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LA E V O L U CIO N M U L T IL IN E A L Y EL D E S A R R O L L O

D E L M O D O A S IA T IC O D E P R O D U C C IO N * .

John Gledhill **
University College (L on dres)

Una acusación no puede hacérsele a los arqueólogos


mesoamericanistas: el ser ateóricos. Si en alguna parte las
estrategias de investigación cultural-ecológicas y cultural-
materialistas han sido llevadas al límite, ese lugar es
Mesoámérica.
E l 4m arxism o’ ha llegado a abarcar una gama tan diversa
de posiciones que, aun aquéllos que no sientan gran simpatía
por las conclusiones políticas de Marx, pueden adoptar
términos extraídos de la teoría marxista sin problema alguno.
Huelga aquí volver sobre los eternos argumentos en contra del
materialismo vulgar y la identificación de la teoría marxista
con el mismo. Lo que el lector no com prom etid o espera es
saber en qué m odo el uso de conceptos marxistas puede
conducir al avance de la teoría. El presente trabajo se dirige a lo
que, en mi opinión, constituyen dos debilidades importantes e
interrelacionadas en buena parte del trabajo norteamericano
sobre los procesos culturales en la prehistoria mesoamericana
tardía. Primero, existe una tendencia arraigada a defender
explicaciones deterministas demo-tecno-ecológicas del cambio
socio-cultural a pesar de la aceptación, en algunos casos, de
argumentos que socavan un enfoque reduccionista del proceso
social y político.
* Versión castellana de Pastora Rodríguez Aviñoá
** Debo una disculpa a los lectores por ciertos sesgos polémicos implíci­
tos en el texto: el alcance de los problemas discutidos en este artículo y la
literatura de los problemas discutidos en este artículo y la literatura que he
seleccionado para una discusión explícita. Mis escritos sobre pre historia
suelen estar muy influenciados por mi participación en debates en Gran
Bretaña sobre la viabilidad de las influencias teóricas y filosóficas que
surgieron en los años 1960 de los paradigmas arqueológicos norteamericanos.
Deseo dejar en claro que considero el rechazo al paradigma positivista para la
explicación científica que domina el pensamiento arqueológico anglosajón
actual de importancia similar al rechazo de las varias formas de explicación
La reciente afirmación de Sanders et al ( 1979) sobre el papel de
la irrigación ejemplifica lo anterior. Segundo, se ha dado una
marcada tendencia a tratar de entender la realidad precolonial
mesoamericana en términos de categorías ahistóricas,
mediante la utilización no crítica de conceptos com o
“estratificación ec o n ó m ic a ” y categorías económ icas formales
cuyo empleo fuera del sistema capitalista debe ser m atizado1.
Estimo que la teoría marxista puede ser empleada con
provecho para dilucidar estas dificultades y plantear
conceptualizaciones alternativas. Lo mismo puede decirse de
ciertas facetas de la teoría weberiana. No voy a tratar aquí de
apropiar la arqueología, o más bien la prehistoria, para el
marxismo y, de este m odo, duplicar algunos de los problemas
que han acosado a la llamada “antropología marxista”
(Gledhill 1981a). El presente trabajo trata de la prehistoria
mesoamericana y de ciertos problemas teóricos en el análisis de
las formaciones sociales pre-capitalistas; no es un ejercicio de
marxología, pues no creo que Marx haya tratado de
proporcionar una explicación teórica comprensiva de las
formaciones pre-capitalistas, y mucho menos una teoría de la
evolución social. Aun si lo hubiera tratado, habría sido el
primero en insistir en que su trabajo debería ser juzgado
únicamente por sus méritos científicos. Aunque el artículo se
inicia con citas de la obra de Marx, carece de sentido discutir
problemas en términos de la fidelidad o desviación de una tesis
a la posición de aquél.

materialista vulgar que suele ser defendida por los escritores de esa tradición.
Por otra parte, una víctima de esta polémica es una evaluación más mesurada
de los aspectos positivos de la prehistoria mesoamericana que prestan mayor
importancia al papel de la agricultura hidráulica y las características geográfi­
cas y ecológicas de determinadas regiones. No hay una discusión, por ejemplo,
de las contribuciones de Angel Palerm, ni del valor del enfoque ecológico
representado por los escritos más recientes de Robert McAdams sobre
M esopotam ia. Com o señalo en varias partes del texto, esta
unidimensionalidad exige correcciones, y en modo alguno deseo sugerir que se
abandone un marco de referencia ecológico. El problema es más bien otro: el
contexto en el que deben colocarse los estudios sobre el entorno natural y
culturalmente transformado.
En 1519, los conquistadores comenzaron el proceso de
subsumir una civilización europea en México que, en términos
de su experiencia, presentaba una mezcla paradójica de lo
bárbaro y lo sublime. M octezum a X ocoyotzin gobernaba
sobre un imperio que, aparentemente, se sostenía más por el
terror que mediante la excelencia administrativa y la ideología,
desde una capital que se comparaba favorablemente a sus
contrapartes occidentales. La teoría neo-evolucionista suele
conceptualizar los estados precoloniales del Altiplano
mesoamericano com o la prueba crucial de una hipótesis: la
existencia de regularidades estructurales en los procesos de la
evolución social en regiones históricamente dependientes. Es
cuestionable, sin embargo, si disponem os, de hecho, de un
conjunto adecuado de conceptos para hacer de manera efectiva
estas amplias comparaciones transculturales. Antes de leer a
Morgan, la respuesta de Marx a esta cuestión fue incluir a los
estados del N uevo M undo entre las formaciones clasificadas
bajo el m odo de producción asiático. C om o es sabido, el
marxismo o rtod oxo terminó por rechazar el m o do asiático,
mientras que Wittfogel (1957) lo resucitó en parte so capa de
‘Despotismo Oriental’ y se lo restituyó al marxismo en la forma
de una crítica a la U nión Soviética. Huelga destacar la
influencia de Wittfogel en los estudios sobre la prehistoria
mesoamericana, lo que, desde entonces, ha com plicado la
discusión del m odo asiático en particular y de la teoría
marxista en general (Carrasco 1978).
El co n cep to de m o d o asiático de p ro d u c c ió n ( M A P )
El M A P , según Marx, se caracteriza por la ausencia de
propiedad privada de la tierra; sólo existe la posesión privada
(y comunal) (Marx 1959:791, 1973:472-4). A diferencia del
m odo feudal, no cuenta con una clase terrateniente que no sea
el Estado. D ad o que éste com bina la soberanía con un
m on op o lio del título fundamental a la tierra, la apropiación del
producto excedente no requiere ninguna presión política o
económ ica especial “excepto la implícita en la supeditación al
Estado”, y el tributo com o una forma de renta de la tierra
precapitalista coincide, por tanto, con el impuesto estatal. La
importancia que presta Marx a la “co m u n a ”/c la n /p u e b lo en
los Form en pareciera subrayar una distinción entre las
formaciones asiáticas y feudal, en cuanto que la autoridad del
propietario feudal parece incompatible con la retención por
parte de la comunidad del control efectivo sobre la asignación y
distribución de tierras a sus miembros. El mismo esquema de
distinciones desarrollado en el texto genera los conceptos de los
m odos asiáticos, antiguo y germánico de producción (Marx
1973:486). La discusión se estructura en torno a la cuestión de
las precondiciones históricas para el desarrollo del m odo
capitalista de producción. Los desarrollos históricos en la
Europa medieval se tratan de una manera concreta, no com o
expresiones de la dinámica interna de una percepción de un
“m odo feudal de producción” asociado únicamente con
Europa, sino en relación a formas antiguas y germánicas
anteriores.
Lo anterior es importante en vista de los debates
posteriores dentro del marxismo. A pesar de las valiosas
observaciones textuales hechas por Godelier (1970) sobre el
desarrollo del propio pensamiento de Marx, es obvio que en la
práctica el MAP se p r e s t a a la d i c o t o m í a
‘esta n cam ien toV ^ in am ism o’ entre el Oriente y Occidente tan
profundamente arraigada en el pensamiento europeo (Hindess
y Hirst 1975:201-6). Merced a la estructura celular de las
comunidades aldeanas autárquicas com o la base socio­
económ ica sobre la que se asienta el Estado, la construcción de
Marx podría generar una dinámica a largo plazo para las
formaciones sociales asiáticas en las cuales las fronteras
políticas se cambian, e imperios y dinastías surgen y caen,
mientras que las condiciones socio-económ icas básicas
permanecen fijas durante milenios (Marx 1959:796). Si se toma
al pie de la letra, este punto de vista sería absurdo
empíricamente. Wittfogel, que tenía un abierto interés
ideológico en argüir en favor de la continuidad estructural de
los regímenes “orientales”, casi invirtió el argumento. Las
sociedades orientales pueden experimentar -y, de hecho,
experimentan- el desarrollo de la propiedad privada de la
tierra, la producción de mercancías y elementos capitalistas
mercantiles; se diferencian históricamente de otras por el hecho
de que el Estado continúa siendo “más fuerte que la sociedad”,
y el control político centralizado pone límites, tras un cierto
nivel, a la acumulación privada de capital y la representación
política efectiva de los intereses económ icos privados
(Wittfogel 1935). Una buena parte de los escritos marxistas
recientes se ha opuesto, por razones obvias, a las connotaciones
ideológicas de la etiqueta “asiático” (Bailey 1981), pero muchos
se han mostrado reacios a sustituir la concepción de M A P por
la más generalizada de m odo feudal. Amin ha propuesto el
concepto de un m odo “tributario” com o el sucesor normal de
un m odo universal “prim itivo-comunal” (Amin 1976:9-16). El
m odo feudal representaría una forma “desarrollada” de esto,
en el que la comunidad aldeana pierde su d om iniu m eminens
sobre el suelo en favor de una clase terrateniente. Entre los
mesoamericanistas que utilizan un marco marxista, Carrasco
(1978) está en cierto m odo influenciado por las ideas de
Wittfogel, aunque su punto de partida es marxista clásico: en
los casos en que los productores retienen la posesión de sus
medios de reproducción económica, la plusvalía sólo puede ser
apropiada mediante la coerción “extra-económica”. Carrasco
señala que los sistemas “feudal” y “asiático” comparten una
característica: las relaciones políticas organizan la distribución
de los medios de producción y efectúan la extracción del
producto excedente. Concluye que “las diferencias entre los
dos sistemas son fundamentalmente entre formas distintas de
organización política y el estado” (1978:71).
