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Referencia bibliográfica:

Gómez Buendía, H., Arciniegas, E., Hernández, A., & Mariani, R. (2008). Con texto

institucional de la política y elementos para la acción: Gestión y políticas públicas.

Bogotá: Escuela Virtual, PNUD.

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GESTIÓN Y POLÍTICAS PÚBLICAS 1
La Gestión Pública es un componente central de la acción política e institucional de los Estados al tiempo que es
parte esencial del universo de sentidos de todo sistema político. Conocer su estructura, funcionamiento y estructura
funcional es importante para entender su dinámica y analizarla en los diversos contextos nacionales. Pero para ello,
es imprescindible reconocer y analizar las múltiples relaciones que las instituciones y los modelos de gestión
tienen entre sí y, a su vez, los grados y formas en que tributan a las distintas corrientes de pensamiento político
imperantes.

La agenda estatal es cada vez más compleja y a los múltiples temas rutinarios de la administración, que se arrastran
y reciclan en el tiempo, se han agregado temas imprevistos que por su relevancia se superponen con la agenda
tradicional y trastocan las prioridades y urgencias de la acción estatal. Las catástrofes naturales, las crisis
financieras, el terrorismo, las emergencias sanitarias, etc. son, por su naturaleza, cuestiones que detonan en la
agenda pública con el peso de lo urgente y lo singular, lo inédito. Las típicas soluciones basadas en el
conocimiento del pasado y en la mecánica de los modelos conocidos, nos resultan inadecuadas para el abordaje de
estas nuevas agendas. Pero tan cierto como eso es que para empezar a entender de qué se trata la gestión de lo
público estatal, deberemos empezar por conocer los modelos existentes, sus principales características, fortalezas
y debilidades y avanzar desde allí hacia la creciente complejidad con la que lidian los estados y sus instituciones
para hacer frente a los desafíos actuales.

Dividiremos esta unidad en tres partes: en la primera veremos nociones básicas de gestión pública, una
aproximación a los modelos imperantes, a las estrategias y a las herramientas organizacionales. En la segunda,
analizaremos el trasfondo político ideológico de los cambios en el modelo de gestión en las últimas décadas y sus
impactos. Y, en la tercera, abordaremos el tema de las políticas públicas como uno de los planos más específico y
significante de la acción de los Estados y sus gobiernos.

I. Gestión Pública, control ciudadano y creación de valor público


Para llevar a cabo sus múltiples tareas administrativas, los estados modernos utilizan una gama muy amplia de
organismos o entidades burocráticas (ministerios, superintendencias, secretarías, institutos, empresas públicas y
varios más). Dichas organizaciones difieren en su tamaño, función, tecnología, estructura, edad, régimen legal,
relación con el entorno y otros varios factores que –según quién sea el analista– deben tomarse en cuenta para
explicar, predecir o modificar el funcionamiento de la entidad en cuestión.

La variedad de organizaciones y de enfoques analíticos, sumada a la evidente complejidad de los procesos, hace
que la administración pública en realidad se parezca más a un arte que a una ciencia. Sin embargo, desde el punto
de vista de la democracia, hay dos tipos de estrategias organizacionales que importa destacar: unas de “insumo” y

1
GÓMEZ BUENDÍA, Hernando; ARCINIEGAS, Elizabeth; HERNANDEZ, Andrés; MARIANI, Rodolfo (2008). Gestión y
políticas públicas. Material del área académica de Gobernabilidad Democrática. Escuela Virtual RBLAC/UNDP.
otras de “producto”, unas que buscan mejorar el control de la ciudadanía sobre la marcha de la entidad, y otras que
buscan mejorar el servicio que la entidad ofrece a la ciudadanía.

Echando mano de desarrollos recientes en la literatura, hablaremos entonces de una estrategia de control
ciudadano y una estrategia de creación de valor público. Pero antes debemos aludir a los dos grandes “modelos” de
gestión que han orientado la administración pública, y de cómo ellos todavía enfrentan el desafío de la
democratización.

Del modelo Burocrático a la Nueva Gestión Pública


Con la expansión del mercado y el crecimiento de los Estados, distintas sociedades encontraron que el modo más
eficaz de organizar el trabajo era crear entes especializados dentro de los cuales cada individuo se encargara de
tareas bien delimitadas. Estos entes –la fábrica, la oficina de gobierno, el hospital, la universidad, entre otros–
tienden a compartir los caracteres que Max Weber resumió bajo el modelo o tipo ideal que llamó
“racional-burocrático”. Bajo esta forma de organización:

• El funcionario no es dueño de la entidad ni de los medios que utiliza en su trabajo; estos son parte del
patrimonio público.

• Cada funcionario realiza tareas especiales, precisas, de manera regular y está sujeto a una jerarquía.

• Los funcionarios se seleccionan por mérito, trabajan de modo profesional y aplican un saber
especializado.

• Los deberes y derechos del funcionario, el usuario y el proveedor están regidos por normas abstractas
o impersonales. El funcionario no procede de manera arbitraria ni bajo el dictado de sentimientos o
ideologías.

En el caso de las democracias de Occidente, el modelo anterior no fue adoptado sólo por razones de eficacia, sino
porque se aspiraba a que la administración pública no fuera cooptada por intereses particulares o corporativos, a
que no discriminara contra ningún ciudadano, y a que estuviera en manos de una élite profesional bajo el control
político del Congreso, los Partidos Políticos y los gobernantes elegidos por voto popular.

La organización burocrática del Estado produjo y sigue produciendo resultados incontables e indudables en todas
partes del mundo. Pero también es propensa a ciertas “patologías” - papeleo, rutinas, duplicación de funciones –
que implican rigidez, ineficiencia y mal servicio a la ciudadanía. Estas patologías se hicieron más evidentes con la
crisis del “estado benefactor” hacia los años 70, y tanto que la “reingeniería” o “reinvención” del aparato estatal
fue una consigna favorita del neoliberalismo para entonces emergente. Así surgió el enfoque de “Nueva Gestión
Pública”, que propone aplicar los métodos exitosos del sector privado a la administración del sector público. Este
enfoque tiene como pilares:

• Proteger la gerencia del indebido influjo de los políticos, para que pueda lograrse la eficiencia que
pretendía el modelo burocrático.

• Convertir a los administradores públicos en gerentes que obedecen a una racionalidad técnica,
preocupados por metas y resultados.
• Redefinir al ciudadano como cliente, que merece buen trato y que puede escoger entre varios proveedores
del servicio.

• Reducir costos y agilizar los trámites mediante la privatización y la desregulación

Democratizar la gestión pública


Principios.

Entre las patologías del modelo burocrático hay una que afecta de modo muy directo a la democracia: la tendencia
a convertirse en rueda suelta, a resistirse al control desde afuera, a que el interés de los burócratas predomine sobre
el de los ciudadanos. Y este riesgo no necesariamente es menor bajo la “Nueva Gestión Pública”: así, aquí se
mejoren los controles por la vía del mercado, paradójicamente se reduce el control político por falta de confianza
en los políticos.

Así pues, con un modelo o el otro sigue siendo necesario velar por la democratización efectiva de la administración
pública, lo cual implica:

• Reducir el déficit de representación que han traído el retiro ciudadano de la vida pública y el monopolio de
los políticos de profesión sobre la actividad estatal.

