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Las 1001 noches sin sexo Suzanne Schlosberg

Ediciones Robinbook - NOVELIA

Día mil

Podría deciros que me vine a la punta más lejana de la Rusia ártica a consecuencia
de mi interés por la vida en la tundra en la era post-soviética, sólo que no sería
cierto. Estoy aquí porque llevo mil cuarenta y cuatro días sin sexo.
Dejadme que os explique: no vine a Provideniya en busca de sexo. Eso sería
como viajar a Dakota del Norte para conseguir comida etíope. Debe de haber unos
cuarenta tíos solteros en esta ciudad, y al parecer la mayoría trabajan como
centinelas en la frontera y llevan unas enormes gafas de sol al estilo de Starksy y
Hutch. No resultan muy atractivos, la verdad.
Lo cierto es que me vine a Provideniya –una ciudad casi fantasmal de cemento en
ruinas, sin cafeterías ni hoteles, e incluso sin agua caliente corriente-, porque me
parecía el lugar perfecto para celebrar mi Día Mil. Mi Nuevo Milenio particular.
El hecho de que me haya quedado aquí tirada durante una semana parece muy
oportuno. Pero que ahora no me quiera ir: eso sí que me sorprende.
No recuerdo exactamente cuándo comencé a contar, pero en algún momento, en
mi casa de Los Ángeles, hice una serie de cálculos y me di cuenta de que estaba a
punto de batir un récord histórico. Mil días, por si os ponéis a echar cuentas,
equivale a tres años menos noventa y dos días. Tan sólo treinta y seis días menos de
lo que duró la administración Kennedy. Aparte de la antigua sirvienta de mis
padres, Esperanza, una ex monja de El Salvador, no conozco a nadie de menos de
setenta que se haya acercado siquiera a esta cifra.
Sin perspectivas a la vista, me estoy convirtiendo, a mis treinta y cuatro años, en
la plusmarquista del celibato.
Seguramente os preguntaréis cómo llegué a esta situación. ¿Me parezco a
Freddy Krueger? ¿Visto como Barbara Bush? ¿Soy demasiado quisquillosa?
¿Demasiado puñetera? ¿Demasiado tímida? ¿Tengo agorafobia? ¿Clamidia? ¿Una
terrible infección de hongos en los pies?
Buenas preguntas, todas ellas. Preguntas que, en algún momento u otro, yo
misma me he planteado. Preguntas que algunos miembros de mi familia formulan a
menudo y en voz alta cuando nos reunimos para celebrar nuestras fiestas judías.
La respuesta más breve a estas preguntas es no. O, como dirían aquí en
Provideniya, nyet.
Supongo que podría tener relaciones sexuales. El mes pasado, sin ir más lejos, a
través de mi servicio de citas de Internet, recibí este e-mail de un repartidor de
correo en bicicleta de veintiún años: “Me gustaría pasar una noche con una mujer
maravillosa. Soy joven, pero maduro. Además, soy francés. ¡Me encantan el placer y
el intercambio de energías! ¿Y a ti?”
Las 1001 noches sin sexo Suzanne Schlosberg
Ediciones Robinbook - NOVELIA

