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Materia: Historia Moderna.

Cátedra: Campagne.
Clase: 26.
Fecha: 14 de noviembre de 2013.
Tema: La demonología radical y la caza de brujas (II).
Dictado por: Fabián Alejandro Campagne.
Corregido por: Fabián Alejandro Campagne.

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¿Cuándo comienza en Europa el proceso de descriminalización de la brujería entendida como un delito oculto
y colectivo fuertemente demonizado? Curiosamente no fue ninguna de las monarquías territoriales más
importantes la que hizo punta al respecto. La primera pieza de legislación que tendió abiertamente a
descriminalizar a la brujería emanó paradójicamente de los tribunales de la inquisición moderna.

La inquisición moderna, a diferencia de la medieval, es un fenómeno del sur del continente, de las dos
penínsulas meridionales, la ibérica y la italiana. En 1614 el Santo Oficio español publicó unas instrucciones
en las que por primera vez un agente de poder europeo revisa radicalmente los procedimientos en materia de
represión antibrujeril. ¿Qué había sucedido? Entre 1610 y 1614 se desarrolló en el País Vasco el más famoso
de los procesos de brujería en España, el de Zugarramurdi. Durante la sustanciación del juicio, uno de los tres
inquisidores involucrados –los tribunales de la inquisición moderna en España estaban conformados por tres
magistrados– Alonzo de Salazar y Frías, en función de los interrogatorios padecidos por los sospechosos
comenzó a albergar serias dudas sobre la realidad del complejo demonológico. No logró el apoyo de sus
colegas, con lo cual las sentencias capitales igualmente se dictaron. Sin embargo, concluida la represión
Salazar y Frías redactó varios memoriales, extensos, complejos y muy bien fundamentados, que envió a la
Suprema, el Consejo Supremo de la Inquisición, que desde Madrid controlaba todos los tribunales del
imperio, incluso los americanos, y de esa forma le traspasó sus dudas a las máximas autoridades del Santo
Oficio ibérico. Es por eso que la Suprema dicta las instrucciones de 1614. Se trata de un documento que
combina credulidad teórica con escepticismo práctico. Estas instrucciones no negaban la posibilidad abstracta
de que el demonio tuviera la capacidad de montar un complot como el que se le atribuía –los fundamentos
teológicos de esta manera de pensar se van a terminar de comprender durante la clase de mañana–, pero le
imponía tantas exigencias a los magistrados para la construcción de la prueba jurídica en los casos de brujería
que en la práctica los tornaba inviables.

En 1623, y por influencia española, el Santo Oficio romano aprueba unas instrucciones similares: Instructio
pro formandis processibus in causis strigum sortilegiorum et maleficiorum (Instrucción para llevar adelante
procesos en causas que involucren a brujas, sortilegios y maleficios).

Para que una monarquía territorial importante iniciara un proceso equivalente de descriminalización de la
brujería tendremos que aguardar al edicto real firmado por el rey de Francia Luís XIV en 1682. En 1714 el rey
de Prusia hizo propio. En 1736 el Parlamento inglés dictó un acta que descriminalizaba la brujería, aunque en
rigor de verdad en el sur de la isla no se ahorcaban convictos por esta delito desde hacía cincuenta años; esta

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ley inglesa reemplazaba al acta parlamentaria de 1604, que a su vez había desplazado a la de 1563 (ambas
fomentaban la persecución). En 1766, María Teresa de Austria dictó una ley imperial que acababa con la caza
de brujas en los territorios que dependían de los Habsburgo alemanes. Y finalmente en 1769 se aprobó el
Código Nacional de Suecia, que también tomaba una decisión de corte similar.

¿Cuándo se produjeron las últimas ejecuciones de brujas por vía judicial en las diferentes regiones europeas?
Veamos el siguiente cuadro:

Holanda: 1609
España: 1610 (Inquisición); 1627 (justicia civil)
Francia: 1625 (Parlamento de Paris); 1679 (tribunales de primera instancia)
Inglaterra: 1684
Nueva Inglaterra: 1692
Dinamarca: 1693
Escocia: 1706
Suecia: 1710
Prusia: 1714
Hungría: 1756
Polonia: 1775
Alemania: 1775 (abadía imperial de Kempten)
Suiza: 1782 (cantón de Glarus)

La última bruja ejecutada en Europa por vía legal –recuerden que no tenemos en consideración los
linchamientos populares más o menos espontáneos que continuaron en algunos casos hasta muy entrado el
siglo XX– tuvo lugar en junio de 1782, en un cantón oriental de la Confederación Helvética, el de Glarus.
Toda la historia de la caza de brujas comenzó en 1427 en Suiza occidental, y concluyó casi 400 años más
tarde en Suiza oriental.