Carrasco pasa a hacer hincapié en el grado al que el poder
político (y de ahí, consecuentemente, el control económ ico) se
halla centralizado en. la formación social: “d esp otism o” y
“feudalism o” representan simplemente dos polos de variación
dentro de un contiuum (1978:72). Este tipo de argumento nos
lleva de nuevo a Wittfogel y, además, a Weber.
D a d o que las elaboraciones de tipos ideales son
esencialmente heurísticas, la m etodología de Weber le permitió
un margen considerable para variar sus definiciones, y sería
inútil catalogar sus diferentes descripciones del feudalismo y
conceptos afines com o “patrim onialismo”, “sultanism o”,
importancia que presta Marx a la “com u n a”/c la n /p u e b lo en
los Form en pareciera subrayar una distinción entre las
formaciones asiáticas y feudal, en cuanto que la autoridad del
propietario feudal parece incompatible con la retención por
parte de la comunidad del control efectivo sobre la asignación y
distribución de tierras a sus miembros. El mismo esquema de
distinciones desarrollado en el texto genera los conceptos de los
m odos asiáticos, antiguo y germánico de producción (Marx
1973:486). La discusión se estructura en torno a la cuestión de
las precondiciones históricas para el desarrollo del m odo
capitalista de producción. Los desarrollos históricos en la
Europa medieval se tratan de una manera concreta, no com o
expresiones de la dinámica interna de una percepción de un
“m odo feudal de producción” asociado únicamente con
Europa, sino en relación a formas antiguas y germánicas
anteriores.
Lo anterior es importante en vista de los debates
posteriores dentro del marxismo. A pesar de las valiosas
observaciones textuales hechas por Godelier (1970) sobre el
desarrollo del propio pensamiento de Marx, es obvio que en la
práctica el MAP se p r e s t a a la d i c o t o m í a
‘esta n cam ien toV ^ in am ism o’ entre el Oriente y Occidente tan
profundamente arraigada en el pensamiento europeo (Hindess
y Hirst 1975:201-6). Merced a la estructura celular de las
comunidades aldeanas autárquicas com o la base socio­
económ ica sobre la que se asienta el Estado, la construcción de
Marx podría generar una dinámica a largo plazo para las
formaciones sociales asiáticas en las cuales las fronteras
políticas se cambian, e imperios y dinastías surgen y caen,
mientras que las condiciones socio-económ icas básicas
permanecen fijas durante milenios (Marx 1959:796). Si se toma
al pie de la letra, este punto de vista sería absurdo
empíricamente. Wittfogel, que tenía un abierto interés
ideológico en argüir en favor de la continuidad estructural de
los regímenes “orientales”, casi invirtió el argumento. Las
sociedades orientales pueden experimentar -y, de hecho,
experimentan- el desarrollo de la propiedad privada de la
tierra, la producción de mercancías y elementos capitalistas
mercantiles; se diferencian históricamente de otras por el hecho
de que el Estado continúa siendo “más fuerte que la sociedad”,
y el control político centralizado pone límites, tras un cierto
nivel, a la acumulación privada de capital y la representación
política efectiva de los intereses económicos privados
(Wittfogel 1935). Una buena parte de los escritos marxistas
recientes se ha opuesto, por razones obvias, a las connotaciones
ideológicas de la etiqueta “asiático” (Bailey 1981), pero muchos
se han mostrado reacios a sustituir la concepción de M A P por
la más generalizada de m odo feudal. Amin ha propuesto el
concepto de un m odo “tributario” com o el sucesor normal de
un m odo universal “prim itivo -com un ar (Amin 1976:9-16). El
m odo feudal representaría una forma “desarrollada” de esto,
en el que la comunidad aldeana pierde su dom iniu m eminens
sobre el suelo en favor de una clase terrateniente. Entre los
mesoamericanistas que utilizan un marco marxista, Carrasco
(1978) está en cierto m odo influenciado por las ideas de
Wittfogel, aunque su punto de partida es marxista clásico: en
los casos en que los productores retienen la posesión de sus
medios de reproducción económica, la plusvalía sólo puede ser
apropiada mediante la coerción “extra-económica”. Carrasco
señala que los sistemas “feudal” y “asiático” comparten una
característica: las relaciones políticas organizan la distribución
de los medios de producción y efectúan la extracción del
producto excedente. Concluye que “las diferencias entre los
dos sistemas son fundamentalmente entre formas distintas de
organización política y el estado” (1978:71).
Carrasco pasa a hacer hincapié en el grado al que el poder
político (y de ahí, consecuentemente, el control económ ico) se
halla centralizado en. la formación social: “desp otism o” y
“feudalism o” representan simplemente dos polos de variación
dentro de un contiuum (1978:72). Este tipo de argumento nos
lleva de nuevo a Wittfogel y, además, a Weber.
D ad o que las elaboraciones de tipos ideales son
esencialmente heurísticas, la m etodología de Weber le permitió
un margen considerable para variar sus definiciones, y sería
inútil catalogar sus diferentes descripciones del feudalismo y
conceptos afines com o “patrim onialismo”, “sultanism o”,
etcétera. Es importante señalar, sin embargo, que su definición
de feudalismo com o una “estructura de d om in ació n ” (diferente
de patrimonialismo y carisma) rompe cualquier conexión
necesaria con el latifundismo (Weber 1951:33). En el tipo de
feudalismo basado en feudos (Lehensfeudalismus), nos las
habernos, en términos de Weber, con un sistema de
administración en el que los derechos para ejercer autoridad
son delegados a cambio de servicios militares o administrativos
mediante una relación contractual de lealtad personal entre
señor y vasallo (Weber 1978:255-7). Los feudos pueden
implicar la concesión de derechos económ icos sobre tierra y
mano de obra, derechos fiscales (imponer impuestos) o poderes
políticos, autoridad jurídica o militar (:257). Cierto que la
concesión de estos diferentes poderes se halla a menudo
separada, y pocos señores, en regímenes feudales con base en
feudos, permiten que el sistema se desarrolle hasta su límite
típico ideal, debido a que su autoridad se vuelve más y más
precaria a medida que se acerca ese estado de cosas. Weber
distinguía el Lehensfeudalism us de otras variantes, co m o el
prebendalismo. En éste, dentro de un régimen por otra parte
patrimonial y a m enudo altamente centralizado en el sentido
político, los gobernantes otorgan beneficios ( derechos a
apropiarse ingresos ) sobre todo, co m o señaló Weber, debido a
consideraciones fiscales. Los beneficios se otorgan “a nivel
personal de acuerdo a servicios, de ahí la posibilidad de
p ro m oción ” (:260). En casos concretos estas distinciones suelen
difuminarse, y Weber tuvo problemas para señalar que el
feudo, aunque característico de Occidente, no era privativo de
éste. Empero, la función básica de la separación del tipo
prebendal era hacer hincapié en los rasgos distintivos de estas
formaciones co m o las del M edio Oriente islámico, la India
mogul y la China manchú. Este es, pues, un enfoque para
discutir el tipo de variaciones a que se refiere Carrasco. N o es
probable, sin embargo, que sea muy útil, a menos que podam os
trascender las construcciones típico -ideales en favor de una
comprensión de los procesos dinámicos que generan variación
en términos de una centralización política, administrativa y
político-económica. Además, estas cuestiones se hallan
complicadas teóricamente por el trabajo reciente que ha
rechazado la clase de modelo de relaciones entre el Estado y la
econom ía ofrecido por Wittfogel en el caso chino (Moulder
1977) 2
D ado que Marx no elaboró una teoría explícita de sus
m odos de producción pre-capitalista, habrá que examinar la
afirmación de que el marxismo proporciona una teoría de la
historia bajo la forma de “materialismo histórico”. El enfoque
de Carrasco se centra en la variación política y señala que las
relaciones de producción “so n ” relaciones políticas en los
sistemas asiático y feudal (1978:71). Esto lleva a ciertas
dificultades teóricas debido a que, tal com o está, no nos dice
qué distingue al m odo feudal de producción, de, digamos, el
m odo antiguo dentro de la teoría marxista o cualquier otro
marco. ¿Tiene esto que ver con la forma de gobierno o con el
papel de la política respecto a la economía? Esto nos conduce a
problemas fundamentales respecto al m odo cóm o debiéramos
conceptualizar y explicar la estructura de las formas sociales
com o totalidades.
El marxismo ortod oxo basa su análisis de la política y el
estado en el concepto de clase. Los propios escritos históricos
de Marx plantean dudas acerca de las explicaciones para el
cambio social que reducen la política a la simple expresión de
intereses y poder ec on óm ic o s3. En el caso de las formaciones
pre-capitalistas, los problemas parecen doblemente complejos,
merced al consenso general actual entre los marxistas
occidentales de que “predominan las instancias no-
económ icas”, a pesar de sus divergentes puntos de vista sobre lo
que determina la estructura total de las formaciones sociales
(Kahn y Llobera 1981; Gledhill y Rowlands, en prensa). Todas
las formas de relaciones de propiedad, capitalistas y pre-
capitalistas, evidentemente dependen de condiciones legales y
políticas específicas. La base del m odo capitalista de
producción es una forma particular de inclusión económ ica del
productor directo, pero esto no impide que otros m odos
descansen en formas diferentes de inclusión económica, com o
señalaron Hindess y Hirst al negar que la servitud fuese una
característica necesaria del modo feudal de producción
(Hindess y Hirst 1975: 234-242). Si bien este enfoque conduce,
hasta cierto punto, a una comprensión de la reproducción de
las formaciones feudales, deja bastante vaga la dimensión
política. La clase terrateniente es políticamente dominante en
el sentido de que el estado feudal garantiza sus derechos de
propiedad y defiende la explotación feudal, representa los
intereses terratenientes vis-á-vis los campesinos. Los
terratenientes, sin embargo, pueden carecer de poder político
local o nacional, o al menos hallarse subordinados
políticamente al centro. Es más, podría argíiirse que la
necesidad de combatir las tendencias en favor de la
descentralización política puede favorecer el que un estado
centralizado adopte medidas que tal vez dañen el poder
económ ico de los terratenientes, si fueran factibles. La relación
determinista entre la estructura socioeconóm ica y la política
establecida por el marxismo o rtod oxo obviamente no puede
sostenerse.
