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D E L M O D O A S IA T IC O D E P R O D U C C IO N * .
John Gledhill **
University College (L on dres)
materialista vulgar que suele ser defendida por los escritores de esa tradición.
Por otra parte, una víctima de esta polémica es una evaluación más mesurada
de los aspectos positivos de la prehistoria mesoamericana que prestan mayor
importancia al papel de la agricultura hidráulica y las características geográfi
cas y ecológicas de determinadas regiones. No hay una discusión, por ejemplo,
de las contribuciones de Angel Palerm, ni del valor del enfoque ecológico
representado por los escritos más recientes de Robert McAdams sobre
M esopotam ia. Com o señalo en varias partes del texto, esta
unidimensionalidad exige correcciones, y en modo alguno deseo sugerir que se
abandone un marco de referencia ecológico. El problema es más bien otro: el
contexto en el que deben colocarse los estudios sobre el entorno natural y
culturalmente transformado.
En 1519, los conquistadores comenzaron el proceso de
subsumir una civilización europea en México que, en términos
de su experiencia, presentaba una mezcla paradójica de lo
bárbaro y lo sublime. M octezum a X ocoyotzin gobernaba
sobre un imperio que, aparentemente, se sostenía más por el
terror que mediante la excelencia administrativa y la ideología,
desde una capital que se comparaba favorablemente a sus
contrapartes occidentales. La teoría neo-evolucionista suele
conceptualizar los estados precoloniales del Altiplano
mesoamericano com o la prueba crucial de una hipótesis: la
existencia de regularidades estructurales en los procesos de la
evolución social en regiones históricamente dependientes. Es
cuestionable, sin embargo, si disponem os, de hecho, de un
conjunto adecuado de conceptos para hacer de manera efectiva
estas amplias comparaciones transculturales. Antes de leer a
Morgan, la respuesta de Marx a esta cuestión fue incluir a los
estados del N uevo M undo entre las formaciones clasificadas
bajo el m odo de producción asiático. C om o es sabido, el
marxismo o rtod oxo terminó por rechazar el m o do asiático,
mientras que Wittfogel (1957) lo resucitó en parte so capa de
‘Despotismo Oriental’ y se lo restituyó al marxismo en la forma
de una crítica a la U nión Soviética. Huelga destacar la
influencia de Wittfogel en los estudios sobre la prehistoria
mesoamericana, lo que, desde entonces, ha com plicado la
discusión del m odo asiático en particular y de la teoría
marxista en general (Carrasco 1978).
El co n cep to de m o d o asiático de p ro d u c c ió n ( M A P )
El M A P , según Marx, se caracteriza por la ausencia de
propiedad privada de la tierra; sólo existe la posesión privada
(y comunal) (Marx 1959:791, 1973:472-4). A diferencia del
m odo feudal, no cuenta con una clase terrateniente que no sea
el Estado. D ad o que éste com bina la soberanía con un
m on op o lio del título fundamental a la tierra, la apropiación del
producto excedente no requiere ninguna presión política o
económ ica especial “excepto la implícita en la supeditación al
Estado”, y el tributo com o una forma de renta de la tierra
precapitalista coincide, por tanto, con el impuesto estatal. La
importancia que presta Marx a la “co m u n a ”/c la n /p u e b lo en
los Form en pareciera subrayar una distinción entre las
formaciones asiáticas y feudal, en cuanto que la autoridad del
propietario feudal parece incompatible con la retención por
parte de la comunidad del control efectivo sobre la asignación y
distribución de tierras a sus miembros. El mismo esquema de
distinciones desarrollado en el texto genera los conceptos de los
m odos asiáticos, antiguo y germánico de producción (Marx
1973:486). La discusión se estructura en torno a la cuestión de
las precondiciones históricas para el desarrollo del m odo
capitalista de producción. Los desarrollos históricos en la
Europa medieval se tratan de una manera concreta, no com o
expresiones de la dinámica interna de una percepción de un
“m odo feudal de producción” asociado únicamente con
Europa, sino en relación a formas antiguas y germánicas
anteriores.
