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De Marcelo Maristany
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internacionales y de las columnas en radio y en algunos medios gráficos. Todos
contactos conseguidos por su fiel colaborador. En sus primeros viajes, recibía por
Internet noticias del hermano Iván. Estas eran casi siempre favorables. Todas
concluían con la frase:”Quédese tranquilo, Reverendo, todo marcha a la perfección”.
Algunos mensajes cambiaban sutilmente las palabras o frases, pero el contenido era
siempre positivo y favorable a la gestión del Reverendo. Solo una vez le llegó una
noticia algo turbia, relacionada con ciertas “imprecisiones” de algunos miembros, pero
que él, Iván mismo, se encargaría de resolver. Al final de ese mensaje estaba el sello
personal de ese hermano fiel:”…pero quédese tranquilo, Reverendo, todo estará bien”.
Allí, en su oficina, recibía las imágenes “en vivo” de lo que acontecía en el
culto, en el interior del templo principal. Ya no tenía necesidad de asistir en persona a
esas reuniones, pues ahora tenía todo bajo su control. El hermano Iván se encargaba de
los detalles menores, tales como levantar las ofrendas, organizar el orden de culto, y la
administración de otras actividades. El Reverendo podía encargarse de sus
conferencias.
Al principio de esa nueva etapa recibía a todos lo que solicitaban su consejo,
pero más tarde decidió que el hermano Iván seleccionase a los que en verdad eran
importantes. Era el “rey Salomón” recibiendo a todas las “reinas de Saba” que
deseaban conocer su sabiduría y contemplar el esplendor de su reino espiritual. Hasta
que él mismo comprendió que el único importante era él mismo y decidió ya no recibir
a nadie más, excepto, claro está, al hermano Iván.
Recorría sus cuadros. Era el turno de los diplomas. Graduación en teología,
bachiller en divinidad, maestrías, doctorados, seminarios, etcétera. Sus títulos
ocupaban toda la superficie de una pared. Desde ahí pasó a la pared de los viajes. Las
fotos mostraban diversos paisajes. Una convención de predicadores en China, un
seminario en Texas, un congreso en Alemania, entre otros. El reverendo observaba ese
universo de imágenes y las rememoraba. Rescataba cada experiencia que ahora estaba
plasmada en las fotografías.
Había alcanzado el punto máximo de su carrera. Pero también era conciente de
que para sus opositores la suya era una carrera que debía ser horizontal, sin podios ni
laureles. Para él era una escalera hacia el cielo, pero que comenzaba aquí en la tierra.
Y él se merecía cada logro alcanzado, pues el sacrificio, para él, era el elemento
esencial para la madurez espiritual. Su título era el de mayor honor, como el rey en su
reino, el emperador en su imperio, la orca en el océano, el cóndor en el cielo andino.
En la cumbre el Reverendo tenía el control absoluto; debajo de él, solo el hermano
Iván.
Con solo hacer “clic” en el ratón podía ver el desarrollo de las tremendas
reuniones. Detenía la imagen del rostro de cada uno de sus discípulos, los más
ancianos, para observar sus miradas, para indagar si aún conservaban esa alegría del
principio. Con otro “clic” accedía a los correos electrónicos que el hermano Iván le
enviaba “religiosamente”. Allí aparecían las novedades “menores”, las actividades de
rutina, mientras que las “mayores” estaban bajo la responsabilidad directa del
Reverendo. Eran las conferencias internacionales que le llevaban todo el tiempo.
Primero las preparaba en borrador, luego las imprimía en su pc, y por último las
enviaba vía Internet, con la supervisión del hermano Iván. Luego él mismo iría a los
países, pero últimamente habían surgido inconvenientes que impidieron sus viajes.
Claro que eran cuestiones externas, como la de aquel país que, según le notificó Iván,
había entrado en guerra. Pero, de todos modos debía seguir preparando sus extensos
sermones sobre el crecimiento de la iglesia. Pasaba horas y horas buscando nuevos
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temas en su Biblia virtual, aunque no despreciaba la otra, la real, la que tenía en su
biblioteca.
De pronto, un zumbido lo perturbó. Pero en seguida recordó que a ciertas horas
del día eso era habitual; no tenía que temer. Continuó con su tarea.
- Es el de la 607; un pobre hombre que se cree dueño de un reino celestial.-
dijo el enfermero.
- Ajá, bien, ya veré cómo seguir este caso.- opinó flemático el doctor que
recién se incorporaba a la planta del hospital. - ¿Recibe alguna visita?- preguntó.
- Sí, justamente está ahí afuera esperándolo a usted, doctor.
- Hágalo pasar, entonces.
Un hombre con saco rosado y corbata con lentejuelas estaba aguardando al otro
lado. La puerta se abrió. El hombre apagó su habano y se acomodó la corbata.
- Puede pasar.- le dijo el enfermero.
- Gracias.
- Tome asiento, reverendo.- invitó el enfermero y salió de la habitación. El
hombre se acomodó en el sillón.
- ¿Un clérigo?- preguntó el médico algo asombrado.
- En efecto.- respondió ufano.
- ¿Su nombre?
- ¿No me reconoce? ¿No mira usted televisión, ni escucha la radio?- El
psiquiatra pensó hasta dar con la imagen de ese hombre encuadrada en la pantalla
chica.
- Ah, sí; usted es el predicador de televisión.- El hombre de rosa asintió con
una sonrisa de satisfacción. – Sin embargo, no recuerdo su nombre. No soy asiduo
telespectador de ese tipo de programas. ¿Con quién tengo el gusto…?
- Iván, el Reverendo Iván.
Fin