La cuestión es que para la mayoría de adultos es fácil tener sexo si están


dispuestos a irse a la cama con alguien por quien no sienten especial atracción o
cariño. Sin embargo, está lo otro: sí, busco sexo, pero también me gustaría algo
más. Como mínimo, me gustaría un poco de atracción mutua. Una mínima chispa. Y
me gustaría un hombre capaz de sentir algo aparte de hambre cuando pasa delante
de un Burger King.
Que no me malinterprete nadie: no soy un dechado de virtudes. Por supuesto
que no me reservo para el hombre perfecto. Si se presentara el Sr. Posibilidad
Remota, estaría más que dispuesta a dejar que subiera a examen. Sin embargo, pese
a mis valerosos esfuerzos de los últimos mil días, el Sr. Posibilidad Remota ni
siquiera había hecho acto de presencia. Y así estoy, en un estado de privación
sexual al que antes me parecía imposible llegar. ¿Que cómo se siente una cuando
pasa tanto tiempo sin sexo? Digamos que, a diferencia de cuándo un plusmarquista
bate su última marca, aquí nadie vitorea y la que menos, yo.
Durante mi épica sequía he salido con tantos hombres que he acabado
desarrollando todo un sistema de estrategias para las citas, tan complejo que podría
escribir hasta una tesis doctoral. Me he propuesto ampliar mi búsqueda, esforzarme
más. Me he propuesto dejar de intentarlo y esperar simplemente a que “pasara”. He
intentado parecer más disponible y menos asertiva. He intentado parecer menos
disponible y más asertiva. Lo he hecho casi todo, excepto bajar mi listón o rendirme
del todo, porque la verdad es que no he perdido la esperanza. Milagros más
increíbles se han visto. ¿Os acordáis de los jugadores de rugby sudamericanos que
se estrellaron con el avión en los Andes en pleno invierno? Si ellos sobrevivieron
diez semanas en las montañas a base de pasta de dientes y la carne de sus
compañeros muertos, seguro que yo conseguiré salir de la soltería, ¿o no?
No obstante, cuando me paro y compruebo que a mi alrededor casi todo el
mundo se empareja, no puedo evitar preguntarme qué pasa. ¿Es mala suerte? ¿Cosa
del destino? ¿Imaginaciones mías? Nunca creí en eso de que tenemos sólo una
media naranja; es probable que haya docenas, incluso cientos de hombres elegibles
por ahí. Pero ¿porqué parecen estar todos inscritos en un programa de protección
de testigos?
Hace unos meses empezó a ser evidente que, pese a mis innumerables
esfuerzos, grandes y pequeños, nada iba a evitar que cumpliera mi día mil. A falta
de un milagro que cambiara mi destino, me disponía sin remedio a alcanzar el
innoble hito.
Un acontecimiento de esta magnitud bien merecía un homenaje (a mí misma, por
supuesto, por mi sobresaliente resistencia). Se me pasó por la cabeza viajar sola al
Valle de la Muerte, pero conmemorar mi sequía en el desierto... No sé, me parecía
poco imaginativo. Unos amigos me sugirieron que me fuera a algún lugar
espectacular, como Tahití, la Riviera italiana o Jackson Hole, en Wyoming, pero lo
que la situación requería no era precisamente espectacularidad. Eso es para cuando
celebras la luna de miel, no para cuando te conviertes en la encarnación de la
virgen María.
El peor consejo me lo dio Kate, una amiga que se ha empeñado en servirme de
airbag personal, siempre dispuesta a desplegarse cuando cree que voy a sufrir.
“¡Ve a a que te mimen en un balneario!”, insistió. “¡Gástate la pasta en tratamientos
de belleza!” Está claro que Kate no había ido nunca a un balneario y que sólo había
leído sobre ellos en alegres revistas femeninas.
Las 1001 noches sin sexo Suzanne Schlosberg
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Yo sí he estado en varios balnearios. Me enviaron, cosas que pasan, varias de las


