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RAINER MARIA RILKE

El Canto de Amor y Muerte del Corneta Cristóbal Rilke

“… El 24 de Noviembre de 1663 Otto von Rilke de Langenau / Gränitz y Ziegra, / en


Linda, recibió en feudo la parte del dominio de Linda dejada por su hermano Cristóbal,
caído en Hungría; pero hubo de extender una constancia reversible / según la cual la
cesión del feudo quedaría nula e invalidada / en el caso de que su hermano Cristóbal
(quién, según la partida de defunción presentada, había muerto siendo corneta en la
compañía del Barón de Pirovano, del Regimiento Imperial Austriaco de Heyster …)
volviese …”

Cabalgar, cabalgar, cabalgar, a través del día, a través de la noche, a través del día.
Cabalgar, cabalgar, cabalgar.
Y el ánimo ha menguado tanto y la nostalgia es tan grande. Ya no hay montañas, apenas
un árbol. Nada se atreve a descollar. Extrañas chozas se acuclillan sedientas junto a
pozos fangosos. En ninguna parte una torre. Y siempre la misma imagen. Sobran los dos
ojos. Solo en la noche se cree, a veces, reconocer el camino. ¿Quizás desandamos
siempre, en las horas nocturnas, la jornada que hemos ganado penosamente bajo el sol
extranjero? Puede ser. El sol es agobiante, como entre nosotros en pleno verano. Pero
cuando nos despedimos era verano. Los vestidos de las mujeres resplandecieron
largamente sobre lo verde. Y ahora hace mucho que cabalgamos. Debe de ser otoño. Por
lo menos allá, donde unas tristes mujeres saben de nosotros.

El de Langenau se mueve en la montura y dice:


Señor Marqués …”
Su vecino, el pequeño y fino francés, ha estado hablando y riendo durante tres días.
Ahora ya no sabe que más decir. Es como un niño que necesita dormir. El polvo se ha
posado sobre su blanco y fino cuello de encaje; pero él no lo advierte. Se marchita
lentamente en su silla de terciopelo.
Pero el de Langenau sonríe y dice: “Tenéis unos ojos extraordinarios, señor Marqués.
Seguramente os parecéis a vuestra madre …”
Entonces el pequeño vuelve a florecer y desempolva su cuello y está como nuevo.

Alguien cuenta de su madre. Un alemán, sin duda.


Recia y pausadamente asienta sus palabras. Como una muchacha que ata las flores,
prueba pensativamente flor tras flor y no sabe aún lo que será el conjunto, así ajusta él
sus palabras. ¿Para la alegría? ¿Para la pena? Todos escuchan. Hasta el escupir
termina. Porque son auténticos señores que saben lo que es decoroso. Y quien en el
grupo no saben alemán, lo comprende de súbito, percibe palabras aisladas: “De noche”
… “cuando pequeño … “

Allí están todos cerca unos de otros esos señores, venidos de Francia y de Borgoña, de
los Países Bajos, de los valles de Carintia, de los castillos de Bohemia y del Emperador
Leopoldo. Porque lo que uno cuenta, todos también lo ha experimentado, y precisamente
así. Como si no hubiera más que una sola madre …”
Así cabalgan hacia el interior de la noche, en un anochecer cualquiera. Callan
nuevamente, pero se llevan consigo las luminosas palabras. Entonces el marqués se
quita el yelmo. Sus oscuros cabellos son sedosos y, al inclinar la cabeza, se esparcen
casi femeninamente sobre la nuca. Ahora lo advierte también el de Langenau : a lo lejos
algo sobresale en la luminosidad, algo esbelto, opaco. Una columna solitaria, medio
derruida. Y cuando hace mucho que han pasado, - más tarde -, cae en la cuenta de que
aquello era una Madona.

Fuego de vivac. Se está sentado alrededor y se aguarda. Se aguarda que alguno cante.
Pero se está tan cansado. La rojiza luz es pesada. Yace sobre los zapatos polvorientos.
Trepa hasta las rodillas. Se asoma al interior de las manos entrelazadas. No tiene alas.
Los rostros quedan a oscuras. Sin embargo, los ojos del francesito brillan un instante con
luz propia. Ha besado una diminuta rosa, la cual puede ahora seguir marchitándose en su
pecho. El de Langenau lo ha visto, porque no puede dormir. Piensa:
Yo no tengo ninguna rosa, ninguna.
Entonces canta. Y es una antigua canción melancólica que en su tierra las muchachas
cantan por los campos, en otoño, cuando terminan las cosechas.