Para los weberianos, algunos de estos problemas se
resuelven a p rio ri. Clase social económ ica (Weber 1978: 302-5)
es sólo una de las modalidades posibles de la estratificación, y
la distinción entre grupos y clases se presta a la discusión de las
s o c i e d a d e s p r e c a p i t a l is t a s . A d e m á s de d e s li g a r la
estratificación de cualquier base económ ica necesaria, Weber
rechazó la “lucha de clases” com o la fuerza constante tras el
cambio macro-social. Tal vez sea éste el problema crucial:
podría objetarse que la noción de que el cambio debe ser producto
de una lucha de clases concreta es el m odo cóm o la teoría
marxista evita una concepción teológica de historia. Al hacer la
crítica del m arxismo althusseriano precisamente por este vicio,
Poulantzas (1975) sostuvo que una definición objetiva de la
estructura de clase debe implicar criterios políticos e
ideológicos además de los económ icos. Aun en el m odo de
producción capitalista, la clase capitalista no puede hacer
frente a la clase trabajadora de un m odo “puramente
e c o n ó m ic o ”. Desgraciadamente, Poulantzas se vio obligado a
conceder que era imposible predecir el com portamiento
político de un estrato de clase determinado en una lucha
concreta con base en una explicación supuestamente “objetiva”
de sus intereses y situación económ ica y de clase (Cutler et al.
1977:189-206). Estos problemas parecen aumentar en
contextos precapitalistas. Se ha prestado mucha atención al
grado en que las clases explotadas son incapaces de constituir
clases “para sí”, capaces de lograr formas de consciencia y
organización política autónom as que les permitan transformar
la sociedad en beneficio propio ( Terray 1975; Godelier 1977,
Islamoglu y Keyder 1977). M uchos analistas del M A P han
planteado por esa razón contradicciones intra-clase com o el
ímpetu positivo para el cambio, al mismo tiempo que se ha
utilizado la distinción entre contradicciones “principales”
(ciudadanos ricos versus pobres) y “fundamentales” (amo -
esclavo) en los escritos sobre el mundo antiguo ( Vernant 1976).
Estas formulaciones no necesariamente implican que el
conflicto inter-clase sin concienciaf ü rsic h no desempeñe papel
alguno en la configuración de las formaciones pre-capitalistas.
Dificultan, sin embargo, la explicación del cambio en términos
convencionales de clase. A medida que los vínculos entre
proceso político y econom ía se hacen más indirectos, uno se ve
tentado a anular las líneas de causalidad implícitas en las
teorías materialistas de la evolución social.
El M A P en el im perio m achú
El caso de la China imperial puede servir para ilustrar que
poco podría lograrse mediante una negación de la
“interpretación económ ica de la historia” por medio de la
sustitución de un determinismo “político” o aun “cultural”
lógicamente equivalente. Bajo los manchús, la administración
centralizada estaba en manos de oficiales eruditos (literati), en
teoría reclutados abiertamente mediante el sistema de
exámenes. Si hacemos hincapié en la naturaleza prebendaría del
sistema, el poder y la autoridad parecen haber radicado en la
m o n o p o liz a c ió n de los puestos oficiales y hallarse
desvinculados de los terratenientes; la mayor parte del ingreso
de los literati provenía de recargos no intervenidos sobre los
impuestos cobrados (Weber 1951; Wang 1973). Los marxistas
que rechazan el M A P sostienen que el sistema chino era, de
hecho, feudal. A semejanza de las familias nobles manchús y
oficiales de diferentes grados que obtenían su ingreso del
servicio campesino en concesiones de tierras estatales o impues­
tos, China contaba asimismo con un estrato de clase alta menor
de terratenientes privados. Eran ausentistas urbanos que vivían
de las rentas extraídas a campesinos que cultivaban parcelas
dispersas y relativamente pequeñas en diferentes pueblos y
regiones, sin descontar los beneficios de la usura y el comercio.
Las dos categorías -los dependientes de impuestos y los
terratenientes- se traslapaban parcialmente: m uchos literati
eran también terratenientes, y los terratenientes “m ed ianos”,
que tenían algún grado aca d ém ic o pero no eran
necesariamente funcionarios, a su vez obtenían ventajas
materiales de una relación más estrecha con los aparatos
estatales en términos de la coacción para el pago de las rentas
(Chang 1962: 132-6). Esta clase media terrateniente
probablemente disfrutaba de una parte desproporcionada de la
tierra privada.
Aunque terratenientes y literati eran distintos, existían
relaciones estructurales indirectas entre ellos, co m o ha
observado Barrington M oore (1968). En la práctica, la
obtención del rango oficial exigía el ap oyo de una familia rica,
de tal m odo que directa o indirectamente, el hacendado
predominaba en el reclutamiento de los literati. La riqueza
acumulada en la administración pública podía ser transferida a
la tierra, de m o d o que la acumulación privada de riqueza
probablemente, en conjunto, excedía los recursos disponibles
del estado, con evidentes implicaciones políticas. A unque el
grado de burocratización efectiva de la administración, en el
sentido moderno, se hallaba severamente limitado (M oulder
1977: 55-6), el estado chino adoptó ciertas medidas tendientes a
pedir que sus agentes fiscal-administrativos estableciesen
vínculos locales: eran trasladados repetidamente de una región
a otra y tenían prohibido ocupar puestos en áreas donde sus
familias poseían tierras ( Weber 1951 ). Pero esta estrategia
limitaba su efectividad como agentes de la autoridad central
frente a las poderosas diques de hacendados locales, que
podían también manipular a los oficiales del centro por medio
de lazos privados (C h ’ü 1969). El estado chino defendía Jos
derechos de los terratenientes y comerciantes en caso de
motines por los niveles de renta o precios, y puede argüirse que
la representación del estado de los intereses económ icos
privados era un índice de su debilidad relativa frente al poder
económ ico de los medianos terratenientes locales (Moulder:
61-2). Por razones de orden público y de una mayor
centralización del poder, el estado debiera haber tratado de
frenar los excesos privados. En la historia china, sin embargo,
las intervenciones estatales exitosas eran raras. Los imperios
sucumbían periódicamente a la “feudalización”, esto es, a
tendencias centrífugas en su econom ía política, al crearse un
desequilibrio entre centro y periferia debido al control ejercido
por'u na clase sobre los recursos locales. La disminución del
comercio interno y la crisis en la renta producían aumentos de
impuestos. En esa situación la autoridad central se convertía en
el principal objetivo de las revueltas campesinas, y se
posibilitaba una alianza terrateniente-campesino. Sin
embargo, a pesar del llamado “ciclo dinástico”, siempre volvía
a constituirse una política imperial una vez que los logros poco
duraderos pero notables de los C h ’in fueron estabilizados por
los Han en el siglo primero antes de Cristo.
D o s líneas distintivas de investigación parecen adecuadas
a fin de resolver la paradoja aparente de la unificación china.
La primera, un enfoque mundial, se preguntaría si la tendencia
a re-centralizar era una función de las limitaciones o incluso
no-viabilidad de econom ías políticas más localizadas,
especialmente desde el punto de vista de los elementos de las
clases dirigentes. Segunda, podríamos examinar el grado al que
el tipo de estratificación económ ica de clase prevaleciente en
China dependía a largo plazo del poder coercitivo de la
autoridad central. Este segundo punto implica obviamente un
análisis de las relaciones interclasistas, análisis que sea
dinámico y se centre en los procesos de la lucha de clases en el
campo dentro de la matriz de contradicciones entre
terratenientes y estado, centro y periferia. El equilibrio de las
fuerzas sociales creado por la totalidad de estos conflictos y
oposiciones, históricamente sujeto a condiciones ecológicas y
geográficas4, determina la configuración y posibilidades de
desarrollo a largo plazo de la formación en cuestión. Esta es la
hipótesis de trabajo que debe explorarse en la discusión del
caso mesoamericano. Claro está que no puede llegarse a
conclusión alguna, sobre si este enfoque resuelve los problemas
cruciales de la determinación histórica ya mencionada, con
base en uno o varios casos. Sólo una comparación exhaustiva,
controlada y transcultural constituiría una metodología
apropiada para esa imponente tarea.
La fo rm ació n social azteca en 1519
La multiplicidad de fuentes históricas del período
inmediatamente posterior a la conquista -crónicas, etnografías,
informes administrativos y datos de archivo- vuelve la
descripción estática introductoria de las instituciones
aborígenes muy sencilla. De hecho, existen numerosos
problemas m etodológicos en la investigación etnohistórica,
entre los cuales sólo se pueden tocar unos pocos. N o difieren
cualitativamente de los que se encuentran generalmente en la
investigación histórica o etnográfica, y es lamentable que pocos
a r q u e ó l o g o s m e s o a m e r i c a n o s c o m p a r t a n t o d a v í a la
convicción de Sanders, Parsons y Santley (1979) sobre que una
mezcla integrada y cooperativa de investigación histórica y
arqueológica es la clave de un avance real. El hecho de que
buena parte de la supuesta “historia” de los aztecas sea
básicamente una construcción ideológica podría ser
descorazonante para los positivistas más ortodoxos. Para la
mayoría de los antropólogos sociales ese aspecto precisamente
sería muy revelador.
