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Universidad Nacional Autónoma de México

Facultad de Filosofía y Letras


Facultad de Contaduría y Administración
CEGE, AC.

Meditación y memoria:
técnicas para la autosubjetivación y el cuidado de sí.

Víctor Alejandro Polanco Frías


victorpolanco.elestratega@gmail.com

I. Las almas muertas.

Surcando los océanos del tiempo y la memoria colectiva, la visión homérica sobre el
destino del alma (psique) tras la muerte, vuelve a nosotros, los vivos, con una grave
advertencia. Empero, más allá de lo que nuestra herencia judeocristiana nos pudiera
conducir a suponer, tal admonición, desde nuestra perspectiva, no se refiere a la
bienaventuranza o miseria eterna que, atrapados en algún paraje ultramundano, podría
acarrearnos el cariz de nuestros actos. Sino a la muerte misma que, bajo la forma de
estulticia, en estos precisos momentos impera tras nuestros rostros.
Según se menciona tanto en la Ilíada como en la Odisea, de Homero (c. siglo VIII a.
C.), cuando acaece la muerte, la psique, que es caracterizada como algo etéreo,
generalmente escapa del cuerpo, con el último estertor, por la boca del desdichado. Ahora
que, si la muerte ha sido violenta, esta especie de hálito se separa del cuerpo a través de sus
heridas. En este punto, es importante mencionar que lo que se desprende del cadáver no es
una especie de vapor informe; sino que semeja en todo la apariencia que durante su vida
tuvo el difunto. Por eso es que la psique, tras abandonar el cuerpo, recibe también el
nombre de imagen o ídolo (eidolon). “La psique de Patroclo, al aparecérsele en la noche a
Aquileo, se asemeja al muerto por su talla y su figura, y también en el modo de mirar.”1

1
Rohde, Erwin (Intro. Hans Ecktein, Trad. Wenceslao Roces). Psique. La idea del alma y la inmortalidad
entre los griegos. Fondo de Cultura Económica, México, 2006, p.49.

1
Una vez que se ha separado completamente del cuerpo, la psique cruza las puertas
del Hades: el umbrío reino de los muertos. Lugar en el cual, junto con el resto de las
imágenes incorpóreas pertenecientes a los que alguna vez hollaron la tierra, permanecerá
eternamente sin consciencia, sin memoria, sin sensibilidad, sin pensamientos y,
ciertamente, sin voluntad. En palabras de Rohde:

La poesía homérica toma muy en serio la convicción de que las almas, al separarse del
cuerpo con la muerte, se van a vivir una vida a medias y carente de conciencia en el
país inasequible de los muertos. Los muertos, privados de una conciencia clara,
huérfanos por tanto de aspiraciones y de voluntad, sin influencia alguna sobre la vida
de este mundo y sin disfrutar tampoco, por ello mismo, de la adoración de los vivos,
2
se hallan alejados por igual del miedo y del amor.

Salvando algunas notables diferencias, como aquella que coloca a la psique “más allá
del miedo y del amor”, es decir, más allá de las pasiones, resulta indicativo notar que entre
la visión que de las almas hemos esbozado, y el estado de ser que filósofos como Lucio
Anneo Séneca (4 a. C.- 65. d. C.) denominaron estulticia (stultitia), existe una semejanza
pocas veces tomada en cuenta.
Antes de continuar con nuestro desarrollo, y abordar de lleno el asunto de la
estulticia, consideramos pertinente puntualizar que de ninguna manera pretendemos
insinuar que la noción de estulticia se deriva o desarrolla a partir de la visión homérica
sobre la psique. Empero, y como trataremos de mostrar a continuación, desde nuestra
óptica, resulta por demás sugerente el hecho de que ambas nociones, una para caracterizar
el alma de los muertos, y la otra para describir el estado en que se encuentran aquellos que
no han realizado una transformación sobre sí mismos, en pos de la sabiduría (sophía),
cuenten con numerosos elementos en común.
En textos como De tranquilitate, Séneca da cuenta de una serie de actitudes,
disposiciones de ánimo, actos y conductas que, desde su perspectiva, caracterizan al stultus,
es decir, a la persona dominada por la estulticia. Así, stultus es aquel que no se fija ni se
complace en nada. Abierto al mundo entero, y como no puede distinguir entre lo que
depende de él y lo que no, en su mente se acumulan, sin un examen o filtrado previo, todas
las representaciones que le puedan llegar del exterior. Por lo cual, opiniones, pasiones,

2
Ibid. p. 71.

2
deseos, ambiciones, ilusiones, hábitos y pensamientos, que en un principio no eran suyos,
terminan por habitar su ser, hasta mezclarse, tal vez inextricablemente, con su espíritu.
Como no se ocupa o cuida de sí mismo, es constantemente absorbido por las
andanzas de la cotidianidad; su atención salta de un punto a otro. Lo cual, redunda en que
no es capaz de dirigir su voluntad hacia una meta precisa, y como su voluntad se encuentra
a merced de todos los vientos, las pocas veces que llega a querer algo, en el fondo, no deja
de lamentarse por el hecho mismo de quererlo.
Su pensamiento se encuentra perpetuamente agitado, vive en un constante estado de
irresolución. Cambia de opinión a cada momento. Está disperso en el tiempo, y no se
acuerda de nada. No toma en cuenta su pasado, no vive en el presente, y se vuelca hacia un
futuro que, ciertamente, carece de existencia. Sus gestos son desarticulados e
incongruentes. Su cuerpo y su alma se agitan sin respiro.
En suma, y como la psique tras abandonar el yerto cadáver, es un ser sin aspiraciones
verdaderas, sin voluntad y sin memoria. A diferencia de las almas-sombras descritas por
Homero, el stultus está constantemente sujeto a todas las opiniones y a todas las pasiones.
Es, a todas luces, un ser que vive una vida a medias, sin consciencia, entre los que, como él,
semejan estar muertos.

II. Bios; la otra vida.

En el pensamiento griego clásico existió una distinción de capital importancia para la


correcta comprensión de lo que hoy en día empezamos a reconocer como técnicas de la
existencia (tekhne tou biou). Dicha distinción se estableció entre la vida, entendida como
una propiedad inherente a los organismos, a la cual se le asignó el término zoe; y la
existencia humana, comprendida primero como objeto de técnicas, es decir, de un arte o
sistema meditado y racional de prácticas -referido a principios generales, nociones y
conceptos-, y, más adelante, como la expresión de una experiencia, un ejercicio o una
prueba de sí, para la cual se empleó el término bios. 3

3
Cf. Foucault, Michel. “Clase del 24 de marzo de 1982. Segunda hora” (453-465 pp.) p. 464 En: Foucault,
Michel (Edición establecida por Frédéric Gros, bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana,

3
La distinción aludida, virtualmente inexistente en nuestros días, nos permite
comenzar a intuir que la estulticia no es otra cosa que la experiencia resultante de una
existencia que no ha sido transformada mediante una teckne.
De acuerdo con Michel Foucault, es a Sócrates de Atenas (470-399 a. C.) a quien le
debemos la inestimable labor de haber reorganizado un extenso conjunto de tecnologías de
sí, fraguadas, durante el periodo prefilosófico, en el seno de movimientos espirituales o
religiosos.4
Más allá de darse a la tarea de meramente recuperar una serie de prácticas dispersas,
tales como los ritos de purificación, la preparación purificadora del sueño, y la revisión
pitagórica de la jornada, a Sócrates se le debe la intuición de que la única manera para
acceder a la verdad, y por ende a la sabiduría, consiste en operar una trasformación o
conversión de sí mismo.
Desandando un poco nuestros pasos, podemos traer a colación que, cuando un
hombre vivo deseaba tener comercio con la psique de algún difunto, lo que debía hacer era
ofrecer la sangre de una bestia sacrificada, para que fuera bebida por la imagen-sombra en
cuestión. Al ingerirla, la psique recuperaba, aunque fuera por breves periodos, la
consciencia, la memoria y la voluntad.
Ahora bien, si hemos traído todo esto a cuento, esto se debe a que resulta
indispensable preguntarse la forma en que alguien dominado por la estulticia podía siquiera
interesarse en conocer y poner en práctica una serie de técnicas, con el fin de modificarse a
sí mismo y, por ende, de transformar el conjunto de su existencia.
Según refiere Foucault, con base en la lectura del Alcibíades I, de Platón, para que
alguien pueda iniciar el proceso de cuidarse u ocuparse de sí, es menester que sea
incisivamente cuestionado por un maestro.
En general, existían tres vías mediante las cuales un maestro podía cuestionar a una
persona: mediante sus actos, “magisterio del ejemplo”; a través de la transmisión de

Trad. Horacio Pons). La hermenéutica del sujeto; Curso en el Collège de France (1981-1982). Fondo de
Cultura Económica, México, 2004.
4
Cf. Foucault, Michel. “Clase del 13 de enero de 1982. Primera hora” (55-74 pp.) p. 64 En: Foucault, Michel
(Edición establecida por Frédéric Gros, bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, Trad.
Horacio Pons). La hermenéutica del sujeto; Curso en el Collège de France (1981-1982). Fondo de Cultura
Económica, México, 2004

4
conocimientos, aptitudes y destrezas técnicas, “magisterio de competencia”; y a través del
diálogo, “magisterio de la turbación y el descubrimiento”.
En el caso mencionado, es a través del diálogo que Sócrates logra que Alcibíades
reconozca su doble ignorancia. Esto es, lo hace concluir no sólo que ignora, sin que incluso
era ignorante de todo lo que desconocía; sobre todo en lo tocante a sí mismo. Con lo cual,
Alcibíades queda profundamente turbado, y comienza a experimentar un sentimiento de
agitación interior y desasosiego, que se hinca en su existencia, como en la carne, la
picadura del tábano.
Epimeleia heauto, en griego, y cura sui, en latín, eran las expresiones que, a un
mismo tiempo, expresaban el sentimiento de inquietud experimentado, el acto de
preocuparse, ocuparse, cuidarse y, por sobre todo, no olvidarse a sí mismo a lo largo de
toda la vida.
Más específicamente, y según lo plantea Michel Foucalult, la epimeleia heauto,
involucraba: 1) el desarrollo de una actitud general frente a sí mismo, a los semejantes, a la
polis y al cosmos; 2) un desplazamiento del foco de atención del exterior, donde el stultus
se encuentra permanentemente atrapado, al interior, consistente en prestar atención
(prosoche) a lo que se piensa, se siente, desea, etcétera.; 3) la realización sistemática de
ejercicios sobre uno mismo (askesis), a través de los cuales uno se hace cargo de sí mismo,
se modifica, se purifica, se transforma y se transfigura.
De esta manera, el cuidado de sí involucra toda una constelación de actitudes, ideas,
actos, ejercicios y formas de relación con uno mismo, que pueden ser expresadas como el
acto de retirarse hacia sí mismo, volver la mirada a uno mismo, complacerse en sí mismo,
ser amigo de sí, rendirse culto a sí mismo, prestar atención a sí mismo, respetarse a sí
mismo, aplicarse a sí mismo, ocuparse en el progreso de sí mismo, aplicar el espíritu a sí
mismo, tomar consciencia de las propias cualidades, etcétera.
Durante los siglos I y II d.C., en la época denominada como el Alto Imperio
Romano, la epimeleia heauto paulatinamente dejará de relacionarse tan estrechamente con
las actividades vinculadas al conocimiento o acceso a la verdad, tal y como lo exigía la
propuesta socrático-platónica, para convertirse en un principio general e incondicional de
existencia, a disposición de todos los habitantes del imperio. Desplazamiento que consolida
el desarrollo de distintos artes de vivir (tekhne tou biou).

5
En este sentido, cabe mencionar que las corrientes filosóficas cínica, epicúrea y
estoica representaron sendos caminos, vías o modos de existencia. Y aunque cada una
contó con sus particularidades, todas compartían la intención de promover una práctica de
sí capaz de modificar el cúmulo de errores, malos hábitos y deformaciones propios de
aquellos que jamás se habían ocupado de sí mismos.
No obstante lo antedicho, es menester subrayar que el hecho de que cualquiera
pudiese iniciarse en el arte de vivir, no implicaba, necesariamente, que todos pudiesen
adoptarlo como un norte cierto para su existencia. De hecho, para los practicantes
consuetudinarios de cada una de estas corrientes resultaba patente el hecho de que sólo
algunos eran capaces de sí. Lo cual significa que, aunque las doctrinas y los ejercicios
espirituales estuvieran al alcance del grueso de los integrantes del imperio, en los hechos,
no todos ellos lograban establecer una relación completa, adecuada, consumada y plena
consigo mismos.
Por último, y para alivio de aquellos que fincados en una perspectiva
contemporánea, estiman que el arte de vivir y el cuidado de sí implican posicionamientos
cercanos al egoísmo, podemos apuntar, brevemente, que en el empeño por modificar la
relación que cada uno de los practicantes tenía consigo mismo, simultáneamente
desarrollaban actitudes, disposiciones y comportamientos que les permitían establecer
mejores relaciones con sus semejantes, con la polis, con el cosmos y con las divinidades.
De tal manera que el hecho de volver la atención a sí mismo, más allá de producir
un alejamiento o desinterés por los semejantes y el entorno, puede ser comprendido como
un desplazamiento desde la heteronomía hacia la autonomía, y desde la
heterosubjetivación hacia la autosubjetivación.
Desplazamiento mediante el cual, cada practicante pugnaba por encarnar lo más
completamente posible las normas de existencia que, orientado por un maestro, grupo o
corriente filosófica, concienzuda, libre, activa y voluntariamente había elegido. Mismas que
le permitían, en última instancia, conducir la totalidad de su vida en forma reflexiva,
meditada y racional.

6
III. Fortalezas Espirituales.

Según relata Homero, tras separarse del cuerpo, las almas-sombra transbordaban el umbral
del Hades o el Erebo, para no volver jamás (salvo contadas excepciones como la de
Odiseo). Su destino quedaba entonces sellado, y carentes de voluntad, consciencia y
memoria, giraban eternamente en el gigantesco vórtice de la mansión oscura.
Venturosamente, para aquellos que a causa de padecer ignorancia, vivían sujetos por
la estulticia, sí existía una vía de salvación: iniciarse en el arte de vivir. De acuerdo con
Foucault, en griego, el verbo sozein (salvar), y el sustantivo soteria (salvación), se
encontraban ligados a toda una red de significaciones que se volvieron de nodal
importancia para la práctica de la tekhne tou biou.
Tales términos hacían referencia a cuestiones como: el acto de librarse de un peligro
que, efectivamente, se cierne sobre algo o alguien; la acción de disponer una especie de
protección en torno a algo, o a alguien, con el fin de salvaguardar su integridad; los actos
dirigidos a proteger o conservar cuestiones de índole moral como el pudor, el honor o el
recuerdo; la acción, originada en el ámbito jurídico, consistente en librar a alguien de una
acusación, limpiar su reputación y demostrar, por ende, que es inocente; el hecho de
mantenerse tal como uno era en un estado anterior, es decir, en una especie de pureza
original; y hacer el bien o asegurar el buen estado de alguien o algo.
Aplicadas al cuidado de sí, y más específicamente al acto de salvar la propia alma,
esta red de significaciones ilustraban tanto la forma, como los procedimientos y los
resultados que debían buscarse y esperarse cuando uno se involucraba con la práctica del
arte de vivir.
De esta forma, impulsados por el desasosiego, los practicantes iniciaban un proceso
consistente en constituir, con base en las doctrinas de los maestros y corrientes filosóficas,
y mediante la realización de ejercicios espirituales, una especie de armadura, barrera o
muralla capaz de salvaguardar la integridad de su alma. Y un conjunto de disposiciones o
actitudes que, a manera de centinelas, permanecieran perpetuamente en guarida, contra el
asedio o intrusión de, por ejemplo, opiniones y representaciones provenientes del exterior.

Quien se salva es aquel que se encuentra en un estado de alerta, en un estado de


resistencia, en un estado de dominio y soberanía de sí que le permite rechazar todos

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los ataques y todos los asaltos. Del mismo modo, “salvarse” querrá decir escapar a una
dominación o esclavitud; escapar a una coacción que nos amenaza y recuperar
nuestros derechos, nuestra libertad, nuestra independencia. “Salvarse” significa
mantenerse en un estado continuo que nada podrá alterar, cualesquiera sean los
sucesos que se produzcan a nuestro alrededor, así como un vino se conserva, se salva.
Y por último, “salvarse” querrá decir: tener acceso a bienes que no se poseía al inicio,
gozar de una especie de beneficio que uno se hace a sí mismo, cuyo operador es uno
mismo. “Salvarse” querrá decir: asegurar la propia felicidad, tranquilidad, serenidad,
5
etcétera.

De la cita precedente nos gustaría destacar el hecho de que el alma (o aquello


denominado como sí mismo), en la óptica griega y romana, no era concebida como una
especie de sustancia infusa por alguna divinidad en nuestro cuerpo. Tampoco como un
mero principio de movimiento, sino como algo que puede y debe ser construido,
fortalecido, acondicionado, perfeccionado. Algo capaz de aumento, de conversión, de
transfiguración. Algo, en fin, que es a un mismo tiempo, cimiento y producto de nuestros
actos y disposiciones.
En el mismo tenor, y sin miedo a errar, podemos señalar que en nuestros días a la
mayoría de las personas jamás se les ha ocurrido concebir a su propia alma como algo que
puede ser pertrechado, amurallado, enriquecido y orientado hacia nuevos focos de atención.
De la misma manera, en la actualidad difícilmente podríamos siquiera imaginar el tipo de
prácticas, pruebas y regímenes a los cuales habríamos de avocarnos con el fin conseguir
tales objetivos.
No obstante, tanto en la Antigüedad griega, como en el Alto Imperio Romano, se
verificó una exuberante profusión de escuelas, maestros, técnicas y conocimientos
relacionados, precisamente, con la modificación de sí mismo en pos del la incorporación
del arte de vivir.
De hecho, y en contra de los prejuicios que durante décadas oscurecieron nuestra
comprensión de las obras, cartas y fragmentos que desde la época en cuestión han llegado a
nuestras manos; pensadores como Pierre Hadot, y el mismo Foucault, nos han permitido
comprender que, más que tratados filosóficos sistemáticos, tales escritos suelen contener

5
Foucault, Michel. “Clase del 3 de febrero de 1982. Primera hora” (169-185 pp.) p. 183-184 En: Foucault,
Michel (Edición establecida por Frédéric Gros, bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana,
Trad. Horacio Pons). La hermenéutica del sujeto; Curso en el Collège de France (1981-1982). Fondo de
Cultura Económica, México, 2004

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una serie de ejercicios espirituales, cuyo fin consistía en transformar el espíritu tanto del
que los escribía, como de los que los leían o escuchaban. Caso específico de las
Meditaciones del emperador y filósofo romano Marco Aurelio (121-180 d. C.).

IV. Memento.

Aunque existen numerosas técnicas para la transformación de sí mismo, tales como el


estudio (zetesis), el examen a profundidad (skepsis), la escucha filosófica (akroasis), y el
dominio sobre uno mismo (enkrateia), hemos optado por focalizar nuestro abordaje en la
meditación (melete) y la memoria (mneme), por considerar que su correcta comprensión
puede arrojar luces sobre la manera en que ciertos principios, normas o dogmas filosóficos
podían, literalmente, encarnarse en cada uno de los actos y pensamientos de los
practicantes. Dando pie, así, al desarrollo de una vida armónica, bella, razonable y racional.
Ya fuera al dialogar con un maestro, al leer un texto, o al escuchar una disertación,
los practicantes de la tekhne tou biuo paulatinamente entraban en contacto, dependiendo de
su voluntaria elección, con sentencias extraídas de los más ilustres poetas, apotegmas
propuestos por distintos filósofos, y con la regla vital (kanon) y los principios doctrinarios
de una determinada corriente o escuela.
Si la vía de acceso era la lectura, lo recomendable era consultar pocos y selectos
autores, obras o textos. Aún más, se podían elegir algunos pasajes destacados, considerados
como importantes y suficientes por el practicante o por el maestro, y construir una suerte de
compendios, resúmenes o florilegios, que serían estructurados con base en temas o series de
temas específicos.
A diferencia de lo que sucede en nuestros días, mediante la lectura no se buscaba
exclusivamente comprender y aprehender las propuestas de un autor en particular; sino
comenzar a reunir para sí mismo un equipamiento de proposiciones verdaderas, proclives,
como vimos en la sección anterior, a favorecer la conversión, transfiguración y salvación
del practicante.
Si la vía de acceso era, por otra parte, el oído -el más pasivo y lógico de los
sentidos-, lo más adecuado era que el practicante permaneciera atento y en silencio, con el

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cuerpo y el semblante calmo. Todo esto con el fin de que pudiera concentrar su atención,
persuadirse y ser persuadido. Proceso mediante el cual en su alma se incrustaban las
minúsculas “simientes de virtud” contenidas en los discursos de verdad o en los principios
fundamentales de la regla de vida. Mismos que, al ser aprehendidos, llegarían a conformar
una especie de “matriz ética” para el practicante.
Con respecto a la última idea mencionada, cabe hacer hincapié en que todos estos
discursos racionales (logoi) constituían, al mismo tiempo, enunciados de verdad, y
principios fundadores de conducta. Eran enunciados de verdad porque contenían nociones
con respecto a asuntos fundamentales como el bien, la libertad, el cosmos y las divinidades.
En otras palabras, conformaban los andamiajes necesarios para el conocimiento y
consecuente apropiación de una nueva visión del mundo. Por otra parte, eran proclives a
orientar las conductas porque al versar sobre los temas mencionados, y al proponer una
nueva concepción sobre la realidad, respondían al cuestionamiento referente a la manera en
que el sujeto debería actuar en cada situación, momento y etapa de su vida “como
corresponde”. Es decir, aportaban claridades sobre la forma más adecuada de ser,
comportarse y vivir en armonía.
Para incorporar los logoi, los practicantes debían, primero, repetirlos hasta alojarlos
definitivamente en su memoria. No importaba, entonces, que se comprendiera a cabalidad
el principio, apotegma o máxima en cuestión; el objetivo se reducía, en este estadio, a
esforzarse por incrustarlo a fuego, y lo más fielmente posible, en la propia alma. Y era
necesario memorizarlos de esta manera porque, para poder convertirse inmediatamente en
una orientación cierta tanto para sus pensamientos como para sus acciones, tales principios,
discursos o reglas de existencia deberían estar, en todo momento, disponibles y a la mano
(prokheiron).
Una vez que había memorizado los logoi, daba inicio una segunda fase, en la cual,
el practicante, por una parte, comenzaba a realizar el ejercicio espiritual consistente en la
meditación, y, por la otra, trataba de orientar sus actos, en forma sistemática y recurrente,
con base en los principios aprehendidos.
Antes de pasar a describir en qué consistía el ejercicio griego y latino de la
meditación, cabe aclarar que difiere grandemente de la representación que hoy en día
tenemos sobre el particular. Cuando contemporáneamente pensamos en la meditación, a

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nuestra mente vienen imágenes relacionadas ya con la adopción de ciertas posturas
corporales y disposiciones anímicas, cuyo objetivo consiste en cesar nuestro diálogo
interno, ya con la autoinducción de profundos estados de concentración mental, orientados
a examinar, reflexionar, evaluar o concebir, desde todos los ángulos posibles, un
determinado asunto o cuestión.
Por su parte, el verbo griego melete hacía referencia a dos tipos de actividad, la
gynazein o ejercicio físico, esto es, ejercitarse, entrenarse, enfrentarse y ponerse a prueba,
en la realidad, con una situación o cosa en particular; y la meletán o ejercicio en o a través
del pensamiento. Mismas que, es menester comentarlo, en el contexto de la práctica de sí,
terminaban por integrarse en una sola práctica.
Con el fin de aclarar en qué consistía este ejercicio espiritual, podemos emplear, a
manera de ejemplo, la concepción estoica relativa a lugar que los seres humanos ocupan en
la gran organización que es el cosmos. Armado con esta noción, el practicante iniciaba por
considerar, en su pensamiento, cuáles eran las implicaciones de que los seres humanos en
general, y él mismo en particular, fueran minúsculos elementos en tan magnífica
organización.
En las galerías de su imaginación contemplaba las bastedades infinitas, la relación y
movimiento acompasado de las esferas celestes, la profundidad de los océanos y la
pluralidad de los seres. Recorría, a la velocidad del pensamiento, las altas cimas y los
acantilados, los bosques y los valles, los caudales y los desiertos. Examinaba la relación
existente entre la hormiga y las nubes del cielo, entre el sol y las cosechas, entre la luna y
las mareas.
Al realizar semejante periplo, el practicante podía asumir el ínfimo sitio que
ocupaba en el mundo, lo efímero de su existencia y su pertenencia e integración con un
organismo tan complejo. Estos hallazgos le permitían, por ejemplo, mantener un talante
humilde; deshacerse de las necesidades superfluas; asumir las cosas que dependen de sí, y
despreocuparse de aquellas que están fuera de su alcance; y evaluar como inapreciable cada
instante de su existencia.
Entonces, tras memorizar una sentencia, profundizar en torno a su significado hasta
donde sus fuerzas y aplicación se lo permitieran, y reevaluar sus actitudes, relaciones,

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emociones, creencias, opiniones y pensamientos, el practicante procedía a orientar su
conducta con base en los hallazgos logrados.
Una vez realizado lo anterior, se ponían en situación para ejercitarse, ya fuera
encarando las actividades de todos los días, o valiéndose de pruebas estructuradas ad hoc.
Así, podían despojarse de sus más caros vestidos, dormir sobre el suelo, o realizar comidas
frugales. Cedían sus bienes, liberaban a sus esclavos o se sometían a distintos tipos de
ayuno, régimen o abstinencia. Estas pruebas de sí, sobre sí mismo, cumplían con la doble
función de poner en práctica las proposiciones memorizadas y meditadas, y de medir el
grado o nivel de progreso del practicante. Lo cual, en el fondo, les permitían saber quiénes
eran en realidad.
En este punto, resulta indispensable tener en claro que el sentido de estos ejercicios, a
diferencia de lo que sucedería más tarde en la tradición judeocristiana, no tenía por
finalidad mortificar la carne, o alcanzar una expiación para sus culpas. Todo lo contrario.
Su objetivo consistía en armar, fortalecer y transformar a los practicantes.
Es importante notar, también, que frente a las mil y una situaciones con que se
enfrentaban en su cotidianidad, aquellos que practicaban el arte de vivir actuaban, de
acuerdo con la ocasión (kairós), orientados por la verdad memorizada y meditada. En otras
palabras, tales conductas primero se estructuraban en el pensamiento, mediante ejercicios
de visualización, y después se ponían en práctica, procurando mantener un alto nivel de
coherencia con lo visualizado, pero atendiendo a las particularidades de la situación real en
su desenvolvimiento. Hablamos, entonces, de un proceso con un alto potencial etopoiético;
en donde convergen la razón, la afectividad, la memoria, la imaginación y la conducta.
Ahora bien, con el fin de poder orientar sus actos de acuerdo con lo imaginado, o
adecuarlos inmediatamente, con base en las peculiaridades de cada situación, los
practicantes debían mantener una atención (prosoche) permanente.

La atención (prosoche) permite dar respuesta inmediata tanto a los acontecimientos


como a las cuestiones planteadas repentinamente. Para ello, era necesario que los
principios fundamentales estén siempre <<a mano>> (procheiron). Es preciso
impregnarse de la regla vital (kanon) aplicándola mediante el pensamiento a las

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diversas situaciones vitales, al igual que uno asimila mediante el ejercicio ciertas
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reglas gramaticales o aritméticas, aplicándolas a casos particulares.

Entonces, la atención le permitía al practicante responder, de acuerdo con sus


principios fundamentales, frente a situaciones habituales o inesperadas. Empero, cabe
reflexionar con respecto a los distintos tipos o formas de memoria sobre la cual dicha
atención se sustentaba.
Por principio de cuentas, el practicante debía aprender una serie de enunciados de
vereda o reglas vitales. Luego, procedía a meditar con respecto a las implicaciones de tales
sentencias, y a imaginar la forma u orientación que su conducta debía de tomar ante tal o
cual situación. Armado con este arsenal espiritual, se enfrentaba, entonces, con las
situaciones y peripecias de su cotidianidad. No obstante, todo esto sería inútil si el
practicante no se acordara, en todo momento y situación, de su determinación por
transformarse. Si no se recordara, siempre, a sí mismo.
Memoria, entonces, de sentencias y reglas. Memoria de producciones imaginarias.
Memoria de los objetivos vitales. Memoria de la atención vigilante. Memoria de sí.
Memoria dinámica, cuyos contenidos sostienen una nueva visión del mundo, reencauzan
las actitudes, las emociones, las acciones y las conductas. Memoria que, de rechazo, se ve
transformada, ampliada y enriquecida con las nuevas experiencias. Memoria, que por
medio del hábito, se vuelve carne y espíritu: cimiento, entonces, de los procesos de
autosubjetivación. Ahí donde el hombre se recuerda permanente a sí mismo, se hace viable
una relación de autodominio y soberanía. Se hace viable, en fin, la libertad.

VI. Daños colaterales.

Durante siglos, pensadores adscritos a disciplinas como la historia y la arqueología


buscaron en el pasado, tanto reciente como distante, los vestigios de civilizaciones extintas.
Con la mente preñada por una visión evolutiva del devenir, desenterraron las ruinas,
analizaron los códices y textos, e inventariaron los sepulcros; todo esto, en la perpetua

6
Hadot, Pierre. “Ejercicios espirituales” (23-58 pp.) p. 28 En: Hadot, Pierre (Prefacio de ArnoldI. Davidson.
Trad. Javier Palacio). Ejercicios Espirituales y filosofía antigua. Edit. Siruela, España, 2006.

13
búsqueda de los perdidos eslabones que, así lo estimaban, habrían de ayudarlos a completar
una cadena causal ininterrumpida, que les permitiera, finalmente, dilucidar el “código
genético” de nuestro presente.
Es frente a este empeño que se levantó, con todo su poder crítico, la perspectiva
genealógica. En contra de lo que hacían los viejos exploradores del pasado, los
genealogistas se caracterizan por andar a salto de mata, agazapados, al acecho no de las
regularidades, sino de las discontinuidades, quiebres, escisiones y emergencias.
En este sentido, el estudio del cuidado de sí, y del arte de la existencia, tal y como
lo han abordado pensadores como Foucault y Hadot, puede ser caracterizado como un acto
genealógico que merece, también, ser iluminado por una genealogía.
En otros términos, los genealogistas que hemos sido formados por la visión
foucultiana, nietchiana y marxista de la historia, estamos llamados a interrogarnos con
respecto a la reaparición, en distintos ámbitos, de temas como el cuidado de sí y las artes
de la existencia. Debemos preguntarnos cuáles son la serie de desplazamientos, disputas,
discursos y sobre todo prácticas que han hecho necesario y quizá fundamental, el
despliegue de este particular tipo de mirada sobre el pasado.
En este sentido, nosotros contamos con la intuición de que el renovado interés que
ha acompañado el estudio de asuntos como los ejercicios espirituales, se finca en un
particular diagnóstico sobre el presente, y en la búsqueda por hacer emerger una nueva
discontinuidad.
Al parecer, por lo menos en el caso de las inquisiciones foucultianas, tras
desmadejar puntualmente la manera en que los dispositivos disciplinarios y de seguridad
han penetrado a los individuos, hasta transfigurarlos en sujetos dóciles, productivos y sin
memoria, Foucault logró diagnosticar que, en el presente, por lo menos en las sociedades
herederas de Occidente, los procesos de subjetivación se operan, con base en pantagruélicos
mecanismos y arreglos estratégicos de conjunto, desde el exterior. Y, una vez sujetos,
nosotros mismos nos convertimos en una terminal capilar del poder, que retroalimenta el
conjunto, al imponerles a los demás, de distintos modos y mediante sutiles mecanismos, la
obligación de plegarse a las normas y, por ende, de ser someterse.

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Por lo pronto, el estudio de ejercicios espirituales como el de la memoria y la
meditación, nos permite comprender una nueva arista de la manera en que hoy en día
somos sujetados.
Brevemente, podemos mencionar que la emergencia de las tecnologías de la
información y la comunicación, aunada a la aceleración y globalización de los procesos,
han terminado por impactar, más profundamente de lo que pensábamos, en nuestras almas.
Durante décadas hemos entablados infinitos debates con respecto, por ejemplo, a
cuestiones como la enajenación, la influencia promovida por las industrias culturales, el
empleo manipulador de las retóricas mediáticas y un sinfín de temas relacionados,
prioritariamente, con la selección, estructuración, difusión y reiteración de contenidos. No
obstante, aunque tales empeños han dado sus frutos, no habíamos caído en cuenta de que,
quizá, el impacto más profundo de las TIC sobre nosotros se verifica a nivel estructural: en
nuestra atención, concentración y memoria.
Si nos permitimos brindarle tanto espacio al estudio de la estulticia, esto se debe,
precisamente, a que contamos con la hipótesis de que el carácter y empleo de las
tecnologías de la información y la comunicación han hecho, de la nuestra, una sociedad de
la estulticia. La magnitud y velocidad con la que transmiten contenidos, la infinidad de
estímulos, técnicas psicológicas y apelaciones pasionales que ponen en juego para atrapar
nuestra atención, y la vorágine de opiniones, creencias y representaciones que a través de
distintos canales logra colarse hasta nuestro espíritu, sin un proceso de filtrado de por
medio, nos han privado de cualquier tipo de dominio sobre nosotros mismos.
Entonces, el problema no consiste en que un comercial, noticiario o informe de
gobierno, mágicamente logre afectar nuestra voluntad hasta convertirnos en meros
autómatas. No. El asunto que nos permite descubrir la manera en que se comprendió y
empleó la memoria y la meditación en el pasado, consiste en que, al parecer, jamás
podemos mantener nuestra concentración, y mucho menos recordarnos a nosotros mismos.
A cada momento, nuestra atención salta de una noticia a la otra; de una opinión a una media
verdad; de una imagen a un deseo; del sentimiento de poder, al de miserable carencia.
Nuestros ojos se ven saturados por imágenes, nuestros oídos por discursos sin fin, y
nuestras imaginaciones anegadas por simulacros y secuencias extraídas de las películas, los
partidos de fútbol, las telenovelas y los infomerciales.

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Enfrentamos la cotidianidad armados con fusiles de palo y machetes de plástico,
pues no logramos distinguir entre lo que depende de nosotros, y lo que no. Nos vivimos
atomizados, sin ningún tipo de relación orgánica con nuestros entornos sociales y
ecológicos. Y la relación que establecemos con nosotros mismos, toma la forma del déficit,
al estar mediada por los ideales, estereotipos y modelos que hábiles publicistas y taimados
científicos sociales han confeccionado a medida.
Si bien es cierto que muchas personas logran conservar un espíritu de crítica frente a
los contenidos aludidos, los daños colaterales son tremendos. No sabemos lo que en verdad
queremos, saltamos de un asunto a otro sin descanso, deseamos cosas que en fondo no
queremos, no logramos recordar lo que pasó la semana pasada, y jamás se nos ocurre que
podemos armar, amurallar, enriquecer y poner a prueba nuestro espíritu.

VII. El sitio del alma.

Si se nos concede como plausible el rápido diagnóstico que sobre algunos ámbitos del
presente hemos elaborado, fácilmente se podrá deducir que en los ejercicios espirituales de
la antigüedad nos parece encontrar las bases para un arte marcial de nuevo cuño. De hecho,
tal espíritu, así lo creemos, se encuentra presente en las propuestas del pasado.
A través de nuestro análisis con respecto al cuidado de sí y a las artes de la
existencia, pudimos detectar que muchas de las metáforas empleadas para explicitar la
forma en que nuestra alma puede ser salvada hacen alusión a hechos de guerra. Se habla,
así, de murallas, asedios, defensas, centinelas, armaduras, pruebas y estrategias. Se presenta
al espíritu como algo que hay que defender, todo el tiempo, ante los embates de distintos
enemigos. Las reglas de vida y los discursos de verdad se integran en una suerte de
armadura, muralla o coraza, que será más sólida y resistente en tanto que logre fungir como
una orientación permanente para los actos de los practicantes. La imaginación puede ser
representada como el mapa sobre el cual creamos y afinamos nuestras estrategias y tácticas
para combatir a los enemigos del alma y, por ende, conseguir salir victoriosos en todos
nuestros empeños.

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Nuestro cuerpo, a través del hábito, aloja en sí mismo a la verdad, y se vuelve el
campo para el despliegue y actualización permanente de la misma. La meditación nos
posibilita tener amplias miras, para alcanzar amplios resultados; y una memoria dinámica,
fortalecida y ensanchada, nos da la posibilidad de actuar siempre con apego a nuestra
voluntad y objetivos.
En la batalla por liberar a nuestra alma del asedio que la sociedad de la estulticia le
ha impuesto, los ejercicios espirituales del pasado se colocan como fortísimas armas de
guerra. Ahora, y gracias al empeño de los modernos genealogistas, se encuentran al alcance
de nuestra mano. De cada uno dependerá, entonces, la decisión de tomarlas o permanecer
sometido, ciego e inerme. A nosotros nos corresponde encontrar las formas, medios y
mecanismos para hacerlas fluir entre nuestros semejantes, adaptarlas a las particularidades
del presente, y desarrollar nuevos arsenales, estrategias y regimientos. Buscamos, es cierto,
una nueva discontinuidad, una nueva emergencia, cuya consigna será: ¡jamás olvides quién
eres!, ¡conserva el recuerdo de ti!

Bibliografía

Rohde, Erwin (Intro. Hans Ecktein, Trad. Wenceslao Roces). Psique. La idea del alma y la
inmortalidad entre los griegos. Fondo de Cultura Económica, México, 2006

Foucault, Michel (Edición establecida por Frédéric Gros, bajo la dirección de François
Ewald y Alessandro Fontana, Trad. Horacio Pons). La hermenéutica del sujeto;
Curso en el Collège de France (1981-1982). Fondo de Cultura Económica, México,
2004.

Hadot, Pierre (Prefacio de ArnoldI. Davidson. Trad. Javier Palacio). Ejercicios


Espirituales y filosofía antigua. Edit. Siruela, España, 2006.

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