícil de aquel
intento.
Siguiendo a la flota salida de Cartagena para encontrarse con los
centralistas, había varios barcos extranjeros que, gracias a las labo-
res diplomáticas del cantón, ya no perseguían como piratas a los can-
tonales.
El cantón debía felicitar a Antonete por ello, ya que había sido
el encargado de mantener conversaciones con los cónsules de todos
los países acreditados en Cartagena, y más estrechamente con los de
Alemania e Inglaterra, habiendo conseguido que estos países observa-
ran la contienda como un asunto interno español, como una guerra
civil, que es lo que era.
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De hecho, los barcos de ambas flotas en conflicto enarbolaban la


bandera española, ya que, al fin y al cabo, el cantón era la sede del au-
tonombrado Gobierno federal provisional de la nación.
Mil veces se había jugado ya la vida Mario por el cantón, rompien-
do el bloqueo terrestre, disparando a los sitiadores y recibiendo su plo-
mo, protegiendo a los pastores que apacentaban el ganado del cantón en
las inmediaciones, a tiro de fusil de los sitiadores, pero había sido un
trabajo que había merecido la pena.
A pesar del distanciamiento con Gálvez, o quizá por esa causa, se
había presentado voluntario como comisario de la Junta en multitud
de misiones.
Hasta ahora había tenido suerte y no había sufrido heridas, y la
recompensa por sus desvelos se había visto recompensada en muchas
ocasiones.
Pero no siempre salían a proteger cargamentos de víveres o rebaños
de animales.
Las misiones más arriesgadas eran las que tenían por objetivo sa-
botear las construcciones de ataque y hostigar a los sitiadores en sus
trabajos.
Así habían destruido varios emplazamientos para baterías de ase-
dio, teniendo grandes éxitos reconocidos por la Junta, aunque el re-
forzamiento del ejército centralista había impedido que estas acciones
continuaran con el ritmo de los primeros días de cerco de Martínez
Campos.
En todas estas incursiones, Mario había temido encontrarse cara a
cara con Leandro. No podía saber si estaba allí, pero estaba seguro de
que el militar no querría estar en otro sitio.
Era cierto también que Martínez Campos había tenido que dis-
traer fuerzas para hacer frente a los carlistas, que atacaban poblaciones
valencianas, y era posible que Leandro hubiera sido enviado en estas
expediciones, dado que la caballería sería más útil contra los carlistas
en campo abierto que asediando una ciudad.
En todo caso, sabía que Leandro estaría allí el día que Mario fuera
ahorcado por traición, observando con su gélida sonrisa cómo él se
ahogaba poco a poco, intentando inhalar los últimos soplos de aire de
su existencia, o se partía el cuello en la caída.
Esa imagen le desasosegaba. ¿Encontraría Leandro a Lucía?
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¿Trataría de vengarse de ella de alguna manera? ¿Podría volver esta a


Murcia y refugiarse junto a sus padres?
Mario era cada vez más consciente de que no saldría vivo de todo
aquello. Cualquier día, ese mismo quizá, se decía, se le acabaría la
suerte y encontraría la muerte que parecía perseguir desde hacía tanto.
Pero no, no quería morir todavía. Tenía que mantenerse vivo para
encontrar a Leandro y acabar con él antes de que este diera con Lucía,
y pudiera hacer cualquier barbaridad al verla embarazada o con un
niño en brazos. Debía vivir con ese objetivo.
Mario se apoyó en la borda del Tetuán, que veía alejarse a la
Numancia, de motores mucho más poderosos.
–Ese inepto de Contreras va de cabeza a la trampa de Lobo –escu-
chó a su espalda.
Era Colau, quien con su acento indefinible se había dirigido a Mario.
Efectivamente, la escuadra centralista ya se veía a la altura de Cabo
de Palos. Parecía que sus barcos se adentraban mar adentro, ofrecien-
do un aspecto compacto de retirada.
La Numancia se estaba alejando cada vez más del resto de la flo-
ta cantonal, espolonada por la retirada centralista, y empujada por la
mucha mayor potencia de sus motores en relación al resto de barcos.
En poco tiempo tendría a tiro a la Vitoria, que parecía volver sobre
sí en esos momentos y plantearle batalla.
–La Numancia podrá con la Vitoria. –Mario se refería a la nave ca-
pitana de la escuadra enemiga, la misma que Contreras se había dejado
arrebatar por los alemanes–. Los demás tendremos que hacer frente al
resto de la flota –añadió–. Supongo que ese será el plan de Contreras.
–Ese será el plan de Contreras… pero no el de Lobo –respondió
Colau–. Espere un poco y ya verá.
Entonces, Colau se dirigió a la tropa.
–¡Zafarrancho de combate! –gritó–. ¡Por la república! ¡Por el can-
tón! –exclamó entre vítores de los marineros, muchos de ellos volun-
tarios, otros artilleros de los castillos, el resto, marineros profesionales
o de reemplazo que se habían unido a la revolución.
Pronto se vio el error de Contreras de no aguardar al resto de la
flota para montar el ataque contra la Vitoria.
Esta había desacelerado máquinas, y todos los barcos de Lobo se
habían reagrupado, cercando a la Numancia y hostigándola desde to-
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dos los ángulos, sin que la flota cantonal, muy alejada de su capitana,
estuviera en disposición de ayudar en el combate.
Sin embargo, la Numancia, la mejor nave española del momento,
rompió el cerco que los buques centralistas habían intentado impo-
nerle, atacando a los barcos más pequeños que la rodeaban, y haciendo
pasar grandes apuros a estos.
Pero Lobo tenía fama de hacer honor a su apellido, y no iba a dejar
escapar a su presa tan fácilmente. Se arrimó a la Numancia, pillándola
desprevenida, ocupada con el resto de naves más pequeñas, y caño-
neándola sin compasión, de costado, con abundante metralla, causan-
do muchas bajas y el terror entre la marinería, ya fuera esta voluntaria
o profesional.
La mayor pericia marinera de Lobo lo hizo manejar hábilmente a
la Vitoria para hacerle ganar ventaja de disparo, que los artilleros cen-
tralistas aprovechaban para causar grandes daños en cubierta, mástiles
y enemigos.
Los sucesivos lances tuvieron el efecto de hacer que Contreras
ordenara la retirada a Cartagena, con la Vitoria pisándole los talo-
nes en posición ventajosa, mientras el resto de la flota cantonal se en-
contraba enfangada ya en su propia batalla con los barcos centralistas,
liberados hacía rato de hostigar a la Numancia, puesta en fuga por
Lobo.
Una vez fuera de combate la Numancia, la Vitoria viró en dirección
a la nave cantonal que tenía más cerca, la Méndez Núñez, que había
quedado en la inútil soledad de la retaguardia, intentando unirse al
combate.
La Vitoria utilizó su enorme superioridad frente a la Méndez para
acercarse rápidamente a ella y comenzar a cañonear a su rival, causan-
do muchas bajas entre su tripulación, como ya había hecho frente a la
Numancia.
La Méndez, ante la inminente derrota, no tuvo más remedio que
acercarse cuanto pudo a la costa, intentando huir de los cañones de la
Vitoria.
Al final, lo único que evitó que fuera hundida por la nave capitana
centralista fue que un barco francés, de los que seguían a la flota can-
tonal como espectadores extranjeros, se interpuso en la línea de tiro de
la Vitoria.
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Con la Vitoria en esos menesteres, el resto de la flota centralista se


dedicó a la segunda pieza más grande, la Tetuán.
Mario observó cómo Colau no rehuía el combate, enfrentándose
a tres barcos al tiempo. Era un capitán suicida, pero Mario no pudo
más que admirar el valor que mostraba y la pericia marinera de sus
maniobras.
Los tres vapores que le hacían frente, más que acosarle como ha-
bían intentado hacer en un principio, se conformaban con escapar de
las andanadas de la Tetuán, que con rápidos giros tenía a tiro a unos y
otros.
Mario, a pesar de estar de enlace político, estaba perfectamente
pertrechado para la batalla, y se unía a las andanadas de fusilería que
efectuaban desde la Tetuán cuando los barcos enemigos estaban cer-
canos.
El murciano no dudaba de que Colau haría huir a los barcos cen-
tralistas, si no hundía alguno, algo que en el fondo esperaba que no
ocurriera. Eran barcos españoles, y españoles los marineros que los
tripulaban, y a Mario no le satisfacía que acabasen muertos, aunque
fuera inevitable.
La Vitoria, libre ya de enemigos, se unió a la batalla contra la
Tetuán.
Frente a la Vitoria, con el apoyo de los otros barcos más pequeños,
la Tetuán no tendría ninguna opción, y Colau lo sabía.
Sin embargo, el contrabandista no se arrugó, y mandó enfilar la
proa directamente hacia la Vitoria.
Lobo tampoco se echó atrás, y fue directo al encontronazo. Solo un
milagro y la pericia de los pilotos hicieron que ambas naves pasaran
rozándose por estribor, aprovechando para cañonearse mutuamente y
enviarse cargas de fusilería.
Las balas y las explosiones volvían a rodear a Mario, que vio caer a
varios hombres junto a él. En medio de la refriega, a Mario le pareció
ver al almirante Lobo impertérrito, en el puente de mando, observan-
do tranquilamente al frente, como setenta años antes había hecho el
almirante Nelson en Trafalgar antes de morir en aquella batalla.
Mario siguió la mirada de Lobo para encontrar lo que estaba ob-
servando. Era a Colau, que adoptó la misma pose inconmovible de su
rival. Ambos hombres parecían retarse a ver quién tenía más valor.
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En ese momento, una gran explosión cercana hizo caer a Mario


sobre cubierta.
Este, una vez pasada la impresión del golpe, se palpó por todas
partes, para ver si tenía alguna herida. La fortuna pareció sonreírle de
nuevo, dándole la oportunidad de morir otro día.
Colau, ante las bajas y la apabullante superioridad ganada por
Lobo, ordenó retirada, siendo el último barco cantonal en dejar el
combate, y protegiendo la huida de los demás.

Los heridos llenaban el puerto, hasta donde Bonmatí había llevado sus
ambulancias con la Cruz Roja pintada en ellas.
El médico corría de aquí para allá, suturando heridas lo más rápido
que podía en el mismo puerto, ordenando a los más leves que fueran
atendidos por auxiliares e intentando organizar todo ese caos.
Mario estaba ayudando en ese momento a trasladar a los heridos
más graves de la Tetuán hasta la ayuda médica. Entonces la vio. Lucía
en plena acción, cosiendo un tajo en un brazo, después de extraer una
esquirla de gran tamaño.
Sintió una preocupación inmediata. No debería estar haciendo
aquello en su estado, pero en ese momento Mario comprendió que
ella no querría estar en otro sitio.
Lucía mantenía la calma mientras todos los demás estaban altera-
dos y nerviosos, cosiendo con precisión y rápidamente la herida que
tenía enfrente. Se sintió tremendamente orgulloso de ella.
Se acercó para preguntarle dónde colocaba al herido. Al verle,
Lucía dejó de coser y se abalanzó a abrazarlo.
–¡Gracias a Dios! –exclamó antes de besarlo con fuerza, cogiéndole
la cara con las manos ensangrentadas, y dejándole más manchado de
lo que iba. A continuación, sin más aspavientos, volvió tranquilamen-
te a su trabajo de sutura–. Colócalo ahí –ordenó, refiriéndose al herido
que transportaban y que no parecía revestir mucha gravedad–. Ahora
lo verá el doctor –dijo sin añadir nada más, y dejando a Mario com-
pletamente aturdido.
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15. NOCTURNIDAD Y ALEVOSÍA

Cartagena, 26 de noviembre de 1873,


habitación de Mario y Lucía en casa de la señora Anselma

Una patada despertó a Lucía.


