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ELEMENTOS DE DISCERNIMIENTO VOCACIONAL

1. ¿QUÉ ES DISCERNIR?

El término “discernir” significa cribar, seleccionar, distinguir. Desde el punto de vista cristiano se puede
decir que es una acción humano-espiritual. Es verdad que el discernimiento cristiano se hace a la luz del
Espíritu Santo, pero cuenta con las capacidades humanas, personales y comunitarias, que se ponen en
juego a la hora de tomar decisiones. El discernimiento es necesario en todas las etapas de la vida, no
solamente cuando haces una opción vocacional, porque el hombre verdaderamente cristiano es quien
camina atento a la voluntad de Dios; quiere llevar el designio de Dios a cada momento de su vida, de
modo que siempre necesita discernir (cfr. Rom 12,2; 14,8; 2 Cor 5,9; Ef 5,10; Flp 4,18; Col 3,20; Tit
2,9).

2. EL CONTEXTO DEL DISCERNIMIENTO

El discernimiento de una vocación cristiana específica se realiza siempre y sólo en la fe, y pone de relieve
inmediatamente que el hombre está hecho para la escucha. Está a la espera de una Palabra y la interpreta
con una disponibilidad radical. El discernimiento cristiano tiene lugar como acontecimiento de gracia en
el que intervienen varios actores. En primer lugar el Espíritu Santo, que hace memoria del Señor en la
historia; luego la Iglesia, que mantiene viva esta memoria y sigue anunciando el evangelio en el mundo;
y en tercer lugar cada creyente en particular, que se interroga en primera persona con plena libertad o
pide consejo a algún hermano en la fe. Este hermano puede ser elegido por su testimonio y su confianza,
o puede ser la Iglesia la que lo ponga a disposición para que ayude a quien, con sosiego, debe tomar por
sí mismo una decisión.

Sólo quien vive intensamente una vida según el espíritu de Jesús puede llegar a una claridad de
interpretación y acercarse al deseo de Dios en su situación histórica. Todo esto distingue el
discernimiento cristiano de cualquier otro discernimiento; este, en efecto, se produce siempre dentro de
una situación de gracia. Quien no actúa con la gracia divina no puede dar origen a discernimientos
conformes con el espíritu de Jesús. Encontrarse en una situación espiritual significa constituirse en un
contexto de conversión permanente, de tensión hacia la santidad, de experiencia de oración y de caridad.

No se empieza por la determinación de un carisma particular o la elección de un ministerio específico.


Antes de preferir una familia religiosa o un instituto secular determinados, antes de fomentar
ansiosamente una experiencia con el fin de dar respuesta a las posibles necesidades de las comunidades,
es menester interrogarse con paciencia, humildad y desapego sobre la voluntad real de Dios acerca de la
propia existencia. Los individuos llamados al discernimiento han de estar atentos ante todo a interpretar
con libertad y distanciamientos los deseos de Dios, así como las características de su personalidad y de
su historia.

La calidad de la relación eclesial puede proporcionar una ayuda importante en el discernimiento


vocacional. Los modos en que puede constituirse la relación humana en la comunidad cristiana son
diferentes: las relaciones difieren por ocasión, autoridad, ministerio, etc.; puede haber relaciones
ocasionadas por el anuncio autorizado del evangelio, o por una transmisión espontánea de la fe, o por
una experiencia común de caridad, o por un intercambio preciso de dirección espiritual. En todas estas
formas de relación el apoyo psicológico, intrínseco a toda relación auténticamente humana, puede muy
bien constituir una situación de partida que favorezca el acompañamiento. No es tanto la relación con
una persona particular lo que constituye el discernimiento, sino más bien la obediencia común a la

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voluntad de Dios en el Espíritu de Jesús. El director espiritual, por ejemplo, puede ser una presencia
providencial que ayude a leerse a sí mismo y las propias opciones, pero nunca es insustituible o
indispensable, sobre todo considerado como persona individual. Un verdadero creyente no puede ser una
persona que dependa excesivamente en su criterio de la autoridad o de un director espiritual. La ayuda
que te pueda brindar un orientador es para que tú mismo encuentres soluciones, tomes decisiones, no
para darte recetas que solucionen mágicamente tus problemáticas.

