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Cabalgar, cabalgar, cabalgar, a través del día, a través de la noche, a través del día.
Cabalgar, cabalgar, cabalgar.
Y el ánimo ha menguado tanto y la nostalgia es tan grande. Ya no hay montañas, apenas
un árbol. Nada se atreve a descollar. Extrañas chozas se acuclillan sedientas junto a
pozos fangosos. En ninguna parte una torre. Y siempre la misma imagen. Sobran los dos
ojos. Solo en la noche se cree, a veces, reconocer el camino. ¿Quizás desandamos
siempre, en las horas nocturnas, la jornada que hemos ganado penosamente bajo el sol
extranjero? Puede ser. El sol es agobiante, como entre nosotros en pleno verano. Pero
cuando nos despedimos era verano. Los vestidos de las mujeres resplandecieron
largamente sobre lo verde. Y ahora hace mucho que cabalgamos. Debe de ser otoño. Por
lo menos allá, donde unas tristes mujeres saben de nosotros.
Allí están todos cerca unos de otros esos señores, venidos de Francia y de Borgoña, de
los Países Bajos, de los valles de Carintia, de los castillos de Bohemia y del Emperador
Leopoldo. Porque lo que uno cuenta, todos también lo ha experimentado, y precisamente
así. Como si no hubiera más que una sola madre …”
Así cabalgan hacia el interior de la noche, en un anochecer cualquiera. Callan
nuevamente, pero se llevan consigo las luminosas palabras. Entonces el marqués se
quita el yelmo. Sus oscuros cabellos son sedosos y, al inclinar la cabeza, se esparcen
casi femeninamente sobre la nuca. Ahora lo advierte también el de Langenau : a lo lejos
algo sobresale en la luminosidad, algo esbelto, opaco. Una columna solitaria, medio
derruida. Y cuando hace mucho que han pasado, - más tarde -, cae en la cuenta de que
aquello era una Madona.
Fuego de vivac. Se está sentado alrededor y se aguarda. Se aguarda que alguno cante.
Pero se está tan cansado. La rojiza luz es pesada. Yace sobre los zapatos polvorientos.
Trepa hasta las rodillas. Se asoma al interior de las manos entrelazadas. No tiene alas.
Los rostros quedan a oscuras. Sin embargo, los ojos del francesito brillan un instante con
luz propia. Ha besado una diminuta rosa, la cual puede ahora seguir marchitándose en su
pecho. El de Langenau lo ha visto, porque no puede dormir. Piensa:
Yo no tengo ninguna rosa, ninguna.
Entonces canta. Y es una antigua canción melancólica que en su tierra las muchachas
cantan por los campos, en otoño, cuando terminan las cosechas.
Dice el marquesita: “¿Sois muy joven señor?” Y el de Langenau medio afligido y medio
desafiante : “Dieciocho”. Luego callan.
Más tarde pregunta el francés: “¿Tenéis también una prometida en vuestra tierra, señor
hidalgo?”
“¿Y vos?” replica el de Langenau.
“Es rubia como vos”
Y callan nuevamente, hasta que el alemán exclama:
¿Por qué demonios, entonces; para qué os sentáis en la silla y cabalgáis a través de esta
comarca envenenada al encuentro de los perros turcos?
El marqués sonríe: “Para regresar”
Y el Langenau se entristece. Piensa en una muchacha rubia con la que jugaba. Rústicos
juegos. Y desearía volver a casa, solo por un momento, solo el tiempo necesario para
decir las palabras: “Magdalena, -por haber sido siempre así, perdóname”.
¿Cómo –era? piensa el joven señor. Y ya están lejos.
Una vez, de mañana, hay un jinete ahí, y luego otro, cuatro, diez. Todos de hierro,
enormes. Luego mil, detrás: el ejército.
Es preciso separarse.
“Volved felizmente a casa, señor marqués”.
“María os ampare, señor hidalgo”.
Y no pueden separarse. De pronto se sienten amigos, hermanos. Tienen algo más que
confiarse: porque ya saben tanto el uno del otro. Se demoran. Y hay prisa y estrépito de
herraduras a su alrededor. Entonces el marqués se quita el gran guante derecho. Saca la
diminuta rosa, arranca un pétalo. Como quien parte una hostia.
“Esto os protegerá. Adiós”.
El de Langenau queda asombrado. Largamente sigue con la mirada al francés. Luego
mete el pétalo ajeno bajo la casaca. Y éste asciende y desciende sobre las olas de su
corazón. Toque de clarín. Cabalga hacia el ejército, el hidalgo. Sonríe melancólicamente:
lo protege una mujer extranjera.
Al fin delante de Sport. Junto a su caballo blanco se yergue el conde. Su largo cabello
tiene el brillo del hierro. El de Langenau no ha preguntado. Reconoce al general, salta del
corcel y se inclina en una nube de polvo. Trae un escrito que lo recomienda al conde.