¿Qué pasó en las restantes regiones europeas? En Holanda la última ejecución de una bruja por vía legal tuvo
lugar en 1609. Y en España, las últimas condenas capitales avaladas por la Inquisición fueron las de
Zugarramurdi en torno a 1610. Los consejos campesinos ibéricos continuaron condenando a muerte a
hombres y mujeres, en particular en Cataluña, hasta 1627. Lo sorprendente es que estas dos regiones,
absolutamente contrastadas y diferentes, la ultracatólica España campeona de la Contrarreforma y la
ultracalvinista Holanda campeona de la Reforma, empezaron a descreer de la veracidad del complejo
demonológico prácticamente al mismo tiempo –lo cual prueba que el factor confesional, si bien pudo cumplir
un rol importante en algunos casos, como en el sudoeste de Alemania, no resulta definitorio para explicar el
fenómeno. Francia, la última ejecución avalada por el Parlamento de Paris, que sobre una población de 20
millones regía sobre cerca de la mitad, tuvo lugar en 1625 (aunque la última ejecución en un territorio bajo
soberanía directa del rey de Francia se dio en 1679, en el sur de Flandes, hasta poco años antes bajo dominio
de la corona española). En Nueva Inglaterra las últimas condenas son las 1692, en Salem, Massachusetts. La
última ejecución por vía judicial en Alemania habría ocurrido en la abadía imperial de Kempten, quizás el
más pequeño de los mini-estados soberanos germanos que mencionado hasta ahora en estas clases. Esta
sentencia fue efectivamente dictada, aunque algunos historiadores creen que no se llegó a concretar, por lo
que este dato está sujeto a discusión.

Pasemos ahora a la geografía de la caza de brujas.

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Este mapa resulta bastante primitivo, pero tiene el gran mérito de que nos permite aprehender rápidamente lo
que quiero señalar: cuán restringida fue en términos espaciales la caza de brujas. El núcleo duro de la
persecución consistió en un corredor que se iniciaba en el norte de Italia y que concluía en los Países Bajos.
Entre ambos extremos se encontraban varias provincias orientales francesas, la Confederación Helvética y
todos los principados del sudoeste de Alemania que ya conocemos. Este corredor era una de las regiones más
ricas del continente, una de las más pobladas y urbanizadas, un universo dinámico en constante
transformación.

Fuera de este núcleo duro hallamos referencias importantes a la represión judicial de la brujería en Escocia,
Inglaterra, Dinamarca y Hungría. Como ya se habrán dado cuenta, el mapa está incompleto porque faltan
referencias relativas a los procesos de Suecia y Polonia. Yo agregaría también una referencia para dar cuenta
de la cacería que Pierre de Lancre impulsó en el Labourd, en el extremo sur de Francia, en 1609 (que por
efecto contagio provocó los juicios en Zugarramurdi).

Ahora bien, observen ustedes cómo la periferia de Europa se mantiene en blanco, completamente al margen
del fenómeno. Por tomar cuatro ejemplos concretos, vemos que la persecución de las brujas no afectó ni a
Portugal, ni a Irlanda, ni a Sicilia ni a Rumania (por entonces bajo dominio otomano).

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Este segundo mapa es más sofisticado que el anterior, pero nos permite sacar las mismas conclusiones.
Tenemos tres referencias distintas: la de color oscuro remite a regiones en las que la persecución fue más
intensa: Lorena y los principados eclesiásticos germanos. Con un color intermedio aparecen señaladas las
regiones donde la persecución fue importante pero no tan desbocada: Escocia, Dinamarca, Suecia, Países
Bajos del sur, el Franco Condado, Suiza, Saboya, Hungría. Y la última referencia, de color más claro, refleja
las áreas en las que la represión tuvo carácter endémico antes que epidémico: la Francia propiamente dicha y
la mayor parte del reino de Inglaterra. Ven ustedes como la periferia del continente continúa permaneciendo
en blanco.

Este segundo mapa nos permite incluso identificar periferias nuevas, por ejemplo Gales y Bretaña. Gales era
una de las zonas más atrasadas de Europa occidental en la Edad Moderna. Su densidad demográfica era
bajísima, lo que explica que en el campo galés primara el hábitat disperso, una verdadera excepción por
entonces. Bretaña también era una provincia retrasada en términos socioeconómicas. Era una de las regiones
más feudalizadas del reino de Francia, pues en ella la detracción anual en concepto de rentas enfitéuticas
podía alcanzar el 20% de la cosecha bruta. Es más, la única rebelión campesina que durante el siglo XVII no

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direccionó su ira contra el aparato fiscal de la monarquía central, sino contra los señores feudales locales, fue
la de los Torrében, que estalló precisamente en Bretaña. Pues bien, en esta provincia la caza de brujas
directamente no comenzó. No tuvo nunca lugar.

Para que ustedes vean cuán enloquecedor resulta el fenómeno de la caza de brujas para los historiadores
profesionales, en particular por su resistencia a avalar formulaciones de carácter universal, observen el
siguiente detalle. Normandía y Bretaña eran dos provincias francesas fronterizas. Pues bien, La primera, por
lejos la más desarrollada de las dos, fue también la región del reino donde la caza de brujas tuvo mayor peso.
La segunda, por lejos la más atrasada, no fue escenario de ningún proceso por brujería, en el sentido moderno
de la expresión.

Este tercer mapa nos permite observar con microscopio el corredor, el núcleo duro de la represión en términos
geográficos. Ahora pueden localizar a todos los estados soberanos que venimos mencionando desde la clase

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del viernes pasado: los principados eclesiásticos alemanes, el Ducado de Lorena, los Países Bajos del sur,
Luxemburgo, la Confederación Suiza, el ducado de Baviera, Salzburgo, etc.

Bien, dejemos ahora la geografía y pasemos a las estadísticas de la caza de brujas.

