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Vladimir Jankélévitch

LA PARADOJA
DE LA MORAL
Vladimir Jankélévitch

LA PA R A D O JA
D E LA
M O RAL

Tusquets Editores
Barcelona
Título original: Le paradoxe de la morale

1.* edición: noviembre 1983

© Editions du Seuíl, 1981

Traducción de Nuria Pérez de Lara


Diseño de la colección: Clotet-Tusquets
Diseño de la cubierta: M. Azúa-F. Qosas
Reservados todos los derechos para Tusquets Editores, S. A.,
Iradier, 24, bajos, Barcelona-17
ISBN: 84-7223-077-5
Depósito Legal: B. 38101 • 1983
Gráficas Diamante, Zamora, 83, Barcelona-18
Indice

P. 9 La evidencia moral es a la vez englobante


y englobada
1. Una problemática omnipresente y previnente; 2.
El pensamiento se anticipa a la valoración moral,
y reciprocamente; 3. Una «vida moral. ¿Continua
o discontinua? El fuero interno. Círculo de la tem­
poralidad; 4. De la negación al rechazo. Rechazo
del placer, rechazo del rechazo; 5. La prohibición.
Prohibición de la prohibición.

49 La evidencia moral es a la vez equivoca y


unívoca
1. Antigüedad del maximalisrao, excelencia de la
intermeaiaridad; 2. Vivir para el otro, sea quien
sea ese otro. Más allá de todo «quatenus» de toda
prosopolepsia; 3. Vivir para el otro, hasta morir
por ello. Amor, don y deber. Más allá de todo «hac-
tenus»; 4. Todo o nada (opción), del todo al todo
(conversión), el todo por el todo (sacrificio). Con
toda el alma; 5. Los tres exponentes de la con­
ciencia. Debate o coincidencia del interés y del de­
ber: el insustituible cirujano; deberes para con los
seres queridos; 6. La buena media; 7. Mutua neu­
tralización; 8. Hasta la casi-nada. El mínimo-ser;
9. El balanceo oscilatorio; 10. Mantener el mayor
amor posible en el mínimo ser posible.

127 El mal menor y lo trágico de la contra­


dicción
1. El impulso y el trampolín. Rebote. El efecto de
relieve. Positividad de la negación; 2. Uno tras
otro. Mediación. El dolor; 3. El uno con el otro:

7
ambivalencia. De dos intenciones, una: 4. El uno
en el otro paradojalogía del órgano-obstáculo. El
ojo y la visión, según Bergson. El aunque y el
resorte del porque. 5. Ese latido de un corazón
indeciso. Una mediación aprisionada en una estruc­
tura; 6. El pinchazo de la astilla, la quemazón de
la carbonilla, la mordedura del remordimiento. El
escrúpulo; 7. El anti-amor (mínimo óntico), órgano-
obstáculo del amor. Para amar hay que ser (iy
haría falta no ser!); para sacrificarse hay que vivir;
para dar hay que tener; 8. El obstáculo y el hecho
de obstáculo (origen radical). ¿Por qué en general
hacía falta que...?; 9. Ser sin amar, amar sin ser,
interacción del mínimo egoísmo y el máximo al­
truismo. Respuesta aferente al impulso eferente; 10.
El ser preexiste al amor. El amor se adelanta al
ser. Causalidad circular; 11. Un don total: ¿cómo
arrancarse los goznes del propio-ser? Abnegación;
12. La aparición evanescente entre el ego y la viva
llama de amor... El umbral del valor; 13. La un­
ción. El resentimiento mínimo de la abnegación
(aferencia de la eferenda). El placer de dar placer;
14. El horizonte del casi. Del casi-nada al no-ser.
Resultante inestable de la ambición y de la abne-
garión.

207 Las maquinaciones de la conciencia. Cómo


preservar la inocencia
1. Plétora y esporadismo de los valores. El absoluto
plural: caso de concienda; 2. Todo d mundo tiene
derechos, luego yo también. La reivindicadón; 3.
Todo d mundo tiene derechos, excepto yo. Yo sólo
tengo deberes. Para ti todos los derechos, para mí
todas las cargas; 4. Rrificadón y objetividad de los
derechos, imparidad e irreversibilidad d d deber;
5. La primera persona pasa a ser la última, la se­
gunda es la primera. Soy el defensor de tus dere­
chos, no d polida de tus deberes; 6. Con los ojos
abiertos. La pérdida de la inocencia es el precio
que la caña pensante debe pagar como rescate de
su dignidad; 7. Tus deberes no son el fundamento
de mis derechos; 8. El precioso gesto de la inten­
ción.

8
La evidencia moral es a la vez englobante
y englobada

Aseguran en todas partes que la filosofía moral


está en la actualidad bien considerada. Debemos aco­
ger con cierta desconfianza este reconfortante ofre­
cimiento de una moral reverenciada por la opinión
pública, sujeta a priori a garantías. En primer lugar,
podemos poner en duda que los cruzados de esta
nueva cruzada sepan realmente de qué están hablan­
do. En el seno de la filosofía, tan controvertible ya
de por sí, tan ocupada en definirse y en asegurarse
la propia existencia, la filosofía moral se presenta
como el colmo de la ambigüedad y de lo inasible;
es lo inasible de lo inasible. La filosofía moral es,
efectivamente, el primer problema de la filosofía: an­
tes que defender su causa, habría, pues, que esclare­
cer primero este problema y preguntarse por su ra­
zón de ser.

1. Una problemática omnipresente y previdente

De hecho, es más fácil decir lo que la filosofía


moral no es y con qué sucedáneos nos vemos tenta­
dos do. confundirla. Debemos empezar, pues, por
esta «filosofía negativa» o apofática. La filosofía
moral no es evidentemente la ciencia de las cos-

9
tambres, si es que es cierto que la ciencia de las
costumbres se contenta con describir las costumbres,
en modo indicativo y como un estado de hecho, y
(en principio) sin tomar partido, ni formular pre­
ferencias, ni plantear juicios de valor: expone sin
proponer, o lo hace indirectamente, bajo mano y me­
diante sobrentendidos; ritos, tradiciones religiosas,
.costumbres jurídicas o hábitos sociológicos, todo
puede servir de documentación preparatoria para el
discurso moral propiamente dicho. Pero ¿cómo pa­
sar de lo indicativo a lo normativo y, a fortiori, a lo
imperativo? ¿Cómo elegir, en la inmensa colección
de sinsentidos, de bárbaros prejuicios y de absur­
dos con que nos obsequian en pintoresca película
la historia y la etnología? ¿Encontramos alguna vez,
ante este océano de posibilidades hipotéticas, y en
última instancia indiferentes, en donde todas las
aberraciones de la tiranía parecen justificables, un
único principio de elección, una sola razón de ac­
tuar? ¿Y por qué una mejor que otra?, ¿un concepto
mejor que otro? El principio de la preferencia en
su forma elemental sería capaz de explicar el tro­
pismo de la acción y de imantar la voluntad, pero
pierde todo sentido en un mundo basado en el ca­
pricho, en lo arbitrario y en la isostenia de los mo­
tivos.
Por otra parte, sucede que nuestro desconcier­
to, en el momento de convertirse en desesperación
ante la incoherencia de las prescripciones y la estu­
pidez de las prohibiciones, nos deja entrever cierta
luz; y cuanto más a tientas andamos más se con­
creta lo que vislumbramos, en y por el equívoco
mismo. La problemática moral desempeña, en rela­
ción a los demás problemas, el papel de un a priori.
entendiéndolo como prioridad cronológica o como

10
presupuesto lógico. Dicho de otro modo, la proble­
mática moral es, a la vez, previdente y englobante;
anticipa espontáneamente la reflexión crítica que
podría cuestionarla, aunque no como, de hecho, pre­
cede el prejuicio al juicio, ni tampoco con el pre­
texto de que la toma de posición moral, en sus in­
tervenciones expresas, superara en rapidez y en agi­
lidad la reflexión crítica: ¡paradójicamente, cada una
es más rápida que la otra! Todo lo rápida que quie­
ra, es decir, al infinito... Por otra parte —y viene
a ser lo mismo—, la moralidad es coesencial a la
conciencia; la conciencia está totalmente sumergida
en la moralidad; posteriormente, se evidencia que el
apriorismo moral nunca había desaparecido, que ya
estaba ahí, desde siempre, como dormido, pero a
punto de despertar; la moral, hablando en lenguaje
normativo, es decir del prejuicio, previene la especu­
lación crítica que la cuestiona, ya que tácitamente
preexistía a ella. Y no sólo la envuelve con su di­
fusa luz, sino que, más aún, en otra dimensión y
empleando otro tipo de metáforas, impregna el con­
junto del problema especulativo; es la quintaesencia
y el fuero íntimo de este problema.

2. El pensamiento se anticipa a la valoración moral,


y recíprocamente

El pensamiento, según Descartes, siempre está


ahí, también él —y sobre todo él— implícita o ex­
plícitamente, inmanente y continuamente pensante,
incluso cuando no se es expresamente consciente
de ello, si bien se revela presente a sí mismo, en un
retomo reflexivo sobre sí, en apoyo de un interro­
gante o con ocasión de una crisis. El pensamiento

11
piensa la axiología, el pensamiento piensa los jui­
cios de valor, al igual que lo piensa todo: ¿acaso la
axiología no asocia un logos a la valoración (dgtoúv),
es decir cierta forma de racionalidad? ¿No valora el
«juicio de valor» bajo la forma de un juicio? En
la ambigüedad del «juzgar», la operación lógica y la
valoración axiológica se funden la una en la otra.
Sin duda, ésta es una «lógica» sin rigor y de baja
estofa: parece ser algo parcial, aproximativa e in­
cluso algo degenerada. Sin embargo, sigue siendo la
razón la que determina el estatuto especulativo de
la valoración... Recordemos que Spinoza quiso de­
mostrar la ética a la manera de los geómetras.
Ahora bien, la recíproca, no es, por otra parte,
menos cierta: la moral que se expresa en forma nor­
mativa, incluso en forma imperativa, hace a su vez
comparecer la razón especulativa ante su tribunal,
como si la razón y la lógica pudieran depender de
semejante jurisdicción, como si tuvieran que rendir­
le cuentas. ¡Más aún, la moral cuestiona el valor
moral de la ciencia! ¿No es el colmo de la imperti­
nencia y de la burla? Sigamos insistiendo: cuando
la moral pide cuentas a la razón, ¿acaso no lo hace
en virtud de un privilegio exorbitante y gratuito que
arbitrariamente se arroga?... ¿Quién sabe? Quizá
tenga derecho a hacerlo. Pascal, al considerar lo
irracional de la muerte y el vacío al que estamos
abocados, se preguntaba si filosofar valía la pena.
G aró que sí, la filosofía vale la pena a condición
de no eludir el problema radical de su propia razón
de ser, que siempre es, en algún grado, moral. La
cuestión puede más bien plantearse en esta forma:
¿es la verdad tan buena como lo es verdadera? Pues­
to que el hombre es un ser débil y pasional, habrá
siempre una deontología de la veracidad y una mis-

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teriosa relación entre la verdad y el amor. Esta deon-
tología y este misterio no son la paradoja menos
desconcertante de la problemática moral. Todo lo
que es humano plantea, antes o después, de un lado
o de otro, bajo una u otra forma, un problema
moral, ya que la moral siempre es competente, in­
cluso... y sobre todo en los asuntos que no la con­
ciernen; y, si no tiene la primera palabra, es porque
tendrá la última. La toma de posición moral no to­
lera abstención ni neutralidad algunas; al menos en
el límite y teóricamente.
El hombre es un ser virtualmente ético que exis­
te como tal, es decir, como ser moral, de vez en
cuando y de tarde en tarde — ¡muy de tarde en tar­
de!— . Como las intermitencias son, en este caso,
anormalmente frecuentes y los eclipses de concien­
cia desmesuradamente prolongados, durante estas
largas pausas la conciencia, aparentemente vacía de
todo escrúpulo, parece afectada de anestesia moral
y de adiaforia moral, es decir, es incapaz de distin­
guir entre el «bien» y el «mal». O, para utilizar el
lenguaje tradicional de la teología moral, la vox
conscientiae, mientras dura la inconsciencia moral
de la conciencia especulativa, permanece en silen­
cio. ¿En qué ha quedado la voz de la conciencia,
tan locuaz en general, según los teólogos? Se ha
quedado muda y áfona —la voz de la conciencia
se ha averiado; sus infalibles oráculos se callan. Vi­
vir una existencia realmente moral y, en consecuen­
cia, continuamente moral en tanto que tal —en el
sentido en que se habla de llevar una vida religio­
sa— es algo quizás al alcance de los ascetas y de
los santos en olor de santidad y gracias a unos re­
cursos sobrenaturales, en caso de que semejante qui­
mera fuera concebible... Tolstoy aspiraba a una «vi-

13
da» cristiana y se desesperaba de jamás poder al­
canzarla o, en caso de conseguirla, tan sólo por
espacio de un instante, y de no poder mantenerse
en ella. ¿Qué hacen el austero y el místico entre
dos observancias? ¿Cuáles son sus reservas menta­
les? Día tras día, el hombre medio, al que pode­
mos llamar homo ethicus, va a su grandes negocios,
corre a sus pequeños placeres y no se plantea pro­
blema alguno; ¡ni siquiera es un cristiano de «la
misa de los domingos»! El ser pensante está lejos
de pensar constantemente. Con mayor motivo, el
instinto, en el animal moral, duerme tan sólo a me­
dias; las revanchas de la naturalidad, la sensualidad
o la voracidad son frecuentes; y no menos frecuen­
tes son las recaídas del amor propio; en cuanto a
las somnolencias y a las distracciones de la concien­
cia moral, son las que ocupan la mayor parte de
nuestra vida cotidiana.

3. Una *vida moral*. ¿Continua o discontinua? El


fuero interno. Círculo de la temporalidad

Dicho esto, toda la cuestión radica en saber, tra­


tándose del ser moral, qué sentido hay que otorgar
al adjetivo calificativo, ya sea epíteto o predicado.
¿Es el ser moral en sentido ontológico —moral de
pies a cabeza y de lado a lado? ¿Es moral todo el
tiempo y en cada instante de este tiempo? Es moral
incluso cuando bebe la sopa o juega al dominó?
Podemos, como Aristóteles, creer en la perennidad
de una manera de ser ( í£i<;), que sería crónica,
como toda manera de ser: cuando esta manera de
ser es moral, merecería el nombre de virtud. ¡Ma­
ravilloso! Pero la virtud no es, en ningún caso, un

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hábito, ya que, en cuanto pasa a ser un hábito, la
manera de ser moral se deseca y se vacía de toda
intencionalidad; se convierte en tic, en automatismo
y en desatino de loro virtuoso; es, entonces, mucho
peor que el gesto del agua bendita que, al menos,
no se dirige a nadie de este mundo: es más bien
como el gesto de la beata que, sin siquiera mirar al
mendigo, deja caer la moneda en la escudilla. Con
mayor razón, no puede hablarse de una segunda
naturaleza, que vendría a sustituir a la primera, a
la naturaleza natural, y que sería la naturaleza so­
brenatural de los superhombres (¡o de los ángeles!).
Aristóteles mismo lo confirma: una disposición mo­
ral se convierte en virtuosa si existe de hecho ( év-
¿p-feuf); o, dicho de otro modo, si se actualiza
con ocasión de un acontecimiento o de una crisis.
Son los peligros de la guerra o las circunstancias
excepcionales de la vida las que revelan la valentía
y al hombre valeroso; sin la invasión alemana, sin
los trances de la ocupación, de la deportación, de
la humillación, quizá nunca se hubiera sabido que
tal joven resistente era un héroe; nadie es conside­
rado un héroe por su buena cara o por sus discur­
sos (excepto cuando la palabra misma supone un
compromiso de todo el ser); no se da crédito a un
héroe virtual cuando no ha pasado de ser candida­
to; el heroísmo no se lee de antemano en el rostro
o en el aspecto de tal pequeño obrero o de tal mo­
desto funcionario de quienes se descubrirá, a des­
tiempo, que fueron capaces de la más sublime abne­
gación frente a un enemigo implacable.
Ya que el heroísmo, al igual que la vocación y
el mérito en general, habrá sido «virtualidad» a des­
tiempo y en futuro anterior; es retrospectivamente
cómo afirmará su atroz y misteriosa evidencia en el

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sacrificio supremo. Cuando el patriota ha caído bajo
el fuego, una voz se alza en nosotros más alta que
los fusiles de los asesinos: ¡era un justo! La virtud
no era, pues, ni un potencial inerte y puramente
lógico, suscitado fortuitamente por algún accidente
del camino, ni una aptitud inmutable y predestina­
da, inscrita de antemano en el carácter: la coyun­
tura, en definidas cuentas, añade algo y no añade
nada a lo que pudiéramos saber del héroe —las
dos cosas a la vez; hay que decir también que los
sobresaltos del valor, al igual que los impulsos de
la sinceridad, necesitan, para existir de hecho, una
ocasión o una dificultad, es decir, meritoria, penosa
y peligrosamente, y que una manera de ser valerosa
conserva, no obstante, toda su sublime evidencia.
La virtud permanece paradójicamente crónica aun
cuando surge y desaparece en el mismo instante. Es
más: el sentido moral está virtualmente presente en
todos los seres humanos, incluso cuando parece es­
tar en todos aletargado. Cuando se consideran for­
mas menos excepcionales, menos hiperbólicas de la
vida moral, nunca se sabe si hay que mantener la
confianza en el hombre, o perderla: nos vemos más
bien indefinidamente remitidos de la confianza a la
misantropía. Los impulsos de la piedad más sincera
y espontánea en un ser aparentemente insensible nos
reconcilian a veces con lo humano del hombre; uno
no esperaba tan gratas sorpresas; volvemos a creer
en el «buen fondo» de la naturaleza humana, o qui­
zás oscilamos al respecto entre dos tesis opuestas.
Asimismo, la posibilidad permanente de una vio­
lenta insurrección moral, capaz de estallar en cual­
quier momento y de franquear así el umbral del es­
cándalo, confirma, aunque de manera siempre am­
bigua, nuestra necesidad de justicia; la llama de la

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ira y de la indignación moral no se había apagado,
sino tan sólo a medias. En este caso, es en el ardor
pasajero de la emoción, en el enternecimiento de
la piedad y en los arrebatos de la ira, donde se ma­
nifiesta una vida moral repentinamente liberada de
su apatía. Pero sucede también que este despertar
se realice sin accesos de fiebre, en la pasión crónica-'
del remordimiento y de la vergüenza. El remordi­
miento es una persecución moral que sigue a todas
partes y en todo momento al culpable y no le deja
respiro. Por mucho que huya Caín hasta el fin del
mundo o se amuralle a mil leguas bajo tierra, se­
guirá inexorablemente enfrentado al obsesivo recuer­
do de su culpa: la vida moral, en lugar de concen­
trarse en la explosión de la ira, de una ira dispuesta
en todo momento a descolerizarse, se inmoviliza en
la idea fija del remordimiento. Pero, la quemazón
del remordimiento es un tormento excepcional. Lo
que ocurre con mayor frecuencia es que el remor­
dimiento queme a media llama, y entonces recibe el
nombre de mala conciencia: oculto bajo las cenizas
de la indiferencia y de los sórdidos intereses, el mí­
nimo rescoldo de mala conciencia se reaviva de vez
en cuando: el hombre se siente entonces atormen­
tado por íntimos reproches que no han dejado de
atosigarle en las noches de insomnio. La mala con­
ciencia monta bien la guardia; pero eso, la antigua
teología la llamaba oovngp7]oi<; : cual fiel vestal, la
«sinteresis» vela el fuego sagrado, hecho rescoldo,
y puede en cualquier momento reavivar su llama.
Una vida moral que se identificara con la mala
conciencia podría llamarse retrospectiva o conse­
cuente, ya que se vuelve hacia el pasado de su falta;
además, hay que oponerle una conciencia moral an­
tecedente, que estaría vuelta, en cambio, hacia el

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futuro de los problemas a resolver y, principalmen­
te, hacia los «casos de conciencia»: el problema mo­
ral se vive, en este caso, no en el pisoteo constante
del sufrimiento y en el machacamiento de la angus­
tia de una conciencia infeliz, sino en la duda y la
perplejidad de una conciencia inquieta que no siem­
pre permanece estacionaria. Conciencia moral y
mala conciencia forman así la trama de una vida
irreal: la vida moral es como el remordimiento de
la vida elemental o «primaria»; no tiene por objeto
ni la conservación del propio ser ni la pleonexia.
Que se me permita llamar conciencia a ese huerfani-
to, vestido de negro, en quien el poeta nos incita a
reconocer la soledad. La conciencia es un diálogo
sin interlocutor, un diálogo a media voz, que, de he­
cho, es un monólogo. ¿Qué nombre darle a ese do­
ble que me acompaña a todas partes, siguiéndome
o precediéndome y que, sin embargo, me deja solo
conmigo mismo? ¿Qué nombre darle a quien es a
la vez yo mismo y otro, a quien sin embargo no es
el alter ego, o el allos autor aristotélico, y a quien
siempre está presente, siempre ausente, omnipresen­
te y omniausente. Ya que el yo nunca escapa a ese
careo consigo mismo... A ese objeto-sujeto que me
mira con mirada ausente sólo puedo llamarle con
un nombre íntimo y a la vez impersonal: la «Con­
ciencia1».
Y no sólo el a priori de la valoración moral se
anticipa a e impregna todos los caminos de la con­
ciencia, sino que, al parecer, incluso por el efecto
de una irónica artimaña, el rechazo de toda valora­

1. Es el título que Víctor Hugo le da al drama de Caín


en el poema «La légende des Síteles («La leyenda de los
siglos»).

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ción acentúe su carácter apasionado: como si, en la
clandestinidad, la axiología hubiera recuperado sus
fuerzas y adquirido una nueva vitalidad; reprimida,
acosada, perseguida, lo único que hace es volverse
cada vez más fanática y más intransigente; echadla
por la puerta y volverá por la ventana o por la
chimenea o por el ojo de la cerradura; mejor aún,
nunca se había ido, tan sólo lo había simulado: se
había quedado tranquilamente sentada a nuestra me­
sa, bajo la lámpara... Dubito, ergo cogito. El pen­
samiento se afirma en su presencia y su plenitud,
en el seno mismo de la duda que pretende negarlo.
La duda nos remite inmediatamente y de golpe al
pensamiento, a ese pensamiento cuya función esen­
cial es, si es cierto que la discusión, o mejor la
problematización, es el pensamiento mismo, el pen­
samiento en ejercicio, el pensamiento en acción: este
pensamiento, constitucionalmente inherente al acto
de dudar, desmiente por sí solo la duda y restablece
la primera verdad; antes de que hayamos tenido el
tiempo de decirlo, o tan sólo de tomar conciencia
de ello, la duda ha restablecido ya la verdad inextin­
guible de la que esperaba deshacerse. El pensamien­
to que duda no puede ya, a menos que no se con­
tradiga al acto, ser dudoso a su vez: y, así, la duda,
al preservar por propia definición al pensamiento,
que es su armadura especulativa, habrá restablecido
involuntariamente una primera verdad; ¡sobre esta
primera verdad, como en Descartes, se reconstruirán
todas las verdades! La duda, al pensar, se contra­
decía. Así pues, quizás haya que temer que el pen­
samiento no se contradiga al dudar: el pensamien­
to, fortalecido por la prueba y consciente de sí mis­
mo gracias a esta prueba, siente la tentación de des­
mentirse y negarse a sí mismo, de aplicarse a sí

19
mismo los argumentos e instrumentos suplementa­
rios de un escepticismo doctrinal; el hombre se sir­
ve ahora de sus facultades criticas para dudar aún
más profundamente. Pero quizás habría bastado con
distinguir un círculo vicioso de un círculo sano. El
círculo febril, dialelo o petición de principio, nos
remitía indefinidamente de la duda al pensamiento
y del pensamiento a la duda: semejante círculo es
un sofisma; dicho de otro modo, un juego clandes­
tino con la lógica que juega a quién es el más hábil
de los dos, como el contrabandista con los aduane­
ros. El sofisma de Epiménides, que condena el es­
píritu a girar en redondo hasta el fin de los tiem­
pos en un círculo embrujado, resulta en cierto modo
de una lógica maléfica, de una lógica vergonzosa,
de una lógica negra. ¿Acaso no hace pensar este
círculo maldito en el eterno suplicio de Ixión en la
rueda? Si el círculo maldito se parece a una maqui­
nación del genio del mal, el círculo sano sería más
bien una especie de maliciosa astucia. Quizá sea
este genio malicioso el que, atrincherado en el Co­
gito, opone una impenetrable resistencia a las disol­
ventes empresas del genio maligno. En lugar de ne­
gar diabólicamente toda verdad, incluido el mismo
pensamiento pensante, nos atenemos al pensamien­
to y volvemos a él constantemente; es que, de hecho,
es la instancia suprema; todo desemboca en él, todo
fluye de él, todo se refleja en él; él es el alfa y la
omega, primero y último... La negación de la nega­
ción ya no es una dialéctica nihilista y destructora;
se orienta hacia la positividad del sentido, hacia la
plenitud del espíritu y hacia el enriquecimiento con­
tinuo del pensamiento. El pensamiento es la instan­
cia de supremacía y nos agarramos a ella con fuer­
za ...¡Ya no la soltaremos! ¡Pero la verdad es que

20
más tarde se demuestra que nunca la habíamos sol­
tado!... Así es la malicia benévola, la malicia bene-
factora del círculo sano.
Recapitulemos en este movimiento de vaivén,
que no es una simple oscilación, sino también una
profundización. Cuanto más dudo, más pienso y, re­
cíprocamente, cuanto más pienso más dudo; y otra
vez estoy pensando al volver a dudar, y siempre más
activamente: el círculo se cierra, se entreabre, vuel­
ve a cerrarse continuamente, sólo que cada vez en
un exponente superior; la aucción no deja de cre­
cer, la subasta de subir; la duda y el pensamiento
rivalizan a porfía, se refuerzan el uno al otro a cual
mejor... Pero, en todos los casos, las fracturas vol­
verán a soldarse, las soluciones de continuidad se
verán colmadas. El pensamiento dirá la última pa­
labra.
La omnipresencia de la valoración moral, a pe­
sar de su especificidad cualitativa acentuada y apa­
rentemente muy subjetiva, o a causa de esta misma
especificidad, tiene cierta analogía con la omnipre­
sencia del Cogito. Cuanto más la niego, más apasio­
nadamente se exalta. Pero, por otra parte, la valora­
ción moral es, como la temporalidad, una especie
de categoría de lenguaje: la axiología se adhiere tan
estrechamente al logos que no puede disociarse de
él; antes de percibir lo impalpable de su fuero in­
terno, descubrámoslo primero en el discurso.
Es imposible caracterizar el tiempo si no es con
palabras ya temporales: ¡en estas materias, la defi­
nición presupone inevitablemente lo definido! ¿No
es el tiempo una instancia última irreductible, que
remite siempre a sí misma y que se define circular­
mente a sí misma? El análisis no puede ir más allá.
Monsieur Jourdain, para definir la prosa, habla en

21
prosa y supone, tácitamente, que el problema que­
da resuelto. Pero la petición de principio es legítima
a fortiori cuando se trata del tiempo, ya que el
tiempo es un <a priorh. Es imposible hablar del
tiempo sin que el discurso mismo suponga tiempo,
sin razonar en el tiempo, sin emplear las palabras
del tiempo, verbos y adverbios, sin que una tempora­
lidad previdente se haya anticipado furtivamente a
nuestro análisis y a nuestra misma reflexión. Cuan­
do se define el tiempo como sucesión de lo ante­
rior y de lo ulterior, la temporalidad diversa e in­
divisible ha refluido ya en cada uno de estos tres
conceptos, y en cada uno de los instantes infinitesi­
males del presente en los que el filósofo disfrutará
persiguiéndola y dándole alcance. La regresión llega
al infinito... Decimos que los juicios de valor deben
su status a la lógica de la proposición. No se trata,
claro está, de reencontrar la axiología en un trata­
do de geometría, bajo la forma de huellas imposi­
bles de rastrear, ni en dosis homeopáticas. Sin em­
bargo, el principio de finalidad le permitió a Leib-
niz hablar en Física el lenguaje de la moral. En
todo caso, es el discurso especulativo el que está,
en general, hecho de normatividad e impregnado de
axiología. Cuando decimos axiología, no se trata en
absoluto de tablas, escalas, o juicios de valor inspi­
rados por las necesidades y por los deseos del hom­
bre. La preferencia seguirá siendo antropocéntrica y
relativa mientras el principio de preferabilidad siga
siendo moralmente indeterminado; y el «principio»
de lo mejor, lejos de ser un principio de elección,
jamás será otra cosa que un tropismo físico indife­
rente, es decir, un atractivo natural, si es que no
se le descubre el principio «sobrenatural», o los re­
sortes ideales, o los motivos racionales; es cierto que

22
la‘ «mónada», que tiene (como dice Leibniz) un
punto de vista unilateral, prefiere esto o aquello, se
siente atraída hacia acá o hacia allá, según el capri­
cho de las desiguales tensiones del entorno en el
que se mueve y según la disparidad de los atractivos
que la socilitan. Pero, ya de hablar este lenguaje,
¿dónde están la actividad moral y la autonomía mo­
ral de la voluntad? Y ¿qué es «mejor»? ¿Mejor para
quién y para qué? ¿Mejor desde qué punto de vis­
ta? ¿Mejor para la salud? ¿O más útil y conforme
a mi interés general? ¿O recomendado por la Admi­
nistración? ¿Es lo deseado deseado por deseable o
porque es fuente de un mayor placer? Deseable, pre­
ferible... Es muy difícil no justificar el atractivo de
hecho mediante una prioridad de derecho, mediante
una legitimidad normativa que permanece sobrenten­
dida y que es la consagración de lo atractivo. Pero,
por el contrario, puede temerse que la lógica recupere
la valoración moral, con sus jerarquías, sus desnive­
les, sus comparativos y sus adverbios de modo, como
modalidad formal... Ahora bien, la modalidad es
una forma de aserto; el juicio de valor, en cambio,
es de un orden completamente distinto; y no basta
con decir que tal modalidad, en el caso de que exis­
ta, es apreciativa: expresa una exigencia normativa
del sujeto ante ciertas conductas, ciertas palabras,
ciertas maneras de vivir o de sentir —es más: es un
gesto naciente, el esbozo del rechazo o de la acep­
tación, que es su modo drástico y militante de par­
ticipar en un combate. Pero la acción misma no ten­
dría sentido ético alguno si no pudiéramos dar un
nombre a los valores que subyacen toda valoración
y que justifican tácitamente la normatividad axioló-
gica del «valer». En cualquier caso, esta carga im­
palpable e invisible de valorización se insinúa en las

23
palabras, a veces incluso se precipita en ellas; todo
nuestro rigor objetivo no basta para contener seme­
jante desbordamiento. A vista de pájaro, es decir,
por aproximación, los innumerables matices de la
manera se resumen en la polaridad dramática y algo
maniquea de la benevolencia y de la malevolencia;
pero es el lenguaje en general el que revela siempre
en cierto grado una determinada toma de posición,
un prejuicio infinitesimal, una parcialidad impercep­
tible. El indicativo, sin deslizarse siquiera hacia el
imperativo, sugiere indirectamente una elección nor­
mativa, una preferencia que no osa declararse. Los
juicios de valor denunciados por el espíritu cientí­
fico se reconstituyen hasta el infinito.

4. De la negación al rechazo. Rechazo del placer,


rechazo del rechazo

Pero, he aquí el colmo de la ironía: la exigen­


cia moral es tanto más apremiante cuanto mayor es
la negligencia con la que se aparenta tratarla; el ale­
gato estaba ya en la resquisitoria misma y no nece­
sita por tanto argumentos suplementarios. Es esta
parquedad de pruebas lo que es irónico, jya que la
revancha que le reserva a la exigencia moral iba im­
plícita ya en la contestación misma! Recordemos
aquí que el pensamiento en Descartes nihilizó la ne­
gación sin casi moverse, sin dar un solo paso fuera
de sí mismo, y en cierto modo permaneciendo en el
mismo sitio. Mejor dicho, en ocasiones, el hombre
pretende ser materia y sólo materia, máquina pen­
sante, gelatina deseante; y, cuanto más se obstina
en esta afirmación, teniendo como única arma los
recursos de la reflexión y del razonamiento, más de­

24
muestra la soberanía del espíritu, único capaz de
conferir sentido. Pues la negación del pensamiento
sigue siendo pensamiento... ¡Y cuán complejo! ¡Y
cuán pensante! La negación, afirmaba Bergson en
La evolución creadora es tula afirmación en segun­
do grado (nosotros decimos! una afirmación con ex­
ponente), una afirmación sobre una afirmación que
queda sobrentendida, una afirmación que se expresa
sobre una afirmación que no se expresa. Más allá
de la afirmación pura y simple, que es tautología, e
independientemente de cualquier sucesión, distingui­
mos tres grados en la negación, según la intensidad
del pasado: l.° la negación es una afirmación indi­
recta, compleja, secundaria, que se expresa median­
te un rodeo, o en el pudor de una perífrasis embrio­
naria («la nieve no es negra»); puede ser del mismo
tipo que la litote; la afirmación se descompone en
dos tiempos, pero la segunda parte es mucho más
enérgica, porque permanece tácita. Bergson lo ha
demostrado perfectamente: esta complicación en las
palabras, que parece superflua o inútilmente agresi­
va, le da un carácter pedagógico y, a veces, incluso
polémico: el enunciado negativo, para prevenir un
error poco verosímil y defender una evidencia que
apenas necesita ser defendida, se alza de antemano
contra la paradoja y hace estallar su absurdo. Sin
duda tenía yo mis motivos para expresarme así...
En cualquier caso, la negatividad implica aquí una
protesta del sentido común que, por una u otra ra­
zón, se considera amenazado por el sinsentido. 2.° La
negación de la apariencia, rechazando la apariencia
como errónea, se sitúa en el plano de la paradoja:
protesta contra una falsa evidencia, contra una apa­
riencia engañosa, contra una semejanza superficial
que oculta una profunda desemejanza. No, la apa-

25
rienda no es la verdad, aparentar no es ser. 3.° Y he
aquí la negación de la negación. Sí: la nieve es blan­
ca. El espíritu vuelve a la apariencia, pero prego­
nando un empirismo consciente de sí mismo.
Dejando a un lado la ingenua adhesión al ins­
tinto y a la naturalidad, que tiene poco que ver con
la ética, encontraremos en la vida moral la segunda
y la tercera fase ya mencionadas: sólo que la nega­
ción se llamará a partir de ahora rechazo. ¿Y por
qué «rechazo» en lugar de «negación»? Porque la
vida moral pone en cuestión energías biológicas tu­
multuosas, emodonales, contradictorias, con las cua­
les la voluntad se enfrenta en la experiencia del de­
ber; es entonces el placer lo que está en juego, el
placer y el deseo y la afirmación vital. ¡La nega­
ción, operación lógica y, por tanto, nocional y pla­
tónica, no bastaría para nihilizar estas fuerzas or­
giásticas! Negar es decir que... no, y, para lo de­
más, remitirse a un voto platónico o a algún juego
mágico; pero rechazar, es decir no, tajantemente; y
esta palabra es un acto; y este acto, independiente­
mente de toda racionalidad, puede ser un acceso de
cólera; pues, el monosílabo «no» es un acto efecti­
vo, un acto expreso y decisivo en el seno de la
acción, o, mejor aún, el gesto drástico de alguien
que, con un puñetazo en la mesa, pone fin a las
transacciones y a las tergiversaciones; es el gesto bru­
tal del rechazo puro y simple; este rechazo es una
agresión incipiente. Reuniendo los miembros disper­
sos de la negación (decir que... no), el rechazo los
utiliza como un arma, para golpear mejor y herir.
Le respondo no a aquello que ha pretendido sedu­
cirme, que ha tenido la insolencia de tentarme. ¡De
la palabra a la acción no hay sino un paso! El no
es una especie de magia.

26
l.° El primer rechazo se sitúa a nivel de las
morales sobrenaturalistas, tanto si son intelectualis-
tas como ascéticas o rigoristas. En este plano, el
nombre de Platón, opuesto al « ... pero de Aristó­
teles, se aproxima al no incondicional de Kant,
opuesto al indulgente optimismo del siglo xvm. Las
palabras mismas indican la gran distancia que sub­
siste entre la negación (o el simple cuestionamiento)
de la apariencia y el rechazo categórico del placer:
el escepticismo hacia la apariencia favorece los ma­
tices, el grado, el punto de vista, en una palabra, el
más o menos; por otra parte, no tiene necesaria­
mente consecuencias prácticas: la tierra es la que
gira y, sin embargo, los hombres, que lo saben, si­
guen haciendo como si fuera el sol el que se levan­
tara y se ocultara, regulando su conducta según esta
apariencia antropocéntrica. En contrapartida, el re­
pudio del placer responde a la alternativa del todo
o nada... Es un ultimátum pasional. Y, para inti­
midar y hacer temblar a todos aquellos que se sin­
tieran tentados, pese de todo, por la mala solución,
los teólogos inventan las más abominables palabras;
hablan de una concupiscencia de la carne. La apa­
riencia no es la verdad, aunque pueda participar de
ella; pero el placer no es, en absoluto, el Bien, en
ningún caso, en ningún grado, de ninguna manera,
aunque lo parezca... ¿Qué digo? ¡Sobre todo si lo
parece! Además, la apariencia puede ser parcial­
mente falsa o tendenciosa, pero, hablando con pro­
piedad, no es falaz ni engañosa; no me desea mal
alguno; no es, por tanto, ni malévola ni benévola
—es lo que es, eso es todo, y, en sí, más bien indi­
ferente; es la interpretación del hombre deslumbra­
do o atónito la que le otorga intenciones. Al con­
trario, la atracción del placer es más que un error:

27
es un engaño. En torno a esta atracción se ha for­
mado el complejo de la belleza pérfida, obstinada
en perjudicarme; en tomo a ese complejo se ha for­
mado el mito de la seductora. Ante la seductora no
sentimos recelo, sino más bien desconfianza: no un
recelo fundamentado, mesurado, razonado hacia in­
formaciones sospechosas o hacia un informe dudoso
que habría que comprobar, rectificar e interpretar
con la ayuda de los reductores habituales —sino
una desconfianza infinita e irreprimible. El objeto
altamente sospechoso de nuestra desconfianza se lla­
ma mala voluntad. Este es el primer rechazo. Este
primer rechazo es en nosotros el inicio del primer
complejo y de la primera ambivalencia: la represión
instituida por la ley transformaba el placer ingenuo
en vergonzosa tentación, la voluptuosidad sin com­
plejos en deseo más o menos turbio. La tentación
es todo lo que queda del placer tras la censura. El
hombre moral... y tentado siente aversión por lo
que es naturalmente atractivo y por lo que siente
un fuerte deseo. Esta situación de un ser dividido,
secundariamente atraído por la razón y poseído por
el deseo, la llamamos pasional; esta situación inde­
cisa, en la que el movimiento-ñuc/a, que es la atrac­
ción, contraría el movimiento para evitar, que es la
aversión, la llamamos fobia. Dos voces en las que
cada una es, según los casos, el rechazo o la nostal­
gia de la otra, dos voces en las que una está subor­
dinada a la otra y están, en cierto modo, asociadas
en la polifonía del complejo; cuando se trata del
primer complejo, la voz del deseo es, si no segunda
intención, sí al menos resabio que se expresa en sor­
dina; y, en consecuencia, el placer se ve rechazado,
prohibido, condenado a una existencia subterránea
e ilegal; el deseo tendrá que vivir en régimen de

28
clandestinidad con pobres placeres de contrabando
y satisfacciones imaginarias. La ambivalencia del pri­
mer grado, manipulada por la contradicción intes­
tina que la desgarra, engendra la violencia del pri­
mer grado. Es una violencia inducida... Puesto que
el placer prohibido no está absolutamente extermi­
nado y que, por otra parte, no es nihilizable, el es­
cepticismo exterminador, no contento con ahogarlo,
se ensaña contra su cadáver, acosa por doquier su
sombra, persigue su mismo recuerdo e incluso el re­
cuerdo de ese recuerdo. Del placer propiamente di­
cho puede privarse uno, puede borrarlo, renunciar
a él...
¿Cómo prohibirse a sí mismo pensar en la ten­
tación, que es un juego mental con posibilidad, un
afloramiento de lo imaginario, a penas un «flirt»?
El tentado no influye sobre una voluntad que está
coqueteando con la subvoluntad contraría y que es
secretamente veleidad o incluso voluntad; libra un
combate imposible contra una inasible, impalpable
e imponderable hipocresía disimulada en lo más pro­
fundo de sí mismo. Es esta hipocresía infinitesimal
la que construye nuestra impotencia, y es esta impo­
tencia la que explica la rabia casi desesperada del
ascetismo, su santo furor, el suplicio infinito al que
somete incansablemente su cuerpo. Resucitaría a su
víctima si pudiera por el solo placer de rematar­
la... ¡Pues hay muertos que hay que matar!
2.° El rechazo número dos es el rechazo del
rechazo, es decir (al menos en apariencia) el rechazo
de la moral «idealista». Antes de mostrar de qué
modo la antimoral restaura la más fanática de las
morales, intentemos desbrozar las segundas inten­
ciones densas y complejas del rechazo con expo­
nente, ya que el rechazo del rechazo envuelve, al

29
igual que el primer rechazo, un complejo en el que
los términos de la ambivalencia se encuentran inver­
tidos. En realidad, al variar la ambivalencia según
la respectiva dosificación de los dos elementos que
constituyen su ambigüedad, se representan innume­
rables transiciones entre el complejo simple (primer
rechazo) y el «complejo complicado» (rechazo del
rechazo), entre el No absoluto, intransigente e in­
condicional, y el rechazo matizado, anunciador de
un Sí. Hay un deslizamiento casi imperceptible des­
de el extremismo fanático al tunante escepticismo
que multiplica los guiños mirando al pecado; pero
ya (o todavía) en el ascetismo extremista la atracción
se mezcla al disgusto y compone con él una especie
de horror sacro. En un extremo de la cadena, el as­
cetismo vomita los repugnantes mejunjes y jarabes
del placer; a medio camino de este supranaturalis-
mo y del naturalismo radical, la conciencia sonríe
tímidamente a las molicies y las mira de reojo; en
la línea del Filebo más que en la del Fedón, Bal­
tasar Gracián, a la vez infiel y fiel a Platón, acepta
la mezcla del placer y la verdad. La complacencia
en el placer es un primer paso hacia el hedonismo.
Convertido por el primer complejo, el asceta sentía
una aversión contra natura hacia lo que es natural­
mente atractivo; convertido por segunda vez, pero
por la complicación de la complicación, el volup­
tuoso, en cambio, reconoce el atractivo de la natura­
lidad y desconoce el valor sobrenatural de la nor­
ma. Sin embargo, la última conversión no es una
perversión, que vendría a ser la simétrica invertida
de la primera conversión. Las dos ambivalencias fa­
vorecen el incremento de las paradojas y la exube­
rancia de los monstruos, pero no son del todo com­
parables: la primera ambivalencia era la duplici-

30
dad clandestina del asceta, tentado por las imáge­
nes lascivas — ¡San Antonio en el desierto!— . Y la
segunda ambivalencia es la del voluptuoso que tie­
ne pretensiones moralizantes; tras el virtuoso-vicioso
y sus complicidades libertinas, hete aquí al vicioso-
virtuoso que recluta sus cómplices entre los purita­
nos. Estas son las dos generaciones de monstruos,
ésta es la doble teratología, engendradas no propia­
mente por el redoblamiento del rechazo, sino por su
desdoblamiento: pues, renegar no es en absoluto
negar dos veces, agravando la negación y extendién­
dola a otros objetos negables del mismo tipo; al con­
trarío, es negar los efectos mismos del acto de negar,
anulando casi siempre al ciento por ciento, y a veces
parcialmente, los efectos '-dirimentes de semejante
acto; el acto de renegar no supone una segunda ne­
gación, aritméticamente añadida a la primera, sino
un repliegue reflexivo, que niega hacia atrás, en re­
troceso; en una palabra, la negación de la negación
no es repetición, sino reflexión. La negación de la
negación, al alcanzar la emancipación del deseo, con­
vierte en superfluas las protestas del cuerpo: la pa­
sión no necesita ya exutorios; sin embargo, el com­
plejo con exponente es tan orgiástico y pasional co­
mo el primer complejo, sólo que los términos de la
contradicción que lo habita están invertidos. El pla­
cer, reducido a la clandestinidad de la tentación, era
el regusto del idealismo austero: el ideal, o bien la
ley, será el trasfondo y la segunda intención de la
voluptuosidad desenfrenada... la segunda intención
y, ¿quién sabe?, quizás el remordimiento; si osamos
decir, a modo de expresión, que el placer persegui­
do es el escrúpulo del asceta, con mayor razón el
ideal escarnecido es el escrúpulo del libertino y, en
este caso, en sentido propio. Cada una de las dos

31
voluntades prolonga así en ella misma la resonancia
y el eco de su propia última voluntad, ya que la
conciencia tiene buena memoria: convertida al as­
cetismo, no había olvidado el sabor del placer; re­
convertida al placer, recuerda las lecciones de la ra­
zón. La voz secreta que susurraba a nuestros oídos
los persuasivos consejos del placer, susurra ahora al
oído del placer los reproches de la razón. El asce­
tismo creyó haber exterminado al placer, pero el pla­
cer respiraba todavía; un hilillo de vida subsistía en
él, una sensibilidad, un resto de calor... Era dema­
siado fácil reavivarlo. Ahora que la orgía del pla­
cer, cual irresistible maremoto, lo ha inundado todo,
es la ley la que protesta: pero, claro está, el ideal
se manifiesta en voz baja, y su débil voz se deja
apenas oír en la tormenta de los deseos. La nega­
ción de la negación no deshace del todo lo que
había hecho la primera negación. La gramática dice
que dos negaciones, al anular la segunda a la pri­
mera, equivalen a una afirmación —una afirmación
en dos tiempos— . Pero, algo que la gramática no
dice: la segunda negación puede muy bien dejar in­
tactas ciertas conquistas positivas de la primera y,
en este caso, el ideal al cual la denigración del pla­
cer habrá servido de contrapunto; si la negación con
exponente anula la primera negación y, en conse­
cuencia, restaura el placer, no anula necesaria ni to­
talmente la afirmación correlativa que le iba empare­
jada; puede muy bien quedar algo del ideal... a me­
nos, claro está, que esta afirmación contradiga for­
malmente la soberanía del placer; a parte de esta
incompatibilidad, no es absurdo que un residuo de
normatividad, una especie de aureola, idealice toda­
vía la vida instintiva. En cualquier caso, la nega­
ción de la negación, al final de su recorrido, no ha-

32
brá restaurado «en su identidad» el mundo del sen­
tido común: su mundo es otro mundo, su placer
otro placer, y, como el hijo pródigo, tiene en cuen­
ta las pruebas sufridas, lleva la marca de las aven­
turas vividas y recuerda la lección.
La presencia insólita del deber en pleno furor
sensual, al igual que, recíprocamente, la presencia
inconfesable de la tentación en lo más oculto de la
intimidad moral, engendra promiscuidades explosi­
vas, contradicciones palpitantes y, ante todo, violen­
cias escandalosas. En este caso, ia violencia inducida
es una violencia del segundo grado, una violencia
de sobrepuja. El sacrilegio experimenta una especie
de respeto, e incluso un resto de gratitud, en rela­
ción a los valores que pisotea, escupe y reniega con
rabia; esta piedad que no quiere confesar su nom­
bre va sazonada de un ligero regusto a remordimien­
to. La supervivencia del respeto complica aún más
el segundo complejo, sobrecargando su complejidad,
multiplicándolo por sí mismo. Sin embargo, la ex­
traña nostalgia por una ley ahora negada no hace
más que rebotar pasionalmente del lamento a la
aversión, remitimos burlonamente de la veneración
al odio. La expansión de los instintos no es sólo la
señal de la liberación, sino que anuncia una tensión
extrema. La austera agresividad, dirigida contra el
cuerpo, no es más que un recuerdo, pero, en ese
momento, exalta la agresividad inversa, agresividad
profanadora y sacrilega; sigo odiando los valores
tras su caída, a pesar de su caída y, a veces, a causa
de esta caída —y ello, sin descanso; me odio a mí
mismo por mi propio remordimiento y por mi pro­
pio respeto inconfesado; y, cuanto más respeto, más
me odio. Esta debilidad pasajera aviva aún más el
rencor del sacrilegio contra las viejas prohibiciones

33
y contra la hipócrita impostura que frustra tan lar­
go tiempo nuestros pequeños placeres; los pequeños
placeres tanto tiempo perseguidos toman ahora su
revancha sobre las obligaciones y las privaciones.
Gracias a los excesos vengadores, gracias a las or­
gias provocadoras, el tiempo de la penitencia pron­
to será olvidado. A la provocación ascética le res­
ponde el eco de la provocación cínica, a la violencia
ascética, que pisotea el cuerpo y maltrata sus place­
res, responde la contraviolencia cínica que escupe
sobre los valores; el encarnizamiento ascético está
más bien hecho de maldiciones, mortificaciones y
suplicios; el encarnizamiento cínico, más de blasfe­
mias, sarcasmos e injurias, pero una aguda ambiva­
lencia habita en ambos. En el sentido ambiguo y
ambivalente de la palabra «horror», el lujurioso sien­
te horror por la moral del mismo modo que lo sien­
te el asceta por la voluptuosidad: exotéricamente el
deber horroriza al lujurioso, pero las limitaciones
del deber, esotéricamente, le producen envidia; la
ley moral es para él una especie de intocable; este
horror, horror «sagrado», horror amoroso, es de los
más sospechosos, como lo es también la fobia que
nos separa de un tabú y que es una aversión atracti­
va, es decir, la resultante irracional del terror y la
atracción.

5. La prohibición. Prohibición de la prohibición

Ocurre que, remitido del uno al otro y del otro


al uno, y así indefinidamente, el hombre caiga presa
del vértigo y no sepa ya a qué santo encomendarse;
al privarle esta oscilación indefinida entre dos polos
de cualquier sistema de referencia, el hombre se en­

34
trega en cuerpo y alma a la descabellada contradic­
ción, a la confusión orgíaca, al caos del absurdo.
Queda prohibido prohibir: esto es lo que la infinita
protesta inscribía en otros tiempos en las paredes
con letras negras, negras como la bandera negra de
la anarquía. Al igual que la negación de la nega­
ción equivale a una afirmación y el rechazo del recha­
zo a una aceptación, la prohibición de una prohibi­
ción equivale a una autorización: es la perífrasis, en
cierto modo púdica, de una autorización que no
quiere declararse como tal. Si el énfasis recae sobre
las prohibiciones mismas, levantadas una tras otra,
el rechazo de todas las prohibiciones desemboca en
última instancia en la licitud universal y, en conse­
cuencia, en el capricho, en lo arbitrario y, a fin de
cuentas, en la indiferencia quietista; el más que (po-
tius quam) pierde su valor; la libertad se definía tan
sólo en relación a ciertas cosas prohibidas: una di­
rección prohibida, un paso prohibido, una entrada
prohibida; lo que no está expresamente prohibido
está tácitamente permitido; y, de hecho, el permiso
tiene, a este respecto, un sentido determinado. Toda
determinación es negación, implica una limitación
que consagra el acceso de lo finito a la existencia.
Pero, cuando todo es lícito, ya no hay lugar para
la licencia, y ésta no es en absoluto preferible a la
parálisis total. Todo está permitido, incluso los con­
tradictorios que se destruyen entre sí y se desmien­
ten unos a otros. La licitud general, y la bacanal
que de ella se deriva, impide que se forme un orden,
aunque sea el orden del desorden, que se instaure
un reino, aunque sea el de la anarquía. ¿Puede ha­
blarse aquí de «instauración)? El bloqueo de la si­
tuación no es menor cuando, en lugar de llegar por
extrapolación o generalización a la licitud universal

35
derribando uno tras otro todos los vetos, se empie­
za por el aserto prohibitivo mismo: lo que está
prohibido ahora, no es tal o cual cosa prohibida, no
se trata de prohibir esto o aquello —prohibiciones
de detalle cuyo levantamiento ampliaría progresiva­
mente nuestro campo de acción—•, ¡no!, lo que está
prohibido, en cierto modo a la segunda potencia, es
el hecho de prohibir en general y, globalmente, la
intención misma de prohibir. Cualquier veleidad de
prohibición, aunque sea incipiente, es reprimida de
antemano. Está prohibido prohibir es un aserto ge­
neral, y este aserto con exponente no cae a su vez
víctima de una nueva prohibición que lo haría facul­
tativo: habría ahí una absurda regresión a} infinito
y quizás un círculo vicioso como aquél en el que el
sofisma de Epiménides nos hace girar en redondo;
está prohibido prohibir es un veto de sentido único,
un aserto irreversible; ningún veto de sentido inverso
puede renacer tras los pasos de esta prohibición ge­
neral para anularla o para devorarla; ninguna prohi­
bición regresiva viene a neutralizar la prohibición de
prohibir. Por lo demás, si, en definitiva, todo está
permitido, la prohibición de prohibir está también
permitida; no está prohibido, sjno que, por el con­
trario, es muy útil e incluso recomendable recordar
que la prohibición está, por principio, sistemática­
mente prohibida: esta prohibición se afirma sin re­
curso, pero la afirmación de este veto de vetos es­
capa a su vez al veto. Estn es una excepción nece­
saria para que el discurso tenga sentido. Si no se nos
permite este respiro, el silencio será nuestro único
recurso. Está prohibido prohibir: nadie puede im­
pedirme profesarlo, justificar el derecho de prohibir
cualquier prohibición y, finalmente, en nombre de
una filosofía peligrosamente dogmática de la liber­

36
tad, hacer respetar este derecho y, en caso de fraca­
sar, reprimir cualquier infracción al veto de vetos;
está prohibido pensar de otro modo, prohibido po­
ner obstáculos a la filosofía de la licitud universal,
sabotearla con astucia, limitarla hipócritamente. Esta
prohibición de prohibir lo que sea se formula a sí
misma en términos amenazadores; la permisividad
absoluta, asegurando sin límites ni trabas el ejercicio
de todas las libertades, está garantizada, si es nece­
sario, a golpe de porra. La libertad se nos impone,
pues, autoritariamente y en un lenguaje conmina­
torio apropiado para intimidar a los indecisos. Así
pues, la libertad del todo-está-permitido y el terro­
rismo virtuoso confluyen, o mejor, son uno solo.
La prohibición de prohibir, reducida a la impoten­
cia por su contradicción interna, encuentra al me­
nos su fundamento en una filosofía moral libertaria.
La prohibición entraña siempre, más o menos,
una tentación terrorista. Pero la prohibición infinita,
que es no sólo prohibición directa de las cosas prohi­
bidas, sino prohibición de la prohibición misma de
prohibir, y no sólo prohibición de esta intención, si­
no prohibición radical de toda prohibición, favorece
la sobrepujanza del fanatismo moralizador. Sin em­
bargo, el restablecimiento de un terrorismo virtuoso
puede operarse de manera mucho más simplista y
en cierto modo mecánica. A partir del momento en
que la ley moral se ha convertido para el profana­
dor en una especie de placer prohibido (ya que toda
virtud es impura y todo desinterés sospechoso), es
el placer el que impone la ley. ¡Habrá un deber del
placer o incluso una religión del placer y también
una teología del placer! De manera que la «inver­
sión > de los valores se reduce en general a una pró­
rroga de los valores, pasada de uno al otro extremo.