Dice el marquesita: “¿Sois muy joven señor?” Y el de Langenau medio afligido y medio
desafiante : “Dieciocho”. Luego callan.
Más tarde pregunta el francés: “¿Tenéis también una prometida en vuestra tierra, señor
hidalgo?”
“¿Y vos?” replica el de Langenau.
“Es rubia como vos”
Y callan nuevamente, hasta que el alemán exclama:
¿Por qué demonios, entonces; para qué os sentáis en la silla y cabalgáis a través de esta
comarca envenenada al encuentro de los perros turcos?
El marqués sonríe: “Para regresar”
Y el Langenau se entristece. Piensa en una muchacha rubia con la que jugaba. Rústicos
juegos. Y desearía volver a casa, solo por un momento, solo el tiempo necesario para
decir las palabras: “Magdalena, -por haber sido siempre así, perdóname”.
¿Cómo –era? piensa el joven señor. Y ya están lejos.

Una vez, de mañana, hay un jinete ahí, y luego otro, cuatro, diez. Todos de hierro,
enormes. Luego mil, detrás: el ejército.
Es preciso separarse.
“Volved felizmente a casa, señor marqués”.
“María os ampare, señor hidalgo”.
Y no pueden separarse. De pronto se sienten amigos, hermanos. Tienen algo más que
confiarse: porque ya saben tanto el uno del otro. Se demoran. Y hay prisa y estrépito de
herraduras a su alrededor. Entonces el marqués se quita el gran guante derecho. Saca la
diminuta rosa, arranca un pétalo. Como quien parte una hostia.
“Esto os protegerá. Adiós”.
El de Langenau queda asombrado. Largamente sigue con la mirada al francés. Luego
mete el pétalo ajeno bajo la casaca. Y éste asciende y desciende sobre las olas de su
corazón. Toque de clarín. Cabalga hacia el ejército, el hidalgo. Sonríe melancólicamente:
lo protege una mujer extranjera.

Un día a través de la impedimenta. Maldiciones, colores, risas: la tierra está deslumbrada.


Llegan corriendo muchachos abigarrados. Riñas y llamadas. Llegan rameras con
purpúreos sombreros sobre los flotantes cabellos. Señas. Llegan escuderos, negros de
hierro como noche errabunda. Aferran a las rameras con tanto ardor que les desgarran
los vestidos. Las empujan contra el borde de los tambores. Y con la salvaje resistencia de
las manos, presurosas, despiertan los tambores; como en un sueño, redoblan, redoblan.
Y, al anochecer, le acercan linternas extrañas: Vino, resplandeciente en cascos de hierro
¿Vino? ¿O sangre? -¿Quién puede distinguirlo?-

Al fin delante de Sport. Junto a su caballo blanco se yergue el conde. Su largo cabello
tiene el brillo del hierro. El de Langenau no ha preguntado. Reconoce al general, salta del
corcel y se inclina en una nube de polvo. Trae un escrito que lo recomienda al conde.
Pero éste ordena: “Léeme el papelote”. Y sus labios no se han movido.
No los necesita para eso: están hechos solo para la imprecación. Para todo lo demás
habla su mano derecha. Punto. Y se lo advierte. El joven señor ha terminado hace rato.
Ya no sabe dónde está. Sport lo cubre todo. Hasta el cielo se ha ido. Entonces dice Sport,
el gran general: “Corneta”
Y eso es mucho.

La compañía se halla al otro lado del Raab. El de Langenau cabalga hacia allá, solo.
Llanura. Noche. La guarnición delantera de la silla brilla a través del polvo. Y luego
asciende la luna. El la advierte en sus manos.
Sueña.
Pero algo grita hacia él.
Grita, grita,
le desgarra el sueño.
No es un búho. Misericordia:
el único árbol
grita hacia él:
¡Hombre!
Y él mira: algo se retuerce. Se retuerce un cuerpo a lo largo del árbol, y una joven
ensangrentada y desnuda, lo asalta: Líbrame!
Y él baja de un salto al negrecido verdor y corta las quemantes ligaduras;
y ve sus miradas arder
y sus dientes morder
¿Ríe ella?

El se estremece.
Y ya está sentado a caballo y galopa en la noche.
Sangrientos cordeles apretados en el puño.