Según el historiador Wolfgang Behringer, en sus 400 años de historia en Europa Oriental y Occidental, la
represión judicial de la brujería provocó 45.000 muertes. ¿Cómo se distribuyeron? En el siguiente cuadro
aparece el detalle:

Alemania: c. 22.500
Francia: 5.000
Suiza: 4000
Polonia: 4.000
Países Bajos Españoles/Luxemburgo: 2.400
Italia: 2.500
Escocia: 1.350
Dinamarca: 1.000
Hungría: 800
Inglaterra: 500
Austria: 500
España: 300
Suecia: 300
Holanda: 150
Islandia: 22
Portugal: 5
Turquía: 0

Exactamente la mitad de los supuestos brujos y brujas fueron ejecutados en Alemania. Esta claro que el
fenómeno de la caza de brujas fue extremadamente germanocéntrico. En la Edad Moderna se decía, de hecho:
Deutschland, mutter aller hexen (Alemania, madre de todas las brujas). Ahora bien, esta cifra, aunque real,
necesita ponderarse, porque la represión dentro del Sacro Imperio fue muy despareja. 8000 de aquellas
muertes fueron provocadas por seis pequeños principados eclesiásticos católicos. De los 4 principales estados
territoriales laicos, solamente uno, Baviera, persiguió brujas, y lo hizo con muy baja intensidad: en toda la
Edad Moderna avaló tan solo la muerte de 271 personas. Los otros tres grandes principados laicos –el
Condado Palatino del Rin, el ducado de Sajonia y el margraviato de Brandemburgo– no fueron escenario de
persecuciones importantes (y por eso figuraban en blanco en el mapa que vimos hace unos minutos). También
gran parte de Alemania oriental se salvó de la caza de brujas. A su vez, las grandes ciudades-estado
germanas, los centros urbanos autogobernadas –que eran mucho más que municipalidades, pues sus
magistrados ejercían la alta jurisdicción, es decir, tenían derecho a aplicar la pena capital en los casos
criminales más graves– tampoco creyeron demasiado en la teoría de la conspiración diabólica: por ejemplo,
Augsburgo, en el sur del Sacro Imperio, condenó a muerte por el crimen de brujería tan sólo a 17 personas en
toda la Edad Moderna; mientras que en Frankfurt la cifra de condenas a muerte fue igual a cero (no hubo allí
caza de brujas).

Francia aparece teóricamente ocupando el segundo lugar en el listado de víctimas, con 5000 ejecuciones. Pero
esta cifra merece ponderarse aún más que la alemana, porque el 80% de estas muertes se produjeron en
provincias de cultura y lengua francesa pero que durante la Edad Moderna, al menos mientras duró la caza de
brujas, no estaban bajo soberanía directa del rey de Francia. 2700 de aquellas 5000 penas capitales se dictaron
en el Ducado de Lorena, estado independiente dentro del Sacro Imperio que recién se incorporó formalmente
a Francia en 1766.

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Otras 500 de las 5000 víctimas de la represión murieron en el Franco Condado, provincia francófona pero que
hasta circa 1680 fue posesión española. Hay que tomar también en cuenta las cerca de 500 ejecuciones que
tuvieron lugar en Delfinado, una provincia bajo la efectiva soberano del reino de Francia, pero en la cual la
caza de brujas tuvo lugar solamente durante las décadas centrales del siglo XV. Esto significa que durante la
gran caza de brujas propiamente dicha, posterior a 1570, el reino de Francia propiamente dicho, cuya
superficie era sustancialmente menos que el estado francés actual, solamente avaló la condena a muerte de
1000 personas por esta clase de delito, con lo cual tenemos que correrlo del segundo lugar al séptimo u
octavo, a la par de Dinamarca.

La cifra Suiza no ofrece ningún reparo, porque fue la Confederación Helvética fue prácticamente la única
región de Europa que participó intensamente tanto de la primera fase como de la segunda fase de la caza de
brujas.

Tampoco merece reparo la cifra de los Países Bajos Españoles, aunque sí una aclaración. Mientras que la
cacería judicial de brujas no fue importante en la España metropolitana, si alcanzó enorme importancia en
muchas colonias españolas, en concreto en el Franco Condado y en Flandes-Luxemburgo. Particularmente en
estos últimos territorios la represión fue salvaje. Es cierto que en estas provincias sometidas los procesos los
incoaban jueces de lengua y formación francesa, pero también es verdad que la autoridad de ocupación, los
españoles, los dejaban actuar sin demasiados impedimentos. Cabe preguntarse, entonces, si la España
metropolitana, que no creyó necesario recurrir a la caza de brujas como una herramienta de disciplinamiento
en su propio territorio, relativamente homogéneo en términos culturales, la consideró una estrategia eficaz
para conseguir dicho objetivo en sus dependencias coloniales.

La cifra italiana también exige algunas reflexiones. La abrumadora mayoría de las 2.500 víctimas señaladas
en el cuadro murieron entre 1480 y 1520. Por entonces, los inquisidores dominicos lanzaron una serie de

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violentas razzias en los valles alpinos del extremo norte de la península, provocando una suerte de pequeño
holocausto temprano-moderno. Se trata, de hecho, del canto del cisne de la Inquisición medieval, llamada
muy pronto a ceder el lugar ante la Inquisición moderna, una institución estante mucho más compleja y
sofisticada. Cuando la caza de brujas se reanudó hacia 1570, Italia ya no participó de la persecución, porque
en la península regía el Santo Oficio romano, que no creía en la realidad del complot brujeril. Es por ello que
en todos los mapas que vimos antes Italia aparecía siempre de color blanco.

