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EL REVERENDO

De Marcelo Maristany

El reverendo se acomodó en su sillón. Miró hacia el techo, luego al piso recién


cambiado. Todo era nuevo y ordenado. Todo estaba bajo su control. En las paredes
había cuadros. Comenzó a recorrerlos con la mirada.
Ahí estaba él, el Reverendo, junto al presidente durante un acto político. En
otra foto, junto al intendente de la gran ciudad capital. Al costado, él y su familia en
una soleada playa del caribe. Más a la derecha, integrando el grupo de líderes
internacionales más destacados, en Dallas, Texas.
Suspiró con satisfacción y encendió la computadora. Empezó a viajar por el
universo virtual comprobando el exitoso crecimiento de su congregación. Las
estadísticas le eran favorables, los datos hablaban con el lenguaje de los signos sobre
miles de personas que se le unían a cada momento.
Recordó al primer seguidor, el mismo que ahora se encargaba de todo, el
fidelísimo hermano Iván. El que siempre había sido su mano derecha, quien se
ocupaba de todos los detalles a fin de que él pudiera encargarse de preparar las
conferencias internacionales.
En esos viajes el Reverendo hablaba acerca del magnífico crecimiento
espiritual que se observaba en su iglesia, como también del aumento de la feligresía.
Todo había comenzado en la casa del hermano Iván. Junto a él habían rogado
por un avivamiento. La respuesta no tardó en llegar. Los amigos y parientes de Iván
aceptaron el camino de fe propuesto por el Reverendo. “Fue un gran inicio”, pensó
mientras giraba en el esponjoso sillón.
Se detuvo ante otra imagen. La colocación de la piedra fundamental del
templo, el que ahora era solo uno entre muchos. Ahí estaba él, junto al hermano Iván,
y al resto del equipo de líderes.
Recordó los comienzos, las visitas a los nuevos, aquel trabajo personal,
individual, el que en un momento se le hizo imposible continuar debido a la gran
cantidad de neófitos. Tuvo que delegar responsabilidades en otros, sobre todo, y sobre
todos, en el hermano Iván, el sufrido hermano Iván. El Reverendo había crecido al
punto de ya no tener que encargarse de esa labor; estaba para mucho más.
Llegaron las invitaciones al exterior, las conferencias, los sermones. Empezó a
escribir su biografía y un tratado de crecimiento en calidad y cantidad. Este último fue
todo un éxito pues se agotó casi antes de salir a la venta. El hermano Iván también se
encargó de la distribución en todas las iglesias del mundo. Aquella forma primitiva de
pastorear no era para él; ahora había llegado el tiempo de los viajes, de las grandes
convenciones, de las conferencias en otros países. Había crecido.
Comenzó entonces a escribir tratados teológicos y los bosquejos de sus
exposiciones. Fue invitado a la televisión y a la radio. Llegó a tener programas en
cada uno de esos medios. Mientras tanto, el hermano Iván le traía las novedades
acerca del incremento de los fieles y de las arcas que mostraban el crecimiento
financiero. El hermano Iván era también el tesorero y tenía a su cargo a otros
miembros de su congregación.
Durante los primeros quince años, el Reverendo se había encargado de los
mensajes en cada oficio religioso, pero, cuando su fama trascendió las fronteras, dejó
al hermano Iván esa área. Se avocó a la preparación de sus conferencias