El de Langenau escribe una carta, todo pensativo.


Despacio traza grandes, severas, enhiestas letras:
“Mi buena madre,
enorgullécete: llevo la bandera,
no te inquietes: llevo la bandera,
quiéreme: llevo la bandera”.
Luego guarda la carta en la casaca, en el lugar más secreto, junto al pétalo de rosa. Y
piensa: “Pronto estará perfumada”.
Y piensa: Tal vez alguien la encuentre alguna vez …
Y piensa …, porque el enemigo está cerca.
Cabalgan sobre un campesino muerto. Tiene los ojos muy abiertos y algo se refleja en el
fondo: no cielo. Después aúllan perros. Se acerca pues una aldea, por fin. Y sobre las
chozas se alza, pétreo, un castillo. Ancho, se tiende el puente hacia ellos. La puerta se
agranda. Alta bienvenida da el cuerno. Escucha: estrépitos, tintineos, ladridos. Relinchos
en el patio, golpetear de pezuñas y llamadas.

Descanso! Ser huésped una vez. No siempre atender uno mismo sus apetencias con
mezquina ración. No siempre tomarlo todo de modo hostil; dejar por una vez que todo
transcurra y saber: lo que acontece es bueno. También el ánimo tiene que distenderse
alguna vez y replegarse sobre sí mismo al borde de sábanas de seda. No siempre ser
soldado. Por una vez llevar los rizos sueltos y abierto el ancho cuello y sentarse en
sillones satinados y sentirse, hasta la punta de los dedos, como después del baño. Y
empezar a saber de nuevo qué son las mujeres. Y qué hacen las de blanco y qué son las
de azul; qué manos tienen, cómo cantan su risa, cuando rubios muchachos traen las
hermosas fuentes pesadas de fruta jugosa.

Como una comida empezó. Y se convirtió en fiesta, apenas se sabe cómo. Las altas
llamas tremolaban, las voces vibraban, confusas canciones resonaban en los cristales y
los destellos, y al fin, de los ritmos madurados, brotó la danza. Y a todos arrastró. Era un
batir de olas en los salones, un encontrarse y elegirse, un despedirse y reencontrarse, un
embriagarse de luz y un deslumbrarse y un mecerse en las brisas de verano que
discurren en los vestidos de las ardientes mujeres.
Del vino oscuro y de mil rosas la hora susurrante fluye en el sueño de la noche.

Y uno está ahí contemplando asombrado esta maravilla.


Y de tal manera que se pregunta si va a despertarse.
Porque sólo en sueños se ve tal esplendor y tales fiestas, y estas mujeres: su más leve
ademán inicia un pliegue que desciende por el brocado. Entretejen horas con plateados
diálogos y a veces alzan las manos así – y debes pensar que en algún donde tú no
alcanzas, cortan suaves rosas que tú no ves. Y entonces sueñas: Estar adornado con
ellas y ser feliz de otra manera y merecer una corona para tu frente que está desnuda.

Uno, vestido de seda blanca, reconoce que no puede despertar, porque está despierto y
desconcertado por la realidad. Huye pues atemorizado hacia el sueño y permanece en el
parque solitario, en el parque oscuro. Y la fiesta está lejos. Y la luz miente. Y la noche lo
rodea y es fresca. Y pregunta a una mujer que hacia él se inclina.
“¿Eres tú la noche?”
Ella sonríe
Y él se avergüenza entonces de su vestidura blanca.
Y querría estar lejos y solo y armado.
Completamente armado.

Has olvidado que eres mi paje por este día? ¿Me abandonas?
¿A dónde vas? “Tu vestidura blanca me da derecho sobre ti”.
¿Echas de menos tu burda casaca?
¿Tiemblas de frío? ¿Sientes nostalgia?
La Condesa sonríe.
No. Es solo porque la niñez acaba de desprendérsele de los hombros, suave vestido
oscuro. ¿Quién se lo ha llevado? ¿Tú? se pregunta con una voz que nunca antes se
había oído. “¡Tú!”
Y ahora nada lo cubre. Y está desnudo como un santo.
Claro y esbelto.

Lentamente se apaga el castillo. Todos están agobiados: cansados o enamorados o


borrachos. Después de tantas vacías y largas noches de campaña: camas. Anchas
camas de encina. Allí se reza de modo distinto que en los miserables surcos del camino,
los cuales, al querer uno dormirse en ellos, son como una tumba.
“Señor Dios, hágase tu voluntad”
Son más cortas las oraciones en el lecho.