El número de víctimas escocesas, dinamarquesas y húngaras no merecen ningún comentario. Los datos
referidos a Inglaterra, por el contrario, sí. Digamos que de las 500 ejecuciones señaladas en el listado, 100 se
produjeron a fines de 1645, durante la persecución que llevó adelante Matthew Hopkins, la única cacería
masiva en toda la historia de Inglaterra. Las restantes 400 víctimas fueron producto de la acumulación de
penas capitales dictadas en el contexto de pequeños juicios, que por separado involucraban a una cantidad
reducida de personas.

La cifra española merece una importante aclaración. Una ínfima minoría, difícil de precisar, fue condenada
por la Inquisición (quizás menos de veinte). La mayoría de víctimas murieron por disposición de tribunales
civiles, de magistrados laicos, tal como se desprende del descubrimiento realizado hace unos años por el
historiador inglés Henry Kamen. Este investigador constató que entre 1615 y 1627 los concejos campesinos
del principado de Cataluña persiguieron brujas, y lo hicieron contra la opinión y voluntad del Santo Oficio,
que hizo lo imposible para frenar dichos procesos. Finalmente lo logró, pero recién a fines de la década de
1620. Cabe aclarar que en Cataluña las brujas no eran quemadas sino ahorcadas. El problema es que la
totalidad de los expedientes relativos a estos juicios se perdieron. Y es por ello que resulta imposible
determinar la cantidad precisa de personas juzgadas y condenadas a muerte. Kamen propone la hipotética
cifra de 300 ejecuciones para la totalidad del territorio español, pero se trata de un dato extremadamente
aproximado. Si hubiéramos hecho este cuadro veinte años atrás, España habría figurado al nivel de Portugal,
quizás un poco por encima, por cuanto las brujas quemadas por orden de la Inquisición fueron muy pocas.

Las cifras sueca y holandesa no merecen comentarios.

Portugal, con 5 víctimas, figura adrede en el listado, para recalcar que la periferia europea no padeció la caza
de brujas.

El listado concluye con las cero víctimas relativas a Turquía, para dejar en claro que la caza de brujas fue un
fenómeno característico de la civilización cristiana. No existe en el Islam nada que se le pueda comparar.

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Acá tenemos otra forma diferente de abordar la cuestión de las victimas. Este listado no se basa en valores
absolutos sino relativos, pues aborda la cantidad de condenas a muerte en función de la población de cada
territorio. Fíjense cómo el orden cambia radicalmente. El primer puesto lo ocupa un diminuto principado
soberano, Liechtenstein, cuya capital era –y sigue siendo– Vaduz. Este mini-estado existe en la actualidad
como entidad soberana, por lo que de hecho resulta un dinosaurio en términos geopolíticos; es el único de los
principados territoriales que en la Edad Moderna conformaban el Sacro Imperio que sobrevivió a las
convulsiones del siglo XIX y llegó hasta el siglo XXI. Su población se acercaba a los 3000 habitantes circa
1600, y sin embargo sus autoridades condenaron a muerte por el crimen de brujería a cerca de trescientos. De
ahí la altísima ratio población-ejecuciones, que coloca al principado en un indiscutible primer lugar en cuanto
a ferocidad represiva.

En segundo lugar aparece en el listado el Electorado de Colonia, y luego siguen territorios que ya conocemos:
Luxemburgo, Lorena, Suiza, el Franco Condado, Dinamarca. Observen el lugar que ocupa Alemania: pasa del
primer al séptimo lugar en esta nueva configuración, pues claro, sus 25.000 ejecuciones deben contrastarse
con los 16 millones de habitantes que poseía a comienzos del siglo XVII, lo que lleva la ratio población-
ejecuciones a un valor relativamente bajo de 1.56. Siguen luego los Países Bajos españoles, Escocia, Austria,
Noruega, Bohemia, Suecia, Finlandia, Italia y Holanda. Y fíjense también el lugar que le corresponde al reino
de Francia propiamente dicho, con sus 1.000 condenados a muerte sobre una población total de casi 20
millones: claramente se ubica en la posición número 20, en el último escalón del ranking (con una ratio de
0.06, absurdamente baja si la comparamos con Liechtenstein).

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Para terminar con la sección descriptiva de esta serie de clases sobre la caza de brujas quiero relativizar una
serie de mitos y lugares comunes relacionados con el fenómeno. Son los siguientes:

1- El tribunal de la Inquisición fue el principal impulsor de la represión judicial de la brujería temprano-


moderna.
2- Las regiones protestantes no se vieron afectadas por la caza de brujas. La represión judicial de la
brujería moderna fue un fenómeno intrínsecamente católico.
3- La justicia civil y los magistrados laicos no tuvieron una participación destacada en la represión de la
brujería moderna. La justicia eclesiástica y las iglesias modernas fueron las principales impulsoras de
la masacre judicial.