alegres revistas femeninas para las que escribo. Os aseguro que el sufrimiento suele
empezar con el tratamiento facial. Una búlgara pálida y recia llamada Magda te
conduce a una sala oscura. Viste bata blanca de médico y utiliza un espejo
amplificador para inspeccionarte los poros bajo la luz cegadora de un foco que iría
de perlas en un interrogatorio policial. Entonces te pregunta, como si tuvieras que
saberlo, qué producto limpiador, tónico y crema hidratante quieres, y cómo se te
ocurrió maltratar así tu piel comprando semejantes productos (si consigues recordar
alguno). De pronto te ves envuelta en un vaho, mientras Magda escarbao con sus
afiladas uñas en tu cartílago nasal y suspira cada vez que extrae un punto negro que
sólo se ve a través de su microscopio electrónico. Después agarra un cortapizza con
pinchos y te lo pasa por la cara.
Soportar mil días sin sexo no es ninguna tontería: celebrarlo en un balneario
sería como verter zumo de limón sobre una llaga.
Lo de mimarme estaba descartado. ¿Qué otra opción tenía? Navegando por
Internet una noche, di con un viaje que parecía ideal para la ocasión: Calvario por el
Océano Ártico. Se trataba de una excursión de once días en mountain bike por una
pista sin asfaltar llamada Dalton, perdida en Alaska, y por las noches dormiríamos
en tiendas de campaña. Eran más de 700 kilómetros de recorrido, desde Fairbanks
hasta un pueblo llamado –esto me encanta– Deadhorse, es decir, Caballo Muerto.
Las temperaturas rozarían probablemente los cero grados, no habría ni duchas ni
lavabos, y exceptuando la parada para camioneros más septentrional del mundo, no
habría tampoco ningún tipo de servicio. “¡Después no digas que no te avisamos!”,
decía en la página web de la empresa. Debo decir que soy muy aficionada al
ciclismo, por lo que esta excursión parecía ofrecerme justo el grado de tortura que
necesitaba sin poner en peligro mi vida.
Seguí investigando y descubrí que podía complementar el Calvario con una
escapada de dos días a Provideniya, una ciudad situada a casi 10.000 kilómetros de
Moscú, pero tan sólo a una hora de Nome, en el estrecho de Bering, en avión de
hélice. Miré en el mapamundi que colgaba en la pared de mi despacho. Rusia, una
enorme mancha naranja, parecía tener mucho en común con mi casta racha: parecía
inhóspita e inacabable. El lugar ideal para mí.
Supongo que os preguntaréis qué diferencia hay entre el dolor del balneario y el
dolor del Ártico. La diferencia reside en las expectativas. Si eliges un lugar que
suena fantástico pero que acaba resultando horroroso, te sientes timada. En cambio,
si te vas esperando un desastre, sólo te puedes llevar sorpresas agradables.

Hoy es el séptimo día de mi escapada de dos días a Provideniya. En Nome, el


operador de la compañía aérea nos había avisado de que en Provideniya no se
permite despegar a los aviones cuando hay niebla. Sin embargo, se le olvidó
mencionar: primero, que aquí casi siempre hay niebla; segundo, que con niebla o
sin ella, el aeropuerto permanece cerrado en fin de semana; y tercero, que los
cortes de luz del aeropuerto también pueden hacer que te quedes en tierra.
Cada mañana, mis compañeros de viaje y yo nos asomamos a la ventana de
nuestro apartamento y contemplamos la niebla, preguntándonos cuándo se
conjugarán las estrellas a nuestro favor para sacarnos de este trance. Los demás del
grupo –dos parejas de jubilados de Texas y un ingeniero informático de Seattle,
tímido y cuarentón– están cada vez más nerviosos por salir de aquí. Anoche, cuando
Las 1001 noches sin sexo Suzanne Schlosberg
Ediciones Robinbook - NOVELIA

Yuri, nuestro guía local, nos explicó que una vez un grupo de científicos japoneses
se quedó atrapado aquí durante un mes, todos parecían consternados.
Sin embargo, yo apenas podía contener mi buen humor: no tengo prisa para ir a
ningún sitio. Todavía me estoy regodeando por haber ganado un pulso el otro día a
un adolescente ruso en el gimnasio. (¡Eh, que empezó él!). Además, me quedan
muchas palabrotas que enseñarle a Yuri en mi idioma –“no me vengas con
gilipolleces” es su favorita– y estoy perfeccionando el tablero de Scrabble que
monté con los restos de una libreta y cinta adhesiva. Tengo cosas por hacer.
Por otro lado, cuando veo los bidones oxidados y las barcas descalabradas de
ahí fuera, pienso que el destino me ha brindado una oportunidad extraña e
inesperada. Por primera vez en mucho tiempo, no hay nada que pueda hacer para
combatir mi racha: ni páginas de citas por Internet que otear, ni planes maquinados
por amigas bienintencionadas, ni estrategias que poner en práctica sólo porque son
tan descabelladas que tienen que funcionar. Sin presión ni distracciones y con
tiempo por delante, quizá sea este el momento de llegar hasta el fondo de la
cuestión. Quizá pueda descubrir por qué, en los últimos mil cuarenta días, he
perdido tanto el rumbo. ¿Cómo he podido pasar de ser una persona con sexo a ser
una persona que cree que una base militar abandonada en la Rusia siberiana es un
sitio estupendo para tomarse unas vacaciones?
Si consigo averiguarlo, tal vez consiga averiguar también cómo poner fin a la
Racha y empezar a vivir el resto de mi vida.

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