La pequeña vida que llevaba dentro de sí no tenía ninguna conside-
ración por su madre, y se dedicaba a revolverse dentro de ella a horas
intempestivas, como solía hacer desde hacía unos pocos días.
Sentir por primera vez el movimiento de su futuro hijo dentro de
ella le hizo tomar conciencia de la grandeza de la vida, y de cómo esta
se abría paso bajo cualquier circunstancia, incluso la guerra.
Lucía se levantó para caminar unos pasos por la habitación. Le
gustaba pensar que los paseos nocturnos en compañía de su madre
calmaban al bebé, y la verdad es que solía darle buenos resultados.
Ya estaba de cinco meses, y el doctor Bonmatí, dado el descenso de
la actividad militar en los últimos tiempos, y su ya evidente estado
de embarazo, le había rogado que se quedara en casa.
Lucía solo le había hecho caso a medias. Ya nunca más podría estar
sin hacer nada. Ese tiempo de su vida había pasado. Necesitaba activi-
dad y la necesitaría siempre.
Dentro de su nueva y recién descubierta vocación sanitaria, había
caído en la cuenta de que, a pesar de toda la sangre vista y de todas las
heridas remendadas, no sabía nada de partos, que había sido la idea
inicial de interesarse por las cuestiones médicas.
Ella misma daría a luz en unos meses, y estaba muy interesada en
aprender las técnicas y métodos usados en aquel trance tan importante
de la vida de las mujeres.
Ya no esperaba poder conseguir ese hospital maternal que había
soñado en los primeros días de la revolución, quizá con ánimo egoísta,
pensando en tener ella misma la mejor atención, pero estaba segura
de que algún día todas las madres podrían tener acceso a los mismos
cuidados profesionales independientemente de su procedencia social.
Para poder estudiar de cerca los partos, Lucía se las había arreglado
para que una reconocida partera de la ciudad la llevara de ayudante en
algunos de ellos.
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Esta mujer tenía un hijo que había participado en los combates


navales contra Lobo, y que había sido atendido de sus heridas por Lucía,
por lo que no pudo negarse a la solicitud de la joven para acompañarla.
No es que le hiciera mucha gracia tener que contar con la madri-
leña ayudándola en su trabajo, pero había de reconocer que esta tenía
un don para cerrar heridas y para la enfermería en general, así que
terminó agradeciendo la ayuda.
Lucía, por su parte, siguió buceando en otras facetas de la profe-
sión médica, aprendiendo cada día más sobre esta, gracias tanto a la
práctica obtenida ayudando en lo que podía a los médicos de la Cruz
Roja, como de los libros de anatomía y medicina que Bonmatí le había
prestado con el objetivo básico e inconcluso de que la joven se quedara
en casa.
A pesar de las reticencias de su mentor y amigo, y la bajada de ac-
tividad militar, la joven seguía acudiendo al hospital, y nadie podía
evitar que se uniera a alguna intervención de vez en cuando o echara
una mano a las enfermeras en lo que podía.
Mario jamás le había puesto pegas a su actividad, ni a la política ni
a la médica, pero últimamente se mostraba preocupado por si tanto
ajetreo pudiera tener un impacto negativo en su salud y en la del futu-
ro hijo que esperaban.
Lucía lo tranquilizaba asegurándole que en cuanto se notara mo-
lesta no se movería lo más mínimo. Ella sabría cuándo debía reducir
esfuerzos. La naturaleza era sabia, le decía.
Mario no parecía creer mucho esa consabida máxima, pero era in-
capaz de oponerse férreamente a los deseos de su esposa.
Además, Lucía era un espíritu indómito, y necesitaba sacar toda la
energía que llevaba dentro. ¿Qué iba a hacer si no? ¿Ir de compras?, le
preguntaba con sarcasmo.
La señora Anselma no permitiría que ella hiciera ninguna labor do-
méstica, cosa para la que ella tampoco es que tuviera mucha disposi-
ción ni estuviera muy bien preparada, por lo que le sobraba demasiado
tiempo al día. Tenía que aprovecharlo en algo.
El bebé volvió a removerse dentro de su cuerpo.
–No tengas prisa –le dijo Lucía a la vida que bullía y crecía dentro
de ella, mientras se acariciaba la ya prominente barriga–. Como salgas
a tus padres, vas a tener toda una vida para moverte mucho.
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Entonces, sin que la joven se hubiera dado cuenta de su presencia


antes, notó que Mario se acercaba por su espalda y la abrazaba con
delicadeza.
–¿Tiene ganas de bailar esta noche también? –preguntó mientras la
besaba en la mejilla.
–Eso parece. ¿Crees que tendremos una bailarina? –preguntó.
–En ese caso, será la más guapa del Ballet Nacional –contestó
Mario riendo.
–¿Y si es niño?
Mario se quedó pensando la respuesta.
–Con que no se parezca a su padre me daré por contento –contestó
el joven riendo.
Desde la batalla con Lobo Mario había decidido ser más prudente.
Él ya había cumplido con creces con la revolución, no necesitaba de-
mostrar nada.
El propio Contreras, tan resuelto siempre a arriesgar las vidas de los
demás, había huido con el rabo entre las piernas y sin volver la vista a
la batalla cuando Lobo decidió dejar de perseguirle. Y Antonete tam-
poco había estado allí.
¿Por qué tenía que arriesgar él más que los demás?, se pregun-
taba.
Si Gálvez estaba ahora más distante con él, solo por proponerle
negociar una paz con condiciones antes que una guerra imposible de
ganar, ¿por qué había de ser él siempre el que se jugara la vida, mien-
tras otros veían las batallas desde las murallas de la ciudad?
El distanciamiento del líder hacia él había sido el punto fundamen-
tal hacia el hartazgo de Mario con toda aquella situación, pero debía
reconocerse que también estaba cansado de tanta lucha.
Seguía creyendo en la causa, pero la visión de tantos camaradas
caídos junto a él, y los numerosos heridos y mutilados, que ya no
volverían a tener una vida como la que habían conocido, era algo que
comenzaba a afectarle profundamente.
Comprendió que, después de tanto jugarse la vida, ahora se debía
más a su mujer y a su hijo que a cualquier otra cosa, y aunque su honor
y su compromiso no dejarían que dejase de luchar e ir a donde fuera
requerido, intentaría ser más juicioso.
Afortunadamente, el cantón, en los últimos tiempos, no había ne-
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cesitado mucho de sus servicios militares y sí más de los políticos y


administrativos.
De manera sorprendente, y a pesar del resultado incierto de la ba-
talla naval, Lobo no había podido mantener el bloqueo de la ciudad
por mar. La falta de carbón le había hecho desistir de un segundo
combate, esta vez capitaneado por Colau, cuya sola disposición táctica
de combate había convencido a Lobo de que era más prudente recular
y esperar a otra ocasión.
El rehúse del combate, celebrado con algarabía por la población
cartagenera, había supuesto la destitución de Lobo, que en realidad no
había tenido otra opción, como se demostró posteriormente con los
sucesivos intentos de bloqueo.
La armada cantonal solo tenía que esperar a que la flota centra-
lista quedara mermada a causa de la necesidad de repostar carbón en
Alicante para tener una superioridad suficiente como para ponerlos
en jaque y hacerles huir.
Además, las potencias extranjeras seguían teniendo buques de gue-
rra en la zona, con el encargo ahora de proteger a los barcos mercantes
de su nacionalidad que comerciaban con Cartagena, pues esta tenía
gran cantidad de plata, incautada en el Arsenal y en las incursiones
marítimas de la flota.
Incluso se habían acuñado monedas de plata, denominadas du-
ros cantonales, de gran valor, con la inscripción: «Setiembre 1873
– Cartagena sitiada por los centralistas».
Mientras hubiera plata el suministro de víveres seguiría asegurado
por mar, al menos por un tiempo. El cantón seguía vivo.
El bloqueo por tierra, sin embargo, se había reforzado enormemen-
te. El número de soldados sitiadores se había multiplicado exponen-
cialmente, así como el armamento del que disponían, por lo que las
salidas por tierra se hicieron imposibles, algo que Mario agradeció en
el fondo.
Políticamente, el mes sí había sido más entretenido, sobre todo por
el intento, frustrado, de contrarrevolución.
Había sido de esperar, pensó Mario. Una ciudad sitiada, gober-
nada por unos líderes que no aceptaban oír hablar de negociación, y
con un ejército a las puertas, era el caldo de cultivo perfecto para esas
intentonas.
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Todo había empezado, curiosamente, por la detención del dueño del


hotel París, Nicolás del Balzo, el mismo hotel donde se alojaba toda la
plana mayor revolucionaria, y lugar de sus principales decisiones.
El señor Del Balzo se había propuesto siempre como presidente
de la Junta Revolucionaria, y últimamente parecía insistir mucho en
estos cambios.
Sin un motivo muy claro, Gálvez, acusando a Del Balzo de conspi-
rador, quizá solo por el hecho de que este no escondía sus pretensiones
de presidir la Junta Revolucionaria, lo había detenido y encarcelado en
el castillo de Galeras.
Esto había originado airadas protestas de partidarios de las negocia-
ciones de paz, encabezadas por curtidos héroes militares de la revolu-
ción hasta ese momento, entre ellos los brigadieres Pernas y Carreras,
muy admirados por su actuación en los combates que el cantón había
tenido que librar.
Para dar carpetazo a esta situación lo antes posible, Antonete y el
general Contreras decidieron convocar elecciones a Junta para unos
pocos días después, donde en el fondo lo que se decidiría sería si con-
tinuar la lucha sin cuartel o comenzar unas negociaciones tendentes a
la rendición.
Gálvez ganó estas elecciones sobradamente, como era de esperar,
quitándose de en medio cualquier atisbo de crítica o censura a sus
decisiones.
Días después, el propio Gálvez descubrió, en una casualidad algo
sospechosa, pensaba Mario, una nota metida de contrabando dentro
de un envío de pan.
Esa misiva desvelaba los planes de Pernas y Carreras para solivian-
tar a los regimientos del ejército que se habían unido a la revolución, a
cambio de una pensión vitalicia otorgada por el Gobierno.
Según dijeron los encargados de arrestar a estos contrarrevolu-
cionarios, ambos brigadieres portaban pasaportes expedidos por el
Gobierno, y se encontraban prestos a acudir a una reunión clandestina
con objeto de terminar de perfilar sus planes.
Mario no pudo confirmar estos extremos, pero sí sabía que Pernas
y Carreras acompañaron a Del Balzo en su encierro en la prisión de
Galeras, donde fueron sometidos, como traidores que eran, a tremen-
das palizas, malnutrición y un penoso encierro.
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Pasados unos días, se ordenó su traslado a la Ferrolana, un pequeño


buque que serviría de prisión para presos políticos.
Mario quería pensar que realmente los brigadieres estaban prepa-
rando un complot, que eran unos traidores, que se habían vendido al
Gobierno.
Si no era así, la propia revolución se estaba convirtiendo en algo
por lo que no merecería la pena seguir luchando.
Mario abrazó más fuerte a Lucía. Esta volvió la cabeza hacia él para
hablarle.
–Si es niña, quiero ponerle…
Lucía no pudo acabar la frase. Una potente explosión sonó terri-
blemente cerca, haciendo que ambos jóvenes se tiraran al suelo instin-
tivamente.
La casa pareció temblar, haciendo rodar por los suelos algunos en-
seres que había encima de una cómoda.
Después otra explosión, y otra, y otra.
Los estallidos se sucedían a lo largo y ancho de la ciudad. Lo que
Mario sabía que ocurriría sin remedio, estaba teniendo lugar. Las fuer-
zas sitiadoras habían terminado al fin sus trabajos, y ya tenían plena-
mente operativas todas las baterías que apuntaban a Cartagena.
El bombardeo había comenzado.

