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La Condición Adolescente - capítulo I

UNO
LA CONDICIÓN ADOLESCENTE

Me veras volar
Por la ciudad de la furia
Donde nadie sabe de mi
Y yo soy parte de todos
Con la luz del sol
Se derriten mis alas
Sólo encuentro en la oscuridad
Lo que me une
Con la ciudad de la furia

Soda Stereo

El arribo de un sujeto al mundo, en cualquiera de sus latitudes, se encuentra


siempre enmarcado por un abigarrado conjunto de perturbaciones físicas y
psíquicas. El ineludible impacto que suscita esta multiplicidad de perturbaciones va
a definir los términos mediante los cuales esta situación se habrá de instituir en el
primer eslabón de una larga cadena de crisis. De este modo, algunos de estos
eslabones se van a correlacionar con el esperable despliegue de los ciclos vitales,
mientras que otros responderán tanto a la circunstancial interrupción de la
continuidad de los equilibrios que regulan la dinámica del psiquismo, como a la
expiración de sus correspondientes procedimientos. Por lo tanto, cada una de estas
puestas en crisis aportará junto con sus estremecimientos, la revelación de la
caducidad parcial o total de los apoyos, regulaciones, y recursos, que momentos
antes de cada una de sus deflagraciones contribuían en forma decisiva a la
sustentación del sujeto.

Luego del estallido de cada una de estas crisis, ya sea que correspondan a
cuestiones de orden vital o circunstancial, invariablemente el sujeto se va a
encontrar embarcado de lleno en el marco de una intensa búsqueda. Durante su
transcurso intentará a través de diversas operatorias (reparación, renovación, y/o
reemplazo), restablecer las bases del equilibrio que sostenían los antiguos apoyos,
regulaciones, y recursos. Sin embargo, la fugaz ilusión que conduce al virtual
restablecimiento del viejo régimen deja traslucir tras la inevitable caída de su velo,
que los equilibrios alcanzados llegan preñados por las simientes de un nuevo orden.
Por ende, para llevar adelante de forma simultánea tanto su primordial
metabolización como su imprescindible implementación, este nuevo orden de
procedimientos, distante años luz de la anhelada restauración, va a instituir con su
arribo una flamante exigencia de trabajo psíquico y vincular.

En este sentido, la definición de crisis que guarda mayor congruencia en relación


con este planteo va a calificarla como un cambio brusco y decisivo en el curso de
un determinado proceso. La interrupción que este viraje propina sobre la continuidad
de los equilibrios y procedimientos conduce sin escalas a la noción de ruptura, en
tanto y en cuanto el psiquismo asimilará el impacto de la crisis a la manera de una
separación, de un desgarramiento, o de una pérdida. Por ende, la perturbación
temporaria de los apoyos, regulaciones, y recursos que apareja la situación crítica
se habrá de convertir en una verdadera amenaza para la integridad tanto psíquica
como física, especialmente si los arbitrios convocados para la extinción de la misma
fallan, transformándola de esta suerte en una verdadera catástrofe. En
consecuencia, la superación de la crisis depende de que alguna de las diversas
tentativas ensayadas logre alcanzar el nuevo equilibrio a partir de una cabal
reestructuración, ya que las soluciones basadas en remiendos si bien atenúan los
aspectos dolorosos, sólo logran posponer el vendaval por un tiempo.

De este modo, los términos crisis, ruptura, y superación van a ser los que ilustren
de manera más elocuente la secuencia en la que se instituye el múltiple y complejo
procesamiento que caracteriza a la condición adolescente. Aunque para ser más
precisos deberíamos hablar de una serie de crisis, rupturas, y superaciones, que se
suceden sin solución de continuidad a lo largo de esta turbulenta transición. Es que
el desafío en el que se descubre enrolado el sujeto lo obligará al abandono
(paulatino en unos aspectos, súbito en otros), de las configuraciones psíquicas
enhebradas durante la infancia, para poder concentrar así esfuerzos en la
construcción de un nuevo montaje identitario. Esta construcción atravesará por
distintos estadios hasta arribar hacia finales de la adolescencia, y siempre en el
mejor de los casos, a un formato estable aunque no definitivo. Además, este nuevo
montaje identitario se llevará a cabo con materiales extraídos tanto de las canteras
infantiles, como de los viveros vinculares pertenecientes a los espacios
socioculturales que el joven habite o por los cuales se desplace.

Asimismo, el procesamiento de la condición adolescente que simultáneamente se


despliega e imbrica en un conjunto definido de dimensiones (física, mental, vincular,
familiar, institucional, social, cultural, histórica, y política), habrá de convocar y
comprometer durante su transcurso a una sucesiva serie de actores. Estos actores,
nuevamente en el mejor de los casos, deberán cumplir con la función de apuntalar
y acompañar con su presencia y accionar a los adolescentes a lo ancho y a lo largo
de esta delicada transición. Este conjunto de actores que surgirá desde diversas
fuentes según sean los requerimientos en juego, estará compuesto tanto por otros
jóvenes en tránsito como por adultos reclutados en los medios familiares e
institucionales. La participación de estos últimos, pese al activo y pirotécnico
rechazo que los adolescentes suelen dedicarles, se torna decisiva, ya que a pesar
de sus reiteradas inconsistencias siguen siendo convocados a encarnar el papel de
referentes.

A fortiori, con la llegada de la modernidad tardía y su nueva tabla de valores, esta


calidad de referentes con la que de hecho fueron investidos históricamente, y que a
todas luces resultó cabalmente insustituible, ingresó en una fase de marcado
deterioro. De esta forma, sus funciones comenzaron a tomar nota de los efectos
deletéreos propalados por la entronización universal de un nuevo modelo ideal,
aquel que personifica a la juventud como divino tesoro. Consecuentemente, su
plena adscripción a esta suerte de movimiento de adolentización que regula la
dinámica societaria con sus nuevas significaciones imaginarias sociales, y que a la
manera de una draga amenaza con vaciar de adultos al mundo, confinó su errático
accionar a una versión devaluada y desdibujada. De esta forma, la resignación por
parte de los adultos de una porción central de sus funciones y facultades no sólo
incide de manera inapelable, sino que termina acarreando serios trastornos al ya
complejo procesamiento de la condición adolescente (1).

GENTE COMO UNO

Tal como puede apreciarse, las decisivas modificaciones que se producen durante
esta transición van a cavar tan profundamente en los psiquismos de los jóvenes,
que a su término estos van a lucir tan irreconocibles para los otros como para ellos
mismos. Justamente, lo que habrá de permanecer, a pesar de los esfuerzos
defensivos para conjurar cualquier desequilibrio emocional a la hora de admitirlo,
guardará un rango muy inferior en comparación a la proliferación de lo que cambia.
Es en este sentido que las reacciones emocionales de los jóvenes frente a esta
crucial transmutación suelen resultar muy diversas, ya que a la hora de reconocer
su impacto pueden oscilar sin pudores entre las polaridades del escamoteo y la
exaltación. De todas maneras, es posible pesquisar un hilo conductor que al
enhebrar los distintos estilos de reacción, más allá de la mixtura con la que terminen
presentándose, los va a perfilar en torno de una disimulada perplejidad.

En los dominios del tono emocional marcado por el escamoteo nos encontraremos
con el trabajo de desconocimiento implementado para acallar la persistencia de las
voces de la angustia, del dolor, y del desconcierto que cunden durante los tiempos
del adolecer. Al término de esta transición, y en numerosas oportunidades, estas
voces se trasvasan al formato de vivencias y recuerdos inocuos o idealizados. De
esta manera, la sombra del olvido procurará con los beneficios que otorga el
concurso de la convicción, sellar al vacío cualquier filtración que ponga en duda que
los gratos recuerdos conservados son los únicos reflejos de una era idílica y dorada.
Los nubarrones del sufrimiento padecido se ahuyentan así con un magistral borrón
y cuenta nueva, que no sólo destierra con dudoso éxito las heridas infligidas, sino
que además alienta la ilusión de que pese a todo lo sucedido y padecido seguimos
siendo los mismos (2) .