En el m omento de la conquista el imperio azteca era el
poder dominante en Mesoar/iérica. M ichoacán y O axaca
conservaron la autonomía política en las zonas montañosas,
mientras que la naturaleza del d om inio azteca (y, tal vez, la
substancia del término “imperio”) cambió significativamente
más allá de los límites de su centro en el Valle de M éxico
(Barlow 1949, Katz 1978, Adam s 1979). Los mayas yucatecos
se hallaban fuera de la esfera azteca de incorporación política,
pero estos centros eran, obviamente, com ponentes cruciales de
una econom ía más amplia cuya estructura es básica para la
comprensión de la econom ía política interna de los aztecas
(Gledhill y Larsen, en prensa). Para empezar, por razones
heurísticas, trataré la política azteca com o una unidad cerrada,
relativamente intemporal. El gobernante de Tenochtitlán era
teóricamente sólo una de las testas de la Triple Alianza que
abarcaba las ciudades-estados de Tenochtitlán, T excoco y
Tlacopan. En términos prácticos, la supremacía á€\ monarca
azteca fue só lid a m en te estab lecid a por M o c te z u m a
Xocoyotzin (Ixtlixochitl 1975:450-1). D e hecho, la tendencia
política, una vez que Tenochtitlán terminó con la hegemonía de
Azcapotzalco, había sido de intentos continuos por centralizar
el poder en manos de la monarquía azteca, dentro de la
estructura estatal así com o al interior de la alianza (Calnek
1974, 1978a). La autoridad dentro del estado se hallaba
distribuida entre los ocupantes de puestos administrativos
seculares, el sacerdocio y los militares. Esta estructura exhibía
formas asiáticas de apropiación.
Se asignaban tierras, trabajadas mediante el servicio de
m ie m b r o s Ubres de las c o m u n i d a d e s c a m p e s in a s
(macehualtin), para el m antenim iento de los tres estamentos.
Las tierras asignadas al mantenim iento del templo recibían el
nombre de teopantlalli, las otorgadas al mantenim iento del
ejército m ilchi m alli (Hicks 1974; Carrasco 1978). Respecto a
la primera categoría -tierras dedicadas al soporte de la
administración secular- la terminología indígena es más
compleja. Gibson (1964:257) glosa la categoría tecpantlalli
com o “tierra de las casas com unitarias”, pero el término aludía
claramente a las tierras asignadas al palacio del rey y a las casas
de los gobernadores provinciales. Estas tierras eran habitadas y
trabajadas por una categoría determinada de personas,
tecpanpouhque, que no pagaban tributo (Gibson: 259; Hicks:
244). Este estatus parece haber sido hereditario, pero con la
posibilidad de remoción. N o está claro si el tecpantlalli se
trabajaba en com ún (Gibson, ib.), pero el sistema laboral
vinculado a él lo distingue de otra categoría de tierras
apartadas para la administración secular, tlatocam illi. Era
tierra asignada en cada com unidad para mantener a los
oficiales locales y recaudadores de tributos y trabajada por los
macehualtin. En sus luchas por combatir las expropiaciones
españolas, los indios colocaron a todos los tipos arriba
indicados en la categoría de “tierra co m u nal”. El tecpantlalli
del gobernante podría considerarse una forma de domin io
patrimonial, pero los otros tipos conllevan explícitamente el
principio de su inseparabilidad del cargo, es decir, el
detentador del puesto carecía de derechos de enajenación.
Al lado de las parcelas dedicadas al aprovisionamiento de
las organizaciones estatales, las comunidades de m acehualtin
trabajaban sus propios calpulalli. Esta tierra comunal
pertenecía a los barrios en que se hallaban subdivididas las
com unidades residenciales; las familias disfrutaban derechos
de uso. Se sabe que los derechos sobre la tierra dentro de las
corporaciones de calpulli se hallaban inequitativamente
distribuidos (Gibson, o p.cit.; Carrasco 1978:37); esta
diferenciación económ ica dentro de las comunidades
campesinas será exam inada más adelante.
Tras la conquista, los indios identificaron, por analogía,
las “tierras de la n obleza”, pillalli y tecuhtlalli, con las tierras
privadas y, por tanto, alienables, en el sentido español. N o
existe, sin embargo, una justificación a p r io r i para asumir que
esta ecuación implica la identidad substantiva de las nociones
de propiedad europeas y aborígenes. El hecho de que las
fuentes nativas no distingan claramente entre “renta” y
“com p ra” (Carrasco:27), por ejemplo, es totalm ente predecible
en un sistema en el que a m enudo lo teóricamente transferido es
el derecho de uso más que el título de propiedad. Empero,
m uchos escritores ven en el p illa lli/ tecuhtlalli suficiente prueba
de la existencia de relaciones clasistas basadas en la propiedad
de la tierra. Siguiendo a Zorita (1963), Katz señala que el p illa lli
constituía una propiedad privada, cultivada por una categoría
específica de personas, el m a y eq u e, que se encontraba
vinculado a la tierra y era transferido con ella. Considera la
com binación de propiedad privada de la tierra y la m ano de
obra “atada” co m o “feudalista”, aunque alberga dudas sobre si
la tendencia era en dirección a una com pleta sociedad feudal
(Katz 1972:225-6). Otros no muestran tanto interés por la
estructura social de la formación, y se concentran en las
pruebas sobre la compra-venta de tierras com o parte de un
debate más amplio sobre el papel del “mercado” er^la sociedad
azteca (Gledhill y Larsen, en prensa). Una versión extrema de
esta actitud se halla representada por Offner (1981), que
defiende la existencia “de un vivo mercado de bienes raíces” en
T excoco. Las dos interpretaciones son cuestionadas por
Carrasco (1978,1981). Si bien no niega la posibilidad de ventas
de tierras, descarta la noción de un mercado de tierras
significativo debido a que la alienación “libre se hallaba
limitada por restricciones políticas y económicas (Carrasco
1978: 27-8; 1981: 63-4). La distribución de tierra y m ano de
obra se efectuaba mediante canales políticos y administrativos.
La' tierra era apropiada por la nobleza, en primer lugar, en
virtud de su estatus y funciones públicas co m o estrato
(1978:26), y el pillalli constituía tierra oficial “generalizada” a
diferencia de la tierra asignada a la realización de deberes
específicos com o el tlatocam illi (1981:63). D e m o do similar,
Adams (1979) ha definido a la nobleza azteca c o m o una
“nobleza de función al estilo o t o m a n o ” más que co m o una clase
terrateniente, aunque centra su análisis en un tipo de beneficio
territorial asignado a los recaudadores de tributos y no discute
explícitamente el pillalli.
A unque existían m ecanism os claros para la transferencia
de derechos sobre tierras, y los miembros del estrato mercantil
(poch teca) se hallaban registrados c o m o propietarios de
“tierras propias” (Torquem ada 1969, 11:546: Gibson: 263), el
pillalli era ante todo tierra patrimonial de la nobleza. El estatus
de noble (pilli, plural: pipiltin) era por atribución y heredado
bilateralmente. Las personas elevadas al estatus de p illi por su
valentía, eran con ocidos co m o quauhpipiltin (Calnek 1974:
202-3). En teoría la nobleza hereditaria de Tenochtitlán
descendía del primer rey. Calnek (1978a) señala que el
matrim onio entre “grupos dinásticos” que gobernaban las
belicosas ciudades-estados de la época imperial, llevó a la
consolidación de un estrato aristocrático en todo el valle. La
transmisión bilateral del estatus autorizaba reclamaciones en
diferentes constituciones políticas y la sucesión era inestable; el
sistema reflejaba un faccionalismo subyacente. Calnek afirma
que la centralización política se realizó, sin embargo, mediante
la movilización de estos lazos cruzados (cross-cutting): la
autoridad de los gobernantes de los estados vasallos fue
minada gradualmente mediante la distribución de dádivas a los
aristócratas menores vinculados a Tenochtitlán (Calnek:467).
Todas las dinastías reales se hallaban estrechamente
emparentadas, y la oportunidad de participar en el reparto del
tributo imperial daba a la nobleza baja un interés por
trascender las lealtades locales.

La pertenencia a la categoría p illi no se basaba en la


ocupación de un cargo o en uno de los múltiples títulos, que
sólo afectaban el rango de un noble en concreto (Calnek 1974:
193). El sistema de parentesco de la nobleza refleja claramente
ciertos desarrollos políticos, pero no nos proporciona un
cuadro nítido de la base social del poder y el estatus de los
grupos dinásticos. Las familias nobles se hallaban encabezadas
por personas de estatus tecuhtli, cuyos hogares formaban
centros privados de redistribución y adjudicaban tierras dentro
de sus d om inios patrimoniales a los p ip iltin dependientes
(Hicks 1974:245; Carrasco 1978:25). El surgimiento “señorial”
de este sistema no debe interpretarse com o un control efectivo
de distribución del p illa lli p o r miembros del estrato tecuhtli,
pero sí plantea la cuestión del control sobre la tierra en el
“sector privado”, comoquiera que éste se defina, respecto a la
distribución del poder y la apropiación del producto
excedente.
Conviene destacar que los feudos privados en la
Mesoamérica tardía se parecen m ucho al sistema chino ya
descrito. Los propietarios tenían tierras en muchas
com unidades distantes y, a la vez, las com unidades contenían
propiedades de múltiples terratenientes urbanos ausentistas
(Gibson:263-4). Las propiedades eran en general pequeñas
parcelas dispersas. Yoatzin, cacique de Cuernavaca, tenía un
total de 120 hectáreas en Morelos, en distintas parcelas que
variaban entre una o dos y 6.8 hectáreas (Riley 1978:52). El
terrateniente no intervenía en el proceso laboral, y la
importancia estructural básica del pillalli y el tecuhtlalli parece
haber radicado en dar a la nobleza un instrumento permanente
de apropiación de la m ano de obra dependiejite y de su
plusvalía, aparte de los cargos generadores de ingresos que el
estado asignaba a los individuos. Es difícil determinar
empíricamente el alcance de esta forma de tenencia en base a
los datos históricos (en su mayoría casos judiciales), pues en
medio de la confusión y el oportunismo que siguieron a la
conquista, los nobles indios obscurecieron deliberadamente la
distinción entre las tierras vinculadas a cargos y las
patrimoniales (Riley: 55-6). Las políticas de Cortés cambiaron
rápidamente el patrón pre-colonial de distribución dispersa
(Gibson:264). Sin embargo, más de un tercio de la población
rural en las áreas cuyos datos de archivo ya han sido
analizados, fue clasificado com o “arrendamiento de los
caciques” y no com o miembros del calpulli en los años 1530
(Hicks:257; Katz 1972:225). Esto nos lleva a la cuestión de los
grupos más bajos en la sociedad azteca. C om o ya se señaló, el
informe del oidor Zorita sobre la organización rural india
asociaba el pillalli con la categoría m aye que, aunque Hicks ha
observado que este término no aparece en las fuentes nahuatls,
y puede haber sido un instrumento que refleja la necesidad de
Zorita de explicar por qué algunos campesinos se hallaban
exentos de tributos al estado (Hicks:255). N o existe prueba real
alguna de que los arrendatarios de los nobles estuviesen atados
a la tierra, aunque el supuesto de que la servitud es una
característica esencial del feudalismo occidental-que apoya la
comparación hecha por Katz entre los dos sistemas- es erróneo
empírica y teóricamente. Calnek rechaza la idea de que la
distinción m a ceh u al-m a yequ e corresponda a una diferencia de
clase social con base en que am bos eran igualmente explotados
-pago de renta en calidad de participación en la cosecha-
independientemente de que trabajasen tierras oficiales o pillalli
(Calnek 1974: 193-4). Incluye asim ismo a los ílacotin (esclavos)
en esta ecuación, a pesar de sus diferentes estatus jurídicos.