El primer mito debe matizarse. Si bien es verdad que la Inquisición jugó un rol importante durante el siglo
XV, tanto en la construcción y difusión del estereotipo del sabbat como en las persecuciones propiamente
dichas –fueron inquisidores dominicos los que cazaron brujas en Valais en 1428, en Arras en 1459, en los
valles alpinos italianos a partir de 1480, y en el sudoeste de Alemania a partir de 1478– cuando la cacería
judicial se reanudó a partir de 1570 la Inquisición moderna ya no avaló esta clase de procesos. Los Santos
Oficios español, portugués, romano y veneciano no creyeron en el complot.

El segundo lugar común es falso. Es cierto que las regiones católicas produjeron más víctimas que las
protestantes, pero de ninguna manera estas últimas se vieron libres del fenómeno. Hemos visto persecuciones
epidémicas, de altísima intensidad, en la Escocia calvinista y en la Suecia luterana. Hemos visto
persecuciones endémicas de baja intensidad, pero de gran perduración en el tiempo, en la Dinamarca luterana
y en la Inglaterra anglicana. Por otra parte, acabamos de ver que la Inquisición mediterránea no tuvo un rol
multiplicador sino moderador a partir de 1570.

El último mito es quizás el menos certero de les tres, pues sostiene que la justicia civil y los magistrados
laicos no tuvieron una participación destacada en la represión de la brujería moderna. Según esta creencia
generalizada, la caza de brujas no habría sido responsabilidad de los estados sino de las iglesias modernas. No
fue así. La Iglesia católica tuvo una participación destaca durante el siglo XV, a causa del rol que por
entonces jugó la inquisición medieval. Pero cuando se reanudó la caza de brujas a fines del siglo XVI, ni la
Iglesia católica ni las iglesias protestantes intervinieron demasiado. Quien persiguió brujas durante el peor
momento de la represión fue el estado moderno, en sus diferentes variantes. Jueces laicos fueron los que
juzgaron y condenaron supuestas brujas en el Labourd, en Normandía, en Suiza, en el Franco Condado, en
Lorena, en Luxemburgo, en Inglaterra, en Escocia, en Dinamarca, en Suecia, en Nueva Inglaterra, en
Hungría…. Ustedes dirán ¿y que qué pasaba con los principados arzobispales o episcopales del oeste alemán,
cuyos monarcas eran sacerdotes consagrados? Hay que decir al respecto que estas anacrónicas teocracias
resultaban bastante sofisticadas a nivel institucional, puesto que tenían muy bien diferencias las tareas
judiciales. Estos mini-estados contaban tanto con tribunales eclesiásticos como con tribunales civiles. Pues
bien, fueron estos últimos los que perseguían y condenaban a las brujas, jueces laicos que hacían justicia en
nombre del príncipe-arzobispo, pero no tanto en cuanto arzobispo sino fundamentalmente en cuanto príncipe
soberano.

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Bueno, hasta acá la parte descriptiva de estas clases que estamos dedicando a la represión judicial de la
brujería en la Edad Moderna.

Quiero pasar ahora pasar a analizar los fundamentos ideológicos de la caza de brujas.

Al respecto, yo comenzaría recordando que el estereotipo del sabbat, que habilitó el inicio de una cacería
judicial, fue la gran construcción, la obra maestra, de una disciplina nueva que comenzó a gestarse en la Baja
Edad Media: la demonología radical escolástica o demonología positiva.

Si bien el demonio siempre ha sido un personaje central de la fábula cristiana, antes que un personaje de
reparto –basta con leer los cuatro Evangelios sinópticos–, una ciencia del demonio, es decir, una disciplina
sistemática dedicada a su estudio, no terminó de configurarse sino muy tardíamente, hasta el período de

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madurez de la escolástica, es decir, hasta la segunda mitad del siglo XIII (unos 1300 años después de que
naciera el cristianismo como nueva religión).

¿Qué entiendo yo por demonología? Pues una disciplina autónoma dentro del campo teológico, dedicada a
estudiar los “modos de la existencia” de los demonios –lo que supuestamente eran–, los “modos de acción” de
los demonios –lo que supuestamente eran capaces de hacer–, y los “modos de interacción” de los demonios –
el tipo de vínculo que se suponía podían entablar con el colectivo humano. La demonología contenía en su
seno, pues, de manera simultánea, una ontología, una física y una sociología diabólicas.

La demonología radical no fue pensada como una disciplina portadora de un meramente teórico. Todo lo
contrario: desde sus comienzos fue pensado como un saber práctico, destinado a discriminar entre los amigos
y enemigos del sistema cultura hegemónica. Si la cultura humana puede definirse como una máquina de
clasificar, entonces cabría decir que la demonología radical fue cultura pura, una de la más grandes creaciones
culturales de la civilización del Renacimiento.

Ahora bien, ¿por qué dedicar a la demonología una sección entera de una de nuestras clases teóricas? Porque
si bien la radical transformación que sufrió la figura del demonio del siglo XIII en adelante no puede
considerarse “condición suficiente” para explicar el estallido de la caza de brujas –pues se requerían otras
precondiciones para que un discurso erudito se tradujera en una praxis represiva efectiva–, no puede negarse
que la demonología fue condición necesaria para la consolidación de la represión judicial de la brujería,
porque tornó creíbles y plausibles, del orden de lo pensable y de lo decible, muchas de las piezas claves del
estereotipo del sabbat, o lo que es lo mismo, muchas de las acciones atribuidas a los demonólatras de 1430 en
adelante.

