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ALBRECHT, Karl; (2006). Inteligencia social. Javier Vergara Editor, España. Págs 61 - 101.
QUÉ BUSCAR
Si pretendemos adiestrarnos en la observación de la dinámica de los
contextos sociales y el aprovechamiento eficaz de lo que observamos, es posible
que nos ayude considerablemente saber lo que hay que buscar. Un modo sencillo
de analizar un contexto social típico podría resultar de gran utilidad.
Aunque los contextos sociales pueden presentar una notable complejidad y
una rica variedad, es posible empezar por una subdivisión, o conjunto de
dimensiones, bastante simple. En aras de la sencillez, podemos pensar en tres
dimensiones, o subcontextos, como manera de observar lo que sucede:
1. El Contexto Proxémico: la dinámica del espacio físico dentro del cual
interactúan las personas, las maneras en que estructuran ese espacio y
los efectos del espacio sobre su comportamiento.
2. El Contexto Conductual: los patrones de acción, emoción, motivación e
intención que aparecen en la interacción entre las personas
participantes en la situación.
3. El Contexto Semántico: los patrones de lenguaje empleados en el
discurso, que indican —de manera directa o encubierta— la naturaleza
de las relaciones, las diferencias de estatus y clase social, los códigos
sociales imperantes y el grado de comprensión creado —o impedido—
por los hábitos de lenguaje.
Podemos profundizar en cada una de esas dimensiones subcontextuales y
luego recombinarlas para ver cómo operan in toto.
EL CONTEXTO PROXÉMICO
proxémica, f.
1. Grado relativo de proximidad física tolerado por una especie animal o
grupo cultural.
2. Uso del espacio como aspecto de la cultura.
3. Estudio de las diferencias en la distancia, el contacto, la postura y
elementos similares dentro de la comunicación entre personas.
Si alguna vez habéis tenido la experiencia de entrar en la basílica de San
Pedro en el Vaticano, es probable que hayáis reaccionado de inmediato a la pura
inmensidad del espacio interior. Se mira más arriba, y más, y más... las
imponentes columnas, las descomunales estructuras de piedra, el uso opulento del
oro y las vistosas decoraciones: todo conspira para inducir una sensación
inmediata de pequeñez y humildad. Uno se siente absolutamente encogido por las
gigantescas estructuras. Ése es el poder del espacio.
Si se observa al resto de visitantes que se pasean, permanecen inmóviles o
participan en cualquier ritual religioso que pueda estar celebrándose en ese
momento, enseguida se constata cómo su comportamiento responde al contexto
proxémico. Por lo general hablan en voz baja, mantienen cerca a sus hijos y los
conminan a guardar silencio y suelen mostrar un considerable respeto a la
importancia religiosa del lugar. Rara vez se oye a una persona que llame a voces a
un amigo situado a cierta distancia.
Todo espacio diseñado por el hombre tiene su significado aparente, lo que le
«dice» a quienes entran en él. Un jardín japonés podría decir «serenidad». Un
centro comercial quizá proclame «gastad». Es posible que un vestíbulo de hotel
diga «lujo». Un palacio real rezará «poder». Algunos hogares decorados por
profesionales parecen museos: parecen decir: «Cuidado con dónde te sientas. Este
lugar es para mirar pero no tocar.» Otros parecen decir: «Poneos cómodos. Sois
bienvenidos.»
Política proxémica
Después de la guerra civil española (1936-1939), el general Franco, que gobernaba España
con mano de hierro, encargó la construcción de una enorme catedral, con el fin aparente de
conmemorar a p1ienes habían muerto en el conflicto y establecer alguna suerte de reconciliación
con la Iglesia católica. Situado al norte de Madrid, el Valle de los Caídos posee una cruz de 150
metros en la cima de una montaña, bajo la que se extiende una gigantesca basílica tallada
directamente en la ladera de granito.
En un gesto de reconciliación—y autoglorificación—, Franco dispuso que lo enterraran bajo la
basílica, junto con el líder del bando opositor derrotado. Además, enterraron en el enclave a unos
40.000 del millón de soldados que murieron durante la guerra civil.
Cuando se hubo completado la basílica —un proyecto de veinte años que casi arruinó las
arcas del Gobierno—, los representantes del Vaticano hicieron saber que no sería elegible para la
consagración.