H icks observa ciertas distinciones en situaciones de clase, pero,
de m odo similar, niega que las categorías nativas correspondan
a clases distintas, aunque ve el empleo de esclavos com o un
fenómeno separado, básicamente urbano (Hicks:259-60). Los
tlacotin, de todas formas, representaban solamente un 5% de la
población (Katz 1972:225).
En términos jurídicos y de estatus, las categorías indígenas
parecen representar gradaciones y no separaciones drásticas, al
igual que en el antiguo Cercano Oriente (Finley 1973). Aun así,
el hecho de que una parte sustancial de la población rural no
tuviera acceso a la tierra comunal, calpullalli, tiene importantes
im plicaciones estructurales. Lo*s arrendatarios de los nobles
realizaban servicios personales, ofrecían m ano de obra
femenina para hilar y tejer artículos destinados al sistema noble
de redistribución y clientela, hacían de cargadores o
mensajeros, y, en algunos casos, eran hábiles artesanos.
Armada con un instrumento económ ico para apropiarse de la
m ano de obra dependiente y del sobreproducto, la nobleza, en
su calidad de terrateniente, disfrutaba de un sistema tributario
privado, independiente de los m odos de apropiación
controlados por el estado y, de hecho, sacaba a muchos
productores rurales de la red del tributo público. La capacidad
de los nobles de acumular riqueza a largo plazo, a diferencia de
la del estado, dependía en parte de su participación en la base
territorial, que representaba la extensión de sus ingresos
patrimoniales. Las relaciones terrateniente-arrendatario se
daban asim ismo dentro de hogares m ancom unados en los
calpultin rurales, y algunos residentes del barrio ganaban la
vida proveyendo servicios especializados a funcionarios y
nobles y recibían de éstos derechos sobre tierras ( Carrasco
1976:57). Si bien esta situación ejemplifica una relación entre la
organización del hogar campesino y el sistema tributario,
indica además que en esa época la comunidad co m o tal no
desempeñaba ningún papel en la distribución de derechos
usufructuarios y que la diferenciación económ ica podía
conducir a que algunas familias careciesen de tierras si otros
miembros de la com unidad no estaban dispuestos a otorgar
derechos de uso en parte de sus tierras. A semejanza del período
colonial, tal vez existieran sanciones en contra de la
transferencia de derechos a extraños, si bien es posible que
algunos extraños hayan obtenid o a veces la posesión efectiva
de parcelas comunitarias tras una transferencia inicial del
usufructo5. Pero la individualización de los derechos de
posesión al nivel familiar es de gran interés en-relación a la
organización productiva en los centros urbanos, donde el
grueso de la población en esa época no era agrícpla (Sanders et
a l 1979:179).
En Tenochtitlán, los productores pequeños organizados
en un marco corporado (calpulli), que podría denominarse
sistema “gremial” con un mercado dominante aprovisionador
(Zorita 1963:157-9; Sahagún 1950-69, IX: 91-2; Calnek 1978b),
surtían la demanda masiva. Los productores campesinos
(junto con los comerciantes profesionales) suministraban
rriercancías a los mercados urbanos relativamente grandes.
Aun si la mayoría de las familias rurales eranautosuficientes, y
la mayor parte de la tierra y m ano de obra permanecía al
margen de las relaciones mercantiles, distaban de ser
residuales, com o parece implicar la formulación de Carrasco.
Es difícil afirmar que el estado regulaba administrativamente el
comercio y el sistema mercantil en el sentido de Polanyi
(Gledhill y Larsen, en prensa). Los m onop olios estatales en
comercio exterior probablemente aumentaron la riqueza del
estrato más rico entre los comerciantes, los p o c h te c a ,mas
seguramente la organización mercantil corporada antecedió al
establecimiento del imperio, y continuó organizando un
sistema mercantil de comercio, en el cual el estado participaba
indirectamente. Esto implica: a) un potencial para la
acumulación privada de riqueza fuera del sector estatal; y b)
limitaciones a la parte de la plusvalía social apropiada por el
estado.
Aunque este intento de reconstrucción estática podría
profundizarse y extenderse considerablemente, terminaría por
rendir beneficios decrecientes desde un punto de vista teórico.
Las cuestiones sobre c ó m o la nobleza adquirió sus tierras y se
convirtió en un estrato exigen respuestas diacrónicas.
Evidentemente los intentos por ofrecer fórmulas simples para
caracterizar la estructura total de la form ación azteca no logran
captar la complejidad del sistema. Un enfoque más dinámico
tal vez explique la estructura observada y las tendencias
requeridas.
C on tradicciones d en tro de la clase dom inante: la dinám ica a
corto r m ed ia n o pla zo .
Los p o ch te ca de mayor jerarquía alcanzaron un cierto
estatus en la sociedad azteca y empezaron a compartir algunos
privilegios de la nobleza ( Chapman 1957). Si la acumulación
de riqueza mercantil ofrecía la posibilidad de lograr estatus
social y político, no garantizaba el éxito. Los p o ch te ca
afirmaban su estatus festejando a la nobleza y a las ordenes
militares, quienes reaccionaron con gran antagonism o
(Sahagún: 31:3). Su ascenso fue obviamente un asunto de
política estatal, diseñada para fortalecer políticamente al
gobernante frente a la nobleza y para contribuir a las
necesidades materiales del palacio. N o puede verse al estado
co m o un simple agente mediador en los conflictos planteados
por los intereses particulares de una serie de fracciones
diferenciadas de la clase alta. A pesar de que los conflictos de
este tipo eran característicos de las condiciones aztecas, la
visión funcionalista de Engels (1968) es inadecuada. La
centralidad política misma se ve constantemente amenazada en
los sistemas imperiales, y la competencia y el conflicto en la
cima de la jerarquía social subyace a todo cambio en los niveles
político-administrativos y socioeconóm icos. Aunque, al
principio, el poder del gobernante radica en una base
particular, sus actividades asumen un papel cada vez más
especializado relativo a la estructura que está siendo
reproducida en conjunto, llevando a lo que Eisenstadt (1963)
ha definido com o la au ton om ía creciente y el “desencaje” del
dom inio político. En el caso azteca se hallan muy claras dos
implicaciones de este tipo ideal: el surgimiento de discrepancias
entre los objetivos del gobernante y los de las jerarquías
“tradicionales”, adscriptivas, y la emergencia de órganos
específicos de la lucha política, tales co m o las diqu es
cortesanas6.
Lo anterior no implica, sin embargo, que la dinámica de
cambio sea “puramente” política. Los objetivos, estrategias y
procesos políticos sirven com o los medios por los cuales las
distribuciones de poder generadas por el acceso a diferentes
fuentes de acumulación se hallan o no reguladas. Objetiva e
históricamente, la “autonomía estatal” descansa en el estado de
equilibrio del poder material subyacente, el grado al que es
posible lograr mantener la centralización política. U no de los
mayores acontecimientos'políticos de fines de la historia azteca
fue la d en o m in a d a “ reacción a ristocrática”, cu a n d o
Moctezum a X ocoyotzin expulsó a los plebeyos de los puestos
estatales (ejecutando a muchos en el proceso). Esto, junto con
una serie concomitante de gestos “populistas” hacia el
campesinado (Katz 1972:239-41), de hecho reflejaban un
considerable fortalecimiento del poder monárquico, pues las
iniciativas de M octezum a representaban una reducción en las
funciones decisorias por parte de los pipiltin (Calnek
1974:203). Aparte de su importancia política inmediata, los
intentos por burocratizar la administración ( y la nobleza)
fueron parte de un paquete de medidas dirigidas asim ismo a
realzar el poder económ ico del estado (Katz, ib.). Esto nos
conduce a las relaciones entre el estado y la tenencia privada de
la tierra.
Durán (1951) y otros escritores que utilizaron la Crónica
X narran que las tierras de Azcapotzalco fueron expropiadas
tras su derrota y repartidas por área entre la nobleza azteca.
Los caepultin más plebeyos fueron excluidos: Esto tenía
funciones ideológicas obvias, al atribuir a la nobleza toda la
lucha. Katz( 1972:226) señala que toda la tierra expropiada en
los territorios conquistados continuó siendo cultivada por los
macehualtin originales y se hallaban al margen de las
categorías piilalli/ tecuhtlalli. D e m o do similar, Adam s (1979)
destaca la naturaleza prebendal de las concesiones de tierra a
los recaudadores de tributos en las provincias, pero hace la
salvedad de que el cultivo era supervisado por un funcionario
estatal ajeno, y al ocupante del cargo sólo se le daba un ingreso
por renta. Los sistemas de este tipo eran evidentemente
óptimos para el estado, no sólo porque restringían el
crecimiento de las tierras patrimoniales sino también porque
reforzaban el servicio funcionarial y estatal com o una vía para
obtener cierta riqueza privada y un rango alto. Empero,
Gibson (:263) observa que algunas concesiones estatales de
tierras iban a parar a las propiedades privadas indias, y Hicks
(:254-5) señala que algunos macehualtin eran desalojados de la
tierra expropiada y reeemplazados por una nueva población,
que se convertía en m ayeque. Cortés notó que las parcelas de
los arrendatarios m a y eq u e eran de tamaño uniforme, y que
esas com unidades no tenían lazos de parentesco entre sí
(Hicks:253). T o d o esto se refiere a las tierras adquiridas fuera
del territorio de la Triple Alianza pero el cuadro contradictorio
presentado por las fuentes históricas quizás refleje también
contradicciones entre la política estatal y la práctica real, junto
con cam bios operados en el transcurso del tiempo, a medida
que el estado efectuó una mayor centralización y
burocratización. H em os observado también posibilidades de
otros m o dos de adquisición por parte de los antiguos
calpullalli, debidas a diferenciación económ ica dentro del
calpultin. El empeñar miembros de la familia era la respuesta
característica a una crisis en la com unidad rural, crisis que
aparentemente iba en aum ento a juzgar por la curva creciente
de actividad de los traficantes de esclavos durante la fase
imperial (Hicks:257; Katz:242). Por otra parte, en las fuentes
aparecen referencias a las compras de tierras de los p o ch teca .