Quiero aclarar que si bien en los minutos que siguen voy a estar aludiendo de manera sistemática a periodos
históricos anteriores a 1400, en rigor de verdad sigo manteniéndome en la esfera de la modernidad temprana
aunque no lo parezca, porque debe quedar en claro que la demonología es un lenguaje que se fabrica en la
Baja Edad Media pero que se habla en la Edad Moderna.

Bien, si como acabo de sugerir hace unos minutos no existe una demonología sistemática, una ciencia del
demonio en tiempos de la Patrística, ello no implica que el primer milenio cristiano careciera de una
configuración específica del demonio. Esta configuración existía, y como en muchos otros aspectos del
pensamiento cristiano de la época, debía la mayoría de sus trazos distintivos a la figura de San Agustín.

Agustín le otorga a Satán un nicho específico en el ecosistema cosmológico. Para el Obispo de Hipona el
demonio era en esencia un inductor de conductas desviadas, el tentador por antonomasia, con T mayúscula,
un agente cuya infinita imaginación y habilidad tenía como único objetivo instar a los débiles a violar de
manera serial los principales tabúes en torno de los cuales se estructuraba –y en algún sentido se sigue
estructurando– la llamada civilización judeo-cristiana.

El demonio de Agustín era por lo tanto una figura interiorizado, compatible con la noción de mal moral que
manejaba este Padre de la Iglesia, una teoría de carácter fuertemente antimaniqueo y providencialista. Para
Agustín el mal no era un fenómeno ontológico sino moral. El mal no irrumpe en el mundo como
consecuencia de la existencia de seres intrínsecamente perversos. El mal era producto de decisiones
equivocadas, de actos volitivos desviados producidos por agentes munidos de libre albedrío. Todo lo creado
por Dios es bueno, incluso el demonio. El mal comienza a existir porque estos mismos seres buenos empiezan
a toman decisiones moralmente erradas. No es un mal esencial. El mal, en definitiva, no es sino ausencia,
carencia, algo que falta, un hueco, un “no ser”.

Si el demonio agustiniano es un demonio fuertemente interiorizado, ello significa que su escenario de acción
predilecto es la conciencia del hombre. Por ello, cuando el demonio hace el mal en el mundo su presencia no
se manifiesta tanto en las desgracias materiales cuanto en la conducta desviada de los seres humanos. Para
Agustín la mejor prueba de que el demonio existe es el pecado del hombre.

Ello no significa que para Agustín el demonio careciera de la capacidad de producir efectos reales,
observables y mensurables, en el mundo de la materia. Todo lo contrario. Satán podía actuar de manera
efectiva en el mundo real. Sólo que para el santo de Hipona el diablo no podía desplegar sus fenomenales

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poderes angélicos en el mundo si antes no contaba con el permiso de la divinidad. Se trata de la célebre
doctrina agustiniana de la permisión divina, también de carácter fuertemente providencialista y anti-
maniquea. El demonio nada podía obrar en el mundo si no obtenía antes la autorización de la divinidad. Se
trata de un condicionante sine qua non. Por éso el demonio de San Agustín era simultáneamente un ser muy
poderoso y muy limitado. Poderoso porque poseía facultades muy superiores a las de cualquier ser humano
(Lucifer era, de hecho, la creatura más perfecta jamás creada por Dios, su obra maestra). Pero al mismo
tiempo era una entidad absolutamente limitada, porque no podía desplegar sus super-poderes sin el aval de su
Creador. De ahí que la figura a la que más recurrían los Padres de la Iglesia del primer milenio para describir
metafóricamente al diablo fuera la del león encadenado, una bestia feroz y hambrienta que fácilmente podía
devorar al hombre; para ello, sin embargo, necesitaba que la mano que lo sujetaba le diera juego suficiente a
la cadena que lo mantenía cautivo, y la mano que manejaba dicha cadena era la de la divinidad.

Ahora bien, por un justo designio de la divinidad, –que para la humanidad siempre resultará incomprensible–
el demonio recibe con mucha frecuencia “permisos” para actuar en el mundo. Ello es así por dos objetivos:
primero, para que castigue a los malvados; y segundo, para que ponga a prueba a los justos, a los santos,
cuyas virtudes necesitaban ejercitarse para crecer, como los músculos en un gimnasio. Si a estas dos tareas le
sumamos una tercera que el demonio ejercía por delegación de Dios, la de administrar los tormentos eternos
que padecían los réprobos en el infierno, llegamos entonces a la conclusión de que el ángel caído jugaba un
papel muy importante en la economía de la salvación cristiana. Sin quererlo o sin ser del todo consciente,
terminaba funcionando como un agente más de la divinidad, como un vector más de la voluntad divina. Esta
es la doctrina de la ministerialidad de Satán, también típicamente agustiniana (dentro de unos minutos
veremos cómo esta teoría se traducía a la perfección en las ilustraciones del demonio más antiguas que se
conocen).