37
Esta inversión, por otra parte irreversible (ya que no
implica la inversión que, al final de la ida y la vuelta,
restablecería el statu quó), es más bien una interver­
sión, una simple permutación de las funciones. Inter­
cambiar los papeles no es transformar intrínsecamen­
te el sentido de los valores; intervertir los carceleros
y los presos no es abolir las cárceles y los carcele­
ros, ni suprimir el principio mismo de lo que hoy se
llama el «universo carcelario». ¡A la cárcel el veto!
¡A la cárcel el deber y la ley moral! ¡Ahora, cuando
las desvergüenzas del placer han implantado su rei­
nado, es el veto el que se ha convertido en mártir!
Los últimos serán los primeros a partir del momento
en que los primeros han pasado a ser los últimos...
Pero seguirá habiendo primeros y últimos. ¿Acaso
no es esta revolución, que consiste en cambiar de
carceleros, una siniestra burla?
La moral es esencialmente rechazo... ¡Aunque
no todo rechazo es necesariamente moral! Todo de­
pende de lo que se rechace... En esencia la moral
es rechazo del placer egoísta. Y, en consecuencia, el
rechazo que rechaza la moral es generalmente el re­
chazo al rechazo moral, el rechazo a renunciar al
propio placer, al propio interés y al amor propio: en
tal caso, el primer rechazo (el rechazo a rechazar) no
se deduce del segundo por sustracción —lo anula, lo
tacha de golpe y de un trazo. Este es el No de los
egoístas en su desoladora sequedad. Pero también
ocurre que este rechazo al rechazo es a veces el re­
chazo a una austeridad complaciente, el rechazo a
los ayunos inútiles y las penitencias equívocas. En
estas privaciones interesadas es donde Fénelon reco­
nocía los síntomas de la «avaricia espiritual». La
antimoral se convierte en un capítulo de la moral,
pues la moral tiene tan gran poder de asimilación que

38
recupera hasta el infinito todos los anti capaces de
rechazarla. En la dialéctica de Pascal, todo prueba
a Dios y se convierte en su gloria, tanto el por como
el contra, tanto las objeciones como los argumentos:
asimismo, la antimoral es en muchos casos un home­
naje que el inmoralismo brinda a la moral.
Los pintores costumbristas que, en ios siglos xvn
y xviu, describen los «caracteres» y los tipos socia­
les de su tiempo son llamados «los moralistas fran­
ceses» —y no sin razón La Bruyére y Vauvenargues
no son desinteresados y divertidos espectadores de la
comedia humana; no son diletantes ni aficionados
contemplando, desde su sillón y con prismáticos, el
teatro del mundo. Y Teofrasto, el discípulo de Aris­
tóteles, en quien dicen inspirarse, tampoco es un es­
pectador distanciado: la galería de retratos satíricos
y de pintorescas descripciones presupone en Teofras­
to otra galería que en cierto modo es el reverso o ne­
gativo de ésta; todas las formas de la mezquindad
humana, aduladores, delatores, maestros cantores, co­
bardes, hipócritas y timadores de todo tipo, se han
dado cita en la plaza y en el puerto: pero todos ellos
remiten a un tipo de hombre mejor, que por lo ge­
neral permanece en el anonimato —pues la perver­
sión parece siempre variada, fuertemente marcada y
pródiga junto al ideal. Hablando claramente, la «ca­
racterología» o, mejor dicho, la «caracterografía». de
Teofrasto y de La Bruyére es discretamente norma­
tiva y sobre un fondo de maniqueísmo: se entiende
(se sobrentiende) que la lealtad es preferible a la hi­
pocresía; que el denunciador y el calumniador sirven
de cincel al hombre verdadero. Según los moralistas
cristianos de la época clásica, principalmente La Ro-
chefoucauld y Pascal, este modelo de hombre verda­
dero y puro está desfigurado por las consecuencias

39
del pecado original, es decir, por la caída, pero es
fácil reencontrarlo bajo la máscara gesticulante de la
hipocresía y del egoísmo. San Francisco de Sales de­
nuncia lúcidamente el veneno de la piadosa concu­
piscencia entre los coleccionistas de penitencias que
atesoran perfecciones con vistas a su salvación. A
estos acaparadores les reprocha su avaricia espiritual.
En consecuencia, una profesión de fe eminentemente
moral se expresa tanto en la misantropía como en la
filantropía. El relativismo etológico mismo, si excluye
todo dogmatismo, admite una especie de sistema de
deferencias virtual: maneja, utiliza las mil y una pe­
queñas maniobras y artimañas que conforman la es­
trategia de la mala fe. El mismo Gracián da cuenta de
la miseria del hombre cuando le proponen al corte­
sano, como remedio para salir del paso, una belige­
rancia basada en el fingimiento y en el buen uso de
la falsa apariencia. | Resignarse al mal menor no es
necesariamente inmoralismo! Con mayor razón, es
empresa altamente moral el desmontar los mecanis­
mos económicos de la impostura. Este fue el propó­
sito de Marx: desbaratar las superestructuras subli­
mes que camuflaban los intereses sórdidos o mezqui­
namente alimentarios. ¿A qué se reduciría el marxis­
mo sin la oposición absolutamente moral de la justi­
cia y de la injusticia y sin el concepto de una aliena­
ción que es explotación, es decir, expoliación, y que
se fundamenta sobre el escándalo de la plusvalía? En
el peor de los casos, la expoliación no sería más que
una ingeniosa estafa. Para tener el valor de hacer la
revolución y de salir a la calle, para pasar de la es­
peculación al muy distinto orden de la acción mili­
tante, para franquear ese umbral vertiginoso, es ne­
cesaria una idea motriz, y esta idea motriz no puede
nacer más que de la indignación moral. Sin el ele­

40
mentó intencional de la mala voluntad y de la impos­
tura, la expoliación, reducida al mero hecho del sala­
rio, sería una simple maquinación, una mecánica a
desmontar, cuando es una indignante estafa.
La toma de posición es discreta y a veces des­
provista de indulgencia, cuando no de humor, en
todos estos moralistas, pero era vehemente y violenta
en el inmoralismo doctrinal de los cínicos. Entre los
«moralista>, la variedad de las innumerables perver­
siones sugiere, indirecta y como alusivamente, el es­
bozo de un modelo ideal. En el cinismo (no estamos
hablando aquí, evidentemente, más que de la doctri­
na cínica), no se trata de un juego alusivo sino de
un contraste agresivo. El cínico, en principio, no jue­
ga: es de lo más serio, o al menos esto pretende. El
contraste brutal entre inmoralismo y virtud no se
reduce a una antítesis de carácter estético o a un
efecto de relieve. La moral de la antimoral puede in­
terpretarse aquí de tres maneras distintas: 1.a una
ironía abrupta nos autoriza a concluir tranquila, auto­
máticamente, con fría insolencia, de lo contradicto­
rio a su contradictorio y de la contra-moral a la mo­
ral; la ironía cínica nos invita por sí misma a llevar
la contraria a sus pretensiones; mediante una lectura
directa y una transposición inmediata, encontramos
la virtud en el vicio y el buen sentido moral en el
sinsentido inmoral: la contradicción no es en este
caso más que la forma extrema y escandalosa de la
correlación. Al ser las injurias cínicas una trampa, la
traducción de este texto transparente se hace sin es­
fuerzo alguno. 2.* Esta es nuestra segunda aproxima­
ción: no hay nada que trasponer. No hay dialéctica
alguna. El mal es verdaderamente el bien (o vicever­
sa)... y para siempre. La inversión, la perversión
cínica, no provoca a su vez intervención alguna capaz

41
de volver a poner al derecho lo que está del revés, de
devolverle un sentido a lo que no lo tiene, de situar
el contrasentido en e! buen sentido. Este es el extre­
mismo del desafío cínico. ¿Puede justiciarse la ab­
surdísima absurdidad cínica desde esta «lógica de lo
peor», cuyos mecanismos analiza Clément Rosset2
de modo tan original y penetrante? Todo el mundo
lo repite desde Platón y con Platón: el Bien es, por
definición, el supremo deseable; es éste un juicio ana­
lítico o simplemente una tautología que el principio
de identidad nos impone; y, si digo que lo supremo
deseable se llama Mal, viene a ser lo mismo: es
que llamo Mal al Bien y en consecuencia que el Mal
es un bien. ¡Nada ha cambiado, pues! El que preten­
de «querer el mal» quiere el mal como un bien: así
se expresaba el optimismo de Leibniz. En nuestra
segunda aproximación, el monstruo de una voluntad
del mal puede aparecer, pues, como un efecto retó­
rico y lo peor como un mal menor o como mal nece­
sario. En cuanto al extremismo del absurdo, en este
caso es sobre todo verbal. ¡Una especie de «bluf»!
El Bien es aquello a lo que se le responde sí; y, si se
le responde no, es porque el llamado bien es un mal
camuflado: la paradojalogía es libre de intervenir los
dos polos, pero desplaza simplemente la polaridad,
que es la única que importa: tan sólo los signos y
los nombres de los dos polos son intervertidos: la
paradojalogía cree profesar el sinsentido, pero este
sinsentido sigue teniendo un sentido al que la inso­
lencia oratoria presta un rostro escandaloso. Nadie
puede hacer mentir al principio de identidad. Asimis­
mo, la moral nos da la fuerza del rechazo y de la
abnegación, pero no está hecha para ser ella misma

2. Presses Universitaires de France, 1971.

42
rechazada ni sinceramente negada, ni a jortiori refu­
tada. Lo que se rechaza es una falsa moral, hipócrita
y puritana, una impostura, pues, sustituida por la
preferencia de la otra moral y los demás «valores»,
ios del instinto, la expansión vital y la naturalidad.
¡No le faltará sin duda ni fanatismo ni rigorismo a
esta moral! 3.1* La mala voluntad es tan evasiva y
fugaz como la buena y, sin embargo, existe la volun­
tad perversa: se llama malevolencia o maldad; la con­
ciencia, lejos de rebotar desde el mal querer hacia
el bien querer, se ve desgarrada, dividida entre los
dos quereres: es habitada por la nostalgia de la ab­
negación, pero se siente tentada por la existencia
egoísta; y, cuanto mayor es, la nostalgia, más irre­
sistible es la tentación. Y recíprocamente. Esta ley
paradójica de la aucción, que preside todos los tras­
tornos pasionales, explica por sí sola el inexplicable,
desproporcionado y desmesurado furor del sacrile­
gio: ¡La ley moral es negada, escarnecida, injuriada,
pateada, torturada, arrastrada por el barro, masacra­
da! La exageración misma de este rechazo y sus in­
vectivas tiene algo de sospechosa y anuncia la ambi­
valencia. Efectivamente, es «sospechoso* un pensa­
miento que implica una segunda intención de fondo
o subyacente al pensamiento confesado; es sospecho­
sa una primera intención que oculta una segunda in­
tención. El cinismo opone a la moral el mismo re­
chazo que la moral opone al inmoralismo: no se
trata sólo de una mera inversión de los roles, sino
de hacerse mal a sí mismo; el profanador lleva así
al extremo la tensión resultante del atentado sacrile­
go. Este complejo de tormento y de alegría diabólica
no escapa al masoquismo. El cínico experimenta, a
su modo, las angustias del parricida. O, en circuns­
tancias menos trágicas, le hace escenas a la moral al

43
igual que las que el amante hace a su querida... La
rabia demente de Nietzsche es quizá una rabia ena­
morada, enamorada de la moral. La violenta reacción
de rechazo hacia los valores normativos no es una
cólera moral a la inversa, ni una caricatura de in­
dignación moral, es más bien el frenesí de una con­
ciencia desdoblada, crucificada, desgarrada por su
insoluble contradicción. Cuanto más sagrado y reve­
renciado como tal es el valor tanto más escandalosas
y triviales son las manifestaciones de desprecio cí­
nico: ¡escupir, vomitar, rechazar! Ningún gesto es lo
bastante enérgico como para expresar la repugnancia
cínica, la voluntad cínica, de expulsar de nuestra vi­
da, de nuestra substancia, de eliminar de nuestro ser
en general los valores considerados más santos: los
valores morales son considerados contrarios a la vida.
El cínico se hace más malo de lo que es. En su im­
potencia por ahogar del todo la irreprimible necesi­
dad moral, para acallar la «voz de la conciencia»,
apaga con el escándalo de sus imprecaciones y de sus
anatemas esta débil voz que, en un imperceptible su­
surro, persiste en su insistente murmullo. Como si
exorcizara o, al menos, desactivara al mal profe­
sándolo en alta voz... o mejor a voz en grito. Se di­
ría que se inmuniza a sí mismo mágicamente por los
excesos mismos del lenguaje y las abominables inju­
rias. Los blasfemos comprueban experimentalmente
que Dios no es irascible, que a Dios no puede desa­
fiársele ni ofendérsele, que lo divino está más allá
de nuestros ridículos e impotentes antropomorfis­
mos. El discurso cínico es, a pesar suyo, una especie
de coartada; su misma intemperancia es reveladora.
Así pues, no cabe otorgar excesiva importancia a la
retórica del juramento y la palabrota. Citando a

44
Eudoxo de Cnido,8 que era a la vez un teórico del
hedonismo doctrinal y un sabio de muy austeras cos­
tumbres, Aristóteles se expresa aproximadamente
como lo hace Bergson:34 no escuchéis lo que dicen,
mirad lo que hacen. Nada es tan convincente, ni de­
cisivo, ni revelador de una sincera intención como el
compromiso en la efectividad del hacer; lo único que
cuenta es el ejemplo que da el filósofo en su vida
y en sus actos.5 ¡No hay testimonio más auténtico y
convincente que éste! Por otra parte, éste era, según
los Antiguos, el caso de Antisteno, filósofo dividido,
cínico por doctrina y asceta por el ejemplo de su vi­
da; y tal es también la ambigüedad del cinismo en
general, doctrina antidoctrinal que prefería el ejer­
cicio y la pena a la especulación y que, más allá de
todos los conformismos, políticos, sociales o verba­
les, soñaba quizá con un imposible, con una invivible
pureza.
Para evitar las peligrosas tentaciones de la ambi­
valencia y para que la moral no se perjudique en
nada, el hedonismo se cuida con frecuencia de reco­
nocer, de derecho y de iure, el valor normativo del
placer; el placer y el instinto no son sólo rehabilita­
dos, sino que son directamente sacralizados; la na­
turalidad no queda simplemente justificada, sino tam­
bién santificada; una inyección de valor ha transfi­
gurado de antemano, ha moralizado, este atractivo
objeto que fue anteriormente objeto de aversión. El
hedonismo se convierte, así, en una especie de reli­
gión cuyas misas negras se atreve a celebrar el volup­

3. Eth. Nic., X, 2, 1172 b 15-16.


4. Deux sources de la morale et de la religión, págs. 26,
149, 172 y 193 de la edición francesa.
3. Véase Jenofonte, Memorables, IV, 4, 11: «

45
tuoso. «Dios es quien ordena los besos prohibidos.»
Gabriel Fauré puso en música estas palabras aparen­
temente sacrilegas en su Shylock. El mismo Sade,
cuando invoca el instinto, ha encontrado sin duda el
medio de sacralizar el sacrilegio, de valorizar el anti­
valor y la naturalidad de lo que es contra natura,
de conferir una monstruosa legalidad al nihilismo del
absurdo. Pero, sobre todo, tanto si los pensadores se
plantean el culto del placer sensible como $¡ parten
del inmoralismo provocador de los cínicos, puede
afirmarse sin riesgos que son todos unos moralistas
y lo son aún más aquellos que menos lo parecen. Es
imposible encontrar una doctrina filosófica que pue­
da mantener con rigor la apuesta de la indiferencia
respecto de cualquier toma de posición moral: una
diferencia, aunque sea infinitesimal, entre mal y bien,
una parcialidad imperceptible, una invisible polari­
dad, es decir un prejuicio, pueden detectarse siem­
pre; sin el principio elemental de la preferencia inci­
piente, sin un mínimo «más-que», ni la elección ni
la vida ni el movimiento serían posibles. Además, el
inmoralismo absoluto tiene algo de cadavérico. AI ni­
velar a la vez las decisiones drásticas de la voluntad
y las disparidades dramáticas de la emoción, el in­
moralismo se dirige, no a seres humanos apasiona­
damente afectados, sino a momias. El cardiograma
moral es plano y la carga de afectividad cae a cero.
¡La moral, vilipendiada, asesinada por los grupos lla­
mados amorales, se refugia bajo otras apariencias en
los «códigos» de sus categorías sociales! Los apa­
ches tienen un «honor» y las prostitutas observan
gratuitamente ciertas reglas de camaradería desinte­
resada o de piedad filial. La moral tiene siempre la
única palabra: asediada, perseguida por el inmoralis­
mo, pero no nihilizada, sabe toda clase de revanchas

46
y de coartadas; se regenera hasta el infinito, renace
de sus cenizas para salvaguardamos, ya que no se
puede vivir sin ella.

47
La evidencia moral es a la vez equivoca y
unívoca

1, Ambigüedad del maximalismo, excelencia de ¡a


intermediaridad

La moral es inasible no sólo porque, al desafiar


la alternativa espacial del dentro-fuera, es a la vez
englobante y englobada, y porque no puede localizar­
se ni señalarse su lugar, sino porque es a la vez equí­
voca y unívoca. Esta segunda ambigüedad, que tor­
na evasiva su naturaleza intrínseca, agrava los efec­
tos de la primera. Ensayo de ética paradójica: ¡éste
es el subtítulo que Nicolás Berdiaev utiliza en su
obra Del destino del hombrel,1 Pero, ¿es que puede
concebirse una ética que no sea paradójica y cuya
única vocación sea justificar las ideas recibidas, los
prejuicios y la rutina de la ética «dójica»? Ahora
bien; la inversión paradojalógica es tan sólo, quizá,
una escapatoria verbal... Responde a la cuestión por
la repetición de esta cuestión, es decir por el enun­
ciado mismo del misterio profesado. Abunda en el
escándalo y el desafío. La alternativa desgarrante, la
alternativa insoluble, falta de una posible solución,
es zanjada por decisión «gordiana». Tal es la «locu­
ra» del sacrificio. Sin embargo, nos equivocaríamos

1. Ediciones «Je sers», traducción francesa, 1933.

49
si consideráramos este dilema como una coyuntura
meramente teórica: aparece cuando no puedo salvar
a la vez mi propia vida y la tuya, y cuando un caso
de conciencia me obliga, aunque con una obligación
absolutamente moral, dicho de otro modo con una
obligación facultativa, a sacrificar la mía. Sea como
fuere, ¡no es a la trascendencia platónica a la que hay
que exigir una justificación del conformismo! La éti­
ca de Platón, al igual que su dialéctica, obedecen al
impulso ascensional que le transporta a la región su­
blime, donde luce el sol del Bien. Sin embargo, si
el designio del hombre moral no es establecerse en el
centro de la zona templada que Aristóteles llama el
justo medio, ese designio tampoco es la elevación
hasta la cima de la perfección ni hasta la cumbre del
valor. En primer lugar, ¿qué hay de la culminación?
Baltasar Gracián habla de un héroe en quien se da
el summum de la perfección, en quien se encarna la
perfección de las perfecciones; es el colmo de la ple­
nitud; en él todas las virtudes están en apogeo, él
mismo es su parangón; es grandeza eminente y ma­
ravilla de maravillas; el ramo de flores más raras,
de más exquisitos perfumes, de más espléndidos colo­
res, pone en evidencia y de manifiesto su excelencia.
Cuando se unen en la misma corona todos los ele­
mentos de la sabiduría, sin exceptuar ni una sola per­
fección, como, por ejemplo, en el caso del hombre
de bien o del anciano al final de sus días, la expe­
riencia del sabio derrama sabios consejos, razona­
bles y serenas sentencias, cual manso manantial: el
sabio omniperfecto, en el cénit de su excelencia, deja
fluir benefactoras y apaciguantes palabras. Así es
también la sabiduría estoica, en la que todas las vir­
tudes son una sola y misma virtud. Sin embargo, la
negatividad queda ya sobrentendida en esta cxcelen-

50
cia, al igual que la terminación ( xé\6<: ) queda ya im­
plícita en la perfección: el acabamiento tan pronto
dice sí como dice no, según se mire hacia acá o hacia
allá, o, dicho de otro modo, según el lado que se mi­
re. Al hablar de su héroe,2 Baltasar Gracián define
así, poco más o menos, la séptima «excelencia»: el
héroe es el primero en todo, el primero en todas
partes; en resumen, merece el premio de excelencia;
es el más grande, bate todos los récords: no se puede
subir más alto, ni ir más lejos; trátese de prioridad o
de primacía (según Plotino), de majestad o de «ma-
ximidad» (según Nicolás de Cusa), una limitación
tácita va dialécticamente implícita en la supremacía
del superlativo relativo; o, más sencillamente, el su­
perlativo relativo es el límite extremo y supremo del
comparativo. El límite es, pues, esencialmente ambi­
guo: en relación a las grandezas de la empiria, es
el apogeo, pero, en relación a la metempiria, es lo
que no puede superarse ni sobrepasarse; es un ré­
cord insuperable-insobrepasable que al mismo tiem­
po alude a una imposibilidad. ¡Ésta es la debilidad
de su fuerza! Existe en el «máximum» del maximalis-
mo, al igual que en los extremos del extremismo, una
duplicidad constitucional que le da toda la miseria y
toda la impotencia de las sobrepujas puramente cuan­
titativas. El hombre de la medianía se acomoda fácil­
mente a un máximum autorizado por el destino: ¡se
encuentra adaptado de antemano a ese superlativo
tan relativo! —El superlativo relativo es el límite ex­
tremo del comparativo, pero es del mismo orden y
de la misma especie que este comparativo: difiere de
él simplemente en el más-o-menos dentro de la serie
ordinal, escalar y continua de las magnitudes. Asimis-

2. El héroe, V II: «Excelencia de primero».

51
mo, y en la terminología de Aristóteles, los contra­
rios, lejos de excluirse el uno al otro como los con­
tradictorios, son los dos polos extremos de una misma
zona intermedia: los extremos opuestos forman am­
bos parte del lado de acá. Si se miran los contrarios,
los grados de la comparación o la temporalidad gene­
ral, todo sigue estando en los límites de lo interme­
dio: la contrariedad, que es una extrema diferencia,
una diferencia aguda, pero siempre una simple dife­
rencia de grado; el otro, que es otro yo mismo y si­
gue siendo siempre, se haga lo que se haga, una al-
teridad egomórfica; el superlativo empírico que es,
en suma, un comparativo extremo; la terminación
empírica, que forma todavía parte de la continuación
y es un eslabón en el encadenamiento del interva­
lo... Toda perfección, si es que la hay, se inscribe
fatalmente en el registro de la inmanencia y de las
magnitudes medias. La cosa perfecta es cosa cumpli­
da o acabada, en el sentido estático del participio
pasado pasivo. El dogmático ha decretado arbitraria­
mente que convenía mantenerse ahí: ¡ dvá-po) orfjvai!
El idólatra ha designado a su ídolo como el nec plus
ultra de toda comparación y de toda búsqueda; la
búsqueda, por tanto, ha terminado antes de iniciar­
se; el idólatra se dice al contemplar a su ídolo: no
toquemos nada más, ¡es suficiente! Al modelo mis­
mo, de todos admirado, se atreve a decirle, cual fo­
tógrafo durante la sesión: sobre todo, no te muevas,
eres perfecto. ¡Es del todo evidente que un máximum
reducido a las dimensiones de un quantum determi­
nado, asignable y unívoco, no tiene significación mo­
ral alguna! Lo que buscábamos no es una totalidad
cerrada, una totalidad en acto al término de una to­
talización: lo que buscábamos es evasivo hasta el in-

52
finito. Nuestro punto de mira está situado más allá
de cualquier horizonte.
En una óptica antropocéntrica, los extremos ( te!
¿xpa ) forman parte del lado de acá y, recíproca­
mente, el medio puede ser a su manera un apogeo
muy relativo. Si el primado que el extremismo sim­
plista ambiciona es, de hecho y con mucha frecuen­
cia, un superlativo de lo más burgués, la mediocri­
dad, en la que la filosofía de la «medianía» se ins­
tala complacida y hace profesión de ella, puede ser
en ciertos casos una culminación y una especie de
punto álgido. Pero, mientras el máximum del maxi-
malismo se encuentra aparentemente encaramado en
el más alto grado de la escala, la filosofía del juste
medio apunta, en el centro, a lo óptimo y al opti­
mismo que es la filosofía de este óptimo. La vida
media, embotada y obtusa en su rutina, se asienta,
así, en la fina punta del justo medio. Por oposición
al máximo, superlativo cuantitativo, el óptimo, su­
perlativo axiológico, supone cualidad y valor. ¿Aca­
so el medio que Aristóteles nos recomienda no es
un justo medio? La justicia, después de todo, es una
virtud, y también la justeza, en cierto modo, lo es;
el justo medio (|¿eodnr)c ) es, pues, normativo. Con
mirada aguda, el espíritu mide, evalúa, determina la
equidistancia del punto medio respecto de los dos
extremos, exceso y defecto, situados a una y otra
parte. Esta mirada aguda, que busca una determina­
ción unívoca, ¿no es acaso la forma óptica del espíri­
tu de agudeza? La equidistancia, que supone igual­
dad de relaciones, y la proporción misma son sím­
bolos de justicia. Sin embargo, emerge aquí la ambi­
güedad de este justo medio. Ciertamente la modera­
ción griega no está, como la intermediaridad de Pas­
cal, perdida entre dos infinitos, sino, al contrario, ar-

53
moniosamente adaptada a su finitud, perfectamente
instalada en su justo medio, a medio camino entre
el demasiado y el insuficiente, en perfecto equilibrio,
al parecer, sobre la punta de su óptimo... ¡Perfecta­
mente — o, mejor, pasablemente! «Perfectamente» y
«medianamente» tienden aquí a confundirse. La vir­
tud centrista está en equilibrio, pero este equilibrio es
inestable; este equilibrio es una posibilidad constan­
temente reconducida; este equilibrio está amenazado
por ambos lados, por las dos contrastadas indeter­
minaciones de la insuficiencia y del exceso que caen
sobre él. A esta doble tentación opone una doble
resistencia, que es, como la éitoyj¡ de los escépticos,
retención y pudor. Lo peor es el enemigo del bien,
como es natural, pero también lo mejor, cosa para­
dójica y ya no tan natural. Toda clase de virtudes
prospera en esta zona del lado de acá y de la inma­
nencia intramundana: esta zona es la zona mediane­
ra, o, si se nos permite la expresión, la zona de las
perfecciones medias. Y, en primer lugar, de la mo­
destia; en oposición a la humildad extrema, a la hu­
mildad mendicante de aquel que, en su infinita abne­
gación, renuncia a todo ser propio y se anula a sí
mismo, la modestia se reserva su modesta parte. Esta
es, sobre todo, la relación de la justicia con la cari­
dad: la desgarrante, absurda caridad reconoce el de­
recho de los otros sacrificando injustamente su pro­
pio derecho; la justicia está más próxima a la verdad
racional e incluso a la lógica y a la aritmética; el
justo, no se olvida a sí mismo, sino que se considera
legítimamente como uno más de esos otros a los que
respeta. En oposición, a una imposible pureza metem-
pírica, a una pureza límite que sería algo así como
la forma espiritual de la asepsia, la sinceridad se con­
tenta con ser seria: no pretende ser literal y quími­

54
camente pura ni sincera al ciento por ciento, pura de
toda reticencia y de toda segunda intención, sino que
tiene en cuenta, en la medida de lo posible, las cir­
cunstancias y la totalidad de los factores psicológicos.
Queda todavía en reserva gran cantidad de virtudes
y perfecciones menores en este valle de la existen­
cia media: la discreción y la contención que nos evi­
tan los celos de Némesis, la timidez, el pudor y, so­
bre todo, el comedimiento que es, a la vez, medio
y soberano — (lérpov áptoxov, como dice Creóbu-
lo—, ya que fundamenta, según Platón, una metre-
tética y, en ese sentido, es normativa; pero, a su vez,
dice cuánto, hasta qué punto y hasta qué grado; y
este grado se expresa en un número determinado o
asignable. ¿Acaso no es la finitud la condición que
hace posible la metrética?

2. Vivir para el otro, sea quien sea ese otro. Más


allá de todo *quatenus» de toda prosopolepsia

Existe en el fuero íntimo de la vida moral una


contradicción secreta que la rutina de la continuidad
y de la intermediaridad cotidiana rara vez permite
que aflore, pero que brota de tarde en tarde en el
incandescente momento cumbre de las situaciones trá­
gicas. Podríamos formular esta contradicción intes­
tina, y casi siempre invisible, mediante un doble axio­
ma que, es a la vez una evidencia indemostrable, el
colmo del sinsentido y en consecuencia, un imposi­
ble, necesario: vivir para ti, vivir para ti hasta morir
por ello, incluida la muerte. Este dilema del todo o
nada, que es en el sacrificio hiperbólico el ultimá­
tum irracional por excelencia, conduce directamente,
o en el límite, a una desorbitante y absurda exigen-

55
da. Exigenda puramente gratuita, al parecer... Vi­
vir para ti, vivir para ti hasta morir por ello; estas
dos paradojas forman entre ambas un solo y único
imperativo: que la ofrenda que se le hace a una per­
sona cuando se vive para ella, y ello en profundidad,
sin reservas, sacrificándole todo, implica el consen­
timiento tádto de morir por esa persona, incluso en
su lugar si ésta es condición para su supervivencia.
Este imperativo, a la vez doble y simple, espera de
mí, no sólo una respuesta platónica, sino un acto;
estoy personalmente implicado, insistentemente inter­
pelado por la urgencia drástica de una demanda en
la que se compromete inmediata y apasionadamente
mi vida entera. — Empecemos por el vivir-para-ti (sin
morir por ello). Incluso haciendo abstracción de la
muerte, incluso sin que la paradoja sea metempírica,
este vivir-para-el-otro es ya en sí mismo paradójico.
La preferabilidad incondicional del otro no puede
justificarse racionalmente. La vida del otro tiene un
precio infinito, sea quien sea ese otro, independien­
temente de las cualidades, talentos o competencias de
ese otro; tengo que consagrarme a él sólo porque es
otro; porque no es yo. En general, ¿puedo incluso
decir: porque? Como veremos, es este inexplicable
lo que explica lo inexplicable de la segunda parado­
ja, la absurdidad de vivir hasta morir por ello. ¡He
aquí el colmo de la arbitrariedad! El hecho de la
alteridad no es ni siquiera, hablando con propiedad,
la razón abstracta que explica el amor. Si la existen­
cia de mi prójimo fuera eminentemente preciosa, no
habría paradoja alguna en el amor incondicional que
le profeso; si tu vida valiera más que la mía, mi dedi­
cación le haría pura y simplemente justicia a la ver­
dad y no diferiría en nada de una constatación razo­
nable y sabiamente motivada. Pero un imperativo ra­

56
cional, justificable y demostrable sólo puede ser, mo­
ralmente, un condicional: amo deliberadamente tras
haber sopesado el peso, evaluado él valor, apreciado
el mérito del ser amado. Es la conclusión lógica de
un razonamiento. ¿Dónde está entonces la milagro­
sa sobrenaturalidad, dónde la sublimidad y la divina
locura del sacrificio? Hay que decir, pues, precisa­
mente lo contrario: ¡el imperativo amoroso está ra­
dicalmente inmotivado y, por esto, es categórico! Te
amo porque eres tú... ¡Lo cual, evidentemente, no
es una razón! En el mejor de los casos, es una mala
razón. O simplemente: amo sin razón. O mejor aún:
¡amo contra toda razón! Amo porque amo... No
hay porque. El porque es la pura y simple repetición
del por qué. En general, se reconoce la sublimidad
del sacrificio por el hecho irrisorio de que el amado
no merece semejante amor...: entonces, es cuando
la piedad pasa a ser más desgarradora. A menos que
(siempre existe un a-menos-que) esta preferencia por
un ser amado indigno de nuestro amor sea una su­
prema afectación y una falsa humildad, algo como
una sospechosa exageración del ascetismo; a veces,
incluso un desafío y una provocación, el deseo de
batir un récord — ¡el récord del desinterés!—. Aris­
tóteles, quien, sin embhrgo, considera al amigo como
otro «yo mismo» y se encierra de buen grado en la
clausura xenofóbica del helenocentrismo, encuentra
para la amistad un lenguaje paradójicamente «altruis­
ta»: hay que amar al otro, hay que ser justo con el
otro... El altruismo predica la virtud de la amistad
sin especificar la nacionalidad del amigo ni sü reli­
gión ni su raza. Se vislumbra el principio de utaa
apertura infinita. Sólo aparecerá a la luz del día en
el universalismo y el «totalitarismo» de la philart-
thropia estoica. La «filantropía» es paradojalógjca

57
porque es «paradójica» amar al hombre en general
y por la única razón de que es hombre. Pues esta
razón, en los términos de la moral cerrada, no es
«una razón». Lo más frecuente es que un hombre
ame a su prójimo cuando este prójimo es su corre­
ligionario, su conciudadano o su compatriota, o,
¡como mínimo, su «colega»! Lo más frecuente es
que un hombre ame a los demás hombres con la con­
dición de que pertenezcan, ellos también, al mismo
rebaño; o también con la condición de que formen
parte del mismo clan, de la misma tribu, de la misma
casta. El que ama a su prójimo cuando este próji­
mo es feligrés de la misma parroquia no ama a los
hombres; el que ama a una mujer porque pertenece
a su misma casta no sabe lo que es el amor. La pa­
radoja filantrópica es del mismo calibre que la para­
doja cosmopolita; las dos están unidas una a otra
en la misma paradoja, y la sabiduría estoica profe­
saba una y otra. El cosmopolita es ciudadano del
mundo. Ciudadano de una ciudad y no de otra tiene
sentido, pero, ¿cómo se puede ser ciudadano del
universo? Ciudadano del planeta, ciudadano del glo­
bo terrestre —lo cual de ningún modo es una ciu­
dad— son modos de hablar que para un oído griego
suenan más bien a contradictorios y absurdos. ¡Lo
mismo que hablar de un patriotismo de galaxia! Y,
sin embargo, esta extensión infinita, que limita con
el absurdo y lo irrisorio, es la que da la medida de
la inconcebible desmesura de la fraternidad humana.
El profeta Isaías dice que Dios no discrimina al
extranjero: no hay extranjeros. El Nuevo Testamento
expresará una idea análoga sirviéndose de la palabra
griega irpoouwcoXT¡<pí« 8: La’ prosopolepsia es el enga-
3. Kpoou>iK>X.T¡|i<pta: principalmente, Rom 2, 11; Ja 2, 1.
9; Ac 10, 34; Eph 6, 9; Col 3, 25.

58
ño que consiste en admitir la máscara ( xpooanrov ), en
tener en consideración la focies y el color de la piel;
dicho de otro modo, el personaje. Prosopon es, en
resumidas cuentas, una apariencia superficial. Dios
no tiene en cuenta lo inesencia] y accidental, lo que
es gesto o pertenencia «adjetival»: Dios tan sólo
tiene en cuenta la esencia, la humanidad del hombre,
prescindiendo de la pigmentación de su piel y de la
forma de su nariz. Porque él está por encima de toda
mezquindad, de toda prosopolepsia; Dios considera
la substancia y no los epítetos más o menos pinto­
rescos o folklóricos. El rechazo de la prosopolepsia
se traduce en los Evangelios en la absoluta indife­
rencia hacia toda distinción social, profesional o
étnica y, en consecuencia, en el doble maximalismo
de la caridad —extremismo, universalismo— que se
encuentra en el origen de esta indiferencia. Pero, la
paradoja moral podría formularse también en otros
lenguajes filosóficos, aunque no les correspondiera.
Se puede, por ejemplo, adoptar el lenguaje del relati­
vismo monádico: amar a alguien desde tal o cual
punto de vista, bajo tal o cual enfoque o por deter­
minadas relaciones y, correlativamente, no amarlo
en determinadas relaciones, e incluso detestarlo fran­
camente bajo estas relaciones; pues esto no es amor,
sino burla; amar según ciertas situaciones y detestar
según otras —dando por supuesto que en una amis­
tad el aborrecer del amigo es el contrapunto necesa­
rio— es, sin lugar a dudas, amar por amistad, pero
es, a lo sumo, asegurar al amigo de su distinguida
consideración; la amistad es un amor lleno de restric­
ciones circunstanciales que la motivan y la justifican,
limitándola. Amar condicionalmente, mediante cier­
tas precisiones y discriminaciones, ¿no es acaso su­
bordinar el amor? Digamos incluso que la paradoja

59
moral está virtualmente implicada en la idea racio­
nalista de lo universalmente humano. El hombre,
que es el sujeto moral de los derechos del hombre y
de los deberes del hombre, no es el hombre conside­
rado como tal o cual, el hombre en tanto que esto
o aquello o, sencillamente, el hombre en tanto que,
sino el hombre pura y simplemente, el hombre sin
otra especificación o precisión; el hombre sin qua-
tenus. Y, en primer lugar, el hombre de los deberes
del hombre es esencialmente el portador de la ley
moral y de los valores en general, responsable de
estos valores y de esta ley —lo cual no debe sor­
prendernos, dado que el deber en sí mismo no nos
habla más que de esfuerzos y penas, de austeridad
y privaciones. No me afectan mis obligaciones profe­
sionales y las ocupaciones que el horario y el calen­
dario limitan en el tiempo, sino una tarea infinita y
siempre inacabada; y esta tarea indeterminada y sin
límites de tiempo dura tanto como la vida y puede
exigir el sacrificio de esta vida. La asistencia a un
hombre en peligro me afecta no en tanto que pro­
fesor, bombero o monitor de natación, o represen­
tante de una determinada categoría social, la de los
salvadores: me incumbe porque soy un hombre y
el ahogado es un hombre como yo. Estos son los
deberes más urgentes e imperativos. No intento com­
probar, antes de tirarme al agua, si el hombre en pe­
ligro es mi correligionario o tan sólo mi colega, si
es de mi tribu o si pertenece al mismo club o al mis­
mo clan que yo... ¡No!, me lanzo inmediatamente en
auxilio del hombre en peligro de muerte porque am­
bos tenemos la misma esencia y el mismo origen.
Aquel que pregunta por qué y el que se cree obligado
a explicar porque esto o aquello son tan desprecia­
bles el uno como el otro cuando ergotizan sobre la

60
asistencia a dar o a no dar a los seres que están en
peligro. Yo no dejaría ahogarse al hombre que está
en peligro de muerte con el pretexto de que una mi­
serable prosopolepsia, o una mezquindad criminal,
me han disuadido de ayuda y asistencia. -—Asimis­
mo, el militante de los derechos del hombre no se
entretiene en especificar las categorías sociales o pro­
fesionales que abarca su lucha; el hombre de los de­
rechos del hombre no es el hombre en tanto que;
dicho de otro modo, los derechos de este hombre
no son los derechos de un hombre considerdao como
ciudadano, elector a contribuyente, o como viajero
o como inquilino o como abonado a la telefónica o
como usuario de los transportes colectivos, ni es
tampoco la suma de todos estos derechos partitivos
la que conformaría, en su conjunto, los derechos del
hombre. Los derechos del hombre en general no son
los privilegios que un grupo humano, más o menos
cerrado, reivindica en relación a otro grupo huma­
no... V ¿son siquiera «derechos»? El «derecho* a
vivir, el «derecho» a existir y a respirar, el «derecho»
a la libertad son derechos elementales tan eviden­
tes que no tienen ni olor ni sabor; caen por su pro­
pio peso, y nadie debe a nadie ningún especial reco­
nocimiento por el regalo que cree hacer al conce­
derlo. ¡He aquí una paradójica excentricidad y, por
ello, eminentemente moral!
Soy, cuando menos, uno de esos «otros» para
quienes se reclama la justicia y el derecho. |No soy
excepción de la ley común, incluso si me favorece!
¿Tendrá la justicia que ser justicia únicamente cuan­
do se produce a mis expensas? ¿Qué se me otorgue
mi derecho por vía de los deberes de otro? (Esto
sería peor que una ridicula burla, sería un absurdo!
No admito ser excluido personalmente de la comu­

61
nidad jurídica y moral extensiva a todos los suje­
tos morales. Yo también, después de todo, soy un
representante de la gran comunidad humana. No
hay razón alguna (en el sentido racional) para exco­
mulgarme. No obstante, no cabe duda de que aquí
hay un misterio... Esta chocante desigualdad, que la
razón se niega a admitir, la hace plausible el pesi­
mismo moral: mi prójimo tiene sobre mí todos los
derechos, y estos derechos son para mí otros tantos
deberes, sin que pueda yo mismo sacar provecho al­
guno, ni extraer directamente de ellos mis propios
derechos ni mi propio campo de acción; si tus dere­
chos esbozan en relieve mis deberes, la recíproca está
lejos de ser verdadera y la propuesta lejos de ser re­
versible: tus deberes no son automáticamente mis de­
rechos; al menos no me corresponde a mí aplicarme
semejante regla. Esta es, en consecuencia, la doble
paradojalogía que rige los derechos y deberes del
hombre.
Ese amor, que ama la hominidad del hombre —y
la ama con amor, no con razón—, que ama al gé­
nero humano como se ama a una persona, que ama
incomprensiblemente a la persona-en-general, que
ama al género humano encarnado en la persona y a
la persona ampliada a las dimensiones de la huma­
nidad, ese amor es, evidentemente, paradójico. Como
no existen sobre el planeta más sujetos morales que
los hombres, un amor filantrópico es, necesariamente,
un amor ecuménico y, si hubiera en el cosmos, ade­
más del globo terrestre, otros planetas habitados y en
estos planetas, además de los hombres, otros seres
dotados de razón, la filantropía se extendería hasta
ellos, y yo empezaría a amarles fraternalmente. Toda
comunidad que se encierra en sí misma puede con­
vertirse en clan entre otros clanes, en tribu entre
62
otras tribus. Pero la «comunidad» humana es, por
propia definición, un superlativo; esta comunidad es
la más amplia que pueda concebirse y ofrece al
amor la máxima apertura; que es la de la universa­
lidad, ya que es omnilateral y coextensiva al género
humano. ¡Y género humano hay tan sólo uno! La
ley del todo o de la nada es la que prevalece en este
caso. El universalismo no es del todo universal a
no ser que no se dé la más mínima excepción. No
hay más excepción que la del excepto yo, la injus­
tificable excepción a mis expensas, ¡el impenetrable
misterio del sacrificio! Se trata a la vez del escánda­
lo de la teodicea y de la insoluble aporía de la an-
tropodicea. Esta excepción confirma misteriosamente
la universalidad que lógicamente debería contrade­
cir. Aparte la única, paradójica e irracional excep­
ción de la primera persona, el universalismo no tole­
ra excepción alguna; y ello por definición, pues, si
hay una excepción en la pretendida universalidad ab­
soluta, es porque no es universal ni nunca lo ha sido.
Una sola, una pequeñísima excepción, tan sólo una
y no más de una, basta para abrir la primera fisura
en la universalidad: la minúscula excepción es, efec­
tivamente, la fisura por la que se insinúa la discri­
minación racista, primero insidiosamente y a con­
tinuación irresistiblemente; la entreabierta fisura de­
jará pasar el torrente del racismo desenfrenado. En
consecuencia, el universalismo moral, a priori y sin
necesidad de enumerar los casos particulares, excluye
toda discriminación y niega de antemano toda dis­
tinción incipiente, toda veleidad discriminatoria; la
más sutil excepción es rechazada como absurda y con­
tra natura; es un grave insulto al hombre, una ame­
naza mortal para todos los hombres. Incluso entre
las personas aparentemente más convencidas de la

63
igual dignidad, confraternidad, conciudadaneidad de
todos los humanos, puede a veces insinuarse un im­
perceptible matiz desdeñoso» una impalpable dife­
rencia de tratamiento» es un matiz tanto más ofensi­
vo como más imponderable y tanto más injurioso
como en términos más comedidos se exprese. Cierta
condescendencia, apenas perceptible en el lenguaje
o en los modales, revela a veces un racismo infini­
tamente más pérfido y ponzoñoso que él racismo nlás
burdo; la discriminación racial pronto habrá dege­
nerado en segregación racista. La más mínima reser­
va, una restricción casi invisible, una brevísima duda
o, inversamente, una amabilidad algo afectada, un
sospechoso atolondramiento, un algo de exagerada
prevención suscitan en nosotros un inexplicable ma­
lestar, las personas condescendientes son sin duda
racistas mal curados.;. Y sentimos ganas de decirles:
¿a qué tantos miramientos? No se esfuercen, no se
apuren; nada como lo natural y lo espontáneo.
La preferabilidad incondicional del otro con res­
pecto a mí se resume en uqa primera paradoja que
es también un primer matiz del desinterés: la abnega­
ción no tiene ni causa ni motivo racional. Pero el
porque forma tan íntimamente parte de los mecanis­
mos del pensamiento y de la explicación que rea­
parece, bajo una u otra forma, para restablecer un
equilibrio tranquilizador, ofrecer una compensación,
una legalidad, un sentido explicable a los movimien­
tos gratuitos del corazón; la decisión del sacrificio
no permanecerá demasiado tiempo inmotivada, irrecí­
proca o arbitraria. Irresistiblemente, nuestro incura­
ble racionalismo, o más bien nuestra necesidad de
inteligibilidad, regenera la relación causal que justi­
ficaría, o al menos explicaría, el amor sin causas:
¡hasta tal punto nuestro lenguaje se resiste a renun­
64
ciar a la categoría de la causalidad! l.° Ante una fi­
lantropía indeterminada y, en definitiva, inmotivada,
muchos preferirían quizá una «filadelfia» basada en
la consanguineidad y en una solidaridad muy vaga­
mente motivada: yo amaría a los demás hombres
porque son mis «congéneres», porque son mis her­
manos o primos en humanidad. ¡La razón de amar
radicaría entonces en este parentesco biológico o ge­
nérico! He ahí una razón con todos los visos de un
pretexto... Razón simbólica y más bien metafórica.
Se dice: es la voz de la sangre la que me habla en
la aflicción de mis semejantes, de mis hermanos y
hermanas criaturas... Pero tal sangre no es la sangre
de las llamadas razas superiores, es la sangre de la
vida humana en general, es la sangre que corre por
las venas de todos los hombres. ¡No! ¡Un amor así
no le debe nada a una fórmula sanguínea! 2.° Pero la
causalidad reaparece bajo otro disfraz aún más sutil
con el fin de hacer valer sus derechos: ¡Amaríamos
incluso si la persona amada no lo mereciera, aunque
no lo mereciera, precisamente porque no lo merece
y sobre todo porque no lo merece! Sin embargo, una
causalidad concesiva sigue siendo una causalidad, y
el aunque es aquí un porque retroactivo. ¡Henos aquí
ante el desafío cínico! Amar a propósito a los más
abominables tunantes por la sola razón de que no
lo merecen, preferir expresamente la miseria de los
miserables, preferir en virtud de una predilección sis­
temática a los seres más despreciables, un verdugo
nazi por ejemplo, no es una forma de amor gratuito,
todo lo contrario. En el mejor de los casos, es un
exceso provocador y, más probablemente, una ver­
gonzosa perversidad. 3.° ¿Podemos al menos decir:
amo al otro porque no es yo, aunque sea como yo,
porque es como yo sin ser yo, porque es mi seme­

65
jante-distinto? ¡En relación al otro, el aunque y el
porque coinciden! Esta interpretación dialéctica y
reflexiva de las relaciones ambiguas entre identidad
y diferencia explicaría quizá lo inexplicable del al­
truismo. Pero, entonces, ¿por qué el amor? ¡Otra
vez sobra el por qué\ 4.° Vivir para el otro, sea quien
sea este otro, y únicamente porque es otro —pode­
mos perfectamente decirlo cuando ya es decidida­
mente imposible evitar el porque... ¡Ya que no lo
tiene fácil la etiología! Es el desinterés mismo el que
se convierte entonces en motivación... la motivación
de un altruismo inmotivado y el interés de un amor
desinteresado; y es, al fin, la gratuidad misma la que
se convierte en el resorte de un tipo insólito de etio­
logía. En otras palabras: en este caso, es la ausencia
de causa la propia causa... Podemos llamar esta
ausencia de causa el Otro, nombre, por así decirlo,
anónimo que implica la relación infinita, la apertura
sobre el porvenir y la incógnita: la causa sería enton­
ces el hecho inexplicable de la alteridad o, al menos,
la desnuda alteridad del otro. Pero queda claro que la
alteridad no es en sí misma una razón de amar; ¡no
es una razón y mucho menos un motivo! El hecho del
otro puede ser, para mí también, la razón de un
temor o incluso de un odio. Al fin y al cabo, ¿acaso
no existe un odio «desinteresado»? En el límite extre­
mo de la gratuidad, no hay sin duda nada más que
el amor puro.
Debemos concluir: la primera persona se lanza
hacia la otra con un impulso previdente, espontáneo,
que, lejos de dejarse imantar por un valor previo,
crea él mismo este valor, y ello independientemente
de toda consideración utilitaria y social, de todo mo­
tivo racional, de toda preferabilidad objetivamente
fundamentada: es, efectivamente el amor mismo el

66
fundador, ya que es la fuente de la que brota toda
legalidad. ¿Por qué ese amor del uno hacia el otro?
Sí, ¿por qué? Porque es uno, porque es otro; porque
es ella, porque soy yo. Porque... porque... Este obs­
tinado porque no es evidentemente una razón, ni una
relación causal en la que la causa y el efecto, tan
distintos uno de) otro, se articularían lógica y cro­
nológicamente el uno en el otro. Aquí se comprende
mejor de qué modo el porque remite a sí mismo, de
qué modo la causalidad se repliega sobre sí misma,
de qué modo la causa se repite a su vez en el efecto:
la relación circular del efecto-causa a la causa-efecto
es, si no una tautología, sí al menos un círculo redu­
cido, en última instancia, a un punto; la antigua teo­
logía le daba a este punto el nombre de causa sui,
causa de sí, y lo consideraba como el misterio cen­
tral de la creación divina. Ya que, debido a esta mis­
ma aseidad, el amor es divino. El quatenus (en-tanto-
que), del que aquí hablamos, es circular como la
reciprocidad causal. El hombre de los derechos del
hombre y de los deberes del hombre, el hombre del
amor filantrópico es un hombre más allá de los qua­
tenus; no posee su dignidad de hombre como un pri­
vilegio especialmente conferido a su mérito o como
una distinción otorgada en recompensa por los ser­
vicios prestados, las distinciones que destacan el dis­
tingo, semejantes en esto a cualquier discriminación,
resultan de la prosopolepsia, y los «honores^ son a
su vez atribuidos (o denegados) en función de la pro­
sopolepsia: pero el «honor» de ser un hombre no es
honorífico sino como un modo de hablar; este honor
excluye toda prosopolepsia, y nadie puede negarle
a otro este honor sin destruirse a sí mismo y conver­
tirse en bestia. Es lógico, es decir, conforme al senti­
do común, el amar al prójimo en tanto que es esto o

67
aquello y el amarle tanto más cuanto mayores sean
sus méritos, cuanto más loables hayan sido sus ser­
vicios; pero es paradójico el amarle sin tener en
cuenta sus títulos ni sus méritos. La paradoja es
amar al hombre no en tanto que tal o cual, por esto
o por aquello; judío o griego, sino en tanto que nada,
o mejor sin ningún en-tanto-que o, lo que viene a
ser lo mismo, amar al hombre en tanto que hombre.
Al igual que la causa sui, más allá de la cual no se
puede llegar, la circularidad anuncia en este caso el
último recurso y la suprema instancia. Amar al hom­
bre sin quatenus es amar simple y absolutamente;
amar y punto.
Cuando dos hombres desamparados, extraños y
desconocidos el uno al otro, se encuentran en la in­
mensa soledad de un desierto o en el silencio eterno
de las montañas, se miran y se saludan; entran en
relación sin tener necesidad de ser presentados; se
estrechan la mano sin más protocolo. Están solos
en la naturaleza hostil, pero se conocen ya, aunque
nunca se hayan visto antes; intercambian una pri­
mera palabra, y el viento, las rocas, la naturaleza ele­
mental les devuelven su eco. Esta palabra es ya en
sí misma una bienvenida. Así es la palabra que el via­
jero solitario, perdido en la noche, le dirige a otro
viajero solitario; así es la palabra que, más allá de
toda mezquina prosopolepsia, el hombre dirige a otro
hombre en el camino de la vida. En un mundo inhu­
mano, este saludo atestigua la fraternidad de dos ros­
tros y celebra el encuentro de dos miradas.

68
3. Vivir para el otro, hasta morir por ello. Amor,
don y deber. Más allá de todo <hactenus>

Vivir-para-ti alude implícitamente, de una ma­


nera indirecta, a la posibilidad de la muerte. Pero
vivir-para-ti-hasta-morir-por-ello, la segunda parado­
ja, da sentido explícito al sacrificio mortal y a la pro­
pio-muerte. Es un compromiso que nos compromete
teórícaipente basta el absoluto. Esta segunda para­
doja ppijp en juego el grado de amor. Vivir hasta
morir no tendría evidentemente sentido si el viviente,
por su constitución OBlOiÓgfCa, fuera imperecedero,
si fuera a priori incapaz de' morir (lp cual e,s absur­
do) y, en consecuencia, estuviera condenado a la in­
mortalidad: entonces, viviría para sus hermanos sin
esfuerzo, sin mérito y sin riesgo, se dedicaría a ellos
en cuerpo y alma tan fácilmente corno respira; la
abnegación sería una función vital ó j‘jnayor ni me­
nor que la circulación'de I* sangre en las arterías;
el sacrificio sería un acto simple como un saludo.
Las palabras «sacrificio», «heroísmo», «valor»’, «vir­
tud» no tendrían sentido alguno... A menos que él
suplicio de la vida eterna, incomprensiblemente, fue­
ra a su vez esa muerte, esa eternidad atormentada,
esa condenación a la lpz del mediodía — ¡ése infier­
no! «Muero porque no muero» decía Santa Teresa.
Entonces diríamos, como Emilia Makropulqs, pror
tagonista de Capek y Janacek, condenada a yiyir eterr
namente por e} elixir de su padre: «Suerte tenéis
vosotros, quienes vais a morir». El hombre es un ser
débil y vulnerable en el que la muerte puede pene­
trar por cualquier instersticio de su organismq, insi­
nuarse por el más mínimo poro de sus tejidos,.. Es­
ta precariedad de la vida humana se llama finitud.
Y es la desproporción entre la finitud de! ser y la
69
inmensidad del deber la que explica la segunda pa­
radoja. Hay en la muerte una dimensión que se nos
escapa y siempre se nos escapará. Esta aporía nos
remite a la misteriosa, a la insoluble contradicción
que opone el pensamiento a la muerte: el pensamien­
to tiene rázón contra la muerte, porque tiene con­
ciencia de ella; pero la muerte puede con el pensa­
miento, puesto que niega al ser pensante. ¿Acaso
un ser pensante-mortal, mortal en tanto que ser, in­
mortal por su pensamiento, no es en sí mismo una
especie de híbrido inviable, la encamación de una
paradoja? El pensamiento, en cierta medida, englo­
ba la muerte, pero la nada opaca de la muerte englo­
ba al ser pensante en su noche. ¿Cómo explicar esta
contradictoria reciprocidad? Y, asimismo, ni el de­
ber ni el valor ni la acción moral tienen sentido en
un aniquilamiento definitivo, no tienen conceptos, ni
tienen lenguaje para dar cuenta de ese no-ser; no co­
nocen más que la plenitud y la continuación infinita
del ser más allá de la muerte. ¡Y, sin embargo, el
agente, es decir el sujeto de la acción, es ridicula­
mente mortal! ¿Cómo un ser finito, limitado en el
tiempo y en sus poderes, puede asumir un deber infi­
nito? Esta tarea desmesurada es una tarea imposible
a priori, una carga que los humanos hombros no
pueden soportar. No, éste no es un programa real­
mente serio y realista para los hombres. —Y, si­
guiendo en la misma línea, ¿cómo puede un ser fini­
to amar con amor infinito? Responderemos: deposi­
tando todos sus recursos en el amor... El que ama
sin límites, el que ama intensamente, constante, infa­
tigablemente, ama quizá hasta la locura, pero no
hasta el infinito: ¡es tan sólo un hombre! Y, si enlo­
quece de amor, es porque su corazón es demasiado
pequeño y demasiado estrecho para una infinita em-

70
briaguez. ¿Acaso los recursos del amante no son
limitados? Se puede morir de amor, morir de amar...
El que ama hasta el infinito encuentra la muerte en
su camino. El amor es fuerte como la muerte: es
decir que es a la vez más fuerte y más débil —sobre
todo más débil... ya que, en definitiva, el amante
no sobrevivirá. La ambigüedad se inclina hacia el
lado de la miseria... Y, en resumen, ¿cómo un ser
finito puede entregarse infinitamente? Dios, sí. El,
sí, puede. En cierto modo, ésta es su definición, se­
gún Plotino: el Uno, es decir el Absoluto, da sin
contar: lo que ha dado lo sigue teniendo —y es una
paradoja— ; cuanto más da, más rico es — ¡y es un
milagro, un cuento de hadas!—. Su generosidad es
inagotable. Está más allá de la alternativa: es decir
que ignora toda mezquindad, toda penuria, toda ci­
catería. Tal como lo ha mostrado sutilmente Jean-
Louis Chrétien, esta paradojalogía no tiene el mismo
sentido en las Eneadas que en el cristianismo.4 Sea
como sea, el hombre no es Dios: lo que ha dado, ha
dejado de ser suyo; lo que ha dado es ya carencia:
sus imprudentes prodigalidades deben salir o rete­
nerse en su haber, sustraerse de su crédito o deducir­
se de sus riquezas. El ser finito, sometido a las tris­
tes leyes de la miseria y de una aritmética despiada­
da, sabe que no puede contar ni con una eterna ju­
ventud ni con la reproducción infinita de sus tesoros.
Tendrá que resignarse al racionamiento; acecha an-

4. Jean-Louis Chrétien nos invita a dsitinguir una dona­


ción realmente generosa, que sacrifica su bien más precioso,
y una generosidad en cierto modo indeferente que, como la
difusión de la luz, es destello imperturbable y superabun­
dancia, pero ignora la tragedia del sacrificio. («Le Bien donne
ce qu’il n’a pas», «Archives de Philosophie», 1980, T. 43,
págs. 263-277.)