Lucía no daba abasto en coser heridas y atender heridos durante aque-


llos primeros días de bombardeo.
A pesar de la oposición frontal de Mario, y de que Bonmatí la acep-
tara a regañadientes, ella no se iba a quedar refugiada bajo las murallas
junto al resto de la Junta Revolucionaria, mientras las granadas y obu-
ses destrozaban la ciudad y a sus habitantes.
El hotel París ya no era residencia de ninguna revolución. Todos
habían huido al cuartel de los guardias marinas, por ser este un lugar al
que no llegaban los proyectiles centralistas en los primeros días, dado
que estos pasaban de largo y caían al mar.
Muchas mujeres y niños, apiñados por cientos, buscaron refugio
también allí, en un caos difícil de describir.
Pero, a los dos días de bombardeo, los centralistas mejoraron la
puntería, y consiguieron dar en el edificio, por lo que la Junta no tardó
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en trasladarse a la muralla, con la excusa de que allí se transmitirían


mejor sus órdenes a las defensas de la ciudad, dejando a mujeres y ni-
ños expuestos en el cuartel.
El bombardeo estaba siendo brutal e indiscriminado. En los prime-
ros días apenas se detuvo unas pocas horas, gracias a la intervención
humanitaria de los almirantes extranjeros que estaban en la zona pro-
tegiendo a sus mercantes y a la intermediación de Bonmatí en calidad
de presidente de la Cruz Roja de la ciudad.
Así se consiguieron un par de treguas en las que poder evacuar a
ancianos, enfermos, mujeres y niños.
Aun pudiendo escapar, muchas mujeres se negaron a dejar la ciudad
si no era con sus maridos, y la evacuación de Cartagena no fue masiva.
Lucía las entendía perfectamente. Ella nunca se iría de allí sin
Mario.
La Junta no permitió más treguas. Las defensas de la ciudad, dis-
parando desde los castillos y la muralla, y los potentes cañones de las
fragatas, respondían al fuego enemigo con eficacia, y también hacían
estragos entre los sitiadores.
Durante las treguas los centralistas tenían tiempo de intentar re-
construir baluartes alcanzados y reparar daños, y eso era algo que
Contreras y Gálvez no estaban dispuestos a consentir.
En los primeros días de diciembre el bombardeo pareció apaci-
guarse. Los daños militares para las defensas de Cartagena habían sido
exiguos, en contraposición a las pérdidas sufridas por la población ci-
vil, que fue la que soportó lo peor del ataque.
Además, el desgaste para los sitiadores había sido bastante grande
en comparación, y los avances escasos, por lo que las hostilidades se
redujeron notablemente, centrándose estas en el castillo de San Julián
y en las defensas de la ciudad.
Poco a poco, la población fue volviendo a sus casas, y para mitad
de diciembre todo el mundo se había acostumbrado a convivir con el
intermitente y mucho menos agresivo bombardeo.
Lucía, exhausta aquellos días, y casi obligada por Bonmatí y Mario,
accedió a volver a su casa y tomarse un obligado descanso.
Bonmatí prometió a Mario no dejar más a Lucía ayudar en la Cruz
Roja, aunque este, conociendo a su esposa, no creía que eso fuera a ser
del todo posible.
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16. ESPÍAS

Cartagena,
24 de diciembre de 1873

Cartageneros:
Encargado por el Gobierno de la República, de emprender con todo
vigor las operaciones del sitio contra vuestra ciudad querida, cúmpleme
dirigíos una voz de consejo, antes de extremarlas con los grandes medios
que el Gobierno pone a mi disposición.
En nombre de la libertad y el orden, que aquella no puede existir sin
este, os aconsejo que depongáis las armas y abandonéis a los que con sus
disolventes ideas han llevado el luto, la miseria y la desolación a esta ciu-
dad antes rica, feliz y floreciente.
Pensadlo bien y escuchad una voz, todavía amiga, que en nombre de
un Gobierno republicano ofrece libertad verdadera, orden, paz, sosiego,
y que si persistís en prolongar una defensa que es larga y tenaz, porque
esa plaza había consumido los millones y cuidados de la nación, para
emplearlos contra los enemigos de la patria, y no contra españoles y libe-
rales, no dudéis que ya se acerca el término de vuestra resistencia, porque
el ataque ha de ser rudo y sangriento, y vosotros seréis responsables ante
la historia, ante vuestro pueblo y ante vuestras familias, de los males sin
cuento que acumuláis sobre Cartagena.
El Gobierno, como liberal, es generoso, y no quiere el derramamiento
de sangre: no le obliguéis a la severidad que repugna a los sentimientos
de mi alma, pero que emplearé con la energía de un soldado de la liber-
tad y a la vez obediente y subordinado a su patria.

Cuartel General en la Palma,


Cartagena, 13 de diciembre de 1873.
J. López Domínguez

Hacía once días que tres soldados habían acudido con bandera blanca
a entregar un bando escrito por el nuevo oficial al mando del sitio de
la plaza, el general López Domínguez.
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El escrito ya había sido previa y ampliamente difundido por


Cartagena, por lo que quedaba clara la facilidad de los centralistas para
hacer llegar sus proclamas dentro de la ciudad.
En principio no decía nada nuevo. Parecía una declaración de in-
tenciones del nuevo general. Nada que no hubieran escuchado ya en
anteriores panfletos centralistas. Pero esta vez estaba siendo verdad.
El presidente de la República, Emilio Castelar, había decidido aca-
bar con la revolución antes del 1 de enero del año que entraba, previa-
mente a que comenzara de nuevo el periodo de sesiones en Cortes.
La razón estaba clara: Pi tenía preparada una moción de censura,
y había conseguido volver a convencer a los republicanos de distintos
signos para terminar con la revolución cediendo a sus postulados, y
estableciendo ya la Constitución federal. Volvería a ser presidente de
la República.
Lo perseguido por Antonete y Contreras podría llegar a ha-
cerse realidad, a pesar de las anteriores dudas de Mario, que a pesar de
eso, o precisamente por esa causa, seguía prefiriendo una rendición
pactada.
Castelar no estaba dispuesto a ello. República sí, pero unitaria. Le
asqueaba la idea de disgregar el poder, trocear el país en pequeños
Estados que fueran cada uno a su avío. Antes dejaría que los monár-
quicos volvieran al poder. Y en ello estaba.
Sabía perfectamente que Martínez Campos, Pavía y otros impor-
tantes generales alfonsinos preparaban otro golpe, y esta vez se lo pon-
dría fácil.
Se corría el riesgo de que al final volviera la monarquía, pero era
algo a lo que estaba dispuesto a arriesgarse antes de permitir destrozar
España.
Pero como paso previo a los acontecimientos que estaban por venir
tenía que acabar con la resistencia en Cartagena.
No podía haber un golpe de Estado con la flota en poder de los
rebeldes, y aún resistiendo. Todos los republicanos se unirían a esa
revolución y podrían hacer fracasar el golpe previsto. Cartagena debía
caer.
Para ello había movilizado a todo lo que tenía y había sustituido al
general Salcedo, enfermo, e incapaz de cumplir su promesa de rendir
la plaza.
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Las órdenes para López Domínguez eran tajantes. Si el ultimátum


no surtía efecto, como así se preveía, sangre y fuego. Había que atacar
sin piedad y por todos los medios a su alcance. Todos.
Para ello, Castelar no dudó en enviar la totalidad de las fuerzas que
el general le reclamó, y lo mejor de la artillería española.
El día 15 de diciembre comenzó de nuevo el bombardeo masivo
contra la ciudad. Esta vez no habría treguas, ni descenso en el ritmo de
bombardeos.
Los centralistas avanzaron posiciones y conquistaron la pedanía de
Los Dolores. Desde allí pudieron cortar parte del suministro de agua a
la ciudad, y mejoraron su certeza en el tiro.
También se produjeron avances en todas las alas. Los bombar-
deos incesantes sobre las defensas comenzaron a hacer mella en la
capacidad de respuesta de los sitiados, y el cerco se estrechaba cada
vez más.
Sin embargo, la capacidad de resistencia de los cantonales era sor-
prendente.
El liderazgo de Antonete y Contreras seguía siendo indudable, y el
fanatismo y compromiso de ambos conseguían mantener vivo el espí-
ritu de los combatientes.
Además, muchos de ellos, los más fieles y valerosos, eran los presi-
diarios comunes que el cantón había liberado con la promesa de que
sus crímenes quedarían perdonados.
Los presos estaban demostrando merecer el perdón, pues se habían
convertido en una especie de cuerpo de élite de la revolución, y junto
con los Voluntarios de la República más fanáticos, estaban siendo el
pilar sobre el que la Junta Revolucionaria de Gálvez y Contreras se
sostenía.
Ambos líderes confiaban menos en los regimientos militares ad-
heridos a la revolución al principio, aunque estos aún se mantenían
fieles.
Contreras, por su parte, sintiéndose utilizado por los políticos que
le habían metido en aquella aventura, y vilipendiado por el pueblo
por su poca pericia militar en algunos lances decisivos del conflicto,
parecía querer demostrar su valía jugándose la vida a cada momento,
lo que le había hecho volver a ganar el respeto del ejército cantonal,
subiendo con su coraje la moral de este.
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Quizá queriendo compensar su fatídica huida ante Lobo, era el pri-


mero en andar por la muralla, a tiro de fusil de los sitiadores, y estaba
completamente entregado a la lucha.
Estaba decidido a morir en el empeño de mantener el Cantón hasta
que Pi retomara el poder, o si esto no sucedía, más allá incluso, has-
ta la derrota total.
El problema era que no le importaba a cuánta gente se llevara por de-
lante su determinación, o que la ciudad quedara reducida a escombros.
Sin embargo, no todos los revolucionarios del primer momento
mostraban esa determinación. Muchos elementos políticos habían
huido sin reparo en cuanto explosionaron las primeras granadas cen-
tralistas en la ciudad.
Contreras los detenía cuando los sorprendía refugiados y los lleva-
ba a las murallas a combatir, pero estos se las arreglaban entonces para
dejar la ciudad por otros medios.
López Domínguez, el nuevo general sitiador, no podía sino alabar
la capacidad de resistencia encontrada. Sorprendido por la tenaz obs-
tinación cantonal, llegó a decir a sus oficiales que él había ido allí a
luchar contra cartageneros, no contra cartagineses.
Sin embargo, la Navidad llegó para todos. A pesar de la premura de
Castelar para tomar la ciudad, López Domínguez constató que esta no
podría darse en los plazos exigidos por el presidente.
Sus hombres también estaban exhaustos, y se merecían un des-
canso, al menos aquella noche, así que se decretó un alto el fuego por
Nochebuena.
Lucía y Mario habían sido invitados por Bonmatí a pasar aquella
fiesta con él y su familia, y ambos habían llegado un poco antes de
tiempo.
En realidad, vivían ahora muy cerca del doctor, pues la pensión de
doña Anselma había quedado destrozada por los bombardeos, mu-
riendo la pobre señora, aplastada por los cascotes de lo que había sido
su medio de vida.
El hecho de que Lucía no hubiera hecho caso ni a su marido ni a
Bonmatí, había propiciado que la joven, a pesar de su ya avanzado
estado, se encontrara en el hospital ayudando a la Cruz Roja cuando
un obús sin objetivo determinado destrozó el edificio donde tenían su
habitación.
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Mario se encontraba en aquel fatídico momento ayudando a los