Pero éste ordena: “Léeme el papelote”. Y sus labios no se han movido.
No los necesita para eso: están hechos solo para la imprecación. Para todo lo demás
habla su mano derecha. Punto. Y se lo advierte. El joven señor ha terminado hace rato.
Ya no sabe dónde está. Sport lo cubre todo. Hasta el cielo se ha ido. Entonces dice Sport,
el gran general: “Corneta”
Y eso es mucho.
La compañía se halla al otro lado del Raab. El de Langenau cabalga hacia allá, solo.
Llanura. Noche. La guarnición delantera de la silla brilla a través del polvo. Y luego
asciende la luna. El la advierte en sus manos.
Sueña.
Pero algo grita hacia él.
Grita, grita,
le desgarra el sueño.
No es un búho. Misericordia:
el único árbol
grita hacia él:
¡Hombre!
Y él mira: algo se retuerce. Se retuerce un cuerpo a lo largo del árbol, y una joven
ensangrentada y desnuda, lo asalta: Líbrame!
Y él baja de un salto al negrecido verdor y corta las quemantes ligaduras;
y ve sus miradas arder
y sus dientes morder
¿Ríe ella?
El se estremece.
Y ya está sentado a caballo y galopa en la noche.
Sangrientos cordeles apretados en el puño.
Descanso! Ser huésped una vez. No siempre atender uno mismo sus apetencias con
mezquina ración. No siempre tomarlo todo de modo hostil; dejar por una vez que todo
transcurra y saber: lo que acontece es bueno. También el ánimo tiene que distenderse
alguna vez y replegarse sobre sí mismo al borde de sábanas de seda. No siempre ser
soldado. Por una vez llevar los rizos sueltos y abierto el ancho cuello y sentarse en
sillones satinados y sentirse, hasta la punta de los dedos, como después del baño. Y
empezar a saber de nuevo qué son las mujeres. Y qué hacen las de blanco y qué son las
de azul; qué manos tienen, cómo cantan su risa, cuando rubios muchachos traen las
hermosas fuentes pesadas de fruta jugosa.
Como una comida empezó. Y se convirtió en fiesta, apenas se sabe cómo. Las altas
llamas tremolaban, las voces vibraban, confusas canciones resonaban en los cristales y
los destellos, y al fin, de los ritmos madurados, brotó la danza. Y a todos arrastró. Era un
batir de olas en los salones, un encontrarse y elegirse, un despedirse y reencontrarse, un
embriagarse de luz y un deslumbrarse y un mecerse en las brisas de verano que
discurren en los vestidos de las ardientes mujeres.
Del vino oscuro y de mil rosas la hora susurrante fluye en el sueño de la noche.
Uno, vestido de seda blanca, reconoce que no puede despertar, porque está despierto y
desconcertado por la realidad. Huye pues atemorizado hacia el sueño y permanece en el
parque solitario, en el parque oscuro. Y la fiesta está lejos. Y la luz miente. Y la noche lo
rodea y es fresca. Y pregunta a una mujer que hacia él se inclina.
“¿Eres tú la noche?”
Ella sonríe
Y él se avergüenza entonces de su vestidura blanca.
Y querría estar lejos y solo y armado.
Completamente armado.
Has olvidado que eres mi paje por este día? ¿Me abandonas?
¿A dónde vas? “Tu vestidura blanca me da derecho sobre ti”.
¿Echas de menos tu burda casaca?
¿Tiemblas de frío? ¿Sientes nostalgia?
La Condesa sonríe.
No. Es solo porque la niñez acaba de desprendérsele de los hombros, suave vestido
oscuro. ¿Quién se lo ha llevado? ¿Tú? se pregunta con una voz que nunca antes se
había oído. “¡Tú!”
Y ahora nada lo cubre. Y está desnudo como un santo.
Claro y esbelto.
Estaba abierta una ventana? ¿Está la tormenta en casa? ¿Quién golpea las puertas?
¿Quién atraviesa las habitaciones? Deja. Sea quién fuese. No encontrará el aposento de
la torre.
Como detrás de cien puertas está ese gran sueño que dos seres tienen en común como
una madre o una muerte.
Es esto la mañana? ¿Qué sol se levanta? ¿Es tan grande el sol? ¿Eso son pájaros?
Sus voces están en todas partes.
Todo está claro, pero no es de día.
Todo está sonoro, pero no hay voces de pájaros.
Son las vigas las que brillan. Son las ventanas las que gritan.
Y gritan, rojas en dirección al enemigo, que está afuera en la llameante tierra, y gritan:
Fuego.
Y con el sueño desgarrado en los rostros, se precipitan todos, a medias hierro, a medias
desnudos, de habitación en habitación, de refugio en refugio y buscan la escalera.
Y con aliento entrecortado las cornetas en el patio.
¡A formar! ¡A formar!
Y temblorosos tambores.