Lo anterior es importante en vista de los debates
posteriores dentro del marxismo. A pesar de las valiosas
observaciones textuales hechas por Godelier (1970) sobre el
desarrollo del propio pensamiento de Marx, es obvio que en la
práctica el MAP se p r e s t a a la d i c o t o m í a
‘esta n cam ien toV ^ in am ism o’ entre el Oriente y Occidente tan
profundamente arraigada en el pensamiento europeo (Hindess
y Hirst 1975:201-6). Merced a la estructura celular de las
comunidades aldeanas autárquicas com o la base socio
económ ica sobre la que se asienta el Estado, la construcción de
Marx podría generar una dinámica a largo plazo para las
formaciones sociales asiáticas en las cuales las fronteras
políticas se cambian, e imperios y dinastías surgen y caen,
mientras que las condiciones socio-económ icas básicas
permanecen fijas durante milenios (Marx 1959:796). Si se toma
al pie de la letra, este punto de vista sería absurdo
empíricamente. Wittfogel, que tenía un abierto interés
ideológico en argüir en favor de la continuidad estructural de
los regímenes “orientales”, casi invirtió el argumento. Las
sociedades orientales pueden experimentar -y, de hecho,
experimentan- el desarrollo de la propiedad privada de la
tierra, la producción de mercancías y elementos capitalistas
mercantiles; se diferencian históricamente de otras por el hecho
de que el Estado continúa siendo “más fuerte que la sociedad”,
y el control político centralizado pone límites, tras un cierto
nivel, a la acumulación privada de capital y la representación
política efectiva de los intereses económ icos privados
(Wittfogel 1935). Una buena parte de los escritos marxistas
recientes se ha opuesto, por razones obvias, a las connotaciones
ideológicas de la etiqueta “asiático” (Bailey 1981), pero muchos
se han mostrado reacios a sustituir la concepción de M A P por
la más generalizada de m odo feudal. Amin ha propuesto el
concepto de un m odo “tributario” com o el sucesor normal de
un m odo universal “prim itivo-comunal” (Amin 1976:9-16). El
m odo feudal representaría una forma “desarrollada” de esto,
en el que la comunidad aldeana pierde su d om iniu m eminens
sobre el suelo en favor de una clase terrateniente. Entre los
mesoamericanistas que utilizan un marco marxista, Carrasco
(1978) está en cierto m odo influenciado por las ideas de
Wittfogel, aunque su punto de partida es marxista clásico: en
los casos en que los productores retienen la posesión de sus
medios de reproducción económica, la plusvalía sólo puede ser
apropiada mediante la coerción “extra-económica”. Carrasco
señala que los sistemas “feudal” y “asiático” comparten una
característica: las relaciones políticas organizan la distribución
de los medios de producción y efectúan la extracción del
producto excedente. Concluye que “las diferencias entre los
dos sistemas son fundamentalmente entre formas distintas de
organización política y el estado” (1978:71).
Carrasco pasa a hacer hincapié en el grado al que el poder
político (y de ahí, consecuentemente, el control económ ico) se
halla centralizado en. la formación social: “d esp otism o” y
“feudalism o” representan simplemente dos polos de variación
dentro de un contiuum (1978:72). Este tipo de argumento nos
lleva de nuevo a Wittfogel y, además, a Weber.
D a d o que las elaboraciones de tipos ideales son
esencialmente heurísticas, la m etodología de Weber le permitió
un margen considerable para variar sus definiciones, y sería
inútil catalogar sus diferentes descripciones del feudalismo y
conceptos afines com o “patrim onialismo”, “sultanism o”,
importancia que presta Marx a la “com u n a”/c la n /p u e b lo en
los Form en pareciera subrayar una distinción entre las
formaciones asiáticas y feudal, en cuanto que la autoridad del
propietario feudal parece incompatible con la retención por
parte de la comunidad del control efectivo sobre la asignación y
distribución de tierras a sus miembros. El mismo esquema de
distinciones desarrollado en el texto genera los conceptos de los
m odos asiáticos, antiguo y germánico de producción (Marx
1973:486). La discusión se estructura en torno a la cuestión de
las precondiciones históricas para el desarrollo del m odo
capitalista de producción. Los desarrollos históricos en la
Europa medieval se tratan de una manera concreta, no com o
expresiones de la dinámica interna de una percepción de un
“m odo feudal de producción” asociado únicamente con
Europa, sino en relación a formas antiguas y germánicas
anteriores.