Posib lemente p ip iltin de m enor rango se vieron forzados a
alinear tierras en m om entos de adversidad económ ica. Si así
fuere, podría plantearse la cuestión de si, al igual que en China,
el acceso a los frutos de un cargo no se hallaba
inextricablemente unido al mantenim iento del rango para las
familias nobles. El derecho a las tierras era, supuestamente,
uno de los privilegios básicos que el estado otorgaba a los
p o ch te ca , y en este caso puede apreciarse el valor que presta
Carrasco al papel m ediador de la política. El capital mercantil
se hallaba políticamente subordinado. Gibson insiste en que las
parcelas calpullalli podían ser compradas por individuos
privados. Ya hem os aclarado lo que se entiende aquí por
“com p ra”, pero dond e se dieron esas compras ¿pueden haber
estado involucrados los comerciantes?.
Estas observaciones de las fuentes históricas no nos
ofrecen ningún índice real de la escala y predominio de los
fenómenos en cuestión, y ninguna idea clara de las tendencias
en el transcurso del tiempo, más allá de sugerir que el estado
buscó frenar la expansión ulterior de los domin ios
patrimoniales de los nobles. Sería una ayuda trabajar más en
los archivos locales, pero es realmente esencial complementar
esto con una visión a más largo plazo ofrecida por la
arqueología. La escasez de excavaciones limita las
conclusiones que pueden sacarse actualmente, mas los datos de
una encuesta comprensiva nos anima a creer algo que las
fuentes históricas denotan a menudo: las gentes denominadas
m aveq u e eran originalmente migrantes y refugiados y los
latifundios de los nobles se iniciaron antes de la formación del
imperio. Esto implicaría una relación entre descentralización
política y el desarrollo de dominios privados que requieren un
exámen más detallado.
El largo p la zo : ciclos, tendencias y transform ación estructural
Los testim onios arqueológicos para el Valle de M éxico
revelan cambios y desplazamientos demográficos masivos
entre el colapso de Teotihuacán y el ascenso azteca (Parsons
1976, Sanders et a l 1979). Aparece un vació en la ocupación del
valle central en el m om ento en que el d om inio supranacional
pasó a Tula en el norte y a Cholula al sur entre los años 950 y
1150 (Sanders et al: 149). En los periodos antes y después de
esta fase, el patrón de asentamiento es consistente con la
descentralización ciudad-estado, pero se producen cambios
significativos en la naturaleza de los asentamientos rurales a
partir de 1150. Sanders y sus colegas especialmente postulan
que un tipo disperso de ocupación rural tiene correlación con ei
asentamiento de arrendatarios sin tierras (: 178-9). Existe una
clara distinción morfológica y distributiva entre ésta y otra
forma contem poránea más apiñada y estructurada. Sanders et
al asocian a la última con la organización del calpulli. El tipo
disperso predomina en las zonas chinamperas, la región de
Zum pango y el’pie de monte meridional, todas ellas áreas en
donde la ocupación previa había sido mínima. Aparece antes
del siglo XV, aunque el período posterior observa un mayor
crecimiento demográfico desde unos inicios modestos. La
noción de “intensificación y re-asentamiento agrícolas
dirigidos por el estad o” utilizada por Sanders et al podría
aplicarse a las ciudades-estado, cuyos grupos dinásticos
ofrecían tierras reclamadas por sus casas constituyentes a gente
desarraigada por los efectos del conflicto inter-estatal y las
guerras civiles.
La tesis arqueológica no explica la tenencia azteca de la
tierra en toda su complejidad, sin embargo, podría contribuir a
explicar por qué un tercio de la población rural imperial podría
clasificarse com o arrendatario de la nobleza a pesar de la
existencia de las comunidades c a lp u lli. Inicialmente no estaría
involucrada directamente ninguna expropiación de la tierra
comunal, y parte de la tierra repoblada sería sin duda
tecpantlalli. C o m o clase, la aristocracia militar de las ciudades-
estado expropiaba al campesinado, pero lo hacía colectiva e
indirectamente, com o el resultado del conflicto inter-estatal, y
no individualmente mediante una acción directa en contra de
sus propios sujetos inmediatos. Estas circunstancias no
parecen conducir a una movilización del campesinado libre
contra los p ip iltin , representándolos com o protectores a nivel
local. Según los cronistas, en 1454 y 1505 ocurrieron
hambrunas (T ezozom o c 1975, Sahagún 1950-69). Estos
desastres “naturales” reflejan la existencia de relaciones de
explotación en general, pero, más específicamente, el
desarrollo de las econom ías rurales y las relaciones mercantiles,
que, a su vez, eran reforzadas por sus efectos sociales. A unque
el estado promovía la intensificación agrícola, no usaba el
sistema tributario a fin de remediar los déficits en el mercado
(Calnek 1974: 191), y los tratantes de esclavos y los miembros
más ricos del calpulli parecen haberse convertido en los
objetivos de la inquietud p o p u la re n 1505 (Katz 1972:240). A
pesar de sus propias contribuciones a los procesos que
debilitaban las com unidades campesinas (Hicks op. cit.), el
estado m onárquico “orientalizador” contaba con un incentivo
político a fin de idear m odos de explotarlos por sí mismo, lo
que combatiría ulteriores tendencias a la expropiación privada,
en interés de su propia base material, aparte de consideraciones
de orden público. A juzgar por la experiencia de Cortés ante la
resistencia en el centro del área imperial, las medidas de
Moctezuma fueron exitosas, a menos a corto plazo. La
apropiación privada de tierras por la nobleza más allá de las
regiones centrales se hizo impráctica, merced a la necesidad del
respaldo estatal para las expropiaciones, una vez que el estado
fue suficientemente fuerte para poner en vigor un sistema
prebendal y dominó las aristocracias locales. Dentro de la zona
central, la tendencia se hallaba también influenciada por la
fuerza política del estado versus la nobleza, en conjunción con
factores que debilitaban la capacidad de las familias
campesinas libres de defender sus derechos de posesión y
retener sus derechos de independencia social. El desarrollo de
la estratificación económica interna tal vez debilitó la
solidaridad corporada de los calpultin, pero el estado -al igual
que durante la colonia- tenía un enorme interés por defender la
tenencia comunal de la tierra com o baluarte contra la
feudalización.
Ya se han m encionado los factores estructurales que
promovían las tendencias feudalizantes. Existían puntos
débiles importantes en la base económ ica del poder
centralizado, y la naturaleza predatoria del imperialismo
azteca, según muchos, se tradujo en la imposibilidad de que el
sistema lograse estabilidad a largo plazo. Los ciclos anteriores
de expansión y desplome del control territorial extenso
parecieran reforzar esta idea, aunque obviamente hubo
desarrollos estructurales significativos entre Teotihuacán y
Tenochtitlán (Gledhill y Larsen, en prensa). C om o hemos
visto, los trastornos causados por este ciclo a largo plazo
probablemente desempeñaron un papel crucial en la
transformación de las formaciones serranas.
Aunque aquí no pueden evaluarse enteramente los
determinantes del ciclo a largo plazo, parece factible argüir que
cada episodio de la centralización se relacionaba con el
establecimiento en la zona central de controles político-
militares directos sobre una red preexistente más amplia de
“ e c o n o m í a g l o b a l ” 8, al m e n o s tras T e o t i h u a c á n .
Tenochtitlán siguió una política d z fo m e n to de la m igración
artesanal hacia el centro, y ajustó la división internacional del
trabajo a sus propios intereses comerciales mediante el sistema
tributario (Bray 1977). La importancia de esta red más amplia
de recursos es política, en el sentido de que la apropiación de
recursos que circulan por ella se vuelve esencial en el ejercicio
del control político. En períodos de descentralización, el
mantenim iento de jerarquías políticas locales en las ciudades-
estado y la expansión política dependen del “é x i to ” en extraer
una parte de la riqueza que se está generando en el sistema más
amplio, y dado que el medio político es competitivo, aun la
supervivencia implica intentos continuos de expansión. El
hacer hincapié en la unidad de análisis “econom ía glob al” no
debiera interpretarse com o un rechazo a los argumentos
interesados en la intensificación agrícola y en el acceso desigual
a los recursos productivos. N o niego, por ejemplo, que el
control sobre el agua refuerce y profundice las relaciones
locales de poder, o que el acceso a tierras de diferente potencial
productivo implique una acumulación desigual de riqueza.
Hay también diferentes bases para apropiarse la plusvalía de
los productores directos, y éstas implican diferentes procesos
sociales de reproducción de las relaciones explotadoras,
diferentes tipos de contradicción y efectos dinámicos. Pero el
punto que deseo destacar aquí es que estos factores son
insuficientes para explicar cóm o y por qué se formaron y
decayeron los imperios. La supresión del centrifugalismo de la
ciudad-estado fue un proceso extenso a fines del período pre-
colonial, com o resultado de un control político-administrativo
más centralizado sobre los estados vasallos y la estabilidad en
la zona central (Calnek 1978a). La dinámica subyacente a la
expansión y decadencia ejemplifica el m odo c ó m o los
d e s a r r o l l o s e c o n ó m i c o s y p o l í t i c o s se e n c u e n t r a n
inextricablemente unidos. Por una parte, las estructuras
mesoamericanas se volvieron cada vez más diferenciadas a
medida que el control político se hizo más com plejo debido a
una mayor densidad de población y a una mayor complejidad
de ía base económ ica, en parte c o m o resultado del crecimiento
en la infraestructura de la “econom ía glob al”. Por otra la
elaboración misma de estructuras políticas suministró la
dinámica para la evolución de la econom ía global: los niveles
crecientes de movilización de recursos eran en esencia insumos
a procesos que fomentaban la competencia entre diferentes
fracciones de las clases altas y surtían a los órganos de gobierno
y, en general, la jerarquización política. Las fracciones dentro
del estado se volvieron agencias políticas y apareció un
problema: el sostenimiento de la centralización.