71
gustiado la disminución de sus recursos, el agota­
miento lamentable de sus fuerzas vivas.
Sin embargo, hay en el corazón del hombre una
ambición moral que protesta loca y desesperadamen­
te contra la evidencia de la debilidad y de la finitud.
Desafiando la verosimilitud, el agente moral nd duda
en declarar: querer es poder. ¿Se trata de una para­
doja, o de la esperanza en un milagro que posibilite
lo imposible? El imperativo del sacrificio infinito y
del desinterés absoluto no reconoce en principio (es
decir teóricamente) límite alguno, no admite restric­
ción alguna. Al enunciar la primera paradoja (vivir
para otro, pero sin morir por ello), decíamos que lo
paradójico de esa paradoja consiste en la exclusión
de todo porque, de toda causalidad o de toda moti­
vación; el desinterés filantrópico le vuelve la espalda
a la parcialidad y desdeña la prosopolepsia tanto co­
mo el folklore; su único objeto es la austera desnudez
de lo humano; en oposición al amor cerrado, que se
complace tan sólo en el jardincillo de su pequeña
parroquia o en su minúscula cofradía, el desinterés
filantrópico es esencialmente el amor abierto. El se­
gundo desinterés es desinteresado sobre todo en re­
lación al ser propio del sujeto. De ahí la prueba des­
garradora e incluso sangrienta, de ahí la viólenla ini­
ciación que se llama sacrificio. El sacrificio pb es la
simple renuncia a esto o a aquello, el sacrificio es el
desgajamiento de todo el ser de lá totalidad de su ser.
Decir sí al no-ser es una decisión inconcebible que
la voluntad asume en cierto modo extáticamente. Al
primer éxtasis, por el que el yo abría de par ert par
las puertas de su corazón y se extendía hasta los
límites del universo, oponemos el segundo, pbr el
cual el alma se desencaja dolorosamente de los goz­
nes de su ser-propio. La generosidad del primer des-

72
interés era la de un corazón ecuménico, que acoge a
todos los hombres sin pedirles pasaporte y que les
dice: pasad todos, en mi casa hay lugar para todo el
mundo —y que ni siquiera conoce el empleo de la
conjunción quatenus. Y en cuanto al desinterés des­
garrador, más, bien ignora el adverbio hactenus que
significa: hasta aquí, pero no más allá; hasta este
punto, pero no más lejos.

4. Todo o nada (opción), del todo al lodo (conver­


sión), el todo por el todo (sacrificio). Con toda el
alma

Las determinaciones circunstanciales —grado o


«porcentaje», intensidad, duración, posología y cro­
nología— a las que se refiere el adverbio hactenus,
pierden validez cuando se trata de moral; no necesi­
tan ni especificarse ni estipularse, antes al contra­
rio, semejante estipulación sería más bien injuriosa e
irrisoria a partir del momento en que el imperativo
categórico del deber o la exigencia imprescriptible
del amor están en tela de juicio. Decíamos: el hom­
bre es un ser finito al que le incumbe un deber infi­
nito y que ama a su prójimo con amor infinito. De­
mostremos cómo el hombre moral, obedeciendo a
este imperativo radical, compromete el todo o nada,
se convierte del todo al todo, juega el todo por el
todo. La ley del todo o nada, según el estoicismo,
rige el reino de las virtudes, que se encuentran todas
en cada una, y gobierna la sabiduría misma, reina
de este reino. La ley extremista del todo o nada tiene
como consecuencia inmediata la igualdad de las fal­
tas que es, en la Paradoxa de Cicerón, la tercera de
las seis paradojas estoicas: lea xd xaxop6cí>|jurra. Un

73
pecadillo es un pecado grave y viceversa: pecado
venial, pecado mortal vienen a ser lo mismo; el que
ha llegado más cerca del fin y el que está más lejano
a él, uno y otro, han fracasado: no existe el punto
medio; ¡ambos están en el mismo caso! Hay toda una
extravagante aritmética, que desprecia el progreso
moral, en la intransigencia del todo o nada: las rela­
ciones del grande y del pequeño, del más y del me­
nos se han invertido, trastornado; las categorías de
espacio, tiempo y cantidad quedan subvertidas. Pero
la paradoja de la igualdad de las faltas, al igual que
los reveses de las Bienaventuranzas en el Evangelio,
puede también tener un significado intencional, ya
que, en el mundo de las intenciones, del deber y del
amor, esta paradoja, antes que un juego, es la verdad
cotidiana de nuestras vivencias. En primer lugar, la
gran ley simplista y simplificadora del todo o nada
convierte en ociosas y caducas las gradaciones del
más o menos. Mientras se trate de tareas y obliga­
ciones, y de su remuneración, el poco y el mucho
pueden dosificarse, pesarse, medirse, compararse, es­
calonarse, pero ante ese movimiento del corazón, ante
ese impulso indiviso llamado la intención, el poco y
el mucho se muestran equivalentes o, mejor, indife­
rentes. El principio del todo o nada, que pone la
cantidad en segundo plano, sólo le da importancia
'a la calidad de la intención; para él se trata de to­
marlo o dejarlo. No tiene tiempo de pesar y sopesar
los motivos, no se preocupa de contar las gotas, los
gránulos y los céntimos. ¡No se pierde en detalles!
Se muestra magníficamente negligente en cuestión de
posologías. No es un tendero, sino un gran señor. Se
ciñe a las aproximaciones y a las grandes opciones
esenciales. ¿Acaso la intención del que ama no es
siempre total y completa? ¿Siempre indivisible? El
74
principio del todo o nada se contenta con saber si el
corazón está o no está. <Ama, et fac quod vis.» Ade­
más, hay siempre un elemento de maniqueísmo en el
extremismo del todo o nada. Lo que está en tela de
juicio es aquí la pureza intrínseca del movimiento
intencional. Fénelon, pionero de la fenomenología,
no transige en este punto: el amor puro no tiene
mezcla alguna de propio interés, o no lo es; la purísi­
ma pureza de este amor extremo es necesariamente
un superlativo absoluto ante el cual podemos pregun­
tamos si el hombre, en general ser camal, grosero y
sensual, es capaz de experimentarlo en este mundo:
basta con un grano de polvo, según el Filebo, para
que la máxima blancura se tome gris; del mismo mo­
do, un miligramo de mercenaria sordidez, el más mí­
nimo cálculo de egoísmo, un amago de interés pro­
pio, una segunda intención infinitesimal basta para
enturbiar esta transparencia y este desinterés; del
amor puro ya no queda nada —nada más que una
innombrable mixtura— : pues la mezcla de lo puro
y de lo impuro es evidentemente impura; de golpe,
la gota de hipocresía ha convertido ese brebaje en
veneno. —El hombre sólo tiene la alternativa del
amor absolutamente amante o de la hipocresía; de
la buena voluntad de una sola pieza y de la duplici­
dad. El hombre intermedio, extraviado, ha perdido
el justo medio. Una sola burbuja de aire en el bloque
de transparente cristal llamado amor, un solo defec­
to, una minúscula opacidad en su transparencia, una
sombra de amor propio en esa luz, el mínimo pliegue
o la mínima complicación en la simplicidad, la mí­
nima duplicidad en esa simplicidad, y el pretendido
amor deja de ser sincero (sirte cera), es decir de pura
ley. Apenas abandona la simplicidad, el hombre in­
termedio se enfanga de inmediato en la duplicidad.

75
£üe$ tíhá pequeña impureza es ya una gran, una mor-
talirtiptíreza... La más mínima reserva en estas ma­
terias, la más fugitiva restricción, arroja una grave
duda sobré la sinceridad del sentimiento: ¿acaso no
es ya la manía del distingo el camuflaje de una sos­
pechosa reticencia y la tapadera de una mala volun­
tad, de una voluntad quebrada? Estas mezquindades,
estas sutilezas traducen las precauciones de un aficio­
nado y no los impulsos de un amante apasionado.
El amor partitivo y parcial ama con la puntúa del
alilia, al igual que las promesas verbales y superfi­
ciales prometen con la punta de la lengua... La in­
transigencia amorosa es característica tanto del de­
ber comd del amor: amor y deber no admiten con­
dición restrictiva alguna ni de tiempo ni de lugar;
ni de grado, ni de plazo. De derecho o teóricamente
—es decir, independientemente de la cuestión de sa­
ber si es posible o no—, el amor y el deber sólo
conocen un grado, el superlativo; un solo tamaño, el
máximo; una sola filosofía, el maximalismo; una sola
tendencia, el extremismo.
Este compromiso de la persona entera en el
amor o en el sacrificio se cumple bajo la forma, más
sorprendente todavía, de la iniciación y de la con­
versión: el imperativo del todo o nada se convierte
entonces en una conversión del todo al todo. En prin­
cipio y en última instancia, el Bien resume la exi­
gencia superlativa del deber, al igual que el amado
encama el imperativo extremo, el imperativo abso­
lutista del amor, y los demás valores no tienen valor
por sí mismos si no es en relación al amado; sin él,
nada vale la pena. Exige, el muy infinitamente exi­
gente, que le amemos con todo nuestro corazón y no
con un amor compartido, no con una cuarta parte
de corazón, con una sola aurícula o con un solo ven-

76
trículo. ¿Podemos quizá incluso hablar de una rela­
ción del amante con el absoluto? La idea de relación
implica el punto de vista, es decir la unilateralidad
del quatenus o del hactenus. La conversión del alma
total, predicada por Platón en el séptimo libro de la
República, y a continuación por Plotino, sugiere una
identificación de esencia más que la institución de
una relación unilateral o partitiva; el Evangelio mis­
mo confirma la palabra tan frecuentemente pronun­
ciada en el Deuteronomio y que se considera como
el primer mandamiento de toda la Ley. Bergson re­
nueva su sentido cuando reencuentra en la paradoja
de la libertad esa relación irrelativa de la conciencia
consigo misma. —El acontecimiento revolucionario
de una vida nueva implica la renuncia de la vieja
vida y es incluso una misma cosa con esa renuncia. El
prisionero vuelve hacia la luz del sol no sólo su mi­
rada, ni sólo su cabeza, sino su cuerpo entero, y no
se vuelve tan sólo unos pocos grados o en ángulo
agudo, como un sectario que diverge un poco de
los demás sectarios, sino que da inedia vuelta, vuel­
ve la espalda y toma la dirección diametralmente
opuesta: es un viraje radical; no es que tan sólo lo
simule, como lo haría un fanfarrón quien, creyén­
dose en el teatro, gritara «¡bravo!» y «¡adelante!» y
luego, tras haber saludado con ampuloso gesto del
sombrero a las verdades inmortales, se quedara inmó­
vil, plantado como una estaca; es que, uniendo el
gesto a la intención, se levanta y camina efectiva­
mente hacia la luz del día al encuentro de los peli­
gros y de la verdad: no se contenta con decir que
lo hará, en las calendas o en la próxima ocasión, sino
que lo hace pura, simple e inmediatamente. Del mis­
mo modo, el hombre apasionado de verdad se con­
vierte a esa verdad y se convierte con una conver­

77
sión ( é*tcrcpo<pT) ) que es inversión radical, o mejor,
interversión del todo al todo, que es, pues, acceso
a la vita nova: esa vida nueva no la muestra con un
beso apresurado y negligente, sino que la adopta y
la abraza como se abraza a la esposa. |Ya que ésta
es la diferencia entre el aficionado apresurado y el
amante apasionado! El cautivo liberado se convierte
al Bien, no con una pequeña porción de su espíritu,
como por ejemplo el conocimiento, o, a fortiori, con
una porciúncula de esta porción, como el razona­
miento, sino que lo hace con toda el alma, £¿v 5K-q rj¡
tpofcX 8 con toda la extensión de su saber, todas las
fuerzas de su poder, toda la tensión de su querer,
todas las fibras de su sensibilidad. En pocas pala­
bras, con el alma entera, con todo su ser. «Con toda
el alma*: éstas son las palabras platónicas con las
que Gabrielle Ferriéres termina el libro dedicado a
su hermano Jean Cavaillés, «filósofo y combatiente».
l.a paradoja moral es todavía más aguda si se
la traduce a las categorías de la cantidad o de la
temporalidad. El principio del todo o nada y la de­
preciación del progreso escalonado eran, en los estoi­
cos, una sola y única paradoja. Cuando se trata de
tareas materiales, la voluntad escalona, dosifica y
fracciona su esfuerzo en función de las circunstan­
cias, de las posibilidades físicas y de los horarios:
las medias medidas, el trabajo a media jomada, los
compromisos y las distinciones —éste es su pan de
cada día; una tarea le sucede a la otra en el horario
laboral; los trabajos se prestan cómodamente a la
intermitencia y a la periodicidad, ya que son siem­
pre cuantificables; en estas materias, el rendimiento5

5. Rép„ V II, 518 c. Cf. IV, 436 b. Aristóteles, Etb. Nic.


IX (lo Serio).

78
es el único fin, y la economía la única ley. Pero to­
dos estos conceptos pasan a ser ridículos al tratar
de la obligación moral. Sin embargo, son suficientes
para aquellos a quienes Kierkegaard denominaba
los cristianos de misa en domingo... ¿Acaso una vez
por semana no es una periodicidad de lo más razo­
nable y una promesa de equilibrio para la compla­
cencia bien pensante? Pero, precisamente, las satis­
facciones que procura una buena media regular a la
buena conciencia bien contenta y bien pensante, son
satisfacciones que desprenden un fuerte olor a hipo­
cresía, es decir a moho y no tienen que ver con la
virtud más de lo que la gimnasia bien dosificada lo
tiene con el ascetismo. Cuando el hombre del deber
es hombre de una obligación concreta, cronometrada
y administrativa, puede concebirse que diga de pron­
to ¡basta! ¡Hasta aquí, pero no más allá! En efecto,
traspasado un determinado límite, el hombre ya no
es deudor de semejante deber y el responsable deja
de tener responsabilidad; por su misma rigidez o,
cuando menos, por su rigor, la estricta obligación
puede parecer compatible con semejante comparti-
mentación. ¡Pero el deber moral no lo es, ni mucho
menos el amor! Nuestro prójimo quiere ser amado
con la mayor constancia, la mayor fidelidad, la ma­
yor intensidad posibles tanto como lo permitan los
recursos y las fuerzas del amante, ¡incluso más allá
de sus recursos y de sus fuerzas! Un amor que pla­
nifica de antemano su propia empresa amorosa y sus
progresos amorosos, que ama al amado a partir de
tal o cyal nivel, o hasta un cierto punto (!), o, dicho
de otro modo, que deja de amar a partir de ese pun­
to, este amor es una parodia del amor y, en conse­
cuencia, no ama a nadie; se trata de un alma tibia
y de poca fe. ¿Cómo calificar al amante presuroso

79
que, teniendo una cita con su amada, dice de ante­
mano: la esperaré hasta las seis de la tarde, no más?
Aquel que, al vivir el eterno presente de su amor,
se sitúa desde el primer momento fuera de él, y acep­
ta alegremente su propia desafección, no es un aman­
te sincero. — El amante apasionado, situado en el
seno de este eterno presente, cuyo centro está en
todas partes y la circunferencia en ninguna, esperaría
incluso hasta el fin del mundo si fuera necesario y
más allá del fin de los tiempos, si pudiera. Su pacien­
cia es infinita. No sabe qué es un retraso. El amante
apasionado no mira el cronómetro. El amor no cuen­
ta ni los céntimos ni los minutos; no regatea, no co­
mercia. Tolstoy lo sabe tan bien como Kierkegaard:
ser un cristiano dominguero —de los domingos por
la mañana de once a doce— es la única ambición
de los burgueses de la parroquia. Pero León Tolstoy
nunca ha renunciado a ser un cristiano de la vida
cristiana, es decir, un cristiano de la continuidad cris­
tiana... ¡Que sean bendecidos y santificados no sólo
los días de fiesta, sino también los laborables y todas
las horas de todos los días y cada minuto de cada
hora y cada instante de cada minuto; que la vida en­
tera en su plenitud y en los más humildes detalles de
su duración sea una fiesta constante; que la tempo­
ralidad sea toda ella festiva en su cotidianeidad, in­
cluso en lo infinitamente pequeño de las comidas dia­
rias y en los vacíos del sueño. Contrariamente a Aris­
tóteles, Tolstoy hubiera admitido de buen grado una
santificación de la inconciencia nocturna y de la ino­
cencia infantil. Una fiesta continua es agotadora y
una santificación de todos los instantes, quimérica;
¡pero la desesperación de Tolstoy era tanto más pro­
funda! Tolstoy no se remite a los métodos de la Fi­
to
localia • para asumir en su corazón la continuidad y
la serenidad de la plegaría ininterrumpida.
El extremismo es sistemático por profesión, pero
el amor y el deber son extremos por vocación. El
extremismo profesional se instala burguesamente en
sus ultranzas como si comerciara con ellas, pero el
amor extremo mira al horizonte e incluso, más allá
del horizonte ( éxéxstva ), al infinito... Y Platón di­
ce, por su parte, que el Bien no sólo hace presente
(xapetvai) el conocimiento de los connoscibles, sino
que además hace set ( icpooelvat ) los cognoscibles,
dándoles el ser y, con el ser, la esencia de este ser ( xo
Blval te xai tV)v oúoíav), al estar el Bien mismo,
por su dignidad moral y por su potencia creadora,
infinitamente más allá de la esencia (¿xéxetva tíjc
o6o(ac 7cpeo$e(<j xat Sová|iEt úxepé^ovroc).67 Demonía­
ca hipérbole, exclama Glauco en el sexto libro
de la República, invocando a Apolo, dios del sol,
y semejante exclamación no es tan sólo humorística,
ya que Platón establece, en ese mismo libro sexto, la
correspondencia analógica del sol y del Bien, de la
luz y de la verdad: al menos en este punto, Platón
no se asocia demasiado a la condena de la desmesu­
ra ( úSpn ), condena que da unanimidad a la trage­
dia griega, a la poesía gnómica y a la sabiduría grie­
ga en general; pero la mediocre desmesura de los
tiranos no tiene nada en común con la hipérbole pla­
tónica... En esto, Platón sería el primer neoplatóni-
co o, mejor dicho, ultraplatónico, ya que nos remite,

6. Ver principalmente Syméon «Le Nouveau Théologien»,


en Petite pbilocdie de la priére du coeur, éd. J. GouiUard,
Cabier du Sud, págs. 173-174 y págs. 118, 136.
7. Rep., VI, 509 b.

81
como Plotino,8 a una trascendencia supraesencial
úxepo'vTíu; aotóc); y Plotino dice además: el Bien
es más que bello ( úxépxaXoc) y reina en el mundo in­
teligible por encima de las cosas más excelentes (ixé-
xsivo tq)v dpíotíuv jlaaiXeú<üv Iv t<¡> voT]t<p).9 Al in­
tentar expresar lo inexpresable, la teología negati­
va del pseudo-Dionisio imitará la vía paradójica de
la contradicción y nos habla del rayo tenebroso de
la supraesencia divina e incluso (y aquí la contradic­
ción se ve redoblada con poética incoherencia) nos
deja entrever la Tiniebla más que luminosa del si­
lencio. Así es cómo Nicolás de Cusa, teórico de la
docta ignorancia, nos propone una coincidencia de
los contrarios: ¡la identidad de lo Máximo y de lo
Mínimo es entonces incomprensiblemente compren­
dida!
Entre la finitud de un poder limitado por la muer­
te y la infinitud insondable del deber moral o del
amor, la contradicción paradójica se agudiza hasta
el paroxismo de lo absurdo y de lo insostenible. En
la carrera de la temporalidad y al término de esta
carrera es donde la vocación infinita del hombre en­
cuentra el opaco muro de la muerte y de la finitud.
El deber moral nos dicta una tarea tan agotadora co­
mo inagotable, el deber exige una tensión y una vo­
luntad infatigables, a la medida de un esfuerzo cons­
tantemente reiniciado y siempre inacabado. El deber,
como tal, no supone aceptación de la muerte. Existe
entre el deber y el poder una desproporción que el
querer intenta locamente compensar: la existencia
moral, en virtud de esta disparidad infinita, siempre

8. Enn., I, 7, 1; ixfxitva tüiv ívtiov,... oóot'ai^... IvtpXeía^,...


voó,... volata*. Cf. 1, 6, 9 y VI, 8, 14.
9. Enn., I, 8, 2.

82
será controvertible. También las religiones se las arre­
glan para adaptar a un horario las obligaciones y las
prácticas de sus fieles. ¡Hacteruis!, decíamos al hablar
el lenguaje de una conciencia administradora de sus
recursos y de sus fuerzas. ¡Hasta aquí, pero no más
lejos! Esto es lo que arbitrariamente decide el sabio
y prudente gestor del estricto deber. Hactenus per­
tenece efectivamente al vocabulario de las casas co­
merciales y de los comerciantes ocupados en merca­
dear. El trabajador concienzudo, para tranquilizar­
se, aparenta no ver diferencia alguna entre el deber
que es infinito y las tareas que pueden programarse
o graduarse. Pero el deber no es una tarea. Aquí, hay
que elegir entre todo o nada. Con mayor razón, el
deber que me incumbe en nombre de los valores in­
temporales no tiene en cuenta la muerte, es decir, el
obstáculo por excelencia, ya que la muerte, a prime­
ra vista, parece una contingencia física y literalmente
indiferente; la muerte, contingencia natural, abrevia
el tiempo y, sin más explicación, el designio infinito
de la voluntad moral; en cambio, el deber, exigencia
ideal, ignora de pleno derecho esta ciega limitación
que la muerte impone de hecho a nuestra vocación:
¡el deber nos da trabajo para la eternidad! Su fun­
ción no es la de ponemos en guardia contra el peli­
gro de agotamiento y el peligro de muerte. Pues, si
la legislación moral, si los valores morales son eter­
nos, ¿cómo pueden ser mortales el portador de seme­
jantes valores y el sujeto de dicha ley? A pesar de
todo, precisemos: la muerte misma no es un simple
accidente empírico, un impedimentum fortuito; la
muerte es nuestro destino; ...un destino que no nos
destina a nada, que nos destina a un no sé qué des­
conocido e incognoscible que creemos entrever otor­
gándole el nombre de destino. La muerte es un miste­

83
rio, nuestro misterioso destino: la incomprensible co­
lisión de un deber infinito y de una muerte absurda
está, sin lugar a dudas, en cierto modo, en la subli­
midad del sacrificio.
Pero, si el hactenus es ya sórdido y mezquino
cuando es la ley de una conciencia administradora
preocupada por amañar su propia tarea y siempre
tendente a ponerse en huelga y a mercadear con su
esfuerzo, el hactenus es con mayor razón una bufo­
nada cuando el amor se lo aplica a sí mismo... una
lamentable bufonada... O, mejor aún, hactenus es
una excusa y un pretexto de la mala fe. Este hasta
aquí es de hecho un sofisma espacial. El amor — ése,
naturalmente, que es «hijo de la bohemia»— tiene
como única ley la espontaneidad; la espontaneidad y
la inagotable generosidad; y, extrañamente asociado
a esta generosidad, el deseo insaciable. Del mismo
modo que el ser no implica analíticamente el dejar de
ser (pues no hay razón alguna, fuera de la violencia,
para que el ser deje de ser), tampoco el desamor
está, en ningún momento, directamente implicado en
el amor; el puro amor no encuentra en sí mismo y
por sí mismo la razón de desprenderse; encuentra esta
razón en factores extrínsecos. Precisemos, a pesar
de todo: hay una gran diferencia entre la continua­
ción del ser y un impulso de amor; el ser es tenaz,
pero el amor es vivaz. Más sencillamente, el ser es
inexterminable, la nihilización del ser en general es
un sinsentido y una contradicción, y es absurdo pre­
tender concebirla; el ser, puesto que es intemporal,
no implica, sino que excluye a priori y lógicamente
la negatividad del no ser y de la muerte; el ser para
perseverar en su ser, es decir, para «conservarse», no
necesita esforzarse: le basta con el principio de iden­
tidad; a la nada le opone estáticamente su indestruc-
84
tibie plenitud en acto y su inercia inexpugnable, ya
que el ser no pide, en su «tautosia», sino el seguir
siendo. Allí donde está el ser no hay lugar para el
no-ser: así lo exige el absurdo de la contradicción...
Pero es, si no contradictorio, al menos contra natura
que un amor sincero encare a sangre fría su futura
desafección: tal negación sería más que un absurdo
un escándalo. Vuelto hacia la plenitud de la positivi­
dad vital, hacia la afirmación y la perpetuación de
la vida, el amor protesta violenta, desesperadamente
contra lo que le niega; el amor se agarra con todas
sus fuerzas a la existencia, ya que su dinamismo dice
no a todo límite; el ser niega la negación llamada
no-ser, pero el amor apasionadamente, rechaza el
odio nihilizador. No quiere morir. Y patalea impa­
ciente. El amor reta la muerte hasta el punto de
llegar, en el desafío, a su propia perdición. O más
exactamente: el amor se rebela contra el escándalo de
la muerte y contra la amenaza que la muerte hace
pesar sobre el ser amado; pero el impulso amoroso,
sin embargo, no es tan impetuoso como para superar
la muerte. El amor es más fuerte que la muerte, pero
la muerte es más fuerte que el amor: el amor y la
muerte son, pues, no tan fuertes el uno como la otra
—ya que estarían en equilibrio y se neutralizarían
recíprocamente—, sino más fuertes el uno que la
otra — lo cual es contradictorio y engendra una si­
tuación inestable y desgarrada, dramática y literal­
mente insoluble; no una situación dialéctica, hablan­
do en propiedad, sino más bien una especie de reci­
procidad incomprensible; una alternancia convulsiva
y crispada; un conflicto apasionado llevado al paro­
xismo de la tensión: el amante muere de amor, pero
el amor triunfa al sucumbir. El amor y la muerte
tiran cada uno de su lado y se disputan nuestra car­

85
ne desgarrada y palpitante. El amor no posee el po­
der mágico de arrancar al amado de las garras de
la muerte pero, sobre todo, no inmuniza al amante
contra el agotamiento ni siquiera contra la simple
fatiga. Su omnipotencia es bastante metafórica. El
amor es a la vez más fuerte y más débil que la muer­
te. ¿Cuál de los dos tendrá la última palabra? ¿Hay
tan sólo una última palabra? ¿No será, quizá, que la
palabra final es, en el infinito, la penúltima?... Los
poetas y los místicos se quedan a veces en este inte­
rrogante, que es también una esperanza y que señala
con el dedo a un horizonte lejano. Ciertamente, el
hecho de la finitud está ahí y este hecho, antes o
después, hará llegar el letal porvenir. Pero el apla­
zamiento siempre posible de la muerte y la indeter­
minación de la fecha fatídica parecen mantener, si no
eternamente abierta, al menos indefinidamente en­
treabierta la puerta de la supervivencia y la carrera
del amor. Mors certa, hora incerta ésta es la fórmula
del resquicio de la puerta... El Quod es implacable,
pero el Quando sigue entornado; y esta humilde li­
cencia basta para que el amor haga como si la necesi­
dad de morir no estuviera ella misma asegurada: la
indeterminación de la fecha matiza la calidad del
Quod. El amor utiliza inocentemente esta ambigüe­
dad y la semi-indeterminación que de ella resulta. ¿La
posibilidad de un aplazamiento sine die no autoriza
acaso las más locas esperanzas? Ningún juego está
hecho ni nada se ha consumado mientras el día y la
hora sigan en suspenso.
El deber y el amor son, al menos desde este pun­
to de vista, análogos y comparables: quieren siem­
pre más de lo que quieren, quieren siempre otra
cosa. Y uno se siente tentado de decirles, puesto que
nada les satisface, que no saben lo que quieren.

86
Apliquemos ahora al deber, y sobre todo al amor,
la paradojalogía de la divina hipérbole. Un amor que
decidiera de antemano «frenar gastos», suceda lo que
suceda, en tal o cual momento, ese amor, no es amor:
ese amor es un sórdido cálculo y una despreciable
caricatura. ¿Quién puede decir: ya es suficiente, o:
basta? La divisa del amor, al contrario, es: ¡Nunca
es suficiente! ¿«Frenar»? ...¿Con qué derecho, por
favor? El amor nunca nos ha dicho si convenía fre­
nar, ni cuando, ni en qué momento, ni a qué hora,
ni en qué punto; ni porqué en tal momento mejor
que en tal otro, ni a partir de qué grado de fervor es
preferible interrumpir el crescendo amoroso. ¿Fre­
na? ¡No hay que frenar nunccA Ni para respirar, ni
para sobrevivir... Dejar de amar es un crimen. El
amor ignora las dos palabras ¿vá-po) oxijvat, —dos
palabras que serían, en boca de un enamorado, las
palabras de la dimisión; no reconoce expresamente
la necesidad de frenar, ni siquiera admite su acep­
ción. Incluso cuando de hecho es necesario, tarde o
temprano (y volviendo la mirada), acabar frenando,
la determinación anticipada y unívoca de un máximo,
en el hombre demasiado apresurado, es un índice de
mala voluntad; una clandestina complacencia en la
derrota; una capitulación. El testigo y el espectador,
sociólogo, educador responsable o terapeuta, tienen
sin duda el derecho e incluso el deber de predicar la
«moderación», en la medida en que son terceros en
relación al conflicto de deberes; pero, en la medida
en que yo mismo estoy comprometido en un conflic­
to, en que yo mismo soy personalmente el agente mo­
ral no debo usurpar la óptica del árbitro.
La única medida del amor, decía San Agustín,
es amar sin medida; mejor aún: la ausencia misma
de medida es la medida. Aplicado al amor, el [M)íév

87
de Solón y de Teognis es risible; hay que
decir más bien: ¡nunca bastante, nunca demasiado\,
¡siempre más! Que no se disgusten los sensatos y los
gnómicos, la palabra «exceso» no tiene sentido cuan­
do se trata de amar: al igual que el amor, el impera­
tivo moral desborda indefinidamente su actual lite­
ralidad. La desmesura no podría ser objeto de prohi­
bición cuando se trata de amor. Y por ello la fobia
de un amor «inmoderado» implica ya una restricción
injuriosa, una ridicula tacañería, una especie de sor­
didez de tendero. A partir del momento en que el
amor deba ser dosificado deja de ser un imperativo
anhipotético para pasar a ser una prescripción con­
dicional; ya no es la ley moral, sino que, como los
medicamentos prescritos mediante receta, depende de
su posología. En materia de amor, la pregunta «cuán­
tas gotas» no tiene sentido y las precisiones cuanti­
tativas en general son absolutamente ociosas. Simeón,
el místico anteriormente citado, dice de la plegaria
lo que nosotros decimos del amor: «No os metáis en
la cabeza que habéis superado la medida de la fati­
ga y que podéis reducir la plegaria...».10 Las pala­
bras fatiga, exceso, ultranza, carecen de sentido aquí:
el amor las abandona a la timidez pequeñoburguesa;
no tiene miedo él de superar la medida ni de fran­
quear el límite: el límite retrocede con la fuerza de su
impulso. El ímpetus amoroso no quiere saber nada
del regulador que, llegado el caso, compensaría sus
desafueros; su única ley es el siempre-más, que se
exalta y se embriaga a sí mismo como un furor sa­
grado: su única ley es el frenético crescendo, y el
accelerando y el precipitando, que llega al vértigo y
acaba finalmente por volarlo todo.

10. Petite Philocalie, pág. 174.

88
De hecho, el siempre-máí no puede distenderse
hasta el infinito, puesto que el amor infinito con su
abnegación infinita tiene necesariamente por sujeto
a un ser finito: mucho antes de haber alcanzado el
supremo límite de la abnegación, el ser del amante
está ya nihilizado; la muerte, que es el término últi­
mo de la mortificación, ha inmolado al amante y, con
el amante, al amor mismo. Hablando el lenguaje pa­
radójico de la Primera a los Corintios: la sabiduría
del mundo es locura para Dios y recíprocamente:
XO (JLtOpÓv TbÜ 0EOÜ CfO(jj(ú?£p0V T<¡)V dv8p(ÚX(0V é a iív.
¡Cosa que evidentemente no es una respuestal ¿Tiene
semejante quiasma valor de explicación? Platón, en
Fedra,n habla de una locura de amor: jiavlav fdp
ttva ¿<p^aap.ev elvai t¿v ¿purea. Y dice también: ia Los
mayores de entre todos los bienes nos vienen
gracias al delirio, que nos viene dado por don di­
vino} vóv íe xd ¡lépera róiv dyadüiv V¡¡iív •pTvetat
íiol pavíac, Oetqt ¡tevtoi íóaei 8i8o(iév7¡<;. Pero no ex­
plica con precisión en qué el amor extremo es
uh amor delirante, ni por qué ese amor ama literal­
mente hasta la locura: ¿por qué puede realmente es-
tafsé loco de amor? Sí, ¿por qué? Porque el amor
lleva en sí mismo su propia negación; el amor en el
límite extremo se desmiente a sí mismo. Tal es el
sublime absurdo del sacrificio, tal su heroico sinsen­
tido: ¡el sacrificio nlhiliza cualquier problema, inclu­
so al mismo que lo plantea! Al igual que el amor
de Tristán por Isolda y el de Isolda por Tristán, la
pasión amorosa es afirmativa hasta él punto de de­
sear su propia negación. ¿No es éste el colmo y la
punta más aguda de la paradoja? ¡Ya que es posible

U. %3a.
12. 244a.

89
morir de amor! Se puede amar hasta morir, ésta es
la contradicción intestina más demencial, incluso ab­
surda, y, en ciertos casos, sublime. Para decirlo todo,
es el insondable misterio del amor —misterio tan
insondable como insoluble. La buena voluntad al­
truista y el amor exigen que vivamos para otro hasta
nuestro último aliento y hasta la última expiración
de nuestra respiración, hasta la última gota de nues­
tra sangre y hasta el último glóbulo de esta última
gota, hasta el último sístole y hasta el último diás-
tole. Así es el vértigo del amor que llega a bascular
en el vacío, el vértigo del amor delirante titubeando
en el borde del no-ser. El último suspiro es un sus­
piro tras el cual ya no hay otros suspiros. Además,
así como la desesperación contiene la esperanza mer­
cenaria si todavía cuenta con su futuro, también es
sospechoso el sacrificio si sacrifica la vida entera
hasta el penúltimo suspiro —el penúltimo tan sólo— ,
exceptuando el último suspiro. Entre el instante pe­
núltimo y el instante último, por poco que se dis­
tingan el uno del otro de un modo apreciable o se
sucedan el uno al otro, el ego tiene tiempo de reen­
contrar su seguridad; el más mínimo hilillo de vida
hace saltar todos sus proyectos, instigar todos los
cálculos, justifica todas las aspiraciones y todas las
segundas intenciones. Aquel que quiere preservar ex­
presamente su último glóbulo ha elegido el lado de
acá y le ha dicho no al sacrificio. Basta con que un
cálculo inconfesable haya aflorado súbitamente en la
buena voluntad: la buena voluntad se ha convertido
en su contraria. Basta con una imperceptible reticen­
cia, con un matiz apenas susurrado, con una tímida
veleidad de aplazamiento para que la pura voluntad
desinteresada que el propio interés ha tentado se con­
vierta en impura y débil. Una buena voluntad abso-

90
tatamente buena no alimenta reserva alguna; su acep­
tación del sacrificio es límpida y sincera, al cien por
cien. Pero una voluntad casi buena no es más que
una veleidad; en este caso, la aproximación del casi
nos revela, en el lugar de la gran buena voluntad, una
débil y minable voluntad de cuatro cuartos, o lo que
es peor: nos revela una mala voluntad clandestina
oculta en los flancos de la buena, una mala volun­
tad que es la subvoluntad de la buena, que es la se­
creta malquerencia y la benevolencia exotérica... A
menos que la mala voluntad misma no esté simple­
mente disimulando una voluntad. ¡El ambicioso ha
reencontrado su seguridad!

5. Los tres exponentes de la conciencia. Debate o


coincidencia del interés y del deber: el insustituible
cirujano; deberes para con los seres queridos

Al buscar la omnipresencia omniausente de la


moral, la descubrimos bajo la forma de los tres ex­
ponentes de conciencia. Más acá de todo exponente
existe tan sólo el instinto vegetativo simple e indivi­
so: el instinto pre-egoísta, al no sospechar siquiera
la posibilidad del desdoblamiento altruista, todavía
no se ha crispado sobre sí mismo; nunca antes había
puesto en duda la evidencia del placer. ¡Sin con­
ciencia, a fortiori tampoco hay casos de conciencia!
La primera conciencia, más allá de esta inconscien­
cia, es de algún modo una reflexión sobrenatural que
reniega las evidencias sensuales: renegar no tiene en
este caso un sentido repetitivo, sino reflexivo; más
allá del yo, que ni tan siquiera tiene conciencia de
sí, se interesa por la existencia del otro que es objeto
de amor; en el horizonte del ser bruto, descubre el
91
debiendo-ser, que es la tarea gratuita del hombre mo­
ral; esta tarea se llama deber. Se aprehende la pri­
mera conciencia por el hecho paradójico de que las
evidencias sensuales no se dan en absoluto de por sí.
La segunda conciencia, en cambio, ha aprendido ya,„
¡Este es el «cinismo»! «Reflexión» en segunda po-
tencia y paradoja sobre paradoja, el cinismo profesa
y asume expresa y escandalosamente esa adhesión a
la evidencia trivial que el idealismo negaba... ¡Algo
tiene de provocador este modo de asumir totalmente
el egoísmo y el <piXeiv de la filaucía! Más aún, el
egoísmo del ego es no sólo profesado como tal, sino
reivindicado como un derecho; en torno a su ego, el
cínico reconstituye cínicamente una especie de axio-
logía ridicula y (por así decirlo) toda una tabla de
«valores» con su imperativo categórico, su primera
urgencia, y sus imperativos subordinados. ¡Primero
yo y ante todo yo! ¡Me prefiero a mí a todos los de­
más y lo digo a voz en grito! Mi placer, antaño ob­
jeto de una ingenua adherencia, se ha convertido en
mi deber y mi religión —no porque sea la positivi­
dad de ese placer relativamente racional o en algo
bienhechora, sino simplemente porque es el placer.
La adhesión concertada toma el relevo de la ingenua
adherencia. Por desafío. Y, para acabar, he aquí la
segunda enseñanza, que es la inversión de la inver­
sión y que nos devuelve al punto de partida: al rizar
así el rizo la conciencia, puede el cinismo aparecer
a su vez como una hipocresía, o como un esnobismo,
o como una especie de complacencia. Y tampoco
hay razón alguna para detenerse ahí: nada impide-que
una cuarta conciencia exagere a su vez la tercera y
sic infinitum; cada conciencia encuentra fuera de
ella una superconciencia que es su conciencia, cada
superconciencia una supraconciencia que es a su vez
92
la conciencia de la superconciencia: el desdoblamien­
to y, con él, la alternancia histórica del ahora eso...
ahora lo otro no tienen fin.
Pueden concebirse situaciones privilegiadas en las
que la aporía se resuelve de antemano, antes de ha­
ber creado el problema: existe conciencia, pero no
casos de conciencia. Así, por ejemplo, el insustituible
cirujano tiene la feliz suerte de poder decirse (inclu­
so cuando sus móviles ocultos no sean del todo des­
interesados): me debo a la humanidad entera; me
está prohibido exponer inútilmente mi insustituible
persona, malgastar ciegamente mis preciosas dotes,
dilapidar a diestro y siniestro mis eminentes capaci­
dades. |Es más, no tengo literalmente «derecho» a
hacerlo! El deber del gran cirujano, si es el único
en practicar tal o cual delicada operación en la que
es especialista, sería más bien el de dedicarse a con­
ciencia, administrando al máximo sus inestimables ap­
titudes. |Qué suerte! Un altruismo sabiamente li­
mitado, una dedicación bien entendida: éste es tam­
bién el deber del médico cuando es un especialista
de la más rara especialidad. No se trata de la locura
del sacrificio, sino simplemente de una buena gestión
y de una sabia economía. La única regla, en seme­
jantes casos, es el interés de la mayoría. La filan­
tropía misma es la que dicta un egoísmo racional­
mente justificado que prescribe las intervenciones
con cuentagotas. Y no es un mero juego de palabras
decir que el racionamiento, para los seres finitos, es
una solución racional. Nuestros deberes para con el
género humano se conciban al máximo con nuestras
posibilidades. Nada hay que decir contra este razona­
miento oportuno que es el sentido común mismo.
¿Acaso la sabiduría utilitaria no descansa sobre una
prudente administración de nuestra finitud? ¿No ha­

93
blábamos de una situación privilegiada? ¿Privilegiada
en qué? En el hecho de que no implica caso de con­
ciencia alguno, colisión alguna de deberes incompati­
bles, conflicto alguno de obligaciones contradictorias.
¿Está, sin embargo, resuelta la insoluble aporía? Ha­
blando con propiedad, no hay mediación concilia­
dora: la contradicción se elude inmediatamente o,
mejor dicho, se aniquila de antemano, y queda redu­
cida al estado de pseudo-problema; no bien la alter­
nativa y el dilema que de ella se desprenden empie­
zan a despuntar... ya se desvían. El problema no
habrá tenido siquiera el tiempo de plantearse. ¡El in­
sustituible especialista administra su insustituible com­
petencia y trabaja, precisamente por esto, para el
género humano! Si ésta es una solución, hay que
confesar que es absolutamente adialéctica —es más:
es una suerte inesperada, una ganga milagrosa. El
que ha encontrado la manera de ser altruista por
egoísmo o, recíprocamente, el que ha obtenido la
autorización para pensar en sí mismo en nombre del
desinterés y de vivir para sí mismo en nombre de la
filantropía, ha reunido todas las ventajas a la vez;
en él se cumple la providencial coincidencia que
lleva por nombre Armonía; la filosofía del optimismo
ha sido concebida en su honor y para justificar su
suerte. El derecho al desarrollo y a la conservación
de su propio ser se ha convertido en cierto modo en
su deber. ¡Feliz, mil veces feliz, el bienhechor que,
trabajando para sí mismo, trabaja a la vez para la
Humanidad! El bienaventurado benefactor no cono­
cerá ni el remordimiento ni los escrúpulos de la mala
conciencia; se ahorrará la renuncia a su propio ser y
las desgarradoras opciones del sacrificio y la tragedia;
se le dispensa del impuesto llamado alternativa. Está
en paz consigo mismo.

94
La coincidencia del derecho y del deber no tiene
el mismo sentido según se trate de los deberes del
médico insustituible o de los deberes para con los
seres queridos. En el primer caso, la conciencia de
tener ciertos derechos puede disimular una subinten­
ción egoísta, una segunda intención clandestina y, a
veces, incluso inconfesable que se oculta en el más
íntimo recodo del fuero interno: la motivación secre­
ta es entonces una filaucía camuflada por honorables
escrúpulos... El insustituible experto no por ello rin­
de menos irremplazables servicios: existe ahí una mo­
tivación oficial para la que no faltan buenas razones
que la justifiquen; condenada a la hipocresía por las
intrigas subterráneas del egoísmo, la gloriosa motiva­
ción está, sin embargo, lejos de ser un simple pretex­
to o un sofisma de circunstancias... ¡Lejos de ello!
Por sospechoso que sea el deber que se invoca es per­
fectamente legítimo; este deber es quizá una aparien­
cia, pero la apariencia está racionalmente fundamen­
tada. —Y a la inversa: en relación a mis prójimos,
no soy tan sólo el insustituible experto, el magnífico
brujo cuyos servicios todo el mundo se disputa, sino
que también soy aquel a quien los más tiernos lazos
unen a seres particularmente queridos; ellos también
necesitan de mi vida para sobrevivir: no se trata de
que usurpe hipócritamente su óptica y me aplique
a mí mismo el lenguaje altruista utilizando, en lugar
del otro, el discurso del otro: espontáneamente, y con
toda mi alma, lo que quiero es su felicidad; no ha
lugar aquí la distinción de un fuero interno que susu­
rra en voz baja y un deber del que se hace profesión;
no existe más que mi interés sincero y apasionado
por los demás, y este interés desinteresado es tan elo­
cuente que me inspira no sólo mi absoluta dedicación
a la segunda persona, a la persona amada, sino tam-

95
bién, paradójicamente, la limitación misma de esta
dedicación y la suspensión de mis esfuerzos, es decir
la aparente negación que mi finitud convierte en ne­
cesaria; esta contradicción no proviene de una segun­
da intención, no es un ardid que nos permita reser­
var nuestros derechos —en absoluto, ¡muy al contra­
rio! Es la heroica seriedad de un amor sincero la
que me ordena querer, con la felicidad del amado,
los medios de ese querer. Así de delicada es mi soli­
citud... También aquí la íntima compenetración en­
tre el amor infinito y el deseo de vivir o sobrevivir
descarta a priori cualquier caso de conciencia; inme­
diatamente, sin trampa ni sofisma, sin razonamiento
alguno, la obligación de vivir, que me incumbe en
virtud del deber de asistencia, está analíticamente
contenida en ese amor y en esa asistencia. Es el amor
el que me ordena imperiosamente preservar mi pro­
pio ser y seguir con vida; es el amor mismo quien
me suplica que viva, por amor hacia el amado. Y a
la inversa, es más bien la desesperación del suicida
la que, bajo apariencia de valentía, se ve tentada por
la deserción, por la cobardía y la claudicación —en
definitiva, por el egoísmo. El candidato a la nada, no
sólo no tiene el derecho de nihilizarse a sí mismo,
sino que ya ha perdido el gusto de hacerlo y no so­
porta siquiera su pensamiento, por poco que imagine
el desamparo de los suyos. Mi voluntad apasionada
de vivir por los míos, de llevarles socorro, de no aban­
donarles nunca, de dedicarme en cuerpo y alma a su
felicidad y a su protección es lo bastante fuerte en
todas las circunstancias como para mantenerme en la
alegría de existir. Y en cuanto a la dulzura inefable
de vivir y a la posibilidad de conocer una vez más la
luz del día, basta con que no hayamos pedido ex­
presamente todas estas bendiciones: seguir viviendo

96
es entonces una gracia que se nos concede, un regalo
que se nos da por añadidura —y es el más bello de
todos los regalos.

6. La buena media

¿Amar o ser? ¿Amar renunciando a ser, como el


que acepta ser todo amor, o arrellanarse en la espe­
sura del ser renunciando al amor? Este insoluble di­
lema, aun cuando no lleva consigo solución lógica
alguna, nos deja, sin embargo, ciertas escapatorias.
Para hacer posible lo imposible, para evadirse fuera
de la alternativa a la que le reduce su contradicción
vivida, en la que le encierra su paradoja interior, el
ser a la vez moral y finito, el ser finito-moral dispo­
ne de cuatro compensaciones más específicas: en
primer lugar, la buena media, que es sobre todo un
ardid y que no implica directamente la ambigüedad,
sino más bien la mezcla y la aproximación; en segun­
do lugar, el cara a cara inmóvil, remachado por la
mutua neutralización del amor y de la muerte, del
deber y del ser, cara a cara que deja finalmente la
última palabra a la muerte misma, que no es una
escapatoria, sino, por el contrario, un bloqueo y que
es indirectamente la manera de eludir toda solución;
en tercer lugar, la sublimación ascética que busca
una respuesta a la pregunta «¿hasta dónde?», no en
la aproximación sino en lo infinitesimal y en el casi
nada; y, por último, el balanceo alternativo que po­
dría compararse a un fenómeno vibratorio. Entre es­
tas cuatro coartadas, la primera, tanto si es racional
como si es aproximativa y titubeante, se parece a
veces a una solución. La segunda, la del amor blo­
queado por el ser, el ser sacrificado al amor, una y

97
otra cosa simultáneamente, es lo contrario de una
solución, puesto que se Umita a bloquear, es decir a
la inmovilización general. Solamente la tercera es una
verdadera escapatoria, y no momentánea, sino que
es una evasión en el infinito. La cuarta es, por decir­
lo así, una evasión in situ.
La primera compensación nos dispensa de la op­
ción vertiginosa que una alternativa sin saUda nos
impone: desde lejos la neutralidad puede aparecer
como un cúmulo; desde lejos y a primera vista, «ni
lo uno ni lo otro» (neutrum), es decir la indiferencia
por una parte, «lo uno y lo otro», por otra parte, pa­
recen casi indiscernibles, o al menos vienen a ser
lo mismo... Tras la desgarradora alternativa del todo
o nada, el optimismo se dispone a esperar: quizá
queden todavía hermosos días y un bello porvenir
para lo que se llama la buena media. El optimismo
pretende, de tal guisa, estabilizarse en el óptimo de
una buena media situada a medio camino entre el
ser y el no-ser. Para reducir la desproporción entre
nuestros recursos psíquicos, que son limitados, y la
exigencia moral que es infinita, ¿habrá que acogerse
a la idea de una dedicación a medias, o incluso de un
heroísmo a medias? ¡Un heroísmo igualmente distan­
te de los dos extremos! ¡Hete aquí un descubrimiento
tan ingenioso como absurdo! Calcular esta buena me­
dia, mesurar la equidistancia, dosificar la amalgama,
mezclar placer y sensatez, tal como nos propone el
Filebo, éstos son aparentemente los distintos modos
de resolver un problema insoluble. Comparando la
filosofía del justo medio con el maximalismo, nos
veíamos obligados a confesar que, si semejante justo
medio, en la medida en que es «justo», es decir nor­
mativo, es en sí mismo una especie de máximo, el
«maximalismo» a su vez nunca se libra radicalmente

98
del campo de la finitud y de la intermediaridad. Aris­
tóteles, teórico de la medianía y del justo medio (¡te-
aoT7|c), apunta al centro, ya que no le falta agudeza.
Pero la buena media está todavía más alejada de los
extremos y del extremismo que el justo medio, pues­
to que ella ¡ni siquiera es justal Ni justa ni sobre
todo aguda... Buena o mala, la buena media es siem­
pre media —estadística y aproximativamente me­
dia—, media o, más bien, ¡intermedia! La buena me­
dia, adaptada a lo impuro y a los compromisos, nun­
ca consigue el suficiente alcance y la suficiente ple­
nitud como para trascender definitivamente ese mun­
do de relatividad y mediocridad. La idea misma de
un compromiso «posológico» entre el placer y la exi­
gencia moral supone la finitud fundamental del de­
ber: la pregunta ¿cuánto? (icoaov) supone efectiva­
mente que el goce egoísta y el deber infinito son
comparables y conmensurables y, para decirlo todo,
fundamentalmente homogéneos; en el mismo plano
y en el mismo orden, referibles a la misma escala.
Pues se supone que ambos, uno y otro, son cuanti-
ficables. Unas gotas de altruismo con cuentagotas en
un océano de egoísmo para componer la mezcla...
o bien, si se desea ser más justo, y en consecuencia
más normativo, un poco de ser, un poco de amor;
¡tanto del uno como del otro! Mézclese con cuidado.
Habrá que señalar, por cierto, que, después de todo,
la simbiosis del alma y del cuerpo es, también, un
complejo de tendencias discordantes, incluso contra­
dictorias, y que semejante compuesto es, sin embar­
go, vivido como una cosa simple, que esa doble vida
es una sola y misma vida, que esta cacofonía es in­
comprensiblemente percibida, a pesar de sus disonan­
cias, en un único acorde... ¡Ahora bien, olvidaría­
mos hasta qué punto esta contradicción psicosomá-

99
tica tan paradójicamente viable es, en definitiva, in­
viable —inviable e invivible; inviable y, al mismo
tiempo, ridiculamente viable! A pesar de la ambiva­
lencia, o mejor a causa de ella, los incompatibles
siguen fundamentalmente incompatibles: más tarde
o más temprano, la muerte pondrá cruelmente al des­
nudo la fragilidad fundamental de esta inestable es­
tabilidad. Esta situación tensa, desgarrada, dramáti­
ca, se parece a la de los dos cónyuges que no pueden
vivir ni juntos ni separados, ni el uno con el otro ni
el uno sin el otro, y que se rechazan al tiempo que
se atraen; no pueden elegir sino entre dos formas de
infelicidad. ¿No es ésta una situación pasionaH Si­
tuación que nunca ha sido regulada por un contra­
to y que no es precisamente de las más reposadas.
Esto es así, aún con más razón desde el punto de
vista moral, si es cierto que la moral, por definición,
excluye toda neutralidad. Ni con ni sin. ¡Ni el uno
ni el otro! Todo pacto, en tales materias, es una tram­
pa, todo cúmulo, un engaño y una falsa apariencia.
«Puesto que eres tibia (yXtapdc) y no eres hirviente
ni fría, te vomitaré de mi boca.» 18 ¿Acaso una tibie­
za exclusiva de cualquier conflicto no es simple indi­
ferencia, descorazón adora adiaforia? ¡Sólo a condi­
ción de ser desgarradora e invivible puede vivirse la
simbiosis!