• Contrarrestar la tendencia a que los tecnócratas o los burócratas impongan sus decisiones en el sector
público.

• Darle transparencia a la administración, reducir el peso de las reglas informales, y contener la influencia
de los poderes fácticos.

• Hacer compatible la eficiencia con el control ciudadano en la administración pública.

• Incorporar sectores y fuerzas sociales hoy excluidos de la política, y reconocer la diversidad como un
activo en la construcción de la democracia.

• Superar la concepción del ciudadano como simple votante, pero también la concepción del ciudadano
como simple cliente.

• Activar los deberes, virtudes y compromisos del ciudadano con la esfera pública.

Estrategias y herramientas.

En los cuadros siguientes resumimos las dos grandes estrategias que enunciamos para democratizar la
administración pública y las herramientas principales para llevarlas a cabo.
Tabla 1. Las dos estrategias 2

Estrategia Descripción

Se trata de diseñar las instituciones y adoptar las medidas conducentes a:

1. Que la ciudadanía tenga oportunidad de opinar, controvertir e influir


efectivamente sobre las decisiones de carácter público.
2. Reducir el exceso de poder de los políticos, funcionarios y técnicos frente
al ciudadano común, reduciendo la discrecionalidad de aquellos.
I. Aumentar la
3. Contrarrestar la influencia de grandes intereses privados o corporativos en
participación
la esfera pública, tanto si son legales como si son ilegales.
ciudadana en las
4. Mejorar la eficacia y eficiencia de los proyectos y políticas, al recibir más
decisiones públicas
apoyo y colaboración de la ciudadanía.
5. Establecer un modelo de gerencia donde la participación ciudadana no sea
una molestia ni un requisito sino un valioso insumo.
6. Corregir las fallas de los modelos convencionales en materia de
participación, como su tendencia a subestimar y manipular la sociedad
civil o su excesivo énfasis en la eficiencia económica de corto plazo.

Se trata de adoptar un modelo integral de gerencia orientada a crear valor público,


lo cual implica cambios o ajustes significativos en cuatro aspectos principales:

1. El tipo de valor que guía la gestión: a diferencia de la gestión privada,


cuyo objetivo es maximizar la utilidad o rendimiento de la inversión, la
gerencia pública debe proponerse la creación de un máximo de valor
público.
Este valor consiste en aquellos productos o servicios que la ciudadanía ha
definido como valiosos, a través de algún tipo de consenso resultante del
diálogo político sobre el impacto esperado de cada entidad. Mientras el
II. Aumentar la valor privado se mide a precios de mercado, el valor público se mide a
creación de valor
precios sociales (o precios “sombra” como les llama la teoría de
público que realizan
evaluación de proyectos) e incluye todas la características del producto o
las agencias del
gobierno. el servicio que puedan afectar la satisfacción de la ciudadanía.
2. El tipo de gestión: no basta la capacidad empresarial ordinaria; en la
gerencia pública hay que añadir capacidad política y apertura al diálogo
ciudadano.
3. El tipo de liderazgo: no basta con la autoridad formal, se requiere
autoridad informal; y no basta con el liderazgo técnico sino que se requiere
liderazgo adaptativo.
4. El tipo de organización: no basta con entidades eficientes pero atrapadas
en la lógica exclusiva del costo-beneficio y del análisis impersonal; se
requieren organizaciones con capacidad de aprender y capaces de cambiar
mapas y modelos mentales.

2
Elaborado por la Escuela Virtual con base en: Kliksberg, Bernardo: siete tesis no convencionales sobre participación; Font,
Joan. Ciudadanos y decisiones públicas.
Tabla 2. Herramientas para llevar a cabo las estrategias. 3

Estrategia Herramientas

Existen tres tipos de mecanismos que contribuyen a aumentar la participación:

1. Los de base asociativa, donde existe una instancia de interlocución formal


entre las agencias oficiales y los representantes de organizaciones, grupos y
comunidades reconocidos a nivel local. En algunas de las grandes ciudades,
estas instancias pueden consistir en:

a. Los consejos territoriales,


b. Los consejos sectoriales, o
c. Los consejos temáticos.

2. Los de base personal, que buscan involucrar directamente al ciudadano en la


toma de decisiones públicas, corrigiendo algunos defectos de la política
tradicional (crisis de representatividad, faccionalismo, cooptación,
agotamiento de espacios, etc.,). La mayoría de estos instrumentos estimulan la
deliberación y la discusión pública; entre ellos se cuentan:
I. Aumentar la
participación a. Las asambleas ciudadanas (vecinales).
ciudadana en las b. Los jurados ciudadanos y los concejos ciudadanos.
decisiones públicas c. Los círculos de estudio, foros temáticos, y conferencias de consenso.
d. Las entrevistas deliberativas.
e. Las consultas ciudadanas (usuales en programas de gestión urbana).
f. Los “Charrette” (grupos que se reúnen para tratar un tema específico,
su composición no es fija).
g. Los “focus groups” (donde una pequeña muestra de ciudadanos
reacciona en vivo a las posibles iniciativas de la administración).
h. Referendums.

3. Los mecanismos de carácter mixto, que involucran tanto a ciudadanos como a


organizaciones. Se trata de complementar la democracia representativa y
practicar la democracia directa con un número amplio de participantes. En
esta categoría se incluyen

a. Los procesos de planificación estratégica


b. Las agendas locales, y
c. Los presupuestos participativos

3
Fuente: Elaborado por la Escuela Virtual con base en: Moore, Mark. Gestión estratégica y creación de valor en el sector
público; Saavedra, José Jorge: Mokate, Karen. Gerencia social: un enfoque integral para la gestión de políticas y programas
sociales; Font, Joan: ciudadanos y decisiones públicas; Creighton, James: The public participation handbook.
Estrategia Herramientas

1. Definir los fines de las organizaciones en términos de impacto y no sólo de


resultados.

2. Diseñar y adoptar un modelo integral de gestión, lo que incluye:

a. La gestión programática, que busca cumplir con la misión


organizacional y crear valor público mediante el conjunto de
políticas, programas y proyectos pertinentes.
b. La gestión organizacional, que busca una organización comprometida
con la misión, y que cuente con las destrezas necesarias para su
desempeño eficaz, eficiente y ético.
c. La gestión política, que busca contar con el mandato, la legitimidad,
los recursos y los apoyos necesarios para cumplir su misión. (Esta
gestión se extiende a los políticos, legisladores, burócratas y técnicos
que supervisan la organización o pueden decidir sobre su suerte; y se
extiende también a la ciudadanía y a la sociedad civil organizada).

II. Aumentar la
creación de valor
público que realizan
las agencias del
gobierno

3. Construir nuevos liderazgos:

a. Un liderazgo que, además de la autoridad formal, cuente con


autoridad informal, es decir con el respeto, la credibilidad y la
confianza de ciudadanos y supervisores.
b. Un liderazgo capaz de ofrecer soluciones técnicas sobre la base de
información completa, pero además capaz de adaptarse a lo
inesperado o responder en ausencia de información imperfecta.