Esta configuración específica del demonio agustiniano que estamos describiendo tiene claras implicancias
existenciales. Primero, expresa una versión particularmente optimista del arcaico mito del combate,
construido por las antiguas civilizaciones indo-iranias. Para San Agustín la lucha entre el bien y el mal ya esta
resuelta. No existe ninguna suspenso en esta historia. El mal ya perdió. El demonio ya fue derrotado en dos
oportunidades: primero, cuando fracasó la revolución de Lucifer y el arcángel Miguel lo expulsó del cielo
empíreo; y luego, a raíz de la resurrección del hombre-dios, del dios encarnado. Pues bien, el diablo volverá a
perder en una tercera oportunidad, cuando llegue el fin de los tiempos, en el contexto de la Parusía, del Juicio
final y de la segunda venida de Jesucristo. El demonio podrá seguir esforzándose hasta que esto suceda. Podrá
continuar tratando de torcer el curso de los acontecimiento e induciendo a los hombres que lo siguen a obrar
el mal de manera sistemática. Pero no tiene chance alguna de vencer. Ya perdió.

La segunda consecuencia inmediata de la configuración del demonio del primer milenio también resulta muy
importante: se trata de un modelo relativamente incompatible con un genuino temor a las brujas o a cualquier
otro aliado de carne y hueso del demonio. ¿Por qué? Porque si el diablo nada puede sin el permiso de la
divinidad, la responsabilidad última por las desgracias que padece el hombre no debe recaer sobre agentes
externos a él sino sobre su propia conducta desviada. Lo que el hombre debe hacer para contener la ira divina,
lo que el hombre debe hacer para que Dios revoque los permisos que ha concedido al demonio, para que
vuelva a tirar de la cadena y restringir el radio de acción del león hambriento, no es salir a cazar brujas,
judíos, paganos o cualquier otro aliado terrenal de Satán, sino revisar su conciencia y modificar su conducta.

Queda claro, pues, que la teología del primer milenio otorga a Satán un lugar específico en el cosmos. Sin
embargo, también hay que decir que los Padres de la Iglesia no se propusieron desarrollar una genuina
metafísica del demonio, handicap que es uno de los mayores argumentos para sostener que en el primer
milenio cristiano no existe una genuina ciencia del demonio. De hecho, hay muchos aspectos importantes del
ser del demonio que la Patrística no se preocupó por resolver, entre ellos la espinosa cuestión de la fisicalidad
angélica (recordemos que los demonios son ángeles caídos, pero ángeles al fin). Las naturalezas angélicas
¿son corpóreas o incorpóreas? Los ángeles y demonios ¿son criaturas desencarnadas, espíritus puros? ¿Existe
algún grado de materia en el ser de las entidades intermedias? El pensamiento cristiano del primer milenio no
respondió estas preguntas. Cuando trata la cuestión se contradice, y no muestra consistencia. No obstante, una
mayoría relativamente calificada, con Agustín de Hipona a la cabeza, tendió a decantarse por la teoría del
cuerpo etéreo: ángeles y demonios tendrían cuerpos, pero conformados por una materia sutil, como la que
constituye el fuego o el viento. Serían, pues, entidades materiales. Con lo cual el único ser puramente
inmaterial sería la divinidad.

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Una síntesis acabada de la concepción del demonio agustiniana puede hallarse en un documento del siglo IX,
que se puso muy de moda a comienzos de la Edad Moderna: el llamado Canon episcopi. Se puso de moda
porque por entonces se transformó en una de las armas predilectas de los enemigos de la caza de brujas y de la
demonología radical –que fueron pocos pero muy influyentes. Hasta muy entrada la Edad Moderna se creyó
que el Canon episcopi había sido aprobado por un concilio regional celebrado en Ancyra (actual Ankara) en
el año 314, en lo que hoy es Turquía. En realidad se trata de un fragmento que formaba parte de una capitular
carolingia hoy perdida, probablemente de la época de Carlos el Calvo, y que se conservó gracias a que Regino
de Prüm († 915) la copió en su De ecclesiasticis disclipinis. ¿Qué es el Canon episcopi? Se trata de un texto
que alecciona a los evangelizadores que actuaban en el corredor renano, un área de reciente cristianización,
sobre la necesidad de extirpar un complejo mítico-legendario aparentemente muy extendido en la región: la
creencia en las cabalgatas nocturnas en éxtasis bajo la guía de una divinidad silvestre. Muchas mujeres
campesinas en el sudoeste de lo que hoy es Alemania afirmaban poseer un poder especial: durante las cuatro
témporas, es decir, al comienzo de las cuatro estaciones, creían poder separar el alma del cuerpo, y de esa
forma, en espíritu, participar de procesiones nocturnas, montadas en extraños animales, bajo la presidencia de
una misteriosa divinidad selvática, en ocasiones asociada con la Diana de los romanos, o bien con la Herodías
bíblica (la madre de Salomé), o con númenes celtas o germanos (Holda, Perchta, Abundia, Satia, Bensozia,
Madona Oriente…). De esa forma, sus almas, mientras sus cuerpos permanecían como muertos en sus lechos,
recorrían enormes distancias en un breve lapso de tiempo. Ingresaban en las casas, incluso en las
herméticamente cerradas, y si constataban que sus habitantes se habían acordado de ellas, dejándoles alguna
clase de presente o regalo, los beneficiaban (por lo general concluyendo alguna pesada tarea doméstica que
había quedado pendiente); por el contrario, si descubrían que los dueños de casa se habían olvidado de ellas, y
no les habían dejado preparada ninguna colación, realizaban alguna clase de maldad, como la rotura de
cacharros o vasijas. Finalizada la procesión, los espíritus retornaban a sus respectivos cuerpos, que de esa
forma recuperaban vida. El autor del Canon episcopi reacciona airadamente contra esta creencia: se trata de
mentiras, afirma, que el demonio introduce en las mentes de las mujeres de poca fe, a quienes selecciona
previamente por su predisposición a aceptar las supersticiones y falsas creencias. Todo lo relacionado con las
precesiones deriva de imágenes falsas que Satán proyecta en la imaginación de las campesinas ignorantes,
concluye el Canon. Por ello, el mayor pecado de aquellas mujeres consistía en confundir el sueño con la
realidad, y éste es el motivo por que el debían ser sometidas a duras penitencias. Voy a leer un breve
fragmento del documento: “Es por éso que los sacerdotes en sus iglesias deben predicar al pueblo
continuamente para hacerles saber que este tipo de cosas son todas mentiras. Y que estas fantasías son
producidas en las mentes de los hombres y mujeres, no por el espíritu divino sino por el espíritu del mal. Ya
que el mismo Satanás cuando se apodera de la mente de cualquiera y la subyuga sacándole la fe, toma el
aspecto de alguna otra persona y engañando en sueño a la gente que tiene poca fe, las arrastran a todos los
errores. De hecho, ¿quién en sueños o visiones nocturnas no ve cosas que nunca observa despierto? ¿Pero
quién puede ser tan ingenuo y estúpido para creer que todas esas cosas que se sueñan tienen lugar no en la
mente sino en la realidad?”.