Lo anterior es importante en vista de los debates
posteriores dentro del marxismo. A pesar de las valiosas
observaciones textuales hechas por Godelier (1970) sobre el
desarrollo del propio pensamiento de Marx, es obvio que en la
práctica el MAP se p r e s t a a la d i c o t o m í a
‘esta n cam ien toV ^ in am ism o’ entre el Oriente y Occidente tan
profundamente arraigada en el pensamiento europeo (Hindess
y Hirst 1975:201-6). Merced a la estructura celular de las
comunidades aldeanas autárquicas com o la base socio
económ ica sobre la que se asienta el Estado, la construcción de
Marx podría generar una dinámica a largo plazo para las
formaciones sociales asiáticas en las cuales las fronteras
políticas se cambian, e imperios y dinastías surgen y caen,
mientras que las condiciones socio-económ icas básicas
permanecen fijas durante milenios (Marx 1959:796). Si se toma
al pie de la letra, este punto de vista sería absurdo
empíricamente. Wittfogel, que tenía un abierto interés
ideológico en argüir en favor de la continuidad estructural de
los regímenes “orientales”, casi invirtió el argumento. Las
sociedades orientales pueden experimentar -y, de hecho,
experimentan- el desarrollo de la propiedad privada de la
tierra, la producción de mercancías y elementos capitalistas
mercantiles; se diferencian históricamente de otras por el hecho
de que el Estado continúa siendo “más fuerte que la sociedad”,
y el control político centralizado pone límites, tras un cierto
nivel, a la acumulación privada de capital y la representación
política efectiva de los intereses económicos privados
(Wittfogel 1935). Una buena parte de los escritos marxistas
recientes se ha opuesto, por razones obvias, a las connotaciones
ideológicas de la etiqueta “asiático” (Bailey 1981), pero muchos
se han mostrado reacios a sustituir la concepción de M A P por
la más generalizada de m odo feudal. Amin ha propuesto el
concepto de un m odo “tributario” com o el sucesor normal de
un m odo universal “prim itivo -com un ar (Amin 1976:9-16). El
m odo feudal representaría una forma “desarrollada” de esto,
en el que la comunidad aldeana pierde su dom iniu m eminens
sobre el suelo en favor de una clase terrateniente. Entre los
mesoamericanistas que utilizan un marco marxista, Carrasco
(1978) está en cierto m odo influenciado por las ideas de
Wittfogel, aunque su punto de partida es marxista clásico: en
los casos en que los productores retienen la posesión de sus
medios de reproducción económica, la plusvalía sólo puede ser
apropiada mediante la coerción “extra-económica”. Carrasco
señala que los sistemas “feudal” y “asiático” comparten una
característica: las relaciones políticas organizan la distribución
de los medios de producción y efectúan la extracción del
producto excedente. Concluye que “las diferencias entre los
dos sistemas son fundamentalmente entre formas distintas de
organización política y el estado” (1978:71).
Carrasco pasa a hacer hincapié en el grado al que el poder
político (y de ahí, consecuentemente, el control económ ico) se
halla centralizado en. la formación social: “desp otism o” y
“feudalism o” representan simplemente dos polos de variación
dentro de un contiuum (1978:72). Este tipo de argumento nos
lleva de nuevo a Wittfogel y, además, a Weber.
D ad o que las elaboraciones de tipos ideales son
esencialmente heurísticas, la m etodología de Weber le permitió
un margen considerable para variar sus definiciones, y sería
inútil catalogar sus diferentes descripciones del feudalismo y
conceptos afines com o “patrim onialismo”, “sultanism o”,
etcétera. Es importante señalar, sin embargo, que su definición
de feudalismo com o una “estructura de d om in ació n ” (diferente
de patrimonialismo y carisma) rompe cualquier conexión
necesaria con el latifundismo (Weber 1951:33). En el tipo de
feudalismo basado en feudos (Lehensfeudalismus), nos las
habernos, en términos de Weber, con un sistema de
administración en el que los derechos para ejercer autoridad
son delegados a cambio de servicios militares o administrativos
mediante una relación contractual de lealtad personal entre
señor y vasallo (Weber 1978:255-7). Los feudos pueden
implicar la concesión de derechos económ icos sobre tierra y
mano de obra, derechos fiscales (imponer impuestos) o poderes
políticos, autoridad jurídica o militar (:257). Cierto que la
concesión de estos diferentes poderes se halla a menudo
separada, y pocos señores, en regímenes feudales con base en
feudos, permiten que el sistema se desarrolle hasta su límite