Voluntarios de la República en la tarea de reforzar la defensa de la
Puerta de Murcia con un cañón de dieciséis milímetros, cuando reci-
bió la noticia de que la casa en la que se alojaba había sido alcanzada.
No quiso ir allí. Temía lo que pudiera encontrar. En lugar de ello
voló literalmente sobre las castigadas calles cartageneras, evitando los
cráteres que las granadas y las bombas centralistas habían dejado en
ellas, y esquivando los cascotes de tierra y escombros que se amonto-
naban aquí y allá.
Su objetivo era el hospital, con la esperanza de encontrar a Lucía
sana y salva allí, esperando que, como cada día, hubiera ido a ayudar
a Bonmatí.
Cuando la encontró, después de preguntar a médicos y enferme-
ras, totalmente fuera de sí, por el paradero de su esposa, no pudo sino
echarse a llorar sobre el pecho de Lucía sin parar, abrazado a ella como
un niño.
Toda la tensión acumulada en esos meses estalló de pronto en
Mario, mientras Lucía lo consolaba cariñosamente.
En cuanto comenzó la tregua navideña, que iba a tener lugar desde
las doce del mediodía del día de Nochebuena hasta las seis de la tarde
del día de Navidad, los cartageneros que no habían abandonado aún
la destrozada ciudad volvieron a llenar esta de vida.
Mario, que poco a poco había sido relegado por Gálvez de las de-
cisiones del Cantón hasta el punto de no contar con él para nada, se
había dedicado a actividades militares defensivas hasta el derrumba-
miento de la casa de doña Anselma.
Después de eso, había intentado desentenderse totalmente del as-
pecto militar de la revolución. Ya no se sentía útil en los muros. Su es-
tado nervioso era muy frágil, y pensaba que ya había demostrado con
creces su compromiso con la causa. Necesitaba un descanso.
Mario propuso a Gálvez servir de enlace de la Junta con los pro-
blemas de la población, ayudar organizando refugios, atendiendo a los
racionamientos de comida que ya empezaban a darse, y recuperando
así el espíritu que le había hecho tomar las armas por un mundo más
justo.
Antonete no aceptó. Se necesitaban todos los hombres disponibles
en la defensa, no era momento ahora para otras cuestiones, al menos
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hasta que Pi volviera al poder. Mario debía ser fuerte, ahora más que
nunca.
Sin embargo, Gálvez sí tenía una proposición para Mario. Antonete
se había fijado en que Lucía era ya una más entre los servicios sanita-
rios de la Cruz Roja liderada por Bonmatí.
Esta institución, con su médico jefe a la cabeza, había sido siempre
la encargada de negociar las treguas con los enemigos y los pasillos
humanitarios.
¿Quién podía asegurar que no utilizara esas reuniones para facili-
tar información acerca de las debilidades del cantón y de las personas
contrarias a este dentro de la ciudad? ¿Sería este el medio por el que los
centralistas pasaban propaganda dentro de la ciudad?
Quizá Lucía había visto algo sospechoso, unos paquetes fuera
de lugar, una conversación extraña, cualquier cosa. Estaría bien que
Mario sacara el tema con su esposa y que inmediatamente informara a
la Junta, es decir, a él.
Mario se quedó mirando a su antiguo ídolo. Se había vuelto com-
pletamente loco si pensaba que Bonmatí era un espía.
El joven se limitó a decir que informaría con puntualidad si des-
cubría cualquier cosa extraña y que continuaría en su puesto de las
murallas si esa debía ser su función. Desde entonces no había cruzado
palabra con Gálvez.
Antonete estaba realmente paranoico esos días con el tema de los
espías. Seguro que los había, pero él creía verlos por todas partes, y con
el recrudecimiento del asedio y el avance de las posiciones centralistas
su estado de alerta se había vuelto casi enfermizo.
–Muchas gracias, Mario, por haber traído el pollo. Hoy en día eso
es mucho –dijo Bonmatí.
–De nada. En realidad han llegado en la Darro que ha roto el bloqueo
esta mañana. Los faluchos nos están salvando la vida, don Antonio.
–Sí, eso he oído… y, sin embargo, ya hay gente que no tiene casi
nada que comer –dijo el médico en tono de reproche.
–La Junta reparte lo mejor que tiene preferentemente entre los que
luchan y sus familias. Para los demás, solo si sobra –explicó Mario con
un cierto tono de vergüenza.
–Es comprensible, no te preocupes –contestó Bonmatí quitando
hierro al asunto.
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–Pero si hay alguien que ha hecho más que usted por el cantón,
que me lo traigan ahora mismo y le regalo mi parte de la cena. Ese
pollo tenía su nombre, don Antonio –añadió Mario.
–Quita hombre, quita…
–Si no fuera por él, los sufrimientos de esta ciudad serían todavía
mayores –agregó Lucía sumándose a la conversación, en referencia al
doctor–. Su sistema de ambulancias, incluso en el mar, ha salvado la
vida a muchos que no hubieran llegado vivos al hospital. Cartagena le
debe mucho, don Antonio.
Había sido idea del doctor crear una ambulancia náutica, que ha-
bía sido la primera del mundo, o al menos eso creían. La idea era
atender heridos lo antes posible, pues durante el primer combate con
Lobo, muchos se hubieran podido salvar de haber sido atendidos
con premura.
–Bueno, ya vale, que me vais a sonrojar –contestó el humilde mé-
dico–. Solo he hecho lo que debía de hacer.
–Y también está lo de la habitación que nos ha proporcionado
–dijo Mario.
–Bueno, eso es gracias a la cobardía de mi buen amigo el boticario
Menéndez, tan federalista él, que huyó de la ciudad en cuanto escuchó
el primer bombazo. Era una pena desperdiciar una rebotica tan amplia
y tan vacía ahora mismo, y de la cual yo tenía llaves –contestó entre
risas el médico.
Entonces alguien llamó con fuerza a la puerta de la vivienda del
médico.
Doña Consuelo, la esposa de Bonmatí, acudió a abrir. Su cara de
sorpresa al ver la imponente figura de Antonete Gálvez acompañado
de cuatro voluntarios, fue todo un muestrario de expresiones fugaces,
en el que la del miedo mal disimulado era una de las más representa-
tivas.
–¿Está don Antonio? –preguntó sin más Gálvez, al que la tensión
de aquellos días comenzaba a pasarle factura en el rostro.
Bonmatí, al escuchar la inconfundible voz de Antonete pronunciar
su nombre, hizo señales a Mario y Lucía para que no se levantaran de su
asiento ni hicieran ruido. Después salió desde el comedor al recibidor.
–Aquí estoy. ¿Qué se te ofrece compañero? –preguntó.
–Tienes que acompañarnos –dijo Gálvez sin más.
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–¿Por qué? –preguntó el médico.


–Te lo diremos al llegar, aquí no puede ser –contestó Antonete.
–Pero la cena está lista –dijo doña Consuelo intentando desespera-
damente que su marido no saliera por la puerta. Un mal presentimien-
to se había apoderado de ella, e intentaba pensar en algo que evitara
que su esposo acompañara a aquellos hombres.
–Lo exigen circunstancias gravísimas, señora –contestó Gálvez con
autoridad.
Bonmatí no quiso alargar más la situación. Temía por su esposa si
se resistía al requerimiento de Gálvez y este ordenaba a sus hombres
que entraran a por él, llevándoselo de malos modos. Tampoco quería
inmiscuir a Mario y Lucía, si podía evitarlo.
Hacía tiempo que le habían llegado oídas, una de ellas del propio
Mario, de que Gálvez le tenía entre ceja y ceja, así que supo a qué ate-
nerse.
Cogió su abrigo, que estaba colgado en una percha al lado de la
puerta, y se dispuso a salir con aquellos hombres.
–Vuelvo enseguida, no te preocupes –le dijo a su esposa antes de
salir.
El grupo se alejó calle abajo.
Mario no se perdonó haberse quedado escuchando y no haber sa-
lido a plantarle cara a Gálvez. Inmediatamente se preparó para salir
también.
–Iré a averiguar adónde lo llevan –explicó a las dos mujeres que lo
observaban–. No se preocupe doña Consuelo, no será nada –añadió.
–¡Dios te oiga! –exclamó la mujer desencajada.
–Ten mucho cuidado –dijo Lucía, que sabía de los desvaríos que
en aquellos últimos días estaban cometiendo los líderes cantonales.
Mario salió a la calle y siguió al grupo de hombres a cierta distan-
cia. Toda Cartagena había aprovechado para salir de sus casas, los que
aún la tenían, o de las casas de familiares los que no, sin miedo por
primera vez desde hacía casi un mes.
Todos se apartaban al ver pasar a Antonete junto a sus hombres,
custodiando al doctor, lo que hacía sumamente fácil a Mario seguirlos
sin ser descubierto.
Poco a poco se fue congregando una pequeña multitud de curiosos
que seguían al grupo.
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El gentío se dirigía al puerto. Eso era extraño, pensó Mario. ¿Adónde


se llevarían al médico? Pronto tuvo la respuesta ante sus ojos.
Una barcaza recogió al grupo, llevándolos hasta la Ferrolana, el
barco que hacía las veces de prisión político-militar del cantón, y que
tenía encerrados en su seno a Del Balzo, Pernas y Carreras, entre otros
muchos. Todos ellos tenían en común ser contrarios políticamente a
Gálvez y Contreras.
Mario esperaba que la presencia del médico obedeciera a alguna
dolencia grave sufrida por alguno de los importantes presos políticos
allí retenidos.
No fue así. La barcaza que había transportado a Gálvez y al médi-
co volvía sin este último. Luego pudo confirmar que, efectivamente,
Bonmatí había sido hecho prisionero del cantón.

Leandro vio a Mario marchar con el resto de la multitud mientras


Gálvez y los demás llevaban a Bonmatí a la prisión. Esta vez no se le
escaparía, pero no era el momento aún de actuar.
López Domínguez no lo había enviado allí para que él pudiera sal-
dar sus cuitas personales, sino con una misión clara y concisa.
Y no estaba siendo precisamente barata. Al Gobierno ya le había
costado su buen dinero en sobornos y, tras soterrados movimientos en
la sombra, conseguir hacer pasar a Leandro por personal diplomático
de la embajada alemana.
Gracias a que el militar había estudiado ese idioma, por insistencia
de su abuela prusiana, la misma que le había dejado en herencia su
pelo rubio, pudo engañar a las autoridades del cantón encargadas de
confirmar sus credenciales falsas.
El propio Antonete, que no lo conocía personalmente, fue el encar-
gado de dar el último visto bueno a su presencia allí. Su aspecto nórdi-
co y su buen trabajado acento, además de los documentos expedidos
por la embajada alemana, le convencieron de que todo era correcto.
Además, le interesaba seguir llevándose bien con las potencias extran-
jeras. Una ironía del destino, pensó Leandro, ya que algunas de ellas, y
particularmente Alemania, estaban fuertemente en contra del cantón.
Por suerte, hasta esa tarde no se había cruzado con Mario. Leandro
no había advertido a sus superiores de su historia de odios con el mur-
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ciano, por supuesto, ni de la presencia de este en la ciudad. Nunca le


hubieran permitido llevar a cabo el plan que él mismo había propues-
to si la hubieran conocido.
Y tenía que ser él el que lo llevara a cabo. Tenía que ser Leandro
Cerón quien diera el golpe de gracia a la revolución, el que asestara la
estocada final a aquellos traidores. Sería ascendido a coronel, como
poco. El año siguiente, después de su boda con Amalia, sería el nuevo
García-Valls, y su familia estaría otra vez en la cima social, olvidando
todos los problemas económicos del pasado.
Sus sueños de gloria no le hacían olvidarse de Mario y Lucía, por
supuesto. Pero todo a su tiempo. Lo primero era lo primero, y ya tenía
casi totalmente planificado el golpe, solo faltaban los últimos detalles.
Lo que sí tuvo claro fue que, a partir de ese momento, no podía
permitirse el lujo de salir de la embajada alemana a plena luz del día.
Encontrarse con Mario o Lucía sería una temeridad que podría dar al
traste con sus planes de gloria.
No iba a permitir que nadie echara por tierra su luminoso futuro.