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internacionales y de las columnas en radio y en algunos medios gráficos. Todos
contactos conseguidos por su fiel colaborador. En sus primeros viajes, recibía por
Internet noticias del hermano Iván. Estas eran casi siempre favorables. Todas
concluían con la frase:”Quédese tranquilo, Reverendo, todo marcha a la perfección”.
Algunos mensajes cambiaban sutilmente las palabras o frases, pero el contenido era
siempre positivo y favorable a la gestión del Reverendo. Solo una vez le llegó una
noticia algo turbia, relacionada con ciertas “imprecisiones” de algunos miembros, pero
que él, Iván mismo, se encargaría de resolver. Al final de ese mensaje estaba el sello
personal de ese hermano fiel:”…pero quédese tranquilo, Reverendo, todo estará bien”.
Allí, en su oficina, recibía las imágenes “en vivo” de lo que acontecía en el
culto, en el interior del templo principal. Ya no tenía necesidad de asistir en persona a
esas reuniones, pues ahora tenía todo bajo su control. El hermano Iván se encargaba de
los detalles menores, tales como levantar las ofrendas, organizar el orden de culto, y la
administración de otras actividades. El Reverendo podía encargarse de sus
conferencias.
Al principio de esa nueva etapa recibía a todos lo que solicitaban su consejo,
pero más tarde decidió que el hermano Iván seleccionase a los que en verdad eran
importantes. Era el “rey Salomón” recibiendo a todas las “reinas de Saba” que
deseaban conocer su sabiduría y contemplar el esplendor de su reino espiritual. Hasta
que él mismo comprendió que el único importante era él mismo y decidió ya no recibir
a nadie más, excepto, claro está, al hermano Iván.
Recorría sus cuadros. Era el turno de los diplomas. Graduación en teología,
bachiller en divinidad, maestrías, doctorados, seminarios, etcétera. Sus títulos
ocupaban toda la superficie de una pared. Desde ahí pasó a la pared de los viajes. Las
fotos mostraban diversos paisajes. Una convención de predicadores en China, un
seminario en Texas, un congreso en Alemania, entre otros. El reverendo observaba ese
universo de imágenes y las rememoraba. Rescataba cada experiencia que ahora estaba
plasmada en las fotografías.
Había alcanzado el punto máximo de su carrera. Pero también era conciente de
que para sus opositores la suya era una carrera que debía ser horizontal, sin podios ni
laureles. Para él era una escalera hacia el cielo, pero que comenzaba aquí en la tierra.
Y él se merecía cada logro alcanzado, pues el sacrificio, para él, era el elemento
esencial para la madurez espiritual. Su título era el de mayor honor, como el rey en su
reino, el emperador en su imperio, la orca en el océano, el cóndor en el cielo andino.
En la cumbre el Reverendo tenía el control absoluto; debajo de él, solo el hermano
Iván.
Con solo hacer “clic” en el ratón podía ver el desarrollo de las tremendas
reuniones. Detenía la imagen del rostro de cada uno de sus discípulos, los más
ancianos, para observar sus miradas, para indagar si aún conservaban esa alegría del
principio. Con otro “clic” accedía a los correos electrónicos que el hermano Iván le
enviaba “religiosamente”. Allí aparecían las novedades “menores”, las actividades de
rutina, mientras que las “mayores” estaban bajo la responsabilidad directa del
Reverendo. Eran las conferencias internacionales que le llevaban todo el tiempo.
Primero las preparaba en borrador, luego las imprimía en su pc, y por último las
enviaba vía Internet, con la supervisión del hermano Iván. Luego él mismo iría a los
países, pero últimamente habían surgido inconvenientes que impidieron sus viajes.
Claro que eran cuestiones externas, como la de aquel país que, según le notificó Iván,
había entrado en guerra. Pero, de todos modos debía seguir preparando sus extensos
sermones sobre el crecimiento de la iglesia. Pasaba horas y horas buscando nuevos

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temas en su Biblia virtual, aunque no despreciaba la otra, la real, la que tenía en su
biblioteca.
De pronto, un zumbido lo perturbó. Pero en seguida recordó que a ciertas horas
del día eso era habitual; no tenía que temer. Continuó con su tarea.
- Es el de la 607; un pobre hombre que se cree dueño de un reino celestial.-
dijo el enfermero.
- Ajá, bien, ya veré cómo seguir este caso.- opinó flemático el doctor que
recién se incorporaba a la planta del hospital. - ¿Recibe alguna visita?- preguntó.
- Sí, justamente está ahí afuera esperándolo a usted, doctor.
- Hágalo pasar, entonces.
Un hombre con saco rosado y corbata con lentejuelas estaba aguardando al otro
lado. La puerta se abrió. El hombre apagó su habano y se acomodó la corbata.
- Puede pasar.- le dijo el enfermero.
- Gracias.
- Tome asiento, reverendo.- invitó el enfermero y salió de la habitación. El
hombre se acomodó en el sillón.
- ¿Un clérigo?- preguntó el médico algo asombrado.
- En efecto.- respondió ufano.
- ¿Su nombre?
- ¿No me reconoce? ¿No mira usted televisión, ni escucha la radio?- El
psiquiatra pensó hasta dar con la imagen de ese hombre encuadrada en la pantalla
chica.
- Ah, sí; usted es el predicador de televisión.- El hombre de rosa asintió con
una sonrisa de satisfacción. – Sin embargo, no recuerdo su nombre. No soy asiduo
telespectador de ese tipo de programas. ¿Con quién tengo el gusto…?
- Iván, el Reverendo Iván.
Fin

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