El apoyo psicológico es a menudo inicial y provisional, está referido a la necesidad de poner orden en
uno mismo, de constituirse una cierta autonomía, prepararse para asumir las propias responsabilidades.
Para poder vivir una vocación específica es conveniente una personalidad mínimamente equilibrada.

El individuo que ha de decidirse debe presentarse maduro y sereno en su autonomía, esencial y profundo
en su experiencia de fe. El que trata de leer la voluntad de Dios en su vida aprende a conocerse, interpreta
con sinceridad su historia y los acontecimientos que lo rodean. Ama ante todo la verdad. No hace
demasiados planes para su futuro; se pone en manos de Dios. Escucha las indicaciones procedentes del
Espíritu, desea guardar viva la memoria de Jesús, es libre, nómada, está siempre en camino, sin ataduras
ni miedos, sereno, en constante búsqueda de Dios.

El cristiano maduro asume cada vez más que su condición habitual debe ser la de una conversión
permanente. Cuando la inteligencia, el deseo, la voluntad y la gracia se unen en la adhesión a la voluntad
de Dios, sencillamente, tal como se da, germina entonces el fruto de la vitalidad espiritual; y esta vitalidad
facilita la adecuada visión de lo que el Señor puede pedir, y sin duda pedirá.

Un criterio indicativo para determinar la vitalidad espiritual de un creyente es la capacidad de una


persona a la hora de intuir, en una singular relación entre creatividad y receptividad, las inspiraciones
procedentes de Dios y de la historia. Además de las referencias más objetivas de la Palabra, los
sacramentos y la legítima autoridad eclesial, ciertamente la diligencia y prontitud, la necesidad de
profundización, la sencillez y la claridad interior, la interpretación cristiana de los contextos difíciles, un
equilibrio logrado sin ingenuidad ni impaciencia, el dominio de sí y la participación en las vivencias de
los demás, son todas características de la vitalidad interior y muestran una situación propicia para el
discernimiento de una vocación.

Cuando hay personas que realmente están atentas al discernimiento de la voluntad de Dios en su vida y
se preguntan sinceramente por su vocación, muestran siempre una extraordinaria docilidad a las
indicaciones del Espíritu Santo. A veces intuyen una manera propia de rezar, o un modo, extremadamente
singular de describir un sentimiento, una dificultad, un trabajo, una tentación. Revelan una relación
profunda y exclusiva con Dios, en la que los demás no pueden participar. Y al mismo tiempo son
serenamente humildes a la hora de interpretar y valorar sus experiencias. Son personas, a veces, capaces
de dejarse llevar por la Iglesia, la liturgia, el magisterio e incluso la dirección espiritual y, al mismo
tiempo, de ejercer una obediencia madura y una sorprendente creatividad.

Otra situación favorable para el discernimiento es la constituida por la presencia de individuos capaces
de relaciones humanas sinceras e intensas, y, al mismo tiempo, profundamente libres. Dulzura y firmeza
son elementos preciosos en un lenguaje humano que quiere expresar una relación espiritual. En una
relación espiritual orientada al discernimiento, el lenguaje humano ha de ser extremadamente paciente,
benévolo, capaz de transmitir confianza y respeto, lleno de discreción y cordialidad, finura,
magnanimidad; ha de ser un lenguaje que valore el bien. Por otra parte, sin embargo, el lenguaje del

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discernimiento tiene que ser firme y tajante; no puede detenerse ante el miedo a perder la relación, a ser
mal entendido, a que se rompa un vínculo al que se le había tomado apego.

Todos los individuos, tanto los que ayudan a discernir como los que se interrogan a sí mismos, están
llamados a expresarse en este lenguaje de gran libertad interior y permanecer en ella aun cuando la
situación se haga difícil. A veces sólo se puede expresar una opinión o aceptar una indicación en un clima
de verdadero abandono en la fe. La vocación del otro coincide siempre en cierto modo con la propia.

El deseo sincero de buscar la verdad hace surgir inmediatamente un respeto profundo a la singularidad
de las personas. El que es llamado a operar un discernimiento espiritual no está preocupado ante todo por
tener una familia más, o por mantener una programación pastoral o asegurar el futuro de una institución,
sino que es sensible continuamente a la posible felicidad del que está buscando su camino.

El descubrimiento de las propias limitaciones y de los propios pecados, la predisposición natural a


transferir al otro la propia experiencia, la tendencia inconsciente a hacer normativo lo que es simplemente
factual, son todas condiciones que dificultan el discernimiento, pero que al mismo tiempo lo hacen
también necesario. No creo que se evangélico ni aventurarse con una seguridad excesiva no echarse atrás
por miedos injustificados.