El motivo para retener la consagración: la longitud de la basílica —la distancia desde la
entrada al ábside— era de 232 metros. Eso la hacía más larga que San Pedro de Roma
Para satisfacer a los representantes del Vaticano, los arquitectos instalaron un falso muro con
un segundo juego de puertas que cortaba parte de la longitud de la estructura y la hacía más corta
que San Pedro.
EL CONTEXTO CONDUCTUAL
Una experiencia que tuve cuando estudiaba séptimo hace mucho me dejó una
impresión de por vida acerca de los modos en que los seres humanos responden al
contexto. El episodio tuvo que ver con contextos tanto proxémicos como
conductuales. Me ayudó a empezar a entender que los seres humanos nos
engañamos las más de las veces cuando nos decimos que en todo momento
inventamos nuestro comportamiento según unas decisiones voluntarias que
tomamos nosotros. En realidad, por lo general no es así. Por lo general,
reaccionamos de manera inconsciente a las muchas señales del contexto —
proxémico, conductual y semántico—y en raras ocasiones pensamos de manera
consciente sobre cómo reaccionar.
En mi experiencia de séptimo curso, yo era uno de los «chicos de campo»
que iba y venía de nuestra escuela, en la pequeña localidad de Westminster,
Maryland, todos los días en el autobús escolar. El vehículo recogía al mismo grupo
de niños todos los días, plantados ante sus casas o al final de los caminos que
llevaban a sus granjas. Todos nos conocíamos, aunque no por fuerza nos
tuviéramos confianza.
Un día en particular empezó a surgir un extraño patrón. Por absoluta
casualidad —presumo— yo y cerca de una docena de los otros chicos a los que
recogían primero a lo largo del trayecto nos sentamos sin pensarlo en el lado
izquierdo del autobús. Así las cosas, la siguiente media docena de niños también
se sentó a la izquierda. En algún momento, quedó claro que nadie se estaba
sentando en el lado derecho. Todo nuevo niño o grupo de niños se subía al
autobús, echaba un vistazo y tomaba asiento en la izquierda.
Cuando el autobús empezó a llenarse, miramos todos a nuestro alrededor con
divertida fascinación; observábamos con atención a cada nuevo niño que entraba
en el autobús y elegía un asiento en el lado izquierdo. También noté, mirando el
retrovisor del conductor, que él también reaccionaba ante aquel extraño
fenómeno. Ya de por sí taciturno tirando a gruñón, no paraba de mirar por el
espejo y arrugar cada vez más el entrecejo a medida que la situación se
desarrollaba. Al final, llegó a su punto de ruptura.
Con el autobús prácticamente lleno y todos los asientos ocupados menos uno,
el siguiente niño que subió intentó ocupar ese último lugar vacío en la izquierda. El
niño que estaba sentado allí no quiso moverse para hacerle sitio y le espetó:
«¡Siéntate allí!» El recién llegado, que no sabía lo que pasaba y posiblemente se
temía una jugarreta, insistió en ocupar el último asiento. Estalló un duelo de
empujones, en el que el ocupante insistía en que el nuevo se sentara en el lado
derecho completamente vacío del autobús mientras el recién llegado exigía que le
hiciera sitio.
La situación entera se volvió de lo más estrafalaria. Al final, el conductor
estalló. Paró el autobús y empezó a gritarnos. «¡Estáis tratando de volverme loco!
¡Pasad al otro lado del autobús!» Nos redistribuyó a la fuerza hasta que los dos
lados del vehículo estuvieron ocupados. «¡Moveos para allá!» Después de eso, el
resto de niños que subieron, ajenos a los extraños sucesos previos a su llegada, se
sentaron al azar en ambos lados del autobús. A día de hoy no estoy seguro de
entender lo que pasó en aquel pequeño episodio, qué lo causó o por qué
adoptamos todos aquel extraño comportamiento colectivo.
Es posible obtener una vívida imagen de la fuerza de los contextos
proxémicos y conductuales —situaciones en las que dominan ciertos patrones de
comportamiento— observando situaciones en las que las personas llevan consigo
expectativas muy diferentes.
Caso ejemplar: una conocida mía pasó varios años en la década de 1970
como profesora de Inglés como segunda lengua. Poseedora de experiencia en
trabajo social, se especializó en trabajar con refugiados asiáticos, en particular el
grupo étnico conocido como hmong, un grupo de las tierras altas y montañas de
Laos. Los hmong habían sido un grupo étnico muy aislado, con unas costumbres
muy bien definidas y un conocimiento muy escaso del mundo exterior. La mayoría
eran doblemente analfabetos, es decir, no sabían leer ni escribir en su propio
idioma, por no hablar ya del inglés. Debido al factor del doble analfabetismo, mi
conocida no podía utilizar los materiales impresos normales que se utilizaban de
forma habitual para la enseñanza del Inglés como segunda lengua. También
descubrió que la mayoría de refugiados, que habían llegado hacía poco, estaban
tan abrumados por un entorno desconocido que no entendían cómo comportarse
en situaciones que los occidentales daban por supuestas. Muchos no habían visto
nunca autobuses, televisores o incluso lápices y papel, artefactos familiares de la
cultura occidental. «Las mujeres llevaban a sus criaturas a las clases—me dijo—.
Creían que era una especie de reunión social. Muchas no sabían lo que pasaba en
una situación de clase; ni siquiera sabían que debían sentarse de cara a una parte
del aula. Charlaban como si tal cosa; tuve que pedirles que se callaran para poder
enseñarles los ejercicios de recitación.»
Como en nuestro autobús, gran parte del contexto conductual de cualquier
situación se codifica de manera no verbal: posturas corporales, movimientos,
gestos, expresiones faciales, tono de voz. Por ejemplo, la gente transmite
autoridad y deferencia según dónde o cómo se sienten o se sitúen de pie, quién
entre primero en una habitación y un sinfín más de detalles que un observador
avezado puede distinguir. La gente transmite su afiliación —o ausencia de ella—
mediante diversos gestos, expresiones e interacciones. ¿Podéis mirar a una pareja
sentada a una mesa en un restaurante y adivinar si se han conocido hace poco o
mantienen una relación duradera?
Los sociólogos identifican muchos sistemas de señalización más, como los
relacionados con la ropa, la joyería, los sombreros, los tatuajes y demás
ornamentos como «marcas de clase»: indicadores de afiliación a una subcultura
bien definida. Ciertas combinaciones de prendas pueden identificar a una persona
como perteneciente a una pandilla callejera, un grupo étnico o un nivel
socioeconómico determinado. El traje de negocios sirve desde hace mucho como
marca de clase para la subcultura empresarial.
El dibujante Scott Adams, creador del trabajador técnico por antonomasia
Dilbert, conmina a los directivos a venirse para el éxito, en especial si no tienen a
su favor ni cerebro ni talento. Según el compañero de Dilbert, Dogbert, en el
Manual top secret de gestión empresarial de Dogbert:
La ropa hace al líder. Es probable que los empleados nunca lleguen a
respetarte como persona, pero quizá respeten tu ropa. Los grandes líderes de toda
la historia han comprendido este hecho.
Fíjate en el Papa, por ejemplo. Si le quitaras su imponente gorro de Papa, su
autoridad quedaría seriamente menoscabada. Pregúntate si aceptarías consejos
sobre control de natalidad de un sujeto que llevara, pongamos, una gorra de
béisbol. No lo creo.
Parte de cualquier contexto conductual, en cualquier situación, la forma el
conjunto de reglas, costumbres, expectativas y normas sobre comportamiento
compartidas que los participantes llevan consigo. En la medida en que compartan
los mismos códigos conductuales, por lo general se entenderán con éxito. Si una o
más de las personas de una situación concreta no comparten —o prefieren
vulnerar— ciertos de esos códigos, pueden surgir conflictos.
Caso ejemplar: no se toca a la reina de Inglaterra. No se hace y punto; nadie,
bajo ninguna circunstancia, salvo las escasísimas personas que poseen una
relación familiar especial o una relación íntima de servicio personal. En 1992, el
primer ministro australiano, Paul Keating, se ganó el cáustico apodo de Sapo de
Oz en la prensa británica por tocar a la reina en la espalda. Mientras le enseñaba
un edificio público, hizo un gesto para mostrarle el camino y luego le pasó el brazo
por la espalda y le puso la palma en el costado. Si bien muchos lo considerarían un
gesto amistoso, la reina se enervó, se detuvo y le lanzó una mirada que
comunicaba a las claras que había vulnerado el código conductual oficial. En
Inglaterra muchos se sintieron furiosos y ofendidos por su reina. En Australia, por
contraste, muchos se enfurecieron con lo que tomaron por esnobismo británico:
una reproducción del continuo antagonismo entre «aussies» y «brits».
Brian Tobin, el premier de Terranova y Labrador, también escandalizó a la
Commonwealth cuando lo fotografiaron tocando a la reina en la espalda mientras
la ayudaba a subir un tramo de escaleras; él protestó afirmando que no pretendía
sino asistir a una dama mayor para que no se cayera. En el 2000, otro primer
ministro australiano, John Howard, consideró necesario negar con vehemencia que
hubiera tocado a la reina.
Los expertos en comunicación intercultural citan códigos conductuales únicos
que las personas de ciertas culturas utilizan de manera casi inconsciente pero que
para representantes de otras culturas tienen poco sentido. En muchas culturas
árabes, por ejemplo, la gente no agarra comida ni la pasan a otros con la mano
izquierda. Por lo general utilizan la mano izquierda para asistirse en diversas
funciones corporales, y aun con los modernos estándares de sanidad e higiene, la
tradición dicta que la izquierda es impura.
De modo parecido, en muchas culturas mediterráneas, enseñar la suela del
pie o el zapato a otra persona constituye un grave insulto no verbal. Sentarse de
modo que se muestre la suela del zapato o poner los pies sobre una mesa es una
señal de falta de respeto a los demás.
Para los balineses, el alma reside en la cabeza, y por ese motivo es una grave
ofensa que un extraño dé palmaditas a un niño en la coronilla. Los balineses
consideran muy desaconsejable, espiritualmente, hacer el pino o incluso tener los
pies más arriba que la cabeza. Uno de los insultos más graves en su cultura es:
«¡Te pegaré en la cabeza!»
En las culturas islámicas estrictas, los códigos conductuales dictan cuándo
pueden estar juntos y a solas los varones y las mujeres, e incluso cuándo pueden
ocupar la misma habitación. Los occidentales que hacen negocios en Arabia Saudí,
por ejemplo, quizás encuentren frustrante que no se permita a empleados y
empleadas trabajar juntos en la misma habitación. Las representantes femeninas
de compañías extranjeras, las diplomáticas y las periodistas a menudo encuentran
esas restricciones muy difíciles de sobrellevar.
EL CONTEXTO SEMÁNTICO
El médico Frederic Loomis, en su clásico Consultation Room, cita un incidente
en el que un comentario inocente suscitó una reacción semántica no deseada:
Aprendí algo sobre las complejidades del inglés cotidiano en una etapa muy
temprana de mi carrera. Una mujer de treinta y cinco años llegó un día para
explicarme que quería un bebé pero le habían dicho que tenía cierto tipo de
afección coronaria, que tal vez no fuera obstáculo para conducir una vida normal
pero resultaría peligrosa si alguna vez tenía un niño. Por su descripción pensé de
inmediato en la estenosis mitral. Ese trastorno se caracteriza por un soplo sordo
bastante distintivo cerca del vértice del corazón, y en especial por una peculiar
palpitación que se siente con el dedo sobre el pecho del paciente. Esa vibración se
conoce como el thrill («temblor») de la estenosis mitral.
Cuando la mujer estuvo desvestida y tumbada sobre mi camilla con su bata
blanca, mi estetoscopio detectó con rapidez las palpitaciones que me esperaba. Al
dictar a mi enfermera las describí con esmero. Dejé a un lado el estetoscopio y
palpé concienzudamente en busca de la vibración típica que puede encontrarse en
una zona pequeña pero variable del pecho izquierdo.
Cerré los ojos para concentrarme mejor y tanteé largo y tendido en busca del
temblor. No lo encontré y, con la mano todavía sobre el pecho desnudo de la
mujer, alzándolo y apartándolo, me volví por fin hacia la enfermera y le dije: «no
hay thrill» (frase que en inglés puede entenderse como «no me emociona» o «no
me excita»).
La paciente abrió de golpe los ojos negros y, con la voz cargada de veneno,
me espetó: «Estaríamos buenos. Ya le gustaría a usted. Yo no he venido para
eso.»
Mi enfermera casi se ahoga, y mi explicación todavía parece una pesadilla de
palabras fútiles.
Las palabras son mucho más que meros símbolos y señales inanimados. Son
la estructura misma del pensamiento. Muchos líderes famosos han comprendido y
capitalizado la psicología del lenguaje y han utilizado ese conocimiento para
emocionar y movilizar a las personas, para bien y para mal. Tanto la poesía y la
literatura como los eslóganes, metáforas y canciones patrióticas tienen el poder de
afectar a las personas en profundidad.
El estudio de la retórica aborda los patrones primordiales del lenguaje y cómo
una formulación habilidosa de las frases transmite significado más allá del mero
nivel simbólico de las palabras. Por ejemplo, en el momento de la declaración de la
independencia estadounidense de Gran Bretaña, se dice que Benjamin Franklin
pronunció una de las frases más famosas de la época. Cuando uno de sus
compañeros estadistas dijo, después de que el grupo aprobara la Declaración de
Independencia: «Ahora, caballeros, tenemos que estar pendientes todos juntos»,
Franklin replicó: «Cierto, porque si no seguro que penderemos separados.»
Alfred Korzybski, un respetado estudioso e investigador que analizó la
psicología del lenguaje, propuso una especie de «teoría de la relatividad» del
conocimiento, en su libro Science and Sanity, publicado en 1933. Él acuñó el
término semántica general para describir su teoría de cómo la estructura del
lenguaje configura el pensamiento humano, y en particular cómo ciertos hábitos
de lenguaje contribuyen al conflicto, los malentendidos e incluso el desajuste
psicológico.
Según Korzybski, vivimos en un entorno semántico. Ese entorno consiste en
hábitos de lenguaje, tradiciones, símbolos, significados, implicaciones y
connotaciones compartidos dentro de los cuales interactuamos y tratamos de
hacernos entender entre nosotros. En realidad, la mayoría navegamos a través de
una variedad de entornos semánticos, en función de las personas con las que nos
relacionemos e interactuemos.
Korzybski afirmó que no existe nada que pueda calificarse de «verdad
universal» o «conocimiento universal» y, en contravención de las enseñanzas de
una larga estirpe de filósofos occidentales que empieza con Sócrates, Platón y
Aristóteles, opinaba que la estructura y psicología del lenguaje imposibilitaban que
dos personas cualesquiera llegaran a compartir la misma «realidad» exacta. Los
anglohablantes, sostenía, no construyen con sus palabras la misma realidad que
quienes hablan japonés, swahili o español. Dado que las diferentes lenguas
representan los conceptos de maneras distintas, las diferencias estructurales de
esos idiomas imponen limitaciones ineludibles a nuestros modelos mentales de
realidad.
Korzybski se refería a menudo a los mapas verbales. Por mapas verbales se
refería a que las cosas que decimos —sea de manera oral o escrita— son nuestros
mejores intentos de «cartografiar» la estructura interna de conocimiento y
significado que llevamos con nosotros en nuestro sistema nervioso para formar un
medio compartido de intercambio. Intentad describir a un niño pequeño, por
ejemplo, a una persona que nunca lo haya visto, y cobraréis consciencia de que
«el mapa no es el territorio», como a menudo decía Korzybski. Con independencia
de cuántas palabras utilicéis o de cuántas maneras intentéis plasmar en palabras la
propia experiencia del niño, jamás podréis lograrlo por completo. El mapa verbal
que la otra persona se lleva de la conversación nunca podrá ser más que una
aproximación vaga e incompleta a vuestra experiencia personal del niño.
Peor aún, afirmaba Korzybski: dos hablantes cualesquiera del mismo idioma
tampoco comparten exactamente la misma realidad, porque cada persona crece
aprendiendo sus propios significados únicos para las muchas palabras de su lengua
materna.
Korzybski creía que Aristóteles, aunque mereciera un gran respeto como
figura histórica, estaba atrapado dentro de una «jaula mental» que no podía
detectar: la estructura de su propia lengua materna. Sus intentos de definir
conceptos abstractos como la verdad, la virtud, la responsabilidad y la relación del
hombre con la naturaleza y con Dios estaban, sostenía Korzybski, condenados al
fracaso. Siempre estarían confinados a las implicaciones de la perspectiva del
mundo de los griegos antiguos, tal y como las codificaba la lengua griega.
Calificaba ese síndrome, con tono peyorativo, como «pensamiento aristotélico».
Muchos significados
Por formular la teoría de la semántica general en sus términos más sencillos:
No hay dos cerebros que contengan exactamente el mismo «significado» para
cualquier expresión o concepto formado por palabras; los significados están fijados
en las personas, no en las palabras.
La influencia del lenguaje sobre el pensamiento humano es fácil de apreciar,
en cuanto uno empieza a prestar atención. Pensad, por ejemplo, en el uso de
diversos términos en cualquier idioma —y «cultura idiomática»— particular para
describir las relaciones de parentesco. En muchas culturas occidentales, la palabra
«tío» se refiere por lo general al hermano del padre o la madre de uno. No existe
una palabra de uso habitual —ni, en consecuencia, un concepto claramente
identificado— que indique si el tío del que se habla es hermano de la madre o del
padre. Hay otras culturas, sin embargo, que poseen una palabra única para cada
tipo de hermano, pero carecen de término genérico para esa relación. Es posible
que existan palabras adicionales —y «asideros» conceptuales— para hablar de
otros varones que tienen relaciones fraternales con los propios padres. En esas
culturas, se antojaría muy extraño referirse a un pariente varón como ése con un
término genérico, sin utilizar palabras que señalizaran los importantes elementos
del linaje familiar.
De los efectos del lenguaje sobre el pensamiento y el comportamiento nacen
también problemas más serios. Por ejemplo, las discusiones acerca de términos
abstractos como «democracia», «capitalismo» y «justicia» resultan en última
instancia fútiles, pues poseen diferentes significados personales para distintas
personas. Las guerras y los conflictos étnicos a menudo empiezan como resultado
de o en relación con el uso temerario de un lenguaje altamente cargado.
En mi ocupación de consultor para gestores, con frecuencia he oído discutir a
personas sobre la diferencia entre «gestión» y «liderazgo», como si cada término
poseyera una definición fundamental dictada por Dios y lo único que hubiera que
hacer fuera encontrarla. No parecen entender que ningún símbolo —una palabra, o
un agrupamiento de palabras— posee un significado innato. Su significado está
incrustado en el sistema nervioso de la persona que lo dice o lo oye. Por eso las
discusiones sobre el «auténtico» significado de una palabra son en última instancia
fútiles. La Reina Roja del cuento para niños Alicia en el país de las maravillas está
técnicamente en lo cierto cuando afirma que «una palabra significa lo que yo
quiero que signifique, ni más ni menos», pero pasa por alto la cuestión más amplia
de si significa lo mismo para los demás.
La mayoría de debates políticos degeneran en un tira y afloja en el que cada
participante intenta imponer al otro su mapa verbal favorito Cada uno construye
una estructura verbal coherente que le funciona. Para evitar que el Otro lo derrote
en el combate verbal, cada uno debe rechazar el mapa verbal del bando opuesto.
Hallar un consenso en última instancia se reduce a analizar los mapas verbales que
utilizan las distintas partes y llegar a unos pocos mapas verbales clave sobre los
que puedan ponerse de acuerdo.
Nuestra experiencia práctica nos dice que los seres humanos tienden a usar
marcos lingüísticos múltiples, o «territorios semánticos» demarcados por ciertos
vocabularios y estilos de uso. Esos marcos lingüísticos también sirven como marcas
de clase, que identifican a las personas con ciertas clases socioeconómicas o
culturales. Es posible que un marco lingüístico conlleve un uso generoso de
palabrotas y trate el lenguaje «finolis» como provincia de los extraños. Otro puede
preferir un estilo de lenguaje erudito o académico, donde las palabrotas se
consideren una marca de baja condición intelectual o social. Cada marco lingüístico
tiene sus reglas: qué formas de expresión se aceptan y cuáles se consideran
extrañas.
Caso ejemplar: un colega contrató a un profesional para que le pintara la
casa. Conocía socialmente al pintor desde hacía muchos años y aquélla era su
primera oportunidad de utilizar sus servicios. El hombre, que tenía inteligencia y
talento, dirigía su negocio de pintura a la vez que trabajaba a jornada completa
como empleado en la ciudad. Tenía unos seis u ocho empleados en plantilla, entre
ellos un hombre al que llamaremos «Dave».
Como el empresario sabía que mi colega escribía libros de negocios, debió de
mencionárselo a Dave. Durante una pausa en el trabajo de pintura, Dave se acercó
a mi colega para charlar un poco:
Dave, limpiando sus brochas: «Bueno, tengo entendido que es usted un
sayista [sic].»
Colega: «Disculpe, ¿un qué?»
Dave: «Digo que tengo entendido que es usted un sayista.»
Colega: «Lo siento, no me aclaro. ¿Qué es un “sayista”?»
Dave (exasperándose): «Ya sabe, un sayista, un tío que escribe libros serios.»
Colega (con la bombilla por fin encendida): «Ah! Un ensayista. Sí, escribo
libros.»
Si uno es un habilidoso navegante de esos marcos lingüísticos, sabrá cómo
hablar con un lenguaje a un niño pequeño, con otro a un adolescente, con otro a
un capataz de obra que repare su tejado, con otro al cajero del supermercado y
con otro a su médico.
Más allá de la lógica
Aparte de usar diferentes marcos lingüísticos, el mapa verbal de cada persona
—la traducción simbólica de su realidad interna en un mensaje— codifica su estado
emocional además de la estructura de lo que nos gusta considerar la lógica. Los
psicólogos, por ejemplo, reconocen un aspecto de la señalización no verbal
asociado al uso del lenguaje: un elemento sin relación con las palabras que en
realidad se pronuncian. Las señales metaverbales son los indicios «entre líneas»
que pueden indicar un estado mental inconsciente, una emoción o una aprensión
que el hablante preferiría ocultar. Puede observarse el juego entre proceso mental
subconsciente y comportamiento social en las oscilaciones de lenguaje. Muchas
personas, cuando comentan su propia conducta y afrontan la perspectiva de tener
que admitir que quizá se hayan comportado de un modo socialmente inaceptable,
pasarán de la «primera persona» —<hice tal y tal cosa»— a la menos directa
«tercera persona»: «la gente hace tal y tal cosa». También es posible que pasen a
la forma familiar genérica, «tú», como manera de implicar al oyente como
protagonista compartido.
La cita de una noticia ilustrará este fenómeno del desplazamiento: sacarse a
uno mismo de la conversación cambiando la persona del enunciado. Un artículo de
la página web CNN.com, durante las polémicas elecciones presidenciales
estadounidenses de 2004, citaba una frase del supervisor electoral del condado de
Palm Beach de Florida:
Nuestro personal sabe que se nos exige un estándar mucho más alto, y
estamos haciendo todo lo posible por asegurarnos de que no pase nada —dijo
LePore, diseñador de la «papeleta mariposa»—. Pero somos humanos, y a veces
se cometen errores.»
Nótese el cambio de persona —probablemente inconsciente— de «somos
humanos» a «se cometen errores». Alguien comete errores, pero el hablante no
dice «cometemos errores».
Este comportamiento verbal del desplazamiento suele producirse con
bastante frecuencia en el lenguaje humano. Obedece a una necesidad
subconsciente de defensa del ego: protege a quien habla del estrés de la
desaprobación que se prevé. En cuanto se reconoce y se empieza a prestar
atención a su presencia, llama la atención la frecuencia con que aparece y la
habilidad que demuestra la gente al usarlo.
Los interrogadores expertos saben que las sutiles oscilaciones en el uso del
lenguaje pueden transmitir sentimientos internos y subconscientes de culpabilidad,
aprensión, ira reprimida y diversos estados mentales más que el interrogado
preferiría no revelar. Por eso a menudo entablan con sus interlocutores
conversaciones sin un tema definido, pensadas para suscitar esas inadvertidas
señales de conflicto interno.
Volviendo al terna de la Consciencia Situacional, vemos que leer el contexto
semántico y captar los indicios lingüísticos que apuntan a niveles más profundos
de significado puede ser una habilidad muy útil. Es posible aprender a identificar
con rapidez los diferentes marcos lingüísticos que entran en juego en diversas
situaciones: una conversación entre adolescentes, una reunión de negocios, una
cena, un aula, un encuentro de amigos en un pub. Podemos ejercitar la
Consciencia Situacional y establecer una empatía con los participantes
ajustándonos al lenguaje que utilizan… en la medida de lo razonable. En cierto
sentido, es posible que necesitemos ser plurilingües dentro de un solo idioma.
NAVEGACIÓN EN CULTURAS Y SUBCULTURAS
Cuanto más se sabe de un grupo cerrado, más fácil resulta comprender por
qué sus miembros reaccionan como lo hacen en determinadas situaciones.
Repasad las siguientes características de una determinada subcultura de nuestra
sociedad y tratad de averiguar de cuál se trata:
Desconfianza hacia quienes no son miembros del grupo.
Sobreprotección a los miembros de la familia.
Más cómodos socializándose con otros miembros del grupo que con
gente de fuera.
Se perciben como despiadados y duros.
Preponderancia masculina.
Militarismo.
Lenguaje y herramientas especiales.
Si vuestra respuesta es «deportistas profesionales» o «pilotos de caza de la
Marina», os acercaríais. Si añadiéramos «mayor necesidad de espacio personal»,
«controlados y orientados hacia la acción», «tienden a ver las cosas en blanco y
negro, sí o no, a favor o en contra y legal o ilegal», podríais decir que estábamos
describiendo «agentes de policía» y estaríais en lo cierto.
En realidad, cada subcultura no es sino parte de una cultura plena más
amplia. Sin embargo, aunque pertenezcan a nuestro metamundo, consideran más
importantes sus mundos en miniatura. Todos los miembros de una subcultura
tienden a verse como únicos, diferentes, especiales o especializados y más social u
operacionalmente significativos que quienes están fuera de su camarilla.
Entonces, ¿quién vive en esas marcadas subculturas? A los agentes de la ley
podemos sumar los bomberos, los militares (dentro de los cuales cada arma posee
su propia subcultura dentro de la subcultura militar, es decir, los marines no se
mezclan con los soldados del Ejército de Tierra, los aviadores no se codean con la
Guardia Costera, etc.), las estrellas de rock, los personajes del cine y la televisión,
los deportistas profesionales, los médicos, los académicos (doctores en alguna
disciplina) e incluso los miembros de una pandilla.
Bien pensado, en cierto sentido, ¿no son todas esas subculturas algo así
como una pandilla callejera? Existen muchos puntos en común que hacen que
grupos muy diferentes se parezcan más de lo que podría imaginarse en un
principio. Cuesta entrar en el grupo, cuesta dejarlo o salir de él por completo, hay
«uniformes», jerga en clave y lenguaje especial y existen reglas de
comportamiento que pueden conducir a la expulsión en caso de vulnerarse.
Las pandillas callejeras, por lo general una subcultura más bien violenta,
observan un conjunto preciso de «requisitos de entrada». Hay que vivir en su
barrio, tener su color de piel y/o identificarse con sus sistemas de creencias.
Actúan bajo una norma de «sangre al entrar y sangre al salir» en virtud de la cual
derramarán un poco de tu sangre cuando te incorpores (una paliza ritualizada para
los nuevos iniciados) y tal vez más aún en caso de que decidas dejar el grupo
«prematuramente».
Las subculturas tienden a florecer y prosperar cuando las barreras para entrar
son rigurosas. Si no todo el mundo puede entrar, los miembros existentes
desarrollan un intenso sentimiento de cohesión, orgullo y aprecio por sí mismos.
Los médicos, agentes de policía, bomberos, pilotos militares, actores, cantantes y
figuras del deporte profesional saben de manera intuitiva que sus filas son
especiales, reducidas, una elite. No todos pueden hacer lo que ellos hacen, y sólo
unos pocos, como ellos, están o estuvieron dispuestos a someterse al riguroso
proceso de acceso para entrar, permanecer y tener éxito.
Decir que esos sistemas de creencias contribuyen a crear una mentalidad de
«nosotros contra ellos» es decir poco. El hecho de que los miembros coman
juntos, se socialicen juntos, se encuentren fuera del trabajo, se vistan de manera
parecida, salgan e incluso se casen entre ellos sugiere su innata distancia social
respecto de los de fuera. La frase «No puedes entender lo que es ser yo a menos
que hagas lo que yo hago» dificulta que incluso familiares y amigos atraviesen ese
velo de cohesión y enajena a quienes no saben realmente «lo que es eso».
Algunas subculturas están tan unidas que incluso los niveles dentro del grupo
las dividirán. En otras palabras, los detectives no suelen codearse con los agentes
de tráfico, los médicos no acostumbran a comer con las enfermeras (a menos que
haya citas de por medio), los pilotos comerciales no suelen cenar con el personal
de cabina (véase la excepción médico-enfermera), y los catedráticos no se
socializan con sus adjuntos. Cada oveja no siempre va con su pareja, sobre todo
cuando ve a otra como menos ovina que ella.
Esta especialización subcultural conduce a una regulación del
comportamiento, en virtud de la cual se permanece dentro no dejando que entre
el exterior. La pertenencia a esas subculturas suele ser difícil, y exige una habilidad
especial (buena vista, un control del cuerpo excepcional, puro valor, temeridad),
buenos genes (belleza, inteligencia, pelo bonito) y un grado poco frecuente de
perseverancia (largos años en la facultad de Medicina y la residencia, en
academias, en campamentos de instrucción y escuelas de vuelo; años de
audiciones y lecturas fallidas, cursos de actuación o canto desde la infancia, un
montón de años perdidos en las ligas inferiores).
Visto lo visto, resulta fácil entender por qué los miembros luchan tanto por
mantener fuera a los demás y por qué para permanecer hace falta conformidad. El
mejor modo de codearse, en cualquier subcultura, desde los contables públicos
certificados a los monopatineros, es conformarse.