Por lo tanto, el desafío que implica trasponer elaborativamente las tres instancias
que describen y caracterizan el modo de procesamiento de la condición
adolescentedesata en los jóvenes un oleaje de nuevas exigencias de trabajo
psíquico y vincular. Este oleaje resulta tributario del cúmulo de emociones y
sentimientos que son arrastrados a su paso por el torrente libidinal desencadenado
por la pubertad. Por ende, cuando se detecta que estas corrientes afectivas han
iniciado su circulación significa que la secuencia de modificaciones ya se ha puesto
en marcha, arreciando con su repiqueteo sobre el frágil navío de estas
subjetividades en tránsito. De este modo, sólo aquellos que resistan airosos el
embate de los mares que surca esta transición obtendrán el visado para franquear
los pasos fronterizos que separan alPlaneta Adolescente del mundo cultural adulto.
Acto seguido, las peripecias afrontadas para sortear los obstáculos y alcanzar la
meta quedarán en muchos casos teñidas por una pátina cuya tonalidad puede orillar
tanto el ensueño mitológico como el romántico. Sin embargo, esta pátina se astilla
en una miríada de fragmentos cuando el sufrimiento que el trabajo del olvido se
empeña en mantener oculto o desterrar, reaparece tras una indagación más
profunda.

A fortiori, para vislumbrar la dimensión de la ruptura a superar es necesario agregar


a la secuencia de situaciones críticas el montante afectivo proveniente de aquellas
vivencias infiltradas por el repiqueteo del sufrimiento. Esta conjunción de factores
es la que va a bosquejar el complejo escenario en el que transcurre la
representación del drama adolescente, con sus imprevistas entradas y salidas a
escena. Es que esta metamorfosis al estar plagada de acechanzas puede tentar y
confundir tanto con los desvíos como con los atajos que ofrece a la hora de eludir
el padecimiento en juego. Allí nos encontraremos, entre otros, con aquellos que
convocan a una fuga hacia el facilismo de la descarga inmediata e indiscriminada,
con los que narcotizan la vida cotidiana convirtiéndola en un sueño desvitalizante,
o bien, con los que invitan al sacrificio liberador mediante la encarnación personal
de algún ideal espurio o tanático. Esta caracterización espeja la fragilidad que
destila este procesamiento, ya que más allá de las dificultades que se habrán de
presentar a raíz del tránsito más o menos tumultuoso a través de sus tradicionales
escollos, esta transición puede en muchas ocasiones virar de enmarañada a
peligrosa, y con una frecuencia que alarma por su incremento, de peligrosa a letal
(3) .

Por consiguiente, la transmutación en curso va a validar su crucial importancia en


función de lo que el sujeto adolescente se verá obligado a poner en juego, al tiempo
que es arrastrado por el vórtice de este desequilibrio largamente anunciado. No
obstante, anclada en la dinámica de su eterno retorno, esta crisis nunca se repite a
sí misma, ya que para montar su escenario se nutre de los materiales provenientes
de la producción de subjetividad prescripta por cada giro epocal. La condición
adolescente demuestra así, camada tras camada, como las variaciones tanto en su
significar como en su accionar dependen de los lineamientos culturales regenteados
por el imaginario social de turno. Tal como lo puede demostrar, cabalmente, una
viñeta comparativa que contraste la exaltación innovadora y esperanzada que
emanaba de la juventud emergente de la segunda posguerra, en contraposición con
la apatía desencantada que destilaba la generación de jóvenes de los neoliberales
años ’90.

De este modo, se vuelve a constatar una vez más la clásica concepción que
personifica a la adolescencia como una caja de resonancias de la dimensión
cultural, en el marco de la sociedad en la que despliega sus artes y
cuestionamientos. Este papel, que a pesar del paso del tiempo y de sus respectivas
contingencias mantiene intacta su vigencia, resulta válido tanto en la dirección que
la lleva al liderazgo de los movimientos vanguardistas y/o contraculturales que
arrasan con los valores consagrados, como en la que la convierte en el chivo
expiatorio de las estrategias políticas más conservadoras del statu quo. Estas
últimas, eternamente animadas por sus afanes represivos, nunca excluyen de su
orden del día la variante opcional del martirologio como solución final frente al
cuestionamiento de su ideología. En tanto, tal como lo demuestran numerosos
ejemplos, este cuestionamiento juvenil pueda anunciar, o bien denunciar, a través
de la presencia de diversos signos de deterioro el inicio de la declinación de su
poder.

Arribamos pues, luego de este sucinto recorrido, a la caracterización del fenómeno


transicional en el que se constituye el procesamiento de la condición adolescente.
Este procesamiento va a estar integrado por un conjunto de factores que se articulan
en función de una determinada serie de tiempos lógicos , más allá de que su
distintiva elaboración en simultáneo obligue a inevitables superposiciones y/o
alteraciones en su ordenamiento. Estas últimas podrían generar alguna confusión
entre dichos factores y sus respectivas incumbencias si en una simplificación lineal
perdiéramos de vista la complejidad de su dinámica. De este modo, caducidad de
los recursos y operatorias infantiles, refundación del narcisismo (5) , búsqueda de
puntales y modelos, remodelación identificatoria, reedición edípica, moratoria
social, identidad por pertenencia (6) , enfrentamiento generacional, proyecto a
futuro,transbordo imaginario (7) , apropiación de funciones y lugares,
desprendimiento material y simbólico de la familia de origen, salida exogámica, y
autonomía conforman la enumeración lineal del grupo de factores que componen y
participan en el abigarrado procesamiento de la condición adolescente.

La serie se inicia, una vez agotadas las vituallas infantiles y en plena refundación
del narcisismo, con la incesante búsqueda de puntales y modelos donde apoyarse
y nutrirse para emprender la ardua travesía que demanda la configuración de un
montaje identitario acorde a los nuevos requerimientos. En esta búsqueda,
enmarcada por la moratoria social que los incluye y mantiene en suspenso, los
jóvenes se reúnen en grupos de pertenencia donde comparten la argamasa común
de sus afinidades, temores, y desdichas (8). Mientras tanto, deben hacer frente a
los desequilibrios originados en las mutaciones resultantes de su remodelación
identificatoria(9). Del mismo modo, deben lidiar con la dinámica ambivalente que se
apropia de sus vinculaciones familiares a partir de la inquietante reedición edípica y
de la reñida introducción de sus nuevos referentes. Estos últimos, a la manera de
una remozada versión del caballo de Troya, llegarán equipados con sus propios
valores e ideales, con los cuales instilarán una inevitable revisión de lo
históricamente consagrado.

Jalando del hilo conductor de este procesamiento temporal, veremos que será en el
marco de esa tensa dinámica que dará comienzo la construcción del escenario
donde se va a jugar el imprescindible enfrentamiento generacional. A la manera de
un inevitable correlato, este enfrentamiento impulsará a la elaboración de las
conflictivas remociones llevadas a cabo en las dimensiones representacional y
vincular que conlleva el desprendimiento definitivo del núcleo familiar originario.
Este desprendimiento podrá, a su vez, ser contemporáneo o no de las inquietantes
vicisitudes que signan los encuentros y desencuentros en el campo de las
vinculaciones donde se tramita el emplazamiento del objeto exogámico. Desde
luego, la globalidad de este procesamiento estará transversalmente engarzada por
la progresiva ocupación de las funciones y lugares que la cultura adulta irá
proveyendo para poner a punto al sujeto en pos de su definitivo ingreso a su
territorio. Demás está aclarar que toda esta ingeniería se encuentra bajo el auspicio
de la irrevocable referencia a la noción de proyecto a futuro, que encarna su
cometido cardinal sosteniendo la investidura de un horizonte de posibilidades en un
marco de creciente autonomía.

Del mismo modo, este conjunto de factores que definen las incumbencias de
lacondición adolescente va a estar teñido por las características que tomen las
producciones de subjetividad del momento histórico que le toque atravesar a cada
camada de jóvenes en su tránsito hacia la adultez. Esta situación se expandirá tanto
sobre el tipo de modelos y puntales elegidos para llevar a cabo este procesamiento,
como sobre las modalidades de desidentificación, identificación, apuntalamiento
(10) , y agrupación. Otro tanto ocurrirá con la dinámica de los posicionamientos
subjetivose intercambios vinculares determinados por el estilo de configuración que
adopte elimaginario familiar, en tanto éste va a ser tributario de los valores e ideales
en curso para cada grupo social. La reedición edípica y enfrentamiento
generacional, por su parte, guardarán concordancias con los usos y costumbres que
delinee la cultura para este tipo de situaciones, condicionando así la forma de
desasimiento de los hijos de la tutela parental. Esta última fue adoptando distintos
formatos, algunos de los cuales cayeron en desuso mientras otros sobrevivieron y
coexisten con los nuevos sin molestarse mutuamente.

Por su parte, cuando llega el turno de revisar los lugares que va ofreciendo la cultura
adulta a los adolescentes durante el transcurso de su moratoria, nos encontramos
con un conjunto de cambios que modificaron radicalmente la brújula societaria,
afectando axialmente tanto a la población juvenil como a la adulta. Estos cambios
que comenzaron en la década de los ’80 se sustentaron en el ideario fogoneado por
la posmodernidad en el marco de la restauración política del neoliberalismo (11) .
Sus decisivas resonancias en la orientación que adoptaron las variables
socioeconómicas (tanto en el ámbito de la microeconomía como de la
macroeconomía), puede verse reflejado en las deletéreas consecuencias que
aparejaron el derrape de la sociedad de pleno empleo hacia la de la marginación y
la exclusión social.

