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LA FAMILIA EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA PAZ EN COLOMBIA

(Ponencia de Carlos Rodado Noriega en el III Congreso Nacional de Teología


para Laicos, celebrado en Barranquilla el 15 de octubre de 2016)

Deseo agradecerle a Monseñor Jairo Jaramillo Monsalve la invitación que


me ha formulado para participar en el Tercer Congreso Nacional de
Teología para Laicos y hablar ante este selecta audiencia. Es una valiosa
oportunidad para reflexionar sobre el papel de la familia en la construcción
de la paz en Colombia. Esa reflexión tiene una enorme trascendencia en la
hora actual, especialmente en un país que se está jugando los últimos
restos de su desgarrada esperanza para lograr la convivencia pacífica que
durante dos siglos de vida republicana le ha sido esquiva.1

Empezaré refiriéndome al concepto de familia y a su papel como taller del


amor y de la formación humana, elementos fundamentales para el logro de
la armonía doméstica y social. Luego examinaré los factores que perturban
esa armonía, llegando hasta las raíces del conflicto social que se ha
mantenido como un rescoldo que se aviva recurrentemente. En ese orden
de ideas, es indispensable definir las características de la paz que buscamos
para saber qué debemos hacer para lograrla. Esa paz no se circunscribe a
la firma de un acuerdo con uno o varios grupos armados, sino a un acuerdo
más amplio y más general sobre el bien común, acuerdo que nos involucra
a todos en el respeto a unas reglas de juego normativas, éticas y culturales.
Ahora bien, si el gran acuerdo es sobre el bien común, es preciso definirlo,
entenderlo y asumirlo, y para ello no hay mejor brújula que la Doctrina
Social de la Iglesia y las Encíclicas de los Papas. En el curso de esta
intervención mostraré la importancia de la familia y la manera cómo puede
contribuir al logro de ese bien común, fundamento de una verdadera paz.
Finalmente, si la familia tiene esa importancia es necesario defenderla y
protegerla como elemento esencial del orden social.

La familia es la unidad social más elemental y el lugar natural de todo ser


humano desde la creación. Cualquiera sea la convicción que se tenga sobre
el origen de la humanidad, evolucionismo o creacionismo, la sociedad

1No ha sido sólo durante los últimos 50 años que hemos tenido una confrontación armada; el
período de conflictos internos ha sido mucho más largo: desde la independencia hasta hoy
hemos vivido en una permanente perturbación del orden público.

1
humana empezó a constituirse a partir de la familia y de una agregación de
familias. La unión de un hombre y una mujer es indispensable para la
procreación, y el instinto natural lleva a los progenitores a cuidar y educar
a su prole. Así se ha entendido durante siglos la familia: padre, madre e
hijos. Esta conjunción de seres con un objetivo común tiene un significado
y una importancia profundos que alcanzan la categoría de lo sagrado. Y ese
es el mensaje que trasmite la trilogía formada por José, María y Jesús, que
se ha convertido en un referente ejemplar de unidad y amor en las más
diversas naciones del orbe.

Pero en la tradición judeo-cristiana la concepción trinitaria de la familia se


remonta a una época anterior a la de Jesús. En las primeras páginas del
Génesis encontramos otra alegoría que nos conduce a la misma conclusión:
«Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, varón y mujer
los creó» (1,27). La expresión “a su imagen” no es para significar imagen
fisiológica porque ese Ser Superior infinito, eterno y perfecto no tiene una
imagén corpórea. Su significado profundo está ligado al acto mismo de la
creacion, ya que, si ese Ser Superior es un Creador, los dos seres que ha
creado a su imagen también deben serlo a través de la relación fecunda del
amor. Esta interpretación la reafirma el Papa Francisco en su encíclica
Amoris Laetitia, cuando dice: “La pareja que ama y genera la vida es la
verdadera «escultura» viviente de Dios”.

La familia es la primera escuela de la vida, el primer laboratorio del amor,


que inicia su actividad desde el momento mismo en que el embrión
empieza a formarse y continúa luego cuando el feto navega en las plácidas
aguas que colman el vientre de su progenitora. Pero esa relación de amor
no concluye allí, se hace más intensa y evidente, cuando la criatura sale
completamente indefensa a un mundo de libertad riesgosa. Entonces el
instinto la impulsa a buscar protección en el pecho de su madre, que le
suministra no sólo un alimento biológico sino otro de singular importancia:
el alimento afectivo. La ternura que siente el niño acariciando la piel de su
madre es la primera lección de amor, y la comunion que se produce al
recibir el alimento de su protectora le infunde una sensación de seguridad
de la que nunca quisiera desprenderse; a esa tierna edad está más
desarrollado el sentido del tacto que el interpretativo, y las caricias son el
lenguaje del afecto.

2
El amor y la confianza se empiezan a gestar en el abrazo acunado de la
madre y se consolidan en los primeros años del infante. No puede dar amor
quien jamás lo ha recibido, ni podrá mostrar seguridad en sus actos quien
careció de protección en sus primeros años de vida. En esa primera etapa
de la existencia se fragua la personalidad y se estructuran las bases de las
capacidades humanas: sin unos cimientos sólidos no es posible levantar
una estructura robusta de virtudes y talentos.

En el hogar los padres están llamados a cumplir una misión educadora,


inculcándoles a sus hijos desde la más temprana edad valores muy
sencillos de entender como la solidaridad, la justicia, la responsabilidad y
el respeto a los demás para asegurar la convivencia y la armonía social. La
educación debe hacerlos conscientes de la realidad e importancia de sus
semejantes. La persona no es una isla, sino que hace parte de un
archipiélago de criaturas ligadas no sólo por el comercio de cosas
materiales sino, sobre todo, por el intercambio de actitudes, ideas y
sentimientos. Es fundamental enseñar desde el hogar el concepto de la
dignidad humana como una cualidad especial que distingue y enaltece al
homo sapiens, por ser la única criatura con capacidad de razonar entre
todas las que pueblan el universo. Esa característica exclusiva del ser
racional le confiere una excelencia ontológica, un valor intrínseco que lo
hace merecedor de un trato especial. Ese valor inherente de la persona es
la dignidad, fundamento moral de los derechos humanos que hoy se
reconocen en todas las Constituciones del mundo, pero se quebrantan por
doquier. Por lo mismo, el respeto a esos derechos, empezando por el más
sagrado de todos: el derecho a la vida, debe estar en el contenido ético de
una educación dirigida a formar buenos ciudadanos, misión en la que la
familia debe comprometer todo su esfuerzo como requisito para cimentar
la paz.

La armonía del grupo familiar es una condición indispensable para la


concordia doméstica pero también para la paz social, porque la sociedad
es, en esencia, un panal de familias unidas por un objetivo común: el
bienestar y la seguridad de los asociados. Los factores que perturban el
equilibrio de la unidad social más elemental son de la misma naturaleza de
los que alteran la tranquilidad de la sociedad como un todo. En el fondo
todo se inicia con la perturbación de la paz en el interior del ser humano,
protagonista y receptor de lo que sucede en el escenario social. No es difícil

3
inferir entonces que la paz de la sociedad se empieza a construir en el
primer entorno en que se desenvuelve la vida del ser humano: la familia.

La paz interior de un individuo se quebranta cuando su proceder no está


en concordancia con lo que le dice su conciencia. Pero hay otros factores
que rompen ese equilibrio. Una de las situaciones que más altera la paz
interna de un individuo es la carencia de servicios esenciales para la vida
y, por lo mismo, sentirse un marginado social, circunstancia que se agrava
si además se siente un marginado político, sin posibilidades de participar
de manera efectiva en las opciones que ofrece una democracia, porque no
cuenta con los medios que detenta una minoría privilegiada de la nación. A
este respecto se debe tener presente que los pueblos sobrellevan la
pobreza pero no toleran la desigualdad, sobre todo cuando esta
desigualdad tiene que ver con necesidades primarias que no puede
satisfacer. El umbral de la indignación se traspasa cuando la persona siente
que carece de lo indispensable para vivir con dignidad, y esa situación
emocional lo empuja a comportamientos atípicos y a conductas que la
sociedad recrimina, pero sin reparar donde está el origen del problema. La
miseria que convive con una desigualdad aberrante constituye no sólo una
ofensa a la dignidad humana sino una amenaza para la paz. La falta de
justicia social es uno de los factores que explican la desintegración
sociopolítica y la violencia generalizada que recorre nuestras calles.

En este contexto es importante precisar que no se trata de atender todas


las solicitudes y apetencias de una comunidad, sino de satisfacer las
condiciones necesarias para el desarrollo de las capacidades humanas y la
realización plena a la que aspira todo ser racional. El objetivo no es igualar
a todo el mundo en ingresos y riquezas sino en oportunidades, para que
todos puedan arrancar desde la misma raya en la carrera de la vida. No
estamos hablando de una equidad imaginaria, sino de una equidad viable,
que se empieza a cumplir con una adecuada atención a necesidades
básicas. Lamentablemente, en nuestro país la atención de esas necesidades
dista mucho de lo que exige la dignidad humana, especialmente en los
departamentos que constituyen la periferia geográfica de Colombia.2

2En esa periferia que conforman la Región Caribe, la Región Pacífica y la parte sur y oriental del
país, se concentra el 65% de las personas con necesidades básicas insatisfechas de toda la
nación, a pesar de que en esas regiones no vive más del 37% de sus habitantes.

4
La paz es un término que se utiliza y manosea todos los días. En ningún país
se habla tanto de paz como en Colombia, pero en ninguno se quebranta tan
persistentemente su esencia como en el nuestro. Por eso es importante que
nos preguntemos ¿cuál es la naturaleza de la paz que necesitamos? ¿qué
características debe tener la paz que buscamos? Pocas veces nos hemos
hecho estas preguntas y quizá por eso no hemos podido estructurar un
proyecto político de largo plazo que permita materializar nuestros anhelos
de manera perdurable. El mensaje fundamental de esta ponencia es que la
paz es un acuerdo incluyente sobre el bien común, que compromete a todos
los integrantes de la sociedad. Pero ¿qué se entiende por bien común? Juan
XXIII lo definió como “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social,
con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr
con mayor plenitud y facilidad su propia perfección.” 3 Esa perfección
comprende no sólo la realización terrenal sino una más trascendente, a la
que nos referiremos más adelante.

Lo primero que debe quedar claro es que la paz completa y sostenible no


es sólo el acuerdo que se pacta con uno o más grupos armados; esa paz
tiene un horizonte más amplio y abarca más dimensiones, pero una que la
sintetiza es la consecución de una “vida buena” donde reine la justicia, la
solidaridad y el deseo de perfeccionamiento humano. Ese fin superior
incluye valores éticos y culturales que involucran a toda la sociedad y no
sólo a las fuerzas del Estado y a los grupos contestarios que desafían su
autoridad. La paz perdurable tiene otras características porque no se limita
a aliviar los síntomas externos del conflicto sino que combate las causas
profundas que generan la desestabilización de la persona, de la familia y de
la sociedad toda. Por eso, si los colombianos aspiramos a construir una paz
incluyente no se puede desconocer el efecto que la marginación y la
exclusión social tienen sobre el ánimo y la actitud de la persona.

Hechas estas consideraciones, es pertinente preguntar ¿cómo pueden las


familias contribuir a construir la paz en Colombia? Antes de responder esta
pregunta es preciso distinguir el rol y las responsabilidades que le
incumben al Estado de aquellos que le corresponden a la familia como tal.
Los particulares no pueden sustituir a los gobiernos en sus competencias
constitucionales. Sin embargo, aunque esas competencias están
debidamente regladas en la Constitución y la ley, eso no obsta para que los

3 Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris.

5
particulares cooperen en todo lo que contribuya a lograr el bienestar de la
sociedad y a la consolidación de una paz completa y duradera. La sociedad
civil, que en gran medida agrupa familias, puede ayudar mucho,
promoviendo una pedagogía del bien común, creando conciencia sobre la
necesidad inaplazable de darle respuesta a las demandas sociales,
seleccionando bien a los servidores públicos que son claves en la solución,
pero también mediante otras formas de solidaridad con los más
necesitados. En este contexto, cobra mucha relevancia la advertencia de su
santidad Juan Pablo II: Nadie puede sentirse tranquilo, mientras el problema
de la pobreza, que afecta a miles de familias e individuos, no haya encontrado
una solución adecuada. La indigencia es siempre una amenaza para la
estabilidad social, para el desarrollo económico y, en utimo término, para la
paz. La paz siempre estará en peligro mientras haya personas y familias que
se vean obligadas a luchar por su misma supervivencia.4

Nuestro deber con los demás no se agota en el ámbito de nuestra propia


familia y trasciende la esfera doméstica. Hoy, más que nunca, se hace
indispensable que la sociedad civil asuma sus responsabilidades éticas,
multiplicando los esfuerzos para eliminar las causas de la pobreza con sus
trágicas consecuencias. 5 Resulta demasiado fácil echarle a los demás la
culpa de las injusticias, pasando por alto la responsabilidad que nos cabe
como ciudadanos y como familias en la crisis que estamos afrontando. La
inactividad de la sociedad civil, ya sea por miedo o por apatía ciudadana,
les abre campo a todos los que atentan contra la dignidad humana y el bien
común. Frente a estas amenazas, las familias deben oganizarse en grupos o
asociaciones intermedias para complementar la acción del Estado donde
se evidencia que ella es insuficiente, por ejemplo frente al drama de la
desnutrición infantil en la Guajira. Pero además, las familias pueden
ampliar e intensificar su rol en el escenario social ejerciendo una veeduría
ciudadana para denunciar cualquier acción que vulnere el interés público.

Una de las cosas que más daño le hace a la democracia como sistema
político y al bien común como fundamento de la sociedad es la indiferencia
ciudadana, como consecuencia del desconocimiento de lo que es el bien
común. Cuando los ciudadanos no lo identifican como un patrimonio de
todos, no lo cuidan y lo dejan expósito, oportunidad que aprovechan unos
pocos para utilizarlo como propiedad particular. Hay que crear conciencia
4 Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la paz, 1964.
5 Juan Pablo II, Centessimus Anno, 48

6
en la ciudadanía, pero especialmente en los servidores públicos, sobre el
significado del bien común, para que a partir de esa comprensión se
respete como algo sagrado. Una pedagogía en ese sentido está haciendo
falta, y las familias deben tomar la iniciativa para promoverla, alentarla y
difundirla.

Esa pedagogía debe recabar en la necesidad de incorporar la ética en el


ejercicio de la política, a pesar de que algunos creen que se trata de dos
reinos separados que no se deben mezclar. Ese es un grave error, porque
la política sin limitaciones éticas trae consigo toda clase de desafueros con
resultados funestos para la sociedad. Los que manejan el bien público
deben ceñirse a unos imperativos morales, que son los que le dan
trascendencia a la política y justifican su existencia como ejercicio de la
inteligencia para el bien común. Entendida de esa manera, es la más noble
de las actividades humanas. Distorsionada en su esencia se convierte en
oficio vil de mercaderes cuyo único interés es el beneficio personal.

La mejor manera de entender el carácter ético de la política es darse cuenta


del carácter político de la ética. 6 En efecto, si la política tiene unas
exigencias de carácter ético es precisamente porque la ética tiene un
fundamento político, como quiera que persigue el bien común de la polis,
es decir, del conjunto de ciudadanos que la conforman.7 La política sin bien
común no es política, es politiquería, clientelismo y corrupción; la res
publica es un bien que pertenece a todos y, por lo mismo, todos debemos
cuidarlo. El problema más grave de nuestro país es que no existe conciencia
del bien que nos es común. Carecemos de un proyecto que unifique las
voluntades ciudadanas en torno a unas reglas de juego claras y precisas,
que sean respetadas por todos para lograr la paz y edificar sobre ella el
progreso y el bienestar de la nación. Ese objetivo sin embargo estará cada
vez más distante si nos olvidamos de nuestros deberes cívicos y
permanecemos indiferentes ante el desbarajuste moral y el embate que,
desde diferentes frentes, se le hace al bien común.

Siempre se ha dicho que entender la naturaleza de un problema es una


parte importante de su solución. No se puede desconocer que estamos ante

6 Simon, Yves René, A General Theory of Authority, University of Notre Dame Press,
1961, p. 141.
7 Cepeda, Pedro Fernando, Hacia una Reconstrucción Etica y Cultural. Indo-Americana

Press Service. Bogotá, 2004, pp. 77-78

7
una ausencia generalizada de virtudes cívicas, que no son menos
necesarias para el equilibrio social y el afianzamiento de la paz que las
reformas institucionales y la acción gubernamental. La causa principal de
que la corrupción se haya institucionalizado radica en la incapacidad de los
ciudadanos de renunciar a los privilegios que surgen de una sociedad
desarreglada en la que se permite hacer todo lo que el interés personal
desea hacer en contravía del bien común. El problema no es que haya
políticos corruptos, porque los hay en todo el mundo, sino que aceptemos
que los haya cuando empieza a convenirnos. 8 Es una actitud muy cómoda
para los que la adoptan pero con efectos devastadores para la sociedad.

Se dice con frecuencia que en nuestro país no hay verdaderos líderes


políticos, y eso es cierto, pero es que los líderes no surgen como por arte de
magia. Se necesita que exista un ambiente generalizado de compromiso de
las familias con sus deberes cívicos, erigiéndose en guardianas del interés
general. Mientras no exista ese clima de virtud ciudadana difícilmente
surgirán líderes de envergadura y, con contadas excepciones, seguirán
manejando la comunidad dirgentes que no están a la altura de su elevada
responsabilidad.

Hoy más que nunca las familias deben convertirse, de una manera más
activa, en promotoras de los derechos humanos y defensoras de la dignidad
del hombre y de la mujer, organizándose en grupos o asociaciones
intermedias que siembren una cultura de la paz. En el fondo de todos los
conflictos sociales subyace un problema cultural que se alimenta de un
individualismo deshumanizante y de un relativismo ético que, en nombre
de una libertad mal entendida, va inculcando unos valores nuevos que
atentan contra la dignidad del ser humano, fundamento del bien común y
de una paz sólida y duradera. Uno de esos antivalores que se ha impuesto
en nuestro medio es el poco o ningún valor que hoy se le da a la vida
humana.

En medio de esta confusión ética ya no se distingue entre precio y valor.


Antes lo que tenía valor no se podía comprar a ningún precio, hoy lo que
tiene precio carece de valor. Hasta la vida misma está sometida a tasación,
y por unos pocos pesos un sicario la siega con impresionante frialdad. Y
frente a estos crímenes atroces, la sociedad civil se ha acostumbrado a

8 Ibidem, pp. 68-71

8
convivir con ellos y no protesta ni reacciona con el vigor con que lo debería
hacer. La indiferencia reina por doquier y los asesinatos se convierten en
cifras estadísticas como si se tratara de la cotización diaria del dólar o el
precio del petróleo.

Debemos preguntarnos entonces ¿no hay allí un espacio amplio para que
las familias se movilicen masivamente y le hagan sentir a la autoridad civil
y a la sociedad toda, que los centenares de asesinatos que se cometen
diariamente son acciones graves y no hechos intrascendentes? Claro que
sí. Existe un campo enorme para la presencia ciudadana, que constituiría
un toque de alarma sobre la urgencia de garantizar la seguridad y la paz
que anhelamos, porque no hay meta inalcanzable para las energías
sumadas de un pueblo. Las manifestaciones que se han visto en los últimos
días a favor de la paz son un signo de que la sociedad está despertando.
Ojalá que ese fervor no se apacigue y se sigan realizando actos de presencia
ciudadana si las agresiones a la dignidad humana, de cualquier origen,
continúan ocurriendo después de haberse suscrito los acuerdos con las
FARC y el ELN.

Otro frente en el que las familias pueden trabajar en pro del bien común es
a través de la creación de fundaciones sin ánimo de lucro que contribuyan
a promover la convivencia entre los colombianos y a democratizar la
educación como instrumento eficaz de nivelación en una sociedad
profundamente desigual. En nuestro país hay ejemplos de ese tipo de
organizaciones creadas por personas o familias con holgura económica,
pero sería altamente conveniente que esas demostraciones de solidaridad
se multiplicaran; de esa manera las familias estarían proyectando su radio
de acción más allá de su nucleo familiar, contribuyendo a afianzar la paz y
demostrando que la riqueza privada puede cumplir una función social. En
este contexto, los grupos empresariales, que por lo general pertenecen una
o más familias, pueden también cumplir un papel muy importante en la
erradicación de la pobreza y en la generación de empleo, complementando
la acción de los gobiernos mediante una forma alternativa de desarrollo
basado en la participación y organización comunitaria.

Las fundaciones cumplen un papel muy importante en la medida en que


alivian la presión sobre los recursos del Estado, que siempre son escasos
frente a tantas exigencias que debe atender. Otro tanto puede decirse de
los llamados innovadores sociales, jóvenes que trabajan con imaginación

9
para solucionar los problemas que el sector público no ha podido resolver.
Esos aportes al desarrollo son una valiosa contribución a la construcción
de la paz porque, como bien lo dijera el Papa Paulo VI: “el desarrollo es el
nuevo nombre la paz”.

Ahora bien, no todos los conflictos ni toda la violencia que se dan al interior
de los hogares en Colombia tiene su origen en necesidades básicas
insatisfechas. Son muchos los casos que se presentan en hogares que
cuentan con solvencia económica pero donde los hijos no han recibido de
sus padres ni el ejemplo aleccionante ni una adecuada formación en
principios y valores que orienten su comportamiento. Aquí es importante
notar que esa adecuada formación no consiste en recitar lecciones de
moralidad y a renglón seguido contradecirlas con la conducta cotidiana. En
el proceso de formación no hay nada más dañino que un buen consejo
acompañado de un mal ejemplo. El hogar es el primero y más importante
laboratorio de comportamiento humano, y lo que se aprende es lo que se
ve como acción u omisión de los mayores.

La mayor contribución que puede hacer la familia a la paz en Colombia es


que no genere violencia, ni conflictos, ni desestabilización. Si uno mira la
realidad de un país como el nuestro, no se necesita mucha agudeza para
advertir los innumerables casos de violencia intrafamiliar, de abusos
sexuales, de riñas mortales entre adolescentes, de menores en la
drogadicción, de embarazos a temprana edad, y muchos casos más donde
la causa principal de esos desajustes no ha sido la pobreza ni las
deficiencias del Estado sino una inadecuada formación en el propio hogar,
sobre valores tan imporantes como la dignidad humana, el respeto a la
opinión ajena y los derechos fundamentales de la persona.

El 25 de septiembre, día en que escribía algunas cuartillas de esta


conferencia, leí en la edición digital del periódico El Tiempo unos cuantos
titulares que dejan ver con claridad que el problema fundamental de
muchas familias en Colombia es una crisis de carácter ético donde no se
valora al ser humano, actitud que conduce fácilmente a agresiones contra
la persona y sus derechos más sagrados: su vida y su libertad. Una de esas
noticias registradas por el mencionado diario se refería a las cifras de la
violencia en Bogotá, destacada con el siguiente subtítulo: “En el primer
semestre han sido asesinadas 53 mujeres y se reportaron 5.540 casos de
agresiones”. Y el mismo día, y en el mismo periódico, se leía una noticia

10
similar sobre casos de esa índole en Medellín: “El más reciente informe
Forensis de Medicina Legal indica que en 2015 hubo 13.696 denuncias de
agresiones físicas contra mujeres, cometidas por sus compañeros
permanentes o exparejas. Sin embargo, cuando el espectro se amplía a
otros casos de violencia como la psicológíca, la económica, la sexual, el
abandono, las amenazas y la privación de libertad, entre otras, la cifra de
agresiones crece hasta 40.943, que deja un registro diario de 112 casos”. Y
agrega el Informe: “Hasta agosto de este año ya se conocen al menos 32.000
agresiones de parejas (de todo tipo) contra mujeres”. Es decir, en el 2016
los casos denunciados superarán los 50.000.

Las cifras parecen escalofriantes, pero lo más significativo no es el número


sino la categoría de las personas que cometen esas agresiones. No son
gente pobre ni personas que no han pasado por escuelas o universidades.
La mayoría de ellos han cursado el bachillerato y muchos son incluso
profesionales como se puede constatar por dos casos muy publicitados,
que fueron noticia ese mismo día. Uno, el de una joven golpeada
brutalmente por su novio, un administrador de empresas de 32 años de
edad. Y otro, el de un funcionario público, con formación profesional, que
agredió a su pareja delante de varios testigos, hecho que causó indignación
en las redes sociales. Pero lo más sorprendente del caso es que el citado
funcionario es nada menos que el personero de su municipio. Es decir, el
defensor del bien común, la persona encargada de defender los derechos
humanos, y de manera especial los de la mujer, convertido en agresor de
los derechos que él debe proteger.

Los casos referenciados a guisa de ejemplo no pretenden exculpar al


Estado en la responsabilidad que le compete de garantizar la seguridad y
el bienestar de los asociados, sino poner de relieve la responsabilidad que
nos cabe como ciudadanos en la construcción y afianzamiento de la paz en
nuestra nación. La paz se forja en el corazón del hombre, es un estado del
alma al que se llega buscando la perfección humana, corrigiendo o
rectificando actitudes negativas hacia uno mismo, hacia los demás y hacia
el entorno ambiental en el que respiramos y vivimos. Lo primero es
desarmar los espíritus y desterrar de nuestro interior el egoísmo, la
avaricia, la apatía, el rencor y toda pasión que nos impulsa a quebrantar la
armonía con nuestros semejantes. Si no estamos en paz con nosotros
mismos difícilmente la podremos construir con los demás. En 1978, en una
Audiencia General, el papa Juan Pablo II sintetizó el mismo aforismo con

11
estas palabras: “Como en los tiempos de la espada y la lanza, también hoy,
en la era de los misiles, es el corazón humano el que mata, más que las
armas”. Y le asistía toda la razón al pontífice, porque es allí en ese centro
más íntimo de la persona, donde la paz crece y se desarrolla antes de
convalidarla a través del diálogo o en una mesa de negociaciones.

Por supuesto, uno de los desafíos más serios del individuo es alcanzar esa
paz interior que, como hemos explicado, depende de una serie de factores
que influyen sobre la estabilidad psíquica y espiritual de la persona. En este
punto es importante precisar que lo espiritual no es equivalente a lo
religioso. Esto último tiene que ver con creencias y dogmas, y
especialmente con el cumplimiento de las prácticas que impone un
determinado culto, mientras que lo segundo tiene que ver con la búsqueda
de la realización plena del ser humano. Esa plenitud se logra cuando se le
encuentra sentido a la existencia, y no hay camino más directo para llegar
a ella que el servicio al prójimo y a la sociedad en la que uno está inmerso.

El ser racional no vino al mundo simplemente para nacer, crecer y morir


como cualquier vegetal. No; vino a algo más trascendente. Su racionalidad
le impone deberes consigo mismo, con sus semejantes y con la naturaleza,
al tiempo que lo induce a buscarle un significado a la vida, porque como
sujeto pensante tiene un fin superior que va más allá del mero ciclo
biológico de todo organismo vivo. Sería lamentable que Dios nos hubiera
dado el don del pensamiento sólo para que tuviéramos consciencia de
nuestro triste desenlace: que no vinimos a cumplir objetivo alguno en la
tierra. Y no hay objetivo más noble ni de mayor jerarquía que el servicio a
los demás, como nos lo enseñó Cristo al entregar su vida para redimir a la
humanidad. Esa sublime lección de genuino desprendimiento la ha
compendiado la tradición cristiana en una frase lapidaria: “el hombre que
no vive para servir, no sirve para vivir”.

Cuando la paz se mira en un contexto más amplio, en el que cada individuo


está llamado a cumplir un propósito de miras elevadas en el escenario que
comparte con los otros seres de la creación, es mucho lo que las familias
pueden aportar al logro del bien común. Pero el problema es que los
colombianos no nos hemos puesto de acuerdo sobre la naturaleza y los
alcances de ese bien común. No es el bienestar de unos pocos y la miseria
de muchos, no es un orden social injusto que privilegia a una minoría y
excluye a los más. No; el bien común es el imperio de una auténtica justicia

12
social que hace posible que los beneficios de una sociedad democrática se
distribuyan con equidad entre sus integrantes. Mucha razón tenía y sigue
teniendo San Agustín al definir la paz como “la tranquilidad en el orden”,
pero no de cualquier orden sino de un orden justo, porque es el único que
la hace viable y duradera. “La justicia es la primera virtud de las
instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de
pensamiento”, escribió John Rawls en su conocida obra Teoría de la Justicia.

Es evidente, entonces, que el bien común debe ser el objetivo supremo de


individuos, familias y gobierno. Pero ¿por qué ese bien común es tan
esencial para el logro y afianzamiento de la paz? Porque abarca la suma de
condiciones indispensables para que los individuos le den forma a sus
vidas. Esas condiciones deben beneficiar a toda la comunidad para que
exista cohesión social y estabilidad en el consenso ciudadano, requisitos
fundamentales para el logro de la paz. Si una sociedad no entiende lo que
es el bien común ni logra un consenso en torno a él, estará siempre
sometida a tensiones que comprometen el orden público y la seguridad de
los asociados.

Ese bien que busamos tiene también una dimensión filosófica que, según la
Doctrina Social de la Iglesia no sólo debe ser para provecho de todos los
hombres sino que abarca a todo el hombre, es decir, no sólo a su cuerpo
sino a su espíritu. Hay una dimensión sagrada en nuestra existencia, y es
allí en esa dimensión donde está el más alto propósito de la vida humana.
La realización plena de la persona no se logra si no se complementa con un
componente espiritual, que la impulsa a buscar un fin trascendente. A
pesar de la vanidad del ser humano por todo lo que ha logrado contruir
materialmnete, en el fondo se siente frágil e insignificante frente al cosmos
infinito y a la eternidad del tiempo. Esa insignificancia se hace más palpable
cuando la furia de la naturaleza lo arremete y lo atemoriza de manera
recurrente. Por eso, desde los tiempos más remotos hasta hoy, el hombre
ha buscado protección en una potencia superior a la que acude con
reverencia, y le pide ayuda en los momentos más críticos.

Una de las formas solapadas de infiltración de la violencia en Colombia es


la eliminación de Dios en el orden social. Cuando se rechaza a Dios
comienza un proceso de erosión de los valores morales, 9 que se van

9 Juan Pablo II, Homilía contra la mafia, 1993,

13
sustituyendo por nuevas ideas, muchas de las cuales acaban imponiéndose
porque están de moda. Los deletéreos efectos de esa nueva cultura los está
sufriendo la familia, amenzada en su esencia, en su identidad y en su
estabilidad.

No se trata de desconocer los cambios antropológicos y culturales que se


van produciendo inexorablemente en un mundo que evoluciona, pero eso
no significa que hay que cambiar todo sin suficiente reflexión y
fundamentación y sin medir las consecuencias que se derivan de esos
cambios. La familia y el matrimonio tienen una bondad intrínseca que no
se pueden desconocer y, por lo mismo, son instituciones que se deben
preservar y proteger. Ese desafío no se debe afrontar con posiciones
dogmáticas sino con argumentos y razones sobre la conveniencia de esas
instituciones. La estabilidad de la familia es esencial para la estabilidad de
la sociedad, para una adecuada formación de los hijos y también para el
afianzamiento de la paz, como lo hemos argumentado atrás.

El tema de la familia es un asunto complejo que suscita controversia; los


dos últimos Sínodos y el propio Pontífice no han rehuído el debate y lo han
asumido como un espacio de reflexión que debe ser honesto y constructivo.
Son incontables los análisis que se han hecho sobre el matrimonio y la
familia, sobre sus dificultades y desafíos actuales.10 Desde 1979 los obispos
de la Iglesia española ya reconocían que se estaban produciendo unas
transformaciones en la vida doméstica con más espacios de libertad, con
un reparto equitativo de cargas y responsabilidades entre los cónyuges, en
la medida en que la mujer se incorporaba cada vez más a la fuerza laboral.
Y agregaban los prelados: “Ni la sociedad en que vivimos ni aquella hacia
la que caminamos permiten la pervivencia indiscriminada de formas y
modelos del pasado”. 11 Y el propio Papa ha dicho textualmente en su
exhortación postsinodal Amoris Laetitia: “Recordando que el tiempo es
superior al espacio, quiero reafirmar que no todas las discusiones
doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones
magisteriales. Naturalmente, en la Iglesia es necesaria una unidad de
doctrina y de praxis, pero ello no impide que subsistan diferentes maneras

10 Papa Francisco, Encíclica Amoris Laetitia, Capítulo Segundo, Desafío y Realidad de las
Familias, 31.
11 Conferencia Episcopal Española, Matrimonio y familia, 6 de julio de 1979, 3.16.23.

14
de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que
se derivan de ella.”12

Sin embargo, el reconocimiento de los cambios culturales no es una


coyuntura para arrasar con las creencias de un pueblo ni con lo que ha sido
y es bueno para la sociedad, sino para introducir ajustes que interpreten
las nuevas realidades pero sin alterar la esencia de instituciones que, como
la familia y el matrimonio, han contribuido a construir civilización,
progreso y armonía social.

Una de las transformaciones que se ha venido produciendo es la


disgregación de la familia nuclear por el poco tiempo que las obligaciones
del trabajo les van dejando a los padres, que llegan cansados a sus hogares
sin ganas de conversar con sus hijos, a quienes encuentran totalmente
embebidos en sus celulares sin reparar siquiera en que sus padres han
llegado. En muchas familias incluso ha desaparecido el hábito de comer
juntos y utilizar ese espacio para fortalecer la unidad familiar. Con los
avances tecnológicos y en especial con la invención y el desarrollo del
Internet se ha ido generando un individualismo exagerado que destruye
los lazos familiares y aleja a los hijos de los padres y a los padres de los
hijos.

La tendencia mundial ha sido la de ampliar el radio de las libertades a


hombres y mujeres, tendencia que no es necesariamente mala porque
permite cultivar lo mejor de uno mismo para realizar un plan de vida. Pero
una cosa es una libertad con responsabilidad, inpirada en propósitos
nobles y, otra bien diferente, una libertad sin límites éticos, en la que cada
cual juzga según le parece como si más allá del individuo “no hubiera
verdades, valores y principios que nos orienten, como si todo fuera igual y
cualquier cosa debiera permitirse”.13

Y eso es precisamente lo que acontece cuando el matrimonio no se


interpreta como un compromiso de exclusividad y estabilidad sino como
algo provisorio, como una afectividad transitoria y, peor aún, como un
objeto desechable que se utiliza mientras sirve a unos intereses de corto
plazo. Esa inestabilidad hace daño a los hijos, a la familia y a la sociedad.

12 Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia del Santo Padre Francisco a los Obispos,…
3.
13 Ibidem, 34le

15
Por supuesto, en la vida matrimonial se presentan divergencias, que no
pasarían a mayores sin se respetara la dignidad y opinión del otro; pero si
el desacuerdo se convierte en conflicto se debe resolver con una sincera
voluntad de reconciliación.

Otra innovación que se está abriendo paso en contravía del sentimiento


mayoritario de una nación, es la llamada ideología de género que pretende
convertir la excepción en regla y, por ese camino, borrar la diferencia y la
reciprocidad natural entre el hombre y la mujer. Esto equivaldría a una
sociedad sin diferencias de sexo, apreciación equivocada que le quita el
fundamento antropológico a la familia. 14 Por supuesto, se debe respetar la
inclinación sexual de la persona. Eso no se discute, y ese respeto está
elevado a la categoría de derecho en el artículo 16 de la Constitución
Política de Colombia,15 pero lo que no se puede pretender es acabar con el
sexo biológico que resulta de una combinación aleatoria de cromosomas
sexuales. Los intentos que se han hecho por imponer proyectos educativos
y cambios legislativos que consagran una identidad personal
completamente desvinculada de la diversidad biológica entre hombre y
mujer han generado alarma y preocupación en la sociedad colombiana.
Según esta ideología no se nace con un sexo sino que esa es una opción que
se escoge a voluntad de la persona. Y más preocupante aún, es que algunos
de estos conceptos se traten de imponer como un pensamiento único que
direccione la educación de los niños.

De todo lo expuesto se desprende la necesidad de defender la estabilidad y


permanencia de la familia como elemento esencial del orden social, pero
también por la contribución que puede hacer al logro de la paz en
Colombia. Esa institución básica de la sociedad, sumada a otras de su
género, deben convertirse en una fuerza renovadora del orden temporal y
de la vida política. La sociedad civil que, en gran medida agrupa familias,
debe insertarse en la esfera pública y asumir un papel protagónico en la
defensa de la dignidad humana, de los derechos fundamentales y en la
renovación ética y cultural de la sociedad. Ese sería un aporte fundamental
a la paz completa y verdadera que tanto anhelamos.

14Ibidem, 56.
15“Art. 16. Desarrollo de la libre personalidad. Todas las personas tienen derecho al libre
desarrollo de su personalidad sin más limitaciones que las que le imponen los derechos de los
demás y el orden jurídico”.

16
MUCHAS GRACIAS.

17

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