A las ocho de la noche del 30 de diciembre la oscuridad reinaba en


Cartagena. Una luz, tenue al principio, comenzó a refulgir en el puer-
to, causando inmediata alarma en cuanto fue percibida.
Uno de los primeros en verla fue Bonmatí, que desde su prisión
flotante podía ver claramente como la Tetuán estaba ardiendo.
El incendio se propagó rápidamente. El barco solo contaba con
el personal justo para su vigilancia, ya que los tripulantes que lo ma-
nejaban cuando tenían que hacer incursiones navales, ya inexisten-
tes desde hacía tiempo, luchaban en la muralla contra el bloqueo, y
solo quedaban los caldereros para mantener la maquinaria y pocos
más.
Aun así, era sospechosa la velocidad con la que el fuego se había
propagado.
Las gentes del pueblo acudieron a ver el espectáculo con terror.
Qué inconscientes, exclamaron Carreras y Pernas, los compañeros de
Bonmatí en su cautiverio, al apreciar cómo la gente, impotente y sin
saber qué hacer, observaba a los últimos tripulantes abandonar el bar-
co a toda prisa.
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Si el polvorín del buque de guerra explosionaba en ese momento,


todo el puerto, y la flota allí atracada, serían destruidos. Ellos mismos
morirían en aquel momento. Pero podía ser peor si los demás barcos
se incendiaban en un efecto en cadena. Toda Cartagena estaría en pe-
ligro si aquello sucedía.
Al pobre Del Balzo no le importaría demasiado. Estaba muy en-
fermo desde antes de haber sido trasladado allí, a causa de los malos
tratos y las peores condiciones de internamiento que habían sufrido en
el castillo de Galeras. Bonmatí no creía que le quedara mucho.
Entonces una explosión hizo moverse la embarcación. Había re-
ventado uno de los cañones de la Tetuán.
La gente comenzó a huir del puerto, comprendiendo el terrible
riesgo que se corría allí.
El barco era ya una pira roja inmensa. Su fulgor era visible desde el
campamento de los sitiadores, que observaban, a lo lejos, cautivados
por la horrible a la vez que magnética belleza del suceso, la altísima
nube de humo perfectamente iluminada por el incendio.
Más explosiones. Pero seguían sin provenir del polvorín. Cuan-
do el fuego lo alcanzara todo habría terminado para los de la Ferro-
lana.
Bonmatí y sus compañeros comprobaron que la Tetuán se estaba
hundiendo. Eso era una buena señal. Quizá aún hubiera esperanza
para ellos. La pólvora mojada no estallaba.
A las diez de la noche, dos horas después, del buque de guerra solo
asomaba su quemada cubierta, y estaba prácticamente hundido.
Entonces, una tremenda explosión, la mayor de todas hasta el mo-
mento, levantó una enorme fuente de agua sobre el mar, partiendo el
buque en dos.
Los cristales de muchos edificios que aún los conservaban reventa-
ron por la onda expansiva. Los muros que aún no habían sido dañados
en los edificios cercanos al puerto se resquebrajaron.
Toda la ciudad tembló.
Bonmatí y sus compañeros cayeron al suelo. La Ferrolana se bam-
boleó de un lado a otro salvajemente durante unos larguísimos instan-
tes, pero al final volvió a estabilizarse cuando las aguas del puerto se
calmaron, permitiendo a los presos volver a incorporarse para ver lo
sucedido.
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No tardaron mucho en comprobar que la Tetuán se había quebra-


do por la mitad, terminando por hundirse en pocos minutos por proa
y popa.
Con el hundimiento el incendio concluyó, y no hubo más explo-
siones. La última había sido enorme, seguramente producida en el
polvorín del barco, pero que una vez hundido por completo ya no
pudo explosionar totalmente.
Algo lejos de allí, en la embajada alemana, Leandro observaba
cómo su plan había funcionado en parte. Al menos había conseguido
hundir una fragata, lo que esperaba que echara por tierra la ya tocada
moral de los cantonalistas.
Sus sobornos habían surtido efecto.
Al llegar a Cartagena pensaba que los caldereros serían fáciles de
convencer con dinero, pero le había costado más de lo previsto encon-
trar a uno que le manifestara su odio por todo aquello y sus deseos de
volver a casa a un alemán desconocido.
La promesa de riquezas había terminado de convencer a aquel tri-
pulante para que preparara un incendio en el mejor momento y en
los mejores lugares, pero era evidente que no había podido, o no se
había atrevido, a tocar el polvorín principal, con sus miles de kilos de
pólvora y sus centenares de proyectiles, lo que había hecho que el in-
cendio se prolongase en demasía.
Quizá quiso asegurarse la huida. En fin, de todas formas, si los can-
tonales no lo descubrían, Leandro lo mantendría contento. Puede que
lo siguiera necesitando en el futuro.
Aunque su objetivo inicial pasaba por haber causado más daño, la
pérdida, en todo caso, había sido grande. Y antes del 1 de enero, tal y
como le había exigido el general López Domínguez.
Si los rebeldes capitulaban por esa acción, la medalla y la pensión
prometidas estarían bien ganadas, desde luego.
Leandro sonrió para sí. La flota, y quizá toda Cartagena, se habían
salvado aquella noche, pero la revolución estaba herida de muerte.
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17. AGONÍA DE UN SUEÑO

Cartagena, 6 de enero de 1874

Los últimos estertores de todo imperio que se derrumba son siempre


los peores momentos de este, pensó Mario. El cantón había sido el im-
perio de Gálvez y de los que como él, Mario el primero, habían creído
que la revolución era el camino de la justicia.
Quizá lo hubiera sido si hubieran ganado la guerra, pero esta estaba
perdida hacía tiempo, aunque sus promotores no se dieran por ente-
rados.
Los generales Pavía y Martínez Campos habían tomado el Con-
greso antes de que este pudiera nombrar a Pi, de nuevo, presidente del
Gobierno. Los generales habían tomado el poder, y ya no lo soltarían.
La revolución había fracasado definitivamente.
Sin embargo, los Gálvez, Contreras, Barcia y el resto de los políti-
cos y militares más acérrimos, aún querían resistir hasta el final, apo-
yados en los cada vez menos leales soldados, cuyo mayor baluarte en
esos momentos era el regimiento de presidiarios.
Estos, una vez recuperada la libertad y suprimidas sus penas, no
pensaban perder lo obtenido, pues las ofertas de perdón de López
Domínguez se limitaban a los hechos relativos a la revolución, y en
ningún caso a las condenas por hechos delictivos anteriores. Eso hacía
de ellos los soldados más eficientes con los que contaba el cantón.
Sin embargo, la Junta, y más concretamente Gálvez y Contreras,
estaban perdiendo totalmente el control de la revolución.
Se rumoreaba que iban a ser destituidos de sus cargos por gente
más afín a negociar la rendición, y ya había facciones haciendo la gue-
rra o la paz cada una uno por su lado.
Sin embargo, esas negociaciones no llegarían a ningún lado si había
elementos suficientes dispuestos para continuar la lucha. Solo cabía
esperar más muerte y destrucción si no había una rendición completa.
En el colmo del absurdo, Roque Barcia y algunos de sus más fer-
vientes seguidores habían propuesto izar la bandera estadounidense en
la plaza, pidiendo a través del cónsul de este país la entrada del cantón
en los Estados Unidos de América.
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El objetivo era evitar el bombardeo del Gobierno a un país extran-


jero. La idea fue desestimada por el resto de la Junta y la bandera que
siguió ondeando en los castillos y fuertes fue la roja cantonal.
Mario seguía combatiendo, si bien ya no era el líder activo y parti-
cipativo de antaño. Se limitaba a cubrir su puesto, sin asumir ningún
tipo de riesgo innecesario, ni proponer acciones que pudieran limitar
el avance centralista.
Su honor le hacía seguir allí, pero sus sentimientos encontrados
para con los líderes cantonales, el estado de Lucía, y la próxima llegada
de su futuro hijo, le habían vuelto un soldado poco valeroso a decir de
sus compañeros de armas.
Terminado su largo turno de vigilancia nocturna, se dirigió a ha-
blar con Antonete. Su otrora amigo ya no le dirigía la palabra. La cau-
sa había sido Bonmatí.
Al momento siguiente del arresto del médico, Mario se había pre-
sentado ante Gálvez, pidiéndole explicaciones acerca de la detención,
y exigiendo, en nombre de la cordura y el bienestar de los soldados
cantonales, la restitución a su puesto del jefe de la Cruz Roja.
Gálvez se había enfurecido al escucharlo. Aunque no aportó ningu-
na prueba, Antonete acusó al médico de espía, o al menos de impru-
dente, pues estaba claro que después de cada negociación humanita-
ria de las que había llevado a cabo la situación del cantón había
empeorado.
Estaba seguro de que López Domínguez le había sonsacado in-
formación acerca de baterías y defensas, pues la precisión centralista
mejoraba tras sus visitas al otro lado.
Mario le explicó que los centralistas mejoraban su puntería por-
que cada vez estaban más cerca, algo de lo que Bonmatí no tenía
culpa.
Además, el médico jamás se había preocupado por el aspecto mi-
litar de la defensa cantonal, y solamente había tenido tiempo para
organizar refugios, ambulancias y servicios médicos.
Antonete acusó entonces a Mario de inocente y de no saber ver
dos dedos por delante de sus narices. En ese momento le pareció estar
escuchando a su propio padre recriminarle por la misma causa, en un
vestidor, hacía ya siglos.
Desde entonces habían permanecido totalmente distanciados.
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Bonmatí no merecía estar preso, y la situación de este, además,


había contribuido en gran manera a que Lucía se volcara más si cabía
en su labor sanitaria.
No es que quisiera sustituir al doctor, ni mucho menos. No tenía
los conocimientos ni la experiencia para ello. Lo que buscaba era com-
pensar, en la medida que ella pudiera aportar, la falta del médico jefe,
ayudando sin descanso al resto de médicos y enfermeras de la Cruz
Roja.
Mario ya estaba harto de que su mujer no descansara. Tenía un
deber con la gente, sí, pero antes lo tenía consigo misma, con su salud,
y con la vida del niño o niña que llevaba en su vientre.
El joven había hecho prometer a su esposa que, si lograba hacer que
liberaran a Bonmatí, ella detendría su actividad. Y a ello iba.
Gálvez accedió a recibirle en su despacho de la muralla. Todos los
miembros de la Junta se encontraban viviendo allí, que era sin duda la
zona más segura de la ciudad.
Mario encontró a su antiguo mentor muy desmejorado. Su pelo se
había encanecido bastante en los últimos días, y la tensión acumulada
pesaba en él.
Pareció que los ojos del veterano revolucionario expresaron sincera
satisfacción al advertir que entraba en su despacho.
–Me alegro de verte –dijo Antonete dirigiéndose a él para darle un
abrazo que pilló desprevenido a Mario.
–Yo también –contestó el joven sorprendido por el recibimiento
de Gálvez.
–¿Cómo va la cosa por tu sector? –preguntó.
–Sin novedad. Están dando más duro en el castillo de Atalaya –res-
pondió Mario.
–Sí, lo sé. Pronto habrá que rendirlo –informó Gálvez sorpren-
diendo a Mario por la fatalidad que mostraba el jefe cantonal al re-
conocerlo–. Está completamente irreparable, y ya casi no les quedan
municiones. Nos es imposible, dado lo expuesto del camino a los cen-
tralistas, reabastecerles o ayudar en reparaciones. No durará dos días.
–Si los centralistas lo toman podrán usarlo para disparar a la ciudad
–apreció Mario.
–Sí. Así es. Cada vez tendremos menos con lo que negociar una
rendición –reconoció Gálvez a su pesar–. Por eso quería verte tam-
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bién –añadió, concitando la curiosidad del joven–. No quiero que


arriesgues más tu vida ahí arriba –dijo señalando la parte alta de la
muralla–. Yo te traje aquí, y bastante has hecho. Ahora te necesito para
otra misión.
–Tú dirás –dijo Mario expectante por saber el destino que le tenía
preparado Gálvez.
–Necesito que supervises los preparativos, como comisario de la
Junta, para una eventual huida general en la Numancia –informó.
Era la primera vez que el cantonal reconocía la derrota. No espe-
raría la muerte, como tantas veces había anunciado al pueblo, no de-
rramaría la última gota de su sangre allí, por más que no se le pudiera
echar en cara la más mínima cobardía en el devenir de los aconteci-
mientos.
–Verás –siguió explicando el líder cantonal a Mario–, hay que pre-
parar intendencia y esas cosas. Colau está en ello, ya que será nuestro
capitán, pero sabes que siempre se nombra un interventor de la Junta
para todas las cuestiones militares. Aunque hay algo que quiero que
hagas sin que Colau se entere, si es que eso fuera posible.
–¿No confías en él? –preguntó Mario.
–Sí, sí… por supuesto… pero es un contrabandista al fin y al cabo
–explicó Gálvez–. Por eso quiero darte los mayores poderes de la Junta
para que puedas hacer un traslado con la mayor discreción. Solo tú y
unos cuantos hombres de mi mayor confianza. Sé que puedo confiar
en ti para que esa carga quede a resguardo de miradas inapropiadas.
–¿Por qué yo? –preguntó Mario intrigado.
Gálvez lo miró fijamente.
–Tú nunca me has fallado, y ahora necesito gente en la que poder
confiar… Además, quería arreglar las cosas entre nosotros antes de
que todo terminara –reconoció el cantonal cogiéndole por los brazos.
Mario detectó sinceridad en las palabras de su amigo. Estaba total-
mente derrotado ya.
–¿De qué carga se trata? –preguntó Mario.
Antonete se dio la vuelta, como avergonzado de lo que iba a decir.
–Nos llevamos la plata del cantón.
Mario se quedó estupefacto al escucharlo.
–Esa plata era para la revolución, no un botín de guerra –dijo
Mario.
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–¡Era para la revolución y lo seguirá siendo! –replicó Antonete


herido–. La gente que se ha jugado la vida aquí tendrá que rehacerla
en otro sitio. Además, habrá que volver algún día. Y quién sabe si ese
dinero no servirá para retomar la actividad política cuando todo se
calme. No es por ansia de riquezas, Mario –explicó.
El joven se quedó pensando unos segundos.
–Está bien, lo haré –dijo Mario–. Con una condición –añadió.
–Tú dirás –concedió Antonete.
–Bonmatí.