7. Mutua neutralización

¿Debemos pensar que el deber y el ser se enfren­


tan el uno al otro, al igual que lo hacen el amor y la
muerte, es decir, fuera de toda mediación dialéctica?13

13. Ap. 3, 16.

100
Jugada nula e insoluble «isostenia»: ésta es la pers­
pectiva que nos ofrece la segunda escapatoria. Las
relaciones del deber y del amor con el ser parecen
paradójicamente análogas a sus relaciones con la
muerte. El deber, puesto que está al servicio de los
valores, supera infinitamente los límites del ser; la
muerte, en muchos casos, podría aparecer como un
hecho diverso, como un detalle anecdótico, un acci­
dente físico que araña, estropea o traumatiza al cuer­
po, pero que no concierne aparentemente en nada a
la axiología; el valor, se dice, es indiferente a estas
ridiculas contingencias. Sin embargo, es evidente que
la vocación del ser moral es la del hacer ser lo-que-
debe-ser y, con este fin, la de perseverar él mismo en
el ser: el cumplimiento efectivo, en este caso el acon­
tecimiento histórico de un valor, es él mismo la razón
de ser elemental de lo-que-debe-ser. La filosofía del
deber sería una simple comedia si disertara sobre el
deber considerado en el absoluto, olvidando el ser de
este deber-ser: si pusiéramos entre paréntesis al ser,
nos enfrentaríamos a un deber en pena, a un deber
en sí, que no sabe ni siquiera en qué debe conver­
tirse. Lo importante, lo único que cuenta es la res­
puesta a la pregunta: ¿qué debo realizar? Dicho de
otro modo, ¿qué debo hacer ser? Pues el ser moral
tiene la vocación de hacer ser lo que todavía no ha
sido dado, de hacer ser lo-que-debe-ser; lo-que-debe-
ser no está destinado a seguir siendo algo que-debe-
ser fantasmalmente hasta el fin de los siglos: lo-que-
debe-ser está hecho para realizarse un día en la tie­
rra. Así pues, el valor es ciertamente la razón de ser
del ser, puesto que sin valor el ser no merecería si­
quiera existir, no tendría derecho a la existencia;
puesto que sin el valor, el ser no sería lo que es...
La vida no vale nada sin las razones de vivir; pero

101
¿qué son razones de vivir sin una esperanza de vida,
sin una vida al menos virtual y futura? Y el ser, a su
vez, es también la razón de ser del deber-ser, razón
de ser no racional o nocional, razón de ser no jurí­
dica e ideal sino vital. Esta cláusula de la efectividad
indica por sí misma un deber, el más imperativo de
todos los deberes: aunque no sea propiamente ha­
blando axiológica o normativa, es drástica, aun sin
ser transparente, ya que expresa una exigencia de
acontecimiento. E inversamente: la muerte acciden­
tal de alguien en una esquina es un estúpido inciden­
te del camino, desprovisto de cualquier significación
normativa, un azar ciego como lo son a veces los
accidentes de la «circulación»; sin embargo, este acci­
dente absurdo alude quizá a un misterio que lo san­
tifica: nos obliga a meditar sobre el misterio del des­
tino.
' *• En virtud de la misma impenetrable reciproci­
dad, el amor supera infinitamente la polaridad del
ser y del no-ser —y sin embargo, el ser es la con­
dición fundamental del amor... que es su plenitud;
y viceversa: el amor loco, a despecho de las hipér­
boles, no tiene fuerza para superar la muerte. Amar
hasta morir por ello puede tener dos sentidos, el uno
sublime, el otro trivial, y uno de los dos sentidos es
al otro lo que es para Platón la Afrodita urania en
relación a la Afrodita casamentera. En el sentido su­
blime, el no-ser del amor, aéreo como el oxígeno, es
más sobre-ser que no-ser; este no-ser, que es sobre­
ser, es paradójica e incomprensiblemente una vida;
una vida más allá del ser; una vida más amplia que
el firmamento estrellado de la esperanza. Y esta vida,
en su intensidad, es la vida afirmativa por excelencia.
El amor-pasión, transfigurado por la muerte, si he­
mos de creer a los poetas líricos y a los místicos, en­

102
contraría en el seno de lo suprasensible su realiza­
ción: glorificado, purificado por la muerte, conden-
sado al extremo, el ser se volatiliza en el brasero de
la tragedia: el ser se transforma, en su interior, en
luz.
Pero, en el plano de la realidad física y prosaica,
el ser, en tanto que compacto, masivo y terroso, es
él mismo una especie de muerte: el ser, en el sen­
tido óntico, es una muerte en suspenso... ¡Una vida
que es una muerte! En esta inversión paradójica, en
este hiperbólico absurdo, se reconoce el lenguaje del
Fedón; la Imitación de Cristo hablará en los mismos
términos. Por su condición de viviente, el ser es a la
vez entorpecido y espoleado por la muerte virtual que
lleva en sí y que es su «órgano-obstáculo*. El Can­
tar de los cantares nos dice: «El amor es fuerte como
la muerte...» 14. Hay que advertir que no dice: el
amor es más fuerte que la muerte, pues ello implica­
ría que el amor tiene el poder de hacernos inmorta­
les... El amor es más fuerte que la muerte, al menos
en espíritu y en el sentido figurado como un mo­
do de hablar, pero la muerte es literal y física­
mente más fuerte, infinitamente más fuerte que el
amor... ¡El amor y la muerte son más fuertes el uno
que el otro! De hecho, vencedor y vencido, más fuer­
te y más débil, no tienen el mismo sentido en uno y
en otro caso, no tienen el mismo sentido simple y
definitivo, unívoco y unilateral que tienen en la gue­
rra o en los conflictos de fuerzas empíricas: victoria
en un campo y, como continuación de la alternativa,
derrota en el otro... Al comentar la ambigüedad ex­
trínseca, habíamos encontrado la paradoja de una
absurda reciprocidad del ser-en, paradoja que se ins­

14. Cant. 8, 6.

103
cribe escandalosamente en falso, y contra el principio
de identidad. La llamábamos la paradoja del englo-
bante-englobado. Esta reciprocidad es una contradic­
ción que se destruye a sí misma. ¿Cómo puede la
«axiomática» moral tener un valor para el pensamien­
to y legislar en su lugar, si es precisamente median­
te el pensamiento cómo adquiere sentido? Y del mis­
mo modo: ¿cómo puede el pensamiento ser el pen­
samiento de un ser pensante-mortal, si es mediante el
pensamiento cómo podemos pensar la muerte y la in­
mortalidad? En una palabra, ¿cómo se puede estar
a la vez dentro y fuera? O viceversa: ¿cómo se pue­
de estar fuera del tiempo, si se está dentro: fuera
para pensarlo y dentro al envejecer? Y, sin embargo,
se puede. Plotino comprendió genialmente que esta
paradoja es en sí misma la respuesta, ya que es el
anuncio puro y simple del misterio trans-espacial.
¿Qué sucede con el amor? El amor (y con él el
deber) es a la vez más débil y más fuerte que la
muerte: más débil, pero no hasta el punto de arro­
jarse a sus brazos; más fuerte, pero no hasta el infi­
nito. Se podría caer en la tentación de invocar, como
suele hacerse en estos casos, una especie de debate
«dialéctico» en el que el amor y la muerte se exalta­
ran a porfía el uno a la otra: el amor es amenazado
por la muerte y, cuanto más amenazado está, cuanto
más fustigado por el látigo del peligro, más apasio­
nado es. Tal es la paradójica aucción que aparece
en el complejo de la ambivalencia; el peligro de
muerte redobla el fervor del amor, pero el fervor mis­
mo, en contrapartida, hace el peligro más agudo y la
muerte casi ineludible, en cualquier caso inminente,
puesto que el amante puede morir de amor y puesto
que este amor puede así destruirse a sí mismo. El
quiasma del amor y la muerte, complicado por una

104
especie de relación en zigzag, hará comprender mejor
de qué modo el ser amante rebota del amor a la
muerte y luego, a la inversa, de la muerte al amor.
Esta extraña reciprocidad hace subir constantemente
la puja. ¿Tendremos que considerar el espesor del
ser y finalmente la muerte misma como el órgano-
obstáculo del amor? Siendo la síntesis conciliadora
—en este caso la interpenetración del amor y del
ser, ante todo una comodidad especulativa o simple­
mente una coartada que nos remite a la filosofía de
la buena media y de la buena conciencia, no nos
queda, al parecer, otro remedio que plegamos a la
idea pura y simple del cara a cara: el ser y el deber,
el ser y el amor chocan entre sí y se niegan mutua­
mente, se inmovilizan el uno al otro, se guardan mu­
tuo respeto, se miran como perros de porcelana: en­
tre ellos no hay corriente dialéctica alguna, influjo
transitivo alguno que relacione sus contradictorios.
No pasa nada. ¡Situación bloqueada! Esta especie de
equilibrio no aporta solución alguna a la insoluble
isostenia del amor y del ser, no ofrece salida alguna
a la situación estancada... ¡Oh, mejor, sí! Hay una
salida, una salida que es lo contrario de una solución:
esta salida es la muerte misma. Decíamos que la
muerte y el amor, encareciéndose el uno al otro a
cual mejor, son infinitamente más fuertes el uno que
el otro. ¿Hasta el infinito? ¡Garó que no! No al in­
finito. Esto es claramente falso. Es cierto que el ser
humano recupera sus fuerzas amando y reencuentra,
gracias al amor, una plenitud vital, una juventud nue­
va; pero el amor no prolonga la fecha de la muerte
más que hasta cierto punto: la hora incerta es un má­
ximum indeterminado; sin embargo, el hecho metem-
pírico de que haya un máximum (la «maximalidad»)
es en sí mismo insuperable. El amor no nos inmuniza

105
eternamente contra la muerte. Incluso si el amor fue­
ra el más fuerte, no lo sería del mismo modo que la
muerte, ni en el mismo plano, ni en el mismo senti­
do, ni sobre todo en el mismo momento. El amor,
desde su primer impulso, puede muy bien ser el
más fuerte —casi el más fuerte: pero sucumbirá fa­
talmente a la triste verdad de la vejez, a la incontes­
table evidencia del declive y, finalmente, al absolu­
to poderío de la muerte; las leyes de acero del set
son inexorables. El amor, aunque prolongue el enve­
jecimiento, no nos dispensa de la-muerte: lo viviente
sobrevive, pero en conjunto disminuye la vitalidad,
y su defensiva se establece en un frente cada vez más
corto, reduciendo sus pretensiones. Y, sobre todo,
para amar hay que ser. Esta condición que se parece
mucho a una perogrullada es, evidentemente, la más
general y la más necesaria de todas las condiciones.
Si ya no hay un ser amante, si ya no hay un sujeto
sustancial, ¿habrá todavía un amor? ¿Un amor sin
nadie para amar? ¿Un amor sin sujeto amante? ¿Un
amor en pena? Mientras esperamos poder decidir
cómo se realiza el amor en la muerte, recordemos
al menos que el amor mismo desemboca en la muerte,
¡ya que se puede morir de amor! Loca y paradóji­
camente, el amor mismo tiende hacia su propio no-
ser. Más fuerte al principio y a fin de cuentas más
débil: así es el amor; es el tiempo irreversible de la
vida el que hace estallar la contradicción indivisible
del vencedor-vencido y que muestra (sin explicarlo)
cómo la cuchilla del destino corta en pleno ímpetu
la esperanza de un destino infinito. Más simplemente:
el destino ciego corta en seco el destino abierto. En
la medida en que el amor prevalece al principio y la
muerte al final, no se les puede considerar como si­
métricos, ni tampoco como disimétricos: simetría y

106
disimetría son, efectivamente, estructuras espaciales,
y estas estructuras no tendrían sentido más que si el
principio y el fin se dieran a la vez; pero, cuando
se produce el principio, es el principio, solemnidad
postuma, el que deja de existir; el todavía-no y el
ya-no-más son, efectivamente, momentos de un tiem­
po irreversible, momentos esencialmente incompara­
bles e inconmensurables: pretender que el segundo
sea la inversa del primero, es proyectar dos edades
sucesivas en el orden de la coexistencia y de la simul­
taneidad... Siguiendo en esta línea, podría decirse
también que el nacimiento es una muerte al derecho
y la muerte un nacimiento al revés. Un amor más
fuerte que la muerte, lina muerte más débil que el
amor: son dos maneras de hablar metafóricas; pero
la omnipotencia de la muerte, si no consideramos más
que la empiria prosaica, es, aparentemente, la verdad
literal. Y no sólo lo decide todo la última vez, nó sólo
la última vez es la única que cuenta, sino que, cuan­
do esta última vez es la muerte, basta con una sola
vez: una sola vez, un solo golpe, una sola tangen­
cia... y todo ha terminado en un instante y para
, siempre. La primera vez será también, y ya, la últi­
ma; la última vez era todavía la primera: primera y
última en la eternidad y para toda la eternidad; no
sólo última, sino «primúltima»; no sólo definitiva,
sino «semelfactiva».* Toda repetición es, en este caso,
inútil, incluso contradictoria, ya que sólo la idea de
poder morir dos veces es en sí misma absurda.
El téte-á-téte del amor y la muerte, del deber y la
muerte, excluyendo toda verdadera reciprocidad, nos
* Como lo indica la etimología latina de la palabra, lo
que no ocurre sino una vez (una sola vez y nunca más), se­
gún explicación del autor tras consulta del traductor. (N.
del E.)

107
arrincona en un callejón sin salida. El cada-vez-más
deja entonces de aparecer como un signo de vitalidad
y como un crescendo pasional; no es más que un sin­
toma de fiebre, y una frenética aucción tropieza en
el último momento y en última instancia con la ba­
rrera de la muerte. Es el fracaso supremo, la caída
final en la nada. Fatalmente, la muerte tiene la últi­
ma palabra; la palabra del final — ¡y nunca mejor
dicho!— que nos cierra incomprensiblemente la boca
y que nos amordaza para la eternidad. — La muerte
acalla de una vez por todas las palabras de amor y
los imperativos del deber. Y para siempre. ¡La muer­
te y punto! A continuación (pero, ¿podemos decir
«a continuación»?), el silencio y la oscuridad y, al
cabo de cierto tiempo, el olvido. Por lo demás... Pero
¿qué demás? El eco mismo, aparentemente, ha muer­
to. El recuerdo póstumo es sumergido en el océano
del desconocimiento y en las arenas de la indiferencia.
¿Estaría también muerta la moribunda vibración del
calderón en el que el viviente parecía sobrevivir?

8. Hasta la casi-nada. El mínimo-ser

Puesto que la filosofía estática de la buena me­


dia no puede desviar la opción moral, ni fijarla me­
diante el punzante criterio del justo medio, ni elu­
dirla mediante la neutralización mutua, interrogue­
mos al menos al extremista ascético quien sí llega
hasta el final de la mortificación. Ya que éste es el
problema: ¿hasta dónde puede el hombre de la abne­
gación y del altruismo extático llevar la extenuación
de su propio ser con el riesgo de precipitarse él mis­
mo en el no-ser y, en consecuencia, de aniquilar a
la vez el altruismo y al altruista? ¿Cómo llegar, con

108
peligro de la propia vida, hasta, el límite extremo de
la cari-nada, cuidando mucho de no franquear el lí­
mite irreversible que separa esta casi-nada de la nada?
El acercamiento asintótico al límite, que, en caso de
franquearse, aniquilaría en el amor al ser amante y
gracias al cual el amante coincidiría extáticamente
con el amado por fusión unitiva sin tiempo de revivir
en él, este misterioso y silencioso acercamiento, este
acercamiento furtivo no se parece en absoluto a los
casi, triviales y estáticos, de la buena media. La bue­
na media no sabe nada del espíritu de finura... ¡Sólo
sabe de aritmética! Dicho con mayor sencillez: sin
duda habría que distinguir dos modalidades del casi:
el más o menos, con el que se contenta el sentido
común, y la aproximación infinita; es ésta el acerca­
miento continuo de un espíritu que está cada vez
más cerca del fin ¡y al mismo tiempo siempre muy
lejos! En oposición a los burdos y obtusos tanteos de
los drogueros, este enfoque es sobre todo un movi­
miento del'espíritu de finura: más ligero y más im­
perceptible que la sombra de una sombra, el espíritu
de finura e^ un espíritu agudo, un espíritu a-punto-
de; se mueve en secreto como por flujos infinitesi­
males. El casi-inexistente todavía existente y el exis­
tente ya casi inexistente se refugian por amor en la
existencia mínima o infinitesimal, es decir, en la exis­
tencia menos existente posible; el amante se hace pe­
queño, lo más pequeño posible, hasta desaparecer,
a riesgo de dejar absolutamente de existir... ¡Ya que
es un riesgo que hay que correr! ¡La askesis no es,
pues, en absoluto, un ejercicio relajante! Cuando el
existente, a fuerza de amorosa humildad, está a punto
de convertirse en inexistente, o al menos en casi in­
existente, o al menos en apenas existente, el proble­
ma del ascetismo se volatilizará a su vez y la catar­

109
sis ya no tendrá razón de ser: ¡el existente está en­
tonces en instancia de sublimación! Si no se tratara
de moral, sino de virtuosidad, se diría que el tercer
medio de evasión exige proeza o, más exactamente,
habilidad. El juego con el peligro de muerte es un
juego acrobático. Así como la intuición se aproxima
lo más posible a la ardiente realidad y, a continua­
ción, cuando está a punto de ser consumida por ella,
se retira y toma distancia, también el amante loco de
amor, a punto de sacrificarse, se recupera en el úl­
timo momento y cede a una especie de egoísmo infi­
nitesimal y consigue sobrevivir. El amante, que ha
estado a punto de morir por la amada, guarda de la
lejana orilla, no un recuerdo, puesto que nunca arri­
bó, sino una confusa reminiscencia, ya que al menos
rozó la orilla ulterior. La abnegación tiende en cierto
modo asintomáticamente hacia el cero del no-ser:
este cero es el límite de las renuncias, y la abnega­
ción ya no se discierne de la nihilización pura y sim­
ple en el momento en que se produce la fatídica tan­
gencia. El último instante, dado que es el límite de
lo humano y de lo suprahumano, es, efectivamente,
siempre ambiguo; en esta amphibolia de lo último, el
ser y el amor coinciden en el paroxismo agudo de su
incandescencia. Este paroxismo es el rayo fulminante
del sacrificio. Usque ad mortem; Iok Oavárou : 15 has­
ta la muerte, pero más acá; hasta la muerte, pero más
allá. Estos son los dos hasta, confundidos en un solo
instante, entre los cuales el amor duda en el momen­
to en que está a punto de dar el salto mortal. Hasta
la muerte, excepto la muerte; o también: hasta el
último instante, excepción hecha de ese último ins-

15. Mt 26, 38; Me 14, 34; Pascal, «Mystóre de Jésus»


(Pensées V II, 533): «Noche de Gehtsemaní».

110
tánte —el último instante es más el penúltimo que el
último e incluso más el antepenúltimo que el penúl­
timo; sólo posteriormente, y en futuro anterior, el
último suspiro se evidencia como tal, ¡por el hecho
de que no habrá ningún otro después de ése! Diga­
mos mejor: el último instante es más extremo que
supremo; la abnegación de ese altruista-acróbata es
una casi-abnegación, una abnegación que se reserva
algo, guarda para sí una segunda intención, una pe­
queña posibilidad de sobrevivir; el desesperado espe­
ra que la Providencia haya dispuesto secretamente en
algún lugar una red invisible para recibir al super­
viviente tras el peligroso salto, y esta esperanza es tan
impalpable como la red misma; quizá especule con
el milagro de la última posibilidad: en el momento de
balancearse en el vacío, se imagina la gloria... casi
postuma que le correspondería si sobreviviera. ¿Osa­
ríamos decir que, en el más sincero sacrificio, hay
a veces una especie de trampa imperceptible (¡y tan
justificada!) y como una especie de esperanza espi­
ritual... El desesperado se parece, en suma, a un
acróbata intrépido, cuya actuación nos hace latir el
corazón, sin que sea ni un mártir ni un héroe: le fal­
ta para ello el minúsculo intervalo de tiempo, el su­
plemento de resistencia infinitesimal que hubiera he­
cho de su dedicación un sacrificio; le falta franquear
efectivamente el umbral de la muerte. La dedicación
a otro es, pues, una abnegación más acá de la muerte,
una dedicación intravital, y la voluntad que la asume
permanece en la inmanencia. Una dedicación que se
extiende a la totalidad de la existencia, excluyendo,
sin embargo, el don supremo, es decir, exceptuando
la donación del don de la propia vida, esta dedica­
ción límite puede llamarse lo serio y sigue siendo
en cierto modo secular. Aunque «total» (¡casi total!),

111
la dedicación sigue siendo un don partitivo, un don
que da algo guardándose algo; su gesto es a la vez
eferente y aferente —o, mejor aún, lo que da se defi­
ne en relación a lo que conserva para sí; al igual que
la afirmación respecto del rechazo, el don empírico
es el que pone de relieve.
Pero un don realmente total, un don que no «die­
ra» esto o aquello, tal o cual bien determinado, que
fuera más un don de la totalidad del propio-ser, ofre­
cido por el ser mismo, un don que fuera, literal­
mente, un don-de-sí, ¿puede de algún modo conce­
birse? El último instante es extremo, al igual que el
precedente, y coincide con él, sólo que además es el
artículo supremo; la decisión desesperada que lo asu­
me no es tan seria como apasionada; la contradicción
lo habita. La dedicación que se dedica en cuerpo y
alma hasta la muerte incluida, se llama sacrificio. El
sacrificio es una abnegación que renuncia a todo y
asume todas las pruebas, comprendida la muerte.
Aquí es donde nos acecha la monstruosa, la implaca­
ble, la absurda lógica del ascetismo para hostigamos
con sus escrúpulos y sus remordimiento. Mientras os
quede una gota de sangre o un soplo de vida, debéis
transfundir esa gota y ese soplo a la moribunda vida
de vuestro hermano para reanimarle. ¿Y si esta gota
es la última? Sigue obsesionándonos la misma cues­
tión: ¿hasta dónde puede o debe llegar el altruista
en la rarefacción de su propio ser? La finitud del po­
der corta en seco y a ciegas la infinidad del deber.
Moralmente, debo llegar al infinito, ya que no hay
razón moral para detenerse. ¿Será nuestro último
recurso el sofisma del acervus ruensl Pero, física­
mente, hay que detenerse antes de que llegue la muer­
te. ¿En qué momento? ¿Por qué en ese momento y
no en otro? Los tímidos y los sensibles se detienen
112
antes de lo necesario; el que se detiene demasiado
pronto, con un margen demasiado confortable y que
está imperceptible e invisiblemente deseando acabar,
éste no es un altruista sincero; y el mártir que se
detiene demasiado tarde, es decir, más allá (¿xéxetva),
el mártir arrebatado por su vértigo, ha naufragado
ya en la noche de la «demoníaca hipérbole» .y del
orden-absolutamente-distinto. Entre los dos, la fron­
tera es una línea temblorosa e infinitamente ambigua;
de los dos, la extrema buena voluntad, loca de amor,
desempeña un juego duro, pues la tensión es fuerte.
Decíamos también que la buena voluntad es apasio­
nada: llega lo más lejos posible; no, más bien lo
más cerca posible de su propio no-ser, tanto como
sus fuerzas se lo permiten y hasta el límite de sus
fuerzas, pero más acá, sin embargo, de este límite y
no con intención expresa de quedarse ahí; todo ello,
sin que nunca se pueda responder unívocamente a la
cuestión ¿hasta dónde?. Su supervivencia es, pues,
una especie de gracia, o bien una milagrosa suerte.
—En las respuestas del ascetismo a la cuestión hasta
dónde, la victoria límite del amor evoca una gloria
lejana, o, mejor, un horizonte místico: nosotros cree­
mos entrever este horizonte al término de una exte­
nuación infinita del propio-ser — extenuación o, más
bien, sublimación que alcanza el misterio de lo im­
palpable; la existencia en línea punteada, a fuerza
de extenderse hacia el casi-nada, acaba por desapa­
recer; el pianísimo no es más que un susurro que
luego muere en el silencio; el amor, a fuerza de
amar, espiritualiza en extremo nuestra sustancia ón-
tica; el ser, en virtud del amor, se vuelve cada vez
más transparente; el amante se convierte por com­
pleto en amor. La preponderancia del deber sobre el
ser tiene también un sentido espiritual, al igual que

113
la victoria del amor. La sublimación no desemboca
en la nada, sino en una esperanza.

9. El balanceo oscilatorio

Al no poder acumular de hecho el ser y el amor


bajo la forma de la buena media, nos queda el blo­
queo en el equilibrio estacionario (con el marasmo
y la muerte como única salida)... ¡si es que un blo­
queo es una escapatoria! ¡A fin de cuentas, nuestra
última (penúltima) salida era la huida hasta el casi-
nada! ¡La penúltima solución! El hombre que se re­
fugia en la existencia infinitesimal se acerca a un
acercamiento infinito, regular o no, rectilíneo o no,
pero siempre progresivo y orientado; ¡y este acerca­
miento puede durar hasta el fin de los tiempos! Dis­
tingamos en él la cuarta escapatoria: la evasión in
situ. Huida hacia el horizonte o huida in situ (por
decirlo así), una y otra encuentran la solución en el
movimiento y en la temporalidad; esta solución eva­
siva o cinemática permite evitar el desgarramiento;
pero el movimiento hacia lo infinitesimal va a algún
lugar: a algún lugar, por supuesto, de lo inacabado,
pero a algún lugar al fin. Es un movimiento que
avanza, que tiene, por tanto, una vocación y un ho­
rizonte, mientras que el movimiento in situ no va a
lugar alguno. Este movimiento in situ es un movi­
miento de incensario, un ir y venir, un vaivén que va
del uno al otro y retoma del otro al uno a toda ve­
locidad, ya que el movimiento es tan rápido que, en
el límite, evoca la imagen de una vibración. Como
el ir y venir, por su ritmo alternante, implica el retor­
no, excluye la huida amorosa, la huida mística en el
éxtasis de la casi-nada; se realiza en la inmanencia.

114
La alternativa del amor sin ser y del ser sin amor
adopta en el tiempo el ritmo de una alternancia pre­
cipitada. Como esta alternancia en su conjunto equi­
vale a un ciclo, no se sabe por qué extremo empezar,
por qué extremo acabar. Pero, como por alguna par­
te hay que empezar, tomemos como punqp de partida
el amor sin ser: en cada momento, rozando el no-
ser, el amante está a punto de anularse; pero, en el
momento mismo en que se disuelve en el éxtasis de
su amorosa inexistencia, en el momento en que el
amante se pierde en el amado, en este mismo minu­
to, el amante está a punto de hincharse y espesarse,
entra en carnes y adquiere consistencia. La casi-nada,
que ya había estado a punto de ser nada y de des­
aparecer en el anonimato de un amor cosmogónico,
impalpable como el éter, recupera de pronto sus
fuerzas: el riesgo que corre, sin embargo, no es el
riesgo de la perdición amorosa, sino el de la degene­
ración adiposa; el monstruo que le amenaza se llama
aburguesamiento. Al término de este proceso, no hay
otra cosa sino el ser sin amor. A partir de ese mo­
mento, el proceso se invierte y el punto de llegada
del precedente se convierte en punto de llegada del
siguiente: el movimiento, que nos devuelve del ser
sin amor y amenazado de asfixia al amor sin ser, es
el mismo proceso de volatilización y de rarefacción
ascética del que hablábamos al describir la tercera
evasión; el ser, reanimado y sublimado por el soplo
del amor, se convierte a su vez en una casi-nada —ya
no la casi-nada inicial que anunciaba la condensación
y la degeneración, sino la casi-nada terminal que
anuncia la gloria del amor espiritual. Puesto que es,
a la vez, ser y amor, egoísmo óntico y donación de
sí, el ser-amante nunca permanece por mucho tiem­
po en el país del egotismo ni en el país de la abne­

115
gación: en el instante en que el amor-sin-ser se toma
ser privado de amor, degenera y se aburguesa; y, vi­
ceversa, en un solo instante es cuando nos roza la
gracia del amor, con un toque o, mejor aún, con una
tangencia infinitamente ligera; estos dos instantes son
un solo y único instante, una sola y única aparición
evanescente, considerada unas veces como desapari­
ción, otras como aparición, según la vertiente que
elijamos; y, al igual que la primera casi-nada no ini­
ciaba decadencia irremediable alguna, la segunda
tampoco anuncia conversión duradera alguna. Todo
sucede furtivamente y como en un relámpago, en ese
luminoso instante que puede ser el guiño primúltimo
o la emergencia de la casi-nada. Inmediatamente
después, o antes, del segundo cincuenta y nueve del
minuto cincuenta y nueve de la hora décimo prime­
ra (aquí, el antes y el después vienen a ser lo mismo,
pues coinciden en un mismo punto), el brillo del
amor se ha apagado-encendido, ha aparecido-des­
aparecido en la espesura del ser. Basta con decir la
inestabilidad suprema, la extrema fragilidad del su­
perlativo que, en el lenguaje de Fénelon, llamamos
el puro amor. El puro amor no lo es sino durante un
instante, es decir por fuera de toda duración: el ins­
tante de antes todavía era impuro; un segundo des­
pués volverá a serlo. Intentábamos explicar la para­
doja de la mutua neutralización, la del amor por la
muerte, la de la muerte por el amor, y, en este sen­
tido, también la paradoja de la absurda reciprocidad;
en esta doble paradoja, podríamos encontrar con poco
esfuerzo el misterio de la aseidad: el ser-amante es
causa sui en tanto que amor, efecto de sí en tanto
que ser. Esta es la absurda contradicción que explica
lo inexplicable del movimiento y de la libertad. ¿Aca­
so no es liberador este círculo vicioso? También aquí

116
Bergson sería nuestro guía. La liberación está quizá
al término de la cuarta evasión, pero no, ciertamente,
en la segunda; ya que la segunda, recordémoslo, está
bloqueada por la muerte y, como tal, puede ser una
escapatoria de miseria y un subterfugio, pero no una
evasión infinita...: en la vibración de la duración,
toda la continuidad temporal es reconducida hasta el
infinito, desde cada instante al instante que le sigue,
por el rebote de la causalidad circular. Petrarca, de
«Triunfo» en «Triunfo» nos conduce hasta el sexto,
el único que nunca engaña, que no decepciona espe­
ranza alguna, el único que, después del Juicio, nos
otorgará gloría eterna: tras las victorias, todas rela­
tivas y provisionales de la finitud, las del amor, la
muerte y el tiempo, así como las glorías temporales,
viene la victoria de las victorias, la victoria última y
suprema, ¡la victoria soberana, punto de referencia de
todas las demás! Pero nosotros, aquí abajo, no pe­
dimos tanto. Más bien diríamos: jamás hay victoria
definitiva, una victoria unilateralmente victoriosa,
como en la guerra; no hay nada perpetuo sino la al­
ternancia misma de la victoria y de la derrota; no hay,
pues, sino victorias instantáneas, según un eterno ba­
lanceo o una eterna circularidad. Estas victorias ins­
tantáneas son también una especie de milagro de
repetición. Después de todo ¿no es la vida misma un
continuo milagro? Milagrosamente recuperado y, en
el último momento, en el no-ser del amor, milagro­
samente reanimado, salvado in extremis de la asfixia
del ser sin amor y sin oxígeno, el ser-amante es un
continuo curado milagrosamente, un rescatado de
cada instante y de cada fracción de segundo. Dos tro­
pismos contrariados se debaten en su corazón de ser-
amante: primero, la tentación de lo sedentario, de
la buena conciencia satisfecha y del buen dormir: es

117
la parte del ser sin amor; y luego, cualidades que son
defectos y que la moral burguesa reprueba: es la
parte del amor sin ser, y ésta está en el origen de
todo lo que es en nosotros ambivalente, ambiguo y
pasional; si creemos en la Diótima platónica, Eros
recibe esta herencia tanto de Penia, su madre, en
tanto que es vagabunda y mendiga, como de Poros
su padre, en tanto que es consumado cazador, incan­
sable caminante (ftr,?)18 e intrépido aventurero. El
ser-amante está en todo momento amenazado por una
u otra de las dos muertes, por una u otra de las
dos asfixias que le acechan: unas veces, falto de ser,
muere de inanición; otras, falto de amor, muere de
hartazgo; está constantemente a punto de perder una
mitad de sí mismo.
La incesante y vana puja entre el amor y la muer­
te hace pensar en un zigzag, pero se termina en
seco. El balanceo alternativo que nos libra de tener
que responder sí o no, querer lo uno o lo otro, o
elegir de dos cosas una, dibujaría también como una
gráfica en diente de sierra: la vibrante alternancia
lima y suaviza la alternativa tajante. Sin poder alcan­
zar, por su finitud, el final de cualquier cosa que se
proponga y principalmente los extremos, y rechazan­
do al mismo tiempo la somnolencia en la quietud de
una buena media que ha transformado en justo me­
dio, la voluntad moral oscila de lo corporal a lo es­
piritual: esto es aparentemente todo lo que puede
hacer. Los dos obstáculos contra los que rebota cada
vez, los dos mojones contra los que va a chocar, los
dos extremos que se la remiten el uno al otro dan,
en cierto modo, la medida de la amplitud de su osci­
lación.16

16. Banq., 203 d.

118
•El carácter metafórico y, por lo tanto, algo esteti-
zante de esta representación es sin duda algo sospe­
choso: una analogía no supone necesariamente una
toma de posición moral. ¡A menos que huir in situ
no sea ya una «toma de posición»...! Una escapato­
ria, una constante evasión — ¡esto es precisamente lo
que llamamos un vaivén! Incapaz de detenerse, diría­
mos que la voluntad moral es perseguida y, en cierto
modo, acosada por la incompatibilidad de los dos
contradictorios, que la rechazan cada cual hacia su
oponente; la voluntad pretendidamente moral está
siempre en otra parte, unas veces aquí, otras allí, aquí
cuando más lejos se la cree en definitiva, en nin­
gún sitio y en todos al mismo tiempo ¡Vbique-nus-
quam! Pero, si el movimiento vibratorio, confundien­
do pistas, difuminando cualquier finalidad o inten­
cionalidad en general, fuera él mismo la única esca­
patoria, responderíamos con razón: sólo puede borrar
la alternativa, si elimina por entero la vida moral;
esta «solución» es más bien una ilusión de orden psi­
cológico, un modo de aturdir la conciencia: el tiem­
po de reaccionar y el retraso debido a la inercia fre­
nan la formación de las imágenes, y la impresión pre­
cedente se desliza sobre la siguiente y la siguiente in­
fluye sobre las precedentes; la rapidez misma de su
sucesión produce el cambio y favorece la impresión
de continuidad y la ilusión de cúmulo. ¡Sin embargo,
no hemos trascendido la alternativa! ¿No será esta
pseudo-continuidad un efecto del vértigo? Todas las
cosas vibran, danzan y se arremolinan, al igual que
el mundo gira en torno al y al mismo tiempo que el
derviche... Esta fusión de las imágenes arrastradas
por el movimiento, fusión que se espera resuelva los
deberes morales, es sin duda alguna una ilusión im­
presionista, un juego de manos más o menos honesto

119
y quizá incluso —¿quién sabe?— un escamoteo. La
sintesis de los colores fundidos en el blanco tiene al
menos una realidad física que le falta a la síntesis
fantasmática de un bien y un mal agitados y confun­
didos, debido a la velocidad, en el torbellino de las
cualidades. El casi que caracteriza la buena media es­
tadística y el casi que resulta de la mixtión cinemáti­
ca acaban por confundirse. Bergson denunciaba la
ilusión «cinematográfica», generadora de sofismas y
de pseudoproblemas; sin duda hubiera criticado las
voluntades flotantes, las dudosas voluntades incapa­
ces de centrarse, las voluntades que van y vienen
como «la pelota entre dos raquetas». Bergson abo­
gaba siempre por el rigor «nominalista» y por la
particularidad unívoca, vivida en la existencia concre­
ta y determinada de lo percibido. El movimiento vi­
bratorio no lima, no borra la polaridad cualitativa
de la buena y de la mala intención; aunque esta pola­
ridad no sea nunca maniquea, la opción «fina» to­
davía atraviesa la vaporosa ambigüedad; a través de
los flujos infinitesimales, se afirma aún una voluntad,
y esta voluntad elige su campo sin equívocos: la vo­
luntad era un espíritu de finura, y éste es a su vez
una voluntad. Esta es, sin lugar a dudas, la genial
paradoja del bergsonismo, paradoja cuya paradoja-
logia se debe a la imposibilidad de expresar racional­
mente un misterio: en lo más íntimo de la continuidad
discontinua y de la ambigüedad inambigua, lo que
se oculta es, efectivamente, el misterio de la tempo­
ralidad. La oscilación entre el amor y el ser, entre
el deber y el ser, no es un simple capricho, ni la
marca de un versátil diletantismo. Estrechos son los
desfiladeros por los que debemos bordear entre el
amor sin ser y el ser sin amor. El andar a tropezones
del ser-amante en este estrecho, en el que los contra­

120
dictónos lo remiten el uno al otro, deseflfcoca a veces
en una enloquecedora trepidación in situ; con mayor
frecuencia, quizá, dejará adivinar los latidos de un
tierno corazón. La música lo expresa con el trémolo.
Esta vibración temblorosa, nostálgica, apasionada
como un sollozo, testimonia un trágico desgarramien­
to que no tenemos derecho a minimizar; tal desgarra­
miento sangra en nosotros en la contradicción agó­
nica y palpitante de los que mueren de amor.

10. Mantener el mayor amor posible en el mínimo


ser posible

La ambigüedad inambigua de la exigencia moral


es, pues, cuatro veces ambigua: l.° porque está a
mitad de camino entre los extremos, porque es a la
vez uno y otro, y, al mismo tiempo, no es ni el uno
ni el otro (neutra); 2.° porque la exigencia infinita del
deber y los derechos imprescriptibles de la existencia
se neutralizan mutuamente y permanecen en el pun­
to muerto en el equilibrio del marasmo; 3.° porque,
en la ambigüedad infinita, el ser opaco, consumido
por la llama del amor y acariciado por su luz, se
hace cada vez más diáfano y ello hasta el infinito
sin dejar, sin embargo, de existir; y 4.° porque, la
voluntad, desmembrada entre las dos exigencias, os­
cila de la una a la otra vertiginosamente. Y es, por
último, la ambigüedad misma de estas cuatro ambi­
güedades la que da la consistencia inconsistente, la
evidencia tan inevidente, tan decepcionante y, sin em­
bargo, indestructible e infinitamente renaciente del
imperativo moral. Un modus vivendi se establece en­
tre el agente moral y esa miseria interior que es la
incompatibilidad irreductible del ser y del amor. Pero

121
no basta con determinar las condiciones morales de
este modus vivendi, queda todavía por explicar lo
inexplicable, el fundamento metafísico de la desdicha
de la alternativa y la razón de ser de tal maldición.
A fortiori, no basta con explicar de qué modo el
homo dúplex, es decir el ser-amante, puede trans­
formarse completamente en amor, convertirse él mis­
mo en todo amor (siempre que pueda hacerlo) si no
se determina el peso, el alcance y los límites del obs­
táculo anti-amor. El ser moral es manifiestamente
un ser, y además el ser moral es moral no se sabe
por qué impalpable, invisible y secreta intención que
se formula en su fuero interno durante la noche.
Pero, ¿acaso nos permite la transparencia misma de
este fuero interno aislar un elemento opaco irreduc­
tible incomprensible, que hay que admitir como se
admite un mal necesario y que es consecuencia fatal
de nuestra finitud? Ese mal menor sería, según la
forma que revista, mínimo lógico, mínimo óntico o
mínimo ético. En la alternativa moral, es el amor por
otro el polo positivo y el objeto de la vocación. ¿Ha­
brá que repetir que la ambición de este amor es, de
derecho, ilimitada? Pues el ser moral es un ser clau­
dicante, cuyo poder es finito, y el deber es infinito.
Sin juegos de palabras: sus fines son infinitos y sus
medios modestos. Para elevarse hasta los fines subli­
mes del desinterés, la voluntad altruista debe ascen­
der con esfuerzo el sendero escarpado de los medios,
luchando contra la gravedad y contra su inercia na­
tural. Porque, de hecho, lleva sobre sus hombros el
pesado fardo de la naturalidad. Este laborioso itine­
rario se llama la mediación. La ascensión y el progre­
so moral no pueden ser ni continuos, ni regulares,
ni directos; están neutralizados y compensados, in­
cluso más, por recaídas y retrocesos. Hasta aquí, al
122
confrontar el ser y lo-que-debe-ser, el ser y el amor,
permanecíamos en la complicación del primer grado,
que es también una complicación de sentido único:
al igual que el ego es el núcleo compacto o masivo
de la retracción egoísta, el ser es también la parte
inerte, opaca, impenetrable del ser-amante; como más
masivo y denso se muestre este núcleo de nuestra fa­
tal pesadez, más difícil de manejar y transfigurar es
el ser; como más opaco es el núcleo, más difícilmente
atraviesa el rayo de luz la pantalla que este ser sin
amor y sin deber interpone en su camino. Puede de­
cirse que este residuo irreductible, impermeable al
destello amoroso, se llama el Mal: sería un poso, un
resto o, mejor, un simple desperdicio; no tendría fun­
ción de ningún tipo... Como más ser hay, menos
amor: el amor y el ser están en proporción inversa
el uno del otro. Pero, cuando, en el límite, no hay
más que ser sin amor, cuando no hay más que el ser
en estado puro, no hay ni siquiera ser en general,
al menos no un ser digno de este nombre; no hay
más que un monstruo y una repugnante criatura; no
hay más que un ser informe, inmundo, innombrable,
un cadáver. Y, recíprocamente, los extremos se tocan:
si un ser absolutamente privado de amor no es ni
siquiera un ser, un amor sin ser no es siquiera un
amor; la tercera evasión nos mostraba el peligro:
un amor que se refugia en el no-ser, o al menos que
va hasta la casi-nada, por sublime que sea, corre el
riesgo de dejar de amar. ¿Acaso nos vemos, pues, re­
legados a la zona mediana que es la del confort bur­
gués y la de la seguridad? No, no hay zona mediana;
no, no hay justo medio. Pero hay una línea fronte­
riza inestable y flotante sobre la cual se establece, a
fuerza de tanteos, de retoques y de aproximaciones
infinitesimales esta relación del máximo al mínimo,

123
en donde el optimismo de Leibnitz situaba el punto
óptimo. La determinación de este punto, el trazado
de esta línea resultan de un debate; el espíritu de finu­
ra lo decide. Naturalmente, podemos afirmar con
razón: a menos ser, más amor; pero como, por otra
parte, no queda más que un fantasma de amor cuan­
do casi ya no queda ser y nada de amor cuando ya no
hay ser en absoluto, podemos limitamos a afirmar:
el mayor amor posible para el menor ser posible...
¡con la condición de aceptar que, para amar, hay que
resignarse a ser! Por ello recomendamos (a falta de
otra cosa mejor): el menor número de palabras po­
sible para el mayor sentido posible; el mínimo posi­
ble de espacio y de tiempo perdidos para el máximo
posible de alma. Y siempre, por supuesto: mientras
sea posible, quam máxime, quam minime ( ioov íuv-
ato'v). Lo más posible: este superlativo relativo es el
máximo de maximalismo autorizado por el destino,
teniendo en cuenta las circunstancias y las condicio­
nes físicas o históricas; es el supremo (¡relativamente
supremo!) recurso... Lx) más posible con el mínimo
desgaste posible de ser: éste es nuestro refrán.
Ello implica en todos los casos el pudor, la hu­
mildad y la sobriedad, la extrema densidad espiritual
y al mismo tiempo el horror a la jactancia y a la ex­
hibición. Y, más generalmente, en lenguaje de fines
y medios: un hombre que es un hombre, es decir un
ser ridiculamente finito, debe utilizar los medios mí­
nimos estrictamente necesarios a su fin, si quiere
sinceramente alcanzar este fin; ni más ni menos: éste
es su mal necesario. Gastar menos, escatimando los
medios, como los pequeños ahorradores, sería sem­
brar la duda acerca de la intención real de llegar,
sería confundir tontamente la buena voluntad apasio­
nada del fin con el atesoramiento de los maníacos y

124
de los coleccionistas que, contentos de vivir en la ru­
tina de su medianía, acaban por olvidar el fin cuyos
medios eran los medios; hipnotizados por la angus­
tia de los «gastos», no reflexionan seriamente sobre
su proyecto, es decir, sobre la función de la media­
ción. Pero gastar demasiado, tirando los medios por
la ventana para asombrar a los viandantes, derro­
chando hasta el infinito los recursos necesariamente
finitos, viviendo, como el hombre ostentoso, en el
lujo y la jactancia, sería una falsa generosidad y otra
forma, particularmente insidiosa, de mala fe. Hay,
pues, dos formas inversas de mala voluntad, dos mo­
dos maquiavélicos de buscar el obstáculo: una peque­
ña voluntad, que es voluntad y que quiere el fin sin
los medios, y una voluntad que sueña con ahogar y
hacer olvidar el fin bajo el edredón suntuoso de los
medios; una y otra quieren el fin separado de los
medios que lo harían posible. Lo cual no quiere de­
cir: hay una sabia economía a mitad de camino entre
los ahorradores y los pródigos, como sugiere Aris­
tóteles; podríamos entonces concebir un buen gestor
que perdiera sabiamente la cabeza y dilapidara a con­
ciencia sus riquezas; la buena fe estaría a mitad de
camino entre las dos formas inversas de la mala: la
sórdida hipocresía de los avaros y la superabundante
y redundante superfluidad de los fanfarrones. ¡Vaya
hermosa simetría! El que se prodiga en la satisfac­
ción de acumular todas las ventajas a la vez es sin
duda el más maquiavélico de todos... Entonces, ¿a
qué santo invocamos o a qué fe nos apuntamos? A
la buena fe huérfana, abandonada en la cuneta, la in­
vade la desesperación. Pero, no hay por qué deses­
perar. Por poco que renunciemos a medir al milí­
metro el camino más corto o a verificar los dos lados
del cero, es decir de la inocencia diáfana, la equi­

125
distancia de las dos hipocresías inversas, por poco
que renunciemos a sopesar al miligramo el peso de
los motivos inversamente egoístas, la inocente buena
fe reencuentra espontánea e infaliblemente la via rec­
ta del camino más corto. Esta es la buena voluntad
que Leibniz llama «consecuente»: esta voluntad, lejos
de querer en principio y platónicamente, quiere el
fin con los medios que lo harán posible, quiere el
fin y los medios conjuntamente, quiere el uno con los
otros, con un solo querer indivisible y orgánico; esta
voluntad apasionada es la única voluntad íntegramen­
te buena, y no se la puede distinguir del amor. Ya
que la inspiración amorosa es una consejera tan elo­
cuente como persuasiva; sabe, en todos los casos, lo
que tiene que hacer y no tiene necesidad de balanzas
de precisión para asegurarse de ello.

126
El mal menor y lo trágico de la contra­
dicción

1. El impulso y el trampolín. Rebote. El efecto de


relieve. Positividad de la negación

Hasta aquí la relación inversa del ser y del amor


nos aparece como una complicación relativamente
simple; una complicación sin exponente. Los hom­
bres se han adaptado perfectamente a esta complica­
ción. Lo que lo prueba es, en la dimensión vertical,
la paradoja más corriente de la experiencia cotidiana
y de la mecánica: bajar provisionalmente para luego
elevarse, caer para subir más alto, más rápido y con
un vuelo más potente. Esta es la ley del contrapeso,
que se parece a una levitación y que sin embargo no
es, en absoluto, un milagro. El ser-amante parece
rebotar en el trampolín de la antítesis o, más exac­
tamente, según las palabras de Diótima,1 se apoya al
ascender en los escalones inferiores (éirava8a<j|i.ot),
que el sexto libro de la República llama «hipótesis»
(ÚTcoOsoetc), para, a continuación, paso a paso o de
hipótesis en hipótesis, alzarse hasta el principio an­
hipotético de todas las cosas (p.éypi toó ávuxoOérou).
Por esta misma razón, la palabra clave de la dialéc­
tica de Platón es óp(i7j, el impulso. La caída libre no1
1. B<uu¡., 211 c; Rep., VI, 511 b.

127
tiene sin duda ni impulso ni intención; pero el inge­
niero es capaz de recuperarla, de desviarla artificial­
mente hacia la altura utilizando las artimañas de
la maquinaria y dispositivos técnicos; el trampolín,
la palanca, el efecto de báscula son los instrumentos
más simples de este ingenio. ExiSdoeu; xat óp¡iaí,
como al final del sexto libro de la República de Pla­
tón, o éxííaüpa, como en el tratado de lo Bello en
Plotino.2 Cuando se trata del vuelo dialéctico, el
movimiento hacia la profundidad da un impulso más
enérgico y un resorte más potente al impulso hacia la
altura: los dos movimientos, aunque de sentido con­
trario, o más bien ¡precisamente porque son de sen­
tido contrarío!, forman una sola acción anfibólica y
responden a la misma intención. ¡La paradoja menos
sorprendente se expresa aquí bajo su forma más con-
trariantel En cierto modo, el movimiento ascendente
iba implicado, en potencia, en el movimiento inverso
que, paradójicamente, nos invita a apoyamos en un
escalón y a presionar sobre el escalón inferior... y,
sin embargo, el movimiento hacia abajo no está ni
virtualmente contenido, ni analíticamente incluido en
el movimiento ascendente, ya que, al menos en apa­
riencia, lo desmiente, lo contraría e incluso lo con­
tradice; tampoco lo confirma, puesto que, al menos
en apariencia, lo invalida; hablando con propiedad,
no lo compensa siquiera, ni se deduce de su fuerza
ascendente. El retroceso y la gravedad eran las condi­
ciones paradójicas del impulso que parecían desmen­
tir, pero el impulso para impelirse o para elevarse,
para arrancarse a la inercia y a la caída, necesita
además un suplemento de fuerza. El dinamismo y la
elasticidad del impulso se leen, a pesar de todo y con
2. Enn., I, 6, 1.

128
una lectura casi inmediata que apenas requiere inter­
pretación, en la apariencia misma. El impulso, en el
momento de lanzarse, el impulso a punto de saltar,
centrado en sí mismo, reteniendo su aliento, con el
corazón palpitante, el impulso centrado en una espe­
cie de recogimiento vacío de todo presente, ¿se ad­
hiere todavía a la materia y a los músculos o ha ini­
ciado ya su vuelo? Una cosa es cierta: no se coge al
cuerpo sino por un hilo y, a pesar de ese delicado
hilo, está sólidamente agarrado a la inmanencia; su­
merge sus raíces en lo más profundo de nuestra natu­
ralidad; se oculta, invisible, en el centro de esta ma­
teria que lo contiene y lo propulsa. El impulso es
indisociable de la materia en la que nace: la materia
lo retiene, lo obstaculiza y lo lastra, pero, al mismo
tiempo y por eso mismo, le sirve de punto de apoyo
y de contraste. El cuerpo es a la vez la preocupación
del impulso y el fundamento de su confianza. Me
permitirán que llame a esta mezcla de preocupación
y de confianza lo Serio.
El rebote, el efecto de relieve, la positividad de
la negación son sólo metáforas o maneras de hablar
que traducen a otro lenguaje el problema moral del
mal menor. La pelota que rebota en el suelo y vuelve
a caer de inmediato parece negar la gravedad, pero
este rechazo no tiene intención alguna, excepto, indi­
rectamente, la del jugador que quiere ganar la parti­
da; y, sobre todo, este rechazo no dura más de un
instante; este rechazo sin consecuencias ni repercu­
siones es todo lo contrario de un milagro; ese bote
no tiene nada de sobrenatural. Por otra parte, el
campeón, al tomar impulso en el trampolín, no ve
más allá del éxito puntual: le basta con conseguir
una victoria instantánea, batir un récord sin futuro.
¡El rebote es todo él impulso, pero le falta perenni­

129
dad! Y a la inversa: el efecto de relieve, cual una es­
cena lapidaría, parece eternizar o perennizar un con­
traste, pero, a primera vista, no tiene impulso. El
contrapeso que le da toda la elasticidad al impulso es
comparable al efecto de relieve. iPero sólo compara­
ble! Ya que el efecto de relieve es precisamente un
efecto, literalmente, un efecto «esteroscópico», un
contraste óptico inmovilizado en el espacio, que se
acentúa gracias al claroscuro y en la antítesis de las
luces y de las sombras; incluso la oposición maniquea
del Bien y del Mal, de la luz y de las tinieblas, es
también una oposición estática: la periodicidad de
estas vicisitudes, así como la alternancia regular del
día y de la noche, se convierten fácilmente en el téte-
á-téte en el que los dos principios simétricos y pre­
viamente dados se confrontan el uno al otro. ¿No
es esta alternativa más una categoría estética que una
opción moral? Pero, sobre todo, el efecto de relieve,
en lo que tiene a veces de sensacional, es esencial­
mente un espectáculo, un espectáculo ejemplar y a
veces normativo, un espectáculo para espectadores
deslumbrados y maravillados. La sola presencia de un
tercero, la intrusión indiscreta del testigo y a fortiori
la mirada de los espectadores, aguzada por los pris­
máticos, condenan la inocencia al olvido. La inocen­
cia se manda al exilio. Mejor aún, la inocencia, rele­
gada a permanecer en su sitio, empieza a posar para
la galería; a partir del efecto, todo se convierte en
teatro y en puesta en escena; todo está falseado; la
exhibición degenera en ostentación y en moneda fal­
sa. ¡Los espectadores aplauden el espectáculo intem­
poral del maniqueísmo!
La negación misma es, a su manera, un efecto de
relieve a causa de la función pedagógica y, con fre­
cuencia, polémica que se le otorga: por ejemplo, en­
130
mendar un error... Pero el impulso es, a veces, tan
corto, tan condensado, tan inmediato, que apenas se
siente. No es una casualidad el hecho de que la dia­
léctica de la negación sea clarificada por Bergson en
La evolución creadora. En dos ocasiones, y tratando
de estos problemas lejos de cualquier dogmatismo
sistemático, Bergson elucida la relación paradójica,
ambigua e incluso contradictoria de la «energía espi­
ritual» con la materia: a propósito del impulso vital
y a partir del órgano visual. El impulso vital, al re­
botar en el trampolín de la materia, hace brotar en
todos los sentidos el haz de las especies divergentes
y trasciende la disyunción del Uno y del plural. El
«camino de la visión», canalizado por el nervio ópti­
co y por el órgano visual en general, es a la vez li­
mitado y hecho posible: un campo, un alcance, otras
tantas determinaciones que son, después de todo, ne­
gaciones sin las cuales la vista, paradójicamente, no
sería clarividente; inspirándonos en Bergson y en sus
desconcertantes intuiciones, le damos un sentido al
no-sentido del órgano-obstáculo. ¿Qué sucede ahora
con la negación? Bergson explica que la negación
es un «juicio sobre un juicio» o, como preferimos de­
cirlo, un juicio con exponente, un juicio en segunda
potencia. Tras la negación se sobrentiende una pro­
puesta absurdamente afirmativa que es rechazada so­
bre la marcha: era una alusión, apenas una insi­
nuación; sin embargo, la forma indirecta de esta afir­
mación negativa, que mantiene relaciones con el len­
guaje del pudor, proyecta sobre la verdad una luz
más sorprendente, una iluminación más contrastada.
¿Acaso no es la sombra de la negación un efecto de
relieve? Ocurre, pues, que nuestros rechazos son in­
directamente reveladores de nuestras opciones. No
obstante, tal como lo mostrábamos en el paso de la

131
negación al rechazo moral, el no del rechazo tiene
una carga pasional mayor, «una positividad negati­
va» más intensa que el no puramente formal y ló­
gico de la negación, que niega sin rechazar; la nega­
ción dice que no, pero el monosílabo del rechazo
rechaza y vomita, y basta, absolutamente y sin res­
tricciones, sin especificar ni el plazo ni el grado, ni
el en-tanto-que (quatenus). Si el rechazo es con fre­
cuencia agresivo hasta el punto de confundirse con
un acto de beligerancia, si el rechazo es una toma de
posición dramática y militante, a veces un aconteci­
miento histórico para bien, la negación, por el hecho
mismo de ser tácitamente polémica, conserva siem­
pre un carácter especulativo, platónico y, en cierto
modo, nocional. Toda negación es, a su modo e in­
directamente, una especie de vaga determinación, una
determinación incipiente, una determinación abierta,
una determinación indeterminada. En el límite de
todas las negaciones, y por lo tanto en el infinito,
al igual que en la teología negativa, la determinación
equívoca, cercada por el rechazo, llegaría a ser uní­
voca... ¡casi unívoca!
El impulso que nos eleva por encima de nosotros
mismos, hacia el olvido de nosotros mismos, hacia la
abnegación, hacia el altruismo y hacia el amor, se
apoya obligatoriamente sobre el propio-ser para tras­
cenderlo. Este es el primer grado, o mejor, el primer
exponente de la complicación; aún más exactamente:
ésta es la complicación en segunda potencia, la que
es, como el juicio sobre un juicio, complicación de
la simplicidad. Aquí, la negatividad de la negación
no es un simple fárrago gramatical, el brote de una
pesada retórica que abulta y ocupa el lugar del sen­
tido, como los circunloquios de las preciosas: ¡en este
caso, mi cuerpo es el origen de un drama! El cuerpo,

132
lastrado con su egoísmo, su glotonería y sus instintos,
no es un fardo dispensable, la ocasión de una ociosa
carga con la que el amor acarrearía alegremente cuan­
do, en realidad, hubiera podido ahorrársela. Si la
naturalidad fuera para el ser-amante esta sobrecarga
gratuita y a fin de cuentas extra-vital, el ascetismo,
que nos libra de ella, sería una tarea expeditiva, un
poco frívola y algo divertida. ¿Cómo deshacerse de
ella? Esta palabra desdeñosa, dxaXXáTxeaflai, se repi­
te con frecuencia en el Fed$n. ¿Cómo liberar al pá­
jaro moral para que se alce a todo vuelo hacia las
alturas? O, en otras imágenes: bastaría con lanzar
por la borda todo el paquete, con todo su contenido,
concupiscencia, glotonería, amor propio, vanidad, sin
inventariar ni seleccionar lo que en él hubiera, sin
siquiera el tiempo de abrirlo, ni de deshacerle el
nudo... [Qué descanso! ¡Adiós preocupaciones! El
viajero sin equipaje, libre no sólo de su haber, sino
de su ser mismo, sería realmente imponderable y
aéreo, ligero corito lo es el amor. [Pero esta ablación
de todo el ser hace daño! ¿Es realmente una abla­
ción? La ablación es siempre partitiva: corta una
parte y deja el resto. El que es indivisamente alma
y cuerpo y al que no sólo se le priva de su haber y
de sus propiedades, sino al que se mutila en carne
propia, sangra y sufre; pero, el ser-amante que es in­
divisiblemente ser y amor y que no sólo es amputado
en su propia carne, sino incomprensiblemente priva­
do de su ser total... ¿qué nombre recibe su sufri­
miento? Esta quimera se llama angelismo; pero la
llamaríamos también extremismo o purismo. Pues la
quimera no busca lo serio. En ese mundo de relati­
vidad, intermediaridad y medianía, donde se reúnen,
para el ser mixto que somos, todas las condiciones de
la vida, el peso inerte y ciego puede a su vez servir de

133
lastre: es el mismo peso, pero proporciona el impulso
necesario que nos permite subir. Mostremos cómo se
aplica esta paradoja a la ambigüedad moral. El ego
del egoísmo es la pesada piedra que debe levantar
el altruismo; el ser del ser amante es el pesado fardo
que el amor debe arrastrar y que grava el impulso
de su «levitación». Pero es éste un modo muy simple
e incluso simplista de expresarse. Si no hubiera una
pesada piedra, no habría altruismo en general; si no
hubiera una montaña infranqueable que mover, no
existiría la fe; y, si no hubiera un pesado fardo, tam­
poco habría amor. Sin ese fardo que nos hace sollo­
zar de cansancio y llorar de descorazonamiento, el
amor y la esperanza hubieran desertado ya, desde
hace largo tiempo, de los valles de la existencia te­
rrena. Ya lo decía Kant: en el vacío de la campana
espiritual, el pájaro cae fulminado... Del mismo mo­
do, si se vacía el mundo de toda atmósfera, de todo
obstáculo a superar, de todo problema a resolver,
el amor se convierte en un vaho inconsistente que
se disgrega y se evapora en el espacio. El amor, frá­
gil como un pájaro, pero infinitamente aún más, no
podría vivir sin la presión de los obstáculos que le
impiden respirar y amar. El órgano-obstáculo, éste
es.