4. Crear una nueva cultura organizacional centrada en el aprendizaje y en la


capacidad de abandonar creencias erróneas u obsoletas.
II. El recorrido desde el Estado weberiano a la NGP: cambios en el pensamiento
político e impacto sobre los modos de gestión pública
La idea de Estado subyacente a las reflexiones sobre gestión y políticas públicas, es vital para entender el
pensamiento de las distintas escuelas y las diferencias entre ellas. Algunas asignan un papel neutro al Estado, otras
consideran que es un brazo al servicio de la clase dominante, otras que ejerce un papel relevante que se origina en
la autonomización de la elite burocrática, etc. Pero en general, domina una idea de Estado de matriz weberiana que
cumple la función de adoptar decisiones vinculantes, implementarlas con sus burocracias y garantizar su
cumplimento, en última instancia, mediante el uso de la fuerza pública.

En esa visión, el Estado determina el curso de las cosas. Si lo hace en perfecta sintonía con las demandas sociales,
o garantizando la dominación de clase o el propio interés de la burocracia, es otra cuestión, pero el Estado
comanda. Y esa idea no fue puesta en duda sino hasta la post guerra.

Los problemas de gestión pública que se le presentaron al Estado de Bienestar y su creciente hipertrofia, dieron
lugar a una cantidad de críticas que desde distintos enfoques procuraban identificar la naturaleza de los problemas
principales y postular estrategias de reforma para superarlos. Tres son los principales: a) los que destacaron la
presencia corrosiva de formas de clientelismo y una gestión amateur del aparato estatal y abogaban por diversas
formas de calificación y profesionalización del servicio público, estabilidad y dignificación del funcionariado; b)
los que entendían que el problema principal era el excesivo poder de la administración ejecutiva y consideraban
necesario fortalecer las instituciones de control existentes y crear nuevas, para ganar en transparencia, eficacia y
democraticidad; c) por último, los que hacían foco en la ineficiencia como problema central y preconizaban un
nuevo paradigma gerencial basado en instrumentos y métodos propios de la gran empresa privada (Heredia y
Schneider, 2003).

A las reformas del primer tipo se las conoció como “weberianas”, a las segundas como “reformas de
accountability” o “democratizantes” y a las terceras como “gerenciales”. En rigor, los problemas de gestión
estatal, solían contener diferentes dosis de los diagnósticos de cada una de estas corrientes y requerir reformas que
contemplaran instrumentos diversos. En otras palabras, la crisis de Estado era compleja y multidimensional: había
elementos de profesionalización, de opacidad y discrecionalidad y también de ineficiencia en la identificación de
prioridades, en la producción de bienes públicos y en la gestión administrativa. Y además, no había una
caracterización general de la crisis, sino casos particulares de país en país y en consecuencia los modelos de
reforma posibles no eran únicos.

Sin embargo, más allá de estos comentarios bastante obvios, los procesos de reforma de la gestión pública, se
apegaron - más veces que las deseables - a un único modelo de interpretación y de política. Volveremos sobre esto.

Hace sólo un momento, mencionábamos la crisis del Estado de post guerra como el escenario que detona el
quiebre con una visión de Estado y la cuestión de las reformas en la gestión pública. En efecto, las crecientes
dificultades de los estados para administrar responsabilidades incrementales – generalmente vinculadas con la idea
de integración social que estructura la lógica del Welfare State – y sus dificultades para financiar las políticas de
inclusión, ponen sobre el tapete la discusión sobre los límites de las capacidades estatales y sobre lo deseable de
que el Estado comande los procesos de política pública desde la identificación de la demanda hasta su
implementación y control.
En principio, se constata que algunos supuestos de la acción estatal –‘el Estado posee la información disponible o
tiene la capacidad de procurarla’, ‘Una vez definida una política, la implementación de la misma por las
burocracias públicas es correcta’– son – al menos – frágiles y eso pone a temblar todo el edificio del Estado como
comando de la sociedad.

Se hace más o menos evidente que el Estado no posee toda la información sobre problemas complejos, que debe
recurrir a la sociedad para obtener esa información, que tiene dificultades para definir objetivos en relación a
demandas; y que, además, tiene limitaciones serias para implementar sus políticas y el alcance de las mismas está
constreñido por otra serie de limitaciones fiscales, profesionales, gerenciales etc. etc. Estas evidencias abonan el
terreno para la aparición de una corriente de pensamiento que plantea que, al menos para ciertas áreas de políticas,
el mejor modelo posible no es el del Estado dirigiendo desde la cúspide, sino el de un Estado capaz de consultar a
la sociedad y acordar con – al menos – los sectores directamente afectados por las políticas específicas.

En ese clima, converge la idea moderna de “governance”, como complemento de la idea de comando estatal. En
su acepción original se trataba de plantear como posible y deseable que en ciertas áreas de política pública el
Estado consultara, dialogara y acordara con la sociedad e implementara medidas que fueran el fruto de esas
interacciones. En esta modalidad el Estado decide, pero no lo hace por sobre la sociedad, sino con ella.

Hay un giro conceptual importante aquí. El Estado –al menos en algunas áreas— ya no comanda, sino que procura
conducir (steering). Y este giro es un aporte relevante a la gestión pública porque viene a llenar un importante
déficit de la estructura de la administración tradicional en contextos de problemas y complejidades crecientes y de
legitimidad política en tela de juicio. Es decir, que la idea de Estado weberiano, se complementa y enriquece, con
una noción de governance que plantea la relación Estado-sociedad y la necesidad de cooperar mutuamente, de
identificar los problemas y caracterizarlos en procesos de diálogo y de acordar caminos de acción para resolverlos.
Sin embargo, el Estado no renuncia a la capacidad de tomar decisiones vinculantes y se sigue reservando para sí la
decisión última, aún en aquellas áreas en las que la cooperación es el mecanismo principal.

Más allá de esta primera fase en la que la idea de governance viene a llenar un vacío de la acción estatal a partir de
la promoción de un vínculo diferente con la sociedad, algunos partidarios extremos de la idea de steering,
argumentaron sobre la supuesta necesidad de que esta forma de acción estatal no fuera complementaria, sino que
se extendiera al conjunto de las responsabilidades y actividades del Estado. Es decir, que el papel del Estado era –
según esta corriente – el de promover acuerdos en todas las áreas y temas de gobierno, renunciando a su papel de
emisor de reglas vinculantes y decisor de última instancia.

En primer término teníamos un Estado que comandaba la sociedad y luego – mediante los útiles aportes de la idea
original de governance – un Estado que conduce a la sociedad a través de una variedad de potestades y estrategias
de diálogo y consenso pero sin renunciar a la decisión final y a su capacidad inherente de adoptar medidas
vinculantes. Ahora, lo que aparece es la idea de un Estado que coordina a la sociedad, que promueve y facilita
acuerdos sobre los cuales fundar las políticas públicas, pero no ejerce el poder – o se auto limita al máximo –.

Esta idea es un paso más allá: ya no se trata de la complementariedad entre dos visiones de Estado que permite
ganar en eficacia y eficiencia de la gestión pública al tiempo que se gana en legitimidad política, en participación,
etc. Sino que se trata de una visión muy ideológica que pasa de la constatación empírica de los beneficios del
diálogo y el acuerdo en la gestión, a la prescripción normativa de que esa es la forma en que el Estado debe actuar
siempre, en todas las áreas y para todos los temas.
Sobre la base de esa visión, Osborne y Gaebler, publicaron a inicios de los noventa una de las obras centrales de lo
que se denominó la Nueva Gerencia Pública (NGP) en la que exponen con nitidez los puntos centrales de esta
corriente:

1. La gestión pública debe estar conducida por los principios y reglas del mercado.

2. En consecuencia, el paradigma funcional del aparato estatal debe ser el de la – gran – empresa privada.

3. El Estado está en relación de suma cero con la sociedad.

4. En consecuencia, hay que implementar reformas que tiendan a disminuir el tamaño del aparato estatal, su
campo de acción y la influencia potencial de sus acciones.