El médico no podía creer que fuera a ver de nuevo a su esposa, mien-


tras el bote terminaba de recorrer la distancia que separaba la Ferrola-
na del muelle.
Había llegado a pensar que, antes o después, todos compartirían el
mismo destino que Del Balzo.
El otrora opositor a Antonete había fallecido el 2 de enero, y había
dejado honda impresión en el pueblo, al comprobar cómo terminaba
un antiguo líder de la revolución caído en desgracia.
Bonmatí se dejó impregnar los pulmones con el aire salino del
puerto, que se mezclaba con la pólvora lejana de los bombardeos que
no cesaban.
A pesar de estos, la gente había conseguido convivir con el peligro
constante. A todo se acostumbra uno, pensó Bonmatí.
La población de la ciudad había aprendido a distinguir por el soni-
do unos u otros tipos de morteros y granadas, y podían adivinar con
bastante exactitud dónde iban a caer, lo que daba más seguridad al
pueblo para salir a la calle, a riesgo, sin embargo, de no tener tiempo
de resguardarse en caso de bombardeo.
La ciudad estaba derruida. La bella Cartagena, pensó el doctor, re-
ducida a escombros. Cientos y cientos de muertos, la mayoría civiles.
Miles de personas exiliadas, vagando por el territorio de la provincia
en procesiones infames, esperando la caridad de las distintas poblacio-
nes a las que iban llegando, esperando el fin de la guerra solo para vol-
ver a una ciudad devastada, en la que únicamente encontrarían ruinas
a su regreso. ¿Cómo se había podido llegar a eso?
El doctor observó agradecido a Mario, que comandaba la lancha
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que había ido a rescatarle, sabiendo que con él a bordo nada malo
podría ocurrirle.
Al llegar a tierra lo primero que hicieron fue visitar a la esposa de
Bonmatí, doña Consuelo, que los recibió entre lágrimas. Aquellas dos
semanas de separación habían supuesto para la señora un desgaste de-
masiado grande.
No quería dejar escapar al médico de su casa bajo ninguna circuns-
tancia, así que le preparó un almuerzo con lo poco que tenía, com-
partiendo el pan y el pescado que había traído Mario como regalo de
bienvenida.
Pero el doctor quería presentarse lo antes posible ante sus subor-
dinados de la Cruz Roja, decirles que se encontraba bien, y tomar el
mando, aunque solo fuera formalmente, así que no tardó mucho en
anunciar que se volvía a marchar, para disgusto de doña Consuelo.
Además, el médico había prometido a Mario que ordenaría tajan-
temente a Lucía dejar de efectuar ninguna labor y descansar lo máxi-
mo posible después de tantos días, y no quería dejar pasar mucho
tiempo antes de cumplir su promesa.
–Se va a alegrar mucho de verle –dijo Mario mientras ambos hom-
bres se dirigían hacia el Parque de Artillería, un enorme edificio que
ocupaba más de cuatro mil metros cuadrados, y que antes había dado
trabajo a cinco mil obreros dedicados a fabricar todo tipo de pro-
yectiles.
En esos momentos solo funcionaba como almacén militar y centro
de refugio de gente sin hogar, dados sus gruesos muros y sus extraordi-
narias defensas contra las bombas.
Mario pensaba que era un contrasentido albergar en un mismo
lugar más de cincuenta mil kilos de pólvora y miles de proyectiles
junto a gente sin hogar de la ciudad, pero la Junta había determinado
que no había peligro alguno, ya que las bombas centralistas, aunque
alguna vez caían allí, eran incapaces de generar daño alguno en el edi-
ficio, ampliamente fortificado, y tampoco es que hubiera muchas más
opciones, en una Cartagena derruida, para albergar a tanta gente que
había perdido sus casas durante el transcurso del asedio.
Allí había centrado sus trabajos Lucía en los últimos días, ya que
la Cruz Roja había estacionado en las inmediaciones del edificio sus
ambulancias móviles, que no eran más que carros con una gran cruz
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pintada en rojo sobre su blanca lona, y un puesto de emergencia de


cura de heridos.
Las razones de estar allí habían sido las mismas condiciones de se-
guridad por las gentes que vivían bajo sus muros, y también para aten-
der mejor a los cientos de madres con niños que ocupaban el recinto.
Mario, que ya enfilaba junto al doctor la calle que daba acceso a la
entrada principal del edificio, observó, a lo lejos, que Lucía se disponía
a entrar en una de las grandes tiendas de campaña que la Cruz Roja
había instalado a las puertas del parque, y procedió a llamarla a gritos
para que esta viera de quién iba acompañada.
La joven mujer, con su embarazo ya muy evidente, se giró, mos-
trando una amplia sonrisa al descubrir a su marido junto a Bonmatí,
comenzando a caminar hacia ellos a un ritmo ligero, pero contenido
por su estado, pues en caso de no estar embarazada hubiera salido co-
rriendo.
La cara de Lucía resplandecía de vida y belleza, pensaba Mario,
mientras su esposa se acercaba a ellos lo más rápido que podía.

Leandro no había contado con la presencia de Lucía allí. El grito de


Mario llamándola, que había llegado a él ahogado por la distancia,
pero inconfundible, le advirtió de que la joven embarazada que estaba
a punto de entrar a la tienda de la Cruz Roja era Lucía.
Era la primera vez que la veía, y desde la prudencial distancia a
la que estaba no la había reconocido antes, ya que no había pasado
del lugar que había elegido para resguardarse de la inminente ex-
plosión.
Sabía que no podía tardar. Su hombre había salido del edificio ha-
cía más de treinta minutos, y el pequeño temporizador, que había de
hacer saltar la chispa eléctrica que prendería la dinamita del polvorín,
estaba fijado en una hora.
Eso era tiempo de sobra para dejarlo escondido, aprovechando que
el hombre elegido para esta misión era un soldado de reemplazo desti-
nado a avituallamiento de tropas.
Dado que tenía acceso al polvorín, y que era un joven de Jaén que
lo único que quería era volver a casa para ayudar a sus padres en la
aceituna, Leandro no desaprovechó la oportunidad para tentarle con
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el dinero del Gobierno, además de amenazarle de traidor si no lo ha-


cía, lo que le llevaría a la horca.
Esperaba que el soldado hubiera sido capaz de accionar el peque-
ño temporizador tal y como le había enseñado Leandro, esconder la
miniaturizada carga de dinamita a la que iba adherido tras un saco de
pólvora, terminar de cargar la carreta con la carga que se le hubiera
asignado sin parecer preocupado en exceso, y alejarse lo suficiente.
También esperaba que el ingenio eléctrico, facilitado por los servi-
cios secretos alemanes, entre otras muchas cosas que le habían propor-
cionado, y que Leandro había decidido usar en esa misión, funcionara.
Sin embargo, Leandro no quería estar demasiado lejos cuando todo
ocurriera. Debía supervisar personalmente el devenir de la operación,
a pesar del riesgo que pudiera suponer.
Había estudiado durante el día anterior los posibles refugios ante la
explosión, y había encontrado un edificio a unos doscientos cincuenta
metros de la entrada, recio y bien construido, que, aunque había reci-
bido varios impactos de granada y estaba algo dañado, seguía mante-
niéndose en razonable buen estado.
Bajo el dosel de la puerta de entrada tendría una visión clara de los
posibles destrozos que ocasionaría la explosión sin correr demasiado
peligro.
No necesitaba arriesgarse tanto, pero no quería perderse nada de lo
que, esta vez sí, sería el golpe definitivo al cantón. La Junta no se había
rendido al perder la Tetuán, pero si salía todo como Leandro quería,
sería tal cantidad de proyectiles y pólvora perdidos, que la capacidad
de acción del cantón se reduciría enormemente.
Leandro pensó en el número de vidas de civiles que se llevaría por
delante con aquella acción, pero eso en realidad le traía sin cuidado. Él
no tenía la culpa de que hubiera tantos civiles en una instalación mili-
tar, se decía. Lo importante era el valor estratégico de la construcción.
El militar tenía prisa en dar un golpe definitivo al cantón, pues en
realidad ya no era tan importante la participación de Leandro como él
hubiera deseado, dado que el golpe de Estado de Pavía había neutra-
lizado la posibilidad de que Pi fuera elegido presidente, y las prisas de
Castelar, destituido por el general, ya no tenían ningún sentido.
Aun así, él tenía una misión y nadie le había ordenado que no
siguiera adelante con ella. Pensaba completarla. El cantón caería en
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unos días irremisiblemente, pero nadie le robaría el reconocimiento de


haber sido él el que le diera el golpe definitivo, la posibilidad de que lo
ascendieran y de llegar a cumplir todos sus sueños de gloria.
Pero no contaba con que Lucía estuviera allí. Al verla, en un primer
momento tuvo el impulso de salir corriendo, avisarla de que corriera,
de que huyera de aquel lugar lo más rápido posible.
Luego observó su embarazo y se frenó. Qué poco había tardado
en darle hijos a su amante, con lo débilmente dispuesta que parecía a
tenerlos con él.
Un sentimiento de desprecio absoluto hacia ella se apoderó del mi-
litar.
Además, si la advertía se delataría, su acción podría no tener tanta
repercusión, y seguramente sería hecho preso y ejecutado. Eso si no le
pillaba de lleno la explosión.
No. No podía salvarla. Ella había elegido su destino.