típico ideal, debido a que su autoridad se vuelve más y más
precaria a medida que se acerca ese estado de cosas. Weber
distinguía el Lehensfeudalism us de otras variantes, co m o el
prebendalismo. En éste, dentro de un régimen por otra parte
patrimonial y a m enudo altamente centralizado en el sentido
político, los gobernantes otorgan beneficios ( derechos a
apropiarse ingresos ) sobre todo, co m o señaló Weber, debido a
consideraciones fiscales. Los beneficios se otorgan “a nivel
personal de acuerdo a servicios, de ahí la posibilidad de
p ro m oción ” (:260). En casos concretos estas distinciones suelen
difuminarse, y Weber tuvo problemas para señalar que el
feudo, aunque característico de Occidente, no era privativo de
éste. Empero, la función básica de la separación del tipo
prebendal era hacer hincapié en los rasgos distintivos de estas
formaciones co m o las del M edio Oriente islámico, la India
mogul y la China manchú. Este es, pues, un enfoque para
discutir el tipo de variaciones a que se refiere Carrasco. N o es
probable, sin embargo, que sea muy útil, a menos que podam os
trascender las construcciones típico -ideales en favor de una
comprensión de los procesos dinámicos que generan variación
en términos de una centralización política, administrativa y
político-económica. Además, estas cuestiones se hallan
complicadas teóricamente por el trabajo reciente que ha
rechazado la clase de modelo de relaciones entre el Estado y la
econom ía ofrecido por Wittfogel en el caso chino (Moulder
1977) 2
D ado que Marx no elaboró una teoría explícita de sus
m odos de producción pre-capitalista, habrá que examinar la
afirmación de que el marxismo proporciona una teoría de la
historia bajo la forma de “materialismo histórico”. El enfoque
de Carrasco se centra en la variación política y señala que las
relaciones de producción “so n ” relaciones políticas en los
sistemas asiático y feudal (1978:71). Esto lleva a ciertas
dificultades teóricas debido a que, tal com o está, no nos dice
qué distingue al m odo feudal de producción, de, digamos, el
m odo antiguo dentro de la teoría marxista o cualquier otro
marco. ¿Tiene esto que ver con la forma de gobierno o con el
papel de la política respecto a la economía? Esto nos conduce a
problemas fundamentales respecto al m odo cóm o debiéramos
conceptualizar y explicar la estructura de las formas sociales
com o totalidades.
El marxismo ortod oxo basa su análisis de la política y el
estado en el concepto de clase. Los propios escritos históricos
de Marx plantean dudas acerca de las explicaciones para el
cambio social que reducen la política a la simple expresión de
intereses y poder ec on óm ic o s3. En el caso de las formaciones
pre-capitalistas, los problemas parecen doblemente complejos,
merced al consenso general actual entre los marxistas
occidentales de que “predominan las instancias no-
económ icas”, a pesar de sus divergentes puntos de vista sobre lo
que determina la estructura total de las formaciones sociales
(Kahn y Llobera 1981; Gledhill y Rowlands, en prensa). Todas
las formas de relaciones de propiedad, capitalistas y pre-
capitalistas, evidentemente dependen de condiciones legales y
políticas específicas. La base del m odo capitalista de
producción es una forma particular de inclusión económ ica del
productor directo, pero esto no impide que otros m odos
descansen en formas diferentes de inclusión económica, com o
señalaron Hindess y Hirst al negar que la servitud fuese una
característica necesaria del modo feudal de producción
(Hindess y Hirst 1975: 234-242). Si bien este enfoque conduce,
hasta cierto punto, a una comprensión de la reproducción de
las formaciones feudales, deja bastante vaga la dimensión
política. La clase terrateniente es políticamente dominante en
el sentido de que el estado feudal garantiza sus derechos de
propiedad y defiende la explotación feudal, representa los
intereses terratenientes vis-á-vis los campesinos. Los
terratenientes, sin embargo, pueden carecer de poder político
local o nacional, o al menos hallarse subordinados
políticamente al centro. Es más, podría argíiirse que la
necesidad de combatir las tendencias en favor de la
descentralización política puede favorecer el que un estado
centralizado adopte medidas que tal vez dañen el poder
económ ico de los terratenientes, si fueran factibles. La relación
determinista entre la estructura socioeconóm ica y la política
establecida por el marxismo o rtod oxo obviamente no puede
sostenerse.