La importancia de las relaciones de pareja o la escasez de vocaciones consagradas no son criterios


suficientes para promover de manera absoluta vocaciones en un sentido o en otro; las vocaciones no
nacen de presuntas necesidades, sino de la gracia y la libertad. La labor vocacional a menudo resulta
difícil seguir.

3. LA PURIFICACIÓN DE LA FE

Las condiciones para un discernimiento en el Espíritu corren parejas a la evolución de la experiencia de


la fe en la existencia del creyente. La fe se expresa en la historicidad. La intensidad o prioridad de estas
modalidades depende de la historia de las personas, del contexto eclesial y de los dones espirituales de
una comunidad o de una tradición. He aquí algunos pasos que pueden servir como criterios de
discernimiento:

Experiencia y gracia. La percepción de la experiencia cristiana ha de interpretarse ante todo como gracia,
y sólo en segundo lugar como moral. Cuando en el Nuevo Testamento se describe la acción de discernir,
no se remite al creyente a ninguna norma moral abstracta, ni a la autoridad, sino a su propia conciencia.
Cada cristiano tiene la obligación de discernir qué es lo que agrada al Señor en cada momento de su
existencia. No se pretende negar la importancia de la actitud ética y de la responsabilidad humana;
ciertamente la respuesta de la libertad humana sigue siendo determinante de cara a la santidad. Sin
embargo, lo que define la originalidad cristiana sigue siendo indudablemente la gracia. Jesús ha venido
a nuestro encuentro, mostrándonos así el amor proveniente de Dios. Esta es la experiencia primera y más
fundamental de la conciencia, que se capta como conciencia de ser amados. Cuando una persona se siente
interpelada por una vocación, lo que le hace sentirse profundamente serena es el hecho de sentirse amada
por Dios; sabe que su Señor va delante, la acompañará siempre y le permanecerá fiel.

El agradecimiento y la ética. El agradecimiento aparece como categoría fundamental de la ética. Si un


creyente se habitúa a la percepción de la gracia, sentirá una intensa ansia de compromiso moral, que
expresará en el lenguaje armónico del agradecimiento. Creo que el agradecimiento es una categoría más
bella para pensar la respuesta moral. Esta no se configura tanto como un ascenso en el que la imagen de

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uno mismo se proyecta hacia adelante para alcanzar a Dios, cuanto más bien como una respuesta a una
revelación dada. En el corazón del hombre de hoy, cuyo problema fundamental sigue siendo el de la fe,
la moral cristiana vuelve de manera más profunda y tranquila, menos ansiosa, más paciente consigo
mismo y con los demás; el tono es más bien el de la alegría y el compromiso, el de la magnanimidad y
el equilibrio. Somos más benévolos con nuestros hermanos, sin llegar a ser banales o falsamente
tolerantes; aprendemos a escuchar y a amar a la gente, con sus problemas y sus dificultades, estableciendo
relaciones auténticas. Una persona que trata de discernir la voluntad de Dios en su vida o que trata de
iluminar la existencia de un hermano, para por esta evolución en la fe y ha de recorrer este camino. Una
decisión vocacional motivada exclusivamente por razones éticas se apoya en fundamentos demasiado
frágiles.

Cargar con la cruz. En un determinado momento de la vida la presencia de la cruz va más allá de toda
expresión retórica y toma cuerpo de forma más existencial afectando al conjunto de la experiencia
histórica del sujeto. El discurso toma cuerpo y espíritu, sentimiento y percepción se carga de intuición e
intranquilidad. El que se determine definitivamente por una vocación deberá haber sido introducido ya,
en alguna medida, en este sentir cristiano inevitable. La asunción real de la cruz significa un saber
efectivamente que la pascua de Cristo es la norma de la vida del cristiano. Significa tener los mismos
sentimientos de Cristo, que partiendo de su amor quieras realizar el llamado con todas sus implicaciones,
en cada momento de tu vida. Si verdaderamente has conocido el amor de Cristo te sentirás inclinado,
como seducido, para actuar en cada momento según ese amor fraterno.

El sentido de la Iglesia. Cuando una persona se entrega a Dios en una vocación particular, tiene que hacer
una seria reflexión sobre la realidad de la Iglesia. Sin ingenuidad y con profundo realismo, el creyente
interpreta y entiende teológicamente a la Iglesia como sacramento de salvación, comunión de los santos
y pueblo de Dios en la historia; pero al mismo tiempo va teniendo progresivamente conciencia de las
limitaciones humanas de la comunidad cristiana y del lastre de las instituciones. En muchas ocasiones el
amor se nutre de una gran dosis de generosidad, de arrojo, de grandes aspiraciones; hay épocas de la vida
en las que uno está dispuesto a todo. Luego el tiempo se hace más ordinario y las personas más
fastidiosas, el fervor inicial tiende a enfriarse y las formas de obediencia se hacen menos espléndidas.
Sólo una intensa experiencia de fe y una relación singular con Jesucristo harán revalidar el asentimiento
vocacional y la fidelidad prometida. Surgirá así la conciencia esencial de no pertenecerse ya a sí mismo.

Esta no pertenencia es uno de los pasos más difíciles. Todo lo que no sea esencial es menester afrontarlo
con extremada madurez y no debe hacernos retroceder: una situación eclesial, un contexto educativo,
una relación de amistad, todas estas cosas podrán abandonarse. Por supuesto, también el tiempo, el propio
tiempo, será confiado a la paciencia de Dios.

La capacidad de recogimiento. Si una persona se confía totalmente al Señor, tarde o temprano advierte
en su vida la necesidad y el gozo, incluso en medio del sufrimiento, de recogerse en el tiempo que pasa
rápidamente (1Cor 7,29) en que se revela la presencia perenne del Señor para el creyente y del creyente
ante su Señor. Recogerse en sí mismo supone aceptar una fuerte tensión escatológica, que no es ausencia
del mundo, sino valoración de lo esencial dentro de las relaciones históricas. Es captar en lo que pasa
aquello que permanece. Es el deseo intenso de la comunión con el Señor. En plena actividad, en las
responsabilidades y en las contradicciones, el creyente está siempre dispuesto ante su Señor. Es la
disponibilidad de la fe, que se manifiesta en la alegría por la verdad de la propia vocación. Recogerse
significa percibir la no necesidad y la gratuidad del propio existir, es el recuerdo constante de la pobreza
de mi punto de partida originario, que hace manifiesto el don de Dios y hace tener conciencia clara de
los milagros que el Señor ha realizado. Estoy dispuesto a vivir hoy una experiencia de éxito y mañana a

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soportar la amargura del fracaso. Sé vivir tranquilo, sé superar las dificultades, sé aprender y esperar:
¡Señor, sé que volverás! En el contexto social contemporáneo, vivir sin recogimiento significa
abandonarse a la fragmentariedad, naufragar en el paréntesis de la propia vida y las propias
preocupaciones; significa, en definitiva, no poder siquiera sostener la idea de la propia vocación.

Presencia de Dios y entrega. Es favorable al discernimiento la situación interior a través de la cual el


creyente advierte la presencia de Dios, que siempre lo acompaña. Es una presencia capaz de animar el
pensamiento, de nutrir el sentimiento, de habitar el propio tiempo y de despertar la conciencia del propio
estado de vida. Es vivir en la presencia de Dios. El discreto lenguaje de esta presencia es el espíritu de la
oración. Una fe que crece se constituye cada vez más como certeza teologal de encontrarse en esta
presencia en la que el creyente pone el asentimiento definitivo a su vocación. Esta certeza es siempre una
certeza en la fe, como la de Abrahán, que se puso en camino sin saber adónde iba. Es la certeza
característica del amor, donde la estructura del deseo y la razón confluyen en la decisión de la libertad.
Quien opera un discernimiento, o se encamina hacia una respuesta vocacional, tiene que saber que la
estructura de la certeza no puede darse al margen de la libertad, sino que se construye precisamente en
una libertad amante.

Pbro. Fco. Javier Albores Teco


Pontificia Unión Misional
Secretario Nacional

BIBLIOGRAFÍA

Animación vocacional Sol, Yo te envío, México 1991

Paganini Severino, Acompañar espiritualmente a los jóvenes, hacia una regla de vida, San Pablo 1998,
Madrid

Varela Alvariño Gonzalo, Los llamados, apuntes para una pastoral vocacional, San Pablo 1994, Madrid

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