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De imaginario y culturas a la contra.

Amapola Cortés Baeza

Universidad Nacional Autónoma de México


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Para ser sincera ha sido muy difícil poder concretar y ordenar las reflexiones que se
desencadenan desde el tratamiento del interculturalismo en relación a mi tema de investigación.
Fundamentalmente porque comienzan a aparecer una serie de conceptos necesarios para el
abordaje del problema y que vuelven cada vez más complejo el asunto, pero también porque el
pie forzado de la interculturalidad obliga a ubicarse desde otro lugar para observar el problema
que me interesa plantear.

Lo que quisiera hacer aquí es tantear el terreno para pensar estas nociones que se desprenden
del tratamiento de la interculturalidad, tales como cultura, hegemonía, subalternidad, ideología,
ciudadanía y democracia, en relación a la estética encapuchada. No busco resolver los
cuestionamientos que puedan gestarse desde las reflexiones, sino despertar, a través de la duda,
más reflexiones y más cruces que contribuyan a volver a observar el tema.

Al pensar la interculturalidad desde la capucha, el tropiezo es múltiple. Asoma una primera


interrogante: ¿cómo pensar la interculturalidad en la dimensión estética del ocultamiento del
rostro, cuando lo que plantea el signo es la anulación de la diferencia por medio del
borronamiento de las características que puede aportar el rostro, por medio de este
borronamiento de la identidad? Por otro lado me pregunto cómo pensar la interculturalidad
desde la ejecución de la violencia performática, como lugar de encarnación y de funcionalidad del
signo capucha.

Se observa un doble ámbito de la capucha, uno desde el uso: la defensa de la identidad, y otro
desde la representación y las simbolizaciones: la primera es el uso de dispositivos de
ocultamiento en el marco de las violencias performáticas y la segunda es la dimensión plástica,
representacional del signo, su vuelta imagen en pintas, rayas, stenciles, murales, etc. En la

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primera el ocultamiento está teniendo una función práctica de seguridad en la acción directa, y
en la segunda se defiende discursivamente el objeto significado.

De esta manera también podemos situar el tema del interculturalismo desde distintas
perspectivas según cada uno de estos ámbitos. A nivel general, sería interesante señalar que el
espacio concebido como intercultural da cuenta de las disputas asociadas a las significaciones, a
las creencias, a los imaginarios, a las visiones de mundo. Me parece que ya de por sí la idea de
interculturalismo apela a las problemáticas que se desarrollan para pensar los imaginarios,
concepto manejado para hablar de la estética del rostro negado, puesto que propongo que en el
escenario de disputa por los sentidos, la negación del rostro constituye un lugar importante de
pugna simbólica, con fuertes nexos históricos y culturales. Y es que justamente nos hace
conscientes de las guerras que se dan por la dominancia de los sentidos.

En el sin rostro se aglutinan distintas significaciones que en diálogo con la historia, con la
memoria, constituyen una estética/poética que defiende un imaginario disidente. En este
sentido la calle se vuelve lugar de escenificación de los sentidos en tensión y de
posicionamiento discursivo y político. En ella veremos a la máscara cubriendo y
transformando las identidades en violencias perfomáticas y veremos erigirse el discurso que la
defiende desde prácticas artísticas contraculturales (más adelante comentaremos sobre la
pertinencia del término) que legitiman y refuerzan el universo simbólico de lo rebelde.

La idea de que en un espacio social pueda haber distintas identidades culturales reproduciendo
sus contenidos no implica una idea de equilibrio y paz consensuada. Más bien se trata de un
espacio en constante lucha por la dominación e imposición de valores culturales. Me parece
que de todas maneras, el término de interculturalismo tiende a borrar esta oposición. En las
democracias que se dicen interculturales no habría una relación armónica e igualitaria entre las
distintas culturas que se encuentran en el espacio social. Me parece que lo que existe es
fundamentalmente una cultura dominante fuertemente marcada por la ideología hegemónica
que construye el marco en el que se desenvuelven las culturas que ahí se encuentran. En la
medida que éstas no debiliten o atenten contra los pilares fundamentales del aparato ideológico
dominante se produce este entre estar, la convivencia y lo que es muy importante, la aceptación
del ejercicio de prácticas culturales diversas, pero en ningún caso, podríamos hablar de un
interculturalismo en la medida de que la relación entre las culturas no se produce en términos
de igualdad.

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En ese sentido, con la recurrencia a la violencia performativa y así también a la capucha, se
hace evidente una parte de la población que no entra en la lógica construida de estos básicos de
la socialidad. Se expresa violenta e incómodamente para quienes ejercen el poder, el malestar
social y en ese mismo espacio de sociabilidad supuestamente abierto y democrático, son
atacadas las manifestaciones violentas, tildadas de actos puramente vandálicos, vaciados de
contenidos, donde lo que reina es la delincuencia.

El término de violencia performativa lo utiliza Jeffrey Juris distinguiéndolo de la noción de


violencia simbólica empleada por Pierre Bourdieu, utilizada para referirse a una violencia ejercida
por el dominador hacia los dominados mediante mecanismos indirectos. Desde una
perspectiva distinta, la violencia performática referirá a la “representación de rituales
simbólicos en los que se da una interacción violenta que pone énfasis en la comunicación y la
expresión culturales” (Juris, 2005: 188, 189) y que se vuelve significativa en tanto que es
emergencia de la acción corporal en el espacio público, desafiando los órdenes establecidos y
abriendo así posibilidades de acción.

Es decir, estas prácticas en su forma de representación en el medio social, ponen en escena


distintas discursividades simbólicas. La violencia performática tiene un claro contenido
comunicativo y representacional, en la medida que en la entrada a escena “mientras se
encuentra en presencia de otros, por lo general, el individuo dota a su actividad de signos que
destacan y pintan hechos confirmativos que de otra manera podrían permanecer inadvertidos y
oscuros” (Goffman, 2009: 44). En el drama social, como ruptura de la continuidad normal, se
exhiben y expresan malestares subsumidos por la vorágine capitalista.

Por medio de estas prácticas y sus escenificaciones, se vuelve evidente la existencia de las
disidencias al interior del espacio social y por lo tanto, se abre un espacio de duda respecto al
supuesto consenso que construye la paz social. En esta dirección me parece importante
remarcar lo que anteriormente señalaba respecto a las disputas que supone la convivencia de
las culturas en un determinado contexto social. Este contexto estaría constituido por la
convivencia de distintas culturas, pero -dado la naturaleza de la misma cultura en ser expansiva
e integradora- con fuertes disputas por la imposición de un horizonte de sociabilidad, que en
definitiva se traducen en disputas ideológicas que terminan imponiendo como única verdad la
perspectiva liberal.

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De estas líneas me interesaría proyectar dos problemáticas. Por un lado pensar en las prácticas
de la violencia performática como prácticas contrahegemónicas, en tanto que atentan contra
los principios básicos del orden social, y las pintas y rayados, representaciones de la capucha
desde un ámbito contracultural, pero también discursivamente contrahegemónicas, en la
medida que construyen un sentido otro para pensar el signo capucha, un sentido que vulnera la
estabilidad sagrada del consenso democrático liberal. El concepto de contracultura al ser
utilizado de esta manera, apelaría a la relación que tiene la cultura con la dominación y con la
hegemonía, y se saldría de la abstracción y la generalidad de cultura como todo aquello que no
es naturaleza, todo lo que procesualmente es humano. Si queremos quedarnos con esta última
definición, el término de contracultura no podría ser más que aquello propio de la naturaleza, si
no implicaría una contradicción en sus término.

Lo que introduce el término de contracultura es la idea de que la cultura responde a relaciones


de poder: la cultura sería imposiciones de prácticas, sentidos, valores, comprensiones del
mundo por sobre otras y que se encierran en un espacio social y dan cohesión e identidad a un
grupo, pero desde la dominación. En este sentido, la noción de contracultura, heredada del
movimiento hippie sesentero, contribuye a la conceptualización y a la producción teórica
respecto a una actitud juvenil que va cuestionar las concepciones correcto funcionamiento
maquínico de la sociedad. La contracultura, nos dice Tania Arce, es visible en las acciones y
comportamientos que se oponen a los discursos dominantes respecto a los comportamientos, a
la estética, al gusto, a la moralidad, etc. Por lo tanto las prácticas contraculturales, señala
citando a J. Clark, son una manera de atacar a las instituciones que representan al sistema
dominante y reproductor como son la familia, la escuela, los medios y el matrimonio (Arce,
2008: 263). Algunos teóricos hispanoparlantes han hecho mención respecto a la necesidad de
pensar el concepto de counterculture como una cultura a la contra o una cultura de oposición,
devolviéndole a estos sectores una suerte de autonomía cultural con la que se enfrentan al
discurso hegemónico, pero conservando el carácter cultural de esa oposición.

Me parece que el problema sigue radicando en lo obtuso que se vuelve el concepto de cultura,
por lo que todos sus derivados parecen diluirse en ese entramado de abstracciones. Aunque no
quisiera dar aquí definiciones cerradas porque escapa de las posibilidades y porque sería
bastante infértil, me parece pertinente referirme a una breve definición de Margaret Mead
citada por Bolívar Echeverría en su lección sobre La dimensión cultural de la vida social. Así dirá,

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siguiendo a Mead que cultura sería “el conjunto de formas adquiridas de comportamiento,
formas que ponen de manifiesto juicios de valor sobre las condiciones de la vida, que un grupo
humano de tradición común transmite mediante procedimientos simbólicos (lenguaje, mito,
saber) de generación en generación” (Echeverría, 2010: 33). Es decir, se trataría de
comportamientos, prácticas y cosmovisiones que serían heredadas, por lo que, siguiendo esta
lectura, sería apropiado pensar la contracultura como una cultura de oposición en los términos
de hegemonía y dominación, más que como una oposición a la cultura en sí misma, en la
medida que estas prácticas y discursos contrahegemónicos responden a lógicas construidas y
tramadas por la sociabilidad, en este caso, subalterna con su propio repertorio de prácticas
culturales.

Esto me devuelve a pensar en las acciones de violencia performática dentro de las prácticas
contraculturales, en la medida que son históricamente desarrolladas y heredadas por los
sectores subalternos, pero también porque son acciones que se enfrentan material y
simbólicamente contra las instituciones que encarnan el poder político y económico. En este
sentido, estas acciones pueden ser concebidas como contraculturales. Siguiendo a Villarreal
citado por Arce, la contracultura es también un cuestionamiento de los métodos autoritarios y
coercitivos, así puede entenderse como “aquello que se opone a toda forma de convención
social o de conservadurismo, a todo lo establecido que permanece inmutable o incambiable”
(Villarreal en Arce, 2008: 264).

Como ya lo mencionaba anteriormente en relación a lo que ha expuesto Juris, las violencias


performativas son acciones ritualizadas, fuertemente simbólicas y cargadas de expresiones
culturales. Éstas, en su sentido comunicacional, exhiben una contradicción al interior mismo
del sistema y de la sociedad desde procedimientos simbólicos de significación que han sido
transmitidos a nivel imaginario por una comunidad. Los motines, las sublevaciones, los cortes
de ruta, el sabotaje, son prácticas utilizadas por los pueblos insurrectos desde que se ha tenido
conciencia de la opresión. A través de la persistencia de las prácticas, como el uso de la acción
directa y la violencia performativa, se genera un corpus de comportamientos, ritos y símbolos
(podríamos decir, un lenguaje) que configuran una cultura a la contra, una cultura subalterna,
contrahegemónica que se articula desde la memoria histórica encarnada y defendida desde
abajo.

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La insistencia de las prácticas en el uso reiterado de la violencia callejera, da cuenta de una
memoria que se manifiesta en un ritual performático en los dramas sociales. Esta ritualidad se
ve en la escenificación de los cuerpos, los que a través de la acción, se vuelven en sí mismos
espacios y lugares de la memoria, configurando a la vez un panorama estético dramático a nivel
contextual.

Precisamente, pensar la memoria como espacio de asociación, de realización colectiva nos


habla de la importancia de la práctica y de la performatividad para la reproducción y puesta en
funcionamiento de esa memoria histórica, así como también para posicionarse discursiva y
políticamente en las disputas por la significación. En ese espacio contencioso por los
horizontes de sentido, la memoria entra también en la disputa, desde una posición subversiva y
deslegitimada por el discurso dominante. De esta manera es que se vuelve pertinente pensar en
las violencias performáticas dentro de prácticas culturales, que en tanto críticas y contestatarias
con una tradición cultural de los modos de hacer política y sociedad se vuelven
contraculturales y contrahegemónicas.

Como ya he señalado, estas prácticas no son nuevas ni mucho menos, sin embargo interesan
en este momento por el viraje estético que se produce a nivel discursivo respecto a la
sublevación popular, concentrada sensiblemente en el oscuro punto que rehúye de la captura y
de la visibilidad del rostro. La novedad radica precisamente en el elemento que cubre el rostro
de los manifestantes. Y es que el contexto histórico – tecnológico es también distinto: la ciudad
moderna y su sociedad de vigilancia y de control vuelven necesario el ocultamiento del rostro
para la realización de las acciones directas. Esto se refuerza sobre todo a partir de la
criminalización de la protesta que se da con las primeras protestas obreras a principio de siglo
XX, y que se agudiza con el surgimiento de la fotografía, utilizada como mecanismo de
control, que convierte al rostro en el lugar privilegiado de la identidad.

La negación del rostro traerá consigo, en tanto que símbolo en disputa, una lógica del
anonimato que responde a las necesidades del cuidado de sí en sociedades cada vez más
vigiladas, pero también una lógica horizontal, de colectividad de los movimientos, y poéticas
asociadas a los sin rostro, los nadie, que exhibirán las luchas por la sensibilidad al rostro
negado. Pero desde el discurso dominante se construirá y se articulará toda una carga valórica
respecto a esconder el rostro, sentidos que se cristalizan en las series de prohibiciones que en
occidente buscan uniformar el porte del rostro. Esto obedece, me parece, a una concepción

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Hobbesiana de la sociedad, puesto que asume que nos encontramos en una guerra de todos
contra todos, donde sin una organización estatal que nos organice, somos capaces de matarnos
los unos a los otros. La mediación y la prohibición de ocultar el rostro asegurarían una igualdad
de condiciones para la relación social.

Nuestras sociedades son las del control y la vigilancia, la sociedad de la transparencia, donde
todos debemos saber todo, visibilizar cada aspecto de la vida privada, para exhibir nuestras
presencias, y también para demostrar que todo está en orden, que no tememos a nada. Los
valores de la cultura actual son los de la exhibición, no la opacidad, no la veladura,
desdibujamiento de los límites privado y público, el triunfo absoluto de la imagen y la
individualidad. “El que nada hace, nada tema” nos dicen, y así llenan cada esquina de cámaras
que no sabemos si nos vigilan o nos protegen de los posibles crímenes.

En este sentido, el tema del ocultamiento del rostro es interesante pensarlo como una disputa
por las valoraciones dentro de las concepciones culturales. Lo que nos devuelve a la definición
de Mead, citada unas líneas atrás, donde al hablar del cultura menciona un conjunto de
prácticas que exhiben juicios de valor sobre las condiciones de la vida misma. Estas prácticas
culturales contestatarias tienen su correlato discursivo, y significante en la producción gráfica
callejera, en pintas, murales, pegatinas, y que se vuelven un lugar de defensa discursivo del
elemento en pugna dentro de estos imaginarios disputados, muchas veces expresados dentro
de las explosiones de los dramas sociales en los que la capucha tiene lugar.

Finalmente, para cerrar me gustaría establecer dos líneas de reflexión que nacen de este
desarrollo. Por un lado la relación que se establecen entre cultura e ideología para pensar los
imaginarios como lugares de disputa por el sentido. Y por otro la idea de que en los
imaginarios se pondrían en juego las articulaciones de sentido provenientes desde distintas
culturas, tejidas en un horizonte político o social semejante. Es decir, que en los imaginarios,
específicamente en el imaginario rebelde, se pondría en juego la noción de interculturalidad, en
la medida que desde distintos lugares, geografías y realidades se piensa en paralelo un proyecto
político, digamos ideológico, que va en contra, y en ese sentido es contracultural y
contrahegemónico, del sistema político dominante. De ahí que sea posible observar propuestas
visuales en todo el continente con alusiones gráficas de los encapuchados palestinos, de
piqueteros argentinos, de estudiantes y pobladores chilenos, y con más presencia y persistencia,
el encapuchado zapatista.

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En relación a lo mencionado sobre ideología e imaginario, quisiera comentar brevemente los
puntos de encuentro entre estas nociones, y así también los topes con el de cultura. Bajo la
definición que da Giddens de cultura, citado por Eagleton (1997), es sumamente complejo
comprender los límites para la distinción de la ideología. Dice que cultura serian “los valores
que comparten los miembros de un grupo dado, las normas mediante las que actúan y los
bienes materiales que producen”. Quizás lo único que distinguiría lo ideológico de lo cultural
sería la dimensión material de la que habla Giddens, sin embargo otros autores hablarán del
sentido inmaterial del mismo, pero harán hincapié en lo creativo que envuelve a lo cultural,
diríamos la dimensión sensible y estética de lo cultural y que se distinguiría de lo ideológico por
estar anclado en las tradiciones y en la historia. Lo que conecta estos términos es, en última
instancia, la idea de identidad.

Esta relación supone que no pensemos a la ideología solo desde la perspectiva de la falsa
conciencia y desde la idea de que se trata de una herramienta para la dominación. Lo que se
pondría en el centro es la disputa por la construcción de la identidad y de la representación
imaginaria de lo social.

Y es que resulta fundamental para el desarrollo de la vida social la compartición de ciertos


códigos culturales para facilitar la comunicación entre los individuos e individuas que se
relacionan en el espacio social. Hablar de imaginarios en términos sociales es hablar de la
función social que desempeñan estos códigos, los que tienden a generar una “sensación de
identidad, de pertenencia y cohesión entre los usuarios” (Girola, 2011: 238). De esta manera la
misma sociedad es parte constitutiva de los sujetos que la componen. Me interesa reparar en el
estrecho vínculo que se establece entre la explicación que da Lidia Girola y la definición del
concepto de ideología dada por Althusser, al definir a la ideología como el sistema de
relaciones sociales que se establece en una comunidad (Eagleton, 1997: 40) y cómo esto
también coincide con lo expresado sobre la cultura.

Los imaginarios sociales a los que hemos hecho alusión están en sí mismos tramados por el
discurso ideológico, desde discursos hegemónicos y contrahegemónicos. Digamos que estos
dan cuenta de las disputas dadas en el espacio social por las significaciones y los sentidos. Los
imaginarios sociales obedecen a esta necesidad de cohesión para hacer factible la gobernanza,
la dominación. Pero también se construyen y se erigen imaginarios resistentes, imaginarios

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subalternos, imaginarios contrahegemónicos, que se levantan como respuesta y defensa a las
representaciones comunitarias, a comprensiones sociales que disputan los sentidos.

Sería necesario pensar si el concepto de ideología sigue siendo fecundo para pensar esos
imaginarios en disputa. O si cuando hablamos de ideología hablamos de una suerte de
dispositivo que viene a insertarse dentro de los cuerpos y los discursos sociales como por fuera
de los sentidos históricos que podría llevar el imaginario. Podemos comprenderla como
herramienta de legitimación de la dominación de una clase social y política, o como un
conjunto de ideas y de representaciones, como un modo de estar en el mundo en relación a las
nociones básica de igualdad y libertad, tan disputadas desde las diferentes posturas políticas.

Si aceptamos esta última vaga descripción podemos dejar espacio para pensar en la continuidad
del pensamiento ideológico, en guerra constante por las significaciones imaginarias. Somos
testigos de la sublimación de lo ideológico, expandido en todos los campos de la vida,
alterando nuestros cuerpos, nuestras percepciones, sensaciones, relaciones, objetivos, en fin,
universalizando el sentido de la vida misma a través de un proyecto ideológico y político que
avanza dispersando las comunidades y enalteciendo al individuo. Las posturas posmodernas
dirán que es el fin de las ideologías, que es el triunfo de los imaginarios, pero ¿cómo podemos
estar tan seguros, cuando lo que vemos es que no es otra cosa que la sublimación de la
ideología liberal?

9
Bibliografía.

Arce, T. (2008) “Subcultura, contracultura, tribus urbanas y culturas juveniles:


¿homogenización o diferenciación?” en Revista Argentina de Sociología, vol. 6, núm. 11,
noviembre-diciembre, 2008, pp. 257-271. Buenos Aires, Argentina

Eagleton, T. (1997). Ideología. Una introducción. España: Paidós

Echeverría, B. (2010) Definición de cultura. México: Fondo de Cultura Económica.

Girola, L. (2011) Representaciones e imaginarios sociales. En De la Garza y Leyva (coords.) Tratado


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http://sgpwe.izt.uam.mx/pages/egt/Cursos/MetodologiaMaestria/Girola.pdf -

Goffman, E. (2009) La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu.

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Barcelona: Anthropos.

Turner, V. (1974) Dramas sociales y metáforas rituales. Ithaca, Cornell University Press.
http://carlosreynoso.com.ar/archivos/turner-dramas-sociales.pdf (Consultada 5/11/2015)

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