Para los weberianos, algunos de estos problemas se
resuelven a p rio ri. Clase social económ ica (Weber 1978: 302-5)
es sólo una de las modalidades posibles de la estratificación, y
la distinción entre grupos y clases se presta a la discusión de las
s o c i e d a d e s p r e c a p i t a l is t a s . A d e m á s de d e s li g a r la
estratificación de cualquier base económ ica necesaria, Weber
rechazó la “lucha de clases” com o la fuerza constante tras el
cambio macro-social. Tal vez sea éste el problema crucial:
podría objetarse que la noción de que el cambio debe ser producto
de una lucha de clases concreta es el m odo cóm o la teoría
marxista evita una concepción teológica de historia. Al hacer la
crítica del m arxismo althusseriano precisamente por este vicio,
Poulantzas (1975) sostuvo que una definición objetiva de la
estructura de clase debe implicar criterios políticos e
ideológicos además de los económ icos. Aun en el m odo de
producción capitalista, la clase capitalista no puede hacer
frente a la clase trabajadora de un m odo “puramente
e c o n ó m ic o ”. Desgraciadamente, Poulantzas se vio obligado a
conceder que era imposible predecir el com portamiento
político de un estrato de clase determinado en una lucha
concreta con base en una explicación supuestamente “objetiva”
de sus intereses y situación económ ica y de clase (Cutler et al.
1977:189-206). Estos problemas parecen aumentar en
contextos precapitalistas. Se ha prestado mucha atención al
grado en que las clases explotadas son incapaces de constituir
clases “para sí”, capaces de lograr formas de consciencia y
organización política autónom as que les permitan transformar
la sociedad en beneficio propio ( Terray 1975; Godelier 1977,
Islamoglu y Keyder 1977). M uchos analistas del M A P han
planteado por esa razón contradicciones intra-clase com o el
ímpetu positivo para el cambio, al mismo tiempo que se ha
utilizado la distinción entre contradicciones “principales”
(ciudadanos ricos versus pobres) y “fundamentales” (amo -
esclavo) en los escritos sobre el mundo antiguo ( Vernant 1976).
Estas formulaciones no necesariamente implican que el
conflicto inter-clase sin concienciaf ü rsic h no desempeñe papel
alguno en la configuración de las formaciones pre-capitalistas.
Dificultan, sin embargo, la explicación del cambio en términos
convencionales de clase. A medida que los vínculos entre
proceso político y econom ía se hacen más indirectos, uno se ve
tentado a anular las líneas de causalidad implícitas en las
teorías materialistas de la evolución social.
El M A P en el im perio m achú
El caso de la China imperial puede servir para ilustrar que
poco podría lograrse mediante una negación de la
“interpretación económ ica de la historia” por medio de la
sustitución de un determinismo “político” o aun “cultural”
lógicamente equivalente. Bajo los manchús, la administración
centralizada estaba en manos de oficiales eruditos (literati), en
teoría reclutados abiertamente mediante el sistema de
exámenes. Si hacemos hincapié en la naturaleza prebendaría del
sistema, el poder y la autoridad parecen haber radicado en la
m o n o p o liz a c ió n de los puestos oficiales y hallarse
desvinculados de los terratenientes; la mayor parte del ingreso
de los literati provenía de recargos no intervenidos sobre los
impuestos cobrados (Weber 1951; Wang 1973). Los marxistas
que rechazan el M A P sostienen que el sistema chino era, de
hecho, feudal. A semejanza de las familias nobles manchús y
oficiales de diferentes grados que obtenían su ingreso del
servicio campesino en concesiones de tierras estatales o impues
tos, China contaba asimismo con un estrato de clase alta menor
de terratenientes privados. Eran ausentistas urbanos que vivían
de las rentas extraídas a campesinos que cultivaban parcelas
dispersas y relativamente pequeñas en diferentes pueblos y
regiones, sin descontar los beneficios de la usura y el comercio.
Las dos categorías -los dependientes de impuestos y los
terratenientes- se traslapaban parcialmente: m uchos literati
eran también terratenientes, y los terratenientes “m ed ianos”,
que tenían algún grado aca d ém ic o pero no eran
necesariamente funcionarios, a su vez obtenían ventajas
materiales de una relación más estrecha con los aparatos
estatales en términos de la coacción para el pago de las rentas
(Chang 1962: 132-6). Esta clase media terrateniente
probablemente disfrutaba de una parte desproporcionada de la
tierra privada.
Aunque terratenientes y literati eran distintos, existían
relaciones estructurales indirectas entre ellos, co m o ha
observado Barrington M oore (1968). En la práctica, la
obtención del rango oficial exigía el ap oyo de una familia rica,
de tal m odo que directa o indirectamente, el hacendado
predominaba en el reclutamiento de los literati. La riqueza
acumulada en la administración pública podía ser transferida a
la tierra, de m o d o que la acumulación privada de riqueza
probablemente, en conjunto, excedía los recursos disponibles
del estado, con evidentes implicaciones políticas. A unque el
grado de burocratización efectiva de la administración, en el
sentido moderno, se hallaba severamente limitado (M oulder
1977: 55-6), el estado chino adoptó ciertas medidas tendientes a
pedir que sus agentes fiscal-administrativos estableciesen
vínculos locales: eran trasladados repetidamente de una región
a otra y tenían prohibido ocupar puestos en áreas donde sus
familias poseían tierras ( Weber 1951 ). Pero esta estrategia
limitaba su efectividad como agentes de la autoridad central
frente a las poderosas diques de hacendados locales, que
podían también manipular a los oficiales del centro por medio
de lazos privados (C h ’ü 1969). El estado chino defendía Jos
derechos de los terratenientes y comerciantes en caso de
motines por los niveles de renta o precios, y puede argüirse que
la representación del estado de los intereses económ icos
privados era un índice de su debilidad relativa frente al poder
económ ico de los medianos terratenientes locales (Moulder:
61-2). Por razones de orden público y de una mayor
centralización del poder, el estado debiera haber tratado de
frenar los excesos privados. En la historia china, sin embargo,
las intervenciones estatales exitosas eran raras. Los imperios
sucumbían periódicamente a la “feudalización”, esto es, a
tendencias centrífugas en su econom ía política, al crearse un
desequilibrio entre centro y periferia debido al control ejercido
por'u na clase sobre los recursos locales. La disminución del
comercio interno y la crisis en la renta producían aumentos de
impuestos. En esa situación la autoridad central se convertía en
el principal objetivo de las revueltas campesinas, y se
posibilitaba una alianza terrateniente-campesino. Sin
embargo, a pesar del llamado “ciclo dinástico”, siempre volvía
a constituirse una política imperial una vez que los logros poco
duraderos pero notables de los C h ’in fueron estabilizados por
los Han en el siglo primero antes de Cristo.
D o s líneas distintivas de investigación parecen adecuadas
a fin de resolver la paradoja aparente de la unificación china.
La primera, un enfoque mundial, se preguntaría si la tendencia
a re-centralizar era una función de las limitaciones o incluso
no-viabilidad de econom ías políticas más localizadas,
especialmente desde el punto de vista de los elementos de las
clases dirigentes. Segunda, podríamos examinar el grado al que
el tipo de estratificación económ ica de clase prevaleciente en
China dependía a largo plazo del poder coercitivo de la
autoridad central. Este segundo punto implica obviamente un
análisis de las relaciones interclasistas, análisis que sea
dinámico y se centre en los procesos de la lucha de clases en el
campo dentro de la matriz de contradicciones entre
terratenientes y estado, centro y periferia. El equilibrio de las
fuerzas sociales creado por la totalidad de estos conflictos y
oposiciones, históricamente sujeto a condiciones ecológicas y
geográficas4, determina la configuración y posibilidades de
desarrollo a largo plazo de la formación en cuestión. Esta es la
hipótesis de trabajo que debe explorarse en la discusión del
caso mesoamericano. Claro está que no puede llegarse a
conclusión alguna, sobre si este enfoque resuelve los problemas
cruciales de la determinación histórica ya mencionada, con
base en uno o varios casos. Sólo una comparación exhaustiva,
controlada y transcultural constituiría una metodología
apropiada para esa imponente tarea.
La fo rm ació n social azteca en 1519
La multiplicidad de fuentes históricas del período
inmediatamente posterior a la conquista -crónicas, etnografías,
informes administrativos y datos de archivo- vuelve la
descripción estática introductoria de las instituciones
aborígenes muy sencilla. De hecho, existen numerosos
problemas m etodológicos en la investigación etnohistórica,
entre los cuales sólo se pueden tocar unos pocos. N o difieren
cualitativamente de los que se encuentran generalmente en la
investigación histórica o etnográfica, y es lamentable que pocos
a r q u e ó l o g o s m e s o a m e r i c a n o s c o m p a r t a n t o d a v í a la
convicción de Sanders, Parsons y Santley (1979) sobre que una
mezcla integrada y cooperativa de investigación histórica y
arqueológica es la clave de un avance real. El hecho de que
buena parte de la supuesta “historia” de los aztecas sea
básicamente una construcción ideológica podría ser
descorazonante para los positivistas más ortodoxos. Para la
mayoría de los antropólogos sociales ese aspecto precisamente
sería muy revelador.
En el m omento de la conquista el imperio azteca era el
poder dominante en Mesoar/iérica. M ichoacán y O axaca
conservaron la autonomía política en las zonas montañosas,
mientras que la naturaleza del d om inio azteca (y, tal vez, la
substancia del término “imperio”) cambió significativamente
más allá de los límites de su centro en el Valle de M éxico
(Barlow 1949, Katz 1978, Adam s 1979). Los mayas yucatecos
se hallaban fuera de la esfera azteca de incorporación política,
pero estos centros eran, obviamente, com ponentes cruciales de
una econom ía más amplia cuya estructura es básica para la
comprensión de la econom ía política interna de los aztecas
(Gledhill y Larsen, en prensa). Para empezar, por razones
heurísticas, trataré la política azteca com o una unidad cerrada,
relativamente intemporal. El gobernante de Tenochtitlán era
teóricamente sólo una de las testas de la Triple Alianza que
abarcaba las ciudades-estados de Tenochtitlán, T excoco y
Tlacopan. En términos prácticos, la supremacía á€\ monarca
azteca fue só lid a m en te estab lecid a por M o c te z u m a
Xocoyotzin (Ixtlixochitl 1975:450-1). D e hecho, la tendencia
política, una vez que Tenochtitlán terminó con la hegemonía de
Azcapotzalco, había sido de intentos continuos por centralizar
el poder en manos de la monarquía azteca, dentro de la
estructura estatal así com o al interior de la alianza (Calnek
1974, 1978a). La autoridad dentro del estado se hallaba
distribuida entre los ocupantes de puestos administrativos
seculares, el sacerdocio y los militares. Esta estructura exhibía
formas asiáticas de apropiación.
Se asignaban tierras, trabajadas mediante el servicio de
m ie m b r o s Ubres de las c o m u n i d a d e s c a m p e s in a s
(macehualtin), para el m antenim iento de los tres estamentos.
Las tierras asignadas al mantenim iento del templo recibían el
nombre de teopantlalli, las otorgadas al mantenim iento del
ejército m ilchi m alli (Hicks 1974; Carrasco 1978). Respecto a
la primera categoría -tierras dedicadas al soporte de la
administración secular- la terminología indígena es más
compleja. Gibson (1964:257) glosa la categoría tecpantlalli
com o “tierra de las casas com unitarias”, pero el término aludía
claramente a las tierras asignadas al palacio del rey y a las casas
de los gobernadores provinciales. Estas tierras eran habitadas y
trabajadas por una categoría determinada de personas,
tecpanpouhque, que no pagaban tributo (Gibson: 259; Hicks:
244). Este estatus parece haber sido hereditario, pero con la
posibilidad de remoción. N o está claro si el tecpantlalli se
trabajaba en com ún (Gibson, ib.), pero el sistema laboral
vinculado a él lo distingue de otra categoría de tierras
apartadas para la administración secular, tlatocam illi. Era
tierra asignada en cada com unidad para mantener a los
oficiales locales y recaudadores de tributos y trabajada por los
macehualtin. En sus luchas por combatir las expropiaciones
españolas, los indios colocaron a todos los tipos arriba
indicados en la categoría de “tierra co m u nal”. El tecpantlalli
del gobernante podría considerarse una forma de domin io
patrimonial, pero los otros tipos conllevan explícitamente el
principio de su inseparabilidad del cargo, es decir, el
detentador del puesto carecía de derechos de enajenación.
Al lado de las parcelas dedicadas al aprovisionamiento de
las organizaciones estatales, las comunidades de m acehualtin
trabajaban sus propios calpulalli. Esta tierra comunal
pertenecía a los barrios en que se hallaban subdivididas las
com unidades residenciales; las familias disfrutaban derechos
de uso. Se sabe que los derechos sobre la tierra dentro de las
corporaciones de calpulli se hallaban inequitativamente
distribuidos (Gibson, o p.cit.; Carrasco 1978:37); esta
diferenciación económ ica dentro de las comunidades
campesinas será exam inada más adelante.
Tras la conquista, los indios identificaron, por analogía,
las “tierras de la n obleza”, pillalli y tecuhtlalli, con las tierras
privadas y, por tanto, alienables, en el sentido español. N o
existe, sin embargo, una justificación a p r io r i para asumir que
esta ecuación implica la identidad substantiva de las nociones
de propiedad europeas y aborígenes. El hecho de que las
fuentes nativas no distingan claramente entre “renta” y
“com p ra” (Carrasco:27), por ejemplo, es totalm ente predecible
en un sistema en el que a m enudo lo teóricamente transferido es
el derecho de uso más que el título de propiedad. Empero,
m uchos escritores ven en el p illa lli/ tecuhtlalli suficiente prueba
de la existencia de relaciones clasistas basadas en la propiedad
de la tierra. Siguiendo a Zorita (1963), Katz señala que el p illa lli
constituía una propiedad privada, cultivada por una categoría
específica de personas, el m a y eq u e, que se encontraba
vinculado a la tierra y era transferido con ella. Considera la
com binación de propiedad privada de la tierra y la m ano de
obra “atada” co m o “feudalista”, aunque alberga dudas sobre si
la tendencia era en dirección a una com pleta sociedad feudal
(Katz 1972:225-6). Otros no muestran tanto interés por la
estructura social de la formación, y se concentran en las
pruebas sobre la compra-venta de tierras com o parte de un
debate más amplio sobre el papel del “mercado” er^la sociedad
azteca (Gledhill y Larsen, en prensa). Una versión extrema de
esta actitud se halla representada por Offner (1981), que
defiende la existencia “de un vivo mercado de bienes raíces” en
T excoco. Las dos interpretaciones son cuestionadas por
Carrasco (1978,1981). Si bien no niega la posibilidad de ventas
de tierras, descarta la noción de un mercado de tierras
significativo debido a que la alienación “libre se hallaba
limitada por restricciones políticas y económicas (Carrasco
1978: 27-8; 1981: 63-4). La distribución de tierra y m ano de
obra se efectuaba mediante canales políticos y administrativos.
La' tierra era apropiada por la nobleza, en primer lugar, en
virtud de su estatus y funciones públicas co m o estrato
(1978:26), y el pillalli constituía tierra oficial “generalizada” a
diferencia de la tierra asignada a la realización de deberes
específicos com o el tlatocam illi (1981:63). D e m o do similar,
Adams (1979) ha definido a la nobleza azteca c o m o una
“nobleza de función al estilo o t o m a n o ” más que co m o una clase
terrateniente, aunque centra su análisis en un tipo de beneficio
territorial asignado a los recaudadores de tributos y no discute
explícitamente el pillalli.
A unque existían m ecanism os claros para la transferencia
de derechos sobre tierras, y los miembros del estrato mercantil
(poch teca) se hallaban registrados c o m o propietarios de
“tierras propias” (Torquem ada 1969, 11:546: Gibson: 263), el
pillalli era ante todo tierra patrimonial de la nobleza. El estatus
de noble (pilli, plural: pipiltin) era por atribución y heredado
bilateralmente. Las personas elevadas al estatus de p illi por su
valentía, eran con ocidos co m o quauhpipiltin (Calnek 1974:
202-3). En teoría la nobleza hereditaria de Tenochtitlán
descendía del primer rey. Calnek (1978a) señala que el
matrim onio entre “grupos dinásticos” que gobernaban las
belicosas ciudades-estados de la época imperial, llevó a la
consolidación de un estrato aristocrático en todo el valle. La
transmisión bilateral del estatus autorizaba reclamaciones en
diferentes constituciones políticas y la sucesión era inestable; el
sistema reflejaba un faccionalismo subyacente. Calnek afirma
que la centralización política se realizó, sin embargo, mediante
la movilización de estos lazos cruzados (cross-cutting): la
autoridad de los gobernantes de los estados vasallos fue
minada gradualmente mediante la distribución de dádivas a los
aristócratas menores vinculados a Tenochtitlán (Calnek:467).
Todas las dinastías reales se hallaban estrechamente
emparentadas, y la oportunidad de participar en el reparto del
tributo imperial daba a la nobleza baja un interés por
trascender las lealtades locales.
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