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Mentiras

que fueron verdad

Manu R. Aliau
Copyright 2017 Manu R. Aliau
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, almacenada en soporte
informático, transmitida por medio alguno (mecánico, electrónico…), fotocopiada, grabada o difundida por
cualquier otro procedimiento sin la autorización escrita del autor.
A Lúa, Ariadna y Bea, por hablar claro y herir mis sentimientos cuando ha
sido necesario.

A mi familia y amigos por apoyarme siempre y quererme tal y como soy,


que no es fácil.
Tabla de contenido
Prólogo
El primer día que te tuve desnuda en mi cama
La serpiente, el ratón y la muerte
¿Los buenos o los malos?
La justicia de los hombres
Bajo la luz de la luna
La melodía del océano
Un final feliz
Yo soy tu karma
BAU-BAU
Claro, ¿por qué no?
El amanecer, el final
¿Qué se siente justo antes de morir?
El arbolito
El porexpan al partirse
La última vez
El gorrión mateo
Sant Jordi, la verdadera historia
La rana Yuri
El día que conocí a mi gato
Adiós
Prólogo
Mentiras que fueron verdad es un conjunto de pensamientos, ideas, sueños y
temores que, en forma de relatos, han representado a la verdad de mi vida. Todo
lo que he sido está encerrado en los veinte relatos que conforman este libro y
cada una de sus historias encarna un pedazo de mí. Debo aclarar que el autor de
esos relatos ya no soy yo, aunque lo fui en algún momento, pero ellos son míos y
yo les pertenezco. Ellos significan todo lo que fui y ya no soy y también aquello
que soy ahora, pero de ninguna manera lo que seré. Son mentiras y fueron
verdad.
La historia de mi vida no es más que un sinfín de pequeñas historias, tristes
por separado, pero que juntas se escriben con un punto final feliz. Como este
libro.
Los senderos se acaban, pero el camino sigue, y con la tranquila alegría de
la verdad revelándose en él, yo también seguiré, paso a paso, de sol a sol, hasta
el último atardecer.
Manu,
14 de noviembre de 2017
El primer día que te tuve desnuda en mi cama
«El hombre y la mujer han nacido para amarse, pero no para vivir juntos. Los amantes célebres
vivieron siempre separados».
−Noel Clarasó.

Siempre recordaré el primer día que te tuve desnuda en mi cama. Estábamos


en mi antiguo piso y habías venido a escondidas de tu novio para que te hiciera
un masaje a cambio de una tarta que no probé hasta mucho tiempo después. Una
estúpida excusa que ambos necesitábamos para desarrollar, sin problemas de
consciencia, el juego que se había creado entre nosotros. Estuvimos hablando un
rato en el salón y, después, nos metimos en mi habitación.
Nos sentamos en la cama, muy cerca el uno del otro. Nos miramos y
sentimos toda la tensión que habíamos estado acumulando desde que nos
conocimos en el aeropuerto. No sé tú, pero yo estaba deseando que llegara ese
momento. Deseaba estar a solas contigo en mi cama... Te sugerí que
empezáramos y estuviste de acuerdo. Cinco minutos después estabas tumbada
boca abajo, en mi cama, con los ojos vendados, sin camiseta y con la espalda
llena de crema hidratante de coco mientras mis manos te acariciaban. Te
desabroché el sujetador y no pude evitar excitarme. Recorrí cada centímetro de
tu espalda con mis dedos. No tardé en querer más. Te sugerí que te quitaras los
pantalones y lo hiciste de inmediato. Me encantó que obedecieras tan rápido.
Con el pulso acelerado empecé a acariciar tus piernas, tus muslos, casi rozando
el culote rojo de encaje que llevabas puesto. Sabía que no iba a poder aguantar
mucho tiempo sin quitártelo. Me puse más crema en las manos y te masajeé los
muslos y los glúteos. Pronto tuve que bajar un poco el culote para que no me
molestara. Estabas en completo silencio, pero decías muchas cosas. Deseabas
que te tocara y yo deseaba tocarte. Cuando hube acariciado cada centímetro de
tus piernas y glúteos, cogí el culote con ambas manos y comencé a bajártelo.
Elevaste la cadera de forma sumisa para que pudiera quitártelo con más
facilidad, y te quedaste desnuda en mi cama, con los ojos vendados y llena de
crema. En ese momento te deseé locamente. Muy despacio, mis manos
recorrieron tus piernas desde los pies hasta los muslos, acariciándote con cariño.
Una de las manos se deslizó muy despacio hacia tu sexo y te acaricié
brevemente. Noté tu humedad, y eso me excitó aún más. Seguí con el juego y te
masajeé el cuerpo otra vez, parando de vez en cuando entre tus muslos para
rozarte de una forma muy efímera. Empezaste a gemir, y ya no pude evitarlo
más: uno de mis dedos se perdió dentro de ti. Era increíble lo húmeda que
estabas. Los gemidos se volvieron más intensos y susurraste algo:
−Tenías razón con que el masaje iba a ser especial…
No volviste a hablar. Tu respiración se aceleraba a cada caricia y de tu boca
sólo salían gemidos de placer. Saqué mi dedo de tu interior y te pedí que te
dieras la vuelta. Lo hiciste y vi tus pechos por primera vez. Eran muy bonitos,
con los pezones rosados y discretos. Me unté más crema en las manos y los
acaricié. De pronto, tuve la necesidad de darte cariño e, impulsivamente, besé tu
vientre. No pude evitar seguir. Besé tu cuello, tus pechos, tus muslos… Volviste
a gemir. Introduje dos dedos dentro de ti y alterné las caricias entre tu interior y
tu clítoris. Tu respiración se había descontrolado. Besé tus pechos, lamí tus
pezones, mordí tu cuello y, entonces, busqué tu boca y el mundo se paró. Nunca
antes me habían besado así, demasiada pasión y ansiedad en un mismo beso.
Parecía que quisieras beberte mi esencia, aunque pensándolo bien, tal vez lo
hicieras. Tras un periodo de tiempo que nunca seré capaz de definir, separé mis
labios de los tuyos. Tus manos me buscaron con ansiedad y te incorporaste
porque tus ojos seguían vendados. Te dije que necesitaba que estuvieras relajada.
Suspiraste y volviste a tumbarte boca arriba. Rocé tus pezones con mis labios,
primero el derecho, después el izquierdo, y, a continuación, me deslicé hacia
abajo, lamiendo cada centímetro de piel que encontré, hasta llegar al interior de
tus muslos. Acaricié tu sexo casi con amor, mirándolo muy de cerca. Lo besé y
te estremeciste. Lo seguí besando mientras tu respiración se agitaba con cada
roce de nuestra piel. Unos minutos después, me separé e introduje otra vez mis
dedos en tu interior. Primero te acaricié despacio, pero poco a poco, fui
aumentando la intensidad. No dejabas de gemir. Te estremecías con cada
movimiento de mis manos. No recuerdo cuanto tiempo pasó. Te oí suplicar entre
gemidos, casi sin aliento. Suplicabas con cada espasmo de placer que te recorría:
−No pares, por favor. Te lo suplico, no pares…
No lo hice y, poco después, estallaste. Gritaste, enloqueciste y, casi
sollozando de placer, sujetaste mi mano con fuerza, haciendo que mis dedos
quedaran inmóviles en tu interior mientras saboreabas el orgasmo que te recorría
de arriba a abajo.
****
−Abrázame −dijiste con dulzura después de ponerte la ropa interior.
−¿Que te abrace?
−Sí, por favor. Necesito cariño después de un orgasmo −contestaste mientras
me rodeabas con los brazos y me tumbabas a tu lado, en mi pequeña cama.
Estuvimos mirándonos durante un buen rato. Nunca sabré decir en qué
pensabas. De repente, te llegó al móvil un mensaje de tu novio y te entró mucha
prisa por irte. Te vestiste, me diste las gracias por el masaje y fuimos hasta la
puerta.
−¡Nos vemos! −me despedí mientras te sonreía.
Dijiste adiós con la mano, me tiraste un beso y te subiste al coche.
No habían pasado ni dos minutos desde que cerrara la puerta del piso tras de
mí, cuando me llegó tu mensaje:
«Gracias por el masaje, me has sorprendido mucho. No sabía que cuidaras
tan bien a tus amigas».
Te respondí:
«No vuelvas a darme las gracias, me gusta tenerte desnuda en mi cama…
Ahora tenemos que encontrar la ocasión para que seas tú quién me sorprenda a
mí».
No sé decir por qué, pero, en ese instante, supe que para bien o para mal, ibas
a dejar una gran marca en mi interior.
Esa noche dormí rodeado de aroma a crema de coco, es decir, aroma a ti, a
nuestro masaje, a nuestro primer beso… y al primer día que te tuve desnuda en
mi cama.
La serpiente, el ratón y la muerte
«La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la
muerte es, nosotros no somos».
−Antonio Machado.

La serpiente abrió los ojos. Raramente se despertaba durante la noche, pero


esta vez era diferente. Al parecer, tenía compañía. Esperó unos segundos y
volvió a oírlo. Había sido cerca de su cola. Levantó la cabeza y vio un pequeño
ratón hurgando en la maleza. Era un ratón de campo, con el pelaje pardo, joven
pero adulto; probablemente buscando algo de comida aprovechando las horas
nocturnas, como un buen roedor debe hacer.
−Hola −susurró la serpiente.
El pequeño ratón sacó lentamente la cabeza de entre la hojarasca,
sorprendido por la repentina voz que le saludaba. Cuando vio quien era su
interlocutora, su pardo pelaje se erizó de tal manera que parecía querer
despegársele de la piel.
Se miraron fijamente durante unos segundos de auténtico terror para el ratón
y cierto divertimiento para la serpiente hasta que, finalmente, esta última decidió
romper el silencio:
−No tengas miedo ratoncito −dijo con la voz más apacible del mundo−.
¿Sabes?, estabas hurgando justo al lado de mi cola.
−Lo siento mucho. N-no sabía que estabas a-aquí. De haberlo sabido n-no
me hubiese a-a-acercado… −dijo el ratón tartamudeando por el miedo.
−Sin embargo, estás aquí −contestó con calma la serpiente−. Y sabes que
voy a comerte.
−Sé que eres u-una s-serpiente, pero pensaba que tal vez fueses diii-ferente a
las otras y me dejases i-ir.
−¡Ay, pequeño iluso! Ojalá pudiese, pero no −suspiró la serpiente−. De todas
formas, ¿qué te hace pensar que no soy como las demás?
−Una serpiente se comió a mi p-padre hace unas semanas. Yo estaba con él,
y esa serpiente no le saludó antes de atacarlo −contestó el ratón con la voz un
poco más calmada.
−Lo siento por él. Pero tienes razón, no soy como las demás. Aun así, sí soy
una serpiente y no tengo elección. Desde el momento en que te he visto, estás
técnicamente muerto, pequeñín.
– Si vas a comerme, ¿por qué te comportas así conmigo?
– ¿Por qué no hacerlo?
– P-porque no es normal…
−Me trae sin cuidado qué es normal y qué no. El mundo se ha convertido en
un sinsentido donde hacer lo correcto carece de toda corrección. ¿Qué edad
tienes ratoncito?
−Ayer fue mi treinta y un cumplesemanas.
−¡Felicidades! Yo tengo seis años. Unas trescientas semanas si lo prefieres.
−Eres muy afortunada… −dijo el ratón con los ojos húmedos.
−¿Estás llorando?
−No −contestó mientras la primera lágrima se resbalaba por su mejilla.
−Vamos pequeñín, no tienes por qué llorar. ¿Te asusta la muerte?
−No me asusta, pero me apena. No quiero morir aún… −sollozó sin remedio
el ratón.
−¿Cómo te llamas? −la serpiente se acercó ligeramente al ratón.
−No tengo nombre. Los ratones no lo tenemos −contestó, ahora ya entre
llantos desconsolados.
−Está bien. Entonces te llamaré Ratoncito. Ratoncito, vas a morir y no puedo
ayudarte. En cuanto tenga un poco de hambre mi instinto hará que me abalance
sobre ti y no tendrás tiempo ni de pestañear. Si tratas de huir antes de que eso
pase, también mi instinto hará que me abalance sobre ti; en ese caso todo será
más violento. Desgraciadamente, tú también tienes instinto, y probablemente
hará que intentes huir en cualquier momento. Ya sabes el resto −la serpiente se
acercó un poco más, menos de treinta centímetros les separaban a uno del otro.
El ratón soltó un sollozo de pena y sus llantos se hicieron más fuertes.
−Ratoncito, ¿por qué lloras?
−¿Disfrutas con esto? Está claro porque lloro. Lloro porque voy a morir
−contestó con un deje de rabia en la voz.
−Esa es una respuesta muy pobre. Insisto, ¿por qué lloras?
El ratón no contestó. Lloraba desconsoladamente mientras la serpiente lo
miraba con curiosidad.
−Ratoncito, nada puedes hacer para evitar tu muerte. Sin embargo, sí puedes
elegir como morir. Siempre podemos elegir. Podemos elegir como vivir y
también podemos elegir como morir.
−¿Puedo elegir mi muerte?
−Así es. Puedes elegir como morir. No puedes elegir la muerte que quieres,
no me refiero a eso. Pero si puedes elegir el modo en que la recibes. Puedes
elegir morir triste y sufriendo, o puedes elegir morir feliz, en paz.
−¿Estás loca? ¿Cómo puedo estar feliz si sé que voy a morir?
−¿Estando triste evitarás la muerte?
−No…
−Entonces, ¿debo entender que prefieres decirle adiós a la vida llorando?
−No, pero no puedo evitarlo…
−Sí que puedes. Hasta en el peor de los momentos, tú puedes elegir la
manera de afrontarlo. Nada puedes hacer para salvarte, por lo que de nada sirve
entristecerse. Ratoncito, solo tú puedes elegir como quieres que sean las cosas.
Ese es un poder que solo tú posees. Lo has poseído toda tu vida, en cada instante
has tenido el poder de ser feliz o no. Sonríe Ratoncito, te prometo que será muy
rápido, apenas lo notarás.
El ratón, terriblemente confundido, ya no lloraba, sino que observaba a la
serpiente con desconcierto. Acababa de escuchar la verdad de la boca de una
serpiente que en breve se convertiría en su verdugo. Acababa de descubrir algo
que desearía haber descubierto al inicio de su vida, no al final. No podía creer
que fuese a morir. No ahora. No después de haber descubierto lo que estaba
seguro de que era la clave de la felicidad.
Miró a la serpiente. Se estaba acercando a él. No había nada que hacer. Al
menos podría disfrutar de esa sabiduría durante unos instantes. Moriría feliz. Así
lo quería y ahora sabía que tenía el poder de hacerlo.
Cerró los ojos y sonrió, dispuesto a afrontar la muerte en paz. De repente…
¡CHAS!
Tal y como prometió la serpiente, todo ocurrió muy rápido.
El ratón abrió los ojos y vio delante de él a un enorme zorro rojo. En su boca
la serpiente, colgando, sin vida, y con una sonrisa en los labios. El zorro engulló
a la serpiente y se alejó a través de la maleza. El ratón sonrió. Sonrió esta vez sin
esfuerzo. Estaba amaneciendo. Decidió que era hora de volver a casa. Por el
camino no pudo dejar de pensar en lo que había sucedido esa noche. Esa noche,
la vida le había dado dos lecciones que jamás olvidaría. La primera que, aun
cuando más cierto parece el futuro, no hay nada seguro y todo es susceptible de
cambiar, por lo que hay que vivir en el presente y jamás pensar en el futuro
como una certeza, sino como un apasionante e impredecible misterio. Y la
segunda, que nosotros somos los únicos dueños de nuestra felicidad y nada ni
nadie puede quitarnos el poder de elegir vivir en paz, aun en el peor momento de
nuestras vidas.
Nosotros, todos, tenemos el poder de elegir cómo afrontamos cada momento
de nuestra vida. Siempre.
¿Los buenos o los malos?
«Es extraña la ligereza con que los malvados creen que todo les saldrá bien».
−Víctor Hugo.

14:00 horas:

Los dos agentes inician el servicio como de costumbre, con las gafas de sol
puestas, la pistola y los grilletes en el cinturón y la emisora de radio en completo
silencio. Nada extraño, todo normal. Jamás hubiesen podido imaginar esos dos
agentes lo que iba a ocurrir esa tranquila tarde de verano…

18:15 horas:

−Cuatro Mike Siete, Cuatro Mike Siete de Central.


El agente Márquez, semi-acostado en el asiento del copiloto, se incorpora y
contesta:
−Adelante Central para Cuatro Mike Siete.
−Acabamos de recibir una llamada telefónica de un ciudadano avisando de
un posible robo en su finca. La finca se encuentra en la localidad de Marina,
punto kilométrico 123 de la N-12. Repito, punto kilométrico 123 de la N-12.
Diríjanse al lugar y entrevístense con el ciudadano para tratar de esclarecer los
hechos. Gracias.
−Recibido Central, nos dirigimos al lugar.
Galea gira el volante bruscamente para dar la vuelta en mitad de la carretera
y sale a toda velocidad hacia el punto del aviso, mientras Márquez pone en
marcha las señales acústicas y luminosas de vehículo policial.

18:26 horas:

−Para, Galea, la finca es esta −dice Márquez señalando a su derecha con la


mano.
−Debe ser esta, sí.
Galea deja la N-12 y se adentra en el camino. Llegan hasta el porche de una
masía enorme donde les espera un campesino de avanzada edad pero apariencia
saludable.
−Buenas tardes, señores −saluda el campesino.
−Buenas tardes. Cuéntenos, ¿que ha pasado? −pregunta Galea.
−Ha pasado que han entrado en mi finca. ¿Ven aquel vallado de allá?
−contesta señalando hacia una valla que rodea un enorme campo de trigo−. Pues
está roto −añade.
−Vayamos a verlo. Acompáñenos, por favor.
Guiados por el campesino, ambos agentes se encaminan hacia el lugar donde
la valla está presuntamente rota, pero nunca llegan. Cuando se encuentran en
mitad del campo de trigo, el campesino saca un machete afiladísimo que llevaba
escondido en la parte interior del pantalón y corta el cuello de Márquez de una
tajada perfecta. La cabeza sale volando y golpea a Galea en el hombro derecho
antes de caer al suelo, pero este no tiene tiempo de entender qué está pasado. El
campesino arma el brazo y le clava el machete en la espalda con una violencia
desmedida. Le rompe tres vértebras y el omóplato derecho. Automáticamente,
Galea pierde toda la capacidad motriz en las cuatro extremidades y se desploma
en el suelo, consciente, pero sin poder moverse. El campesino, con ánimo casi
ceremonioso, pasa por encima del cadáver de Márquez y se acerca a él. Lo mira
a los ojos y, tras unos segundos, lo remata de la forma más sanguinaria posible:
le hunde el machete en la cabeza y se la abre como si de un melón pasado se
tratara. Galea no puede hacer más que dibujar una mueca de terror en su rostro
antes de que sus ojos salgan de las cuencas a causa del fuerte impacto.

18:45 horas:

El campesino, tras limpiarse la sangre de las manos y la cara, realiza una


llamada telefónica a la central de policía para informar de los hechos y
entregarse.
21:02 horas:

El campesino declara en la comisaría de policía que los agentes asesinados


violaron a su hija la semana pasada, cuando esta volvía a casa después de una
noche de fiesta, y que, por ese motivo, decidió matarlos.

Cinco meses más tarde:

Un equipo de psicólogos y médicos forenses emiten dos informes.


El primero confirma, mediante pruebas biológicas halladas en la ropa de
Inés, que fue violada por los dos agentes de policía la semana anterior a los
asesinatos.
El segundo informe califica al campesino como «persona sin ningún
trastorno mental conocido».
La justicia de los hombres
«Yo declaro que la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte»
−Platón.

Cuando cierro los ojos aún puedo ver su rostro ensangrentado y su mirada
perdida, sin vida. No me enorgullezco de lo que hice, pero tampoco me
arrepiento.
Corría un día cualquiera del verano de 2014. Estaba en la playa disfrutando
de un día de descanso cuando, de repente, sonó mi móvil. Era Marcos.
−¿Qué pasa Marcos? −le saludé.
−¿Dónde estás? −preguntó con nerviosismo.
−En la playa. ¿Por qué?
−Escúchame bien. Tienes que venir ahora mismo, estoy en el hospital con
Diana.
−¿Qué ha pasado?
−Tranquilo, no es grave −dijo con un tono de voz que transmitía justo lo
contrario−. Luego te lo explico. Estamos en Bellvitge. Cuando llegues al hospital
llámame y voy a buscarte.
−Pero ¿me puedes decir que pasa, coño? Me estás poniendo muy nervioso.
−Es Diana, esta mañana la han… violado. −Noté como su voz se rompía−.
Pero está bien. Sólo un poco nerviosa, nada más.
−¡¿Qué?!
«Diana no. No puede ser ella», pensé incrédulo. «Es imposible que algo así
le haya pasado». Cerré los ojos y recordé el día que la conocí, durante mi primer
voluntariado.
Tenía veintitrés años, era huérfana y se había criado con sus abuelos.
Compaginaba su trabajo en una pizzería con el voluntariado en la fundación.
Nos presentó Marcos, el coordinador de voluntarios, y me puso a su cargo, en la
planta de niños con enfermedad terminal. Ella llevaba dos años trabajando allí.
Era muy duro. No solo hacía falta un gran corazón, sino también una mente muy
fuerte. Pasé con ella todo el día. Me explicó el funcionamiento de la fundación y
su labor en ella: se encargaba de divertir a los pequeños. Durante ese día leyó
cuentos, hizo magia, regaló besos y abrazos, y de su boca salieron mil «te
quiero». No estaba actuando, así era ella. Me enamoró la energía que desprendía
y acepté quedarme con ella. Comenzamos a trabajar codo con codo y todo iba
genial hasta que, un mes después, murió uno de los niños. Se llamaba Fernando,
tenía tres años y era alegre hasta decir basta. Fue un shock para mí. Ese día,
después del voluntariado, Diana me llamó y me ofreció ir a tomar algo.
Quedamos en un bar del Raval.
−¿Cómo estás? −me preguntó con dulzura.
−Muy mal, Diana. Ese pequeñito no se merec… −No pude acabar la frase.
Me puse a llorar desconsoladamente.
Diana se levantó y vino hacia mí. Me abrazó sin decir nada y esperó hasta
que me calmé un poco.
−Adrián, por supuesto que no lo merecen, pero no está en nuestras manos
salvarlos. Lo único que nosotros podemos ofrecerles es amor, atención y cariño.
Y lo estamos haciendo. Acuérdate de como reía con nuestras bromas.
Lo recordé. Recordé como Fernando reía con nuestras tonterías. Recordé
cuando chocábamos los cinco y yo fingía que me hacía daño. Recordé también el
día que llevé la broma demasiado lejos, fingiendo incluso llorar por el dolor, y él
se preocupó mucho por mí. Hasta me pidió perdón:
«−Pehnona Aninán. No yohes, poh favoh. No yohes».
No pude evitar sonreír entre lágrimas.
−Sí, pero eso no es nada, Diana. Eso no le ha curado. No he podido hacer
nada por él… ¿Por qué ocurren estas cosas? −pregunté justo antes de volver
derrumbarme.
−Adrián, trabajamos con niños con enfermedades terminales. Lo primero que
debes aprender es que a esos niños no los podemos curar. Para empezar, ni tu ni
yo somos médicos, y aun siéndolo, ya nada puede hacerse por ellos. Nuestra
labor con los pequeños es darles amor, atención y cariño. Punto. Si no eres capaz
de entender esto, deja la fundación, porque te vas a morir de pena. Sin embargo,
si entiendes que nuestro objetivo es que los niños no se sientan tristes y solos en
sus últimos días, serás capaz de aportar mucho. Se te da bien tratar con los
pequeños. −Me agarró la mano−. Insisto, sabemos que van a morir. Que tu única
preocupación sea verlos sonreír durante el tiempo que les quede.
Esa charla cambió mi forma de ver la fundación y la vida. Me di cuenta de
que Diana, con solo veintitrés años, siete menos que yo, me había dado la
lección más importante de mi vida. Gracias a ella, mi trabajo en la fundación
resultó ser muy satisfactorio y eso lo notábamos todos, sobre todo los niños.
Diana, no obstante, no dejaba de enseñarme. Tenía un corazón gigante y los
pequeños la adoraban. Pasaba largas horas leyéndoles historias fantásticas de
príncipes y princesas. Cuando el niño era huérfano y se sentía pronto su final,
ella no se movía de su lado. Los despedía agarrando su mano y nunca los
abandonaba. Podía llegar a pasarse días enteros al lado de sus camas. De no ser
por personas como ella, estos niños morirían solos y tristes. Esa era Diana. La
misma Diana que se había convertido en una de mis mejores amigas y que ahora
se encontraba en el hospital porque la habían violado.
****
Aparqué en el hospital y llamé a Marcos. Quedamos en reunirnos delante del
mostrador de información de la planta baja.
−Marcos, ¿quién ha sido? −pregunté nada más verle.
−Su jefe de la pizzería.
No dijimos nada más. Me acompañó hasta la habitación número 254 y
entramos. La vi tumbada en la cama del fondo. A su lado había dos policías y
una enfermera. Me acerqué a ella y me miró como nunca antes lo había hecho:
su mirada era triste y frágil, sin rastro de alegría. Tenía la cara llena de
magulladuras y moratones, y los ojos hinchados de llorar. Llevaba puesta una de
esas batas blancas de hospital, y estaba tapada hasta la cintura con una fina
sábana azul celeste.
−Diana, ya ha pasado. Estamos contigo. Todo saldrá bien −le dije cogiéndole
la mano.
Desvió la mirada hacia la ventana, como si quisiera negar lo que había
pasado. En ese momento sonó la emisora de los policías. Uno de ellos salió de la
habitación para contestar a la llamada. Entró al cabo de un minuto muy exaltado.
−Sabemos dónde está. Lo han localizado por la zona de Sant Gervasi. Todos
nuestros agentes van hacia allí. Lo vamos a detener, te lo prometo Diana −dijo
con solemnidad.
−Eso es estupendo. ¡Ya casi lo tienen! −exclamó Marcos fingiendo alegría,
mientras Diana cambiaba su expresión de tristeza por otra de miedo y volvía a
llorar, asustada por el recuerdo de su agresor.
En ese momento una idea tomó forma en mi cabeza. Besé a Diana en la
mano, le di un golpecito en el hombro a Marcos fingiendo alegría y salí al
pasillo. Me dirigí hacia las escaleras aparentando normalidad, y cuando hube
estado fuera del alcance de los policías y de Marcos, comencé a correr hacia el
coche. Tenía que darme prisa. Tenía que encontrarlo antes que los policías. Ese
hijo de la gran puta se merecía algo más que unas vacaciones pagadas en la
cárcel. Me subí al coche y conduje a toda velocidad hasta Sant Gervasi. Creía
saber dónde podría encontrarlo. Una vez, charlando conmigo y con Diana en la
pizzería, nos había dicho que tenía un piso en el Paseo de la Bonanova, Sant
Gervasi. Fui hasta allí a toda prisa y me di un par de vueltas por la calle. No lo
vi. Como no sabía el número de su piso aparqué sobre la mitad de la calle.
Apagué el móvil para que nadie me encontrara y me dispuse a esperar. De vez en
cuando pasaba algún coche de policía en actitud de buscar algo o a alguien,
probablemente al pizzero, pero parecían un poco perdidos. Yo sabía que tarde o
temprano tendría que aparecer, sólo esperaba ser el primero en verlo, porque le
quería hacer mucho daño y muy despacio. Y así fue. No sé de dónde venía, pero
al cabo de unas dos horas, cuando las luces azules de la policía llevaban un rato
sin verse por la zona, apareció andando por mi acera, con paso rápido y las
manos en el bolsillo. Era él sin duda. No había tiempo que perder. Me puse una
gorra para que no me reconociera de inmediato y bajé del coche. Ni siquiera me
miró. Rehuía la mirada, seguramente por miedo a que alguien le reconociera y
avisara a la policía. Comencé a andar hacia él aparentando normalidad y, sin
mediar palabra, le golpeé con el puño en la cara. Cayó de espaldas y se quedó
sentado en el suelo, aturdido. Le había roto la nariz y los labios. Sin dejarle
tiempo para reponerse, le di una patada en la boca y acabé de destrozársela.
Perdió el conocimiento durante unos instantes, pero rápido volvió en sí. Estaba
tumbado boca-arriba y su propia sangre le ahogaba.
−Carlos, ¿me oyes? −dije amablemente.
Carlos respondió alargando una mano hacia mí y soltado un ruido
ininteligible que sonaba a «no me pegues más».
−¿Cómo dices?
−‘E gno he pe’es ‘as, fo fahor… −suplicó incorporándose levemente.
Armé mi pierna y volví a golpear en su cara. La sangre salpicó por todas
partes. Ya no había nariz ni boca en su rostro, solo sangre, pedazos de carne
desgarrada y dientes rotos.
−Esto es por Diana, hijo de la gran puta. No mereces otra cosa que morir, y
voy a ser yo quien te quite la vida. No soportaría ver cómo te mandan a la cárcel
y sales a los pocos años, tan contento y como si nada. Hoy la justicia la aplico
yo, y el que saldrá a la calle en unos años por buena conducta seré yo. Pero tú
no, basura −dije con todo el odio del mundo. Acto seguido le escupí en lo que le
quedaba de cara.
Parecía que había perdido el conocimiento, pero volvió a abrir los ojos.
«Genial, aún te podré hacer sufrir un poco más.»
Me quité el reloj y, con los dedos índice y corazón de mi mano derecha, le
arranqué un ojo y lo lancé contra el suelo. Gritó como un cerdo. Se revolvió y
trató de levantarse. Quedó semi-incorporado sobre el codo izquierdo. Su cara
chorreaba sangre y él no dejaba de gemir de dolor. Volví a armar mi pierna
derecha y golpeé con suavidad y precisión en la cuenca vacía. Cayó hacia atrás y
volvió a quedar boca-arriba. En ese momento escuché el lejano sonido de varios
vehículos de policía. Hasta entonces no me había dado cuenta, pero había gente
gritándome desde las ventanas de los edificios cercanos. «¡PARA, PARA! ¡LO
VAS A MATAR!», decían. Supuse que habían sido ellos quienes habían avisado
a la policía. No me quedaba mucho tiempo. Tenía que acabar lo que había
empezado cuanto antes. Me alejé de Carlos y cuando estuve a una distancia de
unos diez metros, cogí carrerilla y golpeé su cabeza con mi pie derecho, como si
fuese un balón de fútbol esperando en el punto de penalti. Su cabeza se elevó del
suelo y se sacudió violentamente. A continuación, se golpeó contra el suelo y la
nuca se rompió. En su mirada dejó de haber vida. Todo el contenido de su
cabeza comenzó a derramarse por la acera mientras la gente enloquecía en las
ventanas de los edificios. No recuerdo qué me decían, pero nada bonito sin duda.
Los coches de policía ya estaban entrando en la calle Berlín. Volví a escupir en
lo que quedaba de ese desgraciado y fui hasta el centro de la carretera. Puse las
manos sobre mi cabeza y me arrodillé en el suelo. Ese día hice lo que creía que
tenía que hacer. A veces, la justicia de las leyes no es suficiente para el mal
causado. A veces hace falta otro tipo de justicia: la justicia de los hombres.
Bajo la luz de la luna
«La luna, como una flor en el alto arco del cielo, con deleite silencioso, se instala y sonríe en la
noche».
−William Blake.

Acababa de llegar a Palma. Mi amigo Jorge vino a buscarme al aeropuerto,


como cada año. Nos abrazamos con mucha alegría. Sólo nos veíamos unos pocos
días cada verano, durante las vacaciones, pero nos queríamos mucho−y lo
seguimos haciendo−.
Durante el camino a su casa nos pusimos al día. Hubo tiempo para reír y para
estar serios, aunque mucho más para reír. Cuando llegamos estaba atardeciendo.
Me dijo que me arreglara que iríamos a cenar con sus amigos.
−¿Quiénes vienen? −pregunté.
−Todos.
−¿Quiénes son todos?
−Todos son todos. Jesús, Javier, Alex, Raquel, Gloria, Paco, Julia, Sonia…
−Vale, vale. Lo he pillado. Vienen todos −dije riendo. Ya había escuchado
suficiente. Venía Sonia.
Sonia era esa chica que te gusta y que sólo ves durante unos días en las
vacaciones de verano. Esa chica con la que apenas tienes tiempo de crear
vínculos, pero con la que siempre hay una química especial. Y también esa chica
con la que, por culpa de las circunstancias de la vida, nunca has podido descubrir
si, además de química, hay física. Esta vez estaba soltero, pero no sabía nada de
ella. Ya habría tiempo para hacer averiguaciones y pensar sobre eso durante la
cena.
Me duché, me vestí y nos fuimos a cenar. Cuando llegamos ya estaban todos
allí. Les saludé uno por uno, con una amplia sonrisa en mi rostro. Nada especial
con Sonia: dos besos y un par de frases típicas: «¿qué tal?» y «me alegro de
verte».
Comimos y bebimos. Me sentí como en casa, igual que siempre. Los amigos
de Jorge eran −y siguen siendo− gente muy divertida. Se rieron los unos de los
otros y comentaron la actualidad del pueblo. Yo sólo comía y me reía. Nadie se
metía conmigo porque era el forastero y no tenían la suficiente confianza.
Bueno, Jorge sí, él me soltó varias bromitas de las suyas, pero se las devolví y en
paz. De vez en cuando busqué a Sonia con la mirada, pero ella no parecía estar
interesada en mí. Di por hecho que la química se había acabado o que tenía
pareja y estaba muy enamorada.
«Una lástima, es muy guapa y siempre he tenido la sensación de que sería
increíble tener una aventura con ella, pero parece que no va a poder ser», pensé
mientras saboreaba el arroz con leche.
−Chicos, ¿quién se viene a tomar algo al Ohio? −preguntó Alex cuando
hubimos terminado de cenar.
−Yo no puedo, mañana trabajo. Pero él se queda con vosotros −contestó
Jorge señalándome.
−Nosotros también nos vamos. Pasadlo muy bien −dijo Júlia refiriéndose a
ella y a Paco, que eran −ya no lo son− pareja.
−¡Vaya tela, Paquito! ¡Tú antes molabas! −dijo Alex guiñándole un ojo a
Paco.
−Mañana queremos ir a Menorca a pasar el día. Si salimos de fiesta hoy, no
iremos, que ya sé lo que pasa cuando salgo con vosotros, cabrones −dijo Paco
riendo.
−Está bien. Pues venga, vamos. Dani, te vienes conmigo y luego te acerco a
casa de Jorge −me dijo Jesús.
−¡Vale!
Caminamos hacia los coches para ir al Ohio o a casa, según cada uno.
Al final, Gloria tampoco vino. Habíamos sobrevivido a la cena Raquel,
Sonia, Javier, Jesús, Alex y yo. Pedimos una copa y nos sentamos en una mesa.
La conversación estaba notablemente más animada que en el restaurante, pero
Sonia seguía igual de fría conmigo. Comencé una conversación con Alex y
Raquel sobre las diferencias lingüísticas entre el catalán y el mallorquín.
−En Cataluña no decimos «sa», decimos «la». Por ejemplo: la casa −dije.
−Eso es una tontería. Se entiende perfectamente si en vez de «la casa» digo
«sa casa» −exclamó Alex.
−Claro que se entiende, pero ¿es una diferencia o no? −dije.
−Hombre, es una diferencia, sí… −contestó con aire pensativo.
Raquel y yo nos echamos a reír. De repente, me entraron muchas ganas de
mear.
−Chicos ahora vuelvo, voy al baño −dije levantándome de la silla.
Entré en el baño, meé, me lavé las manos y la cara, y salí. El baño del Ohio
es de esos que tiene doble puerta. Es decir, está la primera puerta que da a una
pequeña antesala, donde están las puertas para entrar a los baños de hombres,
mujeres y minusválidos. Pues bien, justo al salir del baño de hombres, y sin tener
tiempo de abrir la puerta que daba a la zona de copas, una mano tiró de mi
camiseta y me arrastró hasta el baño de las mujeres. Me di la vuelta muy
sorprendido y la vi allí, sonriendo con picardía, sosteniendo la puerta medio
abierta con una mano y tirando de mí con la otra.
−¿Qué haces?
−¡Shhht! ¡Entra!
Obedecí y me metí con ella en el baño de las mujeres. Nos miramos. Me
besó en los labios y un pinchazo de excitación me recorrió de arriba a abajo. Le
devolví el beso mientras la apretaba con mi cuerpo contra la pared. Mi mano
izquierda se puso sobre su cuello y la derecha la agarró por el culo. Llevaba un
vestido tan fino que era como si estuviese tocando su piel. Dejamos de besarnos
y nos miramos a los ojos. La atraje hacia mí y le mordí debajo de la oreja. Gimió
y rodeó mi cuello con sus brazos.
−Tenía muchísimas ganas de que esto pasara −susurró a mi oído.
−Pues hace un rato no me lo parecía −dije apartándola y mirándola
fijamente.
−Será que no eres muy listo. Desde el último verano que viniste no he dejado
de tener ganas −dijo antes de volver a besarme.
No podíamos parar de besarnos, y mi mano derecha estaba cada vez más
juguetona. Poco a poco fui remangándole el vestido hasta que su nalga derecha
quedó semi-descubierta y pude acariciársela sin ropa de por medio. Se dejó caer
contra la pared y me apretó contra ella. Mi polla se puso muy dura y ella la
estaba sintiendo contra su vientre. Mi mano izquierda bajó hasta sus pechos y
apartó el vestido. Todo el pecho derecho quedó al descubierto. Era más bien
pequeño y tenía el pezón oscuro. Se lo acaricié sin dejar de besarla y noté como
el pezón se endurecía entre mis dedos. Comenzó a gemir y sus manos bajaron
hasta mi culo. Le descubrí también el pecho izquierdo y se lo besé. Ella seguía
gimiendo. Soltó mi culo y me agarró la cara. Volvió a besarme. Mis manos
buscaron sus nalgas de nuevo. Tenía un culo precioso, suave y firme. Se lo
acaricié mientras su lengua se volvía loca dentro de mi boca. Moví mi mano
hacia su entrepierna y toqué por primera vez su ropa interior. Era un tanga muy
fino. Lo cogí con ambas manos y se lo bajé hasta la mitad de los muslos.
También llevaba medias, pero sólo le llegaban hasta la ingle.
−¿Qué te crees que haces? −dijo mientras colocaba sus manos sobre el cierre
de mi cinturón.
−Nada. Yo nunca hago nada −contesté mientras le mordía el cuello y llevaba
mi mano derecha hacia donde antes había estado el tanga.
−Mmm… −gimió cuando mis dedos rozaron su coño. −¿Qué me haces…?
−Shhht...
La volví a rozar con el dedo índice y corazón. Estaba muy húmeda. Mucho.
Gimió otra vez y comenzó a forcejear con mi cinturón. Consiguió desabrocharlo,
y también el botón y la cremallera de mi pantalón. Mis dedos le estaban
acariciando el interior de los muslos. De vez en cuando subían a rozar levemente
su clítoris. Ella me había agarrado la polla con la mano y estaba jugando con
ella. Estábamos muy excitados. Llevé mis dedos de nuevo hasta su coño y ya no
los aparté más. Comencé a alternar las caricias entre su clítoris y la vagina. Su
respiración estaba descontrolada. Mi boca se apartó de la suya y volví a besarle
los pechos. Ella me daba besos ansiosos en la cabeza, el único sitio que
alcanzaba su boca. Su mano cada vez jugaba con más intensidad con mi polla. Si
seguía así conseguiría que me corriera, y no quería. Me separé de ella y le dije
que parase. No me hizo caso. Agarré sus manos y le volví a pedir que parase. Me
miró sorprendida.
−¿No quieres?
−Sí, pero aquí no. Salgamos. Te espero fuera, en el paseo marítimo −dije.
Le di un beso y le coloqué el tanga en su sitio. Sonrió.
−Vale.
Abrí la puerta, comprobé que no hubiese nadie en la antesala y salí del baño
de las chicas. Regresé a la zona de copas y me acerqué a la mesa donde
estábamos sentados.
−Chicos, ahora vengo, tengo que hacer una llamada −mentí.
Sin esperar respuesta, salí a la calle y me senté en un banco del paseo
marítimo, con la mirada fija en la puerta del pub. Unos minutos más tarde salió
ella y vino hacia mí. Sin mediar palabra, caminamos hasta la orilla del mar.
Hacía una noche estupenda y no había nadie en la playa. O al menos, no donde
estábamos nosotros. La única compañía que teníamos era una pequeña barca de
pescar varada en la arena.
−Mucho mejor aquí, tenías razón.
Se quitó el vestido y lo dejó caer sobre la arena. Tenía −y aún tiene− un
cuerpo muy bonito. Me quité la camiseta y los pantalones y nos quedamos los
dos en ropa interior. Vino hacia mí y me besó. La agarré por el culo y me dejé
caer hacia atrás con cuidado. Nos quedamos tumbados sobre la arena, yo boca-
arriba y ella encima mía. Mi polla volvía a estar dura y Sonia comenzó a rozarla
con su coño. Estuvimos así hasta que invertí las posiciones y me quedé yo
encima suya. Le quité el tanga y las medias. Besé sus pies, alternando uno y
otro. Luego los tobillos. Subí hasta los muslos, despacio. Se los mordisqueé con
cariño y mis dedos acariciaron su coño. Comenzó a gemir. Le besé el vientre y
mis dedos índice y corazón se introdujeron en su vagina con suavidad. Estaba
tan mojada que entraron solos. Contuvo un gemido y me agarró del pelo con
ambas manos. Fui deslizando mi boca hacia su coño, lamiendo cada centímetro
de piel que encontraba. Cuando mi lengua estaba a punto de llegar al clítoris,
todo su cuerpo se tensó, y cuando llegó, gritó mientras echaba la cabeza hacia
atrás y arqueaba su espalda. Mis dedos juguetearon en su interior. Ahora dando
vueltas, ahora haciendo un movimiento como si quisiera decirle a alguien que se
acercara, pero muy suavemente. Sonia estaba enloqueciendo. Noté que no
tardaría en tener un orgasmo. Puse mi lengua sobre su clítoris de nuevo y
comencé a lamerlo con intensidad, mientras mis dedos seguían jugando en su
interior. Su respiración se disparó. Con la mano derecha se acariciaba los pechos
y con la izquierda apretaba mi cabeza contra su entrepierna.
−¡Ahhhh! ¡Voy a llegar! ¡Ahhh…! −gritó.
Era el momento de subir la intensidad. Las caricias dejaron de ser caricias y
pasaron a ser casi apretones. Dejé de lamer el clítoris y pasé a besarlo y
morderlo, con suavidad pero con un toque salvaje. Sus gemidos se estaban
descontrolando y se tapó la boca con la mano. Unos segundos más tarde explotó.
−¡AHHHHHH! DIOSSS… −gritó mientras su cuerpo se retorcía y sus
muslos apretaban mi cabeza.
Tardó unos minutos en reponerse. Me apartó con sus pies y se incorporó. Me
obligó a tumbarme. Me besó en la boca. Después en el cuello. El pecho. El
vientre. Agarró mi polla con la mano y comenzó a menearla arriba y abajo. Me
miró con cara de deseo y se la puso en la boca. «Buffff…» Me la estuvo
chupando un buen rato. Iba alternando los movimientos de la mano con besos y
roces de lengua. Con su mano libre, al principio me acariciaba el piercing del
pezón, pero al cabo de poco rato comenzó a tocarse. Una mano en mi polla y la
otra en su coño. Se puso tan caliente que gemía mientras me la chupaba. Esa
situación me llevó al límite y sentí que no me quedaba mucho para correrme. Le
agarré la cara y se la levanté.
−Quiero metértela ya −le dije. −Coge un condón de mi pantalón.
Cogió el condón y me lo puso. A continuación, se subió encima mía y metió
mi polla en su vagina. Gimió.
−Estoy muy cachonda, no tardaré en llegar otra vez −susurró mientras
comenzaba a moverse arriba y abajo.
−Yo tampoco tardaré, esto es demasiado para mí. Me estás poniendo
enfermo.
La agarré por la nuca y la besé. Ella siguió moviéndose y gimiendo. Poco a
poco los gemidos volvieron a convertirse en gritos.
−Dani, me voy a correr… Dani…
−Yo también… No pares… ¡No pares!
−No paro… Ahhh… Dios, me encanta…
Sus movimientos se hicieron más rápidos. Sus gritos más fuertes. Íbamos a
llegar. Noté como un calambre de placer me recorría el cuerpo entero. Me dejé
llevar y grité mientras eyaculaba en su interior. Ella, casi en éxtasis, gritó mi
nombre y echó todo el cuerpo hacia atrás, doblándose de una forma antinatural.
Después de unos segundos volvió a colocarse bien, mirándome a los ojos y
mordiéndose el labio inferior, todavía jadeando.
****
Nos metimos en el mar, desnudos, bajo la luz de la luna. Nos abrazamos y
nos besamos. Estuvimos un buen rato bañándonos en las cristalinas aguas
mallorquinas. Después nos pusimos la ropa sobre la piel mojada y regresamos al
pub. Ya estaba cerrado, y nuestros amigos nos esperaban con cara de «sabemos
qué habéis estado haciendo…». No obstante, nadie dijo nada. Y en lo que
respecta a Sonia y a mí, nunca más volvió a pasar nada entre nosotros. Supongo
que era algo que tenía que pasar, y una vez pasado, pasado fue.
La melodía del océano
«Ten cuidado con tus sueños: son la sirena de las almas.
Ella canta. Nos llama. La seguimos y jamás retornamos».
−Gustave Flaubert.

Todavía humeaba el motor de la avioneta cuando volvió en sí. Abrió los ojos
y lo primero que vio fueron las hojas de una palmera, justo sobre su dolorida
cabeza. Pestañeó varias veces y se incorporó. Se quedó sentado frente al mar y
con el bosque de palmeras a su espalda. Las olas rompían contra el fuselaje de la
avioneta y el cielo y el mar se fundían en el horizonte. Un sol radiante brillaba
sobre la playa. Comenzó a recordar el accidente: las imágenes de la tormenta, las
terribles ráfagas de viento que le habían desplazado de su rumbo, y el final
aterrizaje de emergencia en la playa de una pequeña isla. Lo último que
recordaba era el impacto contra la arena y como había salido disparado de la
cabina a través del cristal. Se sorprendía de seguir con vida. Sin levantarse,
observó el estado de la cabina y agradeció su falta de respeto por las normas. Si
hubiese llevado puesto el cinturón de seguridad, no hubiese sobrevivido al
accidente: la avioneta había dado varias vueltas sobre sí misma después del
primer impacto y estaba muy dañada, pero la peor parte se la había llevado la
cabina, que estaba totalmente aplastada contra la arena.
Apoyó las palmas de las manos en el suelo e intentó levantarse. Tenía todo el
cuerpo magullado, pero lo consiguió. Una vez de pie, se quitó la camiseta y los
pantalones y buscó heridas de importancia en su cuerpo. No había ninguna. Sólo
algún rasguño y un corte en el brazo derecho que, a pesar de haber dejado de
sangrar, había manchado de rojo oscuro todo su brazo y gran parte de la
camiseta. Caminó hasta la orilla de la playa y se metió en el mar. Con el agua
por la cintura, hizo cuenco con la mano izquierda y comenzó a limpiarse la
sangre. Después se sumergió entero y se lavó todo el cuerpo frotándose fuerte
con las manos. Una vez el corte estuvo limpio, vio que la piel que lo rodeaba
estaba empezando a enrojecer. Tenía que desinfectar esa herida cuanto antes. Se
dio la vuelta y se encaminó de nuevo hacia la orilla, caminando a través de las
inquietas aguas oceánicas. En la cabina había un botiquín con productos de
primeros auxilios y tenía la esperanza de poder recuperarlos. Había avanzado
pocos pasos cuando, apenas a medio metro delante suya, apareció algo en la
superficie del mar. Era una especie de cola de pez, grande y de varios colores,
muy llamativos: rojo, amarillo, verde y alguno más. Permaneció fuera del agua
unos instantes y, con la misma rapidez que había emergido, volvió a sumergirse.
Lo hizo con elegancia, dando un suave golpe contra la superficie. Asombrado,
intentó seguir con la mirada ese abanico de colores y lo que vio fue más
sorprendente aún. Debajo del agua, varios centímetros delante de donde había
estado la brillante cola, había alguien. Sí, alguien, porque eso era demasiado
parecido a un ser humano como para llamarlo de otra forma.
«No es posible», se dijo.
Se asustó y comenzó a correr hacia fuera. Cuanto más corría más pánico
sentía. Imaginaba que en cualquier momento unas manos le agarrarían de los
tobillos y se lo llevarían mar adentro. Por suerte nada le agarró y pudo llegar a la
orilla. Se sentó en la arena, agotado y muy asustado. Examinó la superficie del
agua entre jadeos, intentando localizar a ese ser que se había cruzado en su
camino dentro del océano. No vio nada. Pasados varios minutos comenzó a
dudar de lo que había visto y se preguntó si no se habría dado un golpe
demasiado fuerte en la cabeza. En esas estaba cuando, muy adentro en el océano,
una cola de vivos colores asomó medio segundo sobre la cresta de una ola y
volvió a desaparecer. Las dudas se disiparon al instante: lo que había visto era
real.
Conmocionado, permaneció casi media hora sentado en la arena, sin quitar la
vista del mar y sin atreverse a meter un dedo en el agua, hasta que un leve
escozor en el brazo derecho le hizo volver a la realidad. La herida se estaba
infectando a paso ligero gracias al clima tropical, no podía perder más tiempo.
Se incorporó y fue hasta la avioneta. Examinó con atención la cabina y llegó a la
conclusión que era totalmente imposible acceder a ella: su estado era pésimo.
Eso complicaba mucho las cosas. Una herida infectada, en una isla desierta y sin
medicinas, le podía costar la vida. Tenía que buscar otra forma de desinfectarla.
Recordó lo que le habían enseñado en las clases de primeros auxilios de la
escuela de aviación:
«−Para desinfectar una herida en situaciones de supervivencia donde no
dispongamos de productos médicos, deberemos procurarnos un fuego y, con un
metal incandescente o una brasa, quemar la herida− explicó el profesor».
«Claro, fuego», pensó. «Pero ¿de dónde saco fuego sin un mechero o un
pedernal? Tendré que hacerlo frotando madera, pero eso me hará gastar mucha
energía y no tengo ninguna provisión. Necesito encontrar agua y comida antes».
Volvió al sitio donde había dejado la ropa y buscó en los bolsillos de su
pantalón. Encontró la cartera y el cuchillo de caza de veinte centímetros de hoja
que llevaba siempre consigo. Dejó el cuchillo sobre la arena y vació todo el
contenido de la cartera: cincuenta dólares en billetes de diverso valor, tarjeta de
crédito, permiso de conducir, licencia de piloto privado, documento de identidad,
monedas y una foto de su hijo.
«Si consigo hacer fuego utilizaré las monedas para quemar la herida», pensó.
Volvió a guardar todo y dejó la cartera en el suelo. Acto seguido se puso los
pantalones, agarró el enorme cuchillo y se dirigió hasta la zona donde terminaba
la playa y comenzaba la selva.
Esa era una de las pequeñas islas desiertas que rodean el Archipiélago de
Gracia, en mitad del océano Atlántico. No debía tener más de seis kilómetros
cuadrados así que la podría bordear entera en apenas un par de horas, más o
menos. La vegetación estaba compuesta, básicamente, de palmeras y algunos
arbustos no frutales. Miró hacia arriba y vio que las palmeras estaban llenas de
cocos de color verde. Eso significaba agua y, tal vez, algo de comida. Guardó el
cuchillo en su pantalón y comenzó a trepar por la palmera más accesible que
había. No le resultó nada complicado debido a la pronunciada curvatura del
tronco. Arrancó cinco cocos con ayuda del cuchillo y los dejó caer sobre la
arena. A continuación, bajó de la palmera de un salto. Con esos cocos tendría
agua suficiente para pasar el día. Cogió uno de ellos y, a golpe de cuchillo, abrió
un agujero en la corteza y bebió toda el agua que había en su interior. No era
gran cosa. Tal vez menos de lo que había imaginado. Pero era un caldo muy
nutritivo y le aportaría mucha energía. Cortó un trozo de pulpa y se lo metió en
la boca. Lo escupió al instante. Estaba demasiado verde, tendría que buscar otra
fuente de alimento. Bebió el agua de un segundo coco y tomó la decisión de
bordear toda la costa de la isla para valorar minuciosamente sus posibilidades
alimentarias.
Caminó hasta la orilla y, sin mojarse los pies en el agua por si acaso aparecía
de nuevo la cola de colores, comenzó a andar dejando el océano a su derecha.
Una hora más tarde, ya había recorrido la mitad del trayecto, y no había visto
más que pequeños cangrejos y un par de lagartos no mucho más grandes. Como
último recurso podrían valer, pero necesitaba algo más contundente. Levantó la
mirada hacia el cielo. El sol caía con fuerza sobre su cabeza desnuda. Se agachó
en la orilla y mojó su cara y su nuca. Seducido por el frescor del agua, apartó un
poco el miedo y avanzó unos pasos hasta que el agua cubrió sus tobillos. Se
sentó y dejó que el vaivén de las olas le empapara completamente las piernas
mientras se mojaba el torso con las manos. Examinó su corte de nuevo. Seguía
infectándose. Eso le recordó que tenía que continuar explorando la isla. Iba a
ponerse de pie cuando se escuchó una especie de canción que venía del océano.
Al principio recordaba al canto de las ballenas, pero poco a poco fue
convirtiéndose en algo más musical. Sonaban los acordes de algún instrumento
desconocido mientras un coro de voces femeninas recitaba palabras
ininteligibles. Nuestro protagonista se quedó totalmente absorto. Inmóvil.
Incapaz de pensar ni moverse. Esa música proveniente del fondo del océano le
había hipnotizado. Pasó mucho rato. Muchísimo. Era la melodía más bonita que
jamás había oído. Seguía totalmente embelesado cuando, de repente, la canción
cesó y toda la tristeza del mundo se apoderó de su corazón. Nunca había sentido
semejante pena. La vida había dejado de tener sentido para él. Ya no se acordaba
del accidente que había sufrido hacía apenas unas horas. Tampoco de su vida
antes del accidente. Su familia, amigos, trabajo; nada de eso le preocupaba ya.
Sólo quería volver a oír esa melodía y que no acabase jamás. Incluso el cielo
parecía estar triste, pues en cuestión de segundos se había cubierto de unas
grandes nubes grises. Se puso de pie con los ojos llenos de lágrimas y comenzó a
andar océano adentro con la esperanza de encontrar a la fuente de esa música
angelical. Anduvo hasta que dejó de tocar el fondo y, después, nadó. Su corazón,
oprimido por esa tristeza tan profunda, parecía que fuese a detenerse en
cualquier momento. Dejó de nadar y se sumergió. Con los ojos abiertos buscó
algo que le ayudase a encontrar el origen de la música, pero no había más que
agua y un fondo arenoso, vacío. Volvió a salir a la superficie, desesperado y
temiendo no poder volver a oír jamás esa canción. Siguió nadando otro rato.
Había recorrido medio kilómetro cuando la canción volvió a sonar. Primero los
cantos de ballena, luego la melodía y el coro de voces. Una paz indescriptible
arropó su alma. Dejó de nadar y se quedó inmóvil de nuevo, esta vez en medio
del océano. Poco a poco comenzó a hundirse. La música no dejaba de sonar. No
le importaba ahogarse. De hecho, le daba totalmente igual lo que le pasase
mientras la música siguiese sonando. Y la música seguía. Y él se hundía más y
más. Cuatro o cinco metros de agua le cubrían ya cuando la música volvió a
detenerse. Una vez más la pena más profunda y más destructiva del universo
aprisionó su alma y la llenó de desesperación. Miró hacia arriba. Tenía que
volver a la superficie. No podía morir así. Quería volver a oír la canción. Intentó
nadar hasta la superficie, pero apenas tenía oxígeno en los pulmones. Había dado
un par de inútiles brazadas cuando volvió a oír el canto de las ballenas, esta vez
muy cerca suya, en su espalda. Se dio la vuelta con el corazón encogido y vio
una sucesión de sombras que se arremolinaban a su alrededor. Había al menos
seis o siete. De cintura para abajo eran pez, con una larga cola multicolor; y de
cintura para arriba algo parecido a una mujer. Tenían los pechos grandes y la
piel pálida. Dos agallas en el cuello y una cabeza sin nariz ni pelo, con sólo dos
ojos y una gran boca llena de dientes afilados. Tampoco tenían brazos, pero si un
par de aletas en cada costado, también multicolor. Los cantos se hicieron más
fuertes. Esta vez no había música. Su pecho ardía por la falta de oxígeno y sabía
que en pocos segundos sufriría un síncope y perdería el conocimiento, pero no
hubo tiempo para eso. Los cantos se convirtieron en gritos agudos y los seres
multicolor se abalanzaron sobre él. Notó como le desgarraban la carne y se lo
comían sin que pudiese hacer nada para defenderse.
En algún momento de esa brutal cacería, dejo de ser un hombre y pasó a ser
una leve mancha rosa en mitad del océano. Sangre mezclada con agua salada y
nada más.
Un final feliz
«El amor no entiende de sexo ni condición, sólo de sentimientos y corazón».
−Anónimo.

La vi por primera vez cuando me pidió que la dejará pasar hasta su asiento,
que era justo el de al lado del mío. Con estos aviones tan pequeños ya se sabe, el
que está en pasillo tiene que estar a disposición de sus compañeros. Por suerte, el
otro pasajero, el de la ventanilla, ya estaba sentado cuando yo llegué, así que
sólo tuve que levantarme para dejarla pasar a ella.
Como iba diciendo, la vi por primera vez cuando se dirigió a mí para que la
dejara pasar. No era una chica que destacase a simple vista, pero cuanto más la
miraba más me gustaba. Llevaba consigo un libro, no recuerdo el título, pero era
de Isabel Allende. Se puso a leer justo después de acomodarse en el asiento.
Parecía muy metida en la historia. Muy enganchada. La miraba de reojo
intentando que no se notara. No quería parecer un psicópata, pero era la típica
cara que, aunque quieras y lo intentes, no puedes dejar de mirar. Lo que más me
gustaba de ella era la forma en que abría la boca mientras sus ojos iban de un
lado a otro de las páginas. De todas formas, su cara en si tenía un gran encanto.
Pelo negro y nariz recta, con una pequeña inclinación justo donde se apoyaban
sus gafas oscuras. El labio inferior era carnoso y el superior delicado, que no
delgado. En fin, me gustaba como era, y más aún que aparentase ser tan
interesante. Claro que, para saber si era o no interesante, tendría que hablar con
ella antes. Y en esas me vi, dándole vueltas a la cabeza sobre como romper el
hielo. El hecho de estar dentro de un avión y sentados uno al lado del otro lo
simplificaba mucho, y si a eso le sumamos que el chico que estaba en ventanilla
no dejaba de roncar, tenía la situación perfecta para hablar con ella. Sí, lo mejor
sería aprovechar un ronquido que fuese especialmente sonoro y bromear al
respecto. El plan era casi perfecto, pero había un punto en contra que sería difícil
de solucionar: leo mucho, y sé que toca las narices que alguien te moleste
cuando estás leyendo. Como no quería molestarla, decidí esperar a que tomara
un descanso. Daba igual si el roncador dejaba de roncar, ya buscaría otra forma
de romper el hielo. El avión ya había despegado y sobrevolábamos el mar
Mediterráneo. Íbamos a estar aproximadamente una hora y media volando, y
apenas llevábamos quince minutos, habría tiempo de sobra. Decidí que, mientras
esperaba el momento, me pondría a leer yo también; estar en pasillo es muy
aburrido, no puedes mirar por la ventana. Saqué el libro y retomé la lectura
donde la había dejado la noche anterior. No sé cuánto rato después, vi que la
chica dejaba el libro sobre la mesita y se quitaba las gafas.
«Ahora».
Me giré hacia ella decidido a saludarla y me encontré un rostro con los ojos
cerrados y la cabeza apoyada en el asiento.
«Joder, se ha puesto a dormir».
Y vaya si se puso: estuvo durmiendo todo el viaje, hasta que tomamos tierra
y sonó la musiquita característica de Ryanair. Bueno, cuando tomamos tierra
abrió los ojos, pero tres segundos más tarde ya los tenía cerrados de nuevo.
«Increíble. Es verdad que el vuelo ha salido muy temprano y para cogerlo
hemos tenido que madrugar, pero volverse a dormir después de aterrizar es
demasiado», pensé.
Obviamente, no iba a ser yo quien la despertara, así que esperé hasta que el
avión hubo aparcado y todo el pasaje inició el salvaje ritual de bajada del avión.
Golpes de maletas, apertura y cierre de compartimentos, conversaciones por
doquier, y demás alboroto. Demasiado jaleo incluso para ella, la bella durmiente.
Abrió los ojos y se encontró con mi mirada. Dibujé media sonrisa, pero su cara
de persona recién despertada con los ojos anormalmente abiertos y mirando el
mundo como si fuese la primera vez que lo veía, me hicieron apartar la vista
rápidamente. Vi cómo se ponía las gafas y volvía a mirar a su alrededor.
Entonces me habló ella a mí.
−Perdona, ¿me dejas salir? −dijo mientras se quitaba el cinturón.
−Claro.
−Gracias −dijo con una bonita sonrisa.
Me quité el cinturón y me levanté del asiento. Abrí nuestro compartimento
para equipaje, cogí la mochila mientras ella cogía su maleta de rueditas y nos
pusimos en la fila para salir del avión.
«Ahora Ángel, ahora», me dije.
Pero la cola comenzó a avanzar. Estábamos casi al principio, así que íbamos
a salir rápido.
«Cuando bajemos hablo con ella, de camino a la terminal».
Pero, una vez más, la chica me jodió el plan, queriendo o sin querer. Justo al
bajar, se apartó de la cola y se quedó al lado del avión mientras encendía el
móvil.
«Será posible...»
Me pareció inadecuado salirme también yo de la cola y entrarle.
«Si ha salido de la cola y ha encendido el móvil será por algo importante, si
no hubiese esperado hasta llegar a la terminal. No la voy a molestar. La esperaré
fuera y allí hablaremos», pensé.
Seguí caminando hacia la salida y eché una mirada atrás. Vi como regresaba
a la fila, pero bastante por detrás mía.
«Bien, así no tendré que esperar mucho. Ojalá que Pedro aún no haya
llegado».
Pedro era mi amigo y venía a recogerme al aeropuerto para pasar el día
juntos antes de seguir con mi viaje. El vuelo había llegado diez minutos antes de
lo previsto, así que no contaba que Pedro estuviese allí. Pero sí estaba. Nada más
salir de la terminal de llegadas le vi, muy sonriente y haciéndome gestos con la
mano. Miré hacia atrás y aún no se veía a la chica. Fui hasta donde estaba Pedro
y me recibió con un abrazo.
−¿Qué tal? ¿Cómo ha ido el viaje? −me preguntó dándome unos golpecitos
en la espalda.
−Muy bien. Nada importante que contar −contesté sonriendo yo también.
−Genial, vamos a desayunar, que ya es hora, y conozco un sitio que te
encantará −dijo comenzando a caminar hacia la calle.
−Sí, vamos...
Me giré y busqué a la chica entre toda la gente que acababa de salir. No la vi.
«¿Dónde demonios está?», pensé.
−¡Ángel! ¡Vamos! −gritó Pedro desde la puerta.
−¡Sí, sí! ¡Voy!
Una vez más, miré a toda la gente y traté de encontrarla mientras comenzaba
a caminar hacia Pedro. Mal asunto ir caminando hacia adelante y con la vista
hacia atrás. Acabé chocando con el carrito de equipaje de una familia y tiré todas
las maletas al suelo. Yo también me caí, de una forma bastante graciosa, por
cierto. Me levanté todo lo rápido que pude y con la cara al rojo vivo ayudé a la
familia a recolocar su equipaje.
−¿Qué has hecho? −dijo Pedro muerto de risa.
−Un despiste, tío −contesté también riendo. −Anda, vamos.
Salimos de la terminal y me di por vencido.
«Esa chica ya se habrá ido y mi oportunidad ha pasado. O, mejor dicho,
oportunidades».
Pero estaba equivocado. La chica aún seguía allí. Cuando ya estábamos en el
coche de Pedro la vi por última vez. Estaba delante de la parada de autobuses,
con una chica. Pero no era una chica cualquiera, no para ella. Estaban abrazadas,
fundiéndose en un apasionado beso en los labios. Sonreí y me relajé. Quizás por
lo bonito de la estampa, quizás por darme cuenta de que no había tenido la más
mínima oportunidad.
Yo soy tu karma
«Aquellos que están libres de resentimiento encontrarán la paz».
−Buddha.

−Hermano… −dijo entre sollozos.


−Tranquila, no llores. Cuéntame qué ha pasado.
−Mamá se ha muerto por su culpa. −Lloró aún más fuerte, casi ahogándose.
−Fernanda, por favor, tienes que dejar de llorar y contarme que ha pasado.
−Hizo una pequeña pausa−. Va, tranquila. −La abrazó.
−Papá no hizo nada malo. Ya sabes cómo es. Fue todo culpa de ellos. Nos
dieron el golpe y, luego, comenzaron a insultar a papá.
−Lo sé, lo sé. No te preocupes por papá, va a estar bien. −La miró con
ternura−. Va, cálmate y cuéntame desde el principio.
Fernanda se calmó y, poco a poco, fue recuperando el aliento.
−Mamá tenía visita en el médico, así que papá había pedido el día libre en el
trabajo y yo no fui al cole para poder acompañarlos. Nos arreglamos y, después
de desayunar, nos subimos al coche y salimos hacia el hospital.
−Ahá −dijo su hermano.
−Todo iba bien. Mamá se encontraba bien y papá nos iba contando una
historia divertida del trabajo. Hasta nos estábamos riendo. De pronto, se nos
puso detrás un coche de policía. Papá se sintió incomodó porque no respetaban
la distancia de seguridad, así que aceleró para separarse de ellos. No sirvió de
nada porque ellos también aceleraron. Miré por el cristal de atrás y vi que iban
hablando y riendo, sin darse cuenta de que estaban demasiado cerca. Papá dijo
que no podía ir más rápido, que ya estaba en el límite máximo permitido.
Seguimos así un buen rato. A papá se le notaba muy incómodo. De repente,
como si todos supiésemos que iba a pasar, un perro apareció delante nuestra, en
la carretera, y obligó a papá a frenar muy fuerte. Ni un segundo había pasado
cuando noté el golpe por detrás. Mamá soltó un grito. Los policías se detuvieron
y nosotros hicimos lo mismo unos metros más adelante. −Comenzó a mover los
dedos con nerviosismo.
−De acuerdo −asintió suavemente su hermano−. ¿Y qué pasó a
continuación?
−Los policías y papá bajaron del coche. Papá les preguntó si estaban bien, y
ellos le respondieron con insultos y amenazas. Le dijeron que la culpa era suya,
que la había cagado y que esto le iba a costar muy caro. Mamá y yo también
bajamos del coche, pero papá nos ordenó que subiésemos en seguida. No le
hicimos caso, y los policías comenzaron a gritarnos que nos subiésemos al coche
o todavía nos llevaríamos más denuncias. Mamá me cogió de la mano e intentó
llevarme al coche, pero me puse a llorar y salí corriendo hasta donde estaba
papá. Uno de los policías me vio venir y me cogió muy fuerte del brazo. Me hizo
daño y me puse a gritar. Mamá vino corriendo hacia mí e intentó que el policía
me soltara, pero no lo hizo. Entonces mamá lo agarró del brazo y le chilló que
me soltara. Él respondió dándole un empujón. −Las manos y la voz le temblaban
y parecía a punto de volver a llorar.
−Lo estás haciendo muy bien, Fernanda −dijo Cristian acariciándole las
manos temblorosas.
−Papá enloqueció y vino corriendo hacia nosotras gritando y amenazando al
policía. El otro policía intentó pararlo, pero no pudo. Papá empujó muy fuerte al
policía que me agarraba y lo tiró al suelo. Después le dijo «jamás vuelvas a
poner una mano encima a mi mujer o a mi hija», y me cogió en brazos. Me llevó
hasta donde estaba mamá y la ayudamos a levantarse del suelo. Le faltaba el
aliento y suplicaba a papá que nos fuésemos corriendo al hospital. Papá se puso
blanco y me dijo que subiese al coche inmediatamente. Acompañó a mamá hasta
el coche y la ayudó a subirse. Cuando mamá ya estaba sentada, llegaron los dos
policías y tiraron a papá al suelo gritando que estaba detenido. Le colocaron las
esposas y le sujetaron las piernas para que no se pudiese mover. Mamá se puso a
llorar y les suplicó que lo soltaran, pero casi no podía respirar. De repente, puso
su mano sobre el pecho y cayó al suelo. La llamé a gritos, pero no se levantaba.
Papá comenzó a gritarle también, pero ya se había ido… −No pudo aguantar más
y rompió a llorar. Su hermano la abrazó y ambos lloraron en silencio.
−Has sido muy valiente, pequeña. Mamá estaría muy orgullosa de ti. Y ya
sabes que no le gustaría verte triste. Así que tienes que ser fuerte. A papá en
seguida lo soltarán porque no ha hecho nada malo. −Le dio un beso en la
cabeza−. Ahora, vamos a ir a casa de la tía Carmen y te quedarás con ella. Yo
voy a hablar con el abogado de papá.
−Vale −contestó ella secándose las lágrimas.
****
−Cristian, tu padre saldrá del calabozo mañana por la mañana, después de
que lo pongan a disposición judicial. Le acusan de haber agredido a un agente de
la autoridad, pero, como no hay lesiones, el juez seguramente rebaje el hecho a
una simple falta. Eso significa que, si le declaran culpable en el juicio, le
condenarán a pagar una pequeña multa y se acabó −explicó don Javier, el
abogado de oficio que le habían asignado a Antonio, el padre de Cristian y
Fernanda.
−¿Y qué pasa con mi madre? Ha muerto por su culpa.
−Tu madre sufrió un paro cardíaco debido a una cardiopatía que sufría desde
mucho antes del accidente. Así lo especifica el parte médico. En caso de que
queráis denunciar a los policías y tratar de demostrar que son culpables, va a ser
un proceso largo y costoso. Y no os puedo asegurar que vayáis a ganar. Lo
siento, hijo −dijo el abogado.
−Vale, no se preocupe. Si la justicia no se ocupa de ellos ya lo hará el karma
−dijo Cristian−. Por favor, haga todo lo posible para ayudar a mi padre.
−Así lo haré −dijo poniéndose de pie y encajando la mano del joven.
−Don Javier, una última cosa −dijo Cristian agarrando el brazo del abogado
y obligándolo a mirarlo a los ojos−. Consígame los números de identificación y
los nombres de los agentes que detuvieron a mi padre.
−Por supuesto, hijo. Te los conseguiré.
−Bien.
****
Prácticamente todo el pueblo se encontraba en la iglesia. El tiempo también
estaba de luto. Un cielo gris y húmedo presidía el entierro de Cecilia, esposa de
Antonio y madre de Cristian y Fernanda. Hacía mucho tiempo que no se vivía un
evento tan triste en el pueblo. Generalmente, los entierros eran de gente mayor
que había llegado al fin de sus días, pero Cecilia solo tenía 48 años cuando su
bondadoso corazón dejó de latir. Fue un duro golpe para todos los que la
conocían; tanto ella como su familia eran muy queridos en el pueblo y los
alrededores. Aunque la peor parte se la llevó la pequeña Fernanda: once años no
eran suficientes para entender la muerte de su madre. Su padre intentaba
consolarla, pero era incapaz. Antes tendría que encontrar consuelo él mismo,
pues, desde que su mujer les dejara, Antonio se sentía totalmente vacío por
dentro. El único que se mantenía entero era Cristian. Una extraña frialdad le
envolvía mientras despedían a Cecilia. La gente comentaba que se debía a que el
pobre chico necesitaba tiempo para asimilarlo, y a lo mejor tenían razón, pero la
realidad es que, mientras todos daban el último adiós a la pobre mujer, la cabeza
de Cristian estaba puesta en otros asuntos.
−Hijos, ya le hemos dicho adiós a mamá −dijo Antonio, sonriendo sin ganas,
cuando estuvieron en casa−. Ahora tenemos que seguir viviendo como ella
hubiese querido: felices. La recordaremos con una sonrisa y, aunque la sonrisa se
convierta en lágrimas al principio, aprenderemos a recordarla con felicidad, y no
con tristeza. −Abrazó a sus hijos intentando ocultar las lágrimas que empañaban
sus ojos.
−Claro que sí, papá. Y nosotros cuidaremos tan bien de Fernanda como lo
hacía mamá −dijo Cristian sonriendo.
−No necesito que cuidéis de mí, ya tengo once años. Yo cuidaré de vosotros
como hacía mamá −respondió Fernanda que seguía abrazada a su padre.
−Es verdad, creo que va a ser Fernanda la que tenga que cuidar de nosotros
−rio Antonio dejando ir a su hija−. Venga chicos, id a hacer vuestras cosas, que
tengo que preparar unos papeles para llevárselos mañana a don Javier.
−Vamos Fernanda −dijo Cristian llevando a su hermana de la mano hasta su
dormitorio.
−¿Qué hacemos, hermano?
−Yo tengo que ir a hacer una cosa. Tú quédate aquí con el ordenador o
leyendo, en seguida vuelvo. Si quieres puedes ir a casa de la tía Carmen.
−No, es igual. Me quedaré aquí. No tardes mucho porfi −dijo Fernanda
mirándose las manos.
−Menos de lo que te piensas −le dio un beso a su hermana y salió de la
habitación.
Esa mañana misma, Antonio había sido puesto en libertad después de ser
presentado ante el juez. Don Javier había conseguido que el juez de guardia
rebajara el hecho a una falta, y el juicio iba a ser la semana que viene. El
abogado se había mostrado optimista en cuanto a la posible condena:
−Podemos conseguir que el juez te absuelva si alegamos enajenación
transitoria y miedo insuperable a que le pasase algo a tu mujer −le había dicho a
Antonio después de la puesta en libertad.
−Gracias por todo don Javier, ya hablaremos después del entierro −había
contestado este.
−Claro. Id. Ya hablaremos −había respondido el abogado un poco
avergonzado por su falta de tacto.
Se despidieron dándose la mano y caminaron hasta donde Cristian había
aparcado su coche.
−Un segundo, papá −había dicho Cristian volviendo a donde estaba el
abogado.
−Don Javier, ¿ha conseguido eso que le pedí? −había preguntado en voz baja
para que no le escuchara su padre.
−José Cantos Villalba y Cristóbal Serrano Vilches. Los números son…
−Con los nombres me basta. Muchas gracias, don Javier.
−Hijo, no hagas ninguna tontería.
−No se preocupe. Gracias de nuevo.
Los nombres resonaron en la cabeza de Cristian:
«José Cantos Villalba. Cristóbal Serrano Vilches».
Ambos habían estado en el juzgado durante la puesta a disposición judicial
de su padre. Ninguno había mostrado ni un ápice de remordimiento.
−Papá, voy a salir un momento. Ahora vengo.
Sin esperar respuesta, cogió las llaves de su coche y salió de casa.
«José Cantos Villalba. Cristóbal Serrano Vilches».
Arrancó el motor y salió en dirección a la comisaría de policía donde había
estado detenido su padre.
«José Cantos Villalba. Cristóbal Serrano Vilches»
Repasó mentalmente el pequeño plan que había trazado durante el entierro
de su madre. Era simple, no podía fallar. Después de media hora conduciendo,
llegó a la comisaría.
«José Cantos Villalba. Cristóbal Serrano Vilches».
−Hola −saludó amablemente una policía joven desde la recepción.
«Es joven y, seguramente, confiada»
−Hola. Soy amigo de José y Cristóbal, dos compañeros tuyos. Vengo a ver si
están, hace mucho que no nos vemos y quería darles una sorpresa −dijo Cristian
sonriendo. Él ya sabía que no iban a estar porque los había visto por la mañana
en el juzgado; pero, si la chica se confiaba, podría conseguir algo de
información.
−Mmm… José y Cristóbal… Espera un segundo.
«Mierda. Como estén aquí se va todo el plan a tomar por el culo», pensó
Cristian con el pulso acelerado.
Escuchó pasos y, acto seguido, volvió a aparecer la chica. Sola.
−Disculpa, es que soy nueva y aún no conozco a todos mis compañeros −se
excusó−. Acabo de preguntar a mi jefe y debes estar refiriéndote a Cantos y
Serrano. Es que aquí nos llamamos por el apellido −rio la policía con inocencia.
−¡Ah! Sí, sí. José Cantos y Cristóbal Serrano. Esos son −dijo Cristian riendo
también.
−Pues lo siento, pero no están aquí. Han trabajado por la mañana.
−Oh, vaya −fingió decepción−. Es que solo voy a estar unos días aquí y me
hubiese gustado verlos, pero perdí sus números de móvil. Solo sé que son
policías y están destinados aquí. Cuando yo era pequeño veraneaban en mi
pueblo, eran muy amigos de mis padres.
−No te puedo dar los números de sus teléfonos personales, pero si quieres te
digo cuando vuelven a trabajar para que te pases de nuevo por aquí.
−Eso sería genial. Muchas gracias −dijo Cristian.
«De puta madre».
−Vale, déjame que mire los horarios… −Hizo unas búsquedas en el
ordenador−. Ya está. Mira, mañana vuelven a trabajar por la mañana. Lo mejor
es que vengas entre las 13:30 y las 14:00 porque van a estar haciendo el relevo
con los de la tarde. Si vienes antes puede que estén patrullando.
−Perfecto, pasaré por aquí a eso de las 13:30 y así no hay posibilidad de
error. Muchísimas gracias por tu ayuda −dijo Cristian con la mejor de sus
sonrisas.
−De nada. Que vaya bien.
−¡Adiós! −contestó Cristian dirigiéndose a la salida. Abrió la puerta y, antes
de salir, se paró−. ¿Te puedo pedir un último favor? No les cuentes que he
estado aquí. Quiero que sea una sorpresa.
−Seré una tumba.
−Muchas gracias −dijo Cristian sonriendo.
«Todo ha salido como esperaba. Ha sido pan comido», pensó mientras
conducía de regreso a casa.
Llegó a casa y entró. Toda la euforia conseguida en la comisaría se esfumó
de repente. La casa estaba casi a oscuras. Encontró a su padre llorando en
silencio en el salón. No supo que decirle así que decidió dejarle llorar y fue hasta
la habitación de su hermana. Se asomó por el resquicio de la puerta y vio a la
pequeña Fernanda tumbada en la cama, de espaldas a la puerta. Parecía que
estuviese dormida, pero su respiración la delataba. Estaba llorando. Su corazón
estuvo a punto de romperse, pero respiró hondo y decidió ir a su habitación.
Necesitaba estar solo.
«Todos lo necesitamos», pensó.
Fue hasta su dormitorio y se tumbó en la cama sin quitarse la ropa. Estaba
anocheciendo. No tardó en quedarse profundamente dormido.
****
−Cristian. Cristian.
Abrió los ojos.
−Buenos días −dijo su padre−. Voy a ver a don Javier. Fernanda se viene
conmigo. Supongo que para la hora de comer ya estaremos aquí. Desayuna algo
cuando te levantes.
Antonio tenía cara de no haber dormido en toda la noche.
−Vale papá. Luego nos vemos −contestó el chico incorporándose en la cama.
−Hasta después.
Oyó como su padre y su hermana salían de casa. Miró el móvil y vio que
eran las 09:24. Había llegado el momento.
«José Cantos Villalba. Cristóbal Serrano Vilches».
Se levantó, fue a la cocina y cogió el cuchillo más grande que había. La hoja
era larga y ancha y estaba extremadamente afilado. Lo introdujo en el interior de
la manga de su chaqueta y salió de casa. Subió al coche y condujo hasta la
antigua pista de fútbol sala, en las afueras del pueblo. Escondió el coche en un
pequeño bosque de pinos que había a doscientos metros de la pista y sacó su
teléfono móvil.
«José Cantos Villalba. Cristóbal Serrano Vilches».
Marcó el 112 y llamó.
−Emergencias.
−Por favor, necesito que envié a la policía a la antigua pista de fútbol sala de
Montillos. Acabo de ver a un hombre pegándole a su esposa −dijo Cristian
fingiendo estar muy alterado.
−Cálmese, señor. ¿La víctima y el agresor siguen ahí? ¿Cuál es la dirección?
−preguntó la persona al otro lado del teléfono.
−No sé cuál es la dirección, pero es en la antigua pista de fútbol sala. Siguen
aquí. Él le está pegando y quiere que suba a su coche. No pierda el tiempo y
envié a la policía, por favor.
«Joder, qué difícil es avisar a la policía».
−Paso notificación a la comisaria de Santos. En unos minutos contactarán
con usted para desplazarse al lugar.
−Por favor dese prisa.
Colgó. Al minuto recibió una llamada con número oculto.
−¿Sí?
−Buenos días. Le llamo de la comisaría de Santos. ¿Ha llamado usted a
emergencias para dar aviso de una agres…
−Sí, he sido yo −interrumpió Cristian−. Vengan rápido, la va a matar. Estoy
en la antigua pista de fútbol sala.
−Mis compañeros están en camino. Necesito que intente disuadir al agresor.
−Era la chica de ayer, estaba nerviosa−. Dígale que ha llamado a la policía y
trate de alejarlo de la mujer. Haga todo lo posible para ayudarla.
−De acuerdo. Haré todo lo que pueda. No tarden −dijo justo antes de colgar
el teléfono.
Ya se oían las sirenas. Pasados tres minutos el coche de la policía frenaba
estrepitosamente delante del campo de fútbol sala. Cristian se tocó el antebrazo y
sintió el cuchillo contra la piel.
«José Cantos Villalba. Cristóbal Serrano Vilches».
Dos policías se bajaron del coche. Eran ellos. Se acercaron corriendo hasta
donde estaba Cristian.
−¿Has sido tú el que ha llamado? −preguntó uno de ellos.
−Sí. He visto como un hombre pegaba a su mujer. Estaban aquí mismo, pero,
cuando les he dicho que había avisado a la policía, el hombre ha obligado a la
mujer a subir al coche y se han ido. De todas formas, sé quiénes son, viven cerca
de mi casa. Si quieren les puedo enseñar donde es.
−Vale. Sube al coche y enséñanos donde es.
«Acabas de firmar tu sentencia de muerte, José. O Cristóbal. Quien seas»,
pensó Cristian mientras caminaba hasta el vehículo policial.
José y Cristóbal se sentaron en los asientos delanteros. Cristian en el trasero.
El coche era amplio y desde lo asientos traseros se podía acceder fácilmente a
los delanteros. No había caído en la cuenta de que algunos vehículos policiales
tienen una mampara de plástico que separa las partes delantera y trasera, pero,
por suerte para Cristian, no era el caso. Todo estaba saliendo a pedir de boca.
«El karma está de mi parte».
−¿Hacia dónde tengo que ir? −preguntó el policía conductor.
«Mierda. ¿Adónde les digo?»
−Hacia el pueblo. Entra por la calle Mayor y a la altura de la calle San
Lorenzo gira a la derecha y sigue hacia el río.
El vehículo se puso en marcha con las sirenas a todo volumen. Si quería
actuar no podía perder el tiempo, iban tan rápido que en seguida llegarían.
Ambos policías estaban totalmente centrados en la carretera. Uno conducía y
el otro controlaba las luces y la sirena. Cristian se sacó el enorme cuchillo de
cocina de la manga y lo sujeto con su mano derecha, escondido entre sus piernas.
«Lo más fácil es clavárselo rápidamente al cuello al copiloto y, antes de que
el piloto se dé cuenta de lo que está pasando, cortarle la garganta».
Sin pensarlo más, llevó el cuchillo hasta la altura del cuello del copiloto y se
lo clavó entre las vértebras. Apretó con todas sus fuerzas y la hoja entera se
hundió en el cuello. El policía ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar: con la
sangre manando a borbotones se desplomó sobre el salpicadero. Su compañero
lo miró, pero tardó un par de segundos en asimilar lo que estaba pasando.
Demasiado tarde. Cristian le agarró la cara por detrás con todas sus fuerzas y se
la inmovilizó contra el asiento. El policía comenzó a forcejear con Cristian, pero
estaba forcejeando con el brazo equivocado. Mientras él intentaba librarse del
agarre de la cabeza, Cristian le clavó el cuchillo en el costado, sin resistencia. Lo
hundió entre sus costillas hasta que el mango hizo tope y lo sacó. Una y otra vez.
−¿SABES QUIÉN SOY? SOY EL HIJO DE CECILIA Y ANTONIO. −El
cuchillo entraba y salía del cuerpo del policía con cada frase−. SOY EL QUE
AYER ENTERRÓ A SU MADRE. SOY EL QUE LLORA LAS
CONSECUENCIAS DE VUESTRA MALDAD. −Hizo una pequeña pausa. El
policía dejó de luchar, demasiado débil por las hemorragias, pero su respiración
agitada indicaba que seguía consciente−. PERO POR ENCIMA DE TODO, YO
SOY EL KARMA. ¡VUESTRO KARMA! −Y le degolló presa de una rabia
inhumana.
Dejó caer el cuchillo y se miró las manos. La derecha estaba llena de sangre
y la izquierda de arañazos y pequeños cortes. A su alrededor todo estaba teñido
de rojo oscuro. Olía a sangre. Se dejó caer sobre el asiento y tomó dos bocanadas
de aire. Abrió la puerta del coche y se bajó. Todavía estaban en las afueras del
pueblo. Se sentó en el suelo y volvió a respirar hondo. Después se dejó caer
hacia atrás. En ese momento, la imagen de su casa casi a oscuras con su padre y
su hermana llorando le vino a la mente. Se incorporó de golpe.
«¿Qué he hecho?», pensó agarrándose los cabellos. «¿Qué he hecho? ¿Qué
he hecho?»
La desesperación se apoderó de él y una agonía brutal no le dejaba respirar.
«Soy un asesino. Soy un asesino. He abandonado a mi familia».
−¡AHHHH! ¿QUÉ HE HECHO? −gritó tirándose de los cabellos.
«He abandonado a mi hermana y a mi padre cuando más me necesitaban. Yo
podría haber sido la persona que le diese un abrazo a papá cuando lo necesitara.
Yo podría haber sido la persona que hiciera reír a Fernanda cuando estuviese
triste. Podría haber sido la persona que la hiciese sentir querida y arropada, y no
abandonada en la penumbra de su habitación. Yo podría haber hecho que nuestro
hogar hubiese estado un poco menos a oscuras. Yo podría haber sido la luz que
iluminase las vidas de mi padre y mi hermanita −comenzó a llorar
desconsoladamente−. ¿Y que es lo que soy? Un asesino que los ha abandonado
en el peor momento. Soy la causa de que nuestro hogar ya no esté casi a oscuras,
sino a oscuras del todo. Soy el que en vez de consolar a mi padre y mi hermana
les ha dado más motivos para llorar».
Se le nublaron los ojos. No podía respirar.
«Soy el que podría haber sacado a mi familia adelante y, sin embargo, la ha
terminado de sumir en la desgracia».
Se desmayó.
−¡Ahhh, ahhh, ahhh! −despertó jadeando, sin aliento.
Se incorporó en la cama y miró a su alrededor empapado en sudor frío.
«¡Joder!»
Se levantó y fue corriendo hasta la habitación de su hermana. Abrió la puerta
y allí estaba, dormida. Fue a la de sus padres y no había nadie. Siguió caminando
hasta el salón y encontró a su padre dormido en el sofá.
«Joder. Joder. Joder. Ha sido una pesadilla».
Caminó hasta el baño y se lavó la cara. Regresó a la habitación y miró la
hora en el móvil. Eran las 03:12 de la madrugada. Recordó que se había tumbado
sin quitarse la ropa después de ir a la comisaría e imaginó que se habría quedado
dormido en seguida. Después había venido la horrible pesadilla. Se quitó la ropa
y se puso el pijama. Antes de volver a acostarse fue a la habitación de su
hermana y se sentó en un huequito de la cama.
−Fernanda −susurró todo lo bajito que pudo−, la vida te ha quitado a tu
mamá demasiado pronto. La vida ha sido muy injusta y dura contigo −siguió
mientras su hermana dormía−, pero el karma te lo compensará. El karma te
ayudará y velará por ti para que vuelvas a ser una niña feliz. El karma cuidará de
ti y convertirá tus lágrimas en sonrisas. Fernanda, yo soy tu karma −le dio un
beso en la cabeza−. Y también el de papá.
Volvió a su dormitorio con los ojos llenos de lágrimas. Sacó un papel y un
boli y escribió con letras grandes:
«José Cantos Villalba. Cristóbal Serrano Vilches».
A continuación, rompió el papel en mil pedazos y lo tiró a la pequeña
papelera que había al lado de su escritorio.
«Hasta nunca odio. Hasta nunca rencor. Hasta nunca venganza».
Se secó las lágrimas, se prometió que su hogar nunca volvería a ser un lugar
oscuro y triste, y se acostó.
BAU-BAU
«Hagas lo que hagas, no te quedes dormido».
−Pesadilla en Elm Street.

Corría el año… espera, no lo recuerdo. Lo que si recuerdo es el lugar:


Bucarest, Rumanía. Un pequeño apartamento en el centro, recién alquilado por
una chica. Se llamaba Laura Miller.
Laura había terminado los estudios de periodismo dos años atrás, pero no
lograba encontrar un trabajo de «lo suyo». Al final lo encontró, pero le costó
muchas entrevistas y casi dos años sirviendo cafés y aguantando a hombres
infelices, borrachos y pesados que preferían el calor de un vaso al de su mujer.
Con el sueldo de su recién estrenado trabajo, se mudó a su «nuevo»
apartamento. Nuevo lo he puesto entre comillas porque, aunque era nuevo para
ella, nada tenía de nuevo. Ni siquiera los muebles. Menos aún la cama. Lo
alquiló a través de una agencia, a un precio normal: ni caro ni barato. ¿Cómo iba
a imaginar el horror que en él habitaba si todo el mundo sabe que las viviendas
malignas están tiradas de precio? ¿Es posible que un apartamento de un precio
normal albergue algún horror en su interior? La respuesta es sí, pero Laura se dio
cuenta demasiado tarde.
A las 18 horas de su primer día en el apartamento, terminó la que también
era su primera jornada laboral en la radio. Salió de la oficina con una amplia
sonrisa en la cara, reflejo del torrente de felicidad que la recorría por dentro. Por
fin las cosas le iban bien. De camino a su apartamento, pasó por el badulaque y
compró una botella de vino blanco con la que acompañaría la cena. Una vez en
casa, se duchó, preparó una deliciosa sopa de albóndigas y, después de cenar,
saboreó el vino mientras leía Sinuhé el Egipcio a la luz de una vela. Cuando los
ojos se le comenzaron a cerrar, decidió que era el momento de meterse en la
cama. Se desnudó y se tumbó debajo de las frías sábanas. Le encantaba sentir el
suave y fresco roce de la ropa en sus pezones. Su mente comenzó a imaginar
cosas. Pronto notó como su sexo se humedecía y sintió la necesidad de darse
placer. Se tocó como nunca nadie la había tocado ni la iba tocar, aunque, en el
fondo, hubiese preferido estar acompañada. Al cabo de pocos minutos, un
orgasmo la recorrió entera y la hizo estremecer, mientras su mano seguía perdida
en su entrepierna. Cuando los espasmos se apagaron y la respiración hubo vuelto
a la normalidad, Laura se colocó de lado. Miró a través de la ventana, contempló
la luna, grande y redonda, y cerró los ojos, sedada por una profunda sensación de
paz. Aún no había entrado en el fantástico mundo de los sueños cuando una
mano salió de debajo de la cama y la agarró fuertemente por el tobillo. Laura
gritó y trató de liberarse, pero la mano tiró con una fuerza sobrehumana y la hizo
caer de la cama. Se agarró a la mesita de noche e intentó ponerse de pie, pero no
lo consiguió. La mano le apretaba con tanta fuerza que las uñas se le habían
clavado en el delicado tobillo. Un reguero de sangre comenzaba a manchar el
suelo mientras ella gritaba más y más. De repente, otro tirón de la mano hizo que
medio cuerpo de Laura se deslizase debajo de la cama. La mesilla a la que se
había estado agarrando cayó al suelo y se rompió. Ahora no tenía donde cogerse.
Clavó las uñas en el suelo en un intento desesperado de salvarse, pero fue una
muy mala idea, pues a los pocos segundos un último tirón desde debajo de la
cama hizo que sus uñas y dedos quedaran destrozados. Y de nada le sirvió a
Laura, pues Laura ya no estaba. Se había convertido en una víctima más de ese
ser al que todos tememos y nadie ha visto jamás. Ese ser que come personas y
vive debajo de la cama o dentro del armario. Sí, estoy hablado del Bau-Bau. O
como lo llamamos en España, el Coco.
Claro, ¿por qué no?
«La locura de un hombre es, a menudo, la esposa de otro».
−Helen Rowland.

−Esta tarde he quedado con alguien −le dije a Ana mientras tomábamos el té
matutino en la cafetería del aeropuerto.
−¿Con quién? ¿Es una chica?
−Sí, una chica. Se llama Clara. Pero no es nada sexual, sólo vamos a tomar
algo, como amigos.
−Claro… Como amigos... −dijo Ana, que me conoce muy bien.
−¡Que sí! Hemos quedado un par de veces antes y no ha pasado nada. Y, por
su parte, no he notado intención de ir a más.
−Por su parte, tú lo has dicho. ¿Y por tu parte qué?
−Por mi parte nada. A ver, es una mujer que me parece atractiva. Además,
está casada y eso me da mucho morbo, ya lo sabes. Pero como no veo interés por
su parte no voy a intentar nada.
−¿Está casada? ¿Cuántos años tiene? −preguntó Ana abriendo los ojos.
−No lo sé exactamente, pero unos cuarenta. Bien llevados.
−Muy bien. Pues si no has notado ningún interés más allá de la amistad es
mejor que no intentes nada.
−Lo sé, lo sé. No pensaba hacerlo…
−Ya.
Pasaron las horas y llegó la tarde.
Salí de la ducha y me arreglé. Iba un poco justo de tiempo y nunca había
estado en el pueblo donde íbamos a vernos, así que le envié un mensaje para
avisarla de que seguramente me retrasaría. Menos mal, porque me retrasé.
−¡Hola! ¿Qué tal? −me saludó cuando por fin nos vimos.
−¡Hola! Muy bien. ¿Qué tal tú? −Inexplicablemente estaba nervioso.
−Muy bien, también. ¿Quieres ir a tomar algo o damos un paseo primero?
−preguntó.
−Como quieras, estamos en tu pueblo −le dije animado.
−Va, vamos a dar un paseo y te enseño el paseo marítimo, que es muy chulo.
Comenzamos a caminar alrededor de la playa. Hacía bastante viento y había
mucho oleaje. Tanto que tuvimos que separarnos de la orilla porque nos
salpicaba toda el agua en la cara. Ni siquiera podíamos hablar.
−MEJOR VAMOS A TOMAR ALGO. NO HACE MUY BUEN DÍA PARA
PASEAR POR AQUÍ −dijo gritando.
−ME PARECE GENIAL.
Dejamos atrás el paseo marítimo con su espléndido oleaje y nos metimos en
un bar llamado Aquarius.
−¡Qué bien se está aquí! −dije riendo cuando el camarero dejó en nuestra
mesa los dos champús que habíamos pedido.
−La verdad es que sí. Hacía mucho que no veía el mar tan descontrolado
−dijo Clara.
−Debe estar triste por algo, pero nunca lo sabremos.
Comenzamos a charlar sobre nuestras vidas. Ella me preguntaba mucho
sobre mi trabajo, la escritura, mi forma de pensar… Daba la impresión de que yo
era alguien hacia quien ella tenía o había tenido prejuicios, y estaba
aprovechando el momento para comprobar si los prejuicios eran reales o no.
Creo que lo hice bien porque se la veía cómoda. En un momento de la
conversación, miró el móvil y dijo:
−Mi familia está de viaje. Si no tienes nada que hacer y te apetece, podemos
ir a cenar.
La miré.
«¿Está diciendo lo que yo creo que está diciendo?», pensé.
−Claro, ¿por qué no? −dije.
Pagamos la cuenta y salimos del bar. Me guio hasta un restaurante típico de
pueblo costero, con redes de pesca y conchas en las paredes, y nos sentamos en
una mesa al fondo del comedor. Pedimos vino y una mariscada para compartir.
Comimos, bebimos y seguimos hablando. Esta vez la conversación iba de
viajes, algún episodio de su pasado y mis relatos eróticos. Fue en ese momento
que comencé a darme cuenta de que ella sí quería algo más que amistad. Tal vez
fuese por el vino, no sé. El caso es que estaba mucho más cercana y juguetona.
Bromeaba más y me miraba de otra forma. La mirada de una mujer dice mucho
si se observa con atención, y la suya era muy clara.
−¿Qué te dicen las chicas cuando les dices que tienes un blog y escribes
relatos eróticos?
−Para empezar, no escribo solo relatos eróticos −dije riendo. −Pero, en
general, a las chicas les suele gustar el rollo del blog y mis historias −añadí
mirándola a los ojos.
−¿Ah sí? A mi creo que me daría un poco de miedo conocer a un chico que
escribe ese tipo de cosas. No me gusta que cuenten mis intimidades…
Me eché a reír.
−Soy muy discreto. Solo la protagonista de mis historias sabe que es ella.
Soy tan discreto que, a veces, ni ella misma se reconoce.
−Eso está bien. Así no me daría tanto miedo −dijo guiñándome el ojo.
Sonreí y le pregunté:
−¿Crees que podría quedarme un rato en tu casa antes de volver a la ciudad?
Mis capacidades están un poco mermadas después de tanto vino.
−Sí, sí. Te puedes quedar todo el rato que quieras −contestó.
Tengo que reconocer que me daba mucho morbo y me sentía un poco
abrumado por la situación. Me moría de ganas de ir a su casa.
****
−Buenas noches −nos despidió el camarero.
−Buenas noches −respondimos nosotros casi al unísono.
Salimos del restaurante y me dejé llevar. la seguí por las calles del pueblo
hasta llegar a su casa. Solo tardamos cinco minutos. Entramos en su casa y cerró
la puerta. Me llevó hasta el salón y me dijo que me pusiera cómodo, que venía
enseguida. Le hice caso. Me quité la chaqueta y me senté en el sofá. Al cabo de
unos minutos apareció ella con un pijama beige fino y ajustado. Se sentó a mi
lado.
−Me gusta tu pijama −le dije.
Las siluetas de los pezones contra el pijama me susurraban que no llevaba
sujetador. No pude evitar preguntarme si tampoco llevaría bragas.
−Es un pijama cualquiera −dijo riendo−. En realidad, duermo siempre sin
ropa, pero no quería asustarte.
Reí yo también, entre divertido y nervioso.
−Por mí no te cortes, eh; puedes quitártelo.
−Preferiría que me lo quitases tú…
«Vaya…»
−Me gusta quitarle la ropa a las mujeres cuando me lo piden. Túmbate, por
favor −dije tratando de ocultar los nervios.
Se reclinó y se quedó tumbada en el sofá. Mis manos se desplazaron hacia su
cintura. Agarré el pantalón y comencé a bajarlo muy despacio…
−¡Rubén! ¿Estás bien? −la voz de Clara me devolvió a la realidad.
«Mierda. Tengo que dejar de soñar despierto».
−Sí, sí, perdona. Me quedé en las nubes…
−Ya te he visto, ya. −Rio−. Entonces, ¿qué me dices? ¿Cenamos?
Mi pene duro y erecto hacía que me apretasen los vaqueros. La miré. Sonrió.
Sonreí.
−¡Claro! ¿Por qué no…?
El amanecer, el final
«Llegará el día en que termine esta horrible guerra y volvamos a ser personas como los demás, y no
solamente judíos».
−Anna Frank.

Cuando el tren llegó todavía era de noche. Los soldados de la SS autorizaron


el desembarco y el andén se llenó de judíos asustados y hediondos. El
hauptsturmführer sacó su pistola, disparó al aire y, a continuación, se aclaró la
voz. Un silencio aplastante recorrió el andén.
−Bienvenidos a Auschwitz. −Se acercó a un niño de unos tres años que
estaba temblando de miedo y frío−. No tengas miedo pequeño, pronto todo habrá
pasado −dijo mientras le acariciaba la cara.
El niño sonrió levemente y se secó los mocos con la manga de la chaqueta.
El hauptsturmführer levantó la vista de nuevo.
−Ahora les asignaremos un lugar en el campo, en el que vivirán y trabajarán
para ganarse la libertad. Pero antes, necesito que los niños, ancianos y adultos
enfermos se coloquen en el lado derecho del andén. −Señaló a su izquierda−. Y
el resto en el lado izquierdo. −Señaló a su derecha.
Nadie se movió.
−¡Ya habéis oído! Los adultos que puedan trabajar a la izquierda y el resto a
la derecha −dijo el scharführer−. ¡VAMOS!
Movidos por los gritos y golpes de los soldados, los judíos comenzaron a
organizarse. Los débiles en un lado y los fuertes en el otro. Muchas madres y
padres, jóvenes y sanos, trataron de colocarse en el lado de los débiles para que
no los separaran de sus hijos, pero los soldados de la SS se encargaron de
corregir el deliberado error. En apenas veinte minutos, la selección estuvo hecha.
−Muy bien, muy bien. −El hauptsturmführer miró a sus hombres y asintió
con la cabeza.
Los soldados se organizaron en dos secciones. Una de ellas comenzó a dar
órdenes al grupo de los adultos y lo llevó a los barracones norte. La otra se
quedó en el andén con el grupo de los ancianos, niños y enfermos. El
hauptsturmführer encendió un cigarrillo. A continuación, llamó al scharführer.
−Al número cuatro.
−A sus órdenes.
El scharführer transmitió la orden a los soldados y el grupo se puso en
marcha. Decenas de niños lloraban desconsolados. Sucios y temblando de frío,
buscaban a sus padres con la mirada mientras los ancianos del grupo trataban de
consolarlos. Era imposible. La pena y la desesperación se había personificado en
esos niños y nada ni nadie podía darles consuelo. Cuando el grupo llegó al
edificio número cuatro, el scharführer ordenó detenerse e hizo una señal a los
miembros del sonderkommando.
−Bienvenidos a Auschwitz −dijo uno de los sonderkommandos−. No tengáis
miedo, nosotros también somos judíos. Ahora os podréis duchar y luego os
llevaremos a las viviendas. Venid.
Los sonderkommandos llevaron al grupo de ancianos, niños y enfermos
hasta una sala vacía y les pidieron que se desnudaran para poder pasar a las
duchas. Cuando todo el mundo estuvo desnudo, les mandaron entrar en otra sala.
Un zulo grande y oscuro, dotado con un sistema de tuberías que, ciertamente,
parecían unas duchas. Después cerraron las puertas.
Mientras, en el exterior, el hauptsturmführer levantó la vista hacia el
horizonte. El cielo comenzaba a teñirse con los colores del amanecer. Sus
hombres lo miraban, con los botes en la mano, esperando la orden. Volvió la
vista hacia ellos. Dio la última calada a su cigarrillo.
−Öffnen Sie den Wasserhahn.
¿Qué se siente justo antes de morir?
«¿Por qué no pensar que la muerte no es nuestra tumba sino nuestra cuna?»
−Juan Ramón Jiménez

La noche había degenerado con el paso de las horas y, donde antes había una
multitud de jóvenes pasándoselo bien, ahora no quedaba más que basura y
vómitos. Michelle lo observaba todo desde un banco frente a la discoteca,
impasible, tan sobria como al principio de la noche. No había tomado nada de
alcohol ni drogas y, sin embargo, había experimentado todas las sensaciones que
el LSD, la cocaína, la marihuana y el alcohol producían en la mente de un ser
humano.
****
Seis meses antes la vida de Michelle había sufrido un giro inesperado. Antes
del accidente de coche, era una chica casi normal. Estaba en primero de Derecho
y soñaba con conocer algún día a Brad Pitt. Vivía con sus padres, en una bonita
casa con jardín, y veraneaba en la playa. Como he dicho, una chica casi normal.
Podría haber dicho normal, pero creo que no hay nadie normal. De todas formas,
con el accidente, como si de un velo se tratara, su consciencia individual se había
venido abajo. Al principio fue muy raro para ella. Sentía un vacío insalvable en
su interior y no entendía nada de lo que le estaba pasando. Su cuerpo no tenía
límites y podía sentir la energía fluyendo a través de cada célula de su piel. Más
tarde vino la primera experiencia transpersonal.
Michelle estaba con su madre, en la misma cafetería en la que desayunaban
cada domingo desde que se habían mudado a esa parte de la ciudad. En frente
suya había una pareja de enamorados, cogidos de la mano y conversando
alegremente.
−Michelle, cariño, ¿qué quieres? −le preguntó su madre mientras el camarero
esperaba pacientemente con el bolígrafo y la libreta en la mano.
−Un café con leche, por favor −contestó.
−Para mí un cortado y un cruasán −dijo la madre.
El camarero tomó nota y fue a preparar el pedido. Michelle volvió a desviar
la mirada hacia la pareja de enamorados. De repente, sin saber cómo, transfirió
su consciencia hasta el chico, y vivió y sintió como si ella fuera ese joven. Amó
a la mujer que estaba con él, deseó a la mujer que estaba con él, y saboreó el café
que él se estaba tomando.
−¡Michelle! Cariño ¿qué te pasa? ¡Michelle! −dijo su madre sacudiéndola
por los hombros.
Michelle volvió a su cuerpo y comenzó a respirar agitadamente.
−Cariño, ¿qué te pasa?
−Nada mamá, no te preocupes… −Apenas tenía aliento−. Creo que me he
quedado dormida… −contestó tratando de calmarse.
−No te has quedado dormida. Has estado más de dos minutos con los ojos en
blanco y no me contestabas. Vamos al médico ahora mismo.
−Mamá, me hicieron muchas pruebas después del accidente y estaba todo
bien. En serio, no me pasa nada.
−No es discutible. Nos vamos al médico ahora mismo.
Obligada por su madre, salió de la cafetería y se subió al coche. Media hora
más tarde estaban en el hospital.
El doctor escuchó pacientemente la versión de la madre y luego le preguntó a
la chica qué le había pasado y cómo se había sentido.
−Creo que me he desmayado. Nada más.
−De acuerdo, repetiremos todas las pruebas. Es verdad que todo apunta que
ha sido un simple desmayo, pero te diste un golpe muy fuerte en la cabeza
cuando tuviste el accidente y debemos tomar todas las precauciones.
Le repitieron las pruebas de imagen del cerebro, cráneo y espalda, pero todo
estaba bien. El doctor le quitó importancia al incidente de la cafetería y le dijo a
Michelle que continuara haciendo vida normal, pero él no sabía que ya nunca
más habría vida normal para Michelle. Ese fue el comienzo de una nueva vida. O
de muchas nuevas vidas. Las experiencias transpersonales siguieron sucediendo
y llegó un momento en el que fue capaz de controlar cuando entraba o salía de
los cuerpos de los demás. El único requisito necesario para poder acceder a ellos
era tener contacto visual. Una vez la consciencia era transferida daba igual si se
separaban los cuerpos y se rompía el contacto. En una ocasión, se había
introducido en la mente de un comandante de avión cuando salió de la cabina
para ir al baño, y se mantuvo en él hasta que el avión hubo aterrizado. Sí,
mientras estaba meando también. Fue emocionante. Sobre todo, en el momento
del aterrizaje.
****
Michelle se levantó del banco y comenzó a caminar hacia la playa. Había
estado toda la noche en la discoteca, sintiendo y viviendo en los cuerpos de esos
muchos jóvenes que se ponían hasta el culo de drogas y alcohol. Sin duda, la
mejor experiencia fue con el LSD, pero también la peor. A uno de sus huéspedes
le había sentado muy bien y los efectos habían sido súper estimulantes. A otro
no le había sentado tan bien y, bueno, tuvo que salir de él de inmediato. Unos
pocos segundos habían bastado para saber que el LSD puede destrozar una
mente en un abrir y cerrar de ojos.
Después de caminar durante unos diez minutos, llegó a la playa y se fue a
bañar. El agua estaba muy fría, pero apenas lo notaba. Cuantas más mentes
ajenas poseía, más difusas se volvían sus propias sensaciones. Salió del agua y
vio a una pareja follando en una hamaca, junto al paseo marítimo. Se acercó a
ellos y fijó la mirada en la chica. Al cabo de un instante estaba en su interior,
sintiendo la misma excitación que sentía esa desconocida con la falda subida, el
tanga bajado y un pezón en la boca de su pareja. Gimió, besó, tocó. Y se corrió
como su fuese ella la que estuviese follando. Después regresó a sí misma, como
si nada hubiera pasado. Siguió caminando y se adentró de nuevo en la ciudad.
Unas calles más allá había dos coches de policía con las luces azules encendidas
y parpadeando. Curiosa, anduvo hasta allí. Al llegar, se encontró a una anciana
en el suelo, respirando con dificultad y con un hilo de sangre saliendo de su oreja
izquierda. Un policía trataba de mantenerla consciente, temiendo que, si sus ojos
se cerraban, lo hicieran para siempre. Los otros policías estaban con un joven
visiblemente afectado por el alcohol. Al parecer, había arrollado a la anciana
cuando esta estaba cruzando la calle por el paso de cebra. Michelle sintió ganas
de matarlo, pero se contuvo. Prefirió arrodillarse al lado del policía e intentar
ayudar de alguna forma. Agarró la mano de la anciana y, junto al policía,
comenzó a hablarle y a decirle que estuviera tranquila, que todo iba a salir bien.
Pero eso no se lo creía nadie. La respiración de la anciana era cada vez más
débil, y su mano perdía fuerza a cada segundo que pasaba. Se estaba muriendo.
Entonces, el corazón de Michelle dio un salto y comenzó a latir con fuerza.
«¿Y si…?»
Se le hizo un nudo en el estómago. Estaba ante una oportunidad única.
«¿Qué sienten las personas justo antes de morir? ¿Hay consciencia en el
momento en que la muerte viene a buscarnos? No puedo hacerlo… Esto es
demasiado para mí…»
−Señora, por favor, míreme, no se duerma. Señora, la ambulancia está
llegando, todo saldrá bien. Mantenga los ojos abiertos, por favor −gritaba el
policía desesperado ante el inevitable desenlace.
La respiración de la anciana se debilitó más y pasó a ser entrecortada.
«Tengo que hacerlo».
Miró a la anciana e introdujo su consciencia en ella. De pronto, todo era
blanco y puro. Sentía su propia respiración, el esfuerzo de su corazón por
mantenerla con vida, pero eso ya no tenía importancia. Ella se estaba yendo y no
había vuelta atrás. La voz desesperada del policía era apenas un susurro lejano,
como si formara parte de otra vida, de un pasado lejano. La invadió un calor
muy agradable, tanto que no se puede expresar con palabras. Se sentía en paz,
rodeada del amor más puro. El eco de sus latidos comenzó a apagarse. Ya no oía
su respiración. Se sentía como una ballena gigante en un océano de quietud. Era
grande y expansiva, y una sensación de amor lo envolvía todo. Sus latidos se
apagaron del todo y comenzó a elevarse. Muy lentamente. A un ritmo perfecto.
Todo era perfecto. Todo fue perfecto. Para siempre. Para toda la eternidad.
El arbolito
«Incluso un hombre puro de corazón que reza sus oraciones, puede transformarse en lobo cuando
cae la luna».
−El Hombre Lobo.

El cielo anaranjado indicaba el final del día y el inicio de la noche. Leo


agarró una piedra especialmente brillante y la guardó en su bolsillo. Después,
levantó la mirada y se encontró a sí mismo en mitad de un pequeño claro. Miró a
su alrededor y se dio cuenta de que se había alejado demasiado del camino.
Volvió sobre sus pasos, con la esperanza de encontrar el sendero antes de
que el ocaso culminara y se llevara toda la luz, pero la mala suerte ya le había
ganado la partida al pequeño Leo. No consiguió encontrar el camino y, pronto,
se vio perdido en mitad de la espesura del bosque. El miedo comenzó a latir en
su pecho. Despacio. Justo debajo del corazón. Bum. Bum. La luna ya brillaba en
el cielo, pero los árboles eran tan altos y abundantes, que solo unos pocos rayos
de luz penetraban hasta dónde estaba el niño. El bosque y sus habitantes, antes
dormidos y tranquilos, parecían estar despertando. Se oían ruidos desde todas
direcciones: los grillos cantaban, las lechuzas ululaban y los lobos aullaban. Leo
estaba cada vez más asustado y, en su pecho, el miedo ya latía más fuerte que su
corazón. Bum. Bum. Bum. La imagen de su madre llego a su mente y comenzó a
llorar. Quería volver con su mamá.
Aceleró el paso y caminó sin rumbo durante más de una hora, hasta que llegó
de nuevo al pequeño claro en el que había recogido la última piedra del día. Allí
la luz de la luna era intensa y brillante. Pensó que ese era el mejor sitio para
pasar la noche y se sentó en un tocón que había justo en medio del claro. Debía
de haber sido un árbol enorme, pues el diámetro del tronco era lo
suficientemente grande para que el crío se tumbara hecho un ovillo. Permaneció
allí durante mucho rato, temblando de frío y con demasiado miedo para meterse
de nuevo en la tupida oscuridad de la espesura. De repente, se dio cuenta de que
no estaba solo: unos ojos lo observaban a través de los árboles. Paralizado por el
miedo, vio como esos grandes ojos rojos se le estaban acercando lentamente. De
pronto, la silueta plateada de un enorme lobo apareció en el claro.
−Hola, pequeño −dijo el lobo.
Leo, con el corazón desbocado y aterrorizado por la imponente presencia del
animal, saltó del tocón y comenzó a correr hacia la profundidad del bosque. Pero
el lobo era ágil y rápido, tanto que de un solo salto consiguió cerrarle el paso.
−¿Adónde vas? El bosque es demasiado peligroso para un niño tan pequeño.
−Sonrió amablemente−. ¿Cómo te llamas?
El niño se quedó quieto, bloqueado de nuevo por el miedo.
−Le… Leo, señor lobo.
−Muy bien. ¿Cuántos años tienes, Leo?
−Cinco… −contestó mostrado los cinco dedos de la mano derecha.
Los ojos del lobo resplandecieron durante un segundo. Después, comenzó a
caminar hacia el tronco en el que había estado acurrucado el niño.
−Ven, siéntate. Me quedaré contigo para que no tengas miedo.
Leo obedeció y caminó hasta el tronco.
−Quiero ir con mi mamá −dijo sollozando.
−Claro pequeño. No te preocupes, pronto irás con tu mamá. Sabes, yo
también tengo un hijo. Se llama Noel y tiene cinco años, como tú.
El pequeño seguía llorando en silencio, con los brazos cruzados. La bestia se
acercó a él y lo envolvió con sus patas para protegerlo del frío.
−Te voy a contar un cuento. Un cuento que comienza en un pequeño pueblo
al otro lado del valle, muy lejos de este bosque. En ese pueblo vivían muy felices
los tres miembros de una familia: papá, mamá y su hijito.
»El papá trabajaba talando árboles en el pie de la montaña, para después
intercambiar la leña en el mercado del pueblo. Unas veces la cambiaba por leche
y huevos, otras por tomates, zanahorias y cebollas, y otras por carne o pescado.
Cuando no necesitaba ninguno de esos alimentos, la vendía por unas cuantas
monedas que después le servirían para comprar ropa, herramientas o utensilios
para el hogar. Mientras el papá estaba en el campo, la mamá preparaba la
comida, cuidaba de los animales, limpiaba la ropa junto al río y mantenía el
fuego de la chimenea siempre encendido para que nunca hiciera frío en su
modesto hogar. El niño, que había comenzado a ir al colegio dos años antes, se
dedicaba a estudiar y a ayudar a su madre con las tareas del hogar.
−Mi mamá también lava la ropa en el río −dijo Leo. Ya no lloraba ni tenía
frío.
El lobo lo miró, afable. Acarició su cabello con la zarpa derecha.
−Un día, durante una larga jornada de trabajo, el papá vio un árbol muy raro
entre todos los demás. Era un árbol fino, oscuro y sin hojas a pesar de que era
época estival. Clavó la mirada en sus ramas y un escalofrío le recorrió la espalda.
Decidió que lo mejor sería alejarse de allí y seguir trabajando, y así lo hizo; pero,
al cabo de dos horas, se encontró de nuevo ante el enclenque arbolito. Esta vez
no sintió nada. Sin embargo, se acordó de la desagradable sensación que había
tenido al verlo por primera vez y se alejó de nuevo. Siguió cortando troncos y
apilando leña, hasta que una hora más tarde, sin saber cómo, volvía a estar junto
al extraño árbol. Miró hacia él como si fuera la primera vez que lo veía. Ya no se
acordaba de la desagradable sensación que le había provocado la primera vez. Ni
siquiera se acordaba de que ya lo había visto antes. Sin pensárselo dos veces,
armó sus brazos y golpeó el fino tronco con todas sus fuerzas. No le hizo ni una
muesca. No se rindió y siguió golpeando. Parecía imposible que algo tan fino
pudiese aguantar los terribles hachazos que estaba recibiendo. Al fin, tras
muchos golpes, el hacha atravesó el tronco de lado a lado y el árbol se desplomó.
Inmediatamente después, un grito que helaba la sangre se escuchó en todo el
valle.
−¿Era el árbol el que gritaba? −preguntó el niño con los ojos muy abiertos.
−No era el árbol, Leo, sino el demonio que habitaba en él.
»Cuando el tronco se rompió, el árbol se vino abajo, pero, antes siquiera de
tocar el suelo, se convirtió en un demonio negro. Era alto y delgado. En su rostro
solo había una gran boca llena de dientes afilados. Sin ojos ni nariz ni orejas.
Tenía un par de brazos largos y torcidos, como las ramas del árbol que había
sido. Sus piernas eran un manojo de raíces podridas y en su espalda aleteaban
dos alas atrofiadas, inútiles, pero aterradoras.
El demonio enloqueció de rabia al descubrir que el papá había matado al
árbol que lo mantenía ligado a la vida. «A partir de ahora me alimentaré vidas
humanas», le dijo. Después, condenó al papá a una vida de servidumbre: durante
el día le permitiría estar con su familia, pero, al caer la noche, tendría que
abandonar el lecho para salir a cazar. A cazar humanos. Y más le valía cazar
algo todas las noches, porque si no, la esposa y el hijo del papá, serían las presas
del demonio.
Leo miró al lobo y, excitado, preguntó:
−¿Cómo hizo el papá para cazar humanos?
−El demonio, además de convertirlo en su siervo, lo maldijo, pequeño.
−¿Le lanzó un hechizo?
−Sí. Eso es. Le lanzó un hechizo y, desde entonces, cuando el sol se oculta
en las montañas, el papá se vuelve más fuerte y ágil. Ve en la oscuridad y su
olfato es inmejorable.
−¿Cómo si se transformara en un perrito?
−Ahá. En un perrito grande y temible, Leo −contestó el lobo mientras
levantaba una zarpa por encima de la cabeza del niño.
Leo se quedó callado unos instantes, pensativo.
−¿Cómo un lob…?
Crack.
La zarpa cayó sobre la nuca de niño y le partió el cuello.
«Un día más con ellos».
El porexpan al partirse
«Una pasión tiene que tener algo de clandestino, algo de transgresor y algo de perverso».
−Graham Greene.

La fiesta se había terminado y la calle estaba llena de gente borracha y


ruidosa. Ella y yo, mediante acuerdo previo, nos alejamos de la turba y
callejeamos hasta dejar de escuchar las voces. El plan era resolver algunos
malentendidos de la noche anterior, pero no iba a ser fácil por la notable
cantidad de alcohol que contenía nuestra sangre. Además, teníamos que luchar
contra nosotros mismos. Yo no estaba seguro de qué estaba pasando ni de qué
iba a pasar. Ella, aunque tampoco tenía pinta de saberlo, no parecía preocupada
por ello.
«Siempre igual. Vives en un continuo berenjenal», me dije a mí mismo.
Hacía una bonita noche, fresca como el Mediterráneo en abril. Caminamos
durante un buen rato sin que la conversación se apartara de lo trivial. Con ella las
cosas eran así, podía pasarse la noche entera jugando al escondite y, cuando por
fin la encontrabas, decirte con descaro que el que había estado huyendo eras tú.
Eso sí, con descaro simpático, no había orgullo ni ego en ese juego inocente.
Con ella nunca tuve la sensación de estar perdiendo el tiempo. Era como una
partida de tira y afloja en la que ambos jugadores son demasiado cautos y
ninguno es capaz de tirar o aflojar lo suficiente para que la partida se decida. Y,
además, era aventura; sorpresa; espontaneidad. Tal vez te parezca que eso era
bueno, pero no, esa noche no. Esa noche era para los cautos. Para los cobardes.
Para los que no se dejan llevar. Para los débiles. Esa noche era para los que no
sobreviven.
Entre risas e indirectas que eran más directas que una mirada a los ojos,
llegamos a la puerta de una pequeña iglesia de barrio. Era de paredes y techo
altos, construida con piedra pulida, probablemente a finales del siglo XVI o
principios del XVII. Tenía un cerco perimetral que combinaba muros de piedra
con una gran puerta de reja. Dentro de ese cerco había un pequeño patio de no
más de cinco metros cuadrados, y después, la portalada de madera que servía de
acceso principal a la iglesia. Nos detuvimos frente a ella, sorprendidos. Tanto la
puerta de reja exterior como la de madera interior, estaban abiertas.
Miré el reloj y comprobé que eran casi las cuatro de la mañana. Las calles en
esa parte de la ciudad estaban totalmente desiertas. Solo estábamos ella y yo.
Nos quedamos mirando y su cara se iluminó.
−¡Entremos! −dijo cogiéndome del brazo.
En ese momento, un cauto hubiese seguido su camino. Un cobarde hubiera
bajado la cabeza, metido las manos en los bolsillos y, casi corriendo, se hubiese
alejado lo máximo posible de ese lugar. Pero ella no era cauta ni cobarde.
−Venga, ¡entremos! −insistió.
−Diana, olvídalo, no voy a entrar en una iglesia de noche.
−Venga, no seas caguica.
−Te lo digo en serio, no voy a entrar. Y tú tampoco deberías hacerlo.
−Yo voy a entrar. ¡Acompáñame! −Con una mano sostenía el vaso de
plástico que le dieron al salir del pub, medio lleno de cerveza; con la otra tiraba
de mí hacia la puerta de reja.
−Escúchame bien, no voy a entrar, y menos con una cerveza. Puede haber
una ceremonia, o vete a saber el qué.
−Vale, dejo la cerveza aquí. −Soltó el vaso en el muro de piedra−. Ya
podemos entrar.
La miré fijamente. Estaba súper emocionada con la idea de entrar en la
iglesia. Quería hacer travesuras, y el espacio-tiempo me había otorgado el
dudoso honor de ser su compañero de juegos.
−Entramos, pero sin liarla.
−¡Vale! Sólo vemos por qué está abierta y nos vamos −contestó sonriendo.
Franqueamos la primera puerta. Franqueamos la segunda. Entramos en la
iglesia.
Lo primero que vi fue una enorme figura de Jesucristo en la Cruz, colgada de
la pared, a nuestra derecha. Era notablemente más grande que la mayoría que yo
había visto, sobre todo porque no era proporcional al tamaño de la iglesia en que
se hallaba. A ambos lados de la sala había bancos que los feligreses usaban para
sentarse durante las ceremonias. Al fondo, unas rejas tras la cuales estaba el
altar. Cuatro velas de cera arrojaban una delicada luz naranja sobre la estancia.
Me quedé en el pasillo, junto a la puerta, observando todo con atención. Ella,
más valiente que yo, caminó hasta las rejas previas al altar. De repente se paró.
Miré hacia ella y… sentí como todos los músculos de mi cuerpo se congelaban.
Delante suya, frente al altar, había una figura, de rodillas, cubierta con un largo
manto de color blanco. No podíamos saber con exactitud de qué se trataba
porque estaba de espaldas a nosotros, pero estaba hablando. O rezando. O
cantando. O gimiendo.
Le hice una señal con la mano para que regresara y obedeció. Despacio, sin
hacer ruido, salimos de la iglesia.
−¿Has visto eso? ¿Qué era? −me preguntó entre nerviosa y excitada.
−No lo sé, pero este sitio no me está gustando. Venga, vámonos.
−¡NO! Tenemos que volver a entrar para ver qué o quién es.
−Ni hablar, yo no vuelvo a entrar.
−¡Por favor! Tenemos que entrar, quiero saber qué pasa ahí dentro.
−Estás completamente loca, en serio. ¿Qué más te da? Es una iglesia, hay
alguien ahí dentro. Dejémoslo estar, no nos incumbe.
−Pero quiero saber. Va, va, va, entremos. −Se dio la vuelta y comenzó a
caminar hacia dentro otra vez.
«¡¿En qué cojones está pensando?!»
En ese momento, el débil se hubiese detenido, hubiese dado media vuelta y
se hubiese refugiado en la seguridad de su hogar. El que no sobrevive, fiel a su
condición de presa, hubiese corrido, dando la espalda al peligro. Pero ella no era
débil ni presa. Entró en la iglesia.
«Me cago en Dios, y nunca mejor dicho». Respiré hondo y entre detrás suya.
La vi acercándose despacio a las rejas. Estaba a menos de dos metros.
−¿Hola? −dijo de repente.
La figura se movió con brusquedad y reveló otra figura oculta tras la
primera. Al principio no entendí lo que estaba viendo, pero luego todo se hizo
obvio.
«MIERDA».
−Vámonos, Diana −dije levantando la voz.
−De aquí no se va nadie. −El sacerdote se incorporó al tiempo que se tapaba
las partes íntimas con la sotana y abrió la reja que separaba el altar de la nave
central, dejando a su compañera de placeres tendida y desnuda frente a Dios, la
Virgen y todos los Santos.
−¡Diana, ven aquí!
Me acerqué a ella deprisa, antes de que llegará el empalmado y furioso
sacerdote, pero no pude evitar la embestida. Nos golpeó con la fuerza del
Espíritu Santo y caímos al suelo. Agarró uno de los candelabros que había frente
a la primera fila de bancos, lo levantó por encima de su cabeza, invocó al
Arcángel Gabriel y lo bajó directo hacia mi cara. Me aparté por los pelos. Rodé,
me levanté y me eché encima suya. Diana hizo lo mismo y entre los dos lo
tiramos al suelo, con tan mala suerte que su cabeza grande y podrida aterrizó
sobre uno de los bancos y se rompió el cuello. Fue un ruido curioso, similar al
que hacen las bandejas de porexpan al partirse. Nos quedamos mudos, junto al
cuerpo inerte del párroco. Estábamos en shock. Ni siquiera nos dimos cuenta
cuando la amante de monseñor pasó a nuestro lado y salió de la iglesia. Tras
unos minutos reaccionamos. Nos miramos y sin necesidad de hablar, nos
pusimos de pie y salimos de allí. Una vez fuera, caminamos durante más de una
hora, hasta que estuvimos lo suficientemente lejos de la iglesia. Entramos en un
portal y acordamos que nunca íbamos a hablar de esa noche con nadie. Luego
nos separamos y no la he vuelto a ver.
Al día siguiente los periódicos locales anunciaron la muerte del sacerdote:
Monseñor Floreano es hallado muerto en la Iglesia del Cristo de la
Fertilidad
Todos coincidieron en que se trataba de una muerte accidental. Al parecer, la
amiguita del fallecido tampoco consideró oportuno hablar.
La última vez
«El amor hacia los amantes es como una guerra: sencilla de comenzar, pero muy difícil de parar».
−Anónimo.

La calle estaba mojada. Había llovido durante la tarde, pero desde el


aislamiento de mi pequeño despacho no me había enterado. Metí una mano en el
bolsillo y saqué el móvil. Releí su mensaje:
«Estoy sola esta noche. Supongo que no querrás verme, pero, si cambias de
opinión, ya sabes dónde vivo».
«Soy gilipollas. No voy a aprender nunca», pensé mientras giraba la esquina.
La última vez que la había visto me había jurado que no habría una próxima,
pero ya ves, ahí estaba de nuevo, yendo a su casa porque su novio estaba fuera
esa noche. Aun sabiendo que esa mujer no iba a traerme más que problemas.
Pero ¿qué más me daba? Me la sudaba el futuro. Yo solo pensaba en el presente,
y el presente con ella prometía mucho.
Toqué el timbre y en pocos segundos resonó el mecanismo que me abría el
portal. Sin preguntas. Empujé la puerta y entré en el edificio. Subí pacientemente
los escalones que me separaban del 3º y vi que la puerta número cinco me estaba
esperando semi-abierta. La acabé de abrir y ahí estaba ella, con vestido corto de
andar por casa, el pelo suelto y la sonrisa juguetona que tanto me gustaba.
−¿Cómo estás? −saludé con frialdad mal disimulada mientras cerraba la
puerta.
Me miró y se lanzó sobre mí. Me abrazó muy fuerte.
−Te he echado de menos. Mucho −susurró en mi cuello.
«A la mierda todo».
Agarré su cuello y la besé. Le solté el cuello y puse las manos en su culo. Sin
dejar de besarla la subí con fuerza y la suspendí en el aire, contra mí. Rodeó mi
cintura con sus piernas y la llevé hasta la habitación. Caímos sobre la cama. Le
quité el vestido. No llevaba ropa interior. Vi que sus pezones estaban esperando
mis caricias. Agarré sus pechos y los acaricié con firmeza. Cerró los ojos e
inclinó su cabeza hacia atrás.
−Te he echado tanto de menos... −volvió a susurrar mientas rodeaba mi
cabeza con sus manos y enredaba sus dedos en mi pelo.
Agarré su cara y le mordí en la comisura de los labios. Intentó besarme, pero
no la dejé. Mi boca buscó su cuello y volví a morder. Con suavidad, pero con
firmeza. Bajé un poco más y llegué a sus pechos. Volví a morder; esta vez en el
pezón. Mucho más suave. Apenas un roce.
−Ahhh... −gimió tirándome del pelo.
La cogí las muñecas y pegué sus brazos contra colchón. No ofreció ninguna
resistencia. Abrió los ojos y me miró mordiéndose el labio inferior.
−Tócame, por favor −dijo a media voz.
−Shhht. Relájate.
Lamí sus pezones. Mordí su cuello. Hice algunos ademanes de besarla, pero
no la besé. Eso la ponía muy nerviosa. Comenzó a luchar contra mí, intentando
liberarse de mi agarre, pero no lo consiguió. Volví a acercar mis labios a los
suyos. Trató de besarme, pero me aparté en el último momento. Soltó un grito y
trató de soltarse otra vez. La dejé libre. Me miró con rabia y me besó
agarrándome fuerte por el cuello y nuca. En pocos segundos se acabó la rabia.
−Tócame... −insistió.
Alejé mi cuerpo del suyo y me arrodillé entre sus piernas. Rodeó mi cuello
con sus pies y me acercó a ella. Con sus piernas sobre mis hombros la besé. Me
deslicé a la izquierda y susurré en su oído:
−Suéltame y deja caer las piernas.
Apenas había acabado mi frase que sus piernas volvían a estar sobre la cama,
a mi alrededor. Ahora todo su cuerpo estaba a mi merced. Me quité la camiseta.
Puse mi mano sobre su vientre y poco a poco fui acercándola a su sexo. Su
respiración se aceleró. Llegué. Pasé de largo. Me puse a jugar con sus muslos,
sin tocar nada especial, pero haciéndome sentir. Le mordisqueé la oreja. Volvió
a cerrar los ojos y a echar la cabeza hacia atrás. Decidí que no la tocaría. Todavía
no. Quité la mano de sus muslos y me deslicé hacia abajo. Cuando tuve la
cabeza a la altura de sus piernas comencé a morder el interior de sus muslos.
Empecé un poco más arriba de las rodillas y fui subiendo. Sus manos agarraban
mi cabeza y trataban de llevarme a su sexo. Consciente o inconscientemente, no
importa. Me resistí un poco, pero, al final, me dejé llevar. Lo lamí con mucho
cuidado y todo su cuerpo se estremeció. Seguí lamiendo su clítoris e introduje un
dedo en su interior. Estaba muy mojada. Metí un segundo dedo y comencé a
jugar mientras lamía y mordisqueaba su clítoris con extremo cuidado. Sus
gemidos se volvieron casi gritos. Sus manos no dejaban de enredarse en mis
cabellos. Supe que estaba muy cerca. Subí el ritmo. Estuve así apenas un minuto.
Por sus gemidos noté que estaba llegando. Ralenticé mis movimientos y los hice
más intensos. Poco después llegó. Puso la mano en su boca para controlar los
gritos, pero aun así no consiguió silenciarlos. Todo su cuerpo se estremecía con
su agitada respiración. Mantuve mis dedos en su interior unos instantes y fui
subiendo la cabeza mientras besaba su vientre, sus pechos y su cuello. Hasta
llegar a sus labios.
Ya había recobrado el aliento. La besé con ternura. Me abrazó muy fuerte.
−Quiero sentirte dentro de mí −dijo.
Sin apartarme de encima suya, desabroché el botón y la cremallera de los
vaqueros y me los quité, junto con las zapatillas y los calcetines, que salieron
solos arrastrados por los pantalones. Yo tampoco llevaba nada debajo de los
vaqueros. La tenía muy dura. Estaba deseando metérsela. Toqué su sexo con los
dedos y vi que seguía muy mojada. Se la metí despacio. Me abrazó muy fuerte
mientras gemía y se mordía el labio.
−¡Ahhh...! −gimió cuando la tuvo toda dentro.
Me quedé inmóvil en su interior. Saboreamos el momento. Noté los
movimientos de su vagina mientras nos besábamos de nuevo. No sé cómo lo
hacía, pero me encantaban esos espasmos internos. Comencé a moverme muy
despacio. Solo un poco. Atrás y adelante, sin perder el contacto de su clítoris con
mi pelvis. Su respiración volvía a agitarse. Jadeaba y me abrazaba con fuerza.
Noté que me pedía más. Hice mi movimiento más amplio, yendo más hacia atrás
y aumentando el ritmo. Respondió con más gemidos. Dejé de ir adelante y atrás
y me puse a describir círculos. Mordí su cuello, lamí su oreja.
−Dios... ¿Qué me estás haciendo? −preguntó sin aliento.
Dejé los círculos y se la metí entera otra vez. Pegué mi cuerpo fuertemente al
suyo. Estaba muy mojada. Era el momento de subir la intensidad. Retomé el
movimiento de adelante y atrás. Esta vez más rápido. Llevando el atrás casi
hasta el límite, pero sin salir de ella, y el adelante hasta quedar totalmente en
contacto nuestras pelvis. Con suavidad. Sin golpes. Su respiración empezó a
descontrolarse y noté que volvía a estar cerca del orgasmo. Yo también lo
estaba. Aceleré y volví a lamer su oreja. Comenzó a gemir muy fuerte.
−No pares, por favor... No pares... Me gusta mucho... Me gusta demasiado...
−decía tirándome del pelo.
Sentí que iba a llegar. Mordí su cuello y gritó. Siguió gritando y me apretó
con sus piernas. Estábamos a punto de llegar. Cerré los ojos y me dejé llevar por
el intenso placer. Eyaculé en su interior mientras ella gritaba junto a mi cuello,
fuera de sí. Sus piernas me apretaron aún más y detuve los movimientos.
Quedamos pegados, con todo mi pene dentro de ella. Seguía eyaculando y ella
no dejaba de gritar. Poco a poco, los gritos dieron paso a una jadeante
respiración y una mirada que estaba entre un cansancio aplastante y el placer
más sublime.
Sonrió y me besó. Seguimos besándonos unos instantes. Me incorporé sobre
ella y la saqué de su interior. Fui al baño y me di una ducha rápida. Me sequé y
volví a la habitación. Allí seguía ella, desnuda, tumbada sobre la cama donde
acababa de serle infiel a su novio. Después de tantas veces ya no parecía tener
ninguna importancia. Me miraba y sonreía.
−Gracias −me dijo.
−Ya sabes que no me gusta que me den las gracias −contesté guiñándole el
ojo.
−Y tú ya sabes que a mí me gusta dártelas −insistió guiñándome también un
ojo.
Me puse los vaqueros y las zapatillas.
−¿Me pasas la camiseta? Debe estar debajo tuya −le pedí.
−Claro, aunque me gustas más sin ella −respondió tirándomela a la cara.
Reí y me dirigí a la puerta.
−Me tengo que ir. ¿Vienes a despedirme? −le pregunté.
Se levantó y vino hacia la salida. Se puso junto a la puerta y la abrió de tal
manera que no se la veía desde fuera. Nos dimos un beso.
−Te echaré de menos −susurró a modo de despedida.
−Ya. Nos vemos.
Salí de casa y empecé a bajar por las escaleras. Escuché como se cerraba la
puerta de su piso. Suspiré y me prometí que esa era la última vez que la veía.
Cuando salí a la calle ya tenía ganas de volver a verla.
El gorrión mateo
«Quien ama delira».
−Lord Byron.

Esta es la fábula de Mateo, un pequeño gorrión que nació y se crio, como


todos los gorriones, en un precioso campo de flores. Las había de varios tipos y
colores: azules como el sabor del agua fría, amarillas como el zumbar de las
abejas, violetas como el olor a mermelada de moras, negras como el miedo y
rojas como el sufrimiento.
En sus primeros días de vida, todas las flores eran bonitas y agradables.
Respiraba su fragancia y se fascinaba entre tanta luz y color. Las flores le hacían
sentir bien; le daban protección, seguridad y cariño. Y él las quería, incluso a las
negras, que no brillaban ni olían a nada.
Pero, para Mateo, no todas las flores significaban lo mismo. Para él, las más
bonitas eran las rosas, rojas como el sufrimiento. Y de entre todas las rosas, tenía
su favorita. Se trataba de una rosa grande, suave y con una fragancia más dulce
que la miel de romero. Pasaba la mayor parte del tiempo junto a ella. Ninguna
otra flor lo hacía sentirse tan protegido y querido.
−Rosa, eres para mí tan querida, que el resto de mi vida junto a ti pasaría −le
decía a veces, acurrucado junto a ella bajo el anaranjado cielo del atardecer.
Ella no le contestaba. No con palabras. Pero ella también quería mucho a
Mateo. A menudo, él se quejaba de que alguna flor le había pinchado, cortado o
envenenado con el roce de sus pétalos. Cuando eso ocurría, permanecía junto a
su rosa días enteros, temeroso de salir a explorar y ser dañado de nuevo; hasta
que sanaban sus heridas y recuperaba el atrevimiento. De esa forma, Mateo
convirtió a la rosa en su templo, su refugio. El olor a madera seca durante un frío
atardecer de invierno. Una noche de sueños felices en un infancia triste y
terrible. Eso significaba para él su rosa favorita. Tal llegó a ser el vínculo entre
ellos, que una cadenita de hojas verdes nació del tallo de la rosa y se enredó a la
patita de Mateo, ligándolos suavemente para siempre.
El tiempo pasaba. Mateo aprendía y crecía junto a la rosa, y ella recibía la
compañía y el calor del pequeño gorrión. Pero un día, mientras cuidaban el uno
del otro, Mateo notó un ligero pinchazo en el pecho. Sorprendido, miró hacia
abajo y vio, erecta y firme, una espina marrón que nacía del tallo de la rosa.
Estuvo unos segundos turbado, pues hasta entonces nunca había visto espinas en
su rosa, pero en seguida se repuso y se alejó de la espina, buscando un lugar
mejor en el que acurrucarse. Siguió pasando el tiempo y, de nuevo, un pinchazo.
Volvió a mirar hacia abajo y descubrió que el tallo de su rosa se estaba llenando
de espinas.
«¿Qué está pasando?», pensó Mateo.
Hasta entonces, la rosa había sido paz y amor para él, nunca sufrimiento y
dolor. No entendía cómo algo tan bello y bueno podía haberse convertido en
algo tan doloroso. Pero ya no había vuelta atrás, Mateo no podía permanecer
junto a la rosa porque si lo hacía sufriría mucho a causa de los pinchazos.
Incluso podría morir. De ese modo, con el corazón destrozado, comenzó a
picotear la suave cadena de hojas que lo unía a su rosa favorita. Le llevó mucho
tiempo poder romperla. También le hizo sufrir mucho. Mientras luchaba por
liberarse de la rosa, se pinchó multitud de veces con las espinas, y cada pinchazo
le dolía más que el anterior.
«¿Por qué me has hecho esto, rosita querida? ¿Por qué sin avisar, has dejado
de ser para mí un dulce santuario, un ángel de la guarda, y te has convertido en
el más terrible de los sufrimientos? Permíteme, al menos, que me aleje de ti.
Deja de resistirte, no me obligues a quedarme», le pedía Mateo todas las noches,
entre lágrimas de profunda pena. No obtenía ninguna respuesta, pero él sabía que
ella también sufría. Notaba como ella moría un poco con cada herida que sus
espinas le infligían porque no podía hacer nada para evitarlo.
Al final, Mateo consiguió liberarse de su atadura, pero ni siquiera después de
romper la cadena dejó de sufrir. Muchas de las espinas con las que se había
pinchado dejaron astillas en su interior, y cada día del resto de su vida, sangró y
lloró por las heridas que esas astillas le causaban. Nunca en toda su vida volvió a
sentirse libre de dolor, pues las cadenas que lo ataban a él, a diferencia de la
cadenita de hojas, eran invisibles e irrompibles. Y a pesar de eso, eran cadenas
rojas, como la sed en verano y la sangre fresca. En definitiva, eran rojas, como el
sufrimiento.
Sant Jordi, la verdadera historia
«Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma».
−Cicerón.

Había una vez un dragón azul llamado Jordi. Vivía en las montañas y solo
salía de su cueva cuando tenía hambre, una vez al año. Cada primer día de
primavera, Jordi abría los ojos y volaba hasta el valle, donde un pequeño pueblo
esperaba, insignificante y aterrorizado, la ira del dragón. Año tras año, el temible
dragón mataba a decenas de personas y, cuando se cansaba de jugar, raptaba a
una joven doncella y regresaba a las montañas con ella. De nuevo en su cueva,
devoraba a la joven. Después volvía a dormir. Hasta la próxima primavera.
Muchas décadas habían pasado y mucha gente había muerto, cuando los
habitantes del valle decidieron reunirse y trazar un plan para acabar con el
dragón. Tras varias semanas deliberando, crearon la Santa Hermandad de los
Hombres Rabiosos y redactaron sus estatutos. La misma se compondría de
veinte varones que tuvieran entre dieciocho y treinta años, con una forma física y
mental excelente. Durante todo el año se dedicarían en exclusiva a entrenar,
para, cuando Jordi despertara, hacerle frente e intentar acabar con él.
Después de un duro proceso de selección, los veinte elegidos para formar la
Santa Hermandad de los Rabiosos ingresaron en un monasterio abandonado que
se situaba al pie de las montañas, e iniciaron un régimen de entrenamiento
durísimo. Se levantaban al alba y, de sol a sol, sin descansar ni un solo día,
fueron instruidos en las artes del combate cuerpo a cuerpo y a distancia. Todos
los hermanos debían dominar la espada larga, la lanza, el escudo y el arco. En un
año debían convertirse en guerreros de élite, combatientes épicos. Soldados de
vanguardia cuyas habilidades pertenecían a la excelencia. Y lo consiguieron. El
día que el dragón abrió los ojos de nuevo, la Santa Hermandad de los Rabiosos
estaba preparada para presentar batalla.
Era temprano cuando, anunciada por un monstruoso rugido, una enorme
silueta ensombreció el cielo sobre el valle. Una silueta azul eléctrico que en la
zona conocían muy bien. Jordi había despertado y bajaba al pueblo para iniciar
su cacería. El alcalde dio órdenes a toda la población para que se escondieran en
sus casas y no salieran hasta que la Santa Hermandad hubiese acabado con el
dragón. Las calles fueron escenario del caos hasta que cada uno de los habitantes
estuvo «a salvo» en el interior de su hogar. Desde ese momento, sólo veintiún
seres vivos recibían los rayos del sol primaveral en el valle: un dragón y veinte
soldados.
Formada en cinco columnas de cuatro, la Santa Hermandad de los Rabiosos
esperaba en la plaza más grande del pueblo. Jordi no tardó en verlos. Rugió
como nunca antes lo había hecho y dirigió su vuelo hacia allí. Como si fuera
consciente de la grandiosidad del momento, no atacó a los soldados, sino que se
posó en el suelo con suavidad y permaneció frente a ellos, aumentando
drásticamente la densidad del aire. El oficial al mando gritó una orden y el resto
adoptó una posición defensiva, con las lanzas apuntando al frente y los escudos
cubriendo sus torsos. Todos los habitantes, que observaban el espectáculo desde
las ventanas de sus casas, contuvieron la respiración. Se escuchó una nueva
orden y los hermanos rabiosos comenzaron a moverse muy despacio en
dirección al dragón, que seguía impasible. De repente, miró al cielo, respiró
profundamente por la nariz y, como el que sopla unas velas de cumpleaños,
sopló hacia la formación. No salió fuego, solo aire. Pero aire a varios miles de
grados centígrados. La Santa Hermandad de los Rabiosos se convirtió en la
Santa Hermandad de los Deshechos. Se fundió hasta la madera de las armas. No
quedó nada, solo un charco de gelatina, ceniza y metal que pronto se convirtió en
una masa sólida muy asquerosa.
Comenzaron a oírse rezos y lamentos desde todas las casas del pueblo. La
desesperación se adueñó del lugar. Si la Santa Hermandad de los Rabiosos no
había sido capaz de vencer al dragón, ¿quién podría?
Jordi, animado por el murmullo de voces y llantos, fue casa por casa,
derribando paredes y asesinando a cada ser humano que encontraba a su paso.
Sus fauces brillaban con la sangre de sus víctimas cuando llegó a la séptima
casa. Derribó la fachada principal, arrancó el techo con la boca y, cuando miró
dentro, no vio nada. La casa estaba vacía. Puso más atención. No, no estaba
vacía. Debajo de la mesa del salón había alguien. Con un leve soplido apartó la
mesa y dejó al descubierto a dos niños, chico y chica, de diez y doce años
respectivamente. Rugió de placer y se dispuso a triturarlos con sus afilados
dientes, pero el niño, en un arrebato de pánico y desesperación, cogió un libro
del suelo y se lo lanzó. El azar quiso que entrara por la boca del dragón, fuera
directo a su garganta y bloqueara sus vías respiratorias. Oprimido por la asfixia,
Jordi cayó de bruces y movió la cola con desesperación. Apretó sus alas contra
la garganta. Su rostro estaba pasando del azul al morado.
−¡Tenemos que rematarlo, hermana! −dijo el niño que seguía lanzando libros
contra el dragón.
La niña miró a su alrededor. Cogió del suelo un jarrón roto que había estado
sobre la mesa y se lo tiró al dragón a la cabeza. Volvió a mirar, pero ya no
quedaba nada. Solo un par de rosas que se habían caído del jarrón. Sin pensarlo
ni un instante, cogió una de las rosas y corrió hasta donde estaba agonizando el
dragón. Escaló por el cuello y se arrastró hasta donde estaban los ojos. Cuando
los tuvo a su alcance, los apuñaló con el tallo de la rosa. Ahora uno, ahora el
otro. El dragón, sin fuerzas por la falta de oxígeno, cabeceó con torpeza. Fue
suficiente para que la niña resbalara y cayera al suelo, pero no para salvar la
vida. Las heridas de los ojos sangraban con abundancia y seguía sin poder
respirar. Pasados seis minutos, murió.
Desde entonces, cada primavera, los habitantes de la zona festejan el irónico
día de Sant Jordi en conmemoración de los valientes y santos hermanos rabiosos
y celebrando la muerte del dragón. Comen los mejores manjares, comparten los
vinos más dulces y, por supuesto, se regalan libros y rosas. No hay un solo hogar
en el valle que no disponga de una prospera biblioteca y un frondoso rosal,
porque donde todo lo demás falla, un libro y una rosa nunca lo hacen.
La rana Yuri
«Canta la rana, y ni tiene pluma, ni pelo, ni lana».
−Anónimo.

En el mágico mundo de las ranas todo es agitado y cambiante. Las charcas


aparecen y desaparecen en cuestión de semanas, la comida nunca está
garantizada y los peligros son constantes. Y en medio de ese caos de estrés y
locura, vivía Yuri, nuestra protagonista.
Yuri, con diecisiete años de edad, fue la rana más anciana de toda la
comunidad ranera del continente europeo. Debéis saber que las ranas tienen una
esperanza de vida de cuatro a diez años en libertad y de hasta quince en
cautiverio, por lo que su caso era extremadamente inusual, ya que ella vivió toda
su vida en libertad.
Siempre que era preguntada por el secreto de su longevidad, Yuri respondía
que el secreto era suyo, que lo tenía guardado en su interior y que nunca iba a
compartirlo con nadie. Es decir, era egoísta y, además, presumía de ello.
Poco a poco, la misteriosa figura de la rana Yuri fue creciendo, hasta que
llegó un punto en que era conocida en todo el mundo. No había rana ni rano,
ranita ni ranito, que no supiese de su existencia. Y por supuesto, de su carácter
egoísta.
La admiración inicial que las ranas sentían hacia ella dio paso a una envidia
creciente con tintes de odio. Tal llegó a ser la odiosa envidia, que el Consejo
Europeo de Asuntos Raneros decidió, por unanimidad de sus miembros, asesinar
y descuartizar a Yuri para descubrir el secreto de su longevidad que, como le
habían escuchado decir tantas veces, guardaba en su interior.
La fecha elegida para el asesinato y descubrimiento del secreto de Yuri fue el
01-12-2016. Lo llamaron El Día de la Victoria.
La madrugada del Día de la Victoria, Yuri estaba durmiendo en su rincón
favorito de un riachuelo de riego, en el Parque Natural del Delta del Ebro. El sol
apenas había asomado la cabeza por el horizonte cuando, armadas con cañas y
piedras, diez ranas del Grupo de Élite del Ejército Ranero asesinaron a Yuri y
tiñeron de rojo las aguas del riachuelo. Momentos después, un grupo de
científicos del Consejo Europeo de Asuntos Raneros, diseccionó su cuerpo en
busca de indicios de su extraordinaria longevidad, pero no hallaron nada,
obviamente. Como ya habréis imaginado, Yuri no guardaba el secreto en su
cuerpo, sino en su mente; y a la mente de los demás, nadie tiene acceso, todavía.
Yuri fue enterrada al día siguiente. En su lápida rezaba el siguiente mensaje:
«El egoísmo como las almorranas, mejor en silencio».
El día que conocí a mi gato
«Dios creó al gato para darle al hombre el placer de acariciar a un tigre».
−Víctor Hugo.

Recuerdo con nitidez el día que conocí a mi gato Nugget. Vivía en


Barcelona, en la zona de Sants, pero a pesar de la ejecución que llevé a cabo allí,
no guardo buenos recuerdos del lugar. Con sinceridad, siempre he sido más de
Gràcia.
Por aquél entonces, mi mayor debilidad eran los animales; llegué a
desarrollar una relación enfermiza con ellos. Era incapaz de ver un acto de
crueldad hacía cualquier bicho peludo: me entraban unas irrefrenables ganas de
matar, y no me avergüenzo de ello. El mundo está lleno de personas podridas y
oscuras que no merecen vivir, así que me considero una especie de superhéroe
impopular.
Ese día, por la mañana, estaba paseando por el mercado medieval de la calle
Sants, disfrutando de un agradable y sorprendente buen tiempo en mitad del
invierno más frío que se recuerda en la ciudad. Desayuné unas empanadas
gallegas de pulpo y tomé un té verde marroquí. Estaba de buen humor hasta que
pasé por delante de un puesto de comida «típica catalana», según rezaba el cartel
que colgaba del porche. De no haber sido catalán, quizás no me hubiese detenido
y no me hubiese dado cuenta de lo que allí iba a pasar, pero como soy catalán y,
además, muy curioso, quise echar un ojo la supuesta comida «típica catalana».
Mi experiencia en ese tipo de mercados me decía que, de cada cuatro puestos
con comida típica regional, solo uno lo es de verdad. Como ya me temía,
comprobé que ese también era una farsa: vendía bocadillos de embutido barato y
cervezas Estrella Damm. Un paleto estafaguiris más. Eché un vistazo rápido a
los bocadillos rancios que había en el expositor y me dispuse a irme cuando pasó
algo que me heló la sangre…
Antes de seguir debo insistir en que, por ese entonces, era muy susceptible al
maltrato animal. Cuando digo muy, quiero decir muy mucho. Si veía a alguien
ignorar a un animal abandonado sentía odio y asco, pero si ese alguien le hacía
un mal gesto o un ademán violento, se me nublaba la vista y solo quería ver su
rostro contra el pavimento rodeado por un charco de su propia sangre. Así de
radical era. Ahora lo soy más.
−¡Puto gato de mierda, fuera de aquí! −gritó el estafaguiris de los bocadillos.
Miré hacía donde dirigía sus palabras y descubrí un gatito pequeño
anaranjado, de unos tres meses y muy delgado. El gatito se sostenía con
dificultad cerca de los pies del tendero, detrás del mostrador. De su boquita salía
un maullido sordo, apenas audible. Iba a llamarlo para que viniera junto a mí
cuando el pie del tendero golpeó al gatito en el torso y lo hizo volar casi un
metro. El pequeño bebé cayó de bruces y se incorporó todo lo rápido que pudo,
desapareciendo a continuación por la maraña de caravanas que conformaban las
viviendas de los feriantes durante ese fin de semana. Noté como si me hubiesen
clavado un cuchillo en la tripa. Estuve unos segundos en silencio, tratando de
tranquilizarme, pero mi corazón me golpeaba el pecho con violencia. Tuve que
hacer un gran esfuerzo para no mostrar mis emociones. Levanté la cabeza y miré
al tendero a los ojos.
−Por favor, póngame un bocadillo de butifarra y una cerveza.
El tendero me entregó lo que le pedía y me cobró 5,50€ mientras soltaba una
retahíla de quejas sobre los gatos callejeros y el perjuicio que causaban a los
negocios como el suyo.
«Te voy a hacer daño. Te voy a hacer muchísimo daño, hijo de la grandísima
puta», pensé.
Antes de irme, memoricé la ubicación exacta del puesto, ya que el mercado
era bastante grande. Después, identifiqué la caravana más cercana al puesto, pero
no estaba seguro de que fuera esa la vivienda del tendero, así que debería volver
por la tarde y asegurarme. Con el pulso golpeándome en la sien, regresé a casa.
Durante las siguientes horas intenté trazar un plan. Pensaba que sería fácil,
como en las películas, pero no fui capaz. Supongo que no soy tan inteligente
como esos personajes de ficción fríos y superdotados. Lo mío iba a ser un
crimen pasional, y como tal, no sería calculado y metódico, sino sangriento y
caótico.
Dediqué el resto de la tarde a pensar en el tendero. Se trataba de un hombre
de unos cuarenta y cinco años. Era cabezón y barrigón, una perilla perfectamente
recortada enmarcaba una boca pequeña, y tenía el pelo cortado al estilo de
George Clooney. No sabía nada más de él.
Cuando fueron las siete y media de la tarde, en pleno ocaso, metí en la
mochila una braga de cuello negra, unos guantes de ir en bici también negros, mi
cuchillo de cocina favorito −con una hoja del tamaño de mi mano−, y el
bocadillo y la cerveza que había comprado esa mañana; y salí de casa en
dirección al puesto de comida «típica catalana». Llegué unos quince minutos
más tarde, cuando la noche ya reinaba en el cielo. A pesar de eso, la zona estaba
perfectamente iluminada: todos los puestos tenían iluminación propia y la calle
disponía de un buen alumbrado público. Me paseé por los puestos cercanos y
averigüé que la hora estipulada para el cierre de la feria era a las diez de la
noche. Según mi teléfono móvil eran las ocho y cuatro minutos. Busqué un lugar
semi-oculto entre las caravanas y me senté a esperar. La única forma de saber
cuál era la vivienda del tendero era seguirlo sin que se diera cuenta y verlo entrar
en ella. Saqué el teléfono y desactivé la función de compartir la ubicación: no
quería que nadie supiera donde había estado esa noche. Pensé en qué otras
medidas de seguridad podía adoptar, pero no se me ocurrió ninguna, aparte de ir
con la cara tapada y actuar en el momento, lugar y forma más oportunos.
Pasaron los minutos y, de repente, me di cuenta de que tenía compañía. El gatito
bebé me observaba desde debajo de la caravana más cercana. Estaba agazapado
y no se atrevía a acercarse a mí.
−«Mis, mis…» −dije haciendo un gesto con los dedos que consiste en rozar
el pulgar contra el corazón y el índice.
El gatito siguió escondido, mirándome con la máxima atención.
«Es normal que no venga, está asustado por la patada de esta mañana».
Saqué el bocadillo de la mochila, le quité el papel de aluminio, extraje la
butifarra del pan y la deposité en el suelo mientras volvía a llamar al gatito. El
hambre ganó al miedo y se acercó muy despacio. Desmenucé el embutido en
trozos más pequeños y se los ofrecí directamente desde mi mano. Comió como si
llevara semanas sin probar bocado. Le acaricié la mejilla y vi que tenía sangre
seca en la nariz. Consulté la hora. Las diez menos veinte. Saqué de la mochila
todo lo que llevaba y metí al gatito. Para mi sorpresa, no dijo ni miau. Se
acurrucó en el fondo y me miró como si pensara que, conmigo, iba a comer
butifarra todos los días. Cerré las cremalleras dejando un pequeño hueco para
que respirara y guardé el cuchillo en mi cintura, debajo de los pantalones. Metí
los guantes y la braga en un bolsillo de la chaqueta, la cerveza en otro, y volví a
la calle principal, donde se desarrollaba toda la actividad de la feria.
La mayoría de los puestos estaban cerrados, y el resto, cerrando. Miré hacia
donde estaba mi objetivo y vi que era de los segundos. Busqué un lugar desde el
que verlo sin llamar la atención y esperé. No tardó mucho en completar el ritual
de cierre. Bloqueó la persiana del mostrador con un candado, cerró con llave la
puerta lateral y empezó a caminar en dirección a las caravanas. Ni siquiera tuve
que salir del lugar desde donde lo vigilaba para seguirlo: entró en la caravana
más cercana. Mi mente se puso a pensar a gran velocidad tratando de improvisar
un plan de acción: quemar la caravana con él dentro, entrar a la fuerza y
apuñalarlo cincuenta y tres veces, ambas cosas, ambas cosas más cagarme
encima de su cadáver, etcétera; pero a los cinco minutos, la puerta de la caravana
se abrió. El tendero salió, cerró la puerta con llave y regresó a la calle principal.
Pasó por delante de mí, a unos veinte metros, y siguió su camino, directo a la
boca de metro de Hostafrancs.
«Mierda. ¿Qué hago?»
Miré por la apertura de la mochila y vi que el gatito estaba durmiendo. Eso
me relajó un poco.
«Lo esperaré aquí. En algún momento tendrá que volver».
Busqué un portal cercano desde el que controlar la calle, la caravana y la
boca de metro, y me metí en él fingiendo ser un vagabundo.
En algún momento, sin darme cuenta, me dormí. Pasada la media noche el
gatito me despertó con una serie de potentes maullidos. Me desperecé y abrí las
cremalleras de la mochila para ver qué le pasaba. Asomó la cabeza y saltó al
suelo. Caminó unos diez metros en dirección a la boca de metro y se puso a
cagar. Entonces, el tendero apareció, subiendo las escaleras del metro con pasos
torpes y lentos: iba borracho o drogado, o las dos cosas. Terminó de subir las
escaleras y enfiló la calle en dirección a las caravanas. Y allí, a escasos cinco
metros de distancia, estaba el gatito agazapado mirándolo. Supe que algo terrible
iba a pasar. El tendero caminaba dando tumbos, cantando una canción
ininteligible; el gatito no se movía. En algún momento, cuando estaban muy
cerca el uno del otro, el tendero lo vio, y también vio el pequeño cagarrito que
acababa de depositar el gatito en el suelo directamente desde su culo.
−¡Hijo de puta! −dijo con voz pastosa−. Estás ensuciando la calle. Te voy a
arrancar la cabeza.
Ocurrió muy rápido. El tendero levantó una pierna y le dio una patada en la
cabeza. No lo tocó de lleno, pero fue suficiente para que el gatito quedara
aturdido. Intentó salir corriendo, pero no coordinaba bien y terminó chocando
con la acera. El tendero se acercó de nuevo hacia él con la mirada difusa.
−¡DESGRACIADO! −grité saliendo de mi escondite con el cuchillo en la
mano−. ¡ESTÁS MUERTO!
Caminé hacia él con la vista nublada. Quería matarlo sin piedad, arrancarle la
piel a tiras, poco a poco, causándole un sufrimiento desmedido. Pero antes de
que pudiera darle alcance metió la mano en sus pantalones y sacó una pistola
pequeña, probablemente del calibre 9 corto.
−Si das un paso más te vacío el cargador encima −dijo apuntándome con
ella.
No me detuve. Me daba igual que tuviera una pistola. Yo solo quería
matarlo, a cualquier precio. Di algunos pasos más. Estaba muy cerca suya, me
faltaba muy poco para tenerlo al alcance de mi cuchillo. De pronto, sin mediar
palabra de nuevo, apretó varias veces el disparador.
«Bum, bum, bum, bum…». Resonó como un eco dentro de mi cabeza. El
tiempo se detuvo. Vi el aire, el silencio, el sonido de los casquillos vacíos
rebotando en el suelo. En ese estado atemporal, todo tenía forma y presencia. No
había miedo ni dolor. Tampoco ira ni odio. Una extraña paz lo envolvía todo. No
sé cuánto tiempo pasó.
«¿Estoy muerto?», pensé.
Miré a mi alrededor. Poco a poco volví a mi estado normal de consciencia y
me di cuenta de que no estaba muerto. Ni siquiera herido. A mi alrededor
estaban esparcidos los proyectiles de bala que acababa de dispararme.
«Bum. Bum. Bum». Tres disparos más. De nuevo, los proyectiles salieron de
la pistola, pero antes de llegar a mi cuerpo, se detuvieron y cayeron al suelo,
inofensivos, como si algún campo de fuerza extraño me estuviese estado
protegiendo.
−Pero ¿qué cojones…? −dijo el tendero con los ojos muy abiertos.
Dejé caer el cuchillo. Recorrí los pocos metros que nos separaban y lo agarré
por el cuello. Me sentía fuerte. Muy fuerte. Capaz de cualquier cosa.
Embriagado por esa sensación, aumenté ligeramente la fuerza con la que lo tenía
agarrado y su cuello se rompió bajo mi mano como si se tratara de una lata de
cerveza vacía. La sangre comenzó a brotar por su boca, nariz, ojos y oídos. La
piel de su cuello se abrió y un revoltijo de fragmentos de hueso, carne y sangre
se derramó por mi mano y su espalda. Arrojé el cuerpo al suelo y busqué con la
mirada al gatito. Estaba a mi lado, mirándome fijamente. Sus ojos emitían una
extraña luz violeta y parecía estar en trance. Me agaché para recogerlo y volvió
en sí. La luz de sus ojos se apagó y desapareció la sensación de fuerza que me
había acompañado durante enfrentamiento con el tendero. Me sentí hambriento y
cansado. Con la mano limpia volví a meter al gatito en la mochila. Saqué la
braga, los guantes y la lata de cerveza de los bolsillos de la chaqueta. Utilicé la
cerveza para lavarme la mano ensangrentada y la sequé con la braga. Coloqué
los guantes en la mochila, en el mismo compartimento que el gatito. Luego, fui
hasta donde estaba el cuchillo, lo recogí y lo guardé en un bolsillo lateral de la
mochila. Revisé la escena en la que me encontraba: silencio, la luz amarillenta
de las farolas y el cadáver del tendero tirado en la calle, empapando el asfalto de
sangre oscura y pegajosa.
Me coloqué la mochila en la espalda y regresé a casa, extrañamente feliz, en
paz, y silbando la melodía de Jurassic Park.
Adiós
«El fondo del corazón está más lejos que el fin del mundo».
−Proverbio danés.

Son las 22:34 horas en Bali. Me pongo a escribir esto porque en menos de
una hora habré −todos habremos− dejado de existir. Hace dos horas que lo vi en
Twitter, pero no podía creerlo, a pesar de que firmaban la noticia los principales
medios de comunicación internacionales. Ahora sí lo creo. A estas alturas, la
Tierra ya ha comenzado a desplazarse y la temperatura media ha descendido diez
grados centígrados. Según los expertos, en menos de una hora seremos
absorbidos por el agujero negro «BOAT».
«BOAT» es una singularidad gravitacional, también llamada agujero negro,
que, desde hace más de dos mil millones de años, «navega» por el universo
absorbiendo todo lo que encuentra a su paso. Su superficie es setecientas mil
veces la superficie del Sol, y se cree que surgió con la fusión de dos agujeros
negros más pequeños. Esa fusión podría haber producido una incalculable
cantidad de energía que, literalmente, habría disparado a «BOAT» hacia el
centro del Universo. Se tuvo constancia de su existencia en el año 2009, pero
según su trayectoria, no corríamos peligro. Hoy, a las 18:23 hora local, la
colisión de dos estrellas azules hiper-gigantes justo antes de ser absorbidas por
«BOAT», desvió su trayectoria. Además, aumentó su velocidad de movimiento
de 7’5 millones de km/h a 245.000 millones. A pesar de ese cambio de
trayectoria, de haber estado en el lugar de Mercurio no habríamos sido
absorbidos. Ni él ni el Sol han quedado dentro del perímetro gravitacional de
«BOAT». Nosotros sí, por poco.
Cuando se ha empezado a difundir la noticia, la gente ha reaccionado
pensando que era una broma. La teoría más compartida ha sido la de un hackeo
masivo a las principales agencias de comunicación. La segunda, simplemente,
que nos estaban tomando el pelo, al más puro estilo H. G. Welles. Y así, hemos
estado de risas nerviosas hasta que los distintos líderes mundiales han ido
apareciendo en la televisión para confirmar la noticia. En ese momento he
sentido como si se me cayera una losa en la cabeza y me aplastara de arriba a
abajo. Agarrándome el cabello he salido a la calle y he mirado hacia el cielo. No
he visto nada. He vuelto a mi habitación y he llamado a mi madre, que está en
España, con toda mi familia. Estaban destrozados, igual que el resto de la
humanidad. He podido hablar con ellos hasta que todo el planeta se ha hecho eco
de la noticia y se han saturado las telecomunicaciones. Después, la Tierra ha
comenzado a desplazarse y han dejado de funcionar del todo. He tenido tiempo
de despedirme de toda mi familia, pero no de mis amigos. Les he mandado un
mensaje por Whatsapp, pero la aplicación me ha dicho que «este mensaje no se
ha podido enviar». Me da pena que todo acabe así. Me da pena estar en la otra
punta del mundo y no con los míos en el momento más trascendental de nuestra
existencia.
Son las 22:56 horas y la temperatura ha bajado ocho grados más. El
termómetro indica 7ºC aquí. En España no lo sé, tal vez 0 o -1. A estas alturas
mucha gente debe haber muerto congelada en las partes más frías de la Tierra.
Aquí, nos hemos reunido todos cerca de los templos y hay voluntarios
repartiendo mantas y sopas calientes. No puedo dejar de asombrarme ante la
actitud de los indonesios: están sonriendo, parecen felices. Le pregunto a una
voluntaria si no le da pena morirse y me dice que la muerte no es tristeza, sino
paz.
−Me hubiese gustado poder vivir más tiempo. Enamorarme, casarme, tener
una hija… Pero Shiva ha decidido que mi vida acaba hoy y no me corresponde
juzgar. Mi misión es aceptar.
Me toca la frente con el pulgar y sigue repartiendo ropa entre los desolados
turistas. A mi lado hay alguien fumando. Busco quién es y le pido un cigarrillo.
Desde que lo dejé en 2011 no he vuelto a fumar, pero ahora es diferente, se
acaba el mundo y no me importa joderme la salud. Me lo da junto con un
mechero. Lo enciendo y lo chupo con ganas. «Dios, qué puto asco», pienso.
Toso y ya no me gusta, pero sigo chupando. Me pongo a pensar en el agujero
negro. Todos los expertos han coincidido en que, cuando estemos a cierta
distancia de él, la fuerza de absorción será tan grande que nos desintegraremos.
Pero antes habremos muerto de frío. Cuando se han cortado definitivamente las
comunicaciones, he pensado en el suicidio. Tal vez fuera lo mejor. Regalarme a
mí mismo una muerte dulce, rápida y fácil. Después he pensado en mis seres
queridos y he desechado la idea. Si de una forma u otra la humanidad sobrevive
a esta catástrofe, no quiero haber muerto en vano.
Son las 23:13 horas y el movimiento de desplazamiento hacia «BOAT» es
notablemente superior al de hace media hora. Por primera vez en mi vida soy
capaz de sentir el movimiento de la Tierra. Los termómetros marcan -10ºC.
Pienso en mi familia. Tal vez ya estén muertos. Tengo los dedos muy fríos y me
cuesta seguir escribiendo esta nota. Es gracioso. Me río. A mi alrededor se
contagian de mi risa y ríen también. Voy a morir y, por primera vez en mi vida,
me siento en paz. Ya nada importa.
Sjn las 23:17 hpras, la Tiwnra se maeve my rapodo y no sr que tempetatus
tenemod. Estiy temblando muxco y mis dedoa fallan. Ya no se iye nada en las
calles, la gente esorra su fianl fon la lirada oerdida. Bo oudo sguri escriblend.
Adips.

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