Finalmente, la cuestión del hallazgo del objeto exogámico, que se despliega en


ocasión de las vinculaciones que se establecen con los otros, se va a encontrar
también condicionada por los ritmos que marcan los códigos valorativos que se
desprenden de la circulación de las significaciones imaginarias sociales. Estos
códigos, en la medida que infiltran y modelan el concepto de relación amorosa en
boga, van a definir para los jóvenes los diversos modos de acercamiento y evitación.
Es en este sentido que la influencia de un individualismo a ultranza basado en el
culto a la propia imagen, y en la no tan insoportable levedad del ser, resulta grávido
en consecuencias. Especialmente si estos formatos se propalan con fruición a
través de los medios de comunicación.

De esta forma, los mutantes ropajes que va adquiriendo y desechando la condición


adolescente a través de los diversos ciclos históricos avalan el requerimiento de
considerarla como una producción cultural de la modernidad. De otro modo, no sólo
perderíamos de vista la riqueza que se despliega en el tenaz interjuego de sus
dimensiones, sino también la abigarrada complejidad que se deriva de sus planteos.
Es que la condición adolescente mediante un mismo y único movimiento pone en
crisis a la totalidad de los contextos en juego, haciendo del joven el depositario de
un cuestionamiento que excede largamente las vicisitudes de la propia ecuación
personal. Por ende, la crisis personal centrada en la configuración de una nueva
dotación identitaria se extiende como un reguero de pólvora sobre la dimensión
familiar, con su universo de sentidos y sus alianzas inconcientes, para desde allí dar
el salto hacia lo instituido en general.

Es por todas estas razones que su capacidad de resonar al compás del contrapunto
que marca el ritmo entre cambio y conservación a través de una dinámica propia,
sea la indeleble marca de agua que porta toda generación adolescente (12) . Por lo
tanto, el indisociable anudamiento entre el accionar de esta condición y las
características que despliegan sus dimensiones, es el que va a dar cuenta de la
brutal puesta en abismo que las camadas adolescentes vienen operando sobre las
diversas culturas societarias desde su aparición. Justamente, es en ese mismísimo
punto donde se va a originar el conjunto de resistencias detentado por estas culturas
para reconocer y albergar a dicha condición, en tanto su revulsiva postura cuestiona
la argamasa de valores e ideales que rigen los destinos de cada imaginario social.

BUSCO MI DESTINO

La conceptualización de la condición adolescente como una producción cultural de


la modernidad permite, en primera instancia, resolver una falsa y generalizada
equivalencia, aquella que se establece entre los términos juventud y adolescencia.
La confusa superposición que se produce entre estos dos términos se basa en una
argumentación de apariencia irrebatible, ya que apelando al sentido común resulta
ostensible afirmar que jóvenes han existido en todos los tiempos. Sin embargo, esta
categorización en clave única no alcanza para convertir automáticamente a todo
joven en un adolescente. Justamente, la condición adolescente requirió para su
aparición y posterior florecimiento en el curso de los tiempos regenteados por la
cultura de la modernidad, de la existencia y conjunción de un grupo de variables
socioeconómicas inéditas hasta ese momento.

En este sentido, la entrada a escena del maquinismo fue decisiva, debido al salto
cualitativo que a partir de ese momento se produjo en el terreno de la tecnología
aplicada a la producción, y consecuentemente en las múltiples innovaciones e
interconexiones que derivaron en la constitución de un complejo y poderoso polo
industrial. De una manera categórica esta situación trajo aparejadas modificaciones
inevitables en el tipo de dinámica que conjugaba la demanda y oferta de empleos,
con las correspondientes repercusiones en el plano de la movilidad social. Estas
revolucionarias modificaciones habrían de acabar de un solo golpe con los usos, las
costumbres, la tabla de valores, y el ideario que guió por centurias a los sujetos
pertenecientes a las sociedades preindustriales en la conquista de los lugares a
obtener dentro del entramado ocupacional del aparato productivo.

De esta forma, luego del advenimiento de la Revolución Industrial y de su traumática


reestructuración societaria se estatuyeron una serie de condiciones ineludibles para
los sujetos a la hora de su ingreso al ámbito de la producción. Aquellos que se
encontraban en condiciones de ingresar debían ser formados para asumir su papel
frente a la exigencia de las nuevas tareas, ya que la introducción de las máquinas
había acabado prácticamente con la manufactura artesanal y sus formas de
instrucción. Por lo tanto, sus conocimientos resultaban también inservibles para
abordar los requerimientos exigidos por las herramientas pergeñadas por la nueva
tecnología. La sociedad industrial debió, entonces, hacerse cargo de educar en
forma masiva a los jóvenes aspirantes, para que estos pudieran ingresar en los
flamantes puestos de trabajo generados por la febril ambición de una economía
capitalista que aceleraba sus tiempos en pos de una plena expansión.

Como consecuencia de este encadenamiento de transformaciones sociales,


económicas, y culturales, se produjo un hecho inédito en la historia de la humanidad.
Contrariamente a lo que indicaba la tradición, es decir, que su destino fuera el de
incorporarse directamente a la masa laboral, una primera generación de sujetos
descubrió al momento de finalizar su infancia que se hallaba en una situación de
aplazamiento. En este aplazamiento se vieron obligados a entrenarse hasta
alcanzar la destreza que les permitiera ocupar los nuevos lugares a los que se
hallaban destinados. De este modo, la moratoria social en curso quedó
indisolublemente unida a la condición adolescente, en tanto ésta incluía a cada
nueva camada de jóvenes en un compás de espera durante el cual recibían una
formación educativa específica. Esta instrucción que inicialmente comenzó
proveyendo la misma fábrica, en la que a posteriori los jóvenes se habrían de
insertar en calidad de obreros, fue modificándose con el correr del tiempo hasta
quedar en manos de las políticas educativas de los propios estados nacionales.

Tal como se puede apreciar, el despuntar de la condición adolescente marca un


punto de inflexión en la forma en la que se suceden y trasvasan las generaciones
junto con sus respectivas incumbencias. A la sazón, la transmisión que los padres
hacían a sus hijos de los valores y de los conocimientos necesarios para el ingreso
de aquellos a la dimensión laboral y cultural de las sociedades preindustriales,
quedó trunco a partir de la instauración del maquinismo y de su posterior predominio
universal. De ahí en más ningún sujeto volvió a tener asegurado su puesto de
trabajo, por el contrario, para poder obtenerlo el aspirante debía atravesar los
salvajes y cambiantes territorios de la competencia y la oportunidad munido de una
imprescindible instrucción.

Por ende, los tiempos de la familia ampliada, con su naturalizada continuidad a la


hora del traspaso de los lugares pertenecientes a la trama productiva de una
estructura económica parcialmente autónoma, quedaron definitivamente
sepultados. En contraposición, la familia nuclear en tanto se erigió en la
configuración resultante de la crisis terminal de la parentela, luego de formar e
informar a sus vástagos acerca de cómo sobrevivir en la jungla del mercado laboral
de la cultura y la época que le tocó atravesar, se vio obligada a librarlos a su propia
suerte una vez finalizada la transición adolescente.

De este modo, esta situación transicional da cuenta de la operatoria que deben


acometer los jóvenes en el dificultoso pasaje entre el mundo de la niñez y el mundo
adulto a través del proyecto de construcción de un montaje identitario que tienda a
instituirse como definitivo. En las sociedades industriales, o de la segunda ola, este
pasaje se asentaba en la preparación para ocupar los lugares que la sociedad
designaba y proveía, ya que aún en las condiciones de competitividad que
caracterizaban a aquel capitalismo, la economía de pleno empleo garantizaba
ampliamente un sitio en el aparato productivo para casi todos. En cambio, con la
llegada de la sociedad postindustrial, o de la tercera ola, este pasaje se hace sin la
seguridad de obtener alguno de estos nuevos lugares. Es que la exclusión, además
de haberse convertido en una herramienta de control social, es inherente al
funcionamiento de un sistema que pretende imponer un criterio globalizador a la
hora de la distribución del trabajo y la riqueza.