Como vemos, el Canon episcopi de ninguna manera sostiene explícitamente que el demonio carece de la
capacidad de producir efectos reales en el mundo de la materia. Sin embargo, la imagen del diablo que de él
se desprende es la de un agente cuyo escenario de acción predilecto es la fantasía, la imaginación, la mente
del hombre. El demonio del Canon es antes que nada un farsante, un proyector de imágenes falsas, un
estafador, una réplica del demonio interiorizado de la tradición agustiniana.

****

La configuración del demonio del primer milenio continúa vigente, de manera inercial, durante los primeros
siglos del segundo milenio, tal como lo prueban tanto las fuentes escritas como las iconográficas.
Comencemos con las fuentes escritas. Veamos cómo describe al diablo Raoul Glaber, monje benedictino que
en la década de 1030 redacta una célebre crónica: “En la época en que yo vivía en el monasterio del
bienaventurado mártir Léger, una noche, antes del oficio de maitines, se yergue ante mí, a los pies de mi
cama, una especie de enano horrible de ver. Era, según pude juzgar, de escasa estatura, con un cuello
menudo, un rostro macilento, ojos muy negros, la frente rugosa y crispada, las ventanas de la nariz dilatadas,
la boca prominente, los labios hinchados, el mentón muy recto, una barba de macho cabrío, las orejas
peludas y aguzadas, los dientes de perro, la espalda gibosa, la ropa sucia, y con todo el cuerpo inclinado

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hacia adelante. Tomó la extremidad de mi cama, le imprimió terribles sacudidas, y al fin dijo: ‘Tú no
permanecerás mucho tiempo en este lugar’. Y yo con espanto me desperté sobresaltado, y lo vi, tal como
acabo de describirlo, delante mío”. Como pueden observar, el demonio descripto por el monje Glaber es una
suerte de gnomo, un enano silvestre, un duende doméstico bastante mejor adaptado a las travesuras
domésticas que la organización de una conspiración de dimensiones cósmicas como la que se le atribuye de
1430 en adelante, en tiempos de la caza de brujas.

Muchas de las características del demonio agustiniano continúan presentes incluso en los exempla monásticos
de comienzos del siglo XIII. Tal es lo que sucede en el Dialogus Miraculorum (Diálogo de los milagros) del
monje cisterciense Cesario de Heisterbach, que alberga un extenso listado de historias edificantes recopiladas
c. 1220 para contribuir a la formación de los novicios de la orden. En muchas de las fabulas presentadas por
Cesario nos encontramos con un demonio muy ambiguo en términos morales. Por caso, el cisterciense alude
en más de una oportunidad a Oliver, un demonio justo y veraz, que nunca miente, hasta el punto de que puede
ser tomado como ejemplo por los hombres, que sí lo hacen. En otro exemplum, el recopilador pone en escena
a demonio que se arrepiente del mal que hecho durante toda su existencia, y decide entonces hacer
penitencia. Para purgar sus pecados adopta forma humana y se emplea como escudero de un piadoso caballero
andante. Durante años lo sirve con humildad y dedicación. Hasta que por casualidad el amo descubre la
verdadera identidad de su sirviente, descubre que se trata de un espíritu maldito. Horrorizado, lo despide. El
diablo penitente acepta la decisión del caballero, pero le pide como única recompensa por todos los años de
fieles servicios prestados, una suma de dinero para comprar una campana para una pequeña capilla rural.
Demonios que se arrepienten, que hacen el bien, que no mienten, que resultan confiables, abundan en estos
exempla monásticos de comienzos del segundo milenio, en los que los estereotipos cultos conviven con
mitologemas de evidente origen folklórico.

Los trazos del demonio agustiniano también se perciben con mucha claridad en las fuentes icnográficas de
fines del primer milenio y comienzos del segundo, incluso hasta muy entrado el siglo XIII. Vamos a analizar
a continuación ilustraciones en las cuales, por lo general, los artistas se dedican a mostrarnos las grandes
derrotas sufridas por el demonio, que aparece descripto como una figura escