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Manu R. Aliau
Copyright 2017 Manu R. Aliau
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, almacenada en soporte
informático, transmitida por medio alguno (mecánico, electrónico…), fotocopiada, grabada o difundida por
cualquier otro procedimiento sin la autorización escrita del autor.
A Lúa, Ariadna y Bea, por hablar claro y herir mis sentimientos cuando ha
sido necesario.
14:00 horas:
Los dos agentes inician el servicio como de costumbre, con las gafas de sol
puestas, la pistola y los grilletes en el cinturón y la emisora de radio en completo
silencio. Nada extraño, todo normal. Jamás hubiesen podido imaginar esos dos
agentes lo que iba a ocurrir esa tranquila tarde de verano…
18:15 horas:
18:26 horas:
18:45 horas:
Cuando cierro los ojos aún puedo ver su rostro ensangrentado y su mirada
perdida, sin vida. No me enorgullezco de lo que hice, pero tampoco me
arrepiento.
Corría un día cualquiera del verano de 2014. Estaba en la playa disfrutando
de un día de descanso cuando, de repente, sonó mi móvil. Era Marcos.
−¿Qué pasa Marcos? −le saludé.
−¿Dónde estás? −preguntó con nerviosismo.
−En la playa. ¿Por qué?
−Escúchame bien. Tienes que venir ahora mismo, estoy en el hospital con
Diana.
−¿Qué ha pasado?
−Tranquilo, no es grave −dijo con un tono de voz que transmitía justo lo
contrario−. Luego te lo explico. Estamos en Bellvitge. Cuando llegues al hospital
llámame y voy a buscarte.
−Pero ¿me puedes decir que pasa, coño? Me estás poniendo muy nervioso.
−Es Diana, esta mañana la han… violado. −Noté como su voz se rompía−.
Pero está bien. Sólo un poco nerviosa, nada más.
−¡¿Qué?!
«Diana no. No puede ser ella», pensé incrédulo. «Es imposible que algo así
le haya pasado». Cerré los ojos y recordé el día que la conocí, durante mi primer
voluntariado.
Tenía veintitrés años, era huérfana y se había criado con sus abuelos.
Compaginaba su trabajo en una pizzería con el voluntariado en la fundación.
Nos presentó Marcos, el coordinador de voluntarios, y me puso a su cargo, en la
planta de niños con enfermedad terminal. Ella llevaba dos años trabajando allí.
Era muy duro. No solo hacía falta un gran corazón, sino también una mente muy
fuerte. Pasé con ella todo el día. Me explicó el funcionamiento de la fundación y
su labor en ella: se encargaba de divertir a los pequeños. Durante ese día leyó
cuentos, hizo magia, regaló besos y abrazos, y de su boca salieron mil «te
quiero». No estaba actuando, así era ella. Me enamoró la energía que desprendía
y acepté quedarme con ella. Comenzamos a trabajar codo con codo y todo iba
genial hasta que, un mes después, murió uno de los niños. Se llamaba Fernando,
tenía tres años y era alegre hasta decir basta. Fue un shock para mí. Ese día,
después del voluntariado, Diana me llamó y me ofreció ir a tomar algo.
Quedamos en un bar del Raval.
−¿Cómo estás? −me preguntó con dulzura.
−Muy mal, Diana. Ese pequeñito no se merec… −No pude acabar la frase.
Me puse a llorar desconsoladamente.
Diana se levantó y vino hacia mí. Me abrazó sin decir nada y esperó hasta
que me calmé un poco.
−Adrián, por supuesto que no lo merecen, pero no está en nuestras manos
salvarlos. Lo único que nosotros podemos ofrecerles es amor, atención y cariño.
Y lo estamos haciendo. Acuérdate de como reía con nuestras bromas.
Lo recordé. Recordé como Fernando reía con nuestras tonterías. Recordé
cuando chocábamos los cinco y yo fingía que me hacía daño. Recordé también el
día que llevé la broma demasiado lejos, fingiendo incluso llorar por el dolor, y él
se preocupó mucho por mí. Hasta me pidió perdón:
«−Pehnona Aninán. No yohes, poh favoh. No yohes».
No pude evitar sonreír entre lágrimas.
−Sí, pero eso no es nada, Diana. Eso no le ha curado. No he podido hacer
nada por él… ¿Por qué ocurren estas cosas? −pregunté justo antes de volver
derrumbarme.
−Adrián, trabajamos con niños con enfermedades terminales. Lo primero que
debes aprender es que a esos niños no los podemos curar. Para empezar, ni tu ni
yo somos médicos, y aun siéndolo, ya nada puede hacerse por ellos. Nuestra
labor con los pequeños es darles amor, atención y cariño. Punto. Si no eres capaz
de entender esto, deja la fundación, porque te vas a morir de pena. Sin embargo,
si entiendes que nuestro objetivo es que los niños no se sientan tristes y solos en
sus últimos días, serás capaz de aportar mucho. Se te da bien tratar con los
pequeños. −Me agarró la mano−. Insisto, sabemos que van a morir. Que tu única
preocupación sea verlos sonreír durante el tiempo que les quede.
Esa charla cambió mi forma de ver la fundación y la vida. Me di cuenta de
que Diana, con solo veintitrés años, siete menos que yo, me había dado la
lección más importante de mi vida. Gracias a ella, mi trabajo en la fundación
resultó ser muy satisfactorio y eso lo notábamos todos, sobre todo los niños.
Diana, no obstante, no dejaba de enseñarme. Tenía un corazón gigante y los
pequeños la adoraban. Pasaba largas horas leyéndoles historias fantásticas de
príncipes y princesas. Cuando el niño era huérfano y se sentía pronto su final,
ella no se movía de su lado. Los despedía agarrando su mano y nunca los
abandonaba. Podía llegar a pasarse días enteros al lado de sus camas. De no ser
por personas como ella, estos niños morirían solos y tristes. Esa era Diana. La
misma Diana que se había convertido en una de mis mejores amigas y que ahora
se encontraba en el hospital porque la habían violado.
****
Aparqué en el hospital y llamé a Marcos. Quedamos en reunirnos delante del
mostrador de información de la planta baja.
−Marcos, ¿quién ha sido? −pregunté nada más verle.
−Su jefe de la pizzería.
No dijimos nada más. Me acompañó hasta la habitación número 254 y
entramos. La vi tumbada en la cama del fondo. A su lado había dos policías y
una enfermera. Me acerqué a ella y me miró como nunca antes lo había hecho:
su mirada era triste y frágil, sin rastro de alegría. Tenía la cara llena de
magulladuras y moratones, y los ojos hinchados de llorar. Llevaba puesta una de
esas batas blancas de hospital, y estaba tapada hasta la cintura con una fina
sábana azul celeste.
−Diana, ya ha pasado. Estamos contigo. Todo saldrá bien −le dije cogiéndole
la mano.
Desvió la mirada hacia la ventana, como si quisiera negar lo que había
pasado. En ese momento sonó la emisora de los policías. Uno de ellos salió de la
habitación para contestar a la llamada. Entró al cabo de un minuto muy exaltado.
−Sabemos dónde está. Lo han localizado por la zona de Sant Gervasi. Todos
nuestros agentes van hacia allí. Lo vamos a detener, te lo prometo Diana −dijo
con solemnidad.
−Eso es estupendo. ¡Ya casi lo tienen! −exclamó Marcos fingiendo alegría,
mientras Diana cambiaba su expresión de tristeza por otra de miedo y volvía a
llorar, asustada por el recuerdo de su agresor.
