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Revisión:
Antonio Godoy Ávila y María Teresa Anarte Ortiz.
Introducción
En psicología clínica es necesario distinguir dos tareas bastante diferentes entre sí:
la evaluación clínica de un paciente y el diagnóstico de los comportamientos problemá-
ticos que presenta. Esta distinción es necesaria por varias razones.
En primer lugar, porque no todos los comportamientos problemáticos que experi-
menta un paciente constituyen síntomas de un trastorno, tal como ocurre, por ejem-
plo, con muchas de las dificultades que se dan en las relaciones de pareja, que, aun
experimentándose como un problema vivencial lo suficientemente importante como
para acudir a un profesional, no son un síntoma de ningún trastorno. En segundo
lugar, porque no todos los síntomas constituyen criterios diagnósticos. Así, por ejem-
plo, existen muchos síntomas que pueden presentarse en varios trastornos distintos
(por ejemplo, el estado de ánimo deprimido). Es más, en muchas ocasiones esos mis-
mos comportamientos no constituyen manifestaciones clínicas, sino reacciones nor-
males ante los avatares de la vida.
Nunca, pues, debe olvidarse que el resultado de la evaluación clínica es la des-
cripción pormenorizada de los problemas (por ejemplo, excesos y déficit) que presen-
ta una persona, las circunstancias o factores que influyen en ella y las consecuencias
que producen. Con frecuencia, la evaluación clínica incluye no sólo los problemas
que presenta una persona, sino también sus puntos fuertes. Si toda esta información
se encuentra bien estructurada, se denomina formulación clínica del caso. El resulta-
do de la evaluación clínica, pues, es un conjunto estructurado de multitud de juicios
clínicos complejos.
Por el contrario, el resultado del proceso diagnóstico es un único juicio (denomi-
nado «juicio diagnóstico») o, a lo sumo, un conjunto muy limitado de juicios (usual-
mente, no más de dos o tres diagnósticos), aun cuando para su formulación se deba
haber seguido un proceso largo y laborioso.
Desde el punto de vista de la actuación del clínico, una cosa es la evaluación deta-
llada de las dificultades (y puntos fuertes) del paciente y otra, muy distinta, la clasifi-
cación de algunas de sus dificultades como síntomas y de la consideración de algunos
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de estos síntomas como criterios diagnósticos que darán lugar a la asignación de un
determinado trastorno.
Por último, no debe olvidarse que la asignación de la mayoría de los diagnósticos
requiere que se cumplan algunos requisitos distintos de la mera presencia de determi-
nados síntomas. Así, es usual que se requiera que dichos síntomas-criterio no sean
atribuibles a una enfermedad física, que produzcan un considerable grado de malestar
o que interfieran fuertemente en la vida ordinaria de la persona.
Así pues, dado que ambas tareas son distintas, es posible realizar una buena y
detallada evaluación clínica del paciente y, sin embargo, realizar un mal diagnóstico
de los problemas encontrados, dejar el juicio diagnóstico en suspenso por no saber qué
trastorno asignar o incluso no emitir diagnóstico alguno por no considerarlo necesa-
rio. Y, al contrario, es posible diagnosticar los problemas principales de un paciente sin
realizar una exploración detallada de las dificultades que presenta, tal como ocurre
con el empleo de las entrevistas diagnósticas estructuradas o semiestructuradas, en las
que es usual comenzar averiguando si el paciente presenta síntomas necesarios para
asignar dicha categoría diagnóstica. Si el paciente los presenta, se prosigue con la ex-
ploración del resto de criterios. Pero si no los presenta, se interrumpe la exploración
del resto de los criterios de la categoría y se pasa a otra distinta, ya que, ocurra lo que
ocurra con dichos criterios, al paciente en ningún caso se le podrá atribuir dicho tras-
torno. Así ocurre, por ejemplo, con la depresión mayor: si el paciente no presenta ni
estado de ánimo depresivo ni pérdida de interés o de capacidad para experimentar
placer, no podrá decirse, en ningún caso, que está pasando por un episodio depresivo
mayor y, consecuentemente, no podrá asignársele el diagnóstico de trastorno depresivo
mayor, por lo que no importará qué otros síntomas presente.