C om o ya hemos visto, en ese m om ento devino clave el
grado de apropiación estatal directa de los recursos. A pesar de
los intentos de burocratización de la administración, el estado
azteca se enfrentaba a una situación en la que una proporción
considerable de la plusvalía social era apropiada com o ingreso
privado, en forma de rentas y beneficios mercantiles. El tipo de
latifundio encontrado en el Valle de M éxico probablemente
podría haber resistido en el marco de la ciudad-estado. La
nobleza azteca disfrutaba una parte de los ingresos imperiales
mediante el desempeño de cargos, una fuerza unificadora qué
más bien hace resaltar que el estado carecía del poder y los
recursos para crear un sistema administrativo provisto de un
personal más directamente dependiente de él. El hecho de que,
aparentemente, los monarcas hayan hecho concesiones de
tierras que se vinieron a añadir a los dominios patrimoniales de
los nobles indica que el poder estatal au tón om o era precario. A
pesar de los éxitos de M octezum a X ocoyotzin, las aspiraciones
políticas de la nobleza no pueden haber sido suprimidas
efectivamente a nivel estructural. La integración política del
imperio permanecía congénitamente débil excepto en el centro,
su dominio descansaba en la masiva superioridad económ ica y
demográfica establecido en el unificado Valle de M éxico.
El debilitamiento de esa unidad lo habría destruido
rápidamente. U n conato de resistencia campesina a la
explotación creciente durante los años malos del ciclo agrícola,
junto con rivalidades internas al interior del estrato dominante,
bajo un monarca más débil, prepararía el escenario para una
crisis. A un la estructura imperial m ucho más integrada de los
conquistadores españoles se enfrentó a un país difícil de
gobernar. Sin embargo, a pesar de todas las presiones en favor
de la descentralización, conviene precisar la naturaleza y los
límites exactos de los procesos de “feudalización” co m o los que
podría experimentar la Mesoamérica precolonial. Su
importancia se hará más aparente si regresamos a nuestra
discusión original del M A P y la comparación con China.
Ahora bien, estos casos habrá que examinarlos a la luz de un
contexto comparativo más amplio.
El M A P y la busca de la generalización teórica
El presente artículo se inició con la idea -tal vez
sorprendente- de que podría trazarse una comparación
fructífera entre la Mesoamérica azteca y la civilización vigente
en China. Una buena parte no recuerda gran cosa a lo que
Marx señaló al respecto en los Grundisse, un tipo de
formulación que, originalmente, aspiraba a relacionar casos
tan dispares. El lector tampoco encontrará gran similitud entre
mi tipo de análisis sobre los aztecas y la descripción del Inca de
Godelier sobre todo en su obra más reciente (Godelier 1977b;
ver también un artículo anterior en Seddon (ed.) 1978). He
criticado el enfoque de Godelier en otro trabajo (Gledhill
1981a), pero valdría la pena hacer hincapié en un punto en el
que, tal vez, sí estemos de acuerdo.
Antes de descubrir a Morgan, los fundadores del
m arxism o hacían hincapié en lo característico de la línea de
desarrollo seguida por las civilizaciones no-europeas y no-
mediterráneas. Mi elección de una definición negativa es
deliberada. La larga trayectoria ideológica de la manipulación
política europea del concepto de “sociedad oriental”, junto con
el proyecto teórico más bien específico y no evolucionista de
Marx, sin duda tuvieron un efecto un tanto deletéreo en su
tratamiento de estos problemas. Empero Marx, a pesar del
morganismo, continuó aferrado a una historia universal
“multilineal” hasta su muerte.
La acentuación d é l a “multi-linealidad ” (y de la “historia”)
puede, fácilmente, transformarse en la defensa de la
especificidad de la historia hasta el punto del particularismo.
En mi opinión, ésta no es la única alternativa a las teorías
“históricofilosóficas” que Marx rechazaba tajantemente. He
rechazado implícitamente, por i na de c ua da , la
conceptualización de los casos mesoamericano o chino en
términos de la categoría neoevolucionista convencional de la
“formación estatal . prístina”. La evolución; ;de estas
civilizaciones agrarias es un proceso que requiere periodización
a¡ semejanza del desarrollo capitalista. El enfoque adoptado
- hace ■hincapié en que A Gh¡ina y Mesoaméric^ «eran sociedades
imperiales* y ambas requieren de un análisis centrado en las
contradicciones generadas por la transformación parcial de un
régimen “asiático”, , es decir, la estructura d e : dom inación
'\consíitui(Jay;po.r'k e l estado deja de conservar una identidad
estricta con las bases pa^ra la dominación de clase-. Desde; este
punto de vista, los dos casos analizados parecen hallarse en los
. po.lps opuestos dé un: tal.procesó de transformación. Si hubiera
incluido. Meso.potamia, tal vez. habría creado la ilusión de una
“etapa.intermedia” en algún m odelo evolucionista. Esto habría
¡ sido, sencillamente, una ilusión, com o se* haría aparente de
.inmediato si: consideráramos otros casos, tales com o Egipto y
Perú, o la: posibilidad d e ciclos* dentro de áreas individuales
ique no sean ilineales, ¡en favor de la transformación. El
problema real es otro: cóm o podem os explicar; en términos de
plrocesós d inám icos y generativos, la distribución de elem entos
de estabilidad y cambio a largo plazo e n e l desarrollo de estas
civilizaciones que fueron creadas y recreadas en eL transcurso
; de, ^milenios. fuera d e-la Europa noroccidentál y las zonas
mediterráneas^ •-. : * : u;v <
.; ¡ En algunos aspectos, los contrastes entre la.civilización
g r e c o - r o m a n a y las>. f o r m a c i o n e s “ a s i á t i c a s ” s o n
suficientemente claras . para justificar la separación de estos
cásos que hace M arx al considerarlos m odos de producción
.característicos “de . una é p o c a ”,, aunque es de recordar las
continuidades estructurales importantes que prevalecieron en
las partes .“orientales” de. los imperios, con centros
mediterráneos (Gledhill 1981a). Por otra parte, me he
. centrado,, teóricamente, en las características com unes de las
“sociedades imperiales” cuando esas características se han
contrastado con las peculiaridades de Europa Occidental co m o
el lugar de la transformación industrial capitalista “ original”.
La variante reciente más obvia sobre este tema es la distinción
de Wallerstein entre “econom ías mundiales” e “ imperios
mundiales” (Wállersteih 1974, 1980), aunque este autor no
reclama para sí toda la originalidad de esa tesis. Conviene hacer
notar que el análisis aquí presentado apoya otros trabajos
recientes que sugieren la necesidad de modificar las
proposiciones que apunta Wallerstein sobre la relación entre
política y econom ía en los dos tipos de “sistemas m undiales”.
C om o señala Moulder, el estado europeo es una formación
histórica bastante original: su adopción de políticas
“mercantilistas” en lugar de políticas de “aprovisionam iento”
fomenta, por primera vez, el desarrollo de una econom ía
nacional y “nacionaliza” una acumulación de capital sin
precedentes a nivel mundial. El análisis de Moulder, al vincular
la génesis del estado de tipo europeo, verd a d eram en te
centralizado y realm ente burocrático, a la continuidad de la
competencia militar geopolítica dentro de la econom ía
mundial europea, implica que el sistema mundial que se centró
en Europa se hallaba estructurado por el desarrollo de estados
nacionales cuyos aparatos eran muchos más fuertes que los de
los poderes centrales de los imperios mundiales. Comparte con
Wallerstein la importancia que éste atribuye al escenario multi-
estatal del desarrollo europeo, pero existen diferencias
importantes en los argumentos que surgen de su comparación
entre el estado “imperial” y el “nacional”. En lugar de tratar el
sistema mundial co m o un tipo de unidad económ ica integrada,
definida en términos de una división internacional del trabajo,
podem os hacer mayor hincapié en la existencia de sub-sistemas
económ icos políticamente estructurados, con su centro en los
estados nacionales y sus imperios coloniales. La multiplicidad
de estos sub-sistemas sería, en ese caso, la clave para una rápida
acum ulación de capital con base en la producción en el siglo
X IX . La competencia político-militar interestatal sería, por
tanto, clave para explicar el desarrollo del tipo de estado
“m od ern o” y la evolución de una econom ía mundial
capitalista, visto, contra Wallerstein,como un fenóm eno
histórico relativamente moderno (Gledhill 1981a).
La dimensión político-militar es central. Pero, a su vez,
exige una explicación, y, en este punto, se vuelven relevantes
los problemas comparativos planteados en este trabajo. El
fracaso general de la sociedad imperial en Europa podría
atribuirse a la forma muy completa de “feudalización” puesta
en marcha por la caída del imperio romano de occidente, pero
no totalmente consumado hasta la época post-carolingia. En
occidente, la descentralización del poder político, jurídico y
militar entra en una combinación sin precedentes con un tipo
específico de control clasista y localizado de los recursos en la
esfera de la producción agrícola (Anderson 1973). En los
regímenes “asiáticos” parece difícil defender las relaciones de
propiedad privada al nivel local a largo plazo sin garantía de
apoyo de una organización política a nivel más alto. Además,
las continuidades estructurales a largo plazo en la organización
agraria reflejan el grado un tanto limitado del control
económ ico sobre el proceso laboral campesino logrado -o
lograble- dentro de los sistemas “asiáticos”
La producción en gran escala con base en m ano de obra
servil nunca fue realmente practicable en el sector privado,
debido a que la manera com o se ejercía el dom inio privado
sobre la tierra raramente llevaba al desarrollo de una econom ía
extensiva de “heredad” (demesne). La forma de latifundio que
tuvo un pleno desarrollo en China y apenas apuntaba en
Mesoamérica representa, de hecho, el establecim iento de
relaciones tributarias privatizadas entre un segmento del
campesinado y miembros de las elites urbanas, fuera del
sistema estatal de impuestos y servicios. La esencia de estas
relaciones radicaba en su parcelación: m uchos hacendados en
una sola com unid ad, muchas com unidades que participaban
en la formación de d om inios individuales privados.