El aposento de la torre está oscuro.


Pero ellos se alumbran el rostro con sus sonrisas. Van tanteando delante de sí como
ciegos y encuentran al otro como una puerta. Casi como niños, que tienen miedo de la
noche, se estrechan uno contra otro. Y sin embargo no tienen miedo. Nada hay que esté
contra ellos: ni el ayer, ni el mañana, pues el tiempo se ha derrumbado. Y ellos florecen de
sus propias ruinas.
El no pregunta ¿”Tu esposo”?
Ella no pregunta: “¿Tu nombre?”
Se han encontrado, para ser el uno para el otro una nueva estirpe. Se darán cien
nombres nuevos y se los volverán a quitar recíprocamente todos, con suavidad, como se
quita un pendiente.

En la antecámara, sobre un sillón, cuelga la casaca, la bandolera y la capa del de


Langenau. Sus guantes están tirados en el suelo. Su bandera se mantiene rígida,
apoyada en el crucero de la ventana. Es negra y angosta. Afuera galopa una tormenta a
través del cielo y hace la noche pedazos blancos y negros. El claro de la luna pasa como
un largo relámpago y la bandera inmóvil tiene sombras inquietas.
Sueña.

Estaba abierta una ventana? ¿Está la tormenta en casa? ¿Quién golpea las puertas?
¿Quién atraviesa las habitaciones? Deja. Sea quién fuese. No encontrará el aposento de
la torre.
Como detrás de cien puertas está ese gran sueño que dos seres tienen en común como
una madre o una muerte.

Es esto la mañana? ¿Qué sol se levanta? ¿Es tan grande el sol? ¿Eso son pájaros?
Sus voces están en todas partes.
Todo está claro, pero no es de día.
Todo está sonoro, pero no hay voces de pájaros.
Son las vigas las que brillan. Son las ventanas las que gritan.
Y gritan, rojas en dirección al enemigo, que está afuera en la llameante tierra, y gritan:
Fuego.
Y con el sueño desgarrado en los rostros, se precipitan todos, a medias hierro, a medias
desnudos, de habitación en habitación, de refugio en refugio y buscan la escalera.
Y con aliento entrecortado las cornetas en el patio.
¡A formar! ¡A formar!
Y temblorosos tambores.

Pero la bandera no está ahí.


Llamada : ¡Corneta!
Caballos enardecidos, ruegos, gritos.
Imprecaciones: ¡Corneta!
Hierro contra hierro, orden y señal;
Silencio: ¡Corneta!
Y adelante con la hirviente caballería.
Pero la bandera no está ahí.

Corre en competencia con incendiados pasillos, a través de puertas que ardientemente


se apiñan a su alrededor sobre calderas que lo chamuscan, sale del enfurecido edificio.
En sus brazos lleva la bandera como una blanca, desmayada mujer. Y encuentra un
caballo, y es como un grito: Por encima de todo, adelantándose a todos, aún a los suyos.
Y entonces la bandera vuelve en sí, y nunca fue tan real; y ahora la ven todos, lejos,
adelantada, y reconocen al hombre claro sin yelmo, y reconocen la bandera.
Pero entonces comienza a resplandecer, se despliega, se extiende y enrojece.
Ahí arde la bandera en medio del enemigo y galopan tras ella.

El de Langenau está en lo profundo del enemigo, pero completamente solo. El terror ha


abierto un espacio circular a su alrededor, y él resiste en el centro, bajo la bandera que se
consume poco a poco.
Con lentitud, casi pensativamente, mira en torno suyo.
Hay ante él muchas cosas extrañas y abigarradas. Jardines –piensa, y sonríe. Pero de
pronto siente fijas miradas en él y reconoce hombres, y sabe que son los perros infieles;
y lanza su caballo en medio de ellos.
Pero, sin embargo ahora, cuando todo vuelve a cerrarse a sus espaldas, todo vuelve a
ser jardines, y los dieciséis sables curvos que caen sobre él, rayo tras rayo, son una
fiesta.
Un surtidor sonriente.

La casaca ha ardido en el castillo, con la carta y el pétalo de rosa de una mujer


extranjera.
En la primavera siguiente (llegó triste y fría) un correo del barón de Pirovano cabalgó
lentamente hasta Langenau.
Allí vio llorar a una anciana.

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