Nadie escuchó acercarse por el cielo ningún obús. Nadie se echó al


suelo o buscó refugio.
La explosión fue brutal. Cincuenta mil kilos de pólvora detonaron
a un tiempo. Casi todo el edificio se derrumbó sobre sí mismo desde
dentro. Nadie que se encontrara dentro podría sobrevivir.
Toda la gente que se encontraba en un radio de trescientos metros
alrededor del edificio, incluido Leandro, cayeron al suelo por el tem-
blor producido. El militar no había calculado una explosión tan atroz.
La detonación, que pudo escucharse en Lorca, dejó momentánea-
mente callada a toda la ciudad durante un eterno minuto.
Después el polvo. Una nube de tierra se había ido desplazando por
las calles aledañas envolviéndolo todo, cubriendo por entero a los que
habían estado más cerca de la explosión.
Poco a poco, conmocionados, con dificultades para respirar y di-
rigiéndose a ninguna parte, los que habían sobrevivido a aquello co-
menzaron a caminar, como un ejército de estatuas que hubieran
cobrado vida de pronto, sin orden ni concierto.
Mario era incapaz de escuchar nada. Completamente desorientado
comenzó a buscar a Lucía entre los caminantes que se dirigían hacia él.
No la encontraba. Todo estaba demasiado brumoso.
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Una ráfaga de viento limpió un poco el aire, facilitando la respira-


ción. Entonces pudo mirar al lugar donde antes había estado el gran
edificio del Parque de Artillería. Allí no había nada. Solo escombros.
Recordó que Lucía venía de ese lugar. Como pudo, arrastró sus
temblorosas piernas en aquella dirección. ¿Por qué había tanto silen-
cio? Sus oídos comenzaron a trasladar a su cerebro un pitido sordo.
Entonces observó, a unos veinticinco metros de distancia, una fi-
gura femenina con signos evidentes de embarazo, tendida boca arriba
e inmóvil. Se intentó acercar hacia ella.
El pitido que acudió a sus oídos esta vez fue muy intenso, y todo
comenzó a dar vueltas alrededor de Mario.
El joven se dejó caer al suelo, cogiéndose la cabeza con las manos,
intentando frenar el movimiento de todo lo que le rodeaba.
Tenía que llegar a Lucía, decirle que estaba allí, a su lado, que él la
sacaría de ese infierno.
¿Dónde estaba Lucía? Se había vuelto a desorientar. No conseguía
que las cosas volvieran a su sitio.
Poco a poco recobró el equilibrio, mientras comenzaba a escuchar
un murmullo apagado de gritos y lamentos. Los heridos a su alrededor
se contaban por decenas. También había muertos. Tenía que llegar
hasta Lucía como fuera.
Al fin llegó hasta ella. La preciosa cara de su esposa estaba llena de
sangre mezclada con tierra, formando una siniestra película de barro
sobre su faz.
Mario intentó torpemente limpiársela, pero solo conseguía ensu-
ciarla más. Intentó levantarla, sacarla de allí, pero no tenía fuerzas para
ello.
Le cogió de la mano con fuerza, la llamó desesperadamente, lloran-
do sobre su rostro mientras lo hacía. Lucía no se movía.
Bonmatí, tan sucio y desorientado como los demás, llegó hasta
Mario y Lucía instantes después. Al ver cómo este zarandeaba a su
esposa lo apartó, diciéndole que le dejara hacer a él. Mario obedeció.
El médico, a pesar de su propia conmoción, intentó buscarle el
pulso en la muñeca y en el cuello, sin éxito. No lograba centrarse. Los
segundos pasaban como siglos para Mario.
Entonces el doctor miró al joven.
–Está viva.
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Ya nada importaba excepto Lucía. No había plata cantonal ni misión


alguna que hubieran podido obligar a Mario a separarse de su esposa.
En los despertares de la joven, su marido intentaba que bebiera,
sobre todo que bebiera, pero Lucía no conseguía hacer otra cosa que
balbucear en aquellos momentos en que no dormía, y era muy difícil
hacer que ingiriera agua o alimentos.
Había comido muy poco, apenas nada en aquellos seis días, resu-
mido en unas cuantas cucharadas de patata molida mezclada con algo
de leche que le había preparado doña Consuelo cada día.
Mario no se separaba de su lado en ningún momento. Las bombas
habían seguido cayendo intermitentemente, mientras los cantonales
continuaban perdiendo terreno y castillos.
Doña Consuelo, que iba todos los días para traer comida y visitar
a la enferma, había contado a Mario que Antonete y Contreras ya no
controlaban la Junta, y que el día anterior, por miedo a represalias, se
habían embarcado en la Numancia.
Se habían atrincherado allí como cuartel general, aunque ya no
existiera un mando unificado, protegidos por parte de su regimien-
to de presidiarios, mientras el resto de ellos y los Voluntarios de la
República mantenían a duras penas la defensa.
Junto a Antonete y Contreras se encontraban los federalistas llega-
dos a Cartagena de otras partes de España y todos sus afines a la Junta
que habían presidido, además de otras personas significadas que se
suponían serían perseguidas.
Colau estaba al mando del buque, y no permitiría que nadie se
apoderara de la Numancia, a pesar de que se decía que en esta iba toda
la plata del cantón, y la Junta actual había pedido su restitución.
Los federalistas que habían apartado a Gálvez y Contreras de la
dirección de la Junta, estaban negociando la inminente paz con López
Domínguez, para quedar libres de todo cargo, pero pronto los cen-
tralistas estarían al mando en la ciudad, y todo aquel que no escapara
corría el riesgo de ser ajusticiado.
A pesar de todo eso, Antonete parecía no querer abandonar Cartagena
hasta ver que efectivamente los centralistas entraban en la ciudad. Su fe
en un milagro final era tan encomiable como esperpéntico.
Lucía, por su parte, parecía haber mejorado algo en el último día.
Milagrosamente no había perdido al bebé, pero había sufrido un
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fuerte impacto en la cabeza que había hecho a Bonmatí temer por su


vida.
Seguramente, le explicó el doctor, tenía un coágulo en el cere-
bro. Solo podían esperar a que este, con el tiempo, se disolviera por sí
mismo.
A pesar de todo, Mario estaba agradecido al destino por la suerte de
su esposa. Había sido mejor que el de las más de cuatrocientas personas
muertas en el derribo del Parque de Artillería, la mayoría mujeres y niños.
El director del parque, que en ese momento se encontraba fuera, ha-
bía perdido a su mujer y a sus cinco hijos. Se había vuelto loco al saberlo.
Como él, multitud de familias habían sufrido pérdidas similares.
No se sabía qué había provocado la explosión. Se decía que una
granada pequeña había caído por una ventana y había ido a explosio-
nar justo al lado del polvorín.
Un joven soldado de reemplazo creía haber visto una granada en-
trar en el recinto.
Mario no dio crédito a sus palabras. En realidad nunca se sabría la
causa exacta. Daños de guerra. Muertos que pesarían en la conciencia
de todos.
La espera durante la recuperación de Lucía y la incertidumbre su-
frida sobre su evolución habían sido duras, pero la joven ya parecía
querer reaccionar.
Algunas palabras sueltas, caricias a Mario y petición de agua era
lo que solía hacer en sus despertares de aquellas últimas veinticuatro
horas. También había conseguido comer algo más. El resto del tiempo
lo pasaba durmiendo.
Pero eso ya era mucho comparado con la total ausencia de su espo-
sa durante los primeros días, que con toda seguridad habían sido los
más horribles en la vida de Mario.
Sabía que seguramente lo detendrían, y que quizá lo ajusticiarían,
pero no pensaba separarse ni un momento de ella, a pesar de que
Bonmatí y doña Consuelo se habían comprometido a cuidarla para
que él pudiera huir con los demás, en la Numancia.
Nunca haría eso, aunque le costara la vida.
Alguien llamó a su puerta. Sería doña Consuelo, que se habría olvi-
dado algo. Hacía apenas diez minutos que se había ido, muy contenta
por la aparente recuperación de Lucía.
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Mario abrió la puerta confiado, solo para encontrarse a Leandro


apuntándole con su revolver a pocos centímetros de su cabeza.
–Leandro –acertó a decir absurdamente, pillado totalmente de im-
proviso, justo antes de que el antiguo prometido de su esposa lo gol-
peara en la cabeza con la culata de su revólver y una tremenda brutali-
dad, haciéndole caer al suelo, mientras se abría una brecha.
El joven no perdió el conocimiento, pero quedó muy mareado, lo
que Leandro aprovechó para patearle varias veces en el estómago con
saña, lo que dejó doblado a Mario.
–Se acabó el juego, murciano –dijo Leandro, justo antes de soltar
otra patada a la zona genital de su enemigo, que se retorció de dolor–.
Esta vez vas a morir, y tu querida esposa ni se va a enterar de quién ha
acabado con la vida de su marido –añadió mientras seguía apuntan-
do al joven, totalmente dolorido y a su merced, tirado en el suelo–.
Mírala, ahí dormida. Todavía no sé qué hacer con ella. ¿Qué crees
que sería peor? ¿Matarla ahora? ¿Dejarla vivir sin su amor? ¿Encerrarla
hasta que de a luz y luego tirar a tu hijo al mar?
–No te atrevas a hacerles daño, hijo de puta –replicó Mario como
pudo, lleno de ira e intentando ponerse en pie, pero Leandro volvió
a patear con furia el cuerpo y la cara de Mario, que se protegía como
podía.
–Ya me estoy cansando de tanta conversación –dijo Leandro su-
doroso por el esfuerzo, mientras apuntaba su revólver a la cabeza de
Mario.
–Leandro –escuchó a su espalda el militar. Era Lucía, que como
podía se acercaba a él, temblorosa, apoyándose en la pared. Solo per-
dió de vista a Mario un segundo.
El murciano, haciendo un esfuerzo sobrehumano, olvidándose del
dolor completamente, se levantó con la velocidad de un felino, aba-
lanzándose como pudo contra el cuerpo de Leandro que, sin soltar su
arma, cayó al suelo.
Entonces, con Mario encima de él a horcajadas, hizo un disparo
que rozó la oreja del joven, quedando la bala alojada en el techo.
Mario agarró con sus dos manos la mano derecha de Leandro, en
la que portaba el revólver, intentando arrebatarle el arma, pero este se
defendía, golpeándole con la izquierda en el rostro e intentando zafar-
se del peso del murciano.
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Mario no sentía el dolor. No iba a permitir que este hiciera ningún


daño a Lucía, costase lo que costase.
Con la fuerza de sus dos brazos consiguió apuntar el revólver contra
la cara del propio Leandro, que lo miraba con expresión de angustia,
imprimiendo más fuerza a los golpes con la izquierda, revolviéndose
contra el cepo que Mario había impuesto sobre él.
Entonces, la detonación del arma volvió a llenar la rebotica de la
farmacia de Menéndez con su horrible sonido.
La cara de Leandro quedó irreconocible, convertida en un amasijo
de carne informe. Su cuerpo dejó de moverse.
Mario, inmediatamente, acudió junto a su esposa, que se había
dejado caer, apoyando la espalda en la pared.
–¿Estás bien? –preguntó con ansiedad.
–Ahora sí –respondió Lucía.
Ambos jóvenes se abrazaron llorando durante unos minutos
eternos.
Entonces, un personaje que no esperaban entró en la estancia.
Bonmatí, sorprendido al ver la escena, se acercó al cadáver de Leandro,
simplemente para confirmar que estaba muerto, y luego a preguntar
por el estado de ambos jóvenes.
Mario estaba tremendamente magullado, pero Lucía parecía haber
recobrado parte de sus facultades, a pesar de lo cual estaba muy débil,
y tuvieron que ayudarla para que se acostara.
–Después me desharé del cadáver, llevándolo en ambulancia hasta
la fosa común –informó Bonmatí–. En realidad, he venido a avisarte
de que los centralistas están a punto de entrar. La Numancia va a zar-
par en cuanto franqueen las puertas. Debes irte. De nada le servirás a
tu esposa si mueres. Nosotros cuidaremos de Lucía –aseguró.
–No me iré sin ella, ya se lo he dicho. Es mi última palabra.
–Sí te irás sin mí –intervino Lucía de pronto, con tremendo esfuer-
zo–. Tienes que vivir para criar un hijo, así que sí, te irás ahora mismo.
Bonmatí me ayudará a llegar a Murcia, y tus padres cuidarán de mí.
Vuelve cuando puedas. Te estaré esperando –sentenció.
–Pero Lucía…
–Vete ya por favor –suplicó.
Mario miró a su esposa. Como siempre, tenía razón. A ella no le
harían nada, y en unos pocos días estaría sana y salva en Murcia. Sin
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embargo, a él probablemente lo ahorcarían como cabecilla de la revo-


lución. Tenía que huir.
–Cuídela bien, doctor –dijo Mario.
–Descuida, así lo haré –respondió este.
–Te amo, recuérdalo –dijo Mario, antes de dar un beso de despe-
dida a su esposa.
–Te amo –contestó esta oliendo por última vez a Mario, al que
quizá no vería en mucho tiempo.
Mario salió por la puerta, con lágrimas en los ojos, en dirección a
la Numancia.
Fue el último en embarcar, después de que el propio Antonete or-
denara dejarlo pasar a un barco repleto ya de gente, y que estaba a
punto de zarpar para escapar de las seguras represalias.
El buque aún tuvo que evitar el bloqueo centralista, que intentaba
impedir que se escabullera, pero la Numancia era el mejor barco que
jamás hubiera tenido la armada española, y su velocidad de crucero
mucho mayor que la de cualquier otra nave.
La pericia de Colau hizo el resto. Los buques centralistas solo pu-
dieron ver cómo la estela de la Numancia, a pesar de estar sobrecarga-
da, se alejaba de ellos.
Mario observó Cartagena a lo lejos. Allí quedaba lo que más amaba
en el mundo, y allí habían quedado su inocencia juvenil, sus ansias
revolucionarias, su lucha y su sangre.
Ya nunca volvería a ser el mismo, pensaba mientras el buque insig-
nia de la flota española los conducía al destierro con destino a Orán, y
la silueta de la derruida ciudad al fondo se perfilaba como en un sueño
inacabado, difusa y lejana.
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18. LA RUEDA DE LA VIDA