En ese momento una idea tomó forma en mi cabeza. Besé a Diana en la
mano, le di un golpecito en el hombro a Marcos fingiendo alegría y salí al
pasillo. Me dirigí hacia las escaleras aparentando normalidad, y cuando hube
estado fuera del alcance de los policías y de Marcos, comencé a correr hacia el
coche. Tenía que darme prisa. Tenía que encontrarlo antes que los policías. Ese
hijo de la gran puta se merecía algo más que unas vacaciones pagadas en la
cárcel. Me subí al coche y conduje a toda velocidad hasta Sant Gervasi. Creía
saber dónde podría encontrarlo. Una vez, charlando conmigo y con Diana en la
pizzería, nos había dicho que tenía un piso en el Paseo de la Bonanova, Sant
Gervasi. Fui hasta allí a toda prisa y me di un par de vueltas por la calle. No lo
vi. Como no sabía el número de su piso aparqué sobre la mitad de la calle.
Apagué el móvil para que nadie me encontrara y me dispuse a esperar. De vez en
cuando pasaba algún coche de policía en actitud de buscar algo o a alguien,
probablemente al pizzero, pero parecían un poco perdidos. Yo sabía que tarde o
temprano tendría que aparecer, sólo esperaba ser el primero en verlo, porque le
quería hacer mucho daño y muy despacio. Y así fue. No sé de dónde venía, pero
al cabo de unas dos horas, cuando las luces azules de la policía llevaban un rato
sin verse por la zona, apareció andando por mi acera, con paso rápido y las
manos en el bolsillo. Era él sin duda. No había tiempo que perder. Me puse una
gorra para que no me reconociera de inmediato y bajé del coche. Ni siquiera me
miró. Rehuía la mirada, seguramente por miedo a que alguien le reconociera y
avisara a la policía. Comencé a andar hacia él aparentando normalidad y, sin
mediar palabra, le golpeé con el puño en la cara. Cayó de espaldas y se quedó
sentado en el suelo, aturdido. Le había roto la nariz y los labios. Sin dejarle
tiempo para reponerse, le di una patada en la boca y acabé de destrozársela.
Perdió el conocimiento durante unos instantes, pero rápido volvió en sí. Estaba
tumbado boca-arriba y su propia sangre le ahogaba.
−Carlos, ¿me oyes? −dije amablemente.
Carlos respondió alargando una mano hacia mí y soltado un ruido
ininteligible que sonaba a «no me pegues más».
−¿Cómo dices?
−‘E gno he pe’es ‘as, fo fahor… −suplicó incorporándose levemente.
Armé mi pierna y volví a golpear en su cara. La sangre salpicó por todas
partes. Ya no había nariz ni boca en su rostro, solo sangre, pedazos de carne
desgarrada y dientes rotos.
−Esto es por Diana, hijo de la gran puta. No mereces otra cosa que morir, y
voy a ser yo quien te quite la vida. No soportaría ver cómo te mandan a la cárcel
y sales a los pocos años, tan contento y como si nada. Hoy la justicia la aplico
yo, y el que saldrá a la calle en unos años por buena conducta seré yo. Pero tú
no, basura −dije con todo el odio del mundo. Acto seguido le escupí en lo que le
quedaba de cara.
Parecía que había perdido el conocimiento, pero volvió a abrir los ojos.
«Genial, aún te podré hacer sufrir un poco más.»
Me quité el reloj y, con los dedos índice y corazón de mi mano derecha, le
arranqué un ojo y lo lancé contra el suelo. Gritó como un cerdo. Se revolvió y
trató de levantarse. Quedó semi-incorporado sobre el codo izquierdo. Su cara
chorreaba sangre y él no dejaba de gemir de dolor. Volví a armar mi pierna
derecha y golpeé con suavidad y precisión en la cuenca vacía. Cayó hacia atrás y
volvió a quedar boca-arriba. En ese momento escuché el lejano sonido de varios
vehículos de policía. Hasta entonces no me había dado cuenta, pero había gente
gritándome desde las ventanas de los edificios cercanos. «¡PARA, PARA! ¡LO
VAS A MATAR!», decían. Supuse que habían sido ellos quienes habían avisado
a la policía. No me quedaba mucho tiempo. Tenía que acabar lo que había
empezado cuanto antes. Me alejé de Carlos y cuando estuve a una distancia de
unos diez metros, cogí carrerilla y golpeé su cabeza con mi pie derecho, como si
fuese un balón de fútbol esperando en el punto de penalti. Su cabeza se elevó del
suelo y se sacudió violentamente. A continuación, se golpeó contra el suelo y la
nuca se rompió. En su mirada dejó de haber vida. Todo el contenido de su
cabeza comenzó a derramarse por la acera mientras la gente enloquecía en las
ventanas de los edificios. No recuerdo qué me decían, pero nada bonito sin duda.
Los coches de policía ya estaban entrando en la calle Berlín. Volví a escupir en
lo que quedaba de ese desgraciado y fui hasta el centro de la carretera. Puse las
manos sobre mi cabeza y me arrodillé en el suelo. Ese día hice lo que creía que
tenía que hacer. A veces, la justicia de las leyes no es suficiente para el mal
causado. A veces hace falta otro tipo de justicia: la justicia de los hombres.
Bajo la luz de la luna
«La luna, como una flor en el alto arco del cielo, con deleite silencioso, se instala y sonríe en la
noche».
−William Blake.
Todavía humeaba el motor de la avioneta cuando volvió en sí. Abrió los ojos
y lo primero que vio fueron las hojas de una palmera, justo sobre su dolorida
cabeza. Pestañeó varias veces y se incorporó. Se quedó sentado frente al mar y
con el bosque de palmeras a su espalda. Las olas rompían contra el fuselaje de la
avioneta y el cielo y el mar se fundían en el horizonte. Un sol radiante brillaba
sobre la playa. Comenzó a recordar el accidente: las imágenes de la tormenta, las
terribles ráfagas de viento que le habían desplazado de su rumbo, y el final
aterrizaje de emergencia en la playa de una pequeña isla. Lo último que
recordaba era el impacto contra la arena y como había salido disparado de la
cabina a través del cristal. Se sorprendía de seguir con vida. Sin levantarse,
observó el estado de la cabina y agradeció su falta de respeto por las normas. Si
hubiese llevado puesto el cinturón de seguridad, no hubiese sobrevivido al
accidente: la avioneta había dado varias vueltas sobre sí misma después del
primer impacto y estaba muy dañada, pero la peor parte se la había llevado la
cabina, que estaba totalmente aplastada contra la arena.
Apoyó las palmas de las manos en el suelo e intentó levantarse. Tenía todo el
cuerpo magullado, pero lo consiguió. Una vez de pie, se quitó la camiseta y los
pantalones y buscó heridas de importancia en su cuerpo. No había ninguna. Sólo
algún rasguño y un corte en el brazo derecho que, a pesar de haber dejado de
sangrar, había manchado de rojo oscuro todo su brazo y gran parte de la
camiseta. Caminó hasta la orilla de la playa y se metió en el mar. Con el agua
por la cintura, hizo cuenco con la mano izquierda y comenzó a limpiarse la
sangre. Después se sumergió entero y se lavó todo el cuerpo frotándose fuerte
con las manos. Una vez el corte estuvo limpio, vio que la piel que lo rodeaba
estaba empezando a enrojecer. Tenía que desinfectar esa herida cuanto antes. Se
dio la vuelta y se encaminó de nuevo hacia la orilla, caminando a través de las
inquietas aguas oceánicas. En la cabina había un botiquín con productos de
primeros auxilios y tenía la esperanza de poder recuperarlos. Había avanzado
pocos pasos cuando, apenas a medio metro delante suya, apareció algo en la
superficie del mar. Era una especie de cola de pez, grande y de varios colores,
muy llamativos: rojo, amarillo, verde y alguno más. Permaneció fuera del agua
unos instantes y, con la misma rapidez que había emergido, volvió a sumergirse.
Lo hizo con elegancia, dando un suave golpe contra la superficie. Asombrado,
intentó seguir con la mirada ese abanico de colores y lo que vio fue más
sorprendente aún. Debajo del agua, varios centímetros delante de donde había
estado la brillante cola, había alguien. Sí, alguien, porque eso era demasiado
parecido a un ser humano como para llamarlo de otra forma.
«No es posible», se dijo.
Se asustó y comenzó a correr hacia fuera. Cuanto más corría más pánico
sentía. Imaginaba que en cualquier momento unas manos le agarrarían de los
tobillos y se lo llevarían mar adentro. Por suerte nada le agarró y pudo llegar a la
orilla. Se sentó en la arena, agotado y muy asustado. Examinó la superficie del
agua entre jadeos, intentando localizar a ese ser que se había cruzado en su
camino dentro del océano. No vio nada. Pasados varios minutos comenzó a
dudar de lo que había visto y se preguntó si no se habría dado un golpe
demasiado fuerte en la cabeza. En esas estaba cuando, muy adentro en el océano,
una cola de vivos colores asomó medio segundo sobre la cresta de una ola y
volvió a desaparecer. Las dudas se disiparon al instante: lo que había visto era
real.
Conmocionado, permaneció casi media hora sentado en la arena, sin quitar la
vista del mar y sin atreverse a meter un dedo en el agua, hasta que un leve
escozor en el brazo derecho le hizo volver a la realidad. La herida se estaba
infectando a paso ligero gracias al clima tropical, no podía perder más tiempo.
Se incorporó y fue hasta la avioneta. Examinó con atención la cabina y llegó a la
conclusión que era totalmente imposible acceder a ella: su estado era pésimo.
Eso complicaba mucho las cosas. Una herida infectada, en una isla desierta y sin
medicinas, le podía costar la vida. Tenía que buscar otra forma de desinfectarla.
Recordó lo que le habían enseñado en las clases de primeros auxilios de la
escuela de aviación:
«−Para desinfectar una herida en situaciones de supervivencia donde no
dispongamos de productos médicos, deberemos procurarnos un fuego y, con un
metal incandescente o una brasa, quemar la herida− explicó el profesor».
«Claro, fuego», pensó. «Pero ¿de dónde saco fuego sin un mechero o un
pedernal? Tendré que hacerlo frotando madera, pero eso me hará gastar mucha
energía y no tengo ninguna provisión. Necesito encontrar agua y comida antes».
Volvió al sitio donde había dejado la ropa y buscó en los bolsillos de su
pantalón. Encontró la cartera y el cuchillo de caza de veinte centímetros de hoja
que llevaba siempre consigo. Dejó el cuchillo sobre la arena y vació todo el
contenido de la cartera: cincuenta dólares en billetes de diverso valor, tarjeta de
crédito, permiso de conducir, licencia de piloto privado, documento de identidad,
monedas y una foto de su hijo.
«Si consigo hacer fuego utilizaré las monedas para quemar la herida», pensó.
Volvió a guardar todo y dejó la cartera en el suelo. Acto seguido se puso los
pantalones, agarró el enorme cuchillo y se dirigió hasta la zona donde terminaba
la playa y comenzaba la selva.
Esa era una de las pequeñas islas desiertas que rodean el Archipiélago de
Gracia, en mitad del océano Atlántico. No debía tener más de seis kilómetros
cuadrados así que la podría bordear entera en apenas un par de horas, más o
menos. La vegetación estaba compuesta, básicamente, de palmeras y algunos
arbustos no frutales. Miró hacia arriba y vio que las palmeras estaban llenas de
cocos de color verde. Eso significaba agua y, tal vez, algo de comida. Guardó el
cuchillo en su pantalón y comenzó a trepar por la palmera más accesible que
había. No le resultó nada complicado debido a la pronunciada curvatura del
tronco. Arrancó cinco cocos con ayuda del cuchillo y los dejó caer sobre la
arena. A continuación, bajó de la palmera de un salto. Con esos cocos tendría
agua suficiente para pasar el día. Cogió uno de ellos y, a golpe de cuchillo, abrió
un agujero en la corteza y bebió toda el agua que había en su interior. No era
gran cosa. Tal vez menos de lo que había imaginado. Pero era un caldo muy
nutritivo y le aportaría mucha energía. Cortó un trozo de pulpa y se lo metió en
la boca. Lo escupió al instante. Estaba demasiado verde, tendría que buscar otra
fuente de alimento. Bebió el agua de un segundo coco y tomó la decisión de
bordear toda la costa de la isla para valorar minuciosamente sus posibilidades
alimentarias.
Caminó hasta la orilla y, sin mojarse los pies en el agua por si acaso aparecía
de nuevo la cola de colores, comenzó a andar dejando el océano a su derecha.
Una hora más tarde, ya había recorrido la mitad del trayecto, y no había visto
más que pequeños cangrejos y un par de lagartos no mucho más grandes. Como
último recurso podrían valer, pero necesitaba algo más contundente. Levantó la
mirada hacia el cielo. El sol caía con fuerza sobre su cabeza desnuda. Se agachó
en la orilla y mojó su cara y su nuca. Seducido por el frescor del agua, apartó un
poco el miedo y avanzó unos pasos hasta que el agua cubrió sus tobillos. Se
sentó y dejó que el vaivén de las olas le empapara completamente las piernas
mientras se mojaba el torso con las manos. Examinó su corte de nuevo. Seguía
infectándose. Eso le recordó que tenía que continuar explorando la isla. Iba a
ponerse de pie cuando se escuchó una especie de canción que venía del océano.
Al principio recordaba al canto de las ballenas, pero poco a poco fue
convirtiéndose en algo más musical. Sonaban los acordes de algún instrumento
desconocido mientras un coro de voces femeninas recitaba palabras
ininteligibles. Nuestro protagonista se quedó totalmente absorto. Inmóvil.
Incapaz de pensar ni moverse. Esa música proveniente del fondo del océano le
había hipnotizado. Pasó mucho rato. Muchísimo. Era la melodía más bonita que
jamás había oído. Seguía totalmente embelesado cuando, de repente, la canción
cesó y toda la tristeza del mundo se apoderó de su corazón. Nunca había sentido
semejante pena. La vida había dejado de tener sentido para él. Ya no se acordaba
del accidente que había sufrido hacía apenas unas horas. Tampoco de su vida
antes del accidente. Su familia, amigos, trabajo; nada de eso le preocupaba ya.
Sólo quería volver a oír esa melodía y que no acabase jamás. Incluso el cielo
parecía estar triste, pues en cuestión de segundos se había cubierto de unas
grandes nubes grises. Se puso de pie con los ojos llenos de lágrimas y comenzó a
andar océano adentro con la esperanza de encontrar a la fuente de esa música
angelical. Anduvo hasta que dejó de tocar el fondo y, después, nadó. Su corazón,
oprimido por esa tristeza tan profunda, parecía que fuese a detenerse en
cualquier momento. Dejó de nadar y se sumergió. Con los ojos abiertos buscó
algo que le ayudase a encontrar el origen de la música, pero no había más que
agua y un fondo arenoso, vacío. Volvió a salir a la superficie, desesperado y
temiendo no poder volver a oír jamás esa canción. Siguió nadando otro rato.
Había recorrido medio kilómetro cuando la canción volvió a sonar. Primero los
cantos de ballena, luego la melodía y el coro de voces. Una paz indescriptible
arropó su alma. Dejó de nadar y se quedó inmóvil de nuevo, esta vez en medio
del océano. Poco a poco comenzó a hundirse. La música no dejaba de sonar. No
le importaba ahogarse. De hecho, le daba totalmente igual lo que le pasase
mientras la música siguiese sonando. Y la música seguía. Y él se hundía más y
más. Cuatro o cinco metros de agua le cubrían ya cuando la música volvió a
detenerse. Una vez más la pena más profunda y más destructiva del universo
aprisionó su alma y la llenó de desesperación. Miró hacia arriba. Tenía que
volver a la superficie. No podía morir así. Quería volver a oír la canción. Intentó
nadar hasta la superficie, pero apenas tenía oxígeno en los pulmones. Había dado
un par de inútiles brazadas cuando volvió a oír el canto de las ballenas, esta vez
muy cerca suya, en su espalda. Se dio la vuelta con el corazón encogido y vio
una sucesión de sombras que se arremolinaban a su alrededor. Había al menos
seis o siete. De cintura para abajo eran pez, con una larga cola multicolor; y de
cintura para arriba algo parecido a una mujer. Tenían los pechos grandes y la
piel pálida. Dos agallas en el cuello y una cabeza sin nariz ni pelo, con sólo dos
ojos y una gran boca llena de dientes afilados. Tampoco tenían brazos, pero si un
par de aletas en cada costado, también multicolor. Los cantos se hicieron más
fuertes. Esta vez no había música. Su pecho ardía por la falta de oxígeno y sabía
que en pocos segundos sufriría un síncope y perdería el conocimiento, pero no
hubo tiempo para eso. Los cantos se convirtieron en gritos agudos y los seres
multicolor se abalanzaron sobre él. Notó como le desgarraban la carne y se lo
comían sin que pudiese hacer nada para defenderse.
En algún momento de esa brutal cacería, dejo de ser un hombre y pasó a ser
una leve mancha rosa en mitad del océano. Sangre mezclada con agua salada y
nada más.
Un final feliz
«El amor no entiende de sexo ni condición, sólo de sentimientos y corazón».
−Anónimo.
La vi por primera vez cuando me pidió que la dejará pasar hasta su asiento,
que era justo el de al lado del mío. Con estos aviones tan pequeños ya se sabe, el
que está en pasillo tiene que estar a disposición de sus compañeros. Por suerte, el
otro pasajero, el de la ventanilla, ya estaba sentado cuando yo llegué, así que
sólo tuve que levantarme para dejarla pasar a ella.
Como iba diciendo, la vi por primera vez cuando se dirigió a mí para que la
dejara pasar. No era una chica que destacase a simple vista, pero cuanto más la
miraba más me gustaba. Llevaba consigo un libro, no recuerdo el título, pero era
de Isabel Allende. Se puso a leer justo después de acomodarse en el asiento.
Parecía muy metida en la historia. Muy enganchada. La miraba de reojo
intentando que no se notara. No quería parecer un psicópata, pero era la típica
cara que, aunque quieras y lo intentes, no puedes dejar de mirar. Lo que más me
gustaba de ella era la forma en que abría la boca mientras sus ojos iban de un
lado a otro de las páginas. De todas formas, su cara en si tenía un gran encanto.
Pelo negro y nariz recta, con una pequeña inclinación justo donde se apoyaban
sus gafas oscuras. El labio inferior era carnoso y el superior delicado, que no
delgado. En fin, me gustaba como era, y más aún que aparentase ser tan
interesante. Claro que, para saber si era o no interesante, tendría que hablar con
ella antes. Y en esas me vi, dándole vueltas a la cabeza sobre como romper el
hielo. El hecho de estar dentro de un avión y sentados uno al lado del otro lo
simplificaba mucho, y si a eso le sumamos que el chico que estaba en ventanilla
no dejaba de roncar, tenía la situación perfecta para hablar con ella. Sí, lo mejor
sería aprovechar un ronquido que fuese especialmente sonoro y bromear al
respecto. El plan era casi perfecto, pero había un punto en contra que sería difícil
de solucionar: leo mucho, y sé que toca las narices que alguien te moleste
cuando estás leyendo. Como no quería molestarla, decidí esperar a que tomara
un descanso. Daba igual si el roncador dejaba de roncar, ya buscaría otra forma
de romper el hielo. El avión ya había despegado y sobrevolábamos el mar
Mediterráneo. Íbamos a estar aproximadamente una hora y media volando, y
apenas llevábamos quince minutos, habría tiempo de sobra. Decidí que, mientras
esperaba el momento, me pondría a leer yo también; estar en pasillo es muy
aburrido, no puedes mirar por la ventana. Saqué el libro y retomé la lectura
donde la había dejado la noche anterior. No sé cuánto rato después, vi que la
chica dejaba el libro sobre la mesita y se quitaba las gafas.
«Ahora».
Me giré hacia ella decidido a saludarla y me encontré un rostro con los ojos
cerrados y la cabeza apoyada en el asiento.
«Joder, se ha puesto a dormir».
Y vaya si se puso: estuvo durmiendo todo el viaje, hasta que tomamos tierra
y sonó la musiquita característica de Ryanair. Bueno, cuando tomamos tierra
abrió los ojos, pero tres segundos más tarde ya los tenía cerrados de nuevo.
«Increíble. Es verdad que el vuelo ha salido muy temprano y para cogerlo
hemos tenido que madrugar, pero volverse a dormir después de aterrizar es
demasiado», pensé.
Obviamente, no iba a ser yo quien la despertara, así que esperé hasta que el
avión hubo aparcado y todo el pasaje inició el salvaje ritual de bajada del avión.
Golpes de maletas, apertura y cierre de compartimentos, conversaciones por
doquier, y demás alboroto. Demasiado jaleo incluso para ella, la bella durmiente.
Abrió los ojos y se encontró con mi mirada. Dibujé media sonrisa, pero su cara
de persona recién despertada con los ojos anormalmente abiertos y mirando el
mundo como si fuese la primera vez que lo veía, me hicieron apartar la vista
rápidamente. Vi cómo se ponía las gafas y volvía a mirar a su alrededor.
Entonces me habló ella a mí.
−Perdona, ¿me dejas salir? −dijo mientras se quitaba el cinturón.
−Claro.
−Gracias −dijo con una bonita sonrisa.
Me quité el cinturón y me levanté del asiento. Abrí nuestro compartimento
para equipaje, cogí la mochila mientras ella cogía su maleta de rueditas y nos
pusimos en la fila para salir del avión.
«Ahora Ángel, ahora», me dije.
Pero la cola comenzó a avanzar. Estábamos casi al principio, así que íbamos
a salir rápido.
«Cuando bajemos hablo con ella, de camino a la terminal».
Pero, una vez más, la chica me jodió el plan, queriendo o sin querer. Justo al
bajar, se apartó de la cola y se quedó al lado del avión mientras encendía el
móvil.
«Será posible...»
Me pareció inadecuado salirme también yo de la cola y entrarle.
«Si ha salido de la cola y ha encendido el móvil será por algo importante, si
no hubiese esperado hasta llegar a la terminal. No la voy a molestar. La esperaré
fuera y allí hablaremos», pensé.
Seguí caminando hacia la salida y eché una mirada atrás. Vi como regresaba
a la fila, pero bastante por detrás mía.
«Bien, así no tendré que esperar mucho. Ojalá que Pedro aún no haya
llegado».
Pedro era mi amigo y venía a recogerme al aeropuerto para pasar el día
juntos antes de seguir con mi viaje. El vuelo había llegado diez minutos antes de
lo previsto, así que no contaba que Pedro estuviese allí. Pero sí estaba. Nada más
salir de la terminal de llegadas le vi, muy sonriente y haciéndome gestos con la
mano. Miré hacia atrás y aún no se veía a la chica. Fui hasta donde estaba Pedro
y me recibió con un abrazo.
−¿Qué tal? ¿Cómo ha ido el viaje? −me preguntó dándome unos golpecitos
en la espalda.
−Muy bien. Nada importante que contar −contesté sonriendo yo también.
−Genial, vamos a desayunar, que ya es hora, y conozco un sitio que te
encantará −dijo comenzando a caminar hacia la calle.
−Sí, vamos...
Me giré y busqué a la chica entre toda la gente que acababa de salir. No la vi.
«¿Dónde demonios está?», pensé.
−¡Ángel! ¡Vamos! −gritó Pedro desde la puerta.
−¡Sí, sí! ¡Voy!
Una vez más, miré a toda la gente y traté de encontrarla mientras comenzaba
a caminar hacia Pedro. Mal asunto ir caminando hacia adelante y con la vista
hacia atrás. Acabé chocando con el carrito de equipaje de una familia y tiré todas
las maletas al suelo. Yo también me caí, de una forma bastante graciosa, por
cierto. Me levanté todo lo rápido que pude y con la cara al rojo vivo ayudé a la
familia a recolocar su equipaje.
−¿Qué has hecho? −dijo Pedro muerto de risa.
−Un despiste, tío −contesté también riendo. −Anda, vamos.
Salimos de la terminal y me di por vencido.
«Esa chica ya se habrá ido y mi oportunidad ha pasado. O, mejor dicho,
oportunidades».
Pero estaba equivocado. La chica aún seguía allí. Cuando ya estábamos en el
coche de Pedro la vi por última vez. Estaba delante de la parada de autobuses,
con una chica. Pero no era una chica cualquiera, no para ella. Estaban abrazadas,
fundiéndose en un apasionado beso en los labios. Sonreí y me relajé. Quizás por
lo bonito de la estampa, quizás por darme cuenta de que no había tenido la más
mínima oportunidad.
Yo soy tu karma
«Aquellos que están libres de resentimiento encontrarán la paz».
−Buddha.
−Esta tarde he quedado con alguien −le dije a Ana mientras tomábamos el té
matutino en la cafetería del aeropuerto.
−¿Con quién? ¿Es una chica?
−Sí, una chica. Se llama Clara. Pero no es nada sexual, sólo vamos a tomar
algo, como amigos.
−Claro… Como amigos... −dijo Ana, que me conoce muy bien.
−¡Que sí! Hemos quedado un par de veces antes y no ha pasado nada. Y, por
su parte, no he notado intención de ir a más.
−Por su parte, tú lo has dicho. ¿Y por tu parte qué?
−Por mi parte nada. A ver, es una mujer que me parece atractiva. Además,
está casada y eso me da mucho morbo, ya lo sabes. Pero como no veo interés por
su parte no voy a intentar nada.
−¿Está casada? ¿Cuántos años tiene? −preguntó Ana abriendo los ojos.
−No lo sé exactamente, pero unos cuarenta. Bien llevados.
−Muy bien. Pues si no has notado ningún interés más allá de la amistad es
mejor que no intentes nada.
−Lo sé, lo sé. No pensaba hacerlo…
−Ya.
Pasaron las horas y llegó la tarde.
Salí de la ducha y me arreglé. Iba un poco justo de tiempo y nunca había
estado en el pueblo donde íbamos a vernos, así que le envié un mensaje para
avisarla de que seguramente me retrasaría. Menos mal, porque me retrasé.
−¡Hola! ¿Qué tal? −me saludó cuando por fin nos vimos.
−¡Hola! Muy bien. ¿Qué tal tú? −Inexplicablemente estaba nervioso.
−Muy bien, también. ¿Quieres ir a tomar algo o damos un paseo primero?
−preguntó.
−Como quieras, estamos en tu pueblo −le dije animado.
−Va, vamos a dar un paseo y te enseño el paseo marítimo, que es muy chulo.
Comenzamos a caminar alrededor de la playa. Hacía bastante viento y había
mucho oleaje. Tanto que tuvimos que separarnos de la orilla porque nos
salpicaba toda el agua en la cara. Ni siquiera podíamos hablar.
−MEJOR VAMOS A TOMAR ALGO. NO HACE MUY BUEN DÍA PARA
PASEAR POR AQUÍ −dijo gritando.
−ME PARECE GENIAL.
Dejamos atrás el paseo marítimo con su espléndido oleaje y nos metimos en
un bar llamado Aquarius.
−¡Qué bien se está aquí! −dije riendo cuando el camarero dejó en nuestra
mesa los dos champús que habíamos pedido.
−La verdad es que sí. Hacía mucho que no veía el mar tan descontrolado
−dijo Clara.
−Debe estar triste por algo, pero nunca lo sabremos.
Comenzamos a charlar sobre nuestras vidas. Ella me preguntaba mucho
sobre mi trabajo, la escritura, mi forma de pensar… Daba la impresión de que yo
era alguien hacia quien ella tenía o había tenido prejuicios, y estaba
aprovechando el momento para comprobar si los prejuicios eran reales o no.
Creo que lo hice bien porque se la veía cómoda. En un momento de la
conversación, miró el móvil y dijo:
−Mi familia está de viaje. Si no tienes nada que hacer y te apetece, podemos
ir a cenar.
La miré.
«¿Está diciendo lo que yo creo que está diciendo?», pensé.
−Claro, ¿por qué no? −dije.
Pagamos la cuenta y salimos del bar. Me guio hasta un restaurante típico de
pueblo costero, con redes de pesca y conchas en las paredes, y nos sentamos en
una mesa al fondo del comedor. Pedimos vino y una mariscada para compartir.
Comimos, bebimos y seguimos hablando. Esta vez la conversación iba de
viajes, algún episodio de su pasado y mis relatos eróticos. Fue en ese momento
que comencé a darme cuenta de que ella sí quería algo más que amistad. Tal vez
fuese por el vino, no sé. El caso es que estaba mucho más cercana y juguetona.
Bromeaba más y me miraba de otra forma. La mirada de una mujer dice mucho
si se observa con atención, y la suya era muy clara.
−¿Qué te dicen las chicas cuando les dices que tienes un blog y escribes
relatos eróticos?
−Para empezar, no escribo solo relatos eróticos −dije riendo. −Pero, en
general, a las chicas les suele gustar el rollo del blog y mis historias −añadí
mirándola a los ojos.
−¿Ah sí? A mi creo que me daría un poco de miedo conocer a un chico que
escribe ese tipo de cosas. No me gusta que cuenten mis intimidades…
Me eché a reír.
−Soy muy discreto. Solo la protagonista de mis historias sabe que es ella.
Soy tan discreto que, a veces, ni ella misma se reconoce.
−Eso está bien. Así no me daría tanto miedo −dijo guiñándome el ojo.
Sonreí y le pregunté:
−¿Crees que podría quedarme un rato en tu casa antes de volver a la ciudad?
Mis capacidades están un poco mermadas después de tanto vino.
−Sí, sí. Te puedes quedar todo el rato que quieras −contestó.
Tengo que reconocer que me daba mucho morbo y me sentía un poco
abrumado por la situación. Me moría de ganas de ir a su casa.
****
−Buenas noches −nos despidió el camarero.
−Buenas noches −respondimos nosotros casi al unísono.
Salimos del restaurante y me dejé llevar. la seguí por las calles del pueblo
hasta llegar a su casa. Solo tardamos cinco minutos. Entramos en su casa y cerró
la puerta. Me llevó hasta el salón y me dijo que me pusiera cómodo, que venía
enseguida. Le hice caso. Me quité la chaqueta y me senté en el sofá. Al cabo de
unos minutos apareció ella con un pijama beige fino y ajustado. Se sentó a mi
lado.
−Me gusta tu pijama −le dije.
Las siluetas de los pezones contra el pijama me susurraban que no llevaba
sujetador. No pude evitar preguntarme si tampoco llevaría bragas.
−Es un pijama cualquiera −dijo riendo−. En realidad, duermo siempre sin
ropa, pero no quería asustarte.
Reí yo también, entre divertido y nervioso.
−Por mí no te cortes, eh; puedes quitártelo.
−Preferiría que me lo quitases tú…
«Vaya…»
−Me gusta quitarle la ropa a las mujeres cuando me lo piden. Túmbate, por
favor −dije tratando de ocultar los nervios.
Se reclinó y se quedó tumbada en el sofá. Mis manos se desplazaron hacia su
cintura. Agarré el pantalón y comencé a bajarlo muy despacio…
−¡Rubén! ¿Estás bien? −la voz de Clara me devolvió a la realidad.
«Mierda. Tengo que dejar de soñar despierto».
−Sí, sí, perdona. Me quedé en las nubes…
−Ya te he visto, ya. −Rio−. Entonces, ¿qué me dices? ¿Cenamos?
Mi pene duro y erecto hacía que me apretasen los vaqueros. La miré. Sonrió.
Sonreí.
−¡Claro! ¿Por qué no…?
El amanecer, el final
«Llegará el día en que termine esta horrible guerra y volvamos a ser personas como los demás, y no
solamente judíos».
−Anna Frank.
La noche había degenerado con el paso de las horas y, donde antes había una
multitud de jóvenes pasándoselo bien, ahora no quedaba más que basura y
vómitos. Michelle lo observaba todo desde un banco frente a la discoteca,
impasible, tan sobria como al principio de la noche. No había tomado nada de
alcohol ni drogas y, sin embargo, había experimentado todas las sensaciones que
el LSD, la cocaína, la marihuana y el alcohol producían en la mente de un ser
humano.
****
Seis meses antes la vida de Michelle había sufrido un giro inesperado. Antes
del accidente de coche, era una chica casi normal. Estaba en primero de Derecho
y soñaba con conocer algún día a Brad Pitt. Vivía con sus padres, en una bonita
casa con jardín, y veraneaba en la playa. Como he dicho, una chica casi normal.
Podría haber dicho normal, pero creo que no hay nadie normal. De todas formas,
con el accidente, como si de un velo se tratara, su consciencia individual se había
venido abajo. Al principio fue muy raro para ella. Sentía un vacío insalvable en
su interior y no entendía nada de lo que le estaba pasando. Su cuerpo no tenía
límites y podía sentir la energía fluyendo a través de cada célula de su piel. Más
tarde vino la primera experiencia transpersonal.
Michelle estaba con su madre, en la misma cafetería en la que desayunaban
cada domingo desde que se habían mudado a esa parte de la ciudad. En frente
suya había una pareja de enamorados, cogidos de la mano y conversando
alegremente.
−Michelle, cariño, ¿qué quieres? −le preguntó su madre mientras el camarero
esperaba pacientemente con el bolígrafo y la libreta en la mano.
−Un café con leche, por favor −contestó.
−Para mí un cortado y un cruasán −dijo la madre.
El camarero tomó nota y fue a preparar el pedido. Michelle volvió a desviar
la mirada hacia la pareja de enamorados. De repente, sin saber cómo, transfirió
su consciencia hasta el chico, y vivió y sintió como si ella fuera ese joven. Amó
a la mujer que estaba con él, deseó a la mujer que estaba con él, y saboreó el café
que él se estaba tomando.
−¡Michelle! Cariño ¿qué te pasa? ¡Michelle! −dijo su madre sacudiéndola
por los hombros.
Michelle volvió a su cuerpo y comenzó a respirar agitadamente.
−Cariño, ¿qué te pasa?
−Nada mamá, no te preocupes… −Apenas tenía aliento−. Creo que me he
quedado dormida… −contestó tratando de calmarse.
−No te has quedado dormida. Has estado más de dos minutos con los ojos en
blanco y no me contestabas. Vamos al médico ahora mismo.
−Mamá, me hicieron muchas pruebas después del accidente y estaba todo
bien. En serio, no me pasa nada.
−No es discutible. Nos vamos al médico ahora mismo.
Obligada por su madre, salió de la cafetería y se subió al coche. Media hora
más tarde estaban en el hospital.
El doctor escuchó pacientemente la versión de la madre y luego le preguntó a
la chica qué le había pasado y cómo se había sentido.
−Creo que me he desmayado. Nada más.
−De acuerdo, repetiremos todas las pruebas. Es verdad que todo apunta que
ha sido un simple desmayo, pero te diste un golpe muy fuerte en la cabeza
cuando tuviste el accidente y debemos tomar todas las precauciones.
Le repitieron las pruebas de imagen del cerebro, cráneo y espalda, pero todo
estaba bien. El doctor le quitó importancia al incidente de la cafetería y le dijo a
Michelle que continuara haciendo vida normal, pero él no sabía que ya nunca
más habría vida normal para Michelle. Ese fue el comienzo de una nueva vida. O
de muchas nuevas vidas. Las experiencias transpersonales siguieron sucediendo
y llegó un momento en el que fue capaz de controlar cuando entraba o salía de
los cuerpos de los demás. El único requisito necesario para poder acceder a ellos
era tener contacto visual. Una vez la consciencia era transferida daba igual si se
separaban los cuerpos y se rompía el contacto. En una ocasión, se había
introducido en la mente de un comandante de avión cuando salió de la cabina
para ir al baño, y se mantuvo en él hasta que el avión hubo aterrizado. Sí,
mientras estaba meando también. Fue emocionante. Sobre todo, en el momento
del aterrizaje.
****
Michelle se levantó del banco y comenzó a caminar hacia la playa. Había
estado toda la noche en la discoteca, sintiendo y viviendo en los cuerpos de esos
muchos jóvenes que se ponían hasta el culo de drogas y alcohol. Sin duda, la
mejor experiencia fue con el LSD, pero también la peor. A uno de sus huéspedes
le había sentado muy bien y los efectos habían sido súper estimulantes. A otro
no le había sentado tan bien y, bueno, tuvo que salir de él de inmediato. Unos
pocos segundos habían bastado para saber que el LSD puede destrozar una
mente en un abrir y cerrar de ojos.
Después de caminar durante unos diez minutos, llegó a la playa y se fue a
bañar. El agua estaba muy fría, pero apenas lo notaba. Cuantas más mentes
ajenas poseía, más difusas se volvían sus propias sensaciones. Salió del agua y
vio a una pareja follando en una hamaca, junto al paseo marítimo. Se acercó a
ellos y fijó la mirada en la chica. Al cabo de un instante estaba en su interior,
sintiendo la misma excitación que sentía esa desconocida con la falda subida, el
tanga bajado y un pezón en la boca de su pareja. Gimió, besó, tocó. Y se corrió
como su fuese ella la que estuviese follando. Después regresó a sí misma, como
si nada hubiera pasado. Siguió caminando y se adentró de nuevo en la ciudad.
Unas calles más allá había dos coches de policía con las luces azules encendidas
y parpadeando. Curiosa, anduvo hasta allí. Al llegar, se encontró a una anciana
en el suelo, respirando con dificultad y con un hilo de sangre saliendo de su oreja
izquierda. Un policía trataba de mantenerla consciente, temiendo que, si sus ojos
se cerraban, lo hicieran para siempre. Los otros policías estaban con un joven
visiblemente afectado por el alcohol. Al parecer, había arrollado a la anciana
cuando esta estaba cruzando la calle por el paso de cebra. Michelle sintió ganas
de matarlo, pero se contuvo. Prefirió arrodillarse al lado del policía e intentar
ayudar de alguna forma. Agarró la mano de la anciana y, junto al policía,
comenzó a hablarle y a decirle que estuviera tranquila, que todo iba a salir bien.
Pero eso no se lo creía nadie. La respiración de la anciana era cada vez más
débil, y su mano perdía fuerza a cada segundo que pasaba. Se estaba muriendo.
Entonces, el corazón de Michelle dio un salto y comenzó a latir con fuerza.
«¿Y si…?»
Se le hizo un nudo en el estómago. Estaba ante una oportunidad única.
«¿Qué sienten las personas justo antes de morir? ¿Hay consciencia en el
momento en que la muerte viene a buscarnos? No puedo hacerlo… Esto es
demasiado para mí…»
−Señora, por favor, míreme, no se duerma. Señora, la ambulancia está
llegando, todo saldrá bien. Mantenga los ojos abiertos, por favor −gritaba el
policía desesperado ante el inevitable desenlace.
La respiración de la anciana se debilitó más y pasó a ser entrecortada.
«Tengo que hacerlo».
Miró a la anciana e introdujo su consciencia en ella. De pronto, todo era
blanco y puro. Sentía su propia respiración, el esfuerzo de su corazón por
mantenerla con vida, pero eso ya no tenía importancia. Ella se estaba yendo y no
había vuelta atrás. La voz desesperada del policía era apenas un susurro lejano,
como si formara parte de otra vida, de un pasado lejano. La invadió un calor
muy agradable, tanto que no se puede expresar con palabras. Se sentía en paz,
rodeada del amor más puro. El eco de sus latidos comenzó a apagarse. Ya no oía
su respiración. Se sentía como una ballena gigante en un océano de quietud. Era
grande y expansiva, y una sensación de amor lo envolvía todo. Sus latidos se
apagaron del todo y comenzó a elevarse. Muy lentamente. A un ritmo perfecto.
Todo era perfecto. Todo fue perfecto. Para siempre. Para toda la eternidad.
El arbolito
«Incluso un hombre puro de corazón que reza sus oraciones, puede transformarse en lobo cuando
cae la luna».
−El Hombre Lobo.
Había una vez un dragón azul llamado Jordi. Vivía en las montañas y solo
salía de su cueva cuando tenía hambre, una vez al año. Cada primer día de
primavera, Jordi abría los ojos y volaba hasta el valle, donde un pequeño pueblo
esperaba, insignificante y aterrorizado, la ira del dragón. Año tras año, el temible
dragón mataba a decenas de personas y, cuando se cansaba de jugar, raptaba a
una joven doncella y regresaba a las montañas con ella. De nuevo en su cueva,
devoraba a la joven. Después volvía a dormir. Hasta la próxima primavera.
Muchas décadas habían pasado y mucha gente había muerto, cuando los
habitantes del valle decidieron reunirse y trazar un plan para acabar con el
dragón. Tras varias semanas deliberando, crearon la Santa Hermandad de los
Hombres Rabiosos y redactaron sus estatutos. La misma se compondría de
veinte varones que tuvieran entre dieciocho y treinta años, con una forma física y
mental excelente. Durante todo el año se dedicarían en exclusiva a entrenar,
para, cuando Jordi despertara, hacerle frente e intentar acabar con él.
Después de un duro proceso de selección, los veinte elegidos para formar la
Santa Hermandad de los Rabiosos ingresaron en un monasterio abandonado que
se situaba al pie de las montañas, e iniciaron un régimen de entrenamiento
durísimo. Se levantaban al alba y, de sol a sol, sin descansar ni un solo día,
fueron instruidos en las artes del combate cuerpo a cuerpo y a distancia. Todos
los hermanos debían dominar la espada larga, la lanza, el escudo y el arco. En un
año debían convertirse en guerreros de élite, combatientes épicos. Soldados de
vanguardia cuyas habilidades pertenecían a la excelencia. Y lo consiguieron. El
día que el dragón abrió los ojos de nuevo, la Santa Hermandad de los Rabiosos
estaba preparada para presentar batalla.
Era temprano cuando, anunciada por un monstruoso rugido, una enorme
silueta ensombreció el cielo sobre el valle. Una silueta azul eléctrico que en la
zona conocían muy bien. Jordi había despertado y bajaba al pueblo para iniciar
su cacería. El alcalde dio órdenes a toda la población para que se escondieran en
sus casas y no salieran hasta que la Santa Hermandad hubiese acabado con el
dragón. Las calles fueron escenario del caos hasta que cada uno de los habitantes
estuvo «a salvo» en el interior de su hogar. Desde ese momento, sólo veintiún
seres vivos recibían los rayos del sol primaveral en el valle: un dragón y veinte
soldados.
Formada en cinco columnas de cuatro, la Santa Hermandad de los Rabiosos
esperaba en la plaza más grande del pueblo. Jordi no tardó en verlos. Rugió
como nunca antes lo había hecho y dirigió su vuelo hacia allí. Como si fuera
consciente de la grandiosidad del momento, no atacó a los soldados, sino que se
posó en el suelo con suavidad y permaneció frente a ellos, aumentando
drásticamente la densidad del aire. El oficial al mando gritó una orden y el resto
adoptó una posición defensiva, con las lanzas apuntando al frente y los escudos
cubriendo sus torsos. Todos los habitantes, que observaban el espectáculo desde
las ventanas de sus casas, contuvieron la respiración. Se escuchó una nueva
orden y los hermanos rabiosos comenzaron a moverse muy despacio en
dirección al dragón, que seguía impasible. De repente, miró al cielo, respiró
profundamente por la nariz y, como el que sopla unas velas de cumpleaños,
sopló hacia la formación. No salió fuego, solo aire. Pero aire a varios miles de
grados centígrados. La Santa Hermandad de los Rabiosos se convirtió en la
Santa Hermandad de los Deshechos. Se fundió hasta la madera de las armas. No
quedó nada, solo un charco de gelatina, ceniza y metal que pronto se convirtió en
una masa sólida muy asquerosa.
Comenzaron a oírse rezos y lamentos desde todas las casas del pueblo. La
desesperación se adueñó del lugar. Si la Santa Hermandad de los Rabiosos no
había sido capaz de vencer al dragón, ¿quién podría?
Jordi, animado por el murmullo de voces y llantos, fue casa por casa,
derribando paredes y asesinando a cada ser humano que encontraba a su paso.
Sus fauces brillaban con la sangre de sus víctimas cuando llegó a la séptima
casa. Derribó la fachada principal, arrancó el techo con la boca y, cuando miró
dentro, no vio nada. La casa estaba vacía. Puso más atención. No, no estaba
vacía. Debajo de la mesa del salón había alguien. Con un leve soplido apartó la
mesa y dejó al descubierto a dos niños, chico y chica, de diez y doce años
respectivamente. Rugió de placer y se dispuso a triturarlos con sus afilados
dientes, pero el niño, en un arrebato de pánico y desesperación, cogió un libro
del suelo y se lo lanzó. El azar quiso que entrara por la boca del dragón, fuera
directo a su garganta y bloqueara sus vías respiratorias. Oprimido por la asfixia,
Jordi cayó de bruces y movió la cola con desesperación. Apretó sus alas contra
la garganta. Su rostro estaba pasando del azul al morado.
−¡Tenemos que rematarlo, hermana! −dijo el niño que seguía lanzando libros
contra el dragón.
La niña miró a su alrededor. Cogió del suelo un jarrón roto que había estado
sobre la mesa y se lo tiró al dragón a la cabeza. Volvió a mirar, pero ya no
quedaba nada. Solo un par de rosas que se habían caído del jarrón. Sin pensarlo
ni un instante, cogió una de las rosas y corrió hasta donde estaba agonizando el
dragón. Escaló por el cuello y se arrastró hasta donde estaban los ojos. Cuando
los tuvo a su alcance, los apuñaló con el tallo de la rosa. Ahora uno, ahora el
otro. El dragón, sin fuerzas por la falta de oxígeno, cabeceó con torpeza. Fue
suficiente para que la niña resbalara y cayera al suelo, pero no para salvar la
vida. Las heridas de los ojos sangraban con abundancia y seguía sin poder
respirar. Pasados seis minutos, murió.
Desde entonces, cada primavera, los habitantes de la zona festejan el irónico
día de Sant Jordi en conmemoración de los valientes y santos hermanos rabiosos
y celebrando la muerte del dragón. Comen los mejores manjares, comparten los
vinos más dulces y, por supuesto, se regalan libros y rosas. No hay un solo hogar
en el valle que no disponga de una prospera biblioteca y un frondoso rosal,
porque donde todo lo demás falla, un libro y una rosa nunca lo hacen.
La rana Yuri
«Canta la rana, y ni tiene pluma, ni pelo, ni lana».
−Anónimo.
Son las 22:34 horas en Bali. Me pongo a escribir esto porque en menos de
una hora habré −todos habremos− dejado de existir. Hace dos horas que lo vi en
Twitter, pero no podía creerlo, a pesar de que firmaban la noticia los principales
medios de comunicación internacionales. Ahora sí lo creo. A estas alturas, la
Tierra ya ha comenzado a desplazarse y la temperatura media ha descendido diez
grados centígrados. Según los expertos, en menos de una hora seremos
absorbidos por el agujero negro «BOAT».
«BOAT» es una singularidad gravitacional, también llamada agujero negro,
que, desde hace más de dos mil millones de años, «navega» por el universo
absorbiendo todo lo que encuentra a su paso. Su superficie es setecientas mil
veces la superficie del Sol, y se cree que surgió con la fusión de dos agujeros
negros más pequeños. Esa fusión podría haber producido una incalculable
cantidad de energía que, literalmente, habría disparado a «BOAT» hacia el
centro del Universo. Se tuvo constancia de su existencia en el año 2009, pero
según su trayectoria, no corríamos peligro. Hoy, a las 18:23 hora local, la
colisión de dos estrellas azules hiper-gigantes justo antes de ser absorbidas por
«BOAT», desvió su trayectoria. Además, aumentó su velocidad de movimiento
de 7’5 millones de km/h a 245.000 millones. A pesar de ese cambio de
trayectoria, de haber estado en el lugar de Mercurio no habríamos sido
absorbidos. Ni él ni el Sol han quedado dentro del perímetro gravitacional de
«BOAT». Nosotros sí, por poco.
Cuando se ha empezado a difundir la noticia, la gente ha reaccionado
pensando que era una broma. La teoría más compartida ha sido la de un hackeo
masivo a las principales agencias de comunicación. La segunda, simplemente,
que nos estaban tomando el pelo, al más puro estilo H. G. Welles. Y así, hemos
estado de risas nerviosas hasta que los distintos líderes mundiales han ido
apareciendo en la televisión para confirmar la noticia. En ese momento he
sentido como si se me cayera una losa en la cabeza y me aplastara de arriba a
abajo. Agarrándome el cabello he salido a la calle y he mirado hacia el cielo. No
he visto nada. He vuelto a mi habitación y he llamado a mi madre, que está en
España, con toda mi familia. Estaban destrozados, igual que el resto de la
humanidad. He podido hablar con ellos hasta que todo el planeta se ha hecho eco
de la noticia y se han saturado las telecomunicaciones. Después, la Tierra ha
comenzado a desplazarse y han dejado de funcionar del todo. He tenido tiempo
de despedirme de toda mi familia, pero no de mis amigos. Les he mandado un
mensaje por Whatsapp, pero la aplicación me ha dicho que «este mensaje no se
ha podido enviar». Me da pena que todo acabe así. Me da pena estar en la otra
punta del mundo y no con los míos en el momento más trascendental de nuestra
existencia.
Son las 22:56 horas y la temperatura ha bajado ocho grados más. El
termómetro indica 7ºC aquí. En España no lo sé, tal vez 0 o -1. A estas alturas
mucha gente debe haber muerto congelada en las partes más frías de la Tierra.
Aquí, nos hemos reunido todos cerca de los templos y hay voluntarios
repartiendo mantas y sopas calientes. No puedo dejar de asombrarme ante la
actitud de los indonesios: están sonriendo, parecen felices. Le pregunto a una
voluntaria si no le da pena morirse y me dice que la muerte no es tristeza, sino
paz.
−Me hubiese gustado poder vivir más tiempo. Enamorarme, casarme, tener
una hija… Pero Shiva ha decidido que mi vida acaba hoy y no me corresponde
juzgar. Mi misión es aceptar.
Me toca la frente con el pulgar y sigue repartiendo ropa entre los desolados
turistas. A mi lado hay alguien fumando. Busco quién es y le pido un cigarrillo.
Desde que lo dejé en 2011 no he vuelto a fumar, pero ahora es diferente, se
acaba el mundo y no me importa joderme la salud. Me lo da junto con un
mechero. Lo enciendo y lo chupo con ganas. «Dios, qué puto asco», pienso.
Toso y ya no me gusta, pero sigo chupando. Me pongo a pensar en el agujero
negro. Todos los expertos han coincidido en que, cuando estemos a cierta
distancia de él, la fuerza de absorción será tan grande que nos desintegraremos.
Pero antes habremos muerto de frío. Cuando se han cortado definitivamente las
comunicaciones, he pensado en el suicidio. Tal vez fuera lo mejor. Regalarme a
mí mismo una muerte dulce, rápida y fácil. Después he pensado en mis seres
queridos y he desechado la idea. Si de una forma u otra la humanidad sobrevive
a esta catástrofe, no quiero haber muerto en vano.
Son las 23:13 horas y el movimiento de desplazamiento hacia «BOAT» es
notablemente superior al de hace media hora. Por primera vez en mi vida soy
capaz de sentir el movimiento de la Tierra. Los termómetros marcan -10ºC.
Pienso en mi familia. Tal vez ya estén muertos. Tengo los dedos muy fríos y me
cuesta seguir escribiendo esta nota. Es gracioso. Me río. A mi alrededor se
contagian de mi risa y ríen también. Voy a morir y, por primera vez en mi vida,
me siento en paz. Ya nada importa.
Sjn las 23:17 hpras, la Tiwnra se maeve my rapodo y no sr que tempetatus
tenemod. Estiy temblando muxco y mis dedoa fallan. Ya no se iye nada en las
calles, la gente esorra su fianl fon la lirada oerdida. Bo oudo sguri escriblend.
Adips.