Aun si las relaciones hacendado/arrendatario se hubieran
vuelto puramente mercantiles, co m o pasó en China, donde se
subordinó a los cam pesinos por medio de deudas, esta
situación constituía casi la antítesis de lo que se habría
requerido para una transformación cabal de la estructura
agraria. La econom ía “señorial” europea no debiera igualarse a
la heredad com o una empresa terrateniente (Gledhill 1981b).
Pero el latifundio de China y Mesoamérica no era ni
comparable al otro caso polar de un feudo labrado por
arrendatarios en su totalidad. Todas las variantes del tipo
europeo de relación hacendado/arrendatario podían tener -y
tuvieron- efectos transformadores sobre las econom ías rurales,
independientemente .de la lucha de clases rural llevada a cabo
por el campesinado en contra de la incrustación de la hacienda.
Tales efectos enan necesariamente menores e incluso.reversibles
en los sistemas ‘•asiáticos”, y en este sentido la importancia que
Marx,, j u n t o con: m u c h o s . de su s p r e d e c e s o r e s y
contem poráneos, prestó a la naturaleza “estacionaria” de los
.sistemas agrarios de tales formaciones, tiene un elemento
genuino de verdad. ;
La importancia . otorgada por tantos arqueólogos a la
dimensión tecnológica de los sistemas agrícolas há llevado, en
cierto m odo, a pasar por alto algo potencialmente, más valioso:
el análisis de los sistemas agrarios definidos en términos de las
relaciones sociales depiíoducción. En este trabajo me centré en
fel m odo ¡cómo los sistemas agrarios condicionan y .se hallan
condicionados por, las.estructuras políticas y la dinámica de las
sociedades .“asiáticas”, definidas en términos de los procesos
que distribuyen pcider a las clases sociales y élites políticas. En
los regímenes “asiáticos” la. “clase” y la “élite” permanecen,
hasta c i e r t o . p u n to, . co n c e p tu a lm e n te separadas, no
necesariamente en términos de grupos sociales concretos, sino
en cuanto bases de conflicto vinculados a relaciones de poder.
En. el caso de C hinajes patente que l o s litera ti compartían
con los terratenientes un interés directo en la conservación y
ampliación, a laí'go p.lazov del sistema de, relaciones de
.p r o p ie d a d ; privada, basado en m ecanismos mercantiles de
subordinación de, clases, Al m ism o tiempo, el desarrollo de este
sistema se hallaba estructurad o de acuerdo.con la dependencia
del »régimen; imperial; d,e una base impositiva; que era en buena
, medida campesina. En China y. Mesoamérica, un estado
centralizado, tenía que impedir la parcelización com pleta de su
.base ,,fiscal; en el . caso chinov dinastías •subsiguientes
promovieron una cierta,“reforma agraria” a fin de contrarrestar
los desequilibrios creados por la descentralización. Esto,
a d e má s , c a l m a b a al c a m p e s i n a d o . - Las, c u e s t i o n e s
comparativas rqás interesantes; se encuentran en. el otro
extremo del ciclo, la naturaleza; limitada de la “feudalización”
que se produjo tras el colapso del poder central. C om o señalé
en mi introducción, la atención analítica se ha centrado en el
grado al que los “cam pesinos” no pueden constituir una clase
“para sí”. En un cierto sentido esto es así, a pesar de la presencia
de ciertas pruebas que sugieren que las poblaciones rurales de
las;civilizaciones,antiguas distan de ser un elemento pasivo en
su historia, com o he señalado una y otra vez ( véase, también,
Adarns 1981). Las luchas en el cam po tienden, necesariamente,
a ser particularistas y locales, aun en lugares com o China,
donde en ciertas épocas eran recurrentes. (Podría argüirse -■
aunque sólo respectó a la penetración (imperialista europea- ;
que se echaron a andar nuevos procesos que crearon las
condiciones para “movim ientos de m asas” de mayor alcancé
del tipo experim entado en la historia reciente). Sin embargo,
parece igualmente necesario reconocer que la eficacia del poder
de la clase alta local se hallaba limitada por las circunstancias
de su creación y su naturaleza resultante. La misma debilidad
del control económ ico que se estableció en China apenas
constituía una base viable para una innovación repentina en la
dimensión político-militar de las r e l a c i o n e s
terrateniente/campesino que habría sentado las bases para un
cambio dé curso radical.
En el caso de Mesoamérica, se ha sugerido aquí que el
s u r g i mi e n t o de" d o m i n i o s t r i but a r i o s p r i v a d o s era,
inicialmente, un rasgo de la situación descentralizada. Las
formas mercantiles de d om inación serían menos significativas
que el caso chinó, y, en el mejor de los casos, un desarrollo
secundario. La pregunta sobre si Mesoamérica sé hallaba en el'
camino del desarrollo que finalmente habría' producido una
formación similar a la China carece, en buena medida, de
sentido, y en muchos aspectos los dos casos son polos aparte en
compíejidád y experiencia. Nò obstante, eí patrón
mesoamericano emergente de dom inio privado era muy similar
al de China. N o es algo realmente paradójico. En el período
descentralizadó, el poder de la élite local en las ciudades-estado
debe haber exigido el ap oyo activo de la población más
plebeya, y. gentes “no libres” habrían representado a los
excluidos y marginados por vínculos particularistas de
parentesco y clase. La transformación de la estructura política
(y posiblemente militar) generada en los procesos de formación
del imperio no creó, c om o ya señalé, un nuevo potencial para la
transformación de la situación local. En un sentido real, aun en
la zona central donde la élite azteca no constituía simplemente
un expropiador foráneo, el poder de cíase se hallaba
subordinado a los constreñimientos del desarrollo que
reforzaba a largo plazo su dependencia de un estado
englobante. La comunidad campesina podía sufrir, podía ser
transformada parcialmente, pero no se hallaba sujeta a los
procesos que podrían haber provocado, finalmente, su
eliminación en cuanto fuerza social. Así, en China y
Mesoamérica, la relación tripartita entre estado, “sector
privado” y campesinado conservó un equilibrio dinámico. El
elemento mercantil en relaciones sociales desiguales y las
instituciones mercantiles podían arrastrar un desarrollo
considerable, más no podían fundirse efectivamente con otros
m odos de poder social descentralizado. De este m odo, la
estructura más amplia conservó sus características “asiáticas”
en más de un sentido formal.
El papel de la estructura agraria parece ser crucial en
términos evolucionistas, comparativos y multilineales. En los
regímenes asiáticos, el grueso del ingreso estatal proviene de la
comunidad campesina. (El colapso definitivo de la base fiscal
agraria, dada la naturaleza diferente del latifundio romano en
occidente, es, por tanto, el primer paso en los procesos que
crearon la Europa moderna). Mientras dura esta base, los
sectores comercial-mercantil de la econom ía no son ni víctimas
ni beneficiarios de las políticas estatales. El efecto general
puede ser neutro, porque estos sectores no constituyen en
último análisis, la base de las finanzas estatales. Esto no
significa que los regímenes asiáticos evitaran las oportunidades
presentadas por el crecimiento comercial a fin de aumentar sus
ingresos, pero los controles que indudablemente se ejercieron
sobre la econom ía comercial tenían básicamente una
m otivación política, y en la práctica no eran abrumadores
(Moulder, op.cit., Gledhill y Larsen, en prensa). Un sistema
que feudaliza completamente en los dom inios político, militar
y económ ico, crea una nueva situación. El estado muy débil
puede volverse muy fuerte a largo plazo a raíz de la
competencia económica y geopolítica. Pero al hacer esta
transformación, los posibles centralizadores debén fomentar
un tipo de relaciones radicalmente nuevo entre estado y
economía, es decir, capital comercial. N o podemos entender el
grado a que el desarrollo europeo representó una desviación
histórica fundamental asumiendo simplemente que así fue, y
buscando, poco a poco, factores que solos o com binados
definan alguna diferencia esencial y suficiente. La dinámica y
los determinantes complejos de otras líneas de evolución no es
algo que pueda ser analíticamente residualizado. El sencillo
bosquejo de Marx sólo definió un problema, aunque
importante. A ese respecto, vale la pena defender la noción del
M A P , no porque sea imposible hallar similaridades entre el
feudalismo europeo y otros sistemas y elaborar conceptos
clasificatorios más generales, tales com o el “m odo tributario”
propuesto por Amin, sino porque no es muy claro si una
construcción tal representaría un mejor punto de partida.
NOTAS
1.- Véase Gledhill y Larsen, en prensa.
2.- Moulder hace la importante distinción entre “mercantilismo” como la
promoción positiva de la acumulación mercantil por parte de sus nacio­
nales en los Estados-nación modernos y lo que ve como el impacto
“ neutral” del centro en otros casos.
3.- Véase, en particular, Marx 1968.
4.- Es esencial reconocer, sin embargo, que los efectos de estas condiciones
“naturales” en el cambio social se hallan determinados por los pro­
cesos sociales.
5.- La enajenación de tierras comunales se dio ciertamente en la colonia,
antes de la imposición a los indios de un régimen de propiedad privada
durante la reforma (Tutino 1975, Gledhill 1981b). El capital mercantil
tenía las riendas mas libres durante la colonia, al tiempo que las crisis
fiscales del centro imperial garantizaban la consolidación, durante el si­
glo XVII, de una estructura latifundista fuerte.
6.- Katz (1972) hace una descripción viva de la política azteca aunque tal
vez sea culpable de un trato demasiado literal de las fuentes de la histo­
ria azteca temprana.
7.- En el México contemporáneo, no puede enajenarse la tierra distribuida
a los campesinos bajo la legislación de la reforma agraria, sin embargo,
el capital privado a veces logra el control efectivo de parcelas mediante
rentas, a menudo utilizando al “propietario” como peón(Díaz-Polanco
y Montandon 1977).
Véase'Eckholmÿ Friedmán ( 1979) para una mayor el'ábóraciión de este;
punto-,'aunque no acepto en su. totalidad la .tesis más amplia que pre­
sentan, ¡ ; .;

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