Murcia, 10 de abril de 1874,


residencia de la familia Rubio

–Empuja, bonica, que ya se le ve la cabeza. Venga, preciosa, que vas muy


bien. Un empujoncico más, vamos –repetía la partera una y otra vez, ante
la visión, cientos de veces repetida por ella, de una mujer dando a luz.
Lucía sudaba profusamente por el esfuerzo. Sabía lo que era un
parto porque ella misma había asistido a varios en Cartagena, pero no
había creído que se sufriera tanto.
Doña Dolores sujetaba una de las manos de la parturienta, mien-
tras que Adela, su hija mayor, intentaba no perder la compostura
mientras sujetaba la otra, más bien para no caerse de la impresión que
por ayudar a su cuñada.
Lucía, haciendo caso a las instrucciones de la partera, se dispuso a
empujar de nuevo, emitiendo un grito ahogado, con los dientes muy
apretados.
–¡Ya está! Ya ha salido –anunció la partera, mientras hábilmente le
entregaba el bebé a su propia hija, que hacía las veces de ayudante, y
que en un futuro heredaría su puesto.
–Es un niña –anunció, justo antes de levantarla para darle un pe-
queño azote en el culo, con el fin de que el nuevo ser que había venido
al mundo prorrumpiera su primer llanto.
La pequeña emitió un poderoso berrido, que hizo estallar en risas y
lloros a doña Dolores, a Adela y sobre todo a Lucía.
Mientras, la partera terminó de dar un par de puntos de sutura a
Lucía, que se sentía con una felicidad interior como no había experi-
mentado anteriormente, en un estado en el cual dejó de sentir cual-
quier dolor y solo quería mantener en brazos a su hija.
–Ya te la damos, bonica, no te preocupes –dijo para tranquilizarla.
La partera puso al bebé, ya limpio, sobre los brazos de Lucía, que se
había incorporado un poco, apoyándose en el cabezal de la cama para
poder sostener a su hija en brazos.
Era una niña fuerte y sana, saltaba a la vista, que enseguida quiso
agarrarse al pecho de su madre.
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–¡Viene con hambre la niña! –dijo la partera, sorprendida por la


voracidad con la que mamaba nada más nacer–. No es muy normal
eso… ¡Va a ser una hembra de cuidado! –añadió generando la risa de
todas las presentes.
Lucía jamás había imaginado que la visión de su hija mamando de su
pecho le pudiera hacer tan feliz como lo estaba siendo en ese momento.
Entonces se abrió la puerta. Lucía miró para ver quién iba a hacer
su entrada en la habitación. Esperaba que fuera alguna otra hija de los
Rubio, pero se quedó estupefacta al ver que era Mario quien se presen-
taba ante ella.
Todos los presentes abandonaron la habitación para dejarlos solos,
pero ellos no se dieron ni cuenta de esta circunstancia. El mundo se
había restringido a tres personas en ese momento.
Estuvieron un buen rato besándose entre ellos y a la niña alterna-
tivamente, sin preguntarse nada, sin decirse nada más que palabras de
amor mutuas.
Pasado el primer impacto, Lucía preguntó acerca de su visita, y del
peligro que corría estando allí.
–No te preocupes. Lo más difícil era llegar aquí. Mientras estemos
en Murcia, nadie se aventurará a detenernos. Antonete sigue siendo
mucho Antonete, y la Guardia Civil ni se atreve, ni quiere acercarse
–explicó dando a entender que se encontraba bajo la protección del
viejo revolucionario.
–¿Cuánto os quedaréis? –preguntó Lucía.
–Antonete, no sé. Yo no me pienso mover de tu lado nunca más
–dijo Mario antes de dar un profundo y largo beso a su esposa.
–Por cierto, ¿cómo la llamaremos? –preguntó Mario.
Lucía se quedó pensando un momento.
–Se llamará Esperanza.

Aún tuvieron que esperar más de un año para poder andar tranqui-
lamente por la ciudad, paseando a Esperanza, y exhibiendo el nuevo
embarazo de Lucía, sin temor a ser detenidos.
Mario había cumplido su promesa, y medio clandestinamente,
ayudado por Antonete y su gente de la huerta, había permanecido
junto a su esposa y su familia.
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El indulto llegó, curiosamente, con la recién restaurada monarquía


borbónica. Alfonso XII y Cánovas del Castillo, como su consejero y
valedor principal, deseaban la reconciliación nacional, por lo que per-
donaron por completo a los participantes en la revolución cantonal.
Mario se dedicó desde ese momento en cuerpo y alma al negocio
familiar que había creado don Cesáreo, que ya comenzaba a dar sín-
tomas de fatiga, y consiguió mejorar la prosperidad del negocio y de
toda la familia.
Lucía tenía noticias de su familia a través de las cartas de Cancio,
mediante las cuales le había contado cómo su padre se había negado
a luchar a las órdenes de Martínez Campos una vez que este asedió
Cartagena.
Sabía que su hija estaría allí con mucha probabilidad, y no quería
participar en una acción que pudiera costarle la vida a Lucía.
El atrevimiento le costó un Consejo de Guerra, que se solventó,
en virtud a los servicios prestados con anterioridad, con su jubilación
anticipada del ejército, lo que le llevó a perder automáticamente toda
la influencia que le había hecho ganar tanto dinero a Buendía.
La sociedad con el comerciante había cesado hacía un tiempo, y
ahora vivían menos lujosamente, pero muy dignamente, ya que ha-
bían vendido la casa de El Escorial, y con la pensión de su padre y el
dinero que como pasante de un abogado de prestigio aportaba Cancio,
no les faltaba de nada.
Por cómo hablaba su hermano de su jefe, Lucía interpretó que en-
tre ellos había algo más que una relación laboral. Esperaba que la vida
y el amor trataran bien a su hermano en el futuro. Bastante difícil era
ya tener su condición sexual en el mundo en el que vivían.
Un día llegó una carta que traía noticias graves. Indalecio rogaba la
presencia de su hija sin demora. Se estaba muriendo.

Lucía llegó a Madrid junto a Mario, Esperanza y el pequeño Antonio,


de dos años de edad. Hacía algo más de cuatro años que no veía a su
familia.
Doña Carmen la abrazó llorando, mientras Lucía le devolvía el
abrazo sinceramente. Se notaba que la señora de la casa ya no era la
misma, y había envejecido notablemente.
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Sus tiempos de querer ascender socialmente se habían acabado ha-


cía mucho, justo la última vez en que Lucía había salido por aquella
puerta.
Al ver a su hija, con su familia formada, bella como siempre, pero
mucho más madura por todas las experiencias vividas, con una perso-
nalidad fuerte y desarrollada, se sintió inmensamente orgullosa de ella,
y alegre por no haber tenido éxito en su intento de educarla para una
vida como la que ella misma había vivido.
Al enterarse que su hija se había convertido en enfermera, y que era
muy valorada en el hospital de San Juan, en Murcia, el orgullo no hizo
sino acrecentarse.
Después se dirigió a Mario, y agarrándole de las manos, le pidió
perdón por todo lo que su marido había hecho en el pasado, y por el
rechazo y el desprecio que ella misma le había mostrado, ante lo que
el murciano hizo un asentimiento de cabeza sin decir nada más.
A continuación, Mario se fue a saludar a Cancio, que había cam-
biado bastante físicamente. Había ganado peso, y se había dejado cre-
cer un fino bigote.
Cancio había informado a sus padres de que jamás se casaría, algo
que estos habían tomado como una declaración de intenciones de un
joven independiente y alocado, pensando que más adelante ya cambia-
ría de opinión, pues jamás se habían atrevido a aceptar ante sí mismos
las tendencias de su hijo, aunque el fondo de su alma supieran la verdad.
Por las mismas fechas en las que les decía a sus padres eso, el mu-
chacho hizo una visita a Buendía, de madrugada, colándose en su casa.
Despertó al ladino comerciante con un cuchillo en su garganta,
explicándole que si alguna vez se le ocurría cacarear su gusto por los
hombres, y eso llegaba a sus padres, serían las últimas palabras que
emitiría su faringe.
No había tenido que preocuparse más de él.
Lucía subió a ver a su padre. Estaba en cama desde hacía días. No le
quedaba demasiado, según el doctor que atendía al enfermo. Tenía un
cáncer de hígado, parecía ser, y no había nada que hacer.
Al ver a su padre en un estado tan famélico, pálido y desmejora-
do, Lucía se echó a llorar de inmediato, acudiendo sin demora hasta
donde estaba. Este la abrazó todo lo fuerte que pudo, disfrutando el
momento del reencuentro con su hija.
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–Perdóname por todo, hija… –dijo García-Valls, muy débilmente,


entre suspiros.
–Ya está todo perdonado –contestó Lucía.
El entierro fue a los dos días de aquel reencuentro. Parecía que el
coronel hubiera estado esperando la llegada de su hija para abandonar
este mundo.
Tras el entierro, Lucía y su familia pasaron unos días alojados en
casa de los García-Valls, para que doña Carmen pudiera disfrutar de
sus nietos un poco, de los que se enamoró al instante, y que mitigaron
en parte la gran pena que sintió al perder a su marido.
Ambas familias prometieron verse y visitarse al menos una vez al
año, que para eso estaba el tren, y mantenerse en contacto por vía
postal.
El tren, el mismo que había llevado una vez tropas cantonales en
su interior para cortarle los suministros a Martínez Campos en su in-
tento de tomar Valencia, y el que quizá, de haberse seguido las tesis
de Antonete, hubiera llegado a Madrid para imponer la Constitución
federal, comenzó su cansina marcha hacia Murcia.
Mario observó cómo Madrid quedaba a lo lejos, y no pudo evitar
rememorar con nostalgia el recuerdo de él mismo mirando desde la
distancia a una Cartagena derrotada pero altiva, como lo había sido en
sus dos mil años de historia, difuminándose en el espacio.
Habían perdido una guerra, pero Mario estaba orgulloso de haber
luchado junto a hombres y mujeres tan valerosos como inconscientes,
que habían puesto toda su alma y todo su ser en luchar por la mejor de
las causas, la causa de la libertad.

FIN
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ÍNDICE

Breves antecedentes de hecho . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1

1. Una invitación inesperada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3


2. Preparativos de boda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
3. La fiesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
4. El café Levante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
5. Gobernación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78
6. Voluntarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
7. La oferta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106
8. A vueltas con la República . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 118
9. Nuevas ilusiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125
1 0. Planes de futuro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
11. Traición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
12. Una nueva vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 176
13. La batalla de Chinchilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195
1 4. Lobo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211
15. Nocturnidad y alevosía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225
1 6. Espías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 232
1 7. Agonía de un sueño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 244
18. La rueda de la vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259

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