5. La función del Estado es proveer bienes y servicios a ciudadanos. La relación entre Estado y ciudadanos es
definida en términos de proveedor – cliente.

Dentro de la nueva gerencia pública, surgió una versión ––más radical aún— que planteaba que no sólo el Estado
debe abstenerse de ejercer la autoridad pública e intervenir, sino que su rol de coordinador debía ejercerlo en
condición de par con las distintas instancias de representación de la sociedad con las cuales dialoga, acuerda y
articula sus políticas. Se trata de un paso más: el Estado es parte de una red y coordina su funcionamiento, pero es
sólo un nodo más de los muchos existentes. Refiriéndose a este punto O´Donnell dice:

“El Estado simple coordinador del mercado (o nodo igualitario en una red) es un Estado supuestamente
despolitizado, pero en las concreciones que esta corriente ha logrado en algunos de nuestros países,
evidencia su funcionalidad a intereses que reproducen activamente la desigualdad de nuestras
sociedades” (O`Donnell, G. 2007)

En este recorrido por la concepción de Estado que está detrás de la idea de gestión pública, hemos pasado de la
concepción tradicional del Estado jefe, vertical y burocratizado, a la incorporación gradual y acotada de las
aportaciones de la governance y su idea – muy atinada – de steering, a visiones anti-estatales que postularon la
drástica reducción de las potestades del Estado (NGP) o su virtual combinación y reemplazo en una trama de
relaciones horizontales gobernada – en última instancia – por la lógica del mercado.

Los alcances de la nueva gerencia pública no han sido claramente determinados ni existe un consenso que opere en
el sentido de hacerlo. Algunos autores sostienen que es el cuerpo de idea referido a las técnicas y principios de
gestión estatal – conocido como gerencia corporativa – del paquete más amplio de políticas al que la alocución
reforma estatal se refería en los 90’s. Otros ubican directamente dentro de la nueva gerencia pública a políticas
estructurales como privatizaciones, tercerización, recupero de costos por servicios, etc.

En cualquier caso, la nueva gerencia pública ha sido muy criticada por su inocultable empeño antiestatal, por la
traslación lineal al sector público de una racionalidad que solo tiene sentido en el ámbito del mercado, por la
desvirtuación del vínculo – fundante de la democracia – Estado-ciudadanía y su perversión en términos de
proveedor-cliente y por la generalización indebida desde situaciones en que la crítica al burocratismo estatal es
lícita a una crítica del Estado en su conjunto y desde situaciones en las cuales la cooperación estado-sociedad es
útil y necesaria hacia la prescripción de ese modo de actuar como único viable y deseable.

Pero podríamos agregar un comentario adicional. La idea de un mercado autorregulado y un Estado mínimo tuvo
efectos devastadores – también – en el pluralismo que la política democrático pudo expresar y encarnar. En efecto,
sin Estado, las políticas con eje en la inclusión social y en el desarrollo humano se quedaron sin continente, sin
posibilidad de ser articuladas y abandonadas a la lógica de mercado imperante. Es difícil y por cierto especulativo
establecer cuánto de esto fue pensado ex ante por los ideólogos del mercado total y cuanto tiene de imprevisión o
cuánto de ‘efectos no deseados’. Pero la consecuencia para la diversidad del pensamiento político y para el
pluralismo democrático es una pérdida neta.

En ese contexto, la crisis del paradigma radical de mercado y las actuales circunstancias que vive el mundo, invitan
a pensar sobre el futuro del Estado, de las políticas y la gestión públicas como una condición de posibilidad
renovada tanto para el desarrollo humano como para la democracia de ciudadanía. Hossbawn nos da una pista en
esa dirección:

“durante décadas de giro a la derecha conservadora, el control del Estado se hizo imposible… con
libertad absoluta para el mercado, ¿quién atiende a los pobres? Esa política, o la política de la no
política, es la que se desarrolló con Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Y funcionó –dentro de su lógica
– hasta la crisis que comenzó en el 2008… no hay vuelta atrás hacia el mercado absoluto que rigió en los
últimos 40 años, desde la década de 1970. Ya no es una cuestión de ciclos. El sistema debe ser
reestructurado porque ese modelo no sólo es injusto: ahora es inviable. Las nociones básicas según las
cuales las políticas públicas debían ser abandonadas, ahora están siendo dejadas de lado… ya nadie
siquiera se anima a pensar que el Estado puede no ser necesario para el desarrollo económico. Ya nadie
dice que bastará con dejar que fluya el mercado, con su libertad total…”4

Pero sabemos que un Estado necesario no es suficiente: ¿Qué tipo de Estado es ese? ¿Cómo podemos construirlo
a partir de las instituciones y las fuerzas sociales y políticas que hoy tenemos? ¿Cuáles políticas públicas podrían
garantizarnos inclusión social, efectividad de la ley, transparencia y eficacia? … Deberíamos animarnos a pensar
en estas cosas para ayudar a promover desarrollo humano y democracia de ciudadanía.

III. Las Políticas Públicas

Políticas y Política: una relación clave


¿Qué hacen los gobernantes para procurar obtener los resultados que dicen buscar? ¿Con cuáles medios lo hacen y
a través de qué forma organizativa? Estas preguntas aluden al campo y al método de las políticas públicas.

El campo de las políticas públicas se refiere al análisis del trabajo gubernamental y sus impactos en el escenario de
la política (partidos, elecciones, congreso, debates mediáticos), en la estructura y el funcionamiento del Estado y
en la construcción de tejido social.

Y el método, refiere a la descomposición de la compleja realidad que conforma el programa de acción de gobierno
y las actividades que implica, en unidades temáticas analíticamente separables que permitan observar los modos de
implementación de las acciones y la congruencia de las mismas en distintos planos: discursivo (¿permiten estas
acciones alcanzar los objetivos que se dicen buscar?); sectorial (¿es esta política laboral compatible con la política
de DDHH?); por niveles de gobierno (¿es la política fiscal del gigierno Federal, compatible con la que llevan a

4
Granovsky Martín “Además de injusto el mercado es inviable” reportaje a Eric Hossbawm en Página 12, 29/03/09, Buenos
Aires
cabo los gobiernos provinciales o estaduales / o los ayuntamientos?); histórico (¿qué diferencias existen entre esta
política económica y las de la década del 70?); temporal (¿han variado las políticas sociales en períodos
eleccionarios entre los años 80 y del nuevo milenio?); y otros.

Desde sus orígenes, el debate sobre las políticas públicas estuvo atravesado por la distinción entre política (politic)
y políticas (policies) y una discusión central que podría plantearse de la siguiente forma: ¿están las políticas
públicas determinadas por la política? o, por el contrario, ¿las políticas públicas determinan a la política? En
otras palabras son las políticas públicas la variable dependiente, un simple producto de la maquinaria
política/administrativa; o pueden ser consideradas como variable independiente que explique, al menos en parte, el
campo de acción de la política y – algunos – de sus dispositivos de funcionamiento.