Por otra parte, la moratoria social que engloba sucesivamente a cada generación
de jóvenes dentro de los límites de la condición adolescente, produce a través de
su silente accionar un inesperado excedente en sus efectos. Es que su función
catalizadora, aquella que contribuye a procesar dentro de su jurisdicción las
búsquedas que lleven a la obtención de un lugar en el mundo cultural adulto, se ve
rebasada por el impacto imaginario-simbólico que produce la eclosión de una
identidad por pertenencia. Esta desarrolla y sostiene entre los jóvenes un conjunto
de representaciones, afectos, y deseos que les permite sentirse parte integrante de
la época y de la generación en la que les toca participar. De esta manera, durante
la regencia de cada camada juvenil se gestará, en el marco de la dinámica
establecida entre estas bases interactivas, la construcción de un imaginario
adolescente. Es decir, un conjunto de representaciones que otorgará los
imprescindibles contextos de significación y jerarquización al pensar, al accionar, y
al sentir de una generación que busca su destino.

De esta manera, la posibilidad de integrarse en un medio social de pares con la que


cuenta cualquier joven, depende de la puesta en marcha de ciertas formas de
significar y accionar emanadas del imaginario adolescente de turno. La
contrapartida de los beneficios alcanzados a partir de la obtención de esta identidad
por pertenencia, requiere de la indispensable adaptación a ciertas pautas de
comportamiento grupal. Sin embargo, a pesar de la consabida pérdida de libertad
que esta situación conlleva, su aceptación ayuda a disminuir parcialmente los
temores, angustias, y contradicciones que genera la exigencia de trabajo psíquico
y vincular que requiere la conflictiva construcción de un montaje identitario que
permita franquear el ingreso al deslumbrante mundo adulto. En este sentido, las
producciones culturales de cada época tendrán su decidida injerencia en las formas
que adopten el imaginario adolescente y sus consecuentes directivas, a la hora de
transitar las sucesivas elecciones que demarcan el arduo camino que lleva a la
consolidación de esta nueva dotación identitaria.

Recíprocamente, en la medida de que también resulta protagonista de la


construcción de su propio imaginario, cada camada adolescente pondrá en marcha
una dinámica cultural propia que insuflará nuevos aires tanto en el centro como en
la periferia de la sociedad que le tocó en suerte. De este modo, cada generación se
encontrará potencialmente en condiciones de convertirse en una vanguardia
(política, artística, intelectual, etc.), que podría influir y modificar con su accionar
tanto los destinos propios como los de la cultura en la que se mueve. Tal como lo
demuestran los conocidos ejemplos de los movimientos que en el año ’68
sacudieron la modorra del statu quo en Paris, Praga, y ciudad de México. Asimismo,
se pudo escuchar su eco anticipado en el movimiento que llevó adelante en nuestras
tierras la reforma universitaria de 1918. Sin embargo, estas revueltas no siempre
llegaron a buen puerto debido a que en muchos momentos el juego de fuerzas al
interior de una sociedad motorizada por el temor inclina el fiel de la balanza hacia el
polo de la intolerancia, impidiéndose así la metabolización de cualquier tipo de
innovación. Es entonces cuando se apela a la represión y al crimen como solución
final para acallar la incomodidad que generan ciertas voces adolescentes. Así lo
testifican los desenlaces de la Primavera de Praga, y las tristemente célebres
matanzas de la Plaza de las Tres Culturas en ciudad de México y de Tian An Men
en China continental (13).

Tal como puede apreciarse al final de este escueto recorrido, queda a nuestro juicio
develado el interjuego entre las variables concurrentes que sostienen la
conceptualización de la condición adolescente como una producción cultural de la
modernidad. Fue sólo en ese contexto, y a partir de las condiciones que esa misma
cultura entretejió para su advenimiento, que los adolescentes, en tanto sujetos en
tránsito, pudieron hacer su aparición en sociedad y sellar en forma definitiva su
radical diferenciación respecto del más genérico concepto de juventud. Sin
embargo, debió transcurrir bastante tiempo hasta que estos sujetos pudieran poner
en marcha la construcción de su propio imaginario, ya que su montaje identitario en
tanto grupo social sólo pudo constituirse luego de que los propios adolescentes
encontraran un referente de sí mismos a través de la iconografía fílmica de los años
’50 (14). A partir del momento en que se produce ese espejamiento es que pasan a
ocupar un papel diferenciado y reconocido en el comercio de las representaciones
sociales dentro del entramado cultural que los había urdido. Pero,
fundamentalmente también, dentro de la propia sociedad de consumo, ya que hasta
entonces al no tener existencia como especificidad comercial no se fabricaban
productos destinados a esta franja etárea (15).

LAZOS DE FAMILIA
El destino de la condición adolescente, como ya adelantáramos, se encuentra
indisolublemente ligado al perfil que vayan adoptando el conjunto de las
configuraciones familiares que se despliegan en un determinado momento histórico.
Estas, a su vez, dependen para su supervivencia de la capacidad de adaptación
que tengan para sobrellevar los cambios de carácter significativo que se vayan
produciendo en el seno de los contextos culturales a los que pertenecen. De tal
modo, cuando dichos contextos extravían sus coordenadas en el apogeo de una
crisis, se hunden fagocitados por sus propias contradicciones, o estallan por la
violenta irrupción conquistadora de nuevos usos y costumbres, las configuraciones
familiares precedentes pueden enfrentarse a un seguro destino de extinción. A
menos que encuentren una vía adaptativa que les permita anclarse en torno a la
conservación de algún fragmento identitario, mientras absorben y digieren el
torbellino con el que arrecia lo nuevo. Fue de esta manera, por ejemplo, como un
siglo y medio atrás la Revolución Industrial selló para siempre el destino de la familia
ampliada.

Asimismo, durante los tiempos de la modernidad se suscitaron una serie de


circunstancias de carácter crítico que dieron lugar a que también se originaran
profundas modificaciones en el terreno sociocultural, tal como aquellas que
terminaron posicionando a las mujeres en lugares inéditos hasta ese momento
dentro del imaginario social. Su masiva irrupción en el campo laboral a raíz de la
demanda de mano y mente de obra que generó el reclutamiento masivo de varones
durante la segunda guerra mundial, dejó de ser a su término una cuestión
temporaria para transformarse en un dato permanente. Otro tanto ocurrió con la
revolución sexual motorizada en el curso de los años ’60 que, apuntalándose sobre
la seguridad que ofrecía la recién nacida píldora anticonceptiva, permitió aventar la
amenaza de embarazos no deseados mediante una planificación familiar acorde a
la nueva división de roles que comenzaba a despuntar. De igual manera, el
advenimiento de la píldora habilitó la posibilidad de administrar los derechos
adquiridos respecto de un cuerpo que por siempre había orbitado en torno de las
incumbencias del género masculino.

Por otra parte, estos cambios también precipitaron la caída a velocidad constante
de la autoridad patriarcal dentro del esquema familiar delineado por la burguesía,
dando paso una nueva dinámica en la distribución del poder y de los roles dentro
de aquel entramado. Esta situación se prolongó a través de la consecuente y
posterior aparición de otros tipos de convivencias que dieron paso a la consolidación
de un conjunto inédito de configuraciones familiares. En un ceñido inventario
podemos reseñar las versiones ensambladas (producto de la unión de una pareja
con hijos de matrimonios anteriores), las monoparentales (constituidas por un solo
adulto), lasalternantes (configuradas por la presencia alternada de progenitores
biológicos y sustitutos), las disgregadas (incapaces de contener y retener a sus
miembros), y lashomoparentales (aquellas formadas por parejas homosexuales que
adoptan legalmente hijos para recrear aquello que la biología les mantiene vedado).
Estos conjuntos transubjetivos a los que continuamos denominando familias son
tributarios de los nuevos posicionamientos subjetivos que se produjeron tanto en
varones como en mujeres, los cuales incluyen la presencia de una masculinidad
más cercana al registro de lo sensible, y de una feminidad que se inclina hacia una
postura más activa, sin que por ello se vean cuestionados de plano sus respectivos
referentes identificatorios.

También debemos sumar a este escueto panorama el impacto que la tecnología


ejerce sobre el terreno biológico difuminando límites que antes parecían
infranqueables. Tal como puede apreciarse con la consolidación y difusión de los
nuevos montajes identitarios como los de los travestis y transexuales, junto con las
revolucionarias técnicas de reproducción asistida que permiten a las abuelas ser
madres de sus propios nietos. Sin olvidar que los avances científicos en la
controvertida temática de la clonación permitirán en algún momento ofertar a
parejas de padres componer genéticamente un hijo cuyo cuerpo albergue las piezas
de repuesto para hermanos que ya están enfermos, o bien, que en el futuro lo
puedan estar. A otras parejas, en cambio, les ofrecerán planificar a una criatura
según el ideal estético en boga, de la misma manera que las técnicas de marketing
diseñan un producto comercial. Este abigarrado panorama se completa con hijos
de probeta, padres o madres ofertados como donantes, vientres alquilados, hijos de
padres adolescentes o solteros criados por sus abuelos, quienes a su vez también
mantienen a ambas generaciones.