Con frecuencia, tras la formulación clínica del caso o tras el diagnóstico, se requie-
re que el psicólogo proponga y lleve a cabo algún tipo de tratamiento destinado a so-
lucionar los problemas del paciente. En estas ocasiones, tanto si el clínico ha realizado
una formulación del caso como si simplemente se ha formado un juicio diagnóstico
del mismo (o ambas cosas a la vez), usualmente es necesario recabar información adi-
cional que le permita establecer si el tratamiento en que está pensando es aplicable a
su paciente. Esto es, tanto la formulación del caso como el diagnóstico permiten con
frecuencia pensar qué tratamiento, en principio, podría ser adecuado aplicar, e incluso
cuál podría ser el más indicado. Sin embargo, la aplicación práctica de cualquier tra-
tamiento supone que se cumplen ciertos requisitos que vienen exigidos por la propia
naturaleza del tratamiento a aplicar y que varían de un caso a otro. Así, por ejemplo,
la aplicación de la desensibilización sistemática en imaginación (un tratamiento usual
de los miedos y fobias) requiere que el paciente sea capaz de relajarse.
Algo semejante ocurre con otras muchas técnicas de tratamiento, que, para poder
ser aplicadas, requieren que el paciente posea un cierto nivel intelectual, o sea capaz
de lograr un cierto grado de introspección o de observación de su propio comporta-
miento, o que esté dispuesto y motivado a realizar cierto tipo de tareas. Todos estos
factores, denominados aquí «requisitos para la aplicación del tratamiento», suelen
reunirse en dos grupos:
Por ello, dado que todas las técnicas terapéuticas son aplicables y efectivas sólo en
cierto tipo de condiciones, es necesario evaluar si dichas condiciones se cumplen en el
caso concreto de nuestro paciente. Así, una vez que se ha elegido qué técnicas de tra-
tamiento convendría aplicar a un paciente particular, es necesario evaluar si dichas
técnicas son aplicables y si, de ser aplicadas, es probable que produzcan los efectos
deseados y poco probable que produzcan efectos indeseados.
Así pues, nunca debería olvidarse que la elección del mejor tratamiento para un
paciente concreto, con unas características determinadas y que vive en unas circuns-
tancias específicas no sólo depende de la formulación del caso o del diagnóstico, y que
cada técnica terapéutica conlleva requisitos de aplicación y circunstancias en las que
cabe esperar que va a ser (o no) efectiva. Por ello, la recogida de este tipo de informa-
ción adicional resulta igualmente importante, especialmente en los casos menos ruti-
narios.
A la vista de lo dicho hasta aquí, no cabe duda, pues, de que para hacerse una
imagen clara y precisa de los problemas de un paciente, para diagnosticarlos y para
saber si una técnica terapéutica resultará aplicable y beneficiosa en su caso, es necesa-
rio averiguar muchos tipos de información distinta y, por tanto, utilizar muchos tipos
de procedimientos e instrumentos de evaluación diferentes.
A continuación aparecen algunos de estos procedimientos de evaluación clínica
frecuentemente utilizados y, posteriormente, la descripción, más en extenso, de un
ejemplo concreto, la entrevista clínica estructurada para el diagnóstico de los trastor-
nos del DSM-IV.
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ADIS-M, SADS) y de minientrevistas (M.I.N.I., M.I.N.I.-Kid). Por último aparecen
algunas entrevistas útiles para evaluar los trastornos de personalidad:
Para evaluar los trastornos de personalidad pueden emplearse algunas de las si-
guientes entrevistas: Diagnostic Interview for Personality Disorders, DIPD (Zanarini,
Frankenburg, Chauncey y Gunderson, 1987); International Personality Disorder Exa-
mination, IPDE (Loranger, 1999); Personality Disorder Interview–IV, PDI–IV (Widiger
et al., 1995), y Structured Interview for DSM-IV Personality Disorders (Pfohl, Blum y
Zimmerman, 1997).
Entrevista Clínica Estructurada para los Trastornos del DSM-IV (Structured Clinical
Interview for DSM-IV Disorders, SCID)
En este apartado exponemos de forma más detallada una de las entrevistas semies-
tructuradas de más frecuente utilización, la SCID.
➣ Descripción
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La SCID-II (First, Gibbom, et al., 1999) evalúa los trastornos de personalidad del
Eje II del DSM-IV. El material de que consta, y su aplicación y puntuación, son bas-
tante semejantes a los de la SCID-VC. La SCID-II va acompañada de un cuestionario
de personalidad, autoadministrado por el propio paciente, diseñado para acortar el
tiempo de entrevista requerido pero que ha mostrado tener tanta fiabilidad y validez
como la propia SCID-II (Widiger y Samuel, 2005).
➣ Objetivos
La SCID-VC puede utilizarse de cuatro formas distintas: (a) se administran los seis
módulos de la SCID-CV para explorar de manera completa y sistemática los trastor-
nos del Eje I. (b) El clínico realiza la entrevista de la forma que le es más usual. Si la
entrevista previamente realizada se ha desarrollado en extenso y en profundidad, la
SCID-VC se puede emplear como un listado de síntomas para asignar el diagnóstico
más apropiado. (c) Cuando el sujeto no es directamente entrevistable, la SCID-VC se
utiliza para entrevistar a sus allegados. En algunos casos extremos, la SCID-VC se
utiliza para sistematizar la información disponible en la historia clínica del paciente.
(d) Por último, la SCID-CV también se está utilizando para adiestrar a profesionales
noveles (Segal, Corcoran, y Coughlin, 2002). En este sentido, Ventura y colaboradores
(1998) han desarrollado un programa de entrenamiento que ha mostrado igualar la
fiabilidad, la precisión y las habilidades del entrevistador principiante con las de los
clínicos experimentados.
➣ Elaboración y desarrollo
➣ Características psicométricas
La SCID-VC produce diagnósticos más fiables, precisos y válidos que las entrevis-
tas clínicas normales. La fiabilidad entre entrevistadores (kappa) suele rondar entre
0,70 y 1,00 (First, Spitzer et al., 1999; Kranzler et al., 1995). También se ha encontra-
do que los clínicos, enfrentados a posteriori con diagnósticos realizados mediante la
SCID-VC, los encuentran de utilidad e, incluso con frecuencia, pueden llegar a cam-
biar los tratamientos previamente prescritos.
Por su parte, los índices de fiabilidad y de validez de la SCID-II varían grandemen-
te, según las muestras empleadas y los países en que se han realizado los estudios. En
general, la fiabilidad y la validez de la SCID-II son razonablemente elevadas si se uti-
lizan entrevistadores bien entrenados y las muestras empleadas son amplias y variadas.
➣ Administración
➣ Corrección
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sin embargo, carecen de ellos, con lo que la valoración de la «normalidad» o «anor-
malidad» del comportamiento evaluado queda al juicio del clínico; por último: d) los
juicios clínicos dimensionales sobre el grado en que un paciente padece un determina-
do tipo de trastorno son más fiables que los juicios categoriales, en los que debe esta-
blecerse simplemente si sí lo padece o no lo padece.
Así pues, aun cuando se piense que el diagnóstico formal de un paciente no debe
realizarse utilizando únicamente instrumentos como los que aparecen a continuación,
ello no quiere decir que no posean utilidad diagnóstica (Kubiszyn et al., 2000). En
cualquier caso, todos ellos van destinados a realizar descripciones bastante detalladas
de los problemas del paciente, constituyan o no criterios diagnósticos de algún trastor-
no. Son, por tanto, de gran utilidad en la evaluación clínica, ya que, al no limitarse a
evaluar los criterios diagnósticos, proporcionan información necesaria para la formu-
lación clínica del caso y, algunos de ellos, incluso para la planificación del tratamiento
(Garb, 2003):
Por último, cabe señalar que existen además otras muchas pruebas para evaluar
variables importantes asociadas a los problemas, o de utilidad para la elección o apli-
cación del tratamiento, tal como las que evalúan las causas probables de un determi-
nado problema, como, por ejemplo, las distorsiones cognitivas (por ejemplo, Bas y
Andrés, 1994), las creencias disfuncionales (por ejemplo, Ruiz, Gavino y Godoy, 2004),
las atribuciones causales (por ejemplo, Rodríguez-Naranjo y Caño, 2010) o el perfec-
cionismo (por ejemplo, Rodríguez et al., 2009). Igualmente importantes para diseñar
y aplicar el tratamiento son los inventarios de refuerzos, como el Cuestionario de Re-
fuerzos de Cautela y Kastenbaum (1967), o el Inventario de Actividades Agradables,
PES (véase Apéndice 5.11), así como las escalas para evaluar variables que pueden
favorecer o interferir en la aplicación del tratamiento y que con frecuencia se convier-
ten en objetivos legítimos a conseguir durante éste, como es la motivación para comen-
zar el tratamiento y llevarlo a cabo, evaluable mediante la Escala de Motivación para
el Cambio Conductual, de Cautela y Upper, 1975, o el estilo de afrontamiento de las
dificultades de la vida (por ejemplo, Escala de Afrontamiento para Adolescentes; véase
en el CD el Apéndice 3.8).
➣ Observación y autoobservación
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puede constituir un procedimiento que, con poco tiempo y esfuerzo, puede proporcio-
nar datos valiosos tanto sobre la frecuencia, duración, etc., de una conducta como
sobre sus antecedentes y consecuencias. Por ejemplo, en los casos de interacciones so-
ciales recreadas en la propia consulta clínica, los datos procedentes de la observación
análoga son especialmente adecuados para formular hipótesis acerca de las relaciones
funcionales entre las interacciones de unos y otros participantes (por ejemplo, miem-
bros de una pareja o familia, madre-hijo, etc.). Aunque las actuaciones en situaciones
simuladas, como las denominadas de role-playing, pueden resultar de poca utilidad
para averiguar cómo se suele comportar el paciente en su medio natural, sí pueden
serlo (si se dispone la situación de la forma adecuada) para hacerse una idea aproxi-
mada de cuál es «su mejor comportamiento disponible» en ese tipo de situaciones.
Por otro lado, aunque la observación análoga es perfectamente factible en la prác-
tica clínica, el procedimiento de observación más comúnmente utilizado es la autoob-
servación, ya que permite obtener tanta o más información que la observación externa
del comportamiento del paciente y, en la mayoría de los casos, resulta más fácil de
aplicar. Debido a ello, la autoobservación se utilizada con gran frecuencia, especial-
mente en aquellos acercamientos clínicos que, como el cognitivo-conductual, requieren
que se evalúen con precisión conductas concretas o clases de conductas bien definidas.
Al igual que la observación, la autoobservación resulta de utilidad tanto para describir
la frecuencia, duración, intensidad, etc., de un comportamiento como su relación fun-
cional con otros comportamientos o con variables ambientales, tales como la situación
en que se encuentra el paciente (por ejemplo, en el hogar, en el colegio, en su habita-
ción, viendo televisión...), las personas con las que interactúa o el momento del día en
que ocurre. A diferencia de la observación, sin embargo, la autoobservación resulta de
utilidad para recabar información tanto de los comportamientos públicamente visibles
del paciente como de sus comportamientos privados (por ejemplo, comportamiento
sexual, pensamientos intrusos o impulsos indeseados).
El empleo de la autoobservación requiere pocos medios (usualmente únicamente
papel y lápiz y un mínimo nivel cultural para comprender las instrucciones y ser capaz
de realizar el registro del comportamiento); sin embargo, puede beneficiarse grande-
mente del empleo de medios técnicos, que no tienen por qué ser sofisticados o inusua-
les, ya que, como ocurre con la mayoría de los teléfonos móviles, pueden facilitar el que
se tomen registros en momentos predeterminados (mediante la alarma) e incluso que
se registre la ocurrencia, la duración del comportamiento de interés o la situación en
que se da (como registros en la agenda). Los ordenadores de bolsillo (PDA), cada vez
más frecuentes, se están demostrando de especial utilidad en este sentido (Piasecki,
Hufford, Solhan y Trull, 2007).
En el capítulo 8 (Avia, 1981) del Manual de Evaluación Conductual de Fernández-
Ballesteros y Carrobles y en el capítulo 8 (Pérez Álvarez, 1994) del libro Evaluación
Conductual Hoy de Fernández-Ballesteros puede encontrarse una buena descripción
de la autoobservación como instrumento de recogida de información en el medio clí-
nico, así como ejemplos de formatos de autorregistro utilizables en clínica, tanto para
describir las dimensiones (por ejemplo, frecuencia, tasa, intensidad, etc.) del compor-
tamiento como para recabar información sobre las circunstancias en que se da el com-
portamiento de interés y las consecuencias que suele producir. Debido a esto último,
tanto la observación como la autoobservación son especialmente adecuadas para re-
coger la información necesaria para establecer relaciones funcionales entre las varia-
bles del ambiente y las del comportamiento. Procedimientos de gran utilidad en este
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