La tentación a considerar a las políticas públicas solo un producto fue la regla durante muchos años. Ello se debe,
principalmente, a tres razones:

a) A que las políticas públicas operaban sobre un modelo de Estado weberiano concebido jerárquica y
centralizadamente, en el cual la policy era un simple output del sistema político.

b) El análisis de las políticas públicas tuvo un impulso inicial eminentemente pragmático y empirista,
orientado al apoyo a la decisión gubernamental. Y,

c) A que entenderlo de ese modo era “natural” para la mayor parte del pensamiento político existente en el
mundo de las ideas: los liberales vieron en este campo una oportunidad de prolongar los alcances y
métodos del mercado; los marxistas una ocasión para demostrar el ajuste de las políticas públicas a la
dominación de clase y la falta de autonomía del Estado; los corporativistas, un mirador privilegiado de
cómo se implementan los acuerdos societales urdidos en otra dimensión de la política.

Hacia la década del setenta se produce un giro importante en la consideración del dilema entre política y políticas
públicas. Se comienzan a pensar las políticas públicas como determinantes de los debates políticos, del campo de
acción de los actores y de la forma que asumen las instituciones. Y este giro – al ubicar a las políticas públicas en
el lugar de la variable independiente – genera una serie de consecuencias importantes sobre la política, sobre la
sociedad y sobre la estructura del Estado. En primer lugar, provoca el debilitamiento de la concepción de Estado
jerárquico y sus modos de intervención verticalistas; en segundo lugar, el recuperar el carácter político de la
política pública permitirá hacer saltar a la luz las complejas tramas de intereses que intervienen en su
determinación y visualizar actores que un análisis tradicional, en términos de instituciones formales, opacaría por
completo; en tercer lugar, considerar la forma en que la política pública es capaz de actuar sobre su propia
institucionalidad, empujando formas diversas de Estado.

Sin embargo, el debate sobre si la política determina a las políticas o viceversa, lejos de estar cerrado, parece ser
una fuente inagotable de disputas y argumentaciones que nutren la reflexión. Si el debate se formula en términos
excluyentes parece destinado a no tener solución alguna. Por el contrario, si se acepta –aunque sea como hipótesis
de trabajo— una cierta autonomía relativa de los términos, es posible enriquecerse de sus aportaciones. Las
políticas públicas no se producen en el vacío: son expresión de un sistema político y socioeconómico, con sus
clivajes, sus correlaciones de fuerzas, sus luchas, etc. Pero no son meras recetas destinadas a responder a la
demanda y mantener el equilibrio: son expresión de la naturaleza, el funcionamiento y la historia de las
instituciones que las producen, inciden de modos diversos en la política y afectan las relaciones que la estructuran.
Políticas, ideología y valores: ¿desde dónde se piensan las políticas públicas?
La reflexión y la producción sobre políticas públicas confluye en tres campos de pensamiento principales, muy
diferentes unos de otros:

a) El primero se centra en el individuo y en la pluralidad social. Concibe al Estado, desde una perspectiva
funcionalista, como un aparato neutro destinado a dar respuesta a las demandas de la sociedad.

b) El segundo, entiende al Estado como instrumento al servicio de una clase (teorías de base marxista) o de
grupos específicos, como los burócratas (teorías de base weberiana). En cualquier caso, se le asigna al
Estado una autonomía limitada.

c) El tercer grupo está a mitad de camino de los anteriores. Su preocupación central pasa por interpretar los
equilibrios y desequilibrios de la relación entre sociedad y Estado, rechazando el corsé del racionalismo
economicista por un lado, y de una interpretación del Estado como rehén de clase o de grupo, por el otro.
El neocorporativismo y el neoinstitucionalismo, son dos expresiones – bien – diferentes de este grupo.

Dentro del primer campo, se ubica la teoría del “Public Choice”, que se apoya en tres fundamentos:

a) La idea de que los individuos toman sus decisiones de modo racional, buscando maximizar sus beneficios
y en consecuencia absoluta con su interés.

b) La distinción entre bienes privados y bienes públicos. Los primeros son producidos por el mercado,
mientras que los segundos son fruto de los servicios y la administración pública. Se trata de analizar los
bienes públicos con métodos propios del sector privado: medición de costos, identificación y traslado a
beneficiarios.

c) Énfasis en la asignación de recursos limitados y estricto control de los rendimientos de los servicios.
Rechazo a los mecanismos centralizados de control y apuesta por la descentralización y la especialización.

En esta concepción, las políticas públicas no deben promover valores (igualdad, redistribución de la riqueza, etc.)
si no satisfacer demandas específicas, mediante las formas que el análisis costo-beneficio revele son más
adecuadas a un caso concreto.

En 1974, Ostrom publica una obra clave de la escuela del Public Choice, en la cual rechaza el modelo dominante
de la escuela de la administración pública, basado en centralización y jerarquías y postula enfocarse en la idea de

“las ventajas que los individuos pueden extraer de un entorno multi organizativo … una administración
democrática que, gracias a un sistema de poderes superpuestos y de autoridades fragmentadas, pueda
adquirir una forma estable, capaz de constituir una estructura alternativa a la organización de la
administración pública ” (Ostrom, 1974, ).

Las tesis de Ostrom son un ataque directo al “Welfare State” y su impronta centralizadora y distribucionista y
fueron bien acogidas y políticamente utilizadas durante el período, radicalmente conservador, de Ronald Reagan.

Las críticas principales que se le hicieron a este cuerpo conceptual son de tres tipos:

• En primer lugar, se le reprochó el propiciar una suerte de devoción por el Mercado, que termina horadando
la legitimidad de las políticas públicas, de las instituciones y de la política.
• En segundo lugar, se le criticó la tendencia a considerar a las instituciones como simple intermediación
entre demanda y política pública. En rigor, los partidarios del “Public Choice”, no llegan a considerar la
neutralidad de las instituciones y no ignoran las distorsiones que estas suelen provocar en las políticas
públicas; pero sí tienden a creer que la razón, casi excluyente, se halla en el tamaño de las organizaciones
(small is beautiful) y no reparan en que la descentralización suele replicar los problemas en unidades
menores.

• La tercera línea de la crítica, es más estructural y se refiere a los postulados de racionalidad en que esta
escuela funda su presunción sobre los comportamientos de los agentes: se le endilga un reduccionismo
economicista excesivamente basado en el cálculo costo-beneficio para dirimir las conductas 5.

Dentro del segundo campo de pensamiento, encontramos:

a) las teorías elitistas

b) las teorías de base marxista

A diferencia del enfoque pluralista y de los partidarios del “Public Choice”, estas teorías consideran que el Estado
es siempre un instrumento al servicio de intereses específicos, que de ningún modo es neutro, ni opera como un
lineal transformador de demandas (inputs) en productos (outputs).

Dentro del primer grupo de teorías encontramos, principalmente, dos corrientes bien diferentes: la escuela
neoweberiana (también conocida como neomanagerista), por un lado; y las corrientes ultra conservadoras
opuestas al desarrollo del Estado de Bienestar.

La primera corriente se centró en los servicios públicos que prestan las burocracias locales –fundamental, pero no
exclusivamente, en Gran Bretaña– y advirtió el alto nivel de discrecionalidad que estas burocracias tienen en sus
funciones, lo que explicaría las diferencias de acceso y calidad. Es decir, que las burocracias serían una variable
decisiva en la provisión de servicios y en consecuencia, el análisis del funcionariado sería clave para entender el
diseño y la ejecución de las políticas y la asignación de costos y beneficios de las mismas.

Esta corriente fue criticada por hacer hincapié en la –supuesta– discrecionalidad de las burocracias, que se
constataría por los diferenciales de servicios urbanos entre distintas administraciones locales, sin reparar en
condicionantes estructurales e históricas, que operan desde la fase de detección de las necesidades a responder,
hasta las acciones últimas de implementación de las políticas destinadas a satisfacerlas.

Pero, quizá, la línea que mayor predicamento tuvo dentro de la corriente elitista haya sido la conservadora, que
surge como reacción a los programas de bienestar que tuvieron lugar en la década de los sesenta en los Estados
Unidos y que son considerados, por esta escuela, como una sobre reacción de una burocracia que había devenido
en una suerte de nomenclatura de expertos. El punto clave de la reacción radica en que –según los conservadores–
los expertos respondían con políticas intervencionistas a demandas que, en rigor, habían sido interpretadas por
ellos mismos pero en realidad no existían. En palabras de uno de sus exponentes: “la lucha contra la pobreza (war

5
A partir de esta línea crítica, fructificaron distintas aportaciones muy considerables, como las de Simon, Dahl, Lindblom,
Crozier, Friedberg y otros, que procuran explicar los límites y alcances de la racionalidad humana en contextos organizativos
y que por ende –y aun sin proponérselo, como en el caso de Simon— implicaron contribuciones importantes a la teorización
sobre las políticas públicas.
on poverty) ha constituido una respuesta a demandas jamás expresadas” (Moynihan, 1969). La concepción de
política que surge de semejante constatación no puede ser más simple y mas armónica con la filosofía que la
enarboló que sostenía que el gobierno era el problema: “Government is not the solution to our problem,
government, is the problem” fue una consigna de cabecera de la ‘revolución conservadora’. Era necesario terminar
con el intervencionismo estatal, garantizar la retirada del Estado (rolling back the state) y construir un Estado
mínimo.

Por oposición a estas corrientes, las de base marxista, niegan la capacidad de los burócratas de manipular la
voluntad del Estado, tanto como la neutralidad que parecía subyacer a las tesis del “Public Choice”. El Estado es
una relación de clase, su aparato es garante de la dominación y, en consecuencia, la autonomía del estado es
limitada o nula para operar mediante políticas públicas cambios que no sean funcionales a la estructura de
dominación que sirve.

De todos modos, existen diferencias de grado en cuanto a la consideración de la autonomía de la que dispone el
Estado que permiten distinguir entre varias corrientes al interior del pensamiento de base marxista.

En primer lugar están los que consideran que el Estado no tiene autonomía, sino que es expresión directa de las
necesidades de la clase dominante. Para esta corriente, las políticas públicas no ocupan un campo de análisis
destacado, puesto que son mera expresión de la matriz estructural de poder en las sociedades capitalistas.

Una segunda corriente, se centra en las crisis estructurales que afectan al capitalismo y asigna al campo de la
política una autonomía relativa con capacidad de incidir en la estructura del propio Estado, en las relaciones de
poder y en la producción de tejido social.

Una tercera corriente, subraya la autonomía relativa de la política y el Estado en relación a su base económica.
Otro teórico muy importante de esta corriente es Poulantzas quien sostiene el concepto de “determinación en
última instancia” y se separa de las corrientes neoweberianas al sostener que ese margen de autonomía de la
política y las instituciones no se origina en las burocracias públicas, sino en la compleja diversidad de intereses que
el Estado condensa; Poulantzas dirá que el Estado es una “unidad contradictoria de clases y fracciones
políticamente dominantes, bajo la égida de la fracción hegemónica” (Poulantzas, 1968). En la construcción de la
hegemonía dentro de la clase dominante y la geometría variable de poder que ella implica, radican los márgenes de
autonomía de la política.

El aporte principal de esta corriente estructuralista a las políticas públicas, es que ha servido de marco teórico a
numerosas investigaciones en el ámbito de las políticas urbanas y a autores destacados como Castells y Lojkine.
Este último, precisamente, sostendrá que

“la política urbana es un reflejo activo de la relación entre las diferentes clases y fracciones de clase.
Condensa y agudiza las contradicciones nacidas del carácter segregacionista de la ocupación de espacio
por parte de la clase dominante” (Lojkine, 1976)

De estas corrientes de base marxista, la más significativa para el campo de las políticas públicas es la segunda. En
ella se inscribe el trabajo de O´Connor sobre la crisis fiscal del Estado. O´Connor sostiene que el Estado cumple un
papel clave en la compleja expansión del capitalismo mediante un mecanismo que llama “socialización del
capital”, que se compone a su vez de una “socialización de la inversión” (subsidios, transferencias, exenciones y
reducciones impositivas, etc.), una “socialización del consumo” (la provisión de bienes colectivos por el Estado) y
el “gasto social de capital” que son la erogaciones destinadas a mantener el control social y la hegemonía del
capitalismo.

Otro autor muy influyente de esta corriente es el alemán Claus Offe, quien se encarga de analizar las
contradicciones del Estado de Bienestar y explicita que la expansión social de beneficios por esta modalidad de
Estado constituye una estrategia histórica específica de la dominación capitalista: “El Estado produce servicios no
para satisfacer las necesidades correspondientes, sino para mantener únicamente las comodidades necesarias
para las relaciones implícitas de explotación de la producción” (Offe, 1979). Offe considera que el Welfare State
está enfocado a regular el conflicto entre una economía excluyente y estructuras de socialización (familia, escuela)
que tienden a la inclusión y ve en la dinámica asociada a esa función el ojo de la crisis fiscal de un modelo de
Estado destinado a expandirse.

Habermas es otro destacado intelectual cuyas aportaciones se inscriben en esta corriente y están en línea con las de
Offe. Habermas agregará que el capitalismo se apoya en un modelo técnico y científico que circunscribe el campo
de la racionalidad y determina las metas que persigue el sistema político. Eso crea, en la mirada del autor, un
inevitable riesgo para la democracia que viene dado por la creciente brecha entre la ciudadanía y la decisión
política, el consecuente estrechamiento de “lo público”, la ruptura de la comunicación y la pérdida de legitimidad.
Habermas abogará por: “una discusión pública sin reservas, libre de toda dominación; una discusión sobre la
posibilidad y la deseabilidad de los principios que orientan la acción” (Habermas, 1979. P.118).

La teoría pluralista, como vimos, considerará a las políticas públicas como productos de la acción de los individuos
y los grupos interactuantes sobre un Estado neutro, cuya función consiste en procesar las demandas de la sociedad.
Toda intervención del Estado que se aparte de esa función o tienda a interpretar autónomamente las –míticamente
concebidas– demandas será entendida como intervencionismo y –en diferentes grados– totalitarismo. En el
extremo opuesto, los marxistas y neomarxistas, como también vimos, consideran al Estado como un instrumento al
servicio de una clase dominante y asignan poca o nula autonomía a la política bajo su forma. Los primeros ponen el
eje en el individuo, los segundos en las clases sociales. Los primeros consideran al Estado neutro y los segundos lo
entienden como un garante de las relaciones de dominación.

Naturalmente, en el vasto campo que se extiende entre concepciones tan apartadas, han surgido otras corrientes de
pensamiento con sus concepciones sobre los actores, la política y el propio Estado. Citaremos tres: la escuela
corporativista, la neoinstitucionalista y la de la sociología de la organización.

Para el corporativismo, los grupos sociales ocupan un lugar central. Pero no a la manera del pluralismo –que mira
la relación existente entre grupos y su impacto posterior sobre un Estado neutro– sino haciendo foco en la relación
que esos grupos mantienen con el Estado. Schmitter describe al corporativismo como

“un sistema de representación de intereses en el cual las unidades organizativas se organizan en un


número limitado de categorías únicas, obligatorias, no competitivas, organizadas de manera jerárquica y
diferenciadas a efectos funcionales, reconocidas y autorizadas, sino creadas, por el Estado, que les
concede deliberadamente el monopolio de la representación dentro de sus categorías respectivas”
(Schmitter, 1974)

Las políticas públicas, en la concepción corporativista, se definen en el proceso de negociación entre el Estado y el
colectivo social específico representado por su organización. Se trata de una lógica política vertical en la cual los
distintos grupos organizados mantienen relación con el Estado, este les concede el monopolio de la representación
y a cambio, la organización garantiza una cierta disciplina de sus miembros y el acatamiento de los términos de los
acuerdos que constituyen la sustancia de las políticas.

El corporativismo ha tenido una importante difusión en Europa antes de la II Guerra y también después, mediante
formas remozadas que se adaptaron al Welfare State. Aunque, en rigor, en la realidad de todo Estado es posible
hallar formas de intervención estatal en relación a grupos a los que se les reconoce potestades y representación y
con los cuales – o para los cuales – se diseñan políticas específicas. Sin embargo, el corporativismo parecería
caerle mejor a sociedades que han puesto el acento en el tema de la integración social y a ciertas formas de
políticas selectivas, socialmente inclusivas pero no emancipatorias.

Pero la cuestión que surge, es si la evidencia de la existencia más o menos extendida de formas y lógicas
susceptibles de ser interpretadas bajo el prisma del corporativismo, autoriza a describir a un Estado como
corporativista. O en otros términos, qué grado de difusión y arraigo de esas formas y lógicas nos permiten
diferenciar a un Estado corporativista de otro que no lo es.

Más allá de estas cuestiones, interesantes por cierto, lo que no puede negarse es el aporte específico del
corporativismo al campo de las políticas públicas. El corporativismo visibilizó la relación entre grupos y Estado y
la naturaleza constitutiva y funcional de esa relación, ausente por cierto, de las visiones pluralista y marxista. Y
con ello, iluminó una dimensión oculta de la desigualdad social y política que tiene que ver con las diferentes y
múltiples formas de acceso y trato con el Estado y los efectos de esas relaciones – desiguales – sobre la sociedad y
el propio aparato estatal.

Por su parte, a fines de los años sesenta, de manera larvada, comienza a expresarse una corriente de opinión que
pone en el centro al Estado mismo y a sus instituciones, como un objeto variable, diverso e indisolublemente
ligado con la naturaleza y el alcance de la política y las políticas. Netll, dirá que

“el concepto de Estado casi no está de moda en las ciencias sociales; sin embargo conserva una
existencia… fantasmal, en gran parte porque a pesar de los cambios en las orientaciones y de interés de
las investigaciones, la cosa existe y ninguna reconstrucción intelectual conseguirá disolverla” (Netll,
1968).

Era el preanuncio del retorno del Estado a la agenda académica, sobre todo en los EEUU, en gran parte, como
reacción a las fundamentalistas críticas conservadoras al Estado. A inicios de los ochenta, con el libro de Peter
Evans “Bringing the state back in”, madura el lento proceso por el cual las ideas neoinstitucionalistas se hicieron
un lugar destacado.

El neoinstitucionalismo, recupera ideas del viejo institucionalismo, como la relevancia de las instituciones, su
forma y sus reglas, pero a su vez, le añade nuevas ideas y enfoques que aplica no solo sobre las instituciones, sino
sobre el conjunto de los procesos sociopolíticos y sobre el propio proceso de producción de pensamiento. El gran
aporte del neoinstitucionalismo radica en destacar la necesidad de que el Estado sea tratado como una realidad
empírica variable y que el desarrollo de esa realidad, lo que podríamos denominar estatalidad, es crucial para
comprender la naturaleza de la política y las políticas.

En otras palabras, para el neoinstitucionalismo, el Estado no es neutro, ni –sólo– relación de clase, ni mero lugar de
negociación, pactos o lucha. El Estado es una realidad viva de cuyo desarrollo depende la forma sociedad y la
trama institucional (formal e informal) en la que se apoya.
Mientras el neoinstitucionalismo se abría paso, fundamentalmente en el mundo anglosajón, en Europa la marcha
de un debate, en apariencia inversa, permitiría llegar, paradójicamente, a un sitio parecido. La sociología de las
organizaciones, que se preocupaba por indagar las formas de acción del poder en el marco de sistemas concretos,
parecía hacer demasiado foco en el poder y con ello perdía nitidez sobre el marco institucional que le daba sentido
a esas mismas relaciones de poder que constituían su desvelo. Por un lado se ganaba en densidad en el análisis de
las políticas, pero por otro se desdibujaba la dimensión institucional de la trama relacional en la que esas políticas
se inscribían.

La preocupación de la sociología de las organizaciones era la de destacar que existen lógicas de poder e incentivos
que no son estrictamente reducibles al poder como autoridad pública y como garante del orden. El centro de
atención estaba puesto, entonces, en develar los actores, los juegos y los sistemas de acción y poner en evidencia
que los actores tienen una ‘racionalidad limitada’ diferente a la postulada por la teoría económica, que no
persiguen sistemáticamente objetivos estables, que tienen valores, ideologías y formas de ver y sentir el mundo
que influyen en la selección de sus intereses y que son incapaces de prever y controlar todas las consecuencias de
sus actos.

En otras palabras, existe aquí una preocupación por entender y analizar dos lógicas diferentes que se invocan: una
que va del actor al sistema y otra que va del sistema al actor. Esta preocupación fue considerada excesiva y
criticada por varias vías, pero principalmente, por la indiferenciación de lo que constituye sistema (una empresa,
una organización de sociedad civil, un sindicato, un gobierno local o medio o el propio Estado) y por el excesivo
foco en el actor, que lleva a la disolución del tejido social y a descuidar los movimientos sociales y las relaciones de
clase.

Pero la persistencia en la propia artesanía intelectual de la sociología de las organizaciones, unida a la asimilación
de buena parte de las críticas que mencionamos, han llevado a una consideración más cuidadosa del Estado en
estudios posteriores – o reinterpretaciones de anteriores – y han permitido ensamblarlo en las tramas relacionales
que interesan a esta escuela, constituyendo aportes interesantes al estudio de las políticas públicas.