Por lo tanto, es más que evidente que la cartografía familiar se ha modificado


sensiblemente no sólo en sus posicionamientos sino también en sus dinámicas. Las
funciones de sostén y corte, tradicionalmente atribuidas por cuestiones de género a
uno u otro progenitor, se vieron cuestionadas por la irrupción de los ya mencionados
nuevos modelos de masculinidad y feminidad. La clásica ecuación presencia-
ausencia se vio vapuleada por las alteraciones sufridas en el campo de las
condiciones laborales, a raíz de su brusco descenso a la precariedad. La noción de
límites se vio tan zarandeada que terminó relativizándose hasta niveles inéditos, al
punto que en muchas oportunidades son los hijos quienes terminan
imponiéndoselos a los padres.

Por otra parte, esta reformulación también incide en la cuestión del


desprendimiento, ya que las nuevas dinámicas han producido un simultáneo y
paradojal adelantamiento y retraso del mismo. Es que el desasimiento de la
autoridad parental y sus incumbencias se inicia mucho más temprano que antes
(como en la temática de las vacaciones junto al grupo de pertenencia), mas no se
logra completamente debido a las arduas condiciones socioeconómicas imperantes,
y/o a las comodidades que no se desean resignar (como los jóvenes adultos que
continúan viviendo en la casa natal con un régimen de pensionado gratuito, que
puede incluir pareja con cama adentro, junto con economías y cotidianeidades
independientes).

Esta compleja reformulación del mapa familiar trajo de forma inevitable decisivas
consecuencias sobre el trabajo clínico en general y con adolescentes en particular.
Hasta la llegada de los tiempos de la modernidad tardía el trabajo psicoterapéutico
en torno de las vicisitudes propias de la condición adolescente, llevado a cabo con
los jóvenes en forma singular y/o en conjunción con su núcleo familiar, se
centralizaba en gran medida en cimentar los medios representacionales y vinculares
para facilitar el desprendimiento de los hijos pertenecientes a contextos familiares
con tendencias fuertemente endogámicas. Luego del vendaval posmoderno, y más
allá de que la problemática endogámica mantiene aún su vigencia mas no su
hegemonía, en cuantiosas oportunidades los esmeros psicoterapéuticos se
concentran en tratar de enhebrar tramas psíquicas y vinculares inacabadas, y/o
parcialmente dañadas, o bien, encarar un trabajo más primario aún como el de urdir
el cañamazo de una trama que brilla por su ausencia. Estas familias de corte
expulsivo que no pueden sustentar a ninguno de sus miembros, que dan apoyatura
a algunos en detrimento de otros, o que mediante el expediente del apuntalamiento
invertido logran que la descendencia sostenga a sus progenitores, obliga a intentar
desde el trabajo clínico instalar o reinstalar, con suerte más que variada, los pilares
básicos de la condición adolescente.

Es que los adultos que integran estas familias han extraviado sus referentes
identificatorios gracias al brutal trastrocamiento que sufrieron los valores e ideales
con los que se constituyó su subjetividad. Frente a este embate, y con el fin de paliar
la sensación de arrasamiento subjetivo a donde este extravío los conducía, estos
adultos se encontraron de pronto frente a una solución paradójica, ya que al
embanderarse ciegamente en la propuesta fetichizante ofrecida por esa entidad
denominada mercado, obtuvieron una segunda dosis de alienación al caer víctimas
de las patologías asociadas al consumo (drogas, objetos, personas, imágenes,
etc.). De esta forma, al sucumbir a su propio desfondamiento subjetivo
contribuyeron decisivamente, más allá de su voluntad y de su deseo, en la
generación de las graves falencias que empezaron a detectarse en la constitución
y el ensamblado del psiquismo de su descendencia (16) .

No obstante, frente al avance indetenible de las huestes de la posmodernidad, con


la consecuente desestabilización, vaciamiento, y/o desaparición de la brújula
valorativa, se fueron suscitando una serie de fenómenos inéditos. Uno de ellos,
como ya anticipáramos, fue el movimiento de adolentización de la sociedad adulta,
que cundió con furor a través de la mimesis con los estilos y formatos juveniles a
través de las actividades, las vestimentas, las cirugías plásticas, y demás recursos
que contribuyeran en la aproximación de esta franja etárea al modelo ideal
encarnado por la eterna juventud. Asimismo, este fenómeno se hizo extensivo al
mundillo del marketing, el cual mediante la promoción de ítems netamente juveniles
tales como tecnología, moda, música, y libros logró perpetuar el formato
adolescente a través de la dimensión del consumo. Esta situación fue la que hizo
surgir el apelativo de Kidults(traducido aproximadamente como adultecentes), a la
manera de bautismo para estos adultos que compran la misma marca de ropa que
sus hijos, ven programas de dibujos animados (Los Simpson, Futurama, Padre de
familia, Los reyes de la colina, etc.), utilizan consolas de videojuegos (Playstation,
Supernintendo, etc.), carganringtones en sus celulares, y leen a Harry Potter. A esta
altura del siglo, podríamos concluir, la juventud dejó de ser una edad para
convertirse en un estilo de vida (17) .
MIENTRAS LA CIUDAD DUERME

Los profundos cambios que acabamos de describir tanto en el tejido familiar como
en el societario, contribuyeron decisivamente a delinear dentro del imaginario social
un conjunto de nuevos lugares y montajes identitarios donde las sucesivas y
emergentes camadas de jóvenes debieron tramitar las vicisitudes propias de
lacondición adolescente. No obstante, estos cambios no hubieran podido ocurrir sin
el protagonismo central de un cúmulo de acontecimientos sociopolíticos que
contribuirían a cambiar definitivamente el rostro de las sociedades occidentales. La
caída del Muro de Berlín y el colapso del bloque soviético consolidó el retorno del
capitalismo salvaje a través de la restauración neoconservadora y la globalización
de sus pautas de funcionamiento. Esto trajo aparejada la pérdida definitiva
del Estado de Bienestar, el afianzamiento de un individualismo a ultranza, y la
incertidumbre acerca de un futuro donde colocar a plazo fijo las esperanzas de
progreso.

Esta situación terminó por golpear tan fuertemente a la dimensión sociocultural, que
todas las pautas que reglaron durante la modernidad los caminos de acceso a la
construcción de la subjetividad se vieron conmocionados, y en gran medida
desmantelados, por la irrupción de este vendaval de cambios. Y si los grupos
familiares no pudieron sortear el impacto y salir indemnes, menos aún los
cardúmenes adolescentes que, como ya hemos descrito, funcionan a la manera de
una caja de resonancias de los movimientos, innovaciones, y transformaciones que
se producen en el seno de la cultura donde se encuentran insertos. Asimismo, a
raíz de las estocadas producidas por la dinámica de estas transmutaciones en el
campo de los referentes identificatorios, el esquema que regía las vinculaciones
entre los jóvenes y sus familias sufrió una serie de perturbaciones que acabó por
conformar un nuevo escenario relacional. De esta manera, las coordenadas del
enfrentamiento generacional se vieron seriamente alteradas por aquel fenómeno
inédito que venimos rastreando, la entronización de la juventud como modelo ético
y estético universal de una sociedad cuyo propósito esencial es la búsqueda
hedonista del éxito a cualquier precio.

Las consecuencias de esta entronización se anclaron alrededor de una tendencia


que llevaría a gran parte de la franja adulta a disolver sus diferencias
generacionales, y a optar por un retorno al formato adolescente para desmentir el
mortífero andar del paso del tiempo y gran parte de sus responsabilidades familiares
y sociales. Es que la posibilidad de volver a respirar los vapores que impregnan la
atmósfera juvenil, aunque sólo fuera desde los dispositivos ofertados por ese nuevo
modelo de ilusión llamado virtualidad, y disfrutar desde allí de sus prerrogativas con
el cúmulo de experiencias acumuladas, resultó prácticamente irresistible en una
cultura dominada por la tiranía de la imagen. Más aún, si consideramos que esta
suerte de metamorfosis fáustica encontró una fuerte apoyatura en los novedosos
avances tecnológicos que se produjeron en el campo de la medicina, con las
consecuentes opciones de revitalizar y modificar parcialmente las formas y
contenidos corporales.
A la sazón, no resulta ocioso volver a recordar sobre la base de las transformaciones
descritas, que los escollos que los adolescentes debieron sortear en el
procesamiento de su condición adolescente durante las décadas transcurridas
entre los años ‘50 y los ’80 se encuentran a una distancia sideral de los que basculan
hoy en el escenario social, político, y cultural que quedó delineando a partir de la
década de los controvertidos años ‘90. Las exigencias de trabajo psíquico y vincular
que desde el inicio debían enfrentar en el largo camino que llevaba a la construcción
de una dotación identitaria que les permitiera incorporarse en el mundo adulto, se
vieron multiplicadas por los cataclismos sufridos en el campo de los valores y los
ideales societarios. Esta situación tuvo inevitables repercusiones no sólo en la
dramática disminución de posibilidades concretas a la hora de incorporarse a las
esferas del estudio y del trabajo, sino también en las consecuencias que aparejaron
en la formación espiritual y profesional el tremendo deterioro de las condiciones de
funcionamiento de aquellas esferas.

Este cúmulo de trastrocamientos en el campo de las significaciones imaginarias


sociales delineó tanto un nuevo conjunto de referencias como de pautas de
comportamiento, que conllevó la modificación de los usos y costumbres pretéritos
de manera decisiva. La franja adolescente, más allá de sus habituales incursiones
en la introducción de novedades a partir de su característica condición, se vio
también convocada en su sentir, pensar, y accionar a una asimilación urgente de
esta catarata cambios en su propio imaginario. De esta forma, la paulatina extensión
de los horarios correspondientes a sus salidas los condujo a adueñarse por
completo de la noche y a convertirla en su campo de acción preferencial. Cuestión
grávida en consecuencias físicas y psíquicas, ya que a partir del momento en que
el horario de retorno queda fijado en las horas posteriores al amanecer y no se
restringe a los fines de semana, se produce la inversión de secuencias entre sueño
y vigilia con las respectivas alteraciones en los ritmos circadianos (18).

Por otra parte, estas nuevas referencias y pautas de comportamiento adquiridas por
el imaginario adolescente incluyen también fuertes variaciones en los requisitos que
cada género demanda a la hora de poner en juego la dinámica propia de las
vinculaciones. Ya no es necesario, como en otras décadas, copiar las pautas
adultas para saber qué hacer en ciertas situaciones, debido a que han surgido
nuevas formas de expresión y acuerdo que desplazaron a los viejos tópicos. Los
varones, por ejemplo, ya no se sienten obligados a oficiar los viejos rituales que
conferían la investidura de caballero, tales como el de acompañar a sus novias
hasta sus domicilios cuando retornan de sus salidas. Otro tanto ocurre con el acto
de ceder el asiento en los medios de transporte, y con el ya vetusto slogan de las
damas primero. La igualación está a la orden del día, y el tradicional miramiento en
torno a la tendenciosa calificación de las mujeres como pertenecientes a un
descalificado sexo débil, ha quedado empolvado en el olvido. No está de más
aclarar que ellas tampoco lo reclaman.

Las consecuencias de estas nuevas formas de expresión y acuerdo, que como


vemos se han hecho sentir rápidamente en el campo de las relaciones entre los
géneros, han nivelado en términos generales las conductas entre los adolescentes.
De este modo, no importa a qué género se pertenezca, ya que cualquiera puede
tomar la iniciativa sin correr el riesgo de ser mal visto, o bien, de quedar en ridículo
a la hora de las aproximaciones exploratorias propias de la dimensión erótica que
se inician con el expediente del beso. No obstante, la nivelación no resulta completa,
ya que algunos prejuicios permanecen vigentes tal como ocurre con el tópico del
preservativo. Las chicas dudan, o directamente no plantean el tema, porque los
varones tienden a asociarlo con la prueba de una vida ligera (con más razón aún si
aquellas intentan suministrarlo)(19) . En otro ámbito, esta nivelación también intenta
subvertir las viejas jerarquías establecidas entre los vínculos de amistad y de
noviazgo. Por ende, bajo el amparo de criterios basados en una suerte de paridad
que reparte los encuentros entre unos y otros, se los reviste con una aparente falta
de conflictividad que puede terminar estallando con cualquier nimiedad.

Sin embargo, en otras situaciones donde el acercamiento entre géneros se produce


en el contexto que ofrecen bares, locales bailables, recitales, fiestas privadas, o en
la mismísima calle, la pauta con la que se establecen las vinculaciones con el otro
sexo es del orden de la liviandad. Esta liviandad condiciona el grado de fugacidad
en la duración de los encuentros, e impulsa a los jóvenes a un intercambio incesante
de partenaires con los que desarrollan un erotismo y una afectividad de baja
intensidad, debido al anonimato que los suele impregnar. A todos estos lugares
concurren en pequeños grupos, utilizan el alcohol y las drogas blandas para
ahuyentar tanto temores como angustias, y fundamentalmente para sentirse más
seguros en el momento del encuentro, que puede orillar sólo en el registro de la
oralidad momentánea, o eventualmente derivar en un intercambio sexual sin anclaje
en vinculaciones perdurables.

Por otra parte, la difundida erotización precoz propalada incesantemente por los
medios de comunicación a través de filmes, teleteatros, y series, que ha hecho
prácticamente desaparecer la vieja fase de latencia, acelera el ingreso de los
jóvenes en una dinámica sexual que los obliga a forzar una definición respecto de
una elección de objeto que se torna prematura, y a asumir roles y conductas para
los cuales no cuentan con la totalidad de los recursos necesarios. Esta demanda
cultural los lleva muchas veces, ya por la vía sintomática, ya por la de la actuación,
a maniobrar de manera evitativa a través del aplazamiento que puede facilitar el
consumo de drogas, o bien, a forjar una seudo-identidad que encubre un andamiaje
infantil que no ha tenido oportunidad de madurar. Es así como los emblemas de la
masculinidad y de la femineidad pueden ser utilizados como verdaderas
mascaradas, que encubren los endebles procesamientos llevados a cabo tanto en
las jurisdicciones yoica y superyoica como en los lindes del campo pulsional.

Asimismo, el mercado destila permanentemente estrategias estimulando el


consumo de ilusiones a la hora de obtener de manera casi instantánea un montaje
identitario prêt-à-porter. Una vez que éste es adquirido resulta posible acceder a las
diversas pertenencias y membresías socioculturales englobadas en el lema rector
del estatus poscapitalista: tengo luego existo. Así lo pueden atestiguar las
adolescentes que piden y reciben como regalo de graduación de la escuela
secundaria un implante de siliconas en sus senos. La preferencia por este tipo
regalo no sólo se relaciona con el tiempo de uso, ya que a diferencia de unas
vacaciones o de un automóvil el implante es en principio eterno, sino que también
conjuga con los valores e ideales del momento, donde la tecnología puede proveer
lo que la naturaleza no aportó, franqueando un ingreso sin pudores ni vergüenzas
al mundo globalizado que gobierna la imagen.

Otro tanto, pero de manera contrapuesta, ocurre con las jóvenes provenientes de
sectores pauperizados, que se embarazan para asegurarse inconscientemente una
identificación a futuro como mujer (20) . En este caso el embarazo viene a obturar
el procesamiento de la condición adolescente, ya que de esta manera no es
necesario formularse más preguntas acerca del futuro, ni encarar el procesamiento
de ninguna transición, porque la dotación identitaria obtenida genera
automáticamente una clausura psíquica. De este modo, la ilusión subyacente que
intenta desmentir que una joven de 14 años que da a luz sigue siendo una
adolescente, aunque formalmente sea declarada madre, es la de creer que teniendo
un hijo se obtiene un visado identificatorio definitivo. Es en este sentido que la
maternidad adolescente resulta efímera, porque el hijo en tanto objeto que brinda
dicha dotación identitaria concluye con su funcionalidad en el momento del parto.
Luego del mismo la adolescente, que en ningún caso podrá sostenerlo sola,
retornará a su vida juvenil obligando a los abuelos a asumir la crianza, o bien,
entregándolo en adopción (21) . Así, la ecuación tener para poder ser vuelve a la
carga en un mundo cuyo horizonte de futuro continúa su declinación plagado de
incertidumbres y acechanzas.

De este modo, los efectos que esta serie de cambios ha desencadenado en la


producción de subjetividad adolescente se han vuelto evidentes en las
características que fue adoptando su imaginario. Por ende, el aturdimiento que
puede derivarse del atravesamiento de estas situaciones (una pequeña muestra
dentro del cúmulo existente), los obliga cada tanto a una suerte de retorno para
consultar y apoyarse en los otros del vínculo(22) . No obstante, progresivamente
pueden dejar de hacerlo en la medida que notan que estos referentes vacilan, evitan
el convite, o no pueden sostenerse en sus propias convicciones. Es que al sufrir un
pronunciado cambio en sus polos magnéticos, la brújula que los adultos solían legar
a los adolescentes para que pudieran orientarse en este mundo no sólo resultó
averiada para estos últimos. Es que paradójicamente los adultos se encuentran tan
desorientados como los propios jóvenes a la hora de colegir cuáles son las pautas
imprescindibles para sostener la tarea de consolidar una dotación identitaria, y
lograr así insertarse en el entramado cultural alumbrado por el nuevo siglo.

EL DIA DESPUES DE MAÑANA

La distopía descrita George Orwell en su novela 1984 (un anagrama numérico del
año en que fue escrita), y que anticipaba el terrorífico triunfo del régimen totalitario
del estalinismo, se desvaneció en el aire en noviembre de 1989. La simbólica caída
del Muro de Berlín no sólo aceleró su ocaso, fue también el factor determinante para
que el modelo político, social, y económico pergeñado por el neoliberalismo perdiera
sus modales de doncella y lanzara su asalto a escala planetaria. Con este plan
emprendió el rescate de los estados hundidos junto con el bloque soviético,
rediseñando así parte de la cartografía europea (unificación alemana, partición de
Yugoslavia, etc.). Asimismo, concentró esfuerzos en convertir a su causa a remisos
y escépticos con el clásico sonsonete de ‘este es el único modelo, y además,
funciona a la perfección’. De esta forma, la potencia arrolladora que esta convicción
llegó a desplegar devino en un credo hegemónico, al que incluso sus más sonados
fracasos (la crisis financiera mejicana, rusa, y asiática), no le hicieron mella alguna.

Del mismo modo, el desprestigio político acumulado por la clase dirigente facilitó el
avance devastador este modelo sobre las viejas conquistas arrancadas al
capitalismo a través de las luchas sindicales. Esta situación acorraló a los
representantes de las ideas más progresistas contra las cuerdas del fin de la
historia, aquel discurso pretendidamente filosófico versionado por Francis
Fukuyama. Este discurso no sólo anunciaba la conclusión de las luchas sociales,
sino también la desaparición de los lazos solidarios del ya obsoleto e ineficiente
Estado de Bienestar. Su paulatina supresión fue dejando lugar a una pequeña
superestructura estatal en perpetua fuga respecto de sus incumbencias, y en
ostensible ausencia respecto de sus obligaciones. El estado microcéfalo remanente,
abanderado de la globalización, declinó así el interés por las políticas sociales a
manos de los grandes negocios, aquellos que se urdían en los centros financieros
internacionales a total beneficio de las empresas privadas.

Para la misma época en que se afianzaba esta revolución conservadora se


popularizó entre la juventud del primer mundo la consigna que sostenía e
identificaba al imaginario del movimiento punk. Este escueto eslogan que enunciaba
toda su furia a través del desalentador giro de ‘no hay futuro’ (No future), se
transformó en uno de los emblemas juveniles de los años ’80. Esta falta de futuro
no se representaba sólo en el afiebrado escenario mental de algunas bandas
musicales como los Sex Pistols, sino que se constituía en una producción cultural
de la época en la medida que su emergencia armonizaba a la perfección con los
vientos que agitaban aquella atmósfera sociocultural. Es que el discurso de la
eficiencia había comenzado a ejecutar su política de ajustes económicos,
recurriendo a la poda sistemática tanto de los derechos adquiridos como de los
propios empleos. Consecuentemente, el congelamiento de la movilidad social, el
aumento del desempleo, y la amenaza de exclusión oscurecieron con sus
nubarrones el horizonte de futuro.

Por su parte, en el marco de las políticas económicas que habían fomentado el


pleno empleo esta noción de futuro también se encontraba cuestionada, ya que era
inherente a ella un grado altamente variable de imprevisión e incertidumbre. Sin
embargo, durante la vigencia de estas políticas ese grado incertidumbre se mantuvo
en niveles psíquicamente tolerables. En cambio, la restauración del capitalismo
salvaje al dar por tierra con la dinámica cultural preexistente, afectó
transversalmente tanto el montaje como el funcionamiento psíquico y societario.
Este trastrocamiento terminó arrasando con los referentes simbólicos y materiales
que permitían en otros tiempos trazar un rumbo orientador cuando se presentaban
los recurrentes ciclos críticos. Consecuentemente, la pérdida de estos referentes
sumergió a los estamentos más vulnerables de la sociedad en la zozobra angustiosa
e impotente de estar arrojados a una permanente deriva, en la cual la única
aspiración sustentable era la de poder vivir el momento.

La vivencia de un horizonte clausurado, o sea, de la inexistencia de un porvenir,


afectó por igual a todos los miembros del colectivo que fueron arrojados extramuros
del universo aplacador del consumo. No obstante, esta cuestión tuvo una particular
incidencia en la franja de sujetos en tránsito en la que se constituye la adolescencia,
ya que este tránsito se cursa sobre la base de la existencia de una dimensión de
futuro, y de la presencia y accionar de un proceso de apuntalamiento. Justamente,
las fallas detectadas en este proceso a raíz del colapso del papel de los otros
significativos, de las instituciones, y de los valores e ideales societarios, minó
gravemente la condición instituyente que detentaba otrora la condición adolescente.
Este marcado deterioro se produjo a partir del progresivo vaciamiento de sentidos
que aparejó la regencia intelectual del credo posmoderno, y la consolidación en el
poder de la revolución conservadora.

Con el paso del tiempo esta revolución comenzó a ceder territorio y poderío, a tal
punto que apenas comenzado el nuevo siglo había extraviado su hegemonía. No
obstante, algunos de los efectos provocados por su vendaval conservaron su
vigencia. De este modo, en la medida que comenzaba a desvanecerse
delimaginario adolescente la emblemática cuestionadora que lo caracterizara desde
su aparición, se acentuaba la percepción de que se iba entornando el umbral de la
dimensión de futuro. Por ende, en tanto su posición de vanguardia se iba perdiendo
a manos de la abulia y la desorientación que impregnaba la década de los años ’90,
empezaba simultáneamente a detectarse en los jóvenes de las clases más
acomodadas un fenómeno de tipo dilatorio que apuntaba a una temporaria
cancelación de su proceso madurativo y, por lo tanto, de su ingreso al mundo adulto.

Este fenómeno que hizo pie en la escuela secundaria expresándose a través de las
numerosas y reiteradas repeticiones de año que se producen durante el ciclo lectivo,
fue adquiriendo con el tiempo una envergadura mayor. De este modo, el cúmulo de
repeticiones, inéditas tiempo atrás, cumplen inconcientemente la función de
demorar el momento del futuro egreso, incluso desde su mismísimo inicio. Esta
situación se completa con un aplazamiento extra, el que se obtiene en el último año
merced a las materias que quedan pendientes de aprobación luego de la cursada,
las cuales pueden mantener en suspenso la graduación sin límite de
tiempo. Cuando la secundaria queda atrás, con o sin materias pendientes, puede
también surgir a manera de prórroga la idea del año sabático, donde un viaje, un
trabajo temporario, o bien, el simple argumento del descanso luego de tantos años
de escolaridad, imponga un compás de espera para ingresar en el ciclo
subsiguiente.

Por su parte, en el ámbito universitario esta suerte de prórroga estratégica se puede


manifestar a través de una seguidilla de cambios de carrera, basados en
confusiones o indecisiones de tipo vocacional. Asimismo, pueden presentarse
extensiones injustificadas en los tiempos de cursada, o bien, aplazamientos a la
hora de rendir los exámenes finales. Todos estos recursos se ponen al servicio de
postergar el irreversible momento de la graduación. Otro tanto sucede en el caso de
los que no estudian ni trabajan, ya que algunos de ellos pueden quedar
cómodamente afincados en un contexto familiar que los sostenga económicamente
sin ningún tipo de contraprestación. De esta forma, en la medida que prolonga sin
solución de continuidad su estadía adolescente, terminan eyectándose hacia una
vida caracterizada por la ausencia de proyectos, donde la permanente falta de
ocupación impide distinguir un día de otro.

Otro recurso interpuesto para enfrentar la abulia y la desorientación lo descubrimos


en aquellos que se anotan en las diversas ofertas provenientes de los
promocionados paraísos artificiales. Aquí nos encontramos con los que frecuentan
el territorio de las vivencias anestesiantes a través de algún tipo de ingesta material
o simbólica (la gama es tan amplia que podría extenderse entre la marihuana y el
zapping televisivo). Otros optan por la aceleración emotiva que lleva a la descarga
de adrenalina consumiendo estimulantes (éxtasis, cocaína, speed, etc.), o bien,
abrazando la causa del vértigo (picadas automovilísticas, salidas maratónicas, etc.).
También están aquellos que imaginan una solución de corte mágico por la vía
migratoria, sin medir los costos ni las consecuencias que apareja cualquier tipo de
movimiento que implique un proceso de transculturación.

De este modo, las estrategias inconcientes centradas en el aplazamiento son


tributarias del temor inherente a la asunción del papel que esta sociedad les puede
destinar. Es que más allá del empeño que puedan poner en conseguir sus propios
objetivos, al haber caducado las clásicas garantías hoy pueden estar empleados,
mañana desocupados, y posteriormente excluidos. Este recurso se manifiesta tanto
en adolescentes de familias de clase media que aún se mantienen económicamente
a flote, como en aquellos de clase alta que se encuentran más allá del bien y del
mal. En cambio, los jóvenes pertenecientes a las clases bajas y excluidas no sólo
no cuentan con este recurso para paliar la coyuntura, sino que resulta harto palpable
como en estos contextos la condición adolescente ha comenzado a desaparecer
como tal. Es que en las circunstancias en las que se desarrollan sus vidas no se
presenta ninguna moratoria social que contemple y contenga el controvertido pasaje
entre el mundo infantil y el adulto.

Por el contrario, este pasaje se produce de manera prácticamente automática, y


cuenta en muchos casos con ribetes que lo tiñen con la tonalidad de un orden en
mayor o menor grado traumático. Es que una salida de la infancia orientada sin
escalas hacia una exclusiva búsqueda de ingresos, que intente paliar con su aporte
los exiguos recursos económicos familiares sin considerar los requerimientos de la
subjetividad adolescente, puede promover para el joven el éxodo del hogar, o bien,
tomar sencillamente la forma de una expulsión. A esta precaria situación debemos
sumar las inevitables insolvencias detectadas en los lábiles o inexistentes apoyos
familiares y societarios con que los jóvenes deberían contar. Esta falta de apoyos
originada en la dinámica de grupos familiares disgregados o disfuncionales, y en las
políticas de repliegue de las propias instituciones (escolares, sanitarias, etc.), no
harán más que profundizar los deletéreos efectos de aquellas ausencias, sean tanto
concretas como simbólicas. Por esta razón, resulta sumamente difícil pensar a los
jóvenes pertenecientes a las familias empobrecidas, marginadas, o excluidas,
desde la perspectiva que brinda la condición adolescente, ya que su reproducción
intergeneracional se encuentra seriamente perturbada debido a las falencias que
presenta la estructuración de la ecuación psique-sociedad.

En cambio, los adolescentes pertenecientes a familias que pueden apelar al


consumo como agente narcotizante, a la manera de una ilusoria salida a la
encrucijada societaria en la que se encuentran, pueden así postergar el
decepcionante encontronazo con una realidad personal, social, y cultural que en el
mejor de los casos sólo los atemoriza. Es que esta realidad se encuentra tamizada
por el vaciamiento de sentidos, la pauperización vincular, la descarga de violencia
anómica e indiscriminada, la precarización laboral y social, el estrechamiento de las
posibilidades a futuro, la manipulación informativa, el despotismo del capital
financiero, las guerras preventivas, y el irreversible calentamiento global, entre otros
ítems que integran la lista negra de la sociedad postcapitalista.
Por ende, los adolescentes que habitan en este mundo globalizado y hostil son
plenamente sujetos en riesgo. No obstante, si volvieran a apoyarse en los
contrapuntos que marcaron, y aún siguen marcando, su condición contestataria, se
reencontrarían con los recursos con los que siempre contaron desde que hicieron
su aparición en sociedad. De este modo, su capacidad de desear, de imaginar, de
promover, y de trasmitir la idea de un mundo distinto y mejor, es y será su atributo
más valioso. Aunque nunca pueda ser reconocido con la justicia del caso, a raíz de
sus inevitables inconsistencias. Pese a todo, la posibilidad de este despliegue no
puede depender exclusivamente de ellos, ya que los adultos debemos ser capaces
de apuntalar y acompañar la simultaneidad de este movimiento crítico,
cuestionador, y creativo. De esta manera, podrán apoyarse sobre nuestras espaldas
para tomar el impulso necesario que les permita dar el gran salto cualitativo, aquel
que los lleve a asumir las riendas de su vida en el contexto de sus propuestas y
responsabilidades.

1. Cfr. capítulo 4 de Planeta Adolescente (Cao, M. 1997 a).


2. La exaltación con su pátina maníaca también trabajará con ahínco para
desterrar las asperezas del sufrimiento con los materiales provenientes de la
omnipotencia y la negación.
3. Tal como lo demuestra el aumento de la violencia criminal no sólo hacia los
adolescentes, sino también entre ellos mismos. El film Elephant de Gus van Sant
que describe una masacre juvenil piloteada por sus propios pares ha dejado de ser
sólo una pesadilla norteamericana.
4 Los tiempos lógicos, a diferencia de las sucesiones cronológicas, presentan
un ordenamiento de los elementos en juego que permite identificar el hilo conductor
de un determinado proceso, más allá de que dichos elementos finalmente terminen
respetando la secuencia temporal prescripta.
5. Ver capítulo 3.
6. La identidad grupal se despliega en dos niveles simultáneos. Uno está dado
por la tendencia a la integración e interacción de los integrantes del grupo mediante
el trabajo en común y el respeto de las pautas de comportamiento. Otra, también
llamada identidad grupal sincrética, está dada por una suerte de socialización
indiscriminada donde la identidad reside en la simple pertenencia al grupo (Bleger,
J. 1971).
7. Ver capítulo 4.
8. Con el paso de las décadas algunos de estos grupos de pertenencia se han
institucionalizado en el formato de las denominadas tribus urbanas. Estas
subculturas juveniles que tuvieron a los hippies como pioneros se continuaron, entre
otros, con los rockeros, los punks, los darks, y los skinheads. En la actualidad, dado
que su proliferación resulta incesante, contamos también con la presencia y el
accionar de los floggers y los emos.
9. Cfr. capítulo 2 de Planeta Adolescente.
10. Este concepto de cuño freudiano fue remozado y ampliado por René Kaës.
Según sus desarrollos a partir del apuntalamiento de la pulsión sexual sobre las
funciones vitales se van a producir una serie de derivaciones. Estas conducirán a
una serie de nuevos apuntalamiento: de la pulsión sobre el cuerpo, del objeto y del
Yo sobre la madre, de las instancias sobre las formaciones elementales, y de las
formaciones generadoras del vínculo sobre el grupo y la cultura. En todos ellos
encontraremos una secuencia lógica que enlaza a sus cuatro componentes: apoyo
sobre una base originante, modelización, ruptura crítica, y transcripción (Kaës, R.
1984 b).
11. La influencia de estos cambios aún persiste a pesar de que la posmodernidad
ha cerrado su ciclo y que el neoliberalismo ya no reina en soledad (Feinmann, J. P.
2007).
12. Cfr. Marca de Agua. Notas sobre el atravesamiento cultural del grupo interno.
(Cao, M. 1993).
13. En la actualidad a veces lo accidental, en tanto negligente, puede terminar
reemplazando a lo represivo. El incendio de la discoteca bailable Cromañón durante
el recital de la banda Callejeros es sólo un ejemplo vernáculo de los tantos que
ocurrieron en el mundo.
14. Cfr. capítulo 1 de Planeta Adolescente.
15. Cfr. capítulo 4 de Planeta Adolescente

16. Tal como puede apreciarse en películas como Kids, golpe a golpe,
o Bully de Larry Clark, A los trece de Catherine Hardwick, Historias de familia de
Noah Baumbach, y Pequeña Miss Sunshine de Valerie Farris, entre otras.
17. Cfr. Adolescente hasta la muerte (Schejtman, N. 2006).
18. No resulta ocioso aclarar que si bien estos trastrocamientos hicieron hincapié
en los códigos de una amplia franja de adolescentes, donde quedan englobadas las
versiones tempranas, medias, y tardías, esto no excluye la existencia de grupos que
se manejen con otros códigos, o bien, que utilicen estos mismos de manera más
matizada.
19. “¿Qué van a pensar de mí? Estudio sobre jóvenes que no usan preservativo”.
Página 12. (27-09-2007).
20. Cfr. El embarazo adolescente como deseo de consumos (Kait, L. 2007).
21. Las versiones fílmicas más edulcoradas como la de La joven vida de Juno,
aunque intentan dar una solución más realista, adolecen de una profundización
sobre el posicionamiento subjetivo de las jóvenes
22. Nos parece útil introducir la denominación otros del vínculo para delinear una
especificación dentro la categoría genérica que abarca la noción de otros. De este
modo, se diferencia a los otros en general de aquellos con los que el sujeto
adolescente se encuentra vinculado. En esta categoría quedarán incluidos tanto los
otros originarios como los otros significativos.

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