2. Uno tras otro. Mediación. El dolor

El rebote y el impulso, el efecto de relieve, la


positividad de la negación... ¿Qué decir? Si el re­
sultado de nuestros análisis fuera la aplicación al pro­
blema moral de conceptos como mediación o mal
menor, habríamos simplemente eludido el problema.
Nada que sea conceptual o dialéctico concierne o apa­

134
cigua la inquietud moral. Para el desagarramiento
moral, los poderes de la síntesis conciliadora y cica­
trizante no surten efecto. La filaucía, la naturalidad
o, como se decía en los tiempos de la controversia
del «amor puro», la concupiscencia nos aleja del
altruismo al tiempo que, en cierto sentido, lo con­
dicionan y a veces incluso exaltan el amor desintere­
sado. ¡Que no quede por eso! En la mediación dis­
cursiva, existe el principio de la temporalidad que lo
arregla todo. Las contradicciones se niegan a coexis­
tir y ni siquiera se las puede pensar a la vez: luchan
entre sí, como conjuntos incompatibles, hasta que
uno aniquila a otro. ¡Pero pueden sucederse! Uno
primero, después el otro; o también: unas veces uno,
otras veces otro... El hombre está perfectamente
adaptado a este ritmo. ¡Es la trampa del tiempo! La
alternancia, tanto como la temporalidad rectilínea,
permite, al diluir la contradicción, evitar el bloqueo
y la inmovilización total. Todo es cuestión de mo­
mentos; la sensualidad nos arrastra hacia abajo en un
momento dado, el amor se desprende de este lastre en
otro... ¿No hablábamos nosotros mismos de esca­
patoriay? En cuanto a la elasticidad, o a la disten­
sión, instantánea del amor, ésta debe su energía ex­
plosiva a estas dos fuerzas irresistibles que se en­
cuentran entre sí y a su vez se rechazan la una a
la otra: el ser del ego tira hacia abajo, mientras el
amor, impaciente por elevarse, proyectado en su tram­
polín, catapultado por la resistencia misma del ins­
tinto, nos arrastra hacia el prójimo. No sólo el tiem­
po resuelve la contradicción, sino que es su constante
solución. Desviar la contradicción del dilema insolu­
ble, tras lo cual tomar la tangente de la sucesión y
escapar así al callejón sin salida son, todo ello, tram­
pas de guerra, y estas trampas anuncian la oblicua

135
e ingeniosa sagacidad más que el coraje frontal del
sacrificio y de la muerte. Gracián, que escribía sus
aforismos para uso de cortesanos y diplomáticos,
habría podido redactar un manual de la evasión...
caso de que la evasión no exigiera a su vez tanto o
más coraje de afrontar que arte de eludir. Sea como
sea, la paciencia, la prudencia, y la precaución son
las virtudes con más frecuencia recomendadas por el
sutil jesuíta al hombre de la Corte y al guerrero: en
primer lugar, la paciencia, porque es el arte de espe­
rar el momento oportuno; en una palabra, la tempo-
rización que utiliza perfectamente la máquina del
tiempo. La ley de acero del destino nos ha conce­
dido el plazo, mora. El que utiliza el plazo, el que se
adentra en el plazo ya ha conseguido superar la cri­
sis: verá quizá el final del invierno. Permítasenos
citar la admirable máxima 55 del Oráculo manual:
«Hay que atravesar el vasto curso del tiempo para
llegar al centro de la ocasión. Una contemporización
razonable madura los secretos y las resoluciones. La
muleta del tiempo trabaja más que la maza de hierro
de Hércules. Dios mismo, cuando nos castiga, no
emplea el palo, sino la estación... La fortuna misma
recompensa con creces al que tiene la paciencia de
esperarla». Benito Pelegrin, quien propone una nueva
clasificación de los Aforismos,3 no se equivoca cuan­
do empieza por el tema «de los fines y los medios»
y, a continuación, agrupa en buen lugar las máximas
relativas a la problemática de la adaptación y del
oportunismo. Cierto es que, en este mundo atáxico
y descosido, que es el mundo de la beligerancia uni­
versal, los humanos no pueden acceder de golpe a la

3. Véase Oráculo manual y arte de prudencia, Montaner


y Simón, Barcelona 1936.

136
armonía ideal: sin embargo, a pesar de los conflictos
y de los desgarramientos, a pesar de la antítesis, el
balance de la mediación se muestra positivo en su
conjunto. La mediación, en el total, va al menos a
alguna parte. La mediación no es una temporalidad
amorfa e invertebrada que va a la deriva; antes al
contrario, está expresamente regulada, articulada e
incluso estructurada con vistas a un determinado fin.
Se distingue en ello de la temporalidad desnuda que,
en su caso, no va a parte alguna si no es a la muer­
te, al fin de los tiempos o al marasmo universal. Se­
gún se enfoque la mediación bajo su aspecto exoté­
rico o en su sentido esotérico —dicho de otro modo:
según se consideren los obstáculos acumulados y el
tiempo perdido, o se enfoque el sentido general de la
mediación—, uno puede sentirse arrastrado al pesi­
mismo o animado a seguir en el camino del optimis­
mo. Las barricadas cierran la calle y abren el cami­
no podía leerse en 1968 en los muros del Barrio
Latino; este camino no es, naturalmente, una auto­
pista rectilínea que une un punto a otro... Y, en otro
lugar, en un cartel en el que se distinguen, con la
firma de Cremonini, un inextricable amontonamiento
de chatarra, asfalto, coches volcados y derribos amon­
tonados, destacan unas insolentes palabras: «Contra
las direcciones prohibidas, las vías de lo posible».
Este caos infranqueable es quizá una promesa y una
esperanza; este pesimismo, en última instancia, es
optimista. En la sola palabra mediación se adivina
una tranquilizadora finalidad: los medios son una
alusión al fin, sólo son medios en relación a él; lla­
man al objetivo, lo señalan con el dedo; al igual que
flechas indicadoras muestran la buena dirección, la
dirección hacia. No hay razones para asombrarse si
el peregrino de la mediación se adentra con buen pie,

137
con buen ánimo, buen humor y buena conciencia en
ese camino pedregoso por el que tropieza a cada
paso. Algo que hacer, cierto esfuerzo a realizar, un
itinerario determinado que recorrer: las condiciones
de la vocación y de la buena conciencia se reúnen
aquí. La bendición del último término —el cual, no
obstante, es todavía inexistente— se propaga en efec­
to retroactivo a todo lo que la precede o la prepara.
Bergson llamaría quizá a esta propagación, la mar­
cha retrógrada del sentido. El fin justifica los me­
dios... Pero los medios a su vez eran ya normativos:
presagian el fin y también lo anticipan. Más en ge­
neral: el «mal menor», en el orden de lo relativo, es
también optimista... ¡Relativamente optimista! No
es, por tanto, un azar que la Teodicea de Leibniz,
haga semejante uso de este concepto. El mal del ser
es un mal, pero (el énfasis se da aquí en el adjetivo)
es el menor; el más pequeño posible, teniendo en
cuenta las circunstancias y los incompatibles o in­
composibles; exactamente en el sentido en el que la
línea discontinua, en un medio dado (un medio re-
fringente), sigue siendo la línea relativamente más
corta, la línea más corta posible; la refracción de la
luz demuestra así que las soluciones de la economía
divina son relativamente las mejores. A falta de exce­
lencia o de perfección, el «mal menor» sugiere nega­
tiva, indirecta y casi tímidamente —íbamos a decir
púdicamente— lo mejor que podíamos esperar. Del
mismo modo, la sucesión temporal no puede hacer
que la contradicción sea nula y sin valor pero, al
menos (¡una vez más y siempre la relatividad conce­
siva del mal menor!), la hace viable y fluida, la «deja
pasar»; aplaza la crisis, el rechazo, la deflagración.
El tiempo es en muchas circunstancias el mal me­
nor... tanto es así que puede asociarse la excelencia,
o al menos la ejemplaridad, con la modestia de un

138
mal menor que ha renunciado a toda pretensión. El
tiempo expresa nuestra adaptación a este mundo de
miseria. 'La interjección resignativa ¡ay! deja lugar
en el corazón del hombre para un a pesar concesivo
en el que la resignación se convierte en consuelo.
Sin embargo, hay que confesarlo, el peregrino de
la aventura moral no adelanta en la luz, avanza en
la noche sin saber adonde va, siempre a punto de
desesperar, de renunciar, de abandonarlo todo... La
aventura moral no es un deporte, ni siquiera una
aventura, ¡por peligrosa que sea! ¡Sería demasiado
fácil! ¡Sería una diversión! El aventurero de esta
aventura no es un alpinista que mide con orgullo el
camino ya recorrido y la altura alcanzada, ni el ale­
gre compañero que canta en el camino... La inquie­
tud moral es una inquietud amarga; nunca se vuelve
a contemplar el panorama de sus propios logros; la
inocencia no escucha las historias beatas del trabajo
santificante: permanece desolada y huérfana en su
esfuerzo, sin remisión ni recompensa.
¿Habrá que pensar que, si el dolor va a sumarse
al esfuerzo de la mediación, hará más inocente nues­
tra inocencia? El dolor es, por lo general, la inocen­
cia obligatoria. Un hombre que sufre sinceramente en
su carne y en su alma, por lo general no sueña en
su gran representación teatral cotidiana y olvida, al
menos momentáneamente, posar para la galería de
sus admiradores. Es decir, que el dolor que se sufre
realmente, aunque sea un mal necesario, es una ne­
cesidad menos convincente que cualquier otra forma
de mal menor o de mediación. Nos resignamos a él
más difícilmente. O bien, nunca acabamos de adap­
tamos. ¿Supone esto que el dolor es necesariamente
el infierno, que no hay sufrimiento sincero fuera de
la maldición de la desesperación? Generalmente, el

139
hombre, presa de la angustia del sufrimiento, no tie­
ne mayor urgencia que la de restablecer ante sí un
humilde porvenir, una finalidad, una pequeña razón
de esperar, por vaga que sea, una increíble teleología
y un sentido tranquilizador. El dolor recuperado, ele­
vado a las grandes sinopsis de lo dialéctico, se con­
vierte en una prueba. La ascética del Gorgias, como
sabe todo el mundo, recomendaba ya el quemar-cor-
tar, xoietvté|jLveiv, es decir la cauterización filosó­
fica y el bisturí filosófico. El dolor quirúrgico es un
dolor agudo y lacerante, ya que quema y hiere; pero
sus instrumentos no son instrumentos de tortura: al
igual que las flechas de amor de las que nos habla
San Juan de la Cruz, que hacen brotar la sangre,
tiene ciertos poderes purificantes y redentores. Esta
ambivalencia se reconoce en los relatos consagrados
a la muerte de Sócrates: la cicuta, que el verdugo le
lleva al sabio, no es una bebida suave; pero, a su
manera, ese veneno es un medicamento; la amarga
pócima es también un remedio: servirá para deshacer
los lazos del alma y el cuerpo y curar así esa especie
de enfermedad original que es la simbiosis psicoso-
mática. El dolor es, ciertamente, un acontecimiento
vivido e irreductible que se añade a la mediación y,
en este sentido, es de esencia irracional. Sin embar­
go, el dolor mismo es recuperable a título de prueba
o de momento, es decir como eslabón de una cadena
necesaria y benéfica, en una palabra, como mal ne­
cesario. A partir del día en que tomamos conciencia
de esta recuperabilidad, ya no resulta demasiado di­
fícil «hacerse con una razón». Ese presente del dolor,
que parece eterno y absoluto, tendrá tan sólo un
tiempo: a la luz de la supraconciencia, el dolor no
es más que un episodio y un pequeño rodeo suple­
mentario en el camino de la mediación; el dolor for-

140
nía parte del proceso general llamado curación. El
infierno es el lugar inconcebible del sufrimiento eter­
no, del sufrimiento infinito, monstruoso, que es éti­
camente injusto e inmerecido, que está más allá de
todo castigo y que azota a los condenados; es en el
purgatorio donde la tradición ha situado la estancia
provisional, no para los condenados, sino para los
sentenciados al dolor temporal del castigo. Este pe­
queño sufrimiento, dosificado y modulado, nos dice:
esperad y tomadlo con paciencia, pues nada está de­
finitivamente perdido. La síntesis mediadora, el do­
lor mediador, el plazo, guardan en este caso todas sus
virtudes cicatrizantes y terapéuticas. En el mundo de
la acción, el nunca-más es un absurdo, ya que, al
interrumpir la reconducción y el encadenamiento de
las causas y de los efectos, desembocaríamos en un
vacío sin sentido.
La filosofía apofática de la paradoja moral nun­
ca acaba con sus negaciones. La mediación, como
decíamos, no es paradojalógica en nada: la función
casi racional de la temporalidad mediadora es preci­
samente la de separar los contradictorios unos de
otros; los contradictorios transformados en momen­
tos sucesivos de la fluidez del devenir se relevan en
lugar de desgarrarse el uno al otro; comparecerán
uno tras otro, cada uno a su tiempo y a su hora, y
ésta es la más elegante, la más ingeniosa, la más pa­
cífica de las soluciones. ¡El antagonismo queda elu­
dido! Puesto que el homo dúplex es decididamente
doble, y en cierto modo anfibio, podrá dedicarse al­
ternativamente a su cuerpo y al cuidado de -su alma.
La alternancia es realmente un régimen: regularidad
en el ritmo, equidad y simplicidad de la periodici­
dad, todo le facilita al hombre la adaptación a esta
vicisitud ejemplar. ¡Feliz el hombre con buena con­

141
ciencia! Dedica sus días laborables a las tareas de
un egoísmo bien entendido, sus domingos y días fes­
tivos a las obras pías y a los mendicantes; esta feliz
buena conciencia reina sobre un tiempo armoniosa­
mente organizado en el que hay reservados dos hora­
rios sucesivos, el uno para los ejercicios del cuerpo,
el otro para la caridad. Los medios pueden desmen­
tir temporalmente el fin, suspender su acontecer, dar­
le vacaciones: a partir del momento en que se trata
de una sucesión discursiva, la contradicción queda
desarticulada; la colisión es inofensiva. Tendremos la
conciencia en reposo. Pero, en primer lugar, pode­
mos preguntamos si una conciencia en reposo, que
ha eliminado toda angustia, toda inquietud moral, no
estará, en cambio, podrida ya por la complacencia...
Por otra parte, el amor por el otro no admite, en
principio, reparto alguno. Recordemos lo dicho sobre
el totalitarismo, el extremismo, el maximalismo de
la exigencia moral: la idea de reservarse a sí mismo,
y sólo a sí mismo, para el propio perfeccionamiento
personal y con pretexto de igualdad, la mitad del tra­
bajo, del tiempo y de los ejercicios ascéticos preten­
didamente necesarios para la mejoría moral del gé­
nero humano, es ridicula en sí misma. ¿Qué digo?
—la simple veleidad de desviar, en provecho de mi
salvación y de mi alma inmortal, un instante infinite­
simal de mi celo moral es una estafa agravada por
una intolerable hipocresía. La abnegación reniega de
estos arreglos temporales; no soporta la sordidez de
una economía demasiado ingeniosa; no quiere suce­
der en la misma «plantilla» al despertaf muscular y
al cuarto de hora dietético; quiere todo el espacio;
quiere la totalidad de nuestro tiempo y de nuestra
vida... La intolerante superlatividad, el nec plus ul­
tra, ¡éstos son su credo y su ley! Las palabras de

142
Platón y de la Escritura, tan a menudo comentadas,
£uv Shg Tj ¿MI t í xap8í<f ooo, é£ íX.r|C t^ c
ouvéoEoic; xaí ¿5 ¿taje t>)c iayóoc2, vuelven por su pro­
pio peso a través de mi pluma; tanto si se trata de
fuerza, de intelección o de amor, una sola palabra,
una palabra obsesiva retoma sin cesar como un re­
frán en estas exhortaciones: la palabra 5Xov. Con to­
das tus fuerzas, con toda tu comprensión, con todo
tu corazón. E incluso, y lo que es más sorprenden­
te, con todo tu pensamiento, áv ¿Xig -nj Stavoíqt ooo*
—como si importara también que el pensamiento del
otro y la tierna solicitud por el otro reaparecieran in­
cansablemente en los mínimos rodeos del razona­
miento y de la mediación, como si hiciera falta que
una misma preocupación fiel habitara todas las idas y
venidas del pensamiento discursivo y dialéctico. En
pocas palabras que lo dicen todo: ¡con toda tu alma!
Todo en todas partes y todo el tiempo. Estas pala­
bras, de una vez por todas, desprecian cualquier pro­
grama, barren cualquier horario, hacen secundarias
la dosificación y la posología. Las categorías quedan
arrinconadas. ¡Todo o nada! Después de esto, todo
queda dicho.
El desciframiento de la mediación, de sus ro­
deos y de sus trampas, de sus ganchos y de sus fin­
tas, no será sino ocasión de peores males y de más
amargas decepciones si esperamos de él luces para
el problema moral. No es que el amor para conse­
guir sus fines y llevar a buen término sus empresas
no deba urdir conspiraciones, maquinar, combinar
estratagemas: la idea de las trampas del amor, y de
un amor enmascarado, de un amor proteico, exper-45
4. Rép., V II, 518 c¡ Mt 22, 37; Le 10, 27; Me 12, 30. 33.
5. Mt 22, 37.

143
to en disfraces y travestís, siempre tramando algún
nuevo expediente, áeí xivaí xXéxtov |i7¡ya<iás3 perte­
necía ya al mito del Eros platónico. Poros, como
sabemos, es el nombre que Diotima le da al padre
de Eros; y IIopoc significa paso y vía de comunica­
ción. De ello puede concluirse que la mediación no
tiene secretos para un amor capaz de insinuarse en
las más retorcidas intrigas, de deslizarse en las más
complejas situaciones, de relacionar a cada ser con
todos los seres. Pero un amor demasiado ingenioso
y un poco intrigante es todavía más ajeno al verda­
dero amor que la mediación misma. Es que el amor
hijo de Poros es sobre todo un amor posesivo y
captativo; su objetivo es la conquista de una mujer,
la ambición de gustarle y a tal fin no retrocede ni
ante los más sospechosos manejos. El seductor es
un virtuoso a su manera, virtuoso, como diría Jean
Morel, del tejemaneje galante y de todo tipo de ar­
timañas. La estrategia artificiosa de Eros se parece
a veces a la de la ironía y emplea las mismas ar­
mas: la litote, las miradas, las variedades innom­
brables de la alusión y de la simulación; el amor
aparenta alejarse para mejor acercarse, al igual que
el atleta retrocede para tomar impulso... pero ¡tam­
bién al igual que el fuerte quiere parecer débil! El
amor se expresa a contrario. ¿Acaso no es seme­
jante engaño el ABC de la paradojalogía amorosa?
¿No finge el enamorado indiferencia? Las maniobras
son el manejo ordinario y la táctica trivial de la
coquetería; no hablan la lengua misteriosa del amor:
hablan un lenguaje hermético relativamente fácil de
interpretar y en consecuencia hilvanado con hilo
blanco ya que nos remiten uniformemente al ego y a6
6. Banq., 203 d.

144
la filaucía. Para descifrar las cifras del amor-artero,
hay que consentir a las delicias de la hermenéutica
y de la retórica. Para allanar los obstáculos provi­
sionales, situados en la cadena dialéctica, basta con
una mediana sagacidad. Pero el amor apasionado no
es una mediación artesana industriosa e instrumen­
tal cara a un fin extrínseco. Tampoco es ese amor
una dolorosa prueba asumida como hermosa revan­
cha. Ese amor no habla un lenguaje esotérico o ale­
górico más o menos transparente que hubiera que
descifrar. Todas las precisiones que podrían darse
sobre sus vías y medios son coartadas tan ociosas
como indiferentes. ¡Vaya cazador empedernido el tal
Bros!

3. El uno con el otro: ambivalencia. De dos inten­


ciones, una
y
La mediación habría al menos hecho inteligible,
gracias al devenir, el modus vivendi de los contra­
dictorios... pero fluidificando su agudo conflicto,
amortizando su colisión. Por otra parte, ¿existe al­
gún caso en que los contradictorios se den a la vez,
uno eodemque temporél ¿Es este caso la ambivalen­
cia de los sentimientos? ¡Adiós a la cortés alternan­
cia y a la cómoda vicisitud! Estamos tocando casi
el punto más crítico de la paradoja. ¿Qué sucederá?
Los contradictorios se producen, no de vez en vez,
es decir uno tras otro, uno primero y el otro a con­
tinuación, sino simultáneamente, es decir el uno con
el otro: no sólo en contemporaneidad o sincronía,
como experiencias yuxtapuestas y paralelas, sino en
íntima simbiosis. Más allá, sólo quedaría la coinci-
dentia opositorum, la identificación milagrosa de los

145
contradictorios. Los complejos resultantes de ciertas
alianzas y de ciertas mixturas son más bien curiosi­
dades psicológicas: no plantean necesariamente ca­
sos de conciencia. Los sentimientos realizan entre
ellos extrañas alianzas e insólitos pactos cuya tona­
lidad afectiva sui generis varía hasta el infinito, se­
gún la dominante de la amalgama y los componen­
tes asociados.
Pero la dualidad, en cierto modo maniquea, de
la buena y de la mala intención, del altruismo y del
egoísmo, determina en ese plural un poco estético
una especie de reclasificación sumaria y una aguda
simplificación. En este sentido, el odio amoroso no
es un odio, ni siquiera una mezcla de amor y odio:
el odio amoroso es un amor, una variedad pasional
del amor, un amor agriado por el fracaso; el despe­
cho amoroso no es tal despecho, sino otra variedad
del amor, un amor exaltado por la decepción y per­
vertido por los desaires. Esta ambigüedad es falsa­
mente ambigua... Más aún, ¡esta ambigüedad es pro­
fundamente ambigua! La verdadera ambí-valencia no
es una mezcla en plural ni un complejo de senti­
mientos: la verdadera ambivalencia es una ambiva­
lencia de «a dos»; la verdadera ambivalencia es la
del hombre simple y doble a la vez, simplex-duplex,
pero desgarrado en dos (ambos), desmembrado- en
dos valores incompatibles que tira cada uno hacia
su lado. Debemos distinguir muy cuidadosamente el
plural innombrable de la elección y el dual de las
intenciones. La conciencia estetizante, que es psico­
lógica y pluralista, juega a mezclar y a combinar
hasta el infinito los colores en la paleta, los sonidos
y los matices cualitativos de sus timbres en la sín­
tesis instrumental; al aficionado a la pintura y al
diletante les ofrece en espectáculo el espectro de las

146
cualidades multicolores o, dicho de otro modo, de
la policromía; elige entre una divertida y pintoresca
diversidad de colores y de tonos, así como elige en­
tre una amable variedad de sabores y de perfumes,
tras haber comparado los especímenes expuestos en
el escaparate y las muestras de la colección desple­
gadas ante su mirada. La comparación del más y
del menos, la apreciación de los grados de la es­
cala son los elementos de esta comparación perma­
nente que precede las elecciones de la empiria coti­
diana. El aficionado, al tener que resolver el proble­
ma empírico de la elección, elige su color preferido,
su flor preferida, su canción preferida, su objeto
predilecto en cada campo.
Pero, en la elección que nosotros llamamos op­
ción, hay en todo y por todo dos posibilidades que
se ofrecen ,a nuestro libre arbitrio, como en las pare­
jas de contrarios (ouCu^íot) del pitagorismo. La elec­
ción, imantada, según Leibniz, por el principio teleo-
lógico de lo «mejor», implica siempre en algún gra­
do el comparativo, en cuyo caso es preferencia!;
pero puede también reducirse a una decisión, a una
apuesta, si no ciega, sí al menor arbitraria cuando
se motiva a sí misma por su propia aseidad: el hom­
bre oscila en este caso entre dos exigencias, entre
dos soluciones o, como decíamos, entre el valor y
el contra-valor que contradice a este valor. Sólo hay
dos posibilidades: ni una más. ¡No merece la pena
contar! El Heracles de Prodicos tampoco tiene ne­
cesidad alguna de contar: no hay más que dos solu­
ciones contradictorias, el Bien y el Mal; si hubiera
tan sólo una tercera solución, Heracles no sería un
héroe, sino un aficionado. De dos, una: esta es la
gran polaridad del todo o nada, del sí y del no, del
ser y del no-ser, que nos atañe y nos llena de an­

147
gustia. La abnegación o la idolatría del yo: ésta es
la elección escarpada, vertiginosa que debemos asu­
mir y a la que llamamos opción; en blanco o en ne­
gro: éste es el efecto de contraste austero, cortante,
simplista al que se verán reducidos los divertimen-
tos de la policromía y del polimorfismo; basta de
abigarramiento multicolor, sólo queda la antítesis
sin término medio. Estos dos composibles son, de
hecho, dos direcciones que se vuelven la espalda;
ó9¿c dvü), óíó; xcítu>: es una sola y misma vía, dice
Heráclito; pero esta única vía puede tomarse en
un sentido o en el inverso, hacia arriba o hacia
abajo; subir o bajar. Aunque las palabras «al dere­
cho» y «al revés» sean más bien metáforas espacia­
les que experiencias temporales, tienen una signifi­
cación intencional y cualitativa. En las dos opciones
inversas, lo que se opone son efectivamente dos in­
tenciones. ¿Una de las dos cosas? Pero ante y sobre
todo: ¡de dos intenciones, una/ Ya que la alterna­
tiva de las intenciones es la que explica e inspira la
alternativa de las opciones. La opción en la opción,
la única que importa, la única decisiva, ya que tan
sólo ella decide desde lo más íntimo del fuero in­
terno, es la intención. Intención de ir a alguna parte
y esbozo de movimiento, hacia arriba o hacia abajo,
hacia la derecha o hacia la izquierda, hacia adelante
o hacia atrás, la intención indica el sentido: el sen­
tido como significación, el sentido como dirección.
¿No es ya la intención misma una especie de movi­
miento, un movimiento hacia!... ¿No suele decirse:
un buen paso, un mal paso —y sobre todo un pri­
mer paso? No se puede fundir el buen movimiento
con el malo, ni combinar con ellos dios sabe qué
amalgama intermedia: ya que no hay intermedio, no
hay tertium quid. El Apocalipsis tiene razón cuan­

148
do dice: «¡Malditos sean los tibios!» Estos movi­
mientos del alma implican unos juicios de valor; y,
por otra parte, son conmociones muy secretas de
la conciencia... El apólogo de Prodicos nos muestra
a Heracles en la encrucijada de las intenciones: ¿se
comprometerá por el pedregoso sendero de la vir­
tud o por el camino de los placeres fáciles? Dos
vías divergentes o incluso dos modos de vida, de
los que el doble-querer, al asumirlos, dará existen­
cia al uno o al otro. La alternativa de las intencio­
nes, tal como Bergson comprendió, no es una ver­
dadera bifurcación, puesto que no la realizamos más
que a destiempo^o retrospectivamente y en cierto
modo en el futuro anterior, en el acto mismo por
el cual nos comprometemos en una de las dos op­
ciones.
Al quedar excluido cualquier intermediario en­
tre el buen movimiento y el malo, se pasa del uno
al otro (o su recíproca) de una sola vez y casi sin
damos cuenta por una conversión imperceptible: un
miligramo de más o de menos, un milímetro a la
derecha o a la izquierda, un segundo demasiado
pronto o demasiado tarde —y todo se ha perdido
(...¡o ganado!). Pero, ante todo, todo es impuro
frente al amor puro purísimo, ¡en relación al can­
dor y a la blancura inmaculada de la inocencia! La
asepsia, o es total —o sea al cien por cien— , o no
es. ¿Acaso no es la mezcla de lo puro y de lo im­
puro. ya impuro? ¿Impuro en sí mismo y desde hace
tiempo, desde siempre, impuro desde los inicios?
Una gota de impureza, decía la paradojalogía estoica
de la «mezcla total», bastaría para manchar el océa­
no entero; asimismo, un grano de egoísmo, un solo
granito casi microscópico, puede convertir en dudo­
sa la más real de las ofrendas: la generosidad no

149
se parcela —¿qué digo? una segunda intención im­
palpable bastaría. Menos que esto: la segunda in­
tención de una segunda intención, la sombra de una
sombra, un amago de complacencia, una imponde­
rable hipocresía..., la más mínima reserva mental
que se traicionara en cualquier lapsus revelador, y
el buen paso se habrá convertido en mal paso v la
buena intención quedará instantáneamente viciada
hasta la raíz: la frágil, la muy fugitiva virtud, ape­
nas rozada por la diabólica segunda intención, por
el olor a moho y azufre, se apergamina y cambia
por completo. ¡Esta podredumbre es la forma que
toma, en el mundo de las intenciones, el principio
del tercero excluido! En una palabra, el verdadero
problema para el hombre moral no es el plural in­
nombrable de los complejos, sino el abrupto dual de
las intenciones: esta disyunción (¡la alternativa!) nos
pregunta insistente y personalmente, mirándonos a
los ojos: ¿cuál de los dos (utrurri)! ¿El uno o el
otro? Y sigue preguntando: ¿an... annon? No se
puede ir a la vez hacia adelante y hacia atrás; no
hay síntesis posible entre el ataque y la huida; la
claridad unívoca de la valentía no admite término
medio, salida falsa alguna; el máximo recurso que
le deja al cobarde es el permiso para convertirse en
estatua o desaparecer vergonzosamente bajo tierra.

4. El uno en el otro: paradojalogía del órgano-


obstáculo. El ojo y la visión, según Bergson. El aun­
que y el resorte del porque

Y, ahora, he aquí el paroxismo de la contradic­


ción y del sinsentido, el extremo más agudo de la
paradoja: los contradictorios no vienen uno tras

150
otro, según una prioridad cronológica determinada
como en el encadenamiento de la mediación, ni co­
existen el uno con el otro, el uno junto al otro como
en la ambivalencia, sino que están el uno en el otro.
La absurda reciprocidad del estar-en ¿acaso no vuel­
ve más escandalosa, más inextricable todavía, la con­
tradicción? Proponíamos, a partir de Bergson y de
la Evolución creadora, algo que se nos permitirá
llamar una paradojalogía del órgano-obstáculo: el
aparato sensorial es indivisiblemente órgano y obs­
táculo, instrumento e impedimento a la vez. ¿Cómo
entender el órgano-obstáculo? ¿Habrá que decir que
el órgano-obstáculo es órgano por un lado y obs­
táculo por otro, o, cual disimétrica herramienta, ins­
trumento por un extremo e impedimento por otro?
O también, ¿que el mismo factor es ambos a la vez,
pero no al mismo tiempo —que es unas veces una
cosa y otras veces otra, alternativamente, instrumen­
to de día e impedimento de noche? ¿Que el órgano
y el obstáculo alternan, según la alternancia de los
dos semestres, alternan según la alternancia de las
fechas pares e impares? ¿O habrá que decir, por úl­
timo, que el órgano-obstáculo es órgano y obstácu­
lo al mismo tiempo, pero no desde el mismo punto
de vista ni en el mismo sentido, que es órgano des­
de cierta perspectiva y obstáculo desde otra? ¡No,
nada de esto! Esto sería querer salvar a cualquier
precio el principio de identidad y salvarlo al precio
de una ridicula banalidad. El híbrido es órgano y
obstáculo en el mismo momento, desde el mismo
punto de vista, en toda su extensión, así como en
toda su comprensión, ¡por tanto, independientemen­
te de todo quatenus\ Por ejemplo, el ego es física­
mente el obstáculo fundamental y permanente que
me aleja del otro y, al mismo tiempo y por ello

151
mismo, es la condición fundamental del altruismo.
Nuestras distinciones, aflojando la tensión de los
contradictorios, normalizarían inmediatamente el pa­
ralogismo... ¡Sin duda alguna! ¡Pero otra vez nos
vemos abocados a la más discursiva de las media­
ciones! La visión y la audición son a la vez obsta­
culizadas y posibilitadas en toda su extensión y en
toda su esencia: ¡son posibilitadas en y por el he­
cho mismo del impedimento! ¿No es eso un colmo?
¿Un desafío? ¿Una especie de provocación? Y, sin
embargo, cuando se ha comprendido esto, se ha
comprendido ya todo lo que había que comprender.
Georg Simmel7 encontraba esta molestia, esta feliz
negación, esta buena limitación en las obras de cul­
tura, danza y poesía tanto como en la vida de los
organismos: la llamaba «Tragedia», porque esta con­
tradicción es aparentemente una miseria, pero esta
miseria es a su vez por eso mismo y paradójica­
mente la condición de fecundidad: la condición y el
precio, como se quiera, ¡según se prefiera la versión
optimista o la pesimista! Contra toda lógica, el aun­
que no hace sino encorsetar al porque; el a pesar,
reforzando la causalidad, es, inexplicablemente, ¡tan
sólo una razón de más\ La miseria es en este caso
la molestia providencial y la bienvenida estrechez,
al igual que la pesadez es la condición, la molesta
condición, de la gracia que la vence. Si la paradoja
es la contradicción profesada, el órgano-obstáculo es
lo irracional hecho viable gracias al movimiento. En
la indivisión del órgano-obstáculo, la coincidencia de

7. «Der Begriff und die Tragodie der Kultur», en «Phi-


losophische Kultur», 1911, págs. 245-277. Aparecido en el
mismo año en el «Logos» ruso (Moscú, «Musagite», 1911,
t. II, pág. 1-25).

152
los contradictorios no se diluye por una mediación
ni se amortigua por la ambigüedad de una ambiva­
lencia, sino que se disimula cuidadosamente y se
hace invisible. El órgano no es simplemente el ór­
gano, de una manera unilateral y unívoca: así apa­
rece, sin duda alguna, en la evidencia primaria y
física de la experiencia; herramienta de trabajo, ins­
trumento musical, arma de guerra, el órgano es aque­
llo gracias a lo cual la acción y la obra ( Ip-fov ) son
posibles y, por tanto, es todo positividad: el balan­
ce del órgano-obstáculo, si sacamos la cuenta en
ganancias y pérdidas, se manifiesta «globalmente po­
sitivo». El énfasis se pondrá pues en el optimismo.
Pero lo que es exotéricamente positividad puede tam­
bién revelarse esotéricamente al análisis y a la re­
flexión y, más aún, al razonamiento, como un obs­
táculo, como una negación e, invisiblemente, como
una limitación partitiva. El sobrenaturalismo plató­
nico nos ha familiarizado con la inversión de las
evidencias: la apariencia, que es la evidencia misma
en el orden físico de la empiria, es eminentemente
controvertible en el orden de la metempiria o de la
metafísica. E, inversamente, el obstáculo a su vez
no es unilateralmente un obstáculo, cuya única y ab­
surda función sería la de obstaculizar, ya que, si el
ojo impide la visión, aunque sólo sea un punto, ha­
brá que concluir que el hombre vería mucho mejor
sin ojos. Una visión gloriosa, una visión angélica
que nada la entorpezca, no es una visión infinita­
mente clarividente, sino más bien una visión ciega:
ciega por no-trabada, por «adialéctica». Lo que no
tiene obstáculo, no tiene, por eso mismo, órgano
(¿veo Spfavou). Una visión efectiva es una visión
obstaculizada o, como lo explica tan lúcidamente

153
Bergson, una visión «canalizada»8, siendo el nervio
óptico, en cierto modo, el símbolo de esta «canali­
zación». Nosotros mismos decíamos, en lenguaje de
Bergson, que la canalización expresa las dos cosas a
la vez: el impulso vital —en concreto la marcha de
la visión— y la resistencia que limita esta marcha,
guiándola, determinando su dirección y la fuerza de
su impulso. Más exactamente, todo sucede como si
la visión «eligiera» un campo y un alcance sin los
cuales permanecería confusa, es decir ciega; todo
sucede como si la audición se recortara a sí misma
un cierto sector de la escala o de la gama, más allá
o más acá del cual sólo habría silencio. En todos
los casos, lo que hace posible la acción es la autori­
zación limitada, sembrada de obstáculos y circuns­
crita por el veto. Aquel que es todo el mundo no es
nadie; el que está en todas partes no está en nin­
guna. Para ser alguien en algún sitio, hay que re­
nunciar a la universalidad y a la omnipresencia. Re­
cordémoslo en esta ocasión, el efecto de relieve al
que la negación debe su energía no ha pasado des­
apercibido ni a Bergson ni a Schelling... La estre­
chez es en cierto modo la condición tácita de toda
verdadera presencia personal.
Llegados a este punto, quizá debamos concluir
provisionalmente (ya que toda conclusión es aquí
provisional) que el órgano-obstáculo del amor y de
la voluntad moral es infinitamente aporético y des­
viante hasta el infinito; nunca se llega hasta el final
ni hasta el agudo extremo de la buena voluntad,
pero tampoco se toca el fondo último de la mala:
ésta es tan insondable como aquélla inalcanzable; la

8. L'évolution criatrice, cap. I, págs. 94-95 (en Ed. du


Centenaire, pág. 575); cap. IV.

154
voluntad moral y el testimonio que la juzgan oscilan
constantemente entre los dos polos, en un balanceo
alternativo bastante parecido al que describíamos en
el caso de la cuarta escapatoria. Auscultemos con
mayor atención esta vibración, este latido de un co­
razón indeciso. El obstáculo-órgano es obstáculo des­
de sus entrañas hasta la superficie, como verificare­
mos al descubrir los móviles infinitesimales de la
complacencia; y, a la inversa, el órgano-obstáculo es
un órgano, no sólo por los medios positivos que uti­
liza para ponemos en relación con el mundo, sino
indirectamente por la limitación misma de estos me­
dios, ya que toda negación es determinación. No
basta con decir que el poder de la voluntad moral
queda relegado a una zona intermediaria: ¡la volun­
tad puede lo que puede, a pesar del obstáculo y por
ello mismo gracias a él! ¿No hay algo de perversi­
dad metafísica al expresarlo así en un lenguaje tan
violentamente contrario a todo buen sentido? El
aunque sería uno de los resortes paradójicos del
porque: mejor todavía, el elemento concesivo y, en
consecuencia, indirecto sería más eficaz y más deci­
sivo que la causalidad simple.

5. Ese latido de un corazón indeciso. Una media­


ción aprisionada en una estructura '

Sin embargo, esta contradicción congelada, fija­


da, petrificada, a la que llamamos órgano-obstácu­
lo, no tiene carácter moral; estas dos palabras sol­
dadas en una sola no responden a una problemática
moral. Más aún que la mediación, el órgano-obs­
táculo se sustrae al devenir: la mediación está orien­
tada a un fin; al menos el fin sucede, ficticiamente,

155
a los medios; el órgano-obstáculo, por su parte, no
tiene en absoluto en cuenta el tiempo; nos vemos
inclinados a decir que el órgano-obstáculo es una
mediación inmovilizada, apresada en una estructu­
ra; tesis y antítesis son dadas a la vez y tal cual, ya
elegidas, ya dosificadas y en el mismo paquete.
Bergson, al señalar el contraste entre la maravillosa
complejidad del ojo y la milagrosa simplicidad de la
visión, encontró para decirlo un lenguaje muy con­
movedor que recuerda la antiteleología de Schopen-
hauer0: basta con abrir el ojo para que se dé la vi­
sión, ¡y eso sin problema alguno! La mediación (ad­
mitiendo que podamos hablar aquí semejante len­
guaje) se condensa toda ella en el funcionamiento
del órgano. Resultante de una interpenetración indi-
sociable de fuerzas inhibidoras y de fuerzas positi­
vas, el órgano-obstáculo no es sólo un factor de iner­
cia y un elemento decelerador; es también el punto
de inserción de la conciencia y de la vida en el mun­
do. ¡Alianza de entre todas desconcertante e irracio­
nal! ¡Conspiración imposible! El instrumento y el
impedimento, lejos de contradecirse o de paralizar­
se el uno al otro, cooperan de hecho para conseguir
esta estructura a la vez estable e inestable, pero en
cualquier caso esencialmente viable, que se llama el
ser finito. Es que el órgano-obstáculo es un mons­
truo perfectamente domesticado. El régimen normal
de este ser es la perfecta adaptación al estatuto de
«anfibio»: no vive dos veces a la vez, ni en dos
planos paralelos; no se siente doble; o, por mejor
decirlo, no se siente nada, no se da cuenta de nada:
en el estado normal, el complejo alma-cuerpo vive9

9. L’évolution criatrice, pág. 89 (en Ed. du Centenaire,


pág. 570).

156
su existencia psicosomática en una experiencia sim­
ple e indivisa que es la verdad misma de lo inme­
diato. £¿>|uz Esta paradoja órfica es una her­
mosa metáfora reforzada por un retruécano... Pero
el hombre encarnado no se siente encarcelado. Un
alma ingenua no se siente aprisionada en su cuer­
po. Hablando con propiedad, una alma ingenua y
sensata no se siente en su cuerpo: vive ingenuamente
su existencia corporal sin plantearse cuestión algu­
na. Sentirse incómodo o estrecho en el corsé del
cuerpo ¿acaso no es un síntoma de neurosis? En el
mejor de los casos, es una reflexión retrospectiva,
acompañada de una metáfora, sobre la naturaleza
del vínculo psicosomático. A menos que sea simple­
mente literatura... Esto es todavía más cierto para
el ser en general, en la medida en que el hecho de
ser es perfectamente abstracto e insensible: el hom­
bre doble y simple, duplex-simplex, no percibe más
directamente en su estado normal la gravedad y la
inercia de su ser-propio de lo que percibe la pesa­
dez de la atmósfera el hombre medio. Se habla a
veces del peso del ser, de la dificultad de ser, como
si el ser desnudo, Esse nudum, pudiera ser pesado
o ligero, más o menos pesado, más o menos ligero:
pero ser es el más general, el más indeterminado,
el más vacío, insípido e incoloro de todos los ver­
bos, también el menos técnico y designa, por eso
mismo, el más elemental y el más neutro de todos
los significados. El ser sin cualidades representa en
cierto modo el grado cero de la relación y del senti­
miento. Si nos atenemos a las metáforas, sería sin
duda alguna preferible hablar de una tara, o mejor,
de una pesadez sin peso, de una maldición metempí-
rica y fatal: esa tarea, que, sin tener nada en común
con un pecado original, lastraría a priori el ser fini­

157
to, no se puede ni separar ni se la puede sentir con­
cretamente como la carga de un fardo.

6. El pinchazo de la astilla, la quemazón de la car­


bonilla, la mordedura del remordimiento. El escrú­
pulo

Pero la tara invisible e insensible se hace a veces


dolorosa: éste es el caso cuando el órgano-obstácu­
lo empieza a chirriar y a cojear por efecto del dolor
y de la enfermedad. La enfermedad es el desarreglo
del órgano-obstáculo. Normalmente, la visión es lo
más simple del mundo: tan simple como saludar;
basta con elevar los párpados... y, antes de que ha­
yamos tenido tiempo de pronunciar los dos monosí­
labos fiat lux, la luz ilumina ya todas las cosas en
tomo a nosotros. Pero, cuando una minúscula car­
bonilla se aloja en la córnea, la cosa más simple del
mundo, y la más fácil, se convierte en la más difícil:
en un instante, todo se convierte en obstáculo; en
un instante, el ejercicio de la función más natural
pasa a ser un problema; la contradicción, que esta­
ba latente en el órgano-obstáculo, se ha convertido
en una molestia insoportable y en una dificultad para
vivir. La enfermedad y el dolor problematizan lo
que no estaba hecho para plantear problemas. ¡Adiós
adaptación! El esto-es-natural de la existencia vege­
tativa ¡deja de serlo! La continuación del ser, del
ser puro y simple, no exigía esfuerzo particular al­
guno, no estaba sujeto a condición técnica alguna,
no implicaba preocupación concreta alguna, pero la
dificultad de vivir puede exigir un esfuerzo — ¡y qué
esfuerzo!— e implicar incalculables preocupaciones;
más aún, en ciertos casos patológicos, la dificultad
158
de respirar es causa de angustia y de opresión y re­
clama una intervención urgente. Las funciones de
un cuerpo sano se cumplen, en general, en la más
completa insensibilidad, y Schopenhauer tiene razón,
sin lugar a dudas, cuando considera el sentir como
el grado infinitesimal del sufrir. Así como la felici­
dad perfecta no tiene historia, la salud alegre es so­
bre todo bienaventurada en la anestesia y la analge­
sia generales. Demos un paso más: así como el ale­
gre equilibrio del órgano-obstáculo está a merced de
una astilla en la carne o de una carbonilla en el ojo,
la alegre armonía de una buena 'conciencia, en la
que los sanos placeres están en paz con las buenas
obras, es una bienaventurada consonancia, a mer­
ced de una disonancia infinitesimal. Lo que aquí
corresponde al pinchazo de la astilla y a la quema­
zón de la carbonilla es la mordedura del remordi­
miento. Pero, si bien la analogía ayuda a la com­
prensión, no deja de ser tan sólo una analogía: su­
giere sin explicar. El remordimiento, malestar moral
y, en consecuencia, sobrenatural a su manera, es de
muy distinto orden al del dolor de los órganos, al
igual que el escrúpulo gratuito es de muy distinto
orden a la preocupación egoísta. Escrúpulo y pre­
ocupación son dos formas de aporía... Pero la apo-
ría preocupante, que ahuyenta a la euforia, se for­
ma primero a partir de la carbonilla y en tomo al
propio interés cuando éste se ve lesionado; engen­
dra el simple lamento. Y la aporía escrupulosa, que
está en el origen de la mala conciencia, se forma en
tomo a una libertad culpable y a partir de un valor
burlado.
En presencia de la doble estructura llamada ór­
gano-obstáculo, la acción se desgaja de su función
natural que es la solución de un problema o la re­

159
conciliación de los contradictorios. Pero la proble-
matización moral desestabiliza la perfecta adapta­
ción recíproca del «alma» y del «cuerpo», y no por
la fuerza, como lo hace la enfermedad, sino gratuita­
mente, por nada y aparentemente sin razón alguna.
Por ejemplo: se experimenta no sé qué absurdo es­
crúpulo por saborear un placer perfectamente ino­
cente, se siente una especie de insuperable repugnan­
cia por aceptar una suma de dinero que se nos
debe; una secreta voz susurra y se murmura en
nosotros, ordenándonos en voz baja que rechacemos
ese dinero, que renunciemos a esa facilidad. Nada
más, sin duda, que un vago malestar o un inexpli­
cable pudor. El hecho, dado por sentado, de la sim­
biosis ya no es tal; la sacrosanta evidencia de mi
propio placer y la intocable legitimidad de mis in­
tereses ya no son el centro del mundo; mi gloria per­
sonal ha dejado de ser para mí la Ley y los profe­
tas. La presencia del otro, que el régimen de la bue­
na salud, del buen humor y de la buena conciencia
satisfecha ponía entre paréntesis, reorganiza en tor­
no a ella todo el universo de los valores; mi próji­
mo es, por otra parte, mi único deber, mi preocu­
pación permanente y, a veces, incluso mi remordi­
miento. Se acabó nuestra serenidad. Entre un egoís­
mo asfixiante, bestial, que ocuparía todo el espacio
del ego y una sublimidad angélica, en la que el sa­
crificio, a fuerza de ser natural, no costaría nada y
no tendría siquiera sentido, hay lugar para una zona
intermedia: la del sufrimiento humano y la inquie­
tud moral. Zona de inestabilidad y de tensión en la
que reinan las turbulencias pasionales. Es el mundo
del hombre desgarrado, descuartizado, ensangrenta­
do; el ego y el amor tiran cada uno de su lado y
nos dejan palpitantes en nuestra confusión moral.

160
Unamuno, meditando sobre Pascal y el «Misterio
de Jesús», habla de una angustia agónica. ’A-jév,
o el combate: dos fuerzas en lucha, dos fuerzas que
se desmienten la una a la otra. Pero la agonía de
la que habla Unamuno, y que cree reconocer en el
Crucificado del Greco, no es simplemente un duelo
en el que se enfrentan una contra la otra dos fuerzas
antagónicas; esta agonía no es un torneo singular,
menos aún un debate en el que medirían sus fuer­
zas egoísmo y amor. De hecho, el enfrentamiento
está dentro del amor, es interno a ese amor mismo.
Pues el anti-amor no es sólo la condición contradic­
toria del amor, como nos lo sugería la paradoja del
órgano-obstáculo, es también su ingrediente consti­
tutivo; el ego es un componente fundamental del al­
truismo... e, inversamente, el altruismo asfixiado por
el ego se ve abocado a amurallarse celosamente en
la clausura de la filaucía. Los dos, en suma, vienen
a ser lo mismo y son a la vez verdaderos: el ser,
como anti-ainor, nunca se ve nihilizado y cabecea
adormecido con absoluto desinterés; el egoísmo ol­
vidado duerme con un ojo abierto. Pero, el altruis­
mo, a su vez, es el remordimiento permanente del
ego: el hombre no es nunca egoísta hasta el fondo
como quiere demostrar La Rochefoucauld. Sin em­
bargo, tampoco es capaz de arrancarse extáticamente
a sí mismo, ni de convertirse completamente en
otro, tal como prescribe Fénelon. Se queda, en suma,
a medio camino, unas veces a punto de hundirse en
su propio-ser sin amor, otras a punto de evaporarse
en amor y no-ser. Se dice a veces: el fondo sigue
siendo bueno, el fondo permanece sano. Pero tam­
bién se diría en otras ocasiones: el hombre es pro­
fundamente malo. ¿Tiene, por otra parte, la inten­
ción moral algún fondo? ¿No es más bien insonda­

161
ble? En las arenas movedizas de la intención, uno
se hunde hasta el infinito. Pero sucede aquí que la
situación inestable del ser-amante aparece como una
situación intrínsecamente contrariada, e incluso con­
tradictoria, como una situación casi imposible o, sen­
cillamente, como una tragedia, en el sentido que
George Simmel le da a esta palabra. Hay, efectiva­
mente, un antagonismo insoluble, una contradicción
irreductible entre el amor y la condición sine qua
non del amor, contradicción tan ridicula que fácil­
mente podría aparecer como un sinsentido oculto en
el corazón mismo del problema moral: la contra­
dicción, en efecto, es literalmente in adjecto —aun­
que no le deja al problema moral el tiempo nece­
sario para plantearse, ni a la buena voluntad el plazo
necesario para elegir; la buena voluntad se da de
bruces con el dilema que la paraliza absolutamente.
[Hay como para descorazonarse! Pero como lo ab­
surdo coincide, en el límite, con la ironía, también
hay como para reírse. El egoísmo desmiente por de­
finición el amor y, sin embargo y a su vez, el amor
supone, o incluso presupone, vitalmente el ego que
es su condición ridicula, paradójica y contradictoria­
mente vital. El ego enamorado rebota sobre el tram­
polín de su egoidad. ¡Desafío de entre todos incom­
prensible! Aquello que impide amar es precisamente
lo que aviva el fervor del amor, o incluso más sen­
cillamente lo que hace posible el amor...

162
7. El anti-amor (mínimo óntico), órgano-obstáculo
del amor. Para amar hay que ser (¡y haría falta no
ser!); para sacrificarse hay que vivir; para dar hay
que tener

El amante, incluso cuando deja demasiado pron­


to de dedicarse al amado, incluso si capitula o di­
mite antes de lo necesario, si no espera a morir de
amor, si se anticipa a su propio agotamiento, ese
amante demasiado apresurado no admite como de­
recho, no reconoce a priori y por adelantado limi­
tación alguna a este amor infinito... Ya que, como
hemos mostrado, se puede morir de amor: a falta
de cumplirse en la muerte, el amor puede al menos
conducir a la muerte; loca y paradójicamente, el
amor tiende él mismo hacia su propio no-ser. Esta
cláusula que lastra irracionalmente el amor, se llama
finitud; pero también es la fatal servidumbre que
abruma al amor. La servidumbre dice no, pero, en
tanto que finitud, dice a la vez sí y no, afirma re­
chazando (o renunciando), plantea la existencia per­
sonal circunscribiéndola y sufriendo su límite, es de­
cir la muerte. Pues la servidumbre del amor o, en
una palabra, la materia, no es sólo la contradicción
inherente a un no-ser que, en el límite, ruega el
amor, sino que sigue siendo una vez más y recípro­
camente la burla de un ser que lo reniega... fingien­
do plantearlo —de un ser que, sin embargo, hay
que preservar. ¡Ay! ¡Dos veces ay! En este caso, la
negación a veces parcial o provisional sería más bien
irónica. Este es el colmo del ridículo: el obstácu­
lo por excelencia, el obstáculo fundamental ¡es pre­
cisamente el ser mismo! Y el obstáculo de entre los
obstáculos es, como por casualidad, la condición de
entre las condiciones. ¿No hay como para reírse?

163
Ser no es un pecado que se haya cometido una bue­
na mañana, sino un dato previo y una especie de
a priori. Para ustedes y para mí, este a priori nunca
empezó, nunca sucedió, ya que este a priori es la
servidumbre del amor, el mínimo óntico que tolera
y presupone, para sobrevivir, el máximo ético; o, a
la inversa, es la tara producida por el impulso es­
pontáneo del amor, el coeficiente de inercia de este
impulso. ¡El estricto mínimo óntico es todavía mu­
cho más mínimo (por decirlo así) que el mínimo
vital! ¡Comparado con el mínimo óntico, el míni­
mo vital es casi un lujo! El mínimo óntico es al
«cien por cien» incomprensible y ningún ascetismo
podría superarlo más acá (¿o más allá?) sin anularse
en la nada. Si la abnegación no se detuviera a tiem­
po en la nihilización del ser-amante, ¿cómo podría­
mos distinguir la abnegación de la negación pura y
simple, es decir de la negación que, de un solo gol­
pe, suprime a la vez el problema y al portador del
problema? En principio, la abnegación le prescribe
al amor amante la entrega, la dedicación en cuerpo
y alma al amor amado, que es segunda persona de
amor; la primera persona de amor debería perderse
con una total perdición en la segunda. Vivir para
otro: éste es literalmente el imposible mandamiento.
¿Vivir para otro? Pero mi corazón late para mí y
mi sangre circula para mí, y sólo para mí respiro
y también soy sólo yo quien sufre. Con mayor ra­
zón, el mínimo óntico, que es, por así decirlo, el
fundamento material y la desnuda sustancialidad del
ego, representa el elemento irreductible de toda ipsei-
dad. El mínimo vital es, ¿qué duda cabe?, la condi­
ción de mi subsistencia, de mi persistencia, de mi
consistencia, incluso de mi existencia; pero el mí­
nimo óntico es la condición de mi ser; de mi ser sim-

164
plemente; de mi ser en general; y es la condición
absolutamente elemental, la condición de entre to­
das las condiciones, puesto que condiciona a todas
las demás. Ser: he aquí la condición previa por exce­
lencia (xaT'é^oyrjv, no en el sentido de un a priori
formal y gnoseológico, sino precisamente en el sen­
tido de un presupuesto ontológico. El verbo ser, de­
cíamos, es el verbo fundamental, el más general y
el más indeterminado, el más neutro y el más va­
cío, el menos técnico en consecuencia, puesto que
no exige ni esfuerzo ni aprendizaje ni especialización
de ningún tipo: ¡para ser no hay más que ser! Bas­
ta con la improvisación. Sobre todo que el hecho
de ser es insípido y desabrido, sin cualidades psico­
lógicas, y es exclusivo de toda sensualidad. El no-ser
de la muerte corta de raíz y de golpe, de la manera
más radical y expeditiva, todos los compromisos de
una vida activa, sin que sea necesario enumerar ni
detallar ni anular los compromisos uno a uno. Y, a
la inversa, la cláusula del ser es la condición sin la
cual (sine qua non) todas las demás condiciones son
ineficaces y sin fuerza, pero que, por sí misma, es
una simple autorización puramente negativa y una
condición necesaria y no suficiente. Hágase lo que
se haga, y casi por definición, el ser parece preexis­
tir al hacer: así lo exige la lógica de la ontología;
o, al menos, ésta es la gran verdad de Perogrullo,
éste es el truismo sustancialista que, en virtud de
un círculo incurablemente vicioso, nos remite a la
más abstracta de las verdades y no nos enseña nada
de nada... Tanto para amar, como para combatir,
como para jugar a los bolos, condición previa de en­
tre las previas y en todos los casos es la de existir.
Si no se empieza por ahí, no se empieza nada. En
primer lugar, ¡para amar hay que ser! Es el mínimo

165
de los presupuestos, implícito en todos los demás.
En segundo lugar, para «sacrificarse», también hay
que vivir. Para que pueda «sacrificarme», por fa­
vor, dejadme una pizca de algo, un último soplo
de vida, algunas migajas de existencia, un casi nada;
dejadme mi pobre mínimo que es apenas óntico,
que es casi desóntico, para permitirme darlo en
ofrenda a alguien; no hay nada que sacrificar cuan­
do no hay nada que perder. Incluso independiente­
mente de la decisión moral del sacrificio, es la muer­
te en general la que toma prestada su seriedad del
presupuesto óntico. Para morir, previamente hay que
vivir: pues lo que no vive no muere. Por ejemplo, el
Cáucaso no vive, en consecuencia el Cáucaso no
muere; tal es el caso de las cosas minerales. Lo que
vive con una existencia vegetativa apenas muere:
muy tarde y muy lentamente. El que vive despacito
y a media llama seguramente se apagará lenta y sua­
vemente: ésta es la suerte de la existencia media,
de una existencia que transcurre a medio camino en­
tre el vivir y el morir y nunca está ni realmente viva
ni realmente muerta. En contrapartida, el hombre
que vive intensamente morirá apasionadamente, a
veces heroicamente: es el destino de las vidas bre­
ves y es también el destino del héroe, cuya existen­
cia dramática está constantemente amenazada, cons­
tantemente reconquistada y finalmente perdida. ¡Per­
dida para siempre! Hasta el momento en que el mi­
nuto supremo se haga inminente, el héroe y el poeta
tendrán, con su breve existencia, con su terrible aven­
tura, una relación inspirada que viven con toda su
alma y con todo su ser. En tercer lugar, para dar hay
que tener; si no se posee nada, el don que se hace
es una simple burla, una broma de mal gusto. Dar lo
que no se tiene es la especialidad de los charlatanes.

166
de los estafadores, de los limadores... ¡Más bien, no!
¿Por qué hablar un lenguaje tan vulgar, con pensa­
mientos tan vulgares? Dar lo que no se tiene es un
milagro. Es el milagro del genio creador y de los
hombres excepcionalmente generosos. El amor, por
su parte, no se avergüenza ni del principio de no-
contradicción, ni del principio de conservación: da,
incomprensiblemente, lo que no tiene y crea, no sólo
para darlo, sino también al darlo y en el acto mila­
groso de la donación misma; ¡además es inagotable
e inextinguible! Jean-Louis Chrétien lo recuerda a
propósito del Bien de Plotino y acabamos de recor­
darlo con él. El Bien da lo que no tiene y, a la in­
versa, puede añadirse: lo que ha dado todavía lo
tiene 10. O, como escribe Séneca: *Hoc habeo quod
dedi> —lo que he dado, inexplicablemente, todavía
lo poseo. Todavía lo poseo a pesar de no haberlo
guardado, aunque no lo haya conservado hipócrita­
mente o bajo otra forma, aunque lo haya dado sin­
ceramente, sin trampa, ni segunda intención intere­
sada, ni artimaña mercenaria y, por tanto, sin es­
peranza de recuperarlo. El creador no necesita teso­
ros ni ahorros: los renueva él mismo al gastarlos.
¡Así es la generosidad de la naturaleza primaveral!
El creador no necesita tener para dar y, recíproca­
mente, al dar, no se empobrece y tampoco necesita
salir de sí mismo para darse. Es larga la lista de las
paradojas del lugar y de la cantidad que Plotino enu­
mera con la firme intención de escandalizar, de desa­
fiar la lógica de los mezquinos y la aritmética de
las hormiguitas. ¡Oh maravilla!, cuánto más doy, más
poseo... ¿De qué calcetín, de qué caja fuerte ha sa­

lo. Jean Wahl, Etudes kierkegaardiennes, nueva edición,


pág. 614.

167
cado el indigente millonario todos esos tesoros que
tira por la ventana? Pero los dones del humilde amor
cotidiano no son tan sublimes como el cmilagro
de las rosas>u , ni tan inagotables como las bendi­
ciones de la Providencia o la inspiración de la natu­
raleza en primavera. A veces, tienden asintomática­
mente a confundirse con los dones gratuitos de la
caridad, aunque sólo tocan este límite fugitivamen­
te, con una tangencia impalpable e infinitamente
ligera. El amor indigente proviene laboriosa y do­
lorosamente de fuentes que no se renuevan hasta
el infinito. Un don a la medida de las posibilidades
humanas implica siempre algo de partitivo; un don,
por el mismo hecho de serlo, es relativo a una es­
pecie de punto de referencia; un don alude siempre,
más o menos, a algo distinto que no se va a dar,
que se prefiere de momento conservar para sí; el
don partitivo, o escatima un poco, o se rectifica.
¿Qué digo?, en el gesto mismo de la ofrenda, en
ese gesto eferente de la mano tendida, no para re­
cibir y mendigar, sino para dar, presentimos ya la
retracción naciente, el reflujo virtual apenas esboza­
do; en el gesto de ofrecer está ya el gesto de retener
o de retomar que, como una lejana resistencia, neu­
traliza imperceptiblemente la espontaneidad donado­
ra. A este efecto secundario de reflujo lo llamamos
rectificación. Este reflujo casi imperceptible es la se­
creta reticencia que ensombrece nuestras más gene­
rosas resoluciones. La rectificación es la sombra de
la finitud proyectada sobre el altruismo por un egoís­
mo todavía al acecho. Pues el en-cuanto-a-sí-mismo
siempre está en guardia... En la secundariedad mis­il.

il. Fr. Liszt, La légertde de Sainte Elisabetb, 1.* parte,


n* 2.

168
ma de un contragolpe como éste, todavía se reco­
noce la alternativa, es decir el efecto de contraste
que dramatiza toda generosidad humana, que hace
todo sacrificio desgarrador y apasionado. A la luz
del don partitivo, un don infinito, un don total sería
sobre todo una figura retórica: no donación de esto
o de aquello, de tal o cual bien (de un regalo, por
ejemplo), sino don por entero del ser mismo, dona­
ción de sí por sí mismo; este don hiperbólico y tras­
cendente corre el peligro de ser un absurdo... o una
hermosa metáfora. —No importa, el hombre es ca­
paz de concebir este don divino que le eleva por
encima de sí mismo y del principio de identidad. El
hombre improvisador se convierte en citarista tocan­
do la cítara. Aristóteles conocía este participio pre­
sente de la contemporaneidad y de la extemporanei-
dad en el que se entrevé la virtud drástica y mágica
del don creador: el aprendiz, convertido de pronto
en maestro y causa-de-sí por la gracia de un instan­
te, supone el problema resuelto y rompe el círculo
maldito; dice adiós a la alternativa miserable del
dar-conservar, corta el nudo gordiano y asume la
aventura del don sin compensación.
Para amar, hay que ser. Y, para amar realmente,
habría que dejar de ser. Para amar, hay que ser;
pero, para ser, hay, ante todo, que amar, pues el
que no ama es un simple fantasma. Asimismo, para
hacer, por definición hay que ser. ¡Pero, sobre todo,
para ser real, intensa y apasionadamente, es ante
todo necesario hacer, actuar y crear! ¿Qué solución
le encontraremos a esta insoluble contradicción?
¿Qué salida para esta crisis? La condición de la exis­
tencia desmiente la vocación; y, recíprocamente, la
vocación —amar, crear, dar, luchar— tiene como
condición paradójica su propio contradictorio: el ha­

169
ber, que es la negación del dar, y el ser, que es la
negación del amor. La tragedia del dilema pone en
juego la lógica extremista, cuya desesperación sería
la consecuencia; esta desesperación no es un senti­
miento psicológico que admitiría gradaciones y de­
gradaciones y cuyos componentes serían dosificados
o combinados según una sabia posología: es un caso
límite; lo trágico, en este caso, tiene por esencia la
tensión extrema y pasional de lo imposible-necesa­
rio, cuya solución sería teóricamente la muerte...
¡si es que la muerte fuera una «solución»! El deses­
perado puede decir, al igual que Santa Teresa, aun­
que en otro sentido, «muero porque no muero»,
puesto que, en ambos casos, tanto si sucumbe como
si sobrevive, está condenado a muerte. No tiene
elección, por así decirlo, más que entre dos formas
de nada: la nada del amor-sin-ser y la nada del ser
absolutamente privado de amor; pues, aunque dos
«nada» sean una sola y única «nada», la nada del
puro amor-sin-ser y la nada del ser-sin-amor no son
en modo alguno discemibles la una de la otra. Ade­
más, lo imposible-necesario, al excluir todo término
medio, se expresa en el doble veto ni con ni sin que
resume todo lo trágico de la situación insoluble para
un ser cruelmente desmembrado. ¿Debemos conside­
rar acaso al ser-amante como a una entidad con
eclipses que, a veces, sería ser-sin-amor y, a veces,
amor-sin-ser, alternativamente? La irreversibilidad
de la muerte nos impide admitir esta absurda idea
de dos fases alternantes... En este sentido, sería qui­
zá más filosófico invocar la metáfora del balanceo,
en el sentido que le dábamos a este movimiento al
hablar de la «cuarta acrobacia». Vivir para ti, hasta
morir por ello, decíamos; este heroico sinsentido,
esta invisible contradicción es vivida en el instante
170
como una muerte continuada, que es la sombra de
una resurrección continuada y el reverso y el nega­
tivo de esta resurrección. El balanceo diluye de al­
gún modo el exclusivismo y el dilema de las incom­
patibilidades que rechazan la coexistencia. Pero, de
hecho, el balanceo escamotea y retarda la ineludi­
ble caída a que nos aboca a fin de cuentas la op­
ción; ya que, al fin y al cabo, debemos elegir una
de las dos cosas: o bien morir a fuerza de vivir
para otro... y renunciar de todos modos a vivir para
otro al renunciar indirectamente a vivir, dimitiendo
simplemente de la vida; o bien vivir renunciando a
dedicarse en cuerpo y alma, vivir reservando fraudu­
lenta y clandestinamente alguna cosilla, algo, vivir
haciendo trampa; el indigente que no pueda sacrifi­
carse hasta el final sustrae y pasa de contrabando
algo de sí mismo, o bien pone subrepticiamente ese
algo de lado, aunque sólo sea con la intención de
recuperar fuerzas y conservar un padre para los pro­
pios hijos, un esposo para la esposa, un guerrero
para la comunidad... ¿Cómo no vamos a perdonar
a los que hacen huelgas de hambre el que trampeen
el ayuno con el único fin de poder ayunar por más
tiempo? La ética de los revolucionarios rusos cerra­
ba los ojos ante este piadoso contrabando, ante estas
pequeñas desviaciones clandestinas de la cartilla del
ayuno en circunstancias en las que lo importante
era no la pureza religiosa de la penitencia sino la
eficacia pragmática, la ejemplaridad moral y, por
así decirlo, lo serio de la demostración militante...
Y lo que importa tampoco es el mantenimiento de
una apuesta o la superación de un récord deportivo,
sino la lucha por la causa. Además, hay que saber
ceder a tiempo, precisamente antes del último extre­
mo: el heroísmo sería entonces renunciar al marti­

171
rio y al hermoso sufrimiento. Cuando se ha supe­
rado la prueba del dolor agudo y sin esperanza, es
recomendable, ingenioso y altamente moral hacerle
una buena jugada al adversario y alimentarse a hur­
tadillas. Entonces, es la abnegación misma la que le
pide a cada hombre que sobreviva, para que el sa­
crificio no sea un suicidio. Es la abnegación misma
la que nos aconseja: ¡vivid de vez en cuando un
poco para vosotros, si queréis vivir para los demás!
En este caso, la artimaña, lejos de ser una trampa
inconfesable es, todo lo contrario, el más sagrado de
los deberes. —En todo imperativo moral, y princi­
palmente en la exigencia de altruismo, a partir del
momento en que ésta se ve arrastrada al extremo y
abocada al absoluto, existe un incipiente sinsentido
o una «demoníaca hipérbole», como dice, no sin hu­
mor, el sexto libro de la República: el Bien no es
esencia, sino que está más allá de la esencia,
éxéxeiva tí)<; oóoío(;,2: y sabemos que el hiperpiato-
nismo de Plotino sobrepasará el délo de las esen-
das y de lo inteligible, no humorísticamente, sino
de verdad. Por otra parte, ¿acaso Platón, en Fedra,
no nos habla de un delirio de amor? Nuestra finitud
de criaturas mortales, enfrentada a la infinitud, a la
inmensidad del deber y la desproporción y el des­
equilibrio que de ello se desprenden, explica en mo­
do harto suficiente la miseria y la impotenda de las
soluciones morales; cuando se invoca la finitud, hay
que comprender, no sólo la brevedad de la vida en
general y la posibilidad de morir en cualquier ins­
tante, sino también la modicidad de nuestros recur­
sos vitales y la fragilidad fundamental de toda exis­
tencia humana. Por eso nos vemos a veces aboca-12

12. Rép. VI, 509 c. Véase 509 b.

172
dos a los pequeños hurtos, a las pequeñas trampas
y a las pequeñas deshonestidades y a los lastimosos
sofismas de la hipocresía.

8. El obstáculo y el hecho del obstáculo (origen ra­


dical). ¿Por qué en general hacía falta que...?

Puede decirse: es el ser el que pone obstáculos


al deber y al amor... [Todo puede decirse! Pero esta
insensata paradoja es difícilmente soportable, inclu­
so cuando se toma la piadosa precaución de bautizar
el obstáculo órgano-obstáculo. ¿Puede considerarse
serio semejante eufemismo? Un eufemismo es, lite­
ralmente, un verbalismo. Comprendamos bien, sin
embargo, que este mentís interno es la condición
misma de la vocación moral y la garantía de su
dignidad. Sea bajo la forma que sea, el arrebato lla­
mado sacrificio implica el desgarro sangriento y el
dolor; y este dolor, en general, no puede ni eludirse
ni economizarse. Este dolor irrecuperable no es una
molestia extrínseca y «dispensable» que pueda esca­
motearse o economizarse sin graves consecuencias:
incluso después de la cicatrización, la herida deja
una huella que es él precio y la firma de la alter­
nativa. O, mejor dicho, se borrarán todas las huellas,
excepto la huella de la huella; la huella «con expo­
nente» no se borrará: ésta es indeleble, como in­
curable es la enfermedad dé lo irreversible. En el
mismo orden de ideas: Mors certa, Hora incerta.
Nunca hay que morir en tal o, cual fecha, de tal o
cual enfermedad; sin embargo, el hecho de la muer­
te, la necesidad de morir en general, tarde o tempra­
no, de una manera o de otra, es absolutamente
ineludible y no existe excepción alguna. Ningún do­

173
lor en particular es indispensable ni incurable ni sa­
crosanto, el parto sin dolor no provoca la cólera de
Dios; pero la doloridad, es decir el hecho de sufrir
en general, tarde o temprano, en una u otra forma,
es ineludible. La causa de tal o cual sufrimiento
puede ser eliminada: así se quita, por excisión, la
astilla hundida en la carne. Pero el hecho del dolor
en general y el mero hecho de que el sufrimiento
sea posible sobre esta tierra, ¿quién lo curará? Y
¿por qué en general hacía falta que el ser-amante
estuviera enfermo de la enfermedad del ser? El ser
es la enfermedad que le hará morir: la enfermedad
de los enfermos y la enfermedad de los sanos...
Shopenhauer quizá nos habría dicho que la positi­
vidad del sentir y la negatividad del sufrir son el
anverso y el reverso de una misma finitud. Pero, a
partir de ahí, los sofismas acechan al que no es ca­
paz de comprender la correlación paradójica del ór­
gano y del obstáculo. Si el ser es la enfermedad in­
curable del ser-amante, éste sólo podría curarse con
la supresión pura y simple de su ser... ¿No es una
broma de mal gusto? El no-ser es, obviamente y
con más razón, la curación radical y simultánea de
todas las enfermedades, de las más graves enferme­
dades como de los rasguños: no pueden tenerse to­
das las desgracias a la vez; y la muerte nos libra
de golpe de todas las demás desgracias. ¿Habrá que
pensar que la muerte es una curación o tan sólo una
solución? Si nos desolidarizamos de estos absurdos,
es preferible asumir plenamente la contradicción, la
insoluble contradicción que es a la par maldición y
bendición y que constituye nuestra miseria intrínse­
ca. O, en otras palabras, la contradicción y la alter­
nativa que de ella se desprenden no representan el
peso de un destino que recayera accidentalmente so­

174
bre nosotros, ya que, en tal caso, nada nos impediría
soltar el fardo, sin tragedia ni dilema <ni desgarra­
miento, y elevamos con paso ligero hacia la «reli­
giosa y santa verdad»13. La causa de la lentitud se­
ría más bien la tara; ni siquiera la tara, sino el he­
cho de la tara que entorpece ridiculamente nuestro
impulso. Pero ¿podemos atenemos a este idealismo
inambiguo, hábilmente surtido de un obstáculo?

9. Ser sin amar, amar sin ser, interacción del míni­


mo egoísmo y el máximo altruismo. Respuesta afe­
rente al impulso eferente

En primer lugar, existir: ¡es lo mínimo! Este mí­


nimo físico y masivo es la opacidad fundamental
sin la cual el sacrificio no tendría nada que sacrifi­
car; para que haya desinterés, es necesario un míni­
mo de propio-interés sin el cual la renuncia care­
cería de sentido, sin el cual el sacrificio sería una
pantomima de sacrificio, una simple figura retórica.
Una vez más, tropezamos aquí con la ineludible con­
tradicción interna que es toda la paradoxia de la
moral: un egoísmo elemental, inherente al propio-
ser, es la condición mínima y en cierto modo vital
del altruismo. Esta condición se reduce, por su mis­
ma definición, a una abstracción verbal sin alma in­
tencional y sin vida: el verbo amar tiene que tener
un sujeto en general, un sujeto lógico-gramatical en
nominativo... Condición negativa, abstracta y pura­
mente formal. Podemos al menos decir: ¿es el ser,
el ser-amante, el que fundamenta el amor? Pues,
para amar, hay que ser previamente. Y ello tam­

13. Vfctor Hugo, La líttgende des síteles.

175
bién por definición. El Señor Perogrullo, cuyos orá­
culos escuchamos con tanta frecuencia, no lo diría
mejor. Pero, tal fundamento es absolutamente con­
ceptual e indeterminado: ¡un sujeto lógico-gramati­
cal en nominativo todavía no es un amante! Cierta­
mente, si hay amor, habrá necesariamente alguien,
por lo general, que parezca o pretenda amar, o que
tenga una vocación amorosa... Pero este alguien
puede hacer cualquier otra cosa aparte de amar: por
ejemplo, devora, digiere, respira, etc.; es el sujeto
virtual de toda clase de verbos; cumple, si la oca­
sión lo exige, entre otros muchos, el acto de amar
sin ser esencialmente un amante. Ni siquiera es «al­
guien». Las banalidades que pueden formularse res­
pecto de su sustancialidad no bastan para llenar su
vacío. — ¡Altruista a fuerza de egoísmo! Con más ra­
zón, se le puede dar un sentido más dramático y
más pasional a la correlación paradójica del contra­
rio con su contrario. Por supuesto, no podríamos
quedarnos a este lado del más débil destello de al­
truismo sin convertimos en algo tan espeso como un
rinoceronte moral, en algo tan voraz como un co­
codrilo. Pero tampoco podríamos ir más allá de una
filaucía infinitesimal sin que el altruismo mismo no
se disolviera en el éxtasis de la inexistencia y de la
inconsistencia, ni se anquilara a sí mismo en el cero
del yo: si un átomo de egoísmo, un atisbo de sen­
sualidad, algunos granos de amor-propio no vinieran
a enturbiar nuestra transparencia moral o a espesar
nuestra pureza espiritual, tampoco habría abnega­
ción; el altruismo, a su vez, se evapora a falta de
un altruista. —En el mejor de los casos, el sujeto
aparentemente compacto, el sujeto privado de con­
ciencia, el sujeto ciego, abrumado por la inflación
de su propio-ser, elige amarse a sí mismo o amar

176
a su propio amor, resentir sus propios sentimien­
tos. Pero, el amor-propio es una apertura completa­
mente ficticia, puesto que desemboca, no sobre la
alteridad del otro, como un gran ventanal abierto
hacia la exterioridad, sino sobre el si y sobre el
mismo, literalmente sobre el sí-mismo. El egoísta
desvía un influjo eferente, cuya vocación natural se­
ría dirigirse hacia la sociedad de los hombres, y lo
dilapida amándose a sí mismo; éstas son las mons­
truosas empresas del amor sui: la circularidad mis­
ma de este amor es el signo de un fracaso, de un
abuso, de un movimiento introvertido, incluso re­
vertido, de un movimiento que no desemboca; esta
clase de amor es apariencia. Con otras imágenes: el
hombre, hinchado por la filaucía, no está lleno, en
realidad, más que de sí mismo; lo que viene a de­
cir: está perfectamente vacío; el vanidoso, el bien
nombrado, está enfermo de aerofagia e incluso de
autofagia; come aire, devora nubes y, sobre todo,
devora su propia sustancia; se hunde en su buena
conciencia satisfecha, en su buena digestión y en su
suficiencia.
Recapitulemos aquí el vaivén de la huidiza corre­
lación que se establece entre el ser y el amor y que
desemboca en la inversión inconstante de los dos
polos:
l.° En primer lugar, he aquí al cuerpo sin ca­
beza y sin alma, al ser vacío de todo amor, al ogro
de la egoidad, al monstruoso diplodocus. Sin embar­
go... dista mucho de que el ego sea la constante
negación, la negación pura y simple del amor. Re­
chazábamos el simplismo de una polaridad mani-
quea, y nuestro rechazo se formulaba de la siguiente
manera: el ser no es unilateralmente el obstáculo,
sino, en términos más complejos e incluso contra­

177
dictónos, el órgano-obstáculo. Al amor le ofrece, en
primer lugar, un plato y un apoyo, y ello a riesgo
de diluir su fervor, de entibiar su alta temperatura
amorosa. Mientras permanezca atado a un cuerpo, el
ser-amante conserva un punto de anclaje o de ama­
rre en el mundo de las fuerzas físicas y en la realidad
social. ¡Hay más! El ego afirma indirectamente el
amor, no sólo por su punto de enlace corporal, sino
por el hecho de que el punto de enlace es también
un punto de apoyo y actúa sobre el amor como con­
trapunto; es lo que llamábamos la dinámica del
trampolín: el peso muerto con el que está lastrado
el ser-amante le da al amor el resorte, la distensión
y el impulso dinámico, un impulso que lo proyecta
hacia lo alto. Una fuerza frenada por la gravedad y
que, a continuación, supera el obstáculo liberando
su energía: éste es el secreto del impulso. Sin duda
el ego por sí mismo no desarrollaría semejante dina­
mismo si una mala conciencia crónica no dormitara
ya en él, si no estuviera virtualmente atosigado por
obsesivos remordimientos, lacerantes escrúpulos y so­
brenaturales preocupaciones... si una conciencia mo­
ral latente no se adelantara a ese mismo ser que,
sin embargo, la pre-existe. Pero, inversamente, esta
conciencia virtual no se habría vuelto dolorosamente
actual sin ese trocito de espacio que se llama el
cuerpo y en el que encuentra su punto de enlace y
su punto de apoyo. Es el cuerpo el que le hace es­
cuchar la voz de la excitante y disonante contradic­
ción. La apasionada resistencia, la desesperada pro­
testa del ego exaltan, avivan, exacerban para mí la
alteridad del otro.
2.° En el extremo opuesto del ser-sin-amor, ¡es­
tá la magia del amor-sin-ser! Absolutamente separa­
do de la primera persona, el amor sería un amor

178
en pena, un amor en el vacío, un amor inmaculado
y místico, y flotaría, no precisamente entre el cielo y
la tierra, sino más allá del cielo de los ángeles; es
inconsistente y vaporoso como un fantasma, impal­
pable como un pensamiento; se disuelve o, mejor,
se volatiliza en el aire; su egoidad se ba esparcido
sobre la arena de las playas, no es más que un mi­
serable espolio. Es un amor extático: se ha converti­
do, por completo, por extraversión, en otro distinto
a sí mismo, se ba volcado íntegramente en el otro,
sin la referencia del mismo; va en busca de la encar­
nación y de la estrechez bienvenidas que le harán
revivir. Se nihiliza así en la indeterminación. El
amante completamente amante, el amante sin ser-
propio se disipa en humo. El amante purísimo mue­
re de pureza, y su misma pureza le hace incapaz de
amar.
3.° El ser-amante lleva implícito el enfrenta­
miento del puro amor y de la monstruosidad; unas
veces, el conflicto degenera en crisis aguda, otras
mantiene en la vida moral un estado crónico de ines­
tabilidad y ambigüedad. El ser-amante acepta ser
impuro; no reivindica la impureza por el placer de
ser impuro, sino que la asume. El ser no siempre es
la negación del amor, pero el amor en ningún caso
es la negación del ser. El ser que es un ego sin amor
parece un monstruo; ni siquiera es «alguien», no es
nadie; un egoísta sin alteridad, un ego sin segunda
persona; ni siquiera es una primera persona; no es
una persona en absoluto: ¡es sencillamente un zo­
quete! Efectivamente, en este caso, no hay nadie
para amar ni nadie a quien amar: un amante que
no ama a nadie, un amante sin amado es una contra­
dicción burlesca. En contrapartida, el amor que se
experimenta por el amado fundamenta y constituye

179
la primera persona misma (el sujeto) a la vez como
amante y como ser-propio. Así pues, es poco decir
que el amor no es no-ser: es más, mucho más que
ser, y ello a fortiori; ¡es Iberamente super-seri El
ego en sí y la transitividad intencional nacen el mis­
mo día y forman, desde su doble nacimiento, una
correlación indisociable: la referencia al amado no
es un lujo, una gracia suplementaria que se le acuer­
da al amado por añadidura, sino que forma parte
ella misma del amor y, con semejante amor, consti­
tuye un solo don, una única bendición. El ser, de­
cíamos, no es alguien. El ego, por su parte, apenas
si es alguien; pero será alguien cuando ame él a al­
guien; a partir del momento en que el sujeto ama a
alguien... ¿qué digo? cree sinceramente y de buena
fe amar a alguien, incluso cuando ese alguien es
imaginario, incluso cuando el amado es inconsistente
o inexistente, como el espectro del Amor brujo, re­
cibe una interioridad. El complemento directo por
excelencia del verbo amar, es decir el Tú, la persona
número dos, que es la persona ajena más inmediata­
mente próxima al yo-mismo, a la vez tan cercano y
tan lejana, es mi acusativo amoroso. Es mi correlato
intencional; es el objeto de mi fina puntería por
excelencia (xat'líjoyTjv): primero, porque el aman­
te ama a su segunda persona con pasión exclusiva,
que no admite repartos, y, segundo, porque apunta
al corazón mismo de la ipseidad en su más concreta,
más inmediata y más esencial particularidad. Más
allá del ser y del espesor físico, pero más acá del
amor platónico y de la difluencia mística, cabe el
amor propiamente dicho, que es relación aguda y
precisa del uno al otro. El Tú designa inmediata­
mente y sin ambages la verdad íntima del amado;
pero también designa a su vez, aunque tácita e indi­

180
rectamente, la verdad del amante; revela al amante
a sí mismo. El amor renueva, enriquece, intensifica
la vida del amante: magnetizado y, por así decirlo,
imantado por el polo de su acusativo amoroso, el
sujeto gramatical abandona el reino de las sombras
y se siente vivir con impetuosa y ferviente vida, en
la que el organismo entero tiene su papel; el amante
ya no es un nominativo desolado; es esta presencia
de alguien fuera de él lo que mantiene dentro de
él la dulce ebriedad. Al amado, al que se tutea y que
es la verdad del amado, así como, paradójica y mis­
teriosamente, la verdad del amante, la verdad del
amor-amante y la verdad del amor-amado, ambas al
mismo tiempo, a esta verdad doble y simple se la
llama sencillamente la verdad del amor; la verdadera
verdad del amor y su razón de ser; la prueba de su
sinceridad; la piedra de toque de su efectividad; la
garantía de su autenticidad. Un amor que ama «en
general» y que no es capaz de decir el nombre de
aquélla a quien ama, ese amor anónimo es una chan­
za. Mejor aún: un amante que no tiene a nadie a
quien amar es comparable a un hombre de acción
que es un agente «en general», un agente «en sí» y
que no tiene nada que hacer y se aburre en la indo­
lencia: el agente-fantasma muere de aburrimiento y
de farniente entre sus asuntos-fantasmas, ¡al igual
que el amante-fantasma entre sus imaginarias queri­
das...! A menos que el ocioso sea el mismo Actus
purissimus, ya que el acto purísimo no necesita ocu­
paciones que llenen su ocio.

181
10.El ser preexiste al amor. El amor se adelanta al
ser. Causalidad circular

La contradicción del ser y del amar se complica


con una ambigüedad inextricable. La confusión llega
al colmo cuando se plantea la alternativa en térmi­
nos de prioridad. l.° Con absoluta evidencia, el ser
preexiste lógica y gramaticalmente al amor (y al de­
ber); la existencia (la preexistencia) del ser-amante
se da, por propia definición, substancialmente por
supuesto como la condición mínima de ese amor.
El sustancialismo, como sabemos, canta ese obsesi­
vo estribillo de la tautología disfrazada; ¡poco más
que un círculo vicioso! Y nosotros decíamos que el
ser era la condición previa de entre las previas...
El ser preexiste al amor —pues ya estaba ahí. 2.° Pe­
ro el amor se adelanta al ser: el amor todavía no es­
taba ahí, pero interviene, adviene o sobreviene, acu­
de, se anticipa a lo que sin embargo ya estaba ahí
desde siempre. El ser estaba antes, ya que es la con­
dición inerte y muda, negativa e implícitamente im­
plícita en las cosas existentes... Antes, por antigüe­
dad, es decir, por inmemorial. Pero también, a su
manera, el amor estaba antes, aunque en un senti­
do completamente opuesto: el amor, según Diótima,
es el que llega ( íttjc ); el porvenir se anuncia con
su llegada; siempre en marcha y siempre joven,
¡Amor es una profecía! El amor estaba antes por­
que es rápido y juvenil; ve<i>TOi:o<;, dice Agatón en
el Banquete1*... Por eso, según Pascal, se le repre­
senta como a un niño. Pero Agatón, más conven­
cional, inmoviliza al dios del amor en su eterna e
inmutable juventud: Eras, dios del amor, no puede14

14. 195 a, c (Agatón); 203 d (Diótima).

182
envejecer; es feliz, y su rostro terso ignora las ami­
gas de la preocupación. Diótima, por su parte, es
filósofa y profetisa: concibe el amor como un de­
venir sin fin, como una primavera siempre contra­
riada por las aventuras. A través de mil pruebas, la
inspiración primaveral no deja de improvisar un
mundo; el amor es siempre naciente, siempre está
a punto de... El amor es un inicio o, más bien, ¡un
reinicio que, hasta el infinito, seguirá iniciándose! El
amor es un hecho que adviene. El amor está antes
en tanto que plantea y fundamenta al ser; en tanto
que es fundador, en tanto que es poeta. Es su tras­
tornante energía, su velocidad lo que le da priori­
dad. Asimismo, el ser preexiste al deber-ser, pero el
deber-ser, en virtud de su preeminencia, es decir, de
su eminente dignidad moral, es la razón de ser del
ser; justifica su valor; y el valor del ser es infinita­
mente más precioso que el ser mismo, el valor del
ser es inconmensurable a ese ser que, sin él, no val­
dría ni una hora de pena. Hemos creído desentrañar
la misma reciprocidad, la misma circularidad para­
dójica en las relaciones del amor y la muerte. Breve­
mente: para amar antes hay que ser, por supuesto,
y ésta es la verdad trivial, la verdad de la calle
—pero, para ser, hay que amar, y ésta es la verdad
esotérica de los misterios; verdad embriagadora que
se encuentra en el fondo de una copa de vino. El
ser preexiste al amor que lo prefigura, pero el amor
prefigurador antecede al ser que sin embargo le pre­
existe... ¡El ser y el amor se adelantan el uno al
otro, son más fuertes el uno que el otro! ¿Cómo
es ello posible? ¿Por dónde hay que empezar? ¿Qué
es esta competencia sin salida ni solución? Nos sen­
timos inclinados a confesar que la respuesta está en
la pregunta, y la solución precisamente en lo inso­

183
luble. Bergson decía, después de Aristóteles, al ha­
blar del aprendizaje: la acción rompe el círculo1#.
Esta solución drástica no es sólo la violencia gor­
diana del conquistador que corta el nudo con su
espada sin tomarse la molestia de desatarlo; tam­
bién explica por qué se aprende a andar andando, a
querer queriendo, a amar amando, porque el amor
empieza siempre por sí mismo —es decir: empieza
por la continuación... Esta petición de principio no
es ni una ingeniosa paradoja, ni un sofisma, ni un
círculo vicioso: es más bien el círculo llamado vi­
cioso el que es un círculo misterioso; el misterio
aquí es el misterio de la aseidad y de la causa sui\
o, más sencillamente, este misterio es el misterio del
comienzo y del acto creador. Y es, por tanto, el
misterio de la libertad.
Puesto que el ser y el amar, con desprecio total
de la lógica, se preceden, si osamos decirlo, mutua­
mente, cabe comprender que la alternativa no sea
rigurosa, que puedan reposar a veces el uno sobre
el otro; lejos de jugar al escondite, a menudo se aso­
cian en inestables y sospechosos complejos; unas ve­
ces, están en razón inversa; otras, paradójicamente,
en razón directa el uno del otro; y, como la ambiva­
lencia llega al infinito, se rechazan y se atraen a la
vez; el ser y el amar se rehuyen a cual mejor y se
confortan el uqo al otro a porfía, en una especie de
apasionada sobrepuja. El ser pletórico impide amar,
pero, a veces, él con tanta frecuencia deshonrado,
sabe ser la expansión natural y el destello espontá­
neo del amor; como la floración en primavera, ex­
presa entonces de una manera inmediata la positi-15

15. L’ivolution criatrice, pág. 193 (en Ed. du Centenaire,


pág. 658).

184
vidad de un impulso volcado todo él hacia la vida y
hacia la plenitud. Unas veces, la hipocresía deja oír
en la armonía la disonancia del falsete del egoísmo;
otras, es el amor el que, en cierto modo, es un him­
no a la luz.

11. Un don total: ¿cómo arrancarse los goznes del


propio-ser? Abnegación

Hablando con propiedad, no hemos planteado el


problema del puro amor, que fue el problema de Fé-
nelon después de haberlo sido de Clemente de Ale­
jandría y de Gregorio de N isa;1# y es que el pro­
blema no puede precisamente ser planteado; tan sólo
podemos rozar, con imponderable tangencia, el lí­
mite extremo y el fino reborde de la aporía: un pu­
rísimo amante, que amara con un purísimo amor, es
decir, con un amor extático y místico, ¿acaso no es
un amor sin ser, un amor indecible, un amor en pe­
na? El discurso filosófico tiene garra tan sólo sobre
la dialéctica de un amor en lucha con el propio inte­
rés. Mientras disertemos sobre un amor impuro, sobre
una dedicación cuajada de segundas intenciones y
llena de inconfesadas reservas, sobre un desinterés
enturbiado por las mil y una opacidades y complica-16

16. Fin clon, Le gnostique de Saint Climent d'Alexandrie


(le P. Dudon, 1930); Explicaron des máximes des saints sur
la vie intérieure (A. Chirel, 1911); Les principales proposl-
tions des máximes des saints justifiies (Oeuvres complites,
1848, t. III); De amore puro (t. III); Condamnalion du livre
des Máximes (t. III); Instructions et avis sur la morale et
sur la perfection chritienne 19 (t. VI). Sur les opvositions vi-
ritables entre la doctrine de M. de Ííeaux et celle de M. de
Cambras (t. II).

185
dones clandestinas de la psicología concreta, ¡va­
mos bien! Son los amores de todo el mundo, los amo­
res cuya protectora es la Afrodita casamentera. Aún
habrá tela para el análisis de las motivaciones, para
la dosificación y la posología, para la evaluación de
los méritos. ¡El psicoanalista espera! De hecho, la de­
dicación siempre es episódica e intermitente: alter­
na con largos períodos de eclipse durante los cuales
el altruista está ante todo dedicado a su único inte­
rés personal; la dedicación es la virtud, a menudo
ocasional, de un sujeto que no siempre es generoso,
que es todo lo contrario de dedicado, que es dedica­
do y muchas cosas más, que es entre otras cosas, en­
vidioso, vindicativo, etc., y que tampoco es dedicado
todo el tiempo: se trata de la virtud del domingo y
de las fiestas de guardar, en suma, la virtud de los
días consagrados a las buenas acciones y a las obras
pías. Y el don mismo es esencialmente partitivo, de­
finiéndose como don en relación a todo lo que no se
da y que se prefiere guardar o reservarse para sí. Un
sacrificio literalmente crónico es casi inconcebible e
insostenible. El sacrificio es una crisis desgarradora;
asimismo, un don «total», un don que da todo sin
excepción, sin preservar nada, sin trampas, sin disi­
mular ni un humilde viático en las alforjas, sin sal­
vaguardar «excepto» alguno, ni como referencia ni
como punto de contraste, en una palabra, el don de
un donante que incomprensiblemente se diera a sí
mismo por completo, o bien es un sinsentido, o bien
el rayo de una gracia sublime y sobrenatural; y
esta gracia no podría perennizarse sin llegar a ser ab­
surda. ¿Podemos imaginar la imposible proeza, el
esfuerzo sobrehumano de un asceta que, no contento
con renunciar a esto o a aquello, no contento con
poner entre paréntesis sus pequeños placeres, tal
186
como le aconseja el médico, apuntara hacia el hori­
zonte del don totaP La totalización contradice la in­
tención misma de dar, o bien es el relativismo del
don el que desmiente el totalitarismo de la abnega­
ción integra... ¡Fuera con las medias tintas y los pe­
queños regalos, cuyo único objeto era economizar el
sacrificio total! ¡A partir de ahora ya no bastan las
«privaciones»! El pseudo-asceta se adapta a las pri­
vaciones con una desconcertante elasticidad y no le
cuesta nada reconstituir un pequeño confort en su
estrecha vida, como los achacosos que van tirando
cómodamente en su régimen y no renunciarían a él
ni por un suntuoso festín. Y es que omitíamos el dis­
tinguir entre la rutinaria inercia de la austeridad y la
exigencia infinita del ascetismo. La austeridad no le
pide al hombre austero que se disocie por completo
de su propio-ser, sin embargo el ascetismo le pide
al asceta ¡que se extraiga todo él de sí mismo! Aho­
ra, se requiere un éxtasis: ya no basta con «desolida­
rizarse»... Semejante gesto todavía es demasiado em­
pírico, demasiado superficial, demasiado fácilmente
cómplice de la mala fe. No, no basta con haberse
solidarizado con la punta de la lengua, haría falta
que el yo hiciera abstracción de sí mismo y se exilara
de su propia esencia. Así es el barón de Crac, el
hombre en perdición, a punto de hundirse, que se
saca a sí mismo del pantano tirando de su propio
pelo: el hombre que se hunde en las arenas movedi­
zas y el salvador que se cree en tierra firme son un
solo y mismo hombre; un solo hombre también aquél
que está ya alienado a sí mismo, el que socorre al
primero y el que sucumbirá en el mismo peligro.
¿Dónde encontrará, en la común inmanencia, un pun­
to de apoyo trascendente? ¿Cómo, por qué técnicas
trascendentes y absurdas, el hombre en peligro, que

187
se hunde en las arenas movedizas de la egoidad, con­
seguirá mantenerse a flote?

12. La aparición evanescente entre el ego y la viva


llama de amor... El umbral del valor

Decíamos aproximadamente esto: el hombre de


corazón y de deber es altruista, no a pesar de su
egoísmo, sino en tanto que egoísta; ya puede amu­
rallarse escandalosamente tras su filaucía, paradóji­
camente será tanto más altruista cuanto más egoísta.
¿No hay en ello un desafío paradójico y literalmente
inopinado a la sensata lógica de la identidad? El
hombre moral es evidentemente altruista a pesar de
la resistencia egoísta, altruista con un altruismo dis­
minuido, rebatido, contradicho, debilitado, por tanto
bastante miserable y vergonzosamente altruista. En
suma, las revanchas y contraofensivas del ego son de
difícil contención... Sin embargo, es la negatividad
egoísta misma la que apasionada, desesperada y fa­
náticamente agudiza la protesta del altruismo. El «a
pesar de», preposición concesiva dictada natural­
mente por un buen sentido y una buena voluntad car­
gados de buenos deseos, cede el sitio a la cínica cau­
salidad: ¡ni ego ni sacrifico! ¡Ni ego ni méritos! Una
vez más, aquí, la complicación dialéctica nacida de
la contradicción nos impone las curvas y los zigza-
gueos de la vía mediata. Uno se siente inclinado a
decir, hablando en un modo algo simplista y esque­
mático, que la abnegación necesita de un ego vigo­
roso, vital y sensual para rebotar sobre él. Sin él,
¿dónde encontraría la elasticidad y la distensión ne­
cesarias? ¿De qué voluptuosidades sería negación la
abnegación? El ego, para elevarse hacia el cielo del

188
altruismo, necesita lanzar lastre. ¿Dónde encontraría
ese lastre para lanzarlo? Pero, ¡atención! La manio­
bra es escabrosa, y el margen de maniobra más que
estrecho: hay que pesar y sopesar los imponderables
con infinita delicadeza, sobre balanzas ultrasensibles,
cuando se valora la buena o la mala fe de una op­
ción; a poco que se nos vaya la mano, podemos caer
a uno u otro lado. En los dos extremos, la situación
es perfectamente inambigua. Si el obstáculo es igual
a cero, no hay sacrificio; cuando el altruismo no
cuesta nada, no hay altruismo; cuando la práctica de
las virtudes es tan poco costosa como las funciones
de la vida vegetativa y la circulación de la sangre en
las arterías, el mérito no tiene mérito; o, mejor di­
cho, al ser el mérito mismo la relación entre un
perfeccionamiento y un esfuerzo, ya no existe tal mé­
rito; por ejemplo, los ángeles no tienen mérito algu­
no; por ejemplo, los santos no son «virtuosos», hu­
manamente virtuosos; al haber trascendido la agonfa
y sus angustias, viven en gloria (si es que puede de­
cirse «viven»). Pero como, a la inversa, una sensibili­
dad asfixiante, generadora de tensiones irresistibles,
haría desaparecer la débil chispa moribunda del es­
crúpulo moral, uno se inclina a pensar que la buena
medida de una conciencia moral adecuada debe en­
contrarse en algún lugar a mitad de camino entre el
demasiado y el demasiado-poco. Pero, ¿acaso puede
hablarse seriamente de una sensualidad «media»? La
determinación de este justo equilibrio es aún más
arriesgada y más delicada cuando se mira al minuto
evanescente del valor y, sobre todo, al instante infi­
nitesimal de la decisión heroica. Si el valiente no tiene
a qué enfrentarse, sí no tiene absolutamente miedo
alguno, ya sea porque no tiene conciencia alguna del
peligro, ya sea porque se siente invulnerable, si no

189
sabe siquiera, impávido e intrépido él qué quiere
decir temblar, no tenemos razón alguna para admi­
rar su valor. Y aún menos después, si el espanto
puso en fuga al valiente: éste no era sin duda más
que un bravucón, un matamoros. ¿Dónde encontra­
remos, pues, la inasible, la sutilísima valentía de este
valiente? No podemos, a menos que queramos caer
en el ridículo, llamar valiente, en el lenguaje del
justo medio, a un hombre medianamente cobarde, ya
que la cobardía es repugnante en cualquier caso y
sea cual sea su dosis. Más que la determinación arit­
mética de una media o de la medida de una equidis­
tancia, quizá prefiramos la intuición del corte pre­
ciso y de la mutación infinitesimal. Es en el presente
del enfrentamiento cuando habría que asignar el ins­
tante de la valentía, es en ese punto cuando, al aus­
cultar la moral, oiríamos el latido del corazón de este
valor. ¡Antes, es demasiado pronto; después, dema­
siado tarde! La ocasión del valor, ¡cairos, debe es­
tar sin duda en algún lugar entre los dos. Pero ¿dón­
de situar este algún lugar? Decimos situar y no loca­
lizar. Existe realmente un «umbral» del valor, pero
su liminaridad no se percibe sino con una búsqueda
vacilante y azarosa, pues el instante valeroso acaece
casi imperceptiblemente en un océano de pusilani­
midad, como el buen gesto aparece-desaparece en un
océano de egoísmo y como la chispa temblorosa de la
sinceridad brilla entre las nieblas de la hipocresía.
Entre la impavidez del todavía-no y las fanfarronadas
del ya-no que, una vez superado el miedo, hacen
crecer hasta el infinito imaginarias hazañas, hay un
lugar para el debate apasionado, serio, incluso trá­
gico, del valor y del miedo. El debate del miedo y
del valor se resume en una contradicción cuya apa-

190
rienda sólo es paradójica: ¡para ser valeroso, hay
que tener miedo! Para ser valeroso, hay que agarrar­
se a la vida, a una vida que se siente frágil, amena­
zada e infinitamente preciosa; para ser valeroso, hay
que amar la vida y, al mismo tiempo, ¡dar poco por
ella! El miedo obstaculiza la valentía que lo acalla,
es decir desalienta el aliento, y al mismo tiempo es su
razón de ser. Este momento crítico, de extrema ten­
sión, no es el del miedo superado, sino el del miedo
a superar; la conciencia aún no ha tenido tiempo de
ofrecerse el peligro como espectáculo, ni de concluir
sobre sus propios méritos. El misterio del valor se
reduce a un derrumbamiento infinitesimal de la vo­
luntad, casi inmediatamente barrida, eclipsada y, por
así decirlo, sumergida por el desencadenamiento in­
finito del exhibicionismo, por el énfasis sin medida y
por la inflación verbal. En ese mismo instante, la
libertad es para el hombre libre una visión claro-
oscura y una deslumbrante certidumbre; en el des­
tello de ese instante, la aparición evanescente es, en
cierto modo, equi-unívoca.
Más en general y de todos modos, si llamamos la
atención sobre el obstáculo del órgano-obstáculo, no
es para edulcorar aún más la insulsez de una sensua­
lidad media, sino para aumentar la inquietud de una
sensualidad atormentada, ansiosa y preocupada, para
hacer más vigilante la mala conciencia. La conciencia
alerta está acosada por el purismo maníaco, mante­
nida en vilo por los puntillosos escrúpulos y por los
despiadados aforismos, perseguida por unas exigen­
cias que no dejan pasar nada. Es cuando perdemos el
sueño; la conciencia ya no es tan sólo vigilante, sino
que padece de insomnio: la agonía durará hasta el
fin del mundo... «No hay que dormir durante ese

191
tiempo».17 Una mala conciencia crónica encuentra el
sueño de los justos, ya que la «virtud» es esencial­
mente precaria. Obsesiva, acerva, despiadada es la
denuncia que hace La Rochefoucauld del egotropis-
mo omnipotente: el autor de las Máximos incansa­
blemente nos devuelve el estribillo de un ego que es
objeto de su agotadora perspicacia y que reencontra­
mos en cada esquina, en cada cruce o bifurcación de
la misantropía sistemática. Todo el mundo se siente
culpable, impuro, fracasado. La Rochefoucauld, aco­
rralando de máxima en máxima los pretextos, las
excusas y los sofismas de la hipocresía, inaugura
mucho antes que Kant la era de la sospecha. Inter­
pretar las cifras de la duplicidad, ésta es la gran ocu­
pación estratégica de Baltasar Gracián. Incluso las
suavidades de la retórica pueden convertirse en arma
de guerra. Incluso la obsequiosa adulación es una
forma de beligerancia y, en este caso, la más pérfi­
da... Este arma se llama la astucia.

13. La unción. El resentimiento mínimo de la abne­


gación (aferencia de la eferencia). El placer de dar
placer

Sin embargo, la unción, cuando es predicada por


San Francisco de Sales e incluso por Fénelon, por
lo demás tan austero en materia de pureza y tan in­
transigente en asuntos de la caridad, no es necesaria­
mente una dulce palabra engañosa; o, con otras imá­
genes, su terciopelo no siempre disimula sus garras.
Evoca ante todo un pensamiento de dulzura y cari-

17. Pascal, «Mystire de Jé$us» (Pensies, V II, 553). Mi­


guel de Unamuno, Agonía del cristianismo.

192
cía.' Cuando no es pervertida, es más bien una llama­
da a la confianza y a la indulgencia: confianza mesu­
rada en la seducción de las apariencias, indulgencia
para aquel que se deja seducir por ella. Más aún, ha­
bría sin duda un poco de mala fe, algo de perversi­
dad y mucho de irrealismo si se hiciera gala, en se­
mejantes materias, de una rigor sin matices o de una
rigidez demasiado despiadada. Desalentar a la buena
voluntad con la perspectiva de una tarea imposible
es una precaución de mala ley, cuando no señal de
mala fe. Una buena fe llevada al extremo (¿acaso
merece entonces el nombre de buena fe?) es general­
mente indiscernible de la mala fe o, al menos, de la
mala voluntad. Son el radicalismo y el maquiavelis­
mo de la exagerada buena fe los que merecen des­
pertar las sospechas de un alma simple y recta; son,
en cambio, las locas aproximaciones de la esperanza
y las quimeras de la ilusión las que justifican la fe
en el esfuerzo.
Así es cómo nos expresaríamos, si empleáramos
conceptos fenelonianos: el hombre desinteresado, por
muy desinteresado que sea, debe sentir al menos un
interés sensible por el objeto de su desinterés; sucede
incluso que el altruismo más desprendido de todo
placer egoísta siente, a falta de otro placer, el placer
de la entrega. Lo cual, según una lógica elemental,
nos devuelve al simple principio sustancialista. ¡Este
círculo vicioso es decididamente bastante virtuoso!
¿Quién se sacrifica? ¡El verbo «sacrificarse» deberá
en algún momento tener un sujeto! ¡Siempre está
obligado a algo!... La naturaleza inexterminable del
ego y del egoísmo es solidaría de la indestructibilidad
inversa, la del altruismo, ya que el optimismo del pe­
simismo es tan obstinado como el pesimismo del opti­
mismo, y nos vemos así remitidos al infinito del uno

193
al otro. Leibniz, al hablar del sentido y del orden
inteligible, decía que se reconstruían hasta el infinito
y se regeneraban constantemente, que no podían ser
nihilizados. Más allá de los más arbitrarios caprichos
y de las violencias absurdas del ascetismo, más allá
de un masoquismo contra natura y por otra parte
contradictorio, la atracción del placer y la positivi­
dad del consentimiento resisten a todas las persecu­
ciones y tienen derecho a nuestra indulgencia. A pe­
sar de las reservas que yo mismo tendría al hablar
de la complacencia, el atractivo simple y natural de
la cosa atractiva no puede ser sinceramente negado:
nuestros remilgos no servirán para nada y las con­
torsiones de un asceta en el suplicio pueden conver­
tirse en sospechosa señal de complacencia, o sea en
motivo de vanidad. No siempre es fácil distinguir en­
tre la alegría de la entrega y la estúpida satisfacción
del llamado deber cumplido, ni de determinar en
qué momento se pasa de la una a la otra. Mientras
se trate de la primera (a condición de estar segu­
ro) uno puede efectivamente preguntarse ¿qué mal
hay en el hecho de sentir semejante alegría? No es
un crimen. El placer de dar placer es el mayor de
los placeres. Por favor, permitidme este placer.
Este placer no sólo es excusable, sino inocente;
y, en efecto, no basta con decir este placer se apro­
xima al máximo al acto generoso, sino que es su in­
mediata emanación. Podemos incluso decir más: tal
placer es una sola cosa con el acto generoso; la do­
nación y el placer de dar son las dos vertientes, la
aferente y la eferente, de una misma bendición y de
una misma alegría; el placer se exhala, en cierto
modo, directamente de la donación —o, a la inversa,
es el don el que es expansión generosa del placer; pla­
cer y don son, uno y otro, a la vez, causa y efecto, y

194
los dos movimientos son sincrónicos al ir del uno al
otro y del otro al uno— . Cada vez que la voluntad
militante actúa, emprende, hace esto o aquello, cada
vez que va adelante o al encuentro de su segunda per­
sona para asistirla, socorrerla y sobre todo salvarla,
esta voluntad espontánea sufre un contraataque, como
un efecto de retorno, la reacción centrípeta inherente
a su acción compasiva; el impulso compasivo y el
momento receptivo, el dar y el sentir, el impulso pri­
mario y el «afecto» secundario no son consecutivos,
sino que forman parte del mismo proceso; incluso
sucede que, al igual que en la inocente espontanei­
dad de la piedad, no sólo es la emoción contempo­
ránea del gesto compasivo, sino anterior a él. ¿Cómo
pretender, en este caso, con la teoría fisiológica, que
la piedad se reduzca por completo a la comedia del
agua bendita, y la piedad toda a la percepción de las
modificaciones periféricas, y que el misericordioso
tenga piedad de sus propias lágrimas? Pascal nunca
quiso decir esto. La piedad y la dulzura de las lágri­
mas sólo son «egoístas» cuando se las aísla artifi­
cialmente de la caridad compasiva, el lado pasivo de
la compasión, o si se separa la emoción de la acti­
vidad generosa. Esta separación desemboca en la
atrofia simultánea de la generosidad y del sentimien­
to; tiene la salida del desecamiento, del embota­
miento y, a fin de cuentas, de la degeneración del ser
moral: la interioridad afectiva pasa a ser un pálido
fantasma sin eficacia ni consistencia, mientras que
la limosna se reduce a una mecánica y a una nece­
dad o, por mejor decirlo, a la pantomima de un mono
sabio.
La misma pregunta obsesiva no deja de perse­
guirnos: ¿a partir de qué grado de filaucía puede
acusarse al ego de egoísmo? ¿A partir de qué den­

195
sidad óntica la necesaria preservación del sujeto se
vuelve sospechosa, luego culpable y debe ser con­
denada? Más exactamente, ¿dónde acaba el amor-
propio lícito? ¿En qué punto empieza la filaucía cul­
pable? ¿Dónde y cómo asignar el límite? ¿Hasta qué
punto el éxtasis, hasta qué punto la rarefacción y la
extenuación del sujeto sustancial pueden llegar sin
que el ser se precipite en el vacío de la nada y sin
comprometer peligrosamente su supervivencia? El
riesgo de nihilkación no es nada desdeñable en este
juego con el no-ser, en el que la suerte de escapar
está a merced de una prodigiosa y peligrosa acroba­
cia. ¿Cuánto? ¿Dónde y cuándo? Es cierto que el
paso de la buena voluntad a la mala se opera en tal
o cual momento, en un momento dado... ¿Pero, en
qué momento dado? En un momento dado... pero,
¿cuándo?; pero, ¿cuánto?. En cualquier caso, no de­
masiado... Las determinaciones circunstanciales, y
sobre todo cuantitativas, son tan inciertas y arbitra­
rias como la hora de la muerte. Sea cual sea la cate­
goría que nos planteemos, no puede responderse con
precisión, fijar las dosis, asignar el límite del dema­
siado o del demasiado poco. Estas aporías, utilizadas
como sofismas por los megáricos, unas veces esca­
motean las discontinuidades en la continuidad apa­
rente y capciosa del «sorites», otras desconocen la
continuidad del devenir y de la mutación. Una vez
más, hay que decir aquí: es sobre todo en las dosis
medias en las que nuestras facultades de apreciación
oscilan en el equívoco; los extremos son, en cambio,
perfectamente unívocos. Sin embargo, incluso en la
zona mixta y escabrosa de nuestra finitud, parece que
la buena regla sea evitar los mezquinos mercadeos de
la posología y admitir las más naturales evidencias.
Aquel que plantea cuestiones sofisticadas no puede

196
sorprenderse si él mismo hace el juego a los sofistas
y cae enfermo víctima de la enfermedad del escrú­
pulo.
Para el hombre, ser finito e impuro, el acto purí­
simo es un límite quimérico, al igual que puede serlo
el ideal de un amor purísimo: son dos nombres para
un solo éxtasis puro de toda realidad concreta, de
toda vivencia psicológica, de todo contexto asociati­
vo. Pero la ley de alternativa contraría el reino de la
gracia: el impulso centrífugo sufre el choque de re­
troceso de las fuerzas que refluyen sobre él y lo neu­
tralizan, o, al menos, lo compensan; toda actividad
creadora recibe así, en contrapartida, los efectos de
su pasividad correlativa. ¡No hay «actos puros» 1 La
contrapartida es la onda aferente que sigue inmedia­
tamente al acto-eferente y forma también parte del
acto.., la contrapartida es la repercusión y, en cierto
modo, la resonancia inducida por la actividad prima­
ria; cuando la afectividad empieza a surgir, el hom­
bre de acción le toma gusto o, simplemente, la ad­
hiere a su propia iniciativa; la complacencia del buen
movimiento hacia sí mismo es la más fugitiva, pero
también la más diabólica de las fatalidades morales.
Sucede también a veces, por otra parte, que el cuer­
po hable muy alto y muy fuerte o que lo haga a voz
en grito: en tal caso, el rechazo sensible se manifiesta
bajo la forma de una explosión, de una violenta pro­
testa de los órganos. Apasionada o casi imperceptible,
esta participación es a veces una pesada e indiscreta
adherencia, a veces una imponderable adhesión; en
ocasiones, una adherencia del ego a su propia fisio­
logía, en otras un impalpable, aunque siempre detec-
table, estremecimiento de la conciencia.
La interpenetración del influjo eferente y del in­
flujo aferente es todavía más íntima en el amor, por

197
poca mezcla que tenga, que en el acto puro. Y es
que el amor implica ya la afectividad y que él mismo
es la vertiente vivida y sensible de la caridad. El
amor significa a la vez alguien a quien amar y alguien
para amar. El primer «alguien», objeto de la inten­
ción transitiva, es a la vez el acusativo de amor, es
decir el objetivo del amante, y lo que alumbra y man­
tiene la «viva llama del amor». Completamente ex­
trovertido, vuelto hacia el otro y en este caso hacia
la segunda persona, el amante, en el amor límite,
tiende al olvido de sí, a una especie de perdición ex­
tática y de anestesia interior. Pero el amante mismo
no es ni un soplo invisible, ni un hálito sin cuerpo
y sin peso, ni un pensamiento impalpable: el amante
es un existente y un sujeto sustancial, y no se puede
impedir al amante amar el amor ni sentirse amado,
sentirse amante, sentirse a sí-mismo en general y,
por una degeneración progresiva cuyo término último
es el amor-propio, amarse finalmente a sí mismo y
encontrar gusto en ello. Por mediación de la con­
ciencia que de sí toma y de la complacencia que le
da gusto a esa conciencia, el amor adquiere volumen
y todas las dimensiones de la existencia. Y no sólo el
amor se torna más existente, sino que, en contrapar­
tida, el amante mismo se reanima y gana en fervor.
Sin duda, Fénelon es absolutista y sobre todo poco
realista cuando condena sin transigir el gusto sensi­
ble en general... Este rechazo sensible, que no se
puede nihilizar, pertenece a la vertiente aferente de
la experiencia moral, al igual que el don desinteresa­
do es su momento eferente; y es en la unión indiso­
luble de ambos momentos donde se expresa lo huma­
no del hombre. ¿Puede acaso separarse la austera y
costosa renuncia al propio placer de la tierna solici­
tud por la segunda persona? Sin esta amorosa solici­

198
tud, el amor ascético sería sólo indiferencia y abs­
tracción. El otro es, en cierto modo, otro mí-mismo,
pero no en el sesntido del egotropismo atomístico y
sustancialista de Aristóteles, que es un poco demasia­
do pequeño-burgués: el amante, que ha muerto para
sí mismo, renace milagrosa, apasionada y extática­
mente en el ser del amado. Por eso, el resentir, que
es la aferencia mínima inseparable de la eferencia
desinteresada, por eso este resentir no es ni efecto de
reflexividad ni duplicación en un espejo, sino que es
al mismo tiempo primera y segunda vez; el resentir
es indivisiblemente eco amoroso y espontaneidad pu­
ra. La alternativa del otro y de mí-mismo se ha supe­
rado, sobrepasado — ¡trascendido! Así es cómo su­
pone el amor el cumplimiento de dos seríes de con­
diciones aparentemente contradictorias. Por una par­
te, y en el orden de la eferencia, la abnegación que
permite, inexplicablemente, vivir por el otro y en su
lugar, sin pensar sino en este otro, como hace la in­
tuición... ¿Acaso no es a su manera el éxtasis una
intuición vivida? Y, por otra parte, en el orden de
la aferencia, la felicidad, la inefable dulzura de sen­
tirse vivo, la dulzura de sentirse vivir intensamente
y en total plenitud: ¡paradójicamente, el éxtasis y la
expansión vital son una única y sola cosa!
A partir de ahí, no es pecado el saborear el fruto
de la dedicación, cuando por casualidad la dedica­
ción sabe a algo, ni sentir la alegría del sacrificio, si
es que por suerte el sacrificio supone semejante ale­
gría. No hay en ello mal alguno. Los jueces suspica­
ces nos reprochan estos inocentes placeres, y las al­
mas escrupulosas, al escuchar sus reproches, se arre­
pienten de ellos. Pero nosotros no le daremos la ra­
zón al gnóstico «impasible» que es Clemente de Ale­
jandría; no escucharemos a los jueces suspicaces y

199
nos abstendremos de espulgar ansiosamente los escrú­
pulos maníacos: por una vez, nos remitiremos a la
voz de la buena conciencia.
Sin embargo, la vocación del amor se dirige en el
sentido inverso al tener, a la conservación (al «guar­
dar») e incluso, hasta cierto punto (punto que no se
puede asignar), en el sentido inverso al ser a secas;
el ser es un cumplimiento, pero no por ello deja de
ser un peso, puesto que es el ya-hecho, en el partici­
pio pasado pasivo —e incluso decíamos: precisamen­
te porque es un obstáculo, será un cumplimiento; el
ser es un cumplimiento que es un impedimento; o, a
la inversa, es un peso que es una plenitud. El ser de
amor, para cumplir su vocación, debe preservar su
propio-ser e incluso, si fuera necesario, agrandarlo,
sin que pueda determinarse en cada caso de qué ta­
maño debe ser, ni si este crecimiento es pleonexia o
si es una condición necesaria de la plenitud amorosa.
No hay vergüenza alguna en conservar el ser de uno.
Y si, por azar, se insistiera y se preguntara: ¿en el
fin de los fines, cuánto hay que conservar y cuánto
hay que dar para ser un hombre hecho, cumplido?
Responderíamos de inmediato: de todos modos, no se
trata de hacer dos mitades de lo que se guarda y de
lo que se da: a semejante partición le resultaría fácil
instalarse en la economía estática de la rutina diaria
y degenerar en gestión de tendero; no puede tratar­
se en la vida moral de calcular la buena media...
Menos aún puede tratarse de una «negociación», pues
a lo que apuntan los negociadores, alternando chan­
taje, engaño e intimidación con hipócritas concesio­
nes, es al establecimiento de un orden estático, de
una nueva relación de fuerzas y de un nuevo equili­
brio; esta negociación no es otra cosa que una con­
tinuación solapada de la beligerancia, de una beli­

200
gerancia en sordina. Más que de una negociación,
preferimos hablar de un ajuste infinito: la solución
queda tan lejos como el horizonte — es decir, retro­
cede a medida que uno se acerca. Todo equilibrio es
inestable, precario, constantemente cuestionado; nada
instalado, nada definitivo.
La exigencia moral, al igual que la vulgar nego­
ciación de los vulgares negociadores, admite, de he­
cho, los compromisos; los admite, la muerte en el
alma, en defensa propia; los admite cerrando los ojos
y volviendo la cara; pero, de hecho y tácitamente, los
admite aunque teóricamente abomine de ellos y los
vomite: después de todo, es la acción en genera] la
que necesita las aproximaciones para llegar a algo, y
sin ellas no desembocaría en nada; así es cómo se
adapta a las circunstancias... ¡Aristóteles nunca cerró
los ojos al oportunismo natural de la práctica! Cier­
tos malentendidos por aquí, un poco de aproxima­
ción por allí, unas gotas de ambivalencia, mucho
amor y buena voluntad y, bien o mal (más mal que
bien), a pesar de todo, ¡lo inviable se hace viable y
lo imposible se torna posible! Pero la exigencia moral
implica una negociación muy fina, que pesa y sopesa
en sus balanzas los imponderables, calcula las can­
tidades infinitesimales y examina los móviles más
secretos. Quizá habría que oponer la aproximación
supra-fina que va hasta el infinito al burdo más o
menos que cursa en las transacciones de los tenderos.
Cierto es que la exigencia purista es intransigente y
rechaza el arte de componer alianzas: pero el amor
puro puede coincidir a veces, en el instante de una
intuición, con su propio contradictorio. No es ésta
la paradoja menos sorprendente del extremismo mo­
ral... Esta es la suprema ironía: el amor y el ser no
combinan entre sí hábiles arreglos e ingeniosas amal­

201
gamas que sean su modus vivendi, sino que se reco­
noce súbitamente el uno al otro en el relámpago de
la coincidentia oppositorum, cayendo uno en brazos
del otro.

14. El horizonte del casi. Del casi-nada al no-ser.


Resultante inestable de la ambición y de la abnega­
ción

El horizonte del casi —dicho de otro modo, de


esta aproximación infinitesimal donde reconocíamos
la tercera evasión— permite comprender de qué mo­
do el ser, por efecto del amor, tiende infinitamente,
como hacia su límite, hacia el no-ser, sin evaporarse
nunca en la nada, sin ser nunca nihilizado. Precise­
mos, en primer lugar, la cláusula esencial, la que es
condición de todo lo demás: apenas es negativo y
designa lo que «apenas» emerge del no-ser; pero, casi
es tímidamente afirmativo. Apenas, aborto disfraza­
do, alude al fracaso; en cambio, casi se relaciona con
un fracaso que presagia un próximo éxito; casi expre­
sa en una sola palabra que se falla el objetivo, pero
que se falla por poco... Excepto esto —un fracaso
fortuito, una simple mala suerte— , casi es todo po­
sitividad: es un adverbio de pudor, pero también un
adverbio de esperanza para uso del hombre valeroso
y de acción que, por héroe que sea, es decir aun en­
frentándose a la muerte y aun asumiendo en el sacri­
ficio la posibilidad de morir, dice sin embargo sí a la
vida y al porvenir, y preserva, en lo posible, su pro­
pia existencia para dedicarla a la existencia de los
demás, puesto que éste es el imperativo de los impe­
rativos; asume el riesgo de aniquilarse, pero necesita
escapar y sobrevivir: pues el ser es mejor que la

202
nada. Nada es más simple y más claro que esta
apuesta. El casi, en oposición a todo nihilismo, pre­
supone un acto de fe y una voluntad de vivir. ¿Qué
digo?, la abnegación límite, en el extremo opuesto a
toda negación anuladora, a toda aniquilación suici­
da, presupone valores y razones de vivir más subli­
mes que la vida misma; la abnegación es, pues, a
jortiori vital; renuncia al ser para acceder, a la luz
del amor, a un super-ser. ¿Es la tangencia amorosa
con la nada un fracaso o un triunfo? Semejante alter­
nativa, a este nivel, parece trascendida. El sacrificio
supremo es, en primer lugar, un fracaso, en la medida
en que el ser-amante, reducido a un casi-nada, se ha
vuelto inconsistente y casi inexistente; pero este fra­
caso, transfigurado por la óptica moral del deber,
es también la más milagrosa de las suertes y la más
triunfal, puesto que, en el último segundo del último
minuto, el apenas-existente se salva del no-ser; debe
ser salvado; por medio de un acrobático restableci­
miento, el que ha estado a punto de sucumbir sobre­
vivirá... A punto de sucumbir, cual Mazeppa, revive.
¿Acaso no es, efectivamente, un milagro? Ha falta­
do bien poco para que el superviviente, todavía ja­
deante, sucumbiera; no ha faltado casi nada para que
el amante ya no fuera nada: entre el nada y el casi-
nada hay este infinítamente-poco, este corte infinite­
simal del casi, esta temblorosa luz que es también
una inmensa esperanza, grande como el mundo.
La tercera evasión es peligrosa, pero la cuarta es
vertiginosa; es más móvil, más inquieta que la ter­
cera y, a propósito de ella, evocábamos los zigzags
y el zumbido de un insecto enloquecido que busca
una salida en su prisión de cristal y se golpea contra
las paredes transparentes: en este vaivén, reconocía­
mos el balanceo característico y, por así decirlo, la

203
vibración de una conciencia en busca del casi-nada; a
esta conciencia, los dos extremos se la remiten el uno
al otro; unas veces, roza el más allá, es decir el mun­
do sobrenatural del amor, en el que pierde pie, luego
recupera fuerzas en el más acá y de inmediato rebota
hacia la inaccesible patria ulterior en la que nunca
aterrizará astronauta alguno. El acróbata de la cuar­
ta acrobacia no se dejará convencer por el raciona­
lismo relativamente optimista de Descartes18. Es de
todos conocido el consejo que la segunda máxima de
la «moral por provisión» da al viajero perdido en el
bosque: este viajero, como el abejorro enloquecido,
gira «unas veces hacia un lado, otras hacia otro»,
y Descartes lo compara a los «espíritus débiles y vaci­
lantes» que —evidente señal de desconcierto— son
bamboleados por las oscilaciones del remordimiento
y del arrepentimiento; Descartes recomienda a esos
viajeros desorientados caminar siempre recto en el
mismo sentido, ya que, así, llegarán al menos a algu­
na parte, siendo la buena regla adoptar una dirección,
aunque sea al azar, y mantenerse en ella. ¡Todo, an­
tes que errar por la doble tiniebla del bosque y de
la noche! ¡Mejor el claroscuro de la práctica y del
probabilismo que esta doble tiniebla! A partir del
momento en que hay una zona de irracional en la
práctica, una elección hipotética y pragmática, dicta­
da por el imperativo de urgencia, es sin duda prefe­
rible a la desesperación... Por otra parte, cuando se
habla, no del bosque oscuro y del camino perdido,
es decir del espacio, sino de las realidades inasibles,
inalcanzables e intangibles, quizá se pueda no negar
toda virtud al porvenir y al movimiento. Cierto es
que la repetición rápida y frecuente de una ida y

18. Discours de la métbode, III (A. T. VI, págs. 24-25).

204
vuelta no sustituye la omnipresenda: sin embargo, el
vaivén del ser-amante, cuando corre del ser-sin-amor
al amor-sin-ser y de una salida a otra, puede, en el
límite de la aproximación, parecer indiscernible de
la ubicuidad; al igual que el ejérdto de un genial
estratega, que suple la insufidencia de sus efectivos
con la fulminante velocidad de sus movimientos, pa­
rece siempre presente en todas partes. El vaivén entre
el ser y el amar, evoca, por su agilidad, los «juegos»
inasibles del humor: si la inversión irónica es una
segunda seriedad tan pontificante, tan estática y defi­
nitiva como la seriedad sin exponente, la seriedad del
humor siempre es infinitamente mayor. La omnipre­
senda y la osciladón sin fin no son aquí un milagro,
o, mejor dicho, este «milagro» es simplemente la
gracia de la movilidad. Y su nombre es misterio.
Una sola máxima esendalmente equívoca vale
para el imposible paso al infinito — paso que lleva
siempre el mismo sentido— y para el movimiento de
vaivén que es indefinidamente posible. El imperativo
moral minimiza el mal necesario que el cuerpo y el
egoísmo levantan en su camino y lo convierte precisa­
mente en el mal menor: evita el obstáculo necesario
convirtiéndolo en órgano-obstáculo, lo cual no im­
plica que la negatividad del obstáculo sea íntegramen­
te abolida y transfigurada en un medio. La abnega­
ción tiene necesariamente en cuenta este residuo iner­
te, irracional e insoluble, inexplicable e.injustificable,
que es la cuadratura del círculo de toda teodicea. En
el absoluto, el imperativo moral exigiría que se con­
siderara este residuo como inexistente, que se hiciera
como si fuera nulo y no producido: es lo que Leibniz
llamaba la voluntad antecedente. Pero, cuando se pre­
gunta hasta qué grado, en lo relativo, puede el amor
asumir al ser, la respuesta es teóricamente: lo menos

205
posible —y, en principio, no más de lo que es estric­
tamente necesario para sobrevivir; ¡todo lo que esté
de más es un lujo! En este mínimo se da por supues­
ta, por una parte, la presencia positiva del ser, ya que
un mínimo no es una nada, un mínimo es, al menos,
algo; muy poca cosa, ¡pero algo al fin! Estable y fi­
nito, este algo es simplemente tolerado y se opone a
la casi-nada espiritual, al igual que la austeridad y la
sobriedad se oponen al ascetismo, la indigencia a la
mendicidad y la modestia a la humildad. Pero tam­
bién hemos dicho que la densidad de la tolerancia
no puede ser cifrada. Por otra parte, este «mínimo>
implica indirectamente la limitación que le impone el
amor infinito. Si el amor infinito, al dejarnos como
unco alimento el casi nada, es una abnegación subli­
me y si el ser es la ambición de un pleonasmo egoís­
ta, el algo, que es mínimo, sería más bien la resultan­
te de esta ambición y de esta abnegación, el equili­
brio inestable constantemente roto y constantemente
restablecido entre uno y otro. A partir de ello, má­
ximo y mínimo no son tanto antagonistas exclusivos
el uno del otro como correlativos y complementarios
en una alternativa. Cuanto más ser hay, menos amor.
Cuanto menos ser, más amor hay. El uno compensa
al otro. El problema escabroso de la vida moral se
parece a una proeza, pero esta proeza se consigue
casi sin pensar cuando se ama: consiste, repitámoslo,
en mantener el máximo de amor en el mínimo de ser
y de volumen, o, a la inversa, en dosificar el mínimo
de ser o de mal necesario compatible con el máximo
de amor.

206
Las maquinaciones de la conciencia.
Cómo preservar la inocencia

1. Plétora y esporadismo de los valores. El absoluto


plural: caso de conciencia

El más diabólico de todos los obstáculos es el que


tiene por origen el valor mismo. El valor es el espa­
cio de la transparencia y de la comunión. ¿De qué
modo puede esta transparencia convertirse en fuente
de confusión y de malentendidos? Existe, decíamos,
un residuo opaco, inerte e irreductible, un espesor
que, sin confundirse con el «mínimo físico», es a su
manera una especie de mal menor: este mínimo mal
paradójico procede, por así decirlo, de una super­
abundancia de normatividad, es decir incluso de deber
infinito. El obstáculo, en tal caso, no es una simple
barrera material ni un simple impedimento, como lo
es, por ejemplo, la tentación que los teólogos llaman
concupiscencia o- lubricidad; es un «mal necesario».
Y, como tal, este'mal necesario es parte integrante
de una estrategia defensiva justificada por la debi­
lidad del hombre, por la escasez de sus recursos y
por la miserable finitud de nuestra vida; la ley moral
—¿por qué no?— nos pedirá quizá un día que pre­
servemos la parte lujuriosa de nuestro ser, que deje­
mos a este ser todas sus probabilidades y que le evi­
temos cualquier mutilación. Entonces, mi responsa­

207
bilidad personal podrá convertirse en auxiliar obje­
tivo y fortuito de la dedicación; entonces, mis debe­
res hacia mí mismo (caso de que existan) me obliga­
rán indirectamente a obrar estrictamente en el sen­
tido del deber. El obstáculo necesario es, a veces,
una infidelidad aparente que, por el juego de las cir­
cunstancias, se encuentra al servicio de una fideli­
dad más profunda y seria, aunque más desconcer­
tante. Y, en segundo lugar, en el orden temporal: la
fidelidad espiritual es una fidelidad de largo alcan­
ce; prescribe que vivamos el mayor tiempo posible;
prohíbe que acortemos prematuramente nuestra vida
mediante el sacrificio; el mismo imperativo, que me
haría amar al otro hasta la muerte, me ordena, en
cambio, vivir, y vivir precisamente por amor a este
otro... ¡y es el mismo! —vivir, y en cualquier caso
¡sobrevivir!— . En el último momento y en contra­
dicción con la exigencia absolutista, con el rigorismo
literal, preservaremos un suplemento de vida para
reservárselo a la mutua ayuda militante. Es necesario,
¿no?, que yo viva un poco para mí, si es que quiero
vivir mucho para ti. Esta concesión no despierta, en
absoluto, un caso de conciencia: se ofrece una solu­
ción al activismo compasivo, y esta solución, recha­
zando toda mediación utilitaria, todo arreglo, toda
economía demasiado ingeniosa, aplaza para nosotros
la tragedia del dilema. El imperativo moral no es, en
absoluto, desmentido por esta solución, ya que es,
literalmente, una «solución» y la adopta el optimis­
mo. ¿Acaso no es el óptimo un máximo para el mí­
nimo? ¿Un máximo con el mínimo de gastos? ¿No
es el óptimo el superlativo muy relativo de una in­
geniosa economía?
Nada hay más «trágico», en el sentido propio de
la palabra, que el caso de conciencia — excepto, claro

208
está, cuando el caso de conciencia es el efecto de una
confusión óptica o de un análisis aproximativo. Y
nada hay más insoluble que la isostenia de dos valo­
res igualmente válidos que se contradigan o se des­
mientan el uno al otro. El conflicto de los deberes
contradictorios es una inagotable fuente de excusas y
de pretextos para todo tipo de dimisiones, para todas
las capitulaciones. ¡Una verdadera ganga para la pe­
reza y la haraganería de los sofistas! ¿Y cuál es el
origen de semejante competencia? El origen de esta
absurda competencia es el plural de los valores, y la
esencia de este plural es, a su vez y con mucha fre­
cuencia, el misterio del absoluto plural. ¿Cómo puede
el absoluto estar en plural? El absolutismo supone
la suficiencia y la independencia, la soledad v la
autarquía. En cuanto a la multiplicidad, casi siem­
pre tiene como consecuencia la relatividad; la para­
doja de un absoluto en plural no es ni menos absur­
da, ni menos contradictoria que el sinsentido de un
singular en plural... ¡Maldito plural! Cada valor es
de por sí infinitamente válido, hasta el absoluto; cada
uno quiere ser único y soberano, quiere para sí todo
el sitio y pretende absurdamente llegar hasta el final
de su derecho: ningún valor en sí mismo admite los
valores rivales, ni su propia limitación; unas veces se
repiten los valores y otras se desmienten el uno al
otro; si los valores hicieran valer todos la misma
virtud, dieran valor todos a la misma norma, aunque
fuera bajo formas distintas pero analógicas, podría
hablarse de un mundo de los valores, de un cosmos
relativamente armonioso compuesto de valores com­
plementarios. Ahora bien, no hay nada de eso. Se
diría que los valores han crecido de cualquier modo,
independientemente los unos de los otros, sin tenerse
en cuenta unos a otros, como las lianas de la selva

209
tropical. De hecho, algo hay de tropical en esta pro­
fusión, en la que las normas se enmarañan unas con
otras y cabalgan la una sobre la otra. El desorden y
la incoherencia, ligados al esporadismo de los valo­
res, lejos de componer una armonía, atizan una gue­
rra civil. Si nos atenemos a la objetividad axiológica,
estos antagonismos y los conflictos de valores que de
ellos se desprenden acaban por colisionar, inmovili­
zando e inhibiendo la acción. Pero, si se considera
el desgarramiento vivido y la desesperación moral
que, en un alma dividida, resultan del conflicto de
valores, habrá que hablar propiamente de un caso de
conciencia. En vano buscaremos en el recodo del
mundo de los valores un esto-o-aquello, una entidad
maldita, una falsa nota, un diablillo quizá, que sea la
causa palpable de la disonancia: imposible dar con
la disonancia, imposible hacer trampa, localizar el
mal o asignarle el origen. ¡De hecho, el mal está en
la plétora del valor! El mal, de naturaleza ambigua
y fugaz, es en cierto modo la superabundancia del
valor, al igual que la enfermedad es, en ciertos casos,
superabundancia de vitalidad. Pues el Demasiado es
enemigo del Bien. El valor, con su propia exuberan­
cia, se impide a sí mismo la existencia. Más exacta­
mente: el mal no radica en tal o cual regla de acción,
sino, en general, en el hecho de que tal o cual regla
de acción eleva sus propias exigencias independiente­
mente de las demás; y una virtud, separada de todas
las demás, es un vicio. Por eso la perversidad no
suele tener contenido alguno en particular: la per­
versión, que hace perversa la perversidad, radica casi
por entero en el rechazo a considerar el conjunto de
los demás valores. Excelencias y perfecciones devie­
nen entonces seniles, perversas y malas por efecto de
la atomización; son entonces grises y secas como el

210
polvo. —Sin embargo, el mal no está en la atomi­
zación en sí; el plural en sí no tiene intención; el
plural en sí es indiferente; el plural de por sí no es
ni bueno ni malo. La descomposición y los conflictos
de deberes constituyen las formas que asume la dege­
neración de los valores, pero estas contradicciones
mismas y esta ridicula plétora tienen a su vez una
causa, y sólo una, la más simple de todas: las «vir-
tudes» disecadas se convierten en polvo porque el
amor las ha abandonado. Era lo único importante y
ni siquiera es una «virtud»: ¡quizá no era siquiera
necesario encontrarle un nombre! Separadas de esta
cosa anónima e impalpable, de ese no-sé-qué, sepa­
radas de su alma y, en consecuencia, de todo lo que
seria su fuerza y su vida, las virtudes ya no son nada:
horribles muecas y piadoso gesto —es todo lo que
de ellas queda. Vacías de ese amor que hubiera sido
su única plenitud, se convierten simplemente en las
máscaras de la desolada hipocresía; una verdad sin
amor no es más que sequedad e indiferencia, una
justicia sin caridad es una burla y un sarcasmo; una
verdad sin amor es sólo mentira y mala fe, una jus­
ticia sin caridad es el colmo de la injusticia. ¡Así
pues, la intencionalidad lo es todo! La muerte de la
intención amante es la causa, y la disgregación mez­
quina de los pequeños talentos, que se hace malin­
tencionada y hostil, es el efecto. Pues el egoísmo, y
sólo el egoísmo, es el divisor universal; el egoísmo,
y sólo el egoísmo, mantiene el desgarro, la confusión,
el desbarajuste, la guerra de todos contra todos.
—Los conflictos de deberes, agudizados por el ago­
tamiento del amor, parecen justificar la existencia de
una casuística: ésta se las ingenia para recomponer,
pegar de nuevo los valores dislocados, volver a enye­
sar las grietas; inventa para ese enyesado nuevas

211
fórmulas. En cada caso singular, para cada proble­
ma y para cada aporía considerada aparte, la casuís­
tica se ha empeñado laboriosamente en esa insípida y
paciente tarea: la bufonería, el aspecto heteróclito y
artificial de estas chapuzas, ha merecido su triste re­
putación. Si el hombre crucificado por los escrúpu­
los siguiera fiel a la inspiración del amor, no se vería
obligado a buscar en las soluciones conceptuales, o
en quién sabe qué ingeniosas combinaciones, la sín­
tesis de los valores desmigajados; no necesitaría el
casuista para reconciliarlos. La abnegación misma,
en la medida en que es amor, dice sí: no sólo afirma
la existencia del otro, sino que da por supuesta, in­
directamente y a jortiori, la preservación del ego;
en la transparencia cristalina del amor, en la límpi­
da simplicidad de la inocencia, las contradicciones
de los deberes se evaporan como por milagro: el en­
jambre de virtudes se reduce, por otra parte, a una
única virtud.
Se diría que hay una analogía entre el desgarrado
firmamento de los valores y la ciudad de las perso­
nas: el desgarro axioiógico parece haberse encamado
en el plural monadológico. Bien es cierto que el
absolutismo plural abre entre las personas ciertos
vacíos, ciertas discontinuidades, ciertos pasos que
movilizan el influjo transitivo del amor. Pero, con
mayor frecuencia, este absolutismo en plural aviva to­
davía la lucha por la vida. Del mismo modo que las
pretensiones igualmente justificadas de todos los va­
lores a una misma soberanía sin divisiones engendran
fricciones y colisiones, también el absolutismo de cada
persona y de cada libertad, tomados por separado,
el ser cada uno fin en sí o imperium in imperio, en­
gendra a un tiempo la atracción mutua y la compe­
tencia feroz, es decir la tensión pasional. O, para

212
emplear conjuntamente el lenguaje de Pascal y el
de Leibniz: el universo monádico de las personas y
de los egocentrismos contradictorios es una totalidad
cuyo centro está en todas partes. El otro es mi her­
mano en lo que a humanidad se refiere y, por eso
mismo, es paradójicamente mi impedimento para
vivir; es mi hermano-enemigo. Es cercano y lejano.
Es, como segunda persona, el hogar de toda comu­
nión, y es objeto de celos y de odio. En virtud de
la ley de alternancia, el lugar del uno está ocupado
por el otro, la parte del uno se deriva de la del otro;
las mónadas son solitarias, pero, en razón de su inte­
gridad, son incomponibles. Así es cómo la plétora
redunda en penuria.
El mal es una intención, y nada más. Decíamos:
no es el plural en sí el mal, como enseñaba la meta­
física griega, sino la intención maquiavélica y pérfi­
da de explotar esa división y, explotándola, debilitar
los valores y lanzar la desconsideración y la duda
sobre su seriedad. Equívoco e insinuante, así es el
obstáculo que llamábamos axiológico y que se debe
principalmente al misterio del absoluto plural. Pues­
to que es un mal inmanente, una lucha intestina
—que se juega entre los valores, es imposible hipos-
tasiarla; puesto que es un mal oculto en las inten­
ciones, no puede decirse a qué se debe, en qué con­
siste, ni de qué parte está: es intencional, eso es
todo. ¿Hay que acusar al instinto? ¿Al vicio? ¿O a
Satán? Un poco a todos y a ninguno. En cualquier
caso, ningún enemigo en especial es el culpable:
siempre desvaneciente y constantemente renaciente,
la malevolencia impide la reificación del mal; renace
hasta el infinito, pero no existe casi nunca definiti­
vamente. La paradoja misma de una plétora del va­
lor indica hasta qué punto la perversión puede ser

213
evasiva y la mala fe desconcertante. Repitámoslo:
San Francisco de Sales hablaba, en su lenguaje, de
una ¡«avaricia espiritual»! Hay efectivamente una
rapacidad devota que se dedica a la capitalización de
los méritos y que colecciona virtudes. ¡Extraños, pia­
dosos tesoreros que coleccionan, no medallas o pe­
queñas cintas, sino las virtudes mismas! De todos
modos, la categoría de la cantidad y de la respuesta
a la pregunta ¿cuánto? no nos aclaran nada sobre
la distinción cualitativa del bien y del mal. Si es el
valor lo que está en cuestión, ¿cómo podría produ­
cirse el abuso? ¿Abuso de qué? La palabra exceso
no tiene razón de ser cuando se trata de valentía o
de desinterés... Lo habíamos señalado cuando hablá­
bamos del ímpetus amoroso y de la «demoníaca hi­
pérbole»... ¿Acaso no es absurda la palabra hipér­
bole cuando se aplica a la excelencia? La divisa, en
esta materia, podría ser mejor: ¡nunca bastante!
¡nunca demasiado! Es un hecho, sin embargo, que los
valores se contradicen, que el uno puede ser para el
otro un impedimento y — ¡suprema burla!— que la
problemática moral se ve a menudo cargada con una
especie de «pesadez» ética.

2. Todo el mundo tiene derechos, luego yo tam­


bién. La reivindicación

Todo el mundo tiene derecho, luego yo también.


Los «derechos» que reivindico, o que me son recono­
cidos, son en cierto modo la parte normativa de esta
pesadez. ¡Yo también!, decíamos. Et ego! Pues mis
derechos se deducen de los derechos del hombre en
general. Su pesadez se hace particularmente pesada
en el razonamiento deductivo que me sirve para rei­

214
vindicarlos y en la mecánica irrefutable, irrefragable
de este «luego». ¿Una deducción? ¡Qué digo!, casi
un silogismo... Un derecho válido para la universa­
lidad de los sujetos pensantes, en consideración de su
igual dignidad, es por esta misma razón válido tam­
bién para mí que soy uno de estos sujetos; un dere­
cho válido para todos los demás, en consecuencia
para éste o aquél, con más razón me va a mí que
soy uno de estos otros, pues soy, cuando menos, un
sujeto moral, un sujeto moral entre otros y como los
otros, uno de esos para quienes se reclama justicia
y derecho. Esta es una aplicación que no ha sido es­
pecialmente prevista en mi honor. No hay nada que
objetar a esta lógica, que es, en suma, la lógica ele­
mental de la identidad: lo que vale para el todo vale
también para la parte; lo que vale para el conjunto
de los seres dotados de razón, incluida la primera
persona, vale ipso jacto (¿con mayor razón?, ¿con
menor razón?, según como se mire) para esta primera
persona; ya que yo también formo parte de la especie
humana, ya que yo también estoy englobado en lo
universalmente humano, ¡soy uno de todos nosotros!
Después de todo, soy, como cualquiera, ciudadano
de la república de los libres sujetos morales... Ni más
ni menos que otro — ¡que cualquier otro! Ni mejor
ni peor... ¡A condición de que este microcosmos en
plural coexista en la plenitud de sus derechos! Pero
las mónadas, si no se hacen concesiones unas a otras,
si se afirman hasta el absoluto, es decir hasta el ab­
surdo, se contradicen violentamente. Por otra parte,
la comunidad humana, que está toda ella junto a mí
y de la que soy un representante, da su poderosa e
irresistible garantía moral a la filaucía instintiva; la
universalidad de los derechos del hombre confiere en
general a nuestro instinto de conservación y de pre­

215
servación en el ser una normatividad única, una legi­
timidad que es nuestra bienvenida fortuna. Y, recí­
procamente, la vivencia del instinto, al jugar con la
idealidad moral, la hace más concreta; fortalece la
conciencia de la fraternidad humana y, aparente­
mente, parece marchar en el mismo sentido; por una
providencial ósmosis, revivo camalmente en mí los
derechos de todos los hombres, a| tiempo que, vice­
versa, mis necesidades vitales —la pasión de la liber­
tad, el derecho de vivir, la necesidad de amar— ad­
quieren, en esa amalgama, la dimensión de la uni­
versalidad. La lógica deductiva inyecta así al reflejo
pasional unas gotas de idealidad, objetividad e im­
parcialidad; gracias a esta inyección, la afirmación
de mi derecho no es ya simplemente el efecto del
egoísmo o de la voracidad: e6 una reivindicación;
es decir, tiene un carácter jurídico; lo que yo recla­
mo, no es ni una pretensión arbitraria, ni una exi­
gencia salvaje, sino que tengo bases para reivindicar
lo que reclamo; lo reivindico noblemente, con toda la
dignidad de la buena conciencia frustrada. — La afir­
mación de mi derecho propio es particularmente enér­
gica cuando protesta contra lo que la cuestiona. No
hay razón alguna para que me frustre en mi derecho;
pues la expoliación es, primero, violenta, es decir,
irracional; no hay razón para que me quede solo co­
mo un pobre huérfano abandonado, desheredado,
olvidado, excluido de un «privilegio» que es él mismo
una paradoja, puesto que es el «privilegio» de todos
los hombres. Una sola excepción a este privilegio
que no lo es, una sola excepción a este «privilegio»
casi universal, universal de derecho, pero suspendido
en mi caso y para mi desgracia, una sola excepción a
mis expensas, desmentiría de una vez por todas la
ley general; o bien el privilegio es universal y no es
216
un privilegio, puesto que todos los hombres, del pri­
mero al último, lo poseen, o bien me deja inexpli­
cablemente fuera y, en tal caso, el principio, que pre­
tende defender lo humano de todos los hombres en
general y la dignidad de cada hombre en particular,
es una burla: bastarán las dos palabras excepto yo,
ya que una sola excepción echaría por tierra los gran­
des principios, los derechos del hombre, las verdades
inmortales y la teodicea misma; peor aún, ¿el gran
principió no habría sido más que un absurdo y una
contradicción? ¡Simplemente un sinsentido! Como
mínimo, la chocante desigualdad es una complicación
que requiere expresamente úna explicación, algo co­
mo una anomalía que espera ser normalizada, una
disimetría que exige ser compensada, una violencia
cuyas consecuencias deberían ser niveladas. Pero la
ausencia de justicia no es sólb una falta de lógica
que ofende la razón: también provoca reacciones pa­
sionales y reflejos vindicativos, cólera, indignación y
resentimiento. La injustificable injusticia es absurda,
pero la sublevante iniquidad causa escándalo. La ini­
quidad era, en realidad, una inconfesable y escanda­
losa persecución, y protesto contra ella: el rechazo
insurreccional se une al razonamiento de la razón,
el razonamiento confirma y legaliza el rechazo. No
acepto ser maldito, no acepto ser personalmente ex­
comulgado de la comunidad jurídica y moral, que se
extiende a todos los hombres hasta el último, a todos
los humanos por definición, sin excepción ni exclu­
sión algunas: protesto contra esta imposible suposi­
ción a mis expensas, contra esta discriminación irra­
cional en detrimento de mí.
En la providencial interacción de una filaucía le­
gitimada por la filantropía y de una filantropía re­
forzada y vitalizada por la filaucía, hay algo sospe­

217
choso: ¡un inquietante intercambio de buenos proce­
deres! Este algo sospechoso seguramente no es una
coincidencia milagrosa ni una ocasión excepcional y,
menos aún, como vulgarmente podría pensarse, una
«ganga». De hecho, esta «suerte» descansa sobre la
armonía permanente... y aproximativa del interés per­
sonal y del interés general. Ahora bien, el optimista
incorregible se siente siempre inclinado a ayudar a
la suerte, se dice a sí mismo que, trabajando para sí,
trabaja también para los demás y, a tal efecto, des­
pliega prodigios de ingeniosidad, de mala fe... ¡Qué
olfato! ¡Qué sigilosa complacencia! Esto no es otra
cosa que mercenariedad, conmutación de servicios,
toma y daca... ¿Y en qué ha quedado el amor en
todo esto? ¿En qué se ha convertido el amor, es de­
cir la vocación amorosa de un corazón inspirado? A
semejanza de mi poder, que es latitud de acción y
zona de las virtualidades más allá del ser actual, «mis
derechos» forman en torno al ego una zona afirmati­
va que amplía mi propio-ser. El conjunto de mis de­
rechos-propios constituye una especie de «mínimo
jurídico» que es, a su manera, la forma normativa del
mal menor. Sorprenderá sin duda oír decir que mis
derechos, aquéllos a los que tengo derecho, y pleno
derecho, son un «mal»... Aunque sea el menor — ¡al
menos considerando el conjunto de las circunstan­
cias! ¿Cómo esta positividad, que es para mí una
seguridad y un poder, y este más, que garantiza mi
seguridad, pueden ser ambos un mal, aunque sea el
mínimo, aunque sea el más pequeño posible? Sor­
prenderse de algo tan poco sorprendente es descono­
cer el hecho de la alternativa y la finitud, y desco­
nocer, por tanto, la paradoja de la feliz miseria. Mis
derechos son a la vez un poco y poca cosa: un poco,
es decir más que nada, es decir una humilde seguridad
218
contra la bestialidad, la rapiña y la violencia; poca
cosa, es decir casi-nada o apenas algo o, en cualquier
caso, lo menos posible, lo justo necesario para no
aniquilarse... Los derechos, en razón de su carácter
normativo, valen más que lo arbitrario de la violen­
cia sin fe ni ley, pero el amor, ¡éste sí vale más que
todo! Al igual que el haber y que el ser mismo, en
tanto que el ser es poso petrificado, mis derechos
son una región opaca en la que apenas penetra la
luz, un mundo inerte en el que el impulso amoroso
se alza con esfuerzo para volver a caer de inmediato.
Pero, en la medida en que mi derecho-propio, por
personal que sea, nunca está del todo privado de
idealidad, deberíamos poder decir: esa zona es la
del claroscuro. Yo, el beneficiario de los derechos
del hombre, soy por ello mismo el titular de un cré­
dito moral que, por más que sea moral, no deja de
ser un crédito, crédito cuya gestión es para mí fuen­
te de delicias, preocupaciones y contento. ¡Justicia
para mí y para todo el género humano! Justicia... pa­
ra todo el género humano: ésta es la parte de la
moral abierta. Pero, ante todo ¡Justicia para mí! Jus­
ticia para ese pequeño mundo cerrado, para ese her­
moso jardín, para ese microcosmos encerrado en sí
mismo que tiene como centro al yo. ¿Acaso esta ar­
monía inmanente, cuyos elementos intrínsecos son
tan densos y tan bien equilibrados y perfilados, me­
rece llamarse justicia, cuando ni siquiera asume al
otro? En el lenguaje sustancialista de la lógica ego­
céntrica, mis derechos son todo positividad, y son
ellos los que se adelantan y condicionan mis deberes.
¿Podemos admitir, rizando el rizo, que mi derecho
retome secundariamente a mí por mediación de tu
deber?, ¿que mis derechos sean simplemente una
consecuencia fortuita de los deberes del otro?, ¿que

219
sean, en cierto modo, un efecto de rebote? ¡Ni mucho
menos! Sería peor que una ridicula burla: ¡sería mi­
seria pura! Es más, la reivindicación, cuando se trata
de mi derecho, no es sólo previdente, sino que tam­
bién es, como señalábamos, esencialmente protesta­
ría y, en consecuencia, celosa y recelosa, es decir
arrogante: la reivindicación engendra inmediatamen­
te el gesto revolucionario que compensará la injus­
ticia. Mi derecho no es objeto de una constatación
platónica; menos aún un favor o una limosna que
yo haya mendigado y a cambio de los cuales debería
a los que me los concedieron gratitud y sentido agra­
decimiento. Después de todo, es un derecho que se
me debe. No reclamo más que mi derecho. ¡Es lo
menos! El hombre que reivindica habla muy alto y
muy fuerte. Su derecho es de por sí fuerte a causa de
la coalición (¿complicidad?) que asocia la norma al
instinto; el pacto que firma la justificia con la pleo-
nexia, aunque fuente de malentendidos, representa
una doble fuerza; el hombre fuerte por su derecho
ahoga los escrúpulos y las segundas intenciones, re­
chaza la falsa vergüenza y los complejos, si los tiene,
y la cólera vibra en él, presta a manifestarse. —El
hombre fuerte por su derecho también se cree fuer­
te por su íntima buena conciencia, y esta aparente
buena conciencia es conciencia de no «postular» na­
da; la reivindicación del hombre que habla en alta
voz se siente limpia de gratuidad, de arbitrariedad,
nada hay en él de blando, ni de ambiguo, ni de alu­
sivo; no hay timidez ni sugestión crepuscular algunas.
Todo es estricto y riguroso. Esta buena conciencia
excluye incluso la sospecha de una mala conciencia
incipiente; nada que pueda relacionarse con la fobia
o el masoquismo, la manía persecutoria o la pasión
de mártir altera su seguridad. ¿Tendrá la justicia que
220
pronunciarse contra mí para que me parezca justa?
¿Será la justicia justa únicamente cuando se produce
a mis expensas? ¡No soy excepción de la ley común,
aunque la ley común por una vez me favorezca!
¡Aunque la justicia sirva a mi interés! Tampoco es
un escándalo que la ley me otorgue mi derecho, tam­
poco es ésta una razón para considerar mi derecho
sospechoso. Independientemente de cualquier justi­
ficación egoísta o razonable, en ciertos casos hay que
saber admitir una ventaja con sencillez.

3. Todo el mundo tiene derechos, excepto yo. Yo


sólo tengo deberes. Para ti todos los derechos, para
mí todas las cargas

Pero, precisamente, la ensordecedora y atronado­


ra buena conciencia de mi buen derecho sólo habla a
voz en grito para cubrir en el fondo de sí misma
otra voz agazapada en mi fuero interior; esta otra
voz es la voz humilde y secreta de la mala concien­
cia. Esta buena conciencia, tan segura y de hecho
tan profundamente ambivalente, quería, en primer
lugar, convencerse a sí misma. En el tono de su voz
podía percibirse una duda — en su insolencia misma
una profunda incertidumbre, en la vociferación mis­
ma una timidez oculta y como un imperceptible tem­
blor... Reanudemos el hilo de las paradojas momen­
táneamente interrumpidas. Y, en primer lugar, lo pa­
radójico de la primera generación está directamente
emparentado con lo dojico y con los truismos surgi­
dos del principio de identidad: todo el mundo tiene
derechos, luego yo también; mi derecho aparecía en­
tonces como un eslabón en la continuidad de una
deducción tranquilizante. Y ahora, en cambio, diría­
221
mos más bien: todo el mundo tiene derechos, excepto
yo; aquí, la preposición excepto, abriendo un vacío
en el lugar del luego, aparece con la brutalidad de
una fractura injuriosa y escandalosa que, en este des­
piadado mundo en el que cada uno es portador de
un derecho a defender, da un frenazo a la generali­
zación del derecho moral seguro de sí mismo y un
mentís ciego a su universalidad. A condición de no
ser yo mismo un candidato maquiavélico y sutilmente
hipócrita al heroísmo, profeso de buen grado la ofen­
siva excepción y el inconfesable numerus clausus
que me excluyen para siempre de toda reivindicación.
No seré más que un desheredado y un paria. Aun­
que no haya deseado expresamente su propia des­
posesión, el hombre sin derechos renuncia a todo
aburguesamiento y asume la pureza de la indigencia
absoluta. Por su parte, no se trata ni de afectación
ni de coquetería ni de masoquismo: todo ello y la
manía persecutoria o la delectación del mártir son
también para el hipócrita maneras de reservarse sus
derechos. El justo, víctima de una injusticia extrema,
como Job en sus pruebas escandalosamente inmereci­
das, se confunde en última instancia con el amante
desinteresado, desesperado, que ama sin ser corres­
pondido.
El cínico no conoce otros derechos que los suyos
propios, y no se trata de derechos en el sentido nor­
mativo, sino que se trata de un hecho bruto. Mis
propios derechos para mí: es simplemente el absoluto
de la violencia y de la pleonexia sin medida ni lí­
mites. Hete aquí el hermoso axioma del egoísmo.
Entretanto, la justicia rectifica, aporta matices y reto­
ques: los derechos del hombre son mis derechos hu­
manos, limitados, ajustados y, si es necesario, suje­
tos a los derechos de los demás por los derechos del

222
mayor número de hombres posible; ¡es a menos to­
do lo que queda! Y ésta es la austera verdad: los de­
rechos del hombre son los derechos de los demás,
sin concesiones ni compensaciones, sin acomoda­
mientos de ningún tipo. Lejos de poder ser conside­
rados, derecho y deber, como el positivo y el negati­
vo, como la cara y el dorso de una misma realidad
moral, la disimetría entre uno y otro es radical. La
paradoja de las paradojas, para el que no quiere
recaer en la piadosa hipocresía de la buena concien­
cia, se resume en esto: a priori y teóricamente, tengo
irnos derechos, pero, propiamente hablando y en úl­
tima instancia, no tengo ninguno. Y, ante todo, ten­
go unos derechos. Mis derechos — aquéllos, al menos,
a los que tengo derecho— existen o, más bien, con­
sisten en la objetividad jurídica y en la reciprocidad
social: se recortan el uno al otro, se aglutinan el uno
al otro, forman un sistema de inteligibles, una espe­
cie de gran pastel que es, en cierto modo, nuestro
haber ético; mejor aún, incontables ellos, se reifican,
y no cesamos, con múltiples variantes, de recitar su
lista; los nombramos igual que los viejos astronau­
tas nombraban a los astros en la esfera de los Fijos.
No cambian de color según la iluminación, no de­
penden del punto de vista. En relación a la óptica es­
peculativa de la mónada de las mónadas, cualquier
mónada, como portadora de derechos inteligibles,
vale idealmente otra. Y los portadores de derechos,
a su vez, son teóricamente ¡guales, cuando no inter­
cambiables.

223
4. Reificación y objetividad de los derechos, inv-
paridad e irreversibilidad del deber

En este firmamento de los derechos y de las nor­


mas, el deber hace aparecer un principio de desesta­
bilización y de inquietud: se cuestiona nuestro pa­
trimonio axiológico. La acción transformadora, que
es nuestra vocación, acentúa el carácter contingente
y enmendable de lo dado; lo dado parece ser muy
distinto... El deber trae consigo la disparidad o in­
cluso la imparidad. ¡Pues el deber es esencialmente
impar\ El escrúpulo, la humildad, la pasión de com­
pletar y enmendar surgen a su paso; al humanizar
la igualdad jurídica, al invertir el desnivel egoísta, que
está todo de mi parte, el deber establece el desnivel
a expensas mías... Dicho de otro modo, el hombre
de deber es fundamentalmente desinteresado. Por
encima de cualquier mercenarismo, el hombre de de­
ber profesa (por así decirlo, ¡profesa!) una magnífica
negligencia en cuanto a la regularidad, al equilibrio
y a la simetría del toma y daca. La relación llamada
deber tiene en esto el mismo sentido que la generosi­
dad, la piedad o el amor y es una relación de sentido
único; pero la dominante de esta relación es más el
rigor voluntarista de la dedicación que la preocupa­
da y tierna solicitud. En cualquier caso, exigencia
imperativa o espontaneidad amorosa, el deber con­
traría la transformación en mérito y en cosa del buen
gesto; nos mantiene en vilo; moviliza y reactiva sin
cesar el buen gesto, siempre inclinado a mirarse en
el espejo de la complacencia y girar en redondo; la
tensión extrema del deber impide atesorar méritos y
capitalizar virtudes y acaba poco a poco con nuestras
ilusiones. Tensión agotadora y apasionada, el deber
mantiene la conciencia abierta. ¿Abierta a qué? ¿A

224
qué porvenir? El polo magnético, que atrae a dis­
tancia y orienta la intención, se llama la segunda per­
sona; este futuro es a la vez próximo y lejano... ¡Tan
próximo y tan lejano! Es futuro próximo, porque
señala el primer no-yo más allá del yo, y en su tan­
gencia inmediata conmigo, porque apenas es un no-
yo, porque es casi yo sin ser yo; en el tiempo desig­
na, pues, un deber urgente o, al menos, se relaciona
con una tarea inminente. Y, además, el deber apunta
a otro que siempre es otro, otro ajeno a mí hasta el
infinito y otro incluso ajeno a cualquier otro; otro
con un exponente infinito. La voluntad moral, fasci­
nada y, por así decirlo, imantada, ya no está donde
estaba antes: a través del vacío, la voluntad volitiva
ha dado el salto peligroso para unirse de inmediato
a la cosa querida y para identificarse milagrosamente
con ella; la voluntad magnetizada, al igual que en
el caso del éxtasis, se sale de sus goznes. ¿No es
precisamente a esta especie de éxtasis a lo que habría
que llamar intencionalidad? La voluntad, en este
punto, es tan milagrosa como el amor: el lugar que el
olvido-de-sí ha dejado vacío, si nos atrevemos a de­
cirlo así, necesita airearse. Así, la relación de uno a
otro, o simplemente la relación a secas, tendrá un
sentido. Y no sólo el sujeto ya no está donde es­
taba, sino que ya no es lo que era, ya no es él-
mismo. Esta segunda magia ya no es más que una
con la primera. La omnipresencia y la metamorfo­
sis, en última instancia, se confunden. Sujeto aman­
te o sujeto volitivo está a la vez aquí y allí, y es
a la vez el mismo y otro, él mismo y totalmente
otro. En el lugar vacío, no hay una cosa, ni siquiera
otra cosa, hay un fin apasionadamente querido, y hay
también el acusativo amoroso que es todo impulso y
todo fervor. La vocación del deber me llama a vivir

225
para el otro permaneciendo inexplicablemente yo-
mismo. Mostraremos que este impulso es la inocen­
cia. Pero no faltan los obstáculos que la harían tam­
balearse. Estos son los tres principales de entre los
más peligrosos: el primero es, naturalmente, el instin­
to crapuloso y la ogrería, el autos y su filaucía bes­
tial; para que el ser humano se transforme en perso­
na humana y en sujeto del deber, en primer lugar
debe vaciarse de su egoidad sustancial. ¡Que se con­
vierta para los demás en una especie de nada! ¡Que
la extrema rarefacción de su ser le vuelva traslúcido!
Entonces, mi prójimo, que todo lo esperaba de mí,
volverá a esperar. El segundo obstáculo es el al­
truismo profesional, que hace de la filantropía una
especialidad para uso de una clientela: el altruista
empieza a cabecear y adormilarse. Y el tercer obs­
táculo es el movimiento de escrupulosa retroversión
del hombre que, desmintiendo la vocación del deber
y olvidando su prójimo-lejano, se repliega sobre el
sí, no reflexivamente, sino de manera enfermiza, para
profundizar en sus propias manías.
La óptica egocéntrica, que se inscribe en las per­
sonas de la conjugación, conlleva en todo momento
las más paradójicas inversiones. Por ello, hay que
estipular y especificar constantemente la cláusula irra­
cional del punto de vista: esta cláusula es un detalle
aparentemente circunstancial, o sea anecdótico e irri­
sorio, y, en consecuencia, negligible; sin embargo,
invierte todos los juicios de valor y es moralmente
decisiva. La circunstancia es más esencial que la esen­
cia. Pequeñas causas, grandes efectos. Gracián y
Pascal, como sabemos, gustaban mucho de esta meta­
física de lo insignificante. En la objetividad imperso­
nal de la mónada de las mónadas, ios derechos de la
persona humana son todos eternos, absolutos, igual

226
e infinitamente válidos. Pero el misterio del absoluto
plural, que es el de las personas, trastorna la sereni­
dad de este cielo. El ser moral es también un ser
psicosomático; está a merced de su finitud carnal y de
las cláusulas insignificantes: al imponer a todos los
humanos la óptica parcial, o sea el privilegio unila­
teral de la primera persona, el egocentrismo es en
cierto modo la imagen vivida de un universo caricatu­
resco, en el que sólo habitan monstruos. ¿Puede
decirse que el centrismo de este centro se organiza
en nosotros como un apriorismo? Sería olvidar que
el a priori es racional, que la prioridad del yo, en
cambio, es más bien biológica e instintiva. ¿Pode­
mos decir, al menos, que el yo es el centro en torno
al cual se ordena mi propio microcosmos —mi micro­
cosmos egoísta? El yo (con artículo) es una entidad
general, un concepto que presupone ya la reducción
de las deformaciones nacidas del egocentrismo y que,
en cierta medida, neutraliza o compensa, explica o
excusa estas deformaciones: al decir el yo, desde lo
alto de mi objetividad, el yo y no yo, no yo que os
estoy hablando y que escribo esto, en este mismo
lugar y en este mismo momento tomo ya mis dis­
tancias en relación a la inconfesable preferencia egoís­
ta: me desolidarizo de ella, yo y yo-mismo ya no
formamos un bloque de una sola pieza; he abandona­
do mi estado de indivisión sustancial conmigo mis­
mo. La toma de conciencia es la que ha determinado
esta escisión. Más tarde, la conciencia escindida pue­
de volver, expresamente, al estado de indivisión, pro­
fesar doctoralmente, es decir cínicamente, el egocen­
trismo original, hacer de él su religión: unas veces
abunda en la insolencia y pondera el instinto; otras,
consiente con toda lucidez a la inclinación egoísta;
su egocentrismo se convierte en egotropismo y cede a

227
todas las tentaciones: retracción sobre el sí, pesadez
moral, rechazo del diálogo, fobia al otro y a la aper­
tura. Pero, si se adhiere a su propia naturalidad, es
porque teóricamente se ha disociado ya de ella. La
historia de la conciencia hará el resto... ¡No limita­
mos las consecuencias infinitas de la toma de con­
ciencia!

5. La primera persona pasa a ser la última, la se­


gunda es la primera. Soy el defensor de tus derechos,
no el policía de tus deberes

La conversión de un extremo a otro, de un extre­


mo al diametralmente opuesto, señala para la con­
ciencia el advenimiento de una vida moral: la prime­
ra persona, primera para mí-mismo, según la gramá­
tica y la conjugación, pasa a ser la última: siempre
para mí; la segunda persona, la del interlocutor (el
tú) pasa a ser en espíritu la primera, la absolutamente
primera para mí, me desaloja de mi egoidad y ocupa
lugar... al tiempo que sigue siendo, numéricamente,
otra persona, pero será por el interés apasionado que
primera persona! ’'Eoovtat ol laya-coi xai ol xpiütoi
faoy-coi: los últimos serán los primeros y los prime­
ros, los últimos;1 esta interversión revolucionaria del
número ordinal es señal de una inversión todavía
más radical, de una inversión ascética y literalmente
sobrenatural que preludia, quizá, la inversión de los
reflejos y el advenimiento de una naturalidad contra
natura. La sobrenaturaleza trasciende a la vez la na-

1. Mt 20, 16; 19, 30; Le 13, 30.

228
turaleza y la naturaleza contra natura... la cual nun­
ca es más que una naturaleza al revés. O mejor, la so­
brenaturalidad nunca será, de hecho, contranatural,
nunca se acostumbrará a caminar con la cabeza ga­
cha: al menos, pasa a ser posible una lucha sin tregua
entre el amor desinteresado y los reflejos acosados por
los escrúpulos. La conservación del ser-propio y el
aumento del haber-propio vendrán en muy último lu­
gar, tras la tierna solicitud que nuestro prójimo nos
inspira. Las formas más elementales de la cortesía y
de la sociabilidad son como una aproximación tímida
y todavía bastante convencional de la abnegación: el
glotón refrena su glotonería y se sirve el último,
acostumbra a elegir la porción más pequeña, no para
dar a la galería una espectacular lección de virtud,
sino, suponiendo que sea posible, por pura gentileza;
el capitán del navio que naufraga abandona el último
la torreta, no teatralmente, para inmortalizar su ejem­
plo, como el almirante del film Noblesse oblige, sino
para salvar al mayor número posible de hombres.
Por una súbita conversión que con frecuencia no
tiene futuro, mi deber hacia el otro desaloja así el ego­
centrismo que ocupaba el primer lugar —todo el lu­
gar. Esta primacía del deber, de mi propio deber pa­
ra mí, no es, al igual que la prioridad del instinto
y de mi derecho, una simple prioridad biológica y
cronológica; tampoco es un primado ontológico como
el de los derechos impersonales del hombre en tanto
que hombre. Si la prioridad del instinto es más bien
preexistente, la primacía del deber es más bien previ­
dente: encontramos los problemas que nos plantea
a propósito de un caso de conciencia, es decir, de
un conflicto de valores. En el límite y en principio,
en relación a mi prójimo sólo tengo deberes, sin te­
ner moralmente sobre él ni el más mínimo derecho

229
y, especialmente, sin tener derecho a la más mínima
recompensa, ¡tal es la verdad desinteresada, la auste­
ra e ingrata verdad del deber! Y, en cuanto a ti, pró­
jimo, no tienes sobre mí sino derechos, ni un deber
para conmigo, al menos algún deber cuyo respeto
pueda yo exigir moralmente ¡tus deberes para con­
migo no me afectan! ¡Para ti, todos los derechos, pa­
ra mí todos los deberes y todas las cargas! Y, como
si ello no bastara, mi deber va dirigido, más que nada,
a preservar tus derechos, engloba y rige de hecho
esta preservación como una de sus exigencias más
imperiosas. Lo que para mí es sagrado, es objeto de
mi preocupación cotidiana y de mi constante solici­
tud, no son tanto los derechos del ser humano en
general, en nombre de los cuales figuran los míos,
sino que son ante todo los derechos del otro y, más
particularmente, los tuyos —pues trabajo por tus de­
rechos, y no por los míos: el primero de mis deberes
consiste en respetar al otro, respetar su dignidad,
sus derechos, su honor; por este honor que no es el
mío puedo batirme e, incluso, si fuera necesario, sa­
crificarme; por este honor, debo ser capaz de morir.
No porque tu honor y tu deshonor sean parte del mío
o porque vayan a resurgir en mí, como en la moral
tribal, sino únicamente porque este honor es el tuyo,
por esta única razón... ¡que no es una razón\ No soy
el policía de tus deberes, pero soy el defensor de tus
derechos.
Los derechos son un más que es un menos: inver­
samente, los deberes son un menos que es un más.
Los derechos son un Más, claro está, cuando se los
considera en su relación con las normas en sí, con
los valores eternos y metafísicos, cuyas relucientes
medallas, cruces, cintas multicolores son reflejo y
símbolo, o más bien recuerdo... o, en cierto modo,

230
¡el resumen! Pero los signos de un valor pasado no
son ya el valor mismo, ya que el valor es en el ins­
tante presente y el mérito necesita ser continuamente
renovado, rejuvenecido, puesto al día; no se puede
vivir toda la vida de gloriosos títulos de hace cua­
renta años: ¡lo de-ahora-en-adelante, en materia de
heroísmo, no cuenta! Los derechos, que se inscriben
en el pecho del valiente, de un hombre armado de
derechos, acorazado de títulos y constelado de recom­
pensas, se han convertido en un simple poder, es
decir en un haber estático, inerte y desecado como
cualquier haber: el hombre de mérito, abrumado por
estas reliquias de un pasado difunto, acaba por as­
fixiarse bajo su peso. Así como una virtud aislada de
las demás virtudes es un vicio, la verdad de mi de­
recho, exilada del deber, no es más que una abstrac­
ción, o sea una mentira.
Un menos que es un más: tal es el deber. Y, ante
todo, un menos: ya que sus áridas e ingratas tareas
exigen el sacrificio de mi interés propio y se deducen
de mi tiempo de placer y de mi libertad. Tus dere­
chos retoman a ti, te pertenecen, pero su defensa
me incumbe a mí y, bajo esta forma, constituyen lo
más sagrado de mis deberes; hacer valer mis propios
derechos no es mi función, ni reivindicar lo que se
me debe, ni siquiera hablar de ello —ya que la con­
ciencia de mi propio derecho, considerada reflexi­
vamente y en primera persona, nunca es moral; per­
manece prisionera del interés y de la sordidez. El
hombre del deber no trabaja para justificar más o
menos hipócritamente su propio derecho o su propia
ambición, está más bien para santificar la felicidad de
los demás. El positivo y el negativo, al asociarse, dan
al deber la forma y el relieve de la ambivalencia. Su­
blimidad y miseria, diría Pascal... Nuestra finitud

231
choca invariablemente contra la misma alternativa,
contra la misma barrera inflanqueable. ¡No se pue­
den tener todas las ventajas a la vez! La angustia se­
rá, como siempre, el precio fatal de nuestra digni­
dad... La carga que nos incumbe es nuestra pesada
responsabilidad y nos reserva mucha amargura. No­
bleza obliga... ¡Dignidad obliga! Pero, por supues­
to, no es por nobleza por lo que el hombre del deber
persigue esta agotadora empresa eternamente inaca­
bada... ¡No es por desempeñar un noble papel por
lo que permanece fiel, sin esperanza alguna de recom­
pensa, a la interminable obra!
La relatividad de las personas de la conjugación
se resume finalmente para todos los hombres en la
oposición de dos universos, incluso podríamos decir
de dos paisajes: el primero, que es un punto de vista,
mi punto de vista, y que es el cosmos egocéntrico,
deformado y constantemente cambiante, visto a tra­
vés de los pequeños tragaluces de mi cuerpo; el otro,
que es el no-yo en su conjunto, el universo objetivo,
el universo del otro, de todos los otros. El hecho im­
palpable de ser otro, es decir de ser mi semejante-
diferente, monádicamente distinto a mí, es, por decir­
lo así, la causa de un amor sin causa. La causa im­
palpable no puede tener otro efecto que el de un
amor inexplicable. Amar al otro simplemente porque
es otro, sin ninguna razón e independientemente de
sus méritos, es lo propio de un amor puro y desinte­
resado, de un amor inmotivado. Porque soy yo, por­
que es ella: este porque circular, que no responde a
un por qué y que remite a sí mismo, es la absurda
fórmula del amor gratuito. Cuando la respuesta es
finalmente la simple repetición de la cuestión, signifi­
ca: no hay más razón para amar que el hecho de la
pura alteridad... lo cual, evidentemente, no es una

232
'razón, al menos una razón suficiente; el hecho de que
el otro sea otro — ¡mi otro!—, sea quien sea este
otro, es una tautología que no puede bastar. Pero
¿adónde nos lleva el patalear en el mismo sitio? En
tal caso, habría que pretender que la ausencia de
toda razón es precisamente la razón. Pero querer a
cualquier precio que la ausencia de razón sea en sí
misma una razón es interpretar de manera pedante la
incomparable gratuidad del amor. Al margen incluso
del carácter verbal de este juego de manos, cabe des­
tacar que la predilección de los humanos por los amo­
res absurdos o descabellados sigue siendo una co­
quetería, y de las más alienantes... El amor desinte­
resado, el amor inmotivado, no es el capricho de un
amante porfiado. No, el puro amor no es un anto­
jo. Pero también es lo contrario de una absurda
obstinación; la verdad es que, al ser él mismo funda­
dor de una causalidad, supera a toda etiología; es
categóricamente imperativo, precisamente porque es
incondicional; al igual que los perfumes de la prima­
vera, es paradójica y absurdamente inspirador. Por
otra parte, nuestro amor es, para la alteridad del otro,
un puro amor, porque se dirige a la esencia misma
del ser amado. Lo que ama no es tal o cual cualidad
eminente en tal o cual persona amada (un don excep­
cional de ésta, un notable talento en aquélla), ya
que el amor, en tal caso, pasaría en segundo lugar
después de la amabilidad y se extinguiría con la cua­
lidad que le dio a luz: este pobre amor mercenario,
motivado, condicional, va a remolque de un porque,
se divide y se dispersa entre las razones de amar,
y su elevada temperatura disminuye; la ferviente lla­
ma del amor, siempre previdente, que arde en el
éxtasis amoroso y en el olvido de sí, nunca la cono­
cerá.

233
Las razones de amar, cuando pretenden motivar
el amor, se transforman en mercancías intercambia­
bles, en títulos negociables y, en consecuencia, re­
vocables. Vayamos más allá: el precioso e inestima­
ble gesto de la intención, en cuanto toma conciencia
de sí, se convierte en esquema inerte y en falsa mo­
neda; todo el andamiaje moral se sostenía sobre la
frágil punta de la inocencia: el edificio, privado del
instante inspirador, se derrumba de golpe y no que­
dan más que escombros. Es más, y expresándolo con
otras imágenes: para deshinchar el globo del vanido­
so, basta con una sola palabra, con un monosílabo,
con un adjetivo posesivo... \Mi buen gesto, mi des­
interés! Así es cómo degeneran los méritos que el
yo reivindica y así es cómo se atrofian las eminentes
virtudes que el sujeto se atribuye a sí mismo: estas
virtudes suenan a falso, no porque tan meritorias
cualidades sean en sí mismas condenables, sino por
el hecho petulante de atribuírselas, vanagloriarse o
simplemente hablar de ellas. Caricatura de concien­
cia, la «reflexividad» complaciente del yo es un ve­
neno mortífero. Hay cualidades que son de inmediato
o ipso facto contradichas, desmentidas, anuladas por
la reflexividad del adjetivo posesivo (¡mi modestia!
¡mi humor! ¡mi encanto! ¡mi inocencia!), otras que
se vuelven ridiculas y dudosas con sólo añadirle el
Yo (mi dignidad): la grandeza del alma queda, si
no anulada, al menos disminuida por la infatuación
y la mezquindad. Incluso cuando la satisfacción del
que blande como un sable su hermosa alma no es
inmotivada, se vuelve sospechosa y es cuestionada.
—Esta es una verdad objetivamente cierta... sin em­
bargo, no tengo derecho a decir: a partir del momen­
to en que la digo (y precisamente yo, y no tú u otro
cualquiera), ¡se convierte en inmoral, ridicula e in­
234
cluso en falsa! Estas son las dos formas invertidas
y aparentemente arbitrarias de una misma aseidad:
la verdad se convierte automáticamente en mentira
(manteniéndose literalmente cierta), únicamente por­
que yo la profeso y tengo mala fe; lo falso se con­
vierte automáticamente en verdad (y sigue siendo fal­
so), porque amo con amor sincero y porque un amor
sincero no tiene ni cuentas que rendir ni razones que
dar; en todos los casos, ¡el amor previdente es causa
sui\ Según si enuncio yo mismo la lisonjera verdad
sobre mi hermosa alma o si lo hace otro en mi lugar
(aun siendo, nótenlo bien, la verdad), la lisonjera ver­
dad cambia por completo de sentido, cambia de pun­
to de vista y de alcance; si la grito a los cuatro vien­
tos, se vuelve francamente chocante y absurda. Y
todo esto, que quede claro una vez más, únicamen­
te porque soy yo, ¡por esta sola razón! Se me dirá
de nuevo que esta única razón no es siquiera una
razón, que es más bien una contra-razón. La más
verídica veracidad, incluso compensada por el reduc­
tor llamado «ecuación personal», sigue estando im­
perceptiblemente falseada, y la causa, en este caso,
es el a priori de la egoidad. ¿La excusa de la prime­
ra persona no será acaso una simple precisión gra­
matical? ¡Ni mucho menos! Esta irritante precisión
no es un vano detalle anecdótico y circunstancial. Si
la deformación que nos revela se redujera a un capri­
cho arbitrario y gratuito, no tendría importancia, se­
ría tan sólo un pecadillo insignificante, una simple
exageración enfática y pintoresca. Pero se trata de
una fatalidad constitucional, y esta fatalidad es más
pérfida que el desacuerdo de la apariencia y de la
esencia, ya que concierne, no ya a la relación de la
verdad con el error, sino a la calificación moral de
la persona. Mis virtudes, a poco que me enorgullez­

235
can, se convierten en vicios es decir en tics, en manías
ridiculas y en pura mueca. Mis méritos —los mismos
que fueron, en su momento y objetivamente, mara­
villosos méritos— son desde hace tiempo una burla.
Mis talentos son mera exageración, baladronadas e
instrumentos de arribismo. Lo que, en definitiva, es
propiamente irracional e incluso un poco diabólico es
la inexplicable contradicción inherente al mínimo ¿ti­
co, que, reivindicado, se convierte en jurídico; y el
mínimo jurídico, reivindicado, se convierte a su vez
en poso sin vida, haber y título de propiedad; el mí­
nimo ético es, a fin de cuentas, encerrado en una
caja-fuerte por mero efecto de la reivindicación, en
virtud de la pretensión más legal y, por tanto, de
pleno derecho. La normatividad en este caso es rei­
vindicada, no usurpada, no resulta de una apropiación
indebida. Es esta normatividad de uno de los dos con­
tradictorios la que nos hacía decir: ¿acaso no será
diabólica la contradicción? ¿Será quizás una maldi­
ción? ¿Será quizá maldito ese Yo que envenena nues­
tros justos derechos? ¡Quién sabe si la maldición de
la contradicción no será una jugarreta del diablo!
En cualquier caso, podríamos explicamos así el ca­
rácter a veces algo terrorista de una represión que,
en el lenguaje, prohibe y censura la primera persona
y que opone la fobia del yo a la enfermedad de la
jactancia. ¡Prohibido susurrar el maldito monosílabo!
¡Prohibido incluso pensarlo! ¡Tanto veto para un mo­
nosílabo! Por otra parte, hemos dicho fobia y quizá
hubiéramos tenido que decir pudor. La fobia es una
anomalía patológica, pero el pudor es la flor más
extraña, la más delicada y la más exquisita de la exis­
tencia moral. Aquí el monosílabo es sólo un soplo,
un hálito ligero, una confesión casi inaudible. Los
derechos —entiéndase: mis derechos y no los de us­

236
tedes— verifican y justifican esta discreción: quie­
ren conservar el incógnito, piden el anonimato. ¡Nos
está prohibido asumir nuestros propios derechos! Nos
está prohibido profesarlos... ¡Adiós mis derechos!
Sin embargo, mis derechos son justos y verdaderos.
Sin embargo (eppure)... Estas dos palabras expresan
la obstinada verdad de la paradojalogía que protes­
ta escandalosamente contra las evidencias vulgares
y siempre renacientes del sentido común. Por último,
el estatuto de mis derechos propios y de mi dignidad
no se fundamenta ni sobre la evidencia ni sobre la
no evidencia, sino que más bien está envuelto en am­
bivalencias y ambigüedades; es esencialmente descon­
certante. Atenuada por la sordina del pudor, la rei­
vindicación reivindica a media voz, se vuelve tímida,
evasiva y a veces casi confidencial: en la penumbra,
la evidencia se vuelve vaga y la insolente certidum­
bre, privada de su dogmática seguridad, se torna du­
dosa y confusa. Los derechos universales del hombre
son en definitiva unos derechos inasibles, y, por así
decirlo, impalpables, que es escandaloso negar a los
demás y que, sin embargo, no puedo reivindicar para
mí. ¿No es ésta una injustificable injusticia?, ¿una
insoluble contradicción? El yo es odioso. Ocultadme
este yo, que no pueda verlo. Sin duda el Yo no debe
estar hecho para verse a sí mismo. En fin... ¡a qué
tanto escrúpulo por un monosílabo! ¡Tanto escrúpu­
lo y todos los tormentos de la mala conciencia! La
insignificancia de la mezquina verdad y de la medi­
tación que nos aporta, he aquí un tema de meditación
muy pascaliano. ¡Burla de las burlas! ¡Qué ridiculez!
De nuevo todo depende de este mezquino detalle,
todo pende de él: la persona de la conjugación, el
número de esta persona. Pues el número lo cambia
todo, lo decide todo. De hecho, la ironía de esta des­

237
proporción caricaturesca entre el yo y la verdad —iro­
nía bastante semejante, por sus desmesuradas conse­
cuencias, a la nariz de Cleopatra— ¿no es acaso más
bien misteriosa? Indiscutiblemente semejante contras­
te tiene aspectos burlescos y es a este misterio cómi­
co a lo que llamaremos paradoja.

6. Con los ojos abiertos. La pérdida de la inocencia


es el precio que la caña pensante debe pagar como
rescate de su dignidad
En el interior del mínimo ético, la conciencia de
sí puede parecer, en ciertos casos, el elemento más
pesado de nuestro bagaje cuando en ella se acumu­
lan todos nuestros recuerdos, nuestras tradiciones y
nuestros prejuicios. La conciencia de sí es, como la
libertad misma, un arma de doble filo: es la libera­
ción reflexiva que pone fin a la indivisión vegetativa;
pero, en la medida en que es, a veces, introversión
y retroversión, es también perversión y nos desvía
de nuestra vocación de actuar y amar: en este mis­
mo hecho, puede llegar a ser muy pérfida y sutilmen­
te falaz. La disparidad de los efectos de la conciencia
se intuye en el relato del Génesis: la aparición de la
conciencia coincide con el momento de abrir los ojos,
es decir de la clarividencia, pero esta misma clarivi­
dencia es discernimiento del Bien y del Mal, dignos-
centia que conoce el Bien por el Mal y al Mal por el
Bien, conocimiento relativo, ligado al efecto de con­
traste y que tiene como consecuencia la vergüenza, la
fobia de la desnudez, la búsqueda de la sombra: «El
hombre y su compañera se ocultaron de la mirada
de Dios entre los árboles del jardín*.2 El conocimien-
2. Gén. 3, 8.

238
to vergonzoso, que busca el claroscuro en el paraíso,
no es compatible con una eternidad feliz. Esta alter­
nativa de la felicidad y del conocimiento desdobla­
do sería en cierto modo la tara original. Digamos algo
más: a la vez lúcida y generadora de opacidades, la
conciencia es lo que hace tan precaria, tan frágil, tan
inestable la inocencia; ésta sólo pide dar un viraje:
basta una sola mota de polvo para volver impura la
pureza o para tornar grisácea la inmaculada blancu­
ra —un resquebrajamiento infinitesimal de la con­
ciencia, un imperceptible pliegue en mi simplicidad,
¡Y el superlativo de la inocencia queda ya lejos!
¡Adiós inocencia! La conciencia y la vergüenza han
matado en mí el candor. La serpiente no necesita
elocuencia para instilar en mi fuero interno la gota de
veneno de la falsa promesa: todo su arte de persua­
sión consta de un ligero susurro... ¡El hombre es dé­
bil, crédulo, accesible a las tentaciones! He aquí, con
su insoluble alternativa, la tragedia de la contradic­
ción —contradicción todavía más aguda que la del
mérito y del legítimo orgullo: la inocencia es la con­
dición vital de un amor sin segundas intenciones, de
una acción valerosa y espontánea, y ¡la conciencia
es mi insustituible superioridad de caña pensante!
¡Bien puede llamarse tragedia a un caso de concien­
cia, en el que la conciencia misma esté en cuestión!
Este caso de conciencia es un desesperante dilema.
La prioridad de la inocencia y el a priori de la con­
ciencia pensante son también «previdentes», es decir
que se anteceden el uno al otro a porfía. La concien­
cia es toda reflexión, pero también es afectación in­
cipiente, siempre dispuesta a desdoblarse, a mirarse
y admirarse en un espejo, a escucharse, muy ocupada,
en suma, a pavonearse; en lugar de mirar recto frente
a sí, a la meta que es su objetivo intencional, biz­

239
quea hacia su propia imagen y se mira con el rabillo
del ojo interpretar la comedia de su propia vida.
¡Esto también es la conciencia! La conciencia, a su
vez, es un medio que obstaculiza... La conciencia per­
vertida se convierte en viciosa, a partir del momento
en que el obstáculo prevalece sobre el órgano. La
conciencia no existe más que en el acto de tomar
conciencia. Pero ¿cómo puede el ser pensante impe­
dirse a sí mismo tomar conciencia? Para ello haría
falta que se volviera niño. Habría que evitar tomar
conciencia de esta conciencia, evitar hasta el pensa­
miento de este pensamiento... Por tanto, no piense en
ello, y sobre todo... ¡chitón! ni una palabra. ¡Prohi­
bido pensar en el pensamiento del pensamiento! Por
muy poco que le roce, por imponderable que sea, la
supraconciencia de semejante conciencia, la compla­
cencia y la afectación han puesto ya su máscara e ins­
crito su mueca sobre su rostro; la mueca ha despla­
zado la inocencia... No hay que pretender, nos acon­
seja Alain en uno de sus <Propos* 8 más sutiles.
La pretensión, la ambición, la reivindicación pesan
fuerte e indiscretamente sobre la conciencia; aplas­
tan su fina punta sin que pueda decirse a partir de
qué momento la insistencia pasa a ser sospechosa.
La supraconciencia tiene fino el oído y tampoco
permanece demasiado tiempo ingenua. Oye decir y
susurrar que todo el mundo tiene derechos, y esta
verdad filantrópica no cae en saco roto. Además,
está dotada de memoria, lo que la hace capaz de
sobrevolar la actualidad instantánea del presente.
¿Por qué esta nobleza universal habría de aplicarse
a todos los seres humanos, excepto a ella misma,
excepto a mí mismo, sujeto reflexivo? ¿Esta nobleza

3. Préliminaires á l’esthitiquc, «Propos 72».

240
no tiene nada de privilegio y no tiene, recordémoslo,
razón alguna para excluirme, cualquier excomuni­
cación en estas materias es arbitraria, discriminatoria
y escandalosa. Así pues, la conciencia pensante, ame­
nazada por la escandalosa denegación de justicia, por
el incomprensible numerus clausus, no tarda en apli­
carse a sí misma, en reivindicar para sí, por extrapo­
lación directa o por simple deducción, estos dere­
chos del hombre válidos sin excepción para todos los
hombres. El respeto de este haber elemental es lo
menos que se nos debía.

7. Tus deberes no son el fundamento de mis de­


rechos

Pero también yo puedo acogerme a la recíproca:


si es cierto que tengo derechos como tú, también lo
es que, después de todo, tú tienes deberes como yo.
De este reconocimiento de tus deberes al pensamien­
to de mis derechos correlativos no hay más que un
paso. ¡Y este paso se franquea rápidamente! El ego
no pierde la cabeza... Interpretar los deberes del otro
como la traducción en vacío de lo que en relieve
justificaría mis propios derechos, anexionar al propio
haber y al propio crédito los deberes y las obligacio­
nes de los demás, he aquí una inferencia menos di­
recta sin duda que la primera, pero tan ingeniosa e
igualmente demostrativa: ¡a decir verdad, una espe­
culación algo desenvuelta y gratuita! Decíamos: no
tengo más que deberes. Pero, como todo el mundo,
a Dios gracias, está en el mismo caso, el conjunto de
estos deberes ajenos me asegura cierto campo de ac­
ción, despeja en tomo a mí una notable libertad de
movimientos y cierta franja de poder; en otros tér­

241
minos, ia conciencia del sujeto, ventilada por los de­
beres de los demás respecto de ella, dispone de cier­
tos derechos para actuar y de un pequeño margen
para concluir la obra emprendida. De una manera
o de otra, lo haya querido o no, la universalidad de
los deberes del otro hacia mí me hará la vida más
vivible, la acción más viable, la coexistencia más
respirable, el mundo más habitable; me sentiré algo
descargado de mis cargas; conoceré un pequeño ali­
vio. De tal modo que, de hecho, la cuestión del im­
posible deber no se planteará en su rigor literal: no
habrá aporía; ¡gracias a este malentendido, se encuen­
tra de antemano un modus vivendil Sin embargo,
tus deberes no estaban creados expresamente para
arropar y reforzar mis derechos; los deberes de los
demás no tenían originariamente el objetivo de ase­
gurar mi acomodo y mi bienestar. Es una ocasión
fortuita, sencillamente, la que se me ofrece; y yo la
exploto en mi favor, una suerte imprevista de la que
me aprovecho apresuradamente. Esta suerte es la
correlación o, mejor, la simetría especular de tu deber
y de mi derecho, simetría que posibilita el juego de
manos de la interversión: tu deber será mi derecho.
Esta suerte es inesperada e incluso imposible de en­
contrar, porque, además, la salvaguarda de mis dere­
chos se convierte en una obligación para el otro...
¡como si con la salvaguarda no bastara!, ¡como si
formara parte de su código moral! De hecho, ipso
facto mi derecho se desprende de tu deber, y ello sin
intervención expresa de mi parte, sin que yo reclame
nada, sin que lo piense siquiera... Este favor inespe­
rado que yo no he solicitado ni buscado, este dere­
cho suplementario que yo no he reivindicado expre­
samente, son, en cierto modo, una feliz sorpresa y
los recibo inocentemente como mi estrella personal,

242
o más bien como una gracia; me encuentro, después
de todo, con inesperadas facilidades. Acojo estos de­
beres del otro hacia mí, ayuda fraternal o deberes de
asistencia, con el alma distendida y el corazón in­
crédulo, casi tímidamente y renunciando a toda arro­
gancia. ¡Bendita sea la sorpresa que tocó una maña­
na a la puerta de mi morada cual amiga con la que
ya no contaba!
Todo es deber para mí. En consecuencia, tus de­
rechos son percibidos, vividos por mí como los pri­
meros de mis deberes, los más urgentes y los más
imperativos: deberían ser mi preocupación, mi in­
tención, mi angustia de cada día, el objeto de mi
constante solicitud. Los derechos del otro son para
mí otros tantos deberes que debo asumir y preser­
var celosamente, al igual que se vela un tesoro infi­
nitamente precioso. No obstante, ello no quiere decir
que la recíproca sea cierta y que tus deberes sean
automáticamente mis derechos y se correspondan
obligatoriamente con mis propios derechos... ¡Sería
demasiado hermoso, demasiado cómodo! Sería un
cuento de hadas, una auténtica magia, una armonía
providencial, pero, sobre todo, esta simetría sería
demasiado ejemplar, esta reciprocidad exageradamen­
te artificial... con, además, un sospechoso tufillo de
mala fe: si tus derechos perfilan en relieve mis de­
beres, la propuesta está lejos de ser reversible. No
puedo, por lo tanto, aplicarme a mí mismo ninguno
de los dos razonamientos interesados, ninguno de los
dos sofismas justificantes dispuestos en mi favor: ni
deducir mis propios derechos de los derechos del
hombre en general, ni mucho menos aprovechar la
bienhallada amplitud que me deja la rectitud moral
del otro y beneficiarme alegremente de las facilida­
des que de ello resulta para mí. O, al menos, no me

243
incumbe a mi juzgar ni en el segundo caso ni en el
primero: no son sino trampas ludidas para escapar a
mis deberes. —En realidad, los derechos que para
mí resultan de tus deberes son como consecuencias
y restos de estos mismos deberes; migajas olvida­
das; ...¡polvo! De todos modos, dejo que estos ines­
perados derechos vengan a mí por mediación de
tus deberes; vuelven a mí como por casualidad, tras
haber dado este rodeo y recojo de paso algunas mi­
serables sobras cuando menos lo esperaba. —De este
modo, tus deberes serán quizá mis derechos y me
beneficiaré de ellos... a condición de no espiar in­
discretamente este rodeo, a condición de no contar
demasiado con ellos como si fueran deuda, a condi­
ción de no insistir demasiado consciente, reflexiva
y expresamente. A condición, a condición... Esta
condición, siempre la misma, es evitar el exceso de
conciencia que obstaculiza la inocencia, que hace
trampa con su secreto. Semejante especulación sobre
los deberes del otro puede revelar una grosera falta
de tacto, una gran vulgaridad moral. No ignoro que
mi prójimo también tiene deberes, que, llegado el
momento, compensarán mi esfuerzo y me ayudarán
a vivir. Pero, por el momento, más vale olvidarlo.
Hasta nueva orden, es preferible que no cuente de­
masiado con tus deberes para aliviar mi tarea. En
primer lugar, las tareas de los unos y de los otros no
forman una sola tarea, en la que lo que cuenta es el
resultado, una sola tarea para la cual los trabajado­
res solidarios puedan ayudarse los unos a los otros y
conjugar sus esfuerzos, una obra única que se com­
plete parte a parte gracias al esfuerzo de todos... En
este caso, efectivamente, tu trabajo me dispensaría
del mío, y el suplente podría sustituir al suplido,
dado que lo que está hecho ya no hay que hacerlo...

244
en la medida en que se trata de hacer algo. Lo que ha
hecho el uno sería deducible de la tarea del otro,
descontable de su deber; lo que se hace tanto hecho
es! Sin embargo, no es nada. Debemos renunciar a
todas estas ingeniosas comodidades... ¡Adiós hermo­
sa economía del esfuerzo y armoniosa complementa-
riedad de las tareas! La intención, la responsabilidad,
la decisión moral del sacrificio son iniciativas esen­
cialmente soltarías que nadie puede tomar en mi
lugar y de las que nadie puede dispensarme. Cada
uno debe obrar y penar aquí por su cuenta y ries­
go, en lugar de apoyarse en el vecino. Un hombre
puede desvelarse en lugar de otro en tal o cual cir­
cunstancia determinada, pero, en el instante supre­
mo, cada cual muere solo; asimismo, cada uno debe
penar y sufrir por sí mismo, como si estuviera solo en
el mundo; nadie puede hacer nada por él. Aún más
exactamente: lucho por tus derechos y por tu exis­
tencia, incluso estaría dispuesto, si no fuera absurdo
e incluso contradictorio, a asumir yo mismo tus de­
beres en tu lugar. Existe en todos los casos una tram­
pa burda que debemos desbaratar: no tengo que vi­
gilar el ejercicio de tus deberes, ni tengo que dictarte
la lista de ellos, no verifico el partido que podría
sacar ni las ventajas que me acarrearía: tan sospe­
chosas precauciones no conciernen al hombre desin­
teresado, al hombre de deber y rectitud. Desde este
punto de vista, no hay comunicación directa, no hay
ósmosis entre tus deberes y mis derechos. No debo
lanzarme como un hambriento, con un apresura­
miento de mala ley, sobre los deberes de Pedro y
Pablo; ya se ocuparán ellos, Pedro y Pablo, de lo
que les incumbe y con absoluta inocencia, del mis­
mo modo que nosotros trabajamos, sufrimos y fae­
namos por ellos sin esperar nada a cambio, ni sala­

245
rio ni reconocimiento. Por eso hay que decirse y re­
petirse incansablemente: soy el defensor incondicio­
nal de tus derechos, no soy el policía de tus debe­
res. A cada uno sus deberes, sin embargo, no podría
ser la desconsoladora fórmula del egoísmo, sino todo
lo contrario, la divisa del desinterés universal y de
esa inocencia universal en la que los hombres se
encuentran y en la que, lejos de toda relación mer­
cenaria, intercambian el beso de la paz.
Aquel que ha preservado y justificado sus valo­
res morales, salvaguardado su honorabilidad y su
mínimo ético corre medianos riesgos. Pero el hom­
bre totalmente desprovisto, que alcanza el reborde
extremo de la dedicación límite, cuyo nombre es ab­
negación, ¿qué nombre merece este hombre? Le lla­
maremos un arriésgalo-todo: su aventura es una
aventura mortal, y su agudísimo dilema le conmi­
naría a optar entre el amor-sin-ser y el ser-sin-amor.
¿Y cómo elegir? Responderemos: hay que elegir un
mínimo de ser para sobrevivir, porque no hay amor
si no hay amante y porque el ego, sujeto sustancial,
es la condición sine qua non de la relación amoro­
sa; ¡unas burbujas de amor, por favor, para .aliviar
el agobio del ser y para atenuar la degeneración adi­
posa! Pero tal como hemos señalado a partir de La
Rochefoucauld y de Fénelon, el superlativo de la
pureza amante y del desinterés es tan frágil, tan ines­
table, que el más mínimo engrosamiento basta para
degradarlo: una complacencia imperceptible, una in­
sistencia imponderable, una lentitud apenas percep­
tible, una distracción sospechosa, y la blancura in­
maculada, decíamos, se vuelve gris. ¿Dónde acaba el
amor puro cuando se camina en el sentido del ser?
En el punto mismo donde empieza el amor propio,
es decir, el amor impuro: de inmediato. Como en

246
los microscopios ultrasensibles en los que la imagen
se emborrona inmediatamente a la más mínima pre­
sión de la mano, el amor todavía puro, es decir
«inexistente», que está más allá del ser, se enturbia
al menor roce, por un milímetro de milímetro y por
una millonésima de segundo, por un movimiento
impalpable y fugitivo de nuestro humor; una dosis
infinitesimal de interés-propio, el despuntar de una
lejana segunda intención bastarían para marchitar y
trastornar esta pureza. Y, en sentido inverso, ¿hasta
dónde hay que llegar en la rarefacción del ser-propio
cuando se sueña en una nueva pureza para un amor
enturbiado? ¿A partir de qué momento el ser enrare­
cido, casi nihilizado, corre el peligro de morir exte­
nuado? Ya que, si el amor-sin-ser es infinitamente
inestable, el ser-sin-amor es esencialmente vulnera­
ble. Entre estos dos extremos, en el que cualquiera
necesita un prodigio de acrobacia para mantenerse,
se encuentran representadas todas las variedades del
amor impuro y todos los grados de la mezcla. ¿Có­
mo costear entre Caribdis y Escila? —En la lógica
extremista e hiperbólica, en el absurdo lógico de la
exigencia moral, lo que no es purísimo, y en conse­
cuencia puro al ciento por ciento, es impuro; asimis­
mo, lo que no es cierto es dudoso, a partir del mo­
mento en que la cosa cierta nos alumbra, no con una
certidumbre absolutamente transparente, sino con una
certeza medio cierta medio incierta. No hay punto
medio. Los estoicos decían: un pecadillo ya es un
gran pecado. Un poco, cuando se trata de faltas, es
demasiado, ¡infinitamente demasiado! Y la cantidad
ni le quita ni le pone nada al asunto. Teóricamente,
la paradoja moral no me dejaría siquiera el consuelo
de pensar que soy un ser humano entre los demás y
como los demás. Pues no soy ni siquiera uno de

247
esos otros, tan válido como los otros, tan digno de
respeto como los otros, y tan capaz como ellos de
representar el género humano en mi persona: podría
ser, efectivamente, que, dados los diabólicos sofis­
mas del amor-propio, esta modesta concesión fuera
un pretexto para reintegrar definitivamente todas las
prerrogativas de mi preciosa persona, para recupe­
rar todos mis privilegios, deducir de nuevo todos mis
derechos, incluso aquéllos a los que nunca he teni­
do derecho. Todo lo más, la paradojalogía admitiría
que mis derechos pudieran ser la consecuencia for­
tuita y no reivindicada de los deberes del otro...

8. El precioso gesto de la intención

Dicho esto, estos excesos parecerán sin duda ab­


surdos. ¿Soy poca cosa? ¡Pero, soy algo! Soy, al me­
nos, un poco, no soy un menos-que-nada. ¿Menos
que nada? ¡Tal humildad sería pura locura! Lo poco
que soy, lo soy. Esta tan modesta tautología vivida,
que podría llamarse «tautosía», es esencialmente po­
sitiva; me protege, al menos, del aniquilamiento in­
finito de la humildad: entre el nada de esta humil­
dad y la ampulosidad de la jactancia, salvaguarda es­
te movimiento precioso del corazón que es un fino
rayo de luz, que es olvido interior de sí y apertura in­
finita al otro, ancho como el cielo. Pero tampoco es
objetivamente cierto que, en cualquier caso, tu vida,
sea más válida que la mía: tan sólo es cierto que yo
haría mejor ignorándolo. Si la moral fuera una sim­
ple especulación abstracta, una obra de alta fanta­
sía, si la paradojalogía moral apuntara a no sé qué
límite utópico y teórico, podría rigurosamente ima­
ginarse un amor puro que fuera un cero de ser, una

248
nada amorosa. Ahora bien, la paradoja moral tiene
relación con la acción, o con una práctica, y exige,
en principio, ser vivida efectivamente: ¡para esto
está hecha! Sin esta plenitud absolutamente positiva
no sería más que una broma, un deseo platónico, o
una simple figura retórica. ¿Es el extremismo moral
algo serio? No sólo no es serio, sino que incluso es
un poco charlatán cuando nos promete un ensalza­
miento definitivo de todo el ser, una cronicidad per­
fectamente estable, una promoción y una transfigura­
ción permanente; pero es serio si renuncia, como la
abnegación, a toda sublimidad profesional y si acce­
de, en el instante, a la espontaneidad y a la frescura
de la inocencia. Esta inocencia fina y transparente
es como la punta extrema del alma. ¡Tan fina, tan
transparente! ¡No le falta casi nada para no ser nada!
O, mejor dicho, no le falta casi nada, pero es este
casi el que lo decide todo.
«Vida paradójica», o «paradoxia vivida», la pa­
radoja de la moral es, sin duda, una contradicción,
un desafío a las condiciones de la vida social e in­
cluso a las leyes de la fisiología y de la biología —y,
más aún, un desafío al sentido común y a la razón;
es lo que siempre han pensado los sabios y los san­
tos, los estoicos y los cínicos, Platón e incluso Aris­
tóteles y, por otra parte, los espirituales de la Filo-
calia y el autor de la Imitación. La acrobacia, bajo
una forma espectacular y peligrosa, el movimiento,
bajo las formas más familiares de la vida cotidiana,
la temporalidad misma, renuevan a cada momento
el milagro de una caída diferida, que es un conti­
nuado restablecimiento: la solución viene dada al
mismo tiempo que se lanza el desafío a las leyes
del equilibrio y de la gravedad. Y el hombre, en su
infinita gratitud, da las gracias cada mañana a su

249
aventurado destino por haber escapado una vez más
al peligro de la muerte. El milagro del movimiento,
del que nos habla Bergson, es, a su manera, esta per­
petua acción de gracias que el hombre formula en su
corazón por el nuevo aplazamiento que se le ha con­
cedido. La vida paradójica es a la vez vivible e in-
vivible, viable e inviable, posible e imposible o, lo
que viene a ser lo mismo, posible hasta el infinito
para una buena voluntad desesperada y apasionada,
capaz de querer hasta el infinito. Se dice, efectiva­
mente: querer es poder... No porque querer sea, li­
teralmente, poder lo que se ha querido, en virtud de
una omnipotencia de hecho, como la de las hadas
o la de las brujas, sino que más bien es «posibilitar»
hasta el infinito una imposibilidad jamás imposible.
El querer tiende asintomáticamente hacia un límite
que no podrá tocar por contacto físico, que puede
tan sólo rozar en imponderable e instantánea tan­
gencia.
Desconcertante e inconsistente, decepcionante
tanto como evasiva, la existencia moral se contradi­
ce a sí misma hasta el infinito: no sólo es paradóji­
ca, sino que teme incluso parecer a veces «paraló­
gica»... es decir irracional. Para amar, hay que ser.
Pero como más se es, como más se abunda y so­
breabunda, generosa y opíparamente, en la densidad
del propio-ser, más asfixia el amor y, a fuerza de
asfixiar, muere. Pero, si no se es, ¿dónde está el
amante que será el sujeto del verbo amar? Este
amante todavía no ha nacido, quizá nunca perte­
nezca al mundo de los vivos... Una vez más, ¿dón­
de está el amor? Más acá o más allá, siempre nos
asaltan las mismas cuestiones cuando se trata de la
vida moral, de lo inasible, de sus valores tan contro­
vertidos, de sus exigencias con tanta frecuencia ri­

250
diculizadas. ¿No será acaso todo esto un montón de
mitos y antojos? ¿O quizá sea un sueño del que
nunca he despertado? Más de una vez, nos pregun­
tamos adónde ha ido a parar nuestra vida moral, en
qué consiste, incluso si consiste en algo. Ahora bien,
es precisamente en estos momentos, en los que está a
punto de escapársenos y en los que desesperamos
de alcanzarla, cuando es más auténtica: ¡entonces
es cuando hay que cazar la ocasión al vuelo en su
viva fragancia! Con tal de que la conciencia no des­
figure con muecas su rostro demasiado pronto, ni
abandone demasiado pronto su impulso... El ímpetu
moral se parece al hada Anima que deja de cantar
cuando la mira Animo y que recupera su voz, la
muy inocente, la muy pura, cuando Animo deja de
mirarla; la vida moral no es más pura que el alma,
ni más evasiva que la libertad, ni más desconcer­
tante de lo que lo es, según San Agustín, la tempora­
lidad: si me preguntan qué es el tiempo (quid sit),
o si intento explicar su naturaleza, me altero y bal­
buceo, pero, cuando no me acosan con preguntas y
considero el tiempo con sencillez, con alma ingenua
y distendida, la ambigüedad y la inquietud dejan
paso a la evidencia. Para esto, hacía falta ver las co­
sas desde lo bastante arriba y desde lo bastante le­
jos; no entre las brumas de lo aproximadamente,
sino en la sana aproximación del buen sentido. 1.° La
vocación moral del hombre es amar y vivir para los
demás. 2.° Pero, en el orden elemental al que lla­
mamos el mínimo óntico, el amor no puede ser siem­
pre absoluta ni puramente amante: el amor presu­
pone a un ser amante, que es, según el punto de
vista adoptado, o bien el sujeto sustancial e irracio­
nal, la sede impura y la condición pasiva del amor,
en cierto modo el excipiente por oposición al prin-

251
tipio activo, o bien, a la inversa, el residuo indiso­
luble, por así decirlo opaco y masivo, de este mis­
mo amor. Residual o substancial, este elemento irre­
ductible nos impide el paso por el camino de la ab­
negación-límite, gracias a la cual el ser compacto
sería absolutamente sublimado y convertido en amor.
Si no hubiera otras complicaciones, nos atrevería­
mos a darle el nombre de mal a este impedimento,
que es la fatal gravedad del amor, su tara congéni-
ta, su inevitable coeficiente de inercia: el ser del
amante, en tanto que es carne y materia, es la parte
no amante del ser amante. La resistencia de este ele­
mento masivo, de este yo ciego, ¿no lleva acaso el
sello de nuestra finitud? 3.° Pero hay que tener en
cuenta una complejidad que casi inmediatamente
hace valer sus pretensiones; el elemento masivo no
es el plomo, se llama la carne: implica, por su par­
te, una complejidad que complica doblemente al ser
amante; esta complicación no es una contradicción
extrínseca, sino una negación inmanente. Si fuera ex­
trínseca, sería dispensable y curable, pero, al ser in­
manente, es un mal necesario o, como también de­
cíamos, un imposible-necesario, y tanto más irritan­
te cuanto que es, efectivamente, necesario: el con­
tradictorio egoísta penetra profundamente en la tex­
tura íntima de la intención moral, no sólo porque
la condiciona, sino porque toma prestado su rostro
y la imita hasta confundirla; la caridad hipócrita
toma la máscara de la verdadera caridad y, al final,
se hace indiscernible. Hablábamos de un híbrido lla­
mado órgano-obstáculo. ¿Más órgano o más obstácu­
lo? Podríamos, con todo rigor, interpretar dialéctica­
mente el sentido unívoco de este equívoco, el senti­
do esotérico de esta apariencia, si el obstáculo siem­
pre fuera resorte, trampolín o contrapunto, máquina

252
ingeniosa que nos permitiera, gracias a la distensión
y al retroceso, saltar más alto y con un impulso más
enérgico... Lo que estorba es el instrumento y la
pérdida de los medios o, simplemente, el tiempo
perdido; el instrumento mismo es impedimento. Y,
más en general, para poder, hay que estar obstacu­
lizado y limitado; esta alternativa es la tara para­
dójica de la finitud. Cuando el lujo y la ridicula
enormidad de los medios empleados se vuelven mo­
lestos, o nos amenazan de asfixia, se los puede re­
ducir al mínimo y esquivar así la contradicción; esta
relación entre un mínimo de medios y un máximo
de esperanza es el objetivo de una sabia economía.
Pero, la maraña es a veces inextrincable. Cuando el
ser moral está, no ya molesto por el peso y las con­
secuencias de sus ofrendas, sino a priori obstaculi­
zado por la perversión íntima del gesto intencional,
alcanzado en su esencia y en la totalidad de su exis­
tencia, no hay solución alguna, y la tragedia se en­
vuelve de trágica ironía, ya que, entonces, el ser
mismo del donante es el que desmiente el don amo­
roso: lo que, por definición, posibilita el don desin­
teresado es precisamente lo que hace inevitable la
degeneración egoísta. Ni con ni sin. Esta es la deses­
perante fórmula del dilema insoluble y de la situa­
ción sin salida; ésta es la doble imposibilidad que
bloquea para siempre toda respuesta.
El ser del individuo, tanto físico como biológi­
co, es al amor lo que los derechos son al deber.
Podemos considerar los derechos como un afina­
miento ético del ser. Los derechos aportan a un es­
tado de hecho (¿no es eso una verdadera ganga?) la
justificación normativa y la consagración que le fal­
taban; confieren a la naturalidad del ego una especie
de aureola —la aureola de la sublimación idealizan­

253
te o, al menos, de la honorabilidad; estabilizado,
celosamente reivindicado, a veces incluso cifrado, re­
ducido a menudo al estado de depósito virtual, el
mínimo ético se acerca más al haber que al ser: se
convierte así en algo parecido al viático moral que
nos acompaña y nos proteje en las pruebas de la
existencia. Lo hemos señalado ya: en las relaciones
del ser y del amor, se produce una maliciosa burla
a causa de la finitud constitucional del hombre o,
más exactamente, de las relaciones ambivalentes y
contradictorias del ser y del amor; es el ser del aman­
te lo que hace posible el amor, pero un amante de­
masiado feliz, demasiado saludable y demasiado bien
nutrido es negación del amor y, a la inversa, si no
tiene por vehículo más que a un ser enrarecido, el
amor se volatiliza en el vacío. La expansión vital le
favorece hasta el momento en que la saciedad as­
fixia en él esa insatisfacción sagrada, esa necesidad
de otra cosa, esa inquietud, en fin, que era el lado
aéreo de su naturaleza: lastrado por un ser ridicu­
lamente pletórico, el amor aburguesado pierde sus
alas y cae aplastado en el suelo. Y así el amor va
y viene entre el demasiado y el demasiado poco, re­
cupera necesariamente sus fuerzas cada vez que se
sumerge en las fuentes de la vida, reencuentra pe­
riódicamente una nueva juventud y una sangre nue­
va, y mal que bien, bien que mal, a trompicones,
consigue sobrevivir.
Pero, en lo que respecta al debate entre los dere­
chos y los deberes, la trampa, aunque menos san­
grienta, es más sutil, la malicia más insidiosa, la al­
ternativa más ambigua, ya que es el hombre moral
mismo quien descubre la verdad normativa de los
derechos —de mis propios derechos y de los dere­
chos del otro, que sacraliza estos derechos y los hace

254
valer. La paradojalogía moral me fuerza a profesar,
en contra de toda evidencia y de mi propia convic­
ción, que no tengo derechos y que todo el mundo
tiene derechos excepto yo. Esta contradicción a cos­
ta mía no es, ciertamente, un sangriento sacrificio
como lo es, en el límite, la incomposibilidad del
amor y del ser, como lo es, en el límite, la imposi­
ble necesidad de aniquilarse para amar con amor
puro, pero es, a su manera, una renuncia desgarra­
dora... y tanto más desgarradora cuanto que este
mentís in adjecto pone en tela de juicio precisamente
los valores normativos y puede pasar por un aten­
tado cínico contra la verdad y contra el principio de
identidad; ¡es éste el caso de decirlo, el sacrificio es
aquí literalmente un sacrilegio! Esta escandalosa des­
igualdad, esta sublevante injusticia en perjuicio mío,
que la razón se niega a admitir, ¿la hace sin em­
bargo plausible el pesimismo moral? Uno se siente
inclinado a considerar este escándalo como una apa­
riencia que disimulara no sé qué desconcertante fi­
nalidad y quizás incluso una tácita promesa. ¿Sopor­
taríamos, en cambio, el que se negara justicia en
nombre de una promesa? Así es cómo la especula­
ción racionalista, siempre sabia y previsora, intenta
tranquilizamos: ¡no se pierde nada con esperar, el
que ríe el último ríe mejor! La esperanza de un fu­
turo mejor nos ayudará a soportar la frustración pre­
sente. ¡Nada hay más sabio ni más razonable! Pero,
entonces, ¿qué diferencia hay entre la mercenarie-
dad cotidiana y la sordidez de este cálculo dema­
siado fácil? Porque la renuncia a mi propio-derecho
es una especulación de largo alcance y lejano ven­
cimiento, no es ni menos utilitaria ni menos intere­
sada. Este cálculo tortuoso es simplemente una hipo­
cresía. Debo, en principio, soportar la insoportable

255
iniquidad de la que soy víctima sin pretender com­
pensación alguna, sin reivindicar el más mínimo re­
sarcimiento, sin ni siquiera tener el derecho de que­
jarme. ¿Acaso no tiene mi prójimo todos los dere­
chos sobre mí?
Cada ser moral debería enfrentarse por su cuen­
ta con la doble prueba a la que se somete su egoís­
mo por la disparidad de los deberes y los derechos.
En primer lugar, todo el mundo tiene deberes, in­
cluido yo, sobre todo yo, puesto que el deber, ex­
presando el infinito inacabamiento del ser moral, és
ante todo llamada y vocación. Ahora bien, no tengo
por qué velar sobre los deberes de los demás: mis
deberes engloban todos los deberes y soy responsa­
ble de ellos. Por otra parte, como hemos dicho an­
tes, todo el mundo tiene derechos, excepto yo quien,
incomprensible e inexplicablemente, no los tiene:
estoy, en principio, despojado de todo, y no puedo
contar con nada a no ser con las libertades y los
poderes que los deberes del otro, fortuita y fatal­
mente (ambas cosas a la vez) me han dejado; ésta
es, en cierto modo, mi suerte en esta injusta mise­
ria. ¿Estoy condenado a vivir de la mendicidad? Re­
cibiré, ya que no lo que se me debe —que nada
me es debido— al menos las migajas del festín y
los restos, es decir lo que se me dé por añadidura,
un poco como de contrabando, a partir de los méri­
tos del otro. Pero, estas migajas no son nada, pues­
to que me permiten sobrevivir en la agotadora y
amarga lucha a la que estoy condenado. Son el ali­
mento aleatorio que una mano misericordiosa echa
a los pajaritos del cielo y que, misteriosamente, nun­
ca falta a la despreocupación. Pero el puñado de
paradojas que la filosofía moral nos deja como pas­
to no siempre es un sistema de verdades. Tocamos

256
aquí la última ambigüedad, la que está arraigada en
los más impenetrables misterios. No tengo derecho
a nada y, sin embargo, recibiré en definitiva lo que
me corresponde, sin que me sea debido. Lo recibiré
a condición de no reclamarlo, de ni siquiera haber
pensado en ello; lo recibiré con toda humildad y
con toda inocencia. Lo recibiré... pero, ¡chitón!, no
lo repitan... Que nadie se entere. ¡Ay, acabamos de
decirlo!, hemos divulgado ya el secreto, y no podría
ser de otro modo. ¿Cómo puede guardarse un secre­
to divulgándolo?, ¿divulgarlo guardándolo? Sí, se
puede, pues es cierto que la alternativa de los con­
tradictorios, impenetrables el uno al otro, se supera
de un momento a otro. El oráculo de Delfos, según
Heráclito, ni dice ni oculta, sino que sugiere me­
diante signos, con medias palabras o con palabras
disfrazadas. O, más sencillamente, no habla, da a en­
tender, susurra al oído de nuestra alma las verdades
ocultas.

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