“Las concepciones sustancialistas, cosificadas del Estado-máquina, ceden su lugar a representaciones –fruto de
la razón crítica y de la observación controlada– del Estado, definido por los sistemas de relaciones que mantiene
con los actores de la sociedad política o global… En resumen, el Estado no existe nunca en sí, sino siempre desde
el ángulo de las relaciones que mantiene con otros actores” (Padioleau, 1982). Esta visión del Estado, no
normativa, no taxativa y ciertamente desapegada de marcos teóricos rígidos 6, permite, sin embargo, aproximar
pertinentemente a lo que el Estado hace y a la enorme complejidad de sus acciones.

Así, la lente de las organizaciones puesta sobre las instituciones, ha contribuido al redescubrimiento de un Estado
vivo y reintegrado a los análisis en su relación empíricamente diversa con las políticas públicas.

6
No resulta casual, entonces, que precisamente con el declive de las grandes ideologías a finales del siglo XX la sociología de
las organizaciones haya experimentado un creciente interés.
Políticas de Estado y Blindaje de Políticas Públicas

Desde hace unos años en América Latina se volvió a hacerlo. Los riesgos habituales están vinculados con
hablar de políticas de Estado. Esta frase alude a los las diferencias, a veces marcadas, entre fuerzas
tiempos de las políticas separando la duración de las políticas con capacidad de incidir en las decisiones y
mismas de los plazos que definen una administración en contextos de alta competencia por el poder
gubernamental. Se busca proteger a las políticas político, con climas sociales cambiantes y crisis. Los
públicas de las coyunturas políticas, de las tensiones cambios abruptos de concepción o los impasses que
sociales y de las crisis económicas y financieras. suelen tener lugar en el proceso decisorio, exponen a
Frente a la permanencia de las necesidades y los sujetos específicos de las políticas a situaciones
problemáticas a atender, se procura dar continuidad a de alta vulnerabilidad. También inciden, sobre todo
las protecciones que esas políticas brindan. Proteger en el campo electoral y social, los altos y difundidos
a las políticas para que estas puedan proteger, parece niveles de clientelismo que distorsionan
ser la idea detrás de las políticas de Estado. radicalmente los objetivos proclamados de los
institutos electorales y sociales.
La clave radica en reunir voluntades de actores
políticos diversos alrededor de ciertas ideas básicas y Las formas a las que habitualmente se apela para
el diseño de políticas que las pongan en práctica y ‘blindar’ a las políticas son básicamente financieras
sellar compromisos de continuidad de las mismas y legales y ambas formas suponen un acuerdo
más allá del partido o la coalición en que recaiga la político de base. En cuanto a lo financiero se trata de
responsabilidad de gobernar. Debate, consenso y asegurar financiación adecuada y suficiente, el uso
compromiso plural de ejecución continuada, son eficiente y transparente de los mismos y la tutela
pilares de la noción de políticas de Estado. En una administrativa de la ejecución; en cuanto a lo legal se
región, en general, tan sacudida por la inestabilidad, trata de sellar los acuerdos con un correlato en el
los cambios y la fragilidad de las instituciones, todo plano normativo que reasegure la vigencia de una
lenguaje que aluda a los mencionados pilares no deja política elevando los requisitos legales para su
de ser una saludable novedad. cambio o sustitución y garantizando la operatoria
mediante formulas tales como el destino específico
Dentro de este encuadre, más recientemente, de impuestos, hasta, inclusive, la adopción de
asistimos a la aparición de la idea de ‘blindaje’ de las prescripciones constitucionales.
políticas. Se trataría de cerrar acuerdos férreos entre
un conjunto de actores clave sobre ejes muy La participación de la ciudadanía ha sido y es, la otra
definidos de política y en ciertas esferas muy pata para intentar ‘blindar los blindajes’. De hecho,
sensibles a los vaivenes partidarios, ideológicos o de organizaciones de la sociedad civil suelen jugar un
cualquier otra índole, de las administraciones. La papel relevante en el seguimiento de la operatoria de
política social, los programas para asegurar la políticas y en el monitoreo de los resultados.
transparencia de los comicios o el acceso libre y
universal al voto, la política monetaria, son campos Como dijimos, los consensos, la búsqueda de
en los que se avanzó con la intención de asegurar estabilidad y predictibilidad en áreas clave y, en
larga vida a los postulados de un acuerdo, definitiva, la institucionalización de protecciones,
aislándolos de los avatares de las contiendas son insinuaciones – y en ocasiones realidades –
naturales en toda democracia y reducir el margen de saludables en una región tan castigada por la
discrecionalidad de los funcionarios. informalidad. Sin embargo no todo es para celebrar o
– al menos – no estamos exentos de ciertas
La idea de blindaje exige pensar de qué riesgos desmesuras. Por lo tanto este breve comentario exige
específicos cabe blindar a una política y cómo colocar algunas notas de advertencia sobre los
riesgos que acarrea la pretensión de blindar no ya a la división de poderes y los mecanismos de control
ciertas políticas sino a la política. del poder por parte de la ciudadanía” 7

Los consensos que suponen las políticas de Estado y La política es diálogo y es consenso, pero también es
los blindajes, no pueden ocultar las profundas conflicto e intereses en pugna – ¡y qué decir en
diferencias que muchos de los actores – relevantes – sociedades desiguales y diversas! – Los consensos
mantienen acerca del tipo de Estado que necesitan la refuerzan la democracia cuando son la expresión más
democracia y el desarrollo. ¿Qué tipo de ciudadanía ancha posible de las diferencias y el pluralismo de
es capaz de apalancar un Estado mínimo? ¿A cuál una sociedad. Pero la debilitan cuando son expresión
inclusión social es posible aspirar cuando Estado y de tutela de los intereses – y privilegios – de unos
mercado son activos reproductores de desigualdad? pocos cancelando la política democrática e
imponiendo la resignación del conjunto de la
Parece necesario anclar el consenso sobre políticas ciudadanía.
públicas en otros debates y, quizá – pero solo, quizá
– consensos sobre cuestiones más de fondo que
definen las líneas centrales y los contornos del
Estado, las instituciones y la idea de ciudadanía que
imaginamos como sujeto de nuestras políticas
públicas.

Sin ello, los supuestos consensos sobre políticas se


parecen más a la consolidación de los saldos
resultantes de las relaciones de fuerza imperantes.
Todo consenso lleva inscrita una exclusión: no todas
y todos participan de la formación de un consenso;
sólo algunos lo hacen: esos actores a lo que solemos
llamar relevantes, claves. Eso lo ensaña la teoría
política y lo sabemos bien. Pero aludimos aquí a una
situación más grave: cuando el consenso sólo incluye
a actores que son parte de un mismo campo de
racionalidad e interés en realidad lo que prima es la
imposición por parte de quienes están en condiciones
de hacerlo, que puede, además, estar acompañada
por resignación de quienes no pueden alterar la
matriz de poder y sus consecuencias políticas.

Como señalaron Cavarozzi y Berenztein “…para que


realmente la gente vuelva a creer en la política, hace
falta democratizar el Estado… es secundario forzar
consensos en torno a políticas públicas, cuando están
pendientes los acuerdos básicos de todo régimen
democrático, como el respeto a la voluntad popular, 7
Cavarozzi, M y Berenztein S. “La Medida del Estado”,
Clarín, Buenos Aires, 15/11/98.
http://www.clarin.com/suplementos/zona/1998/1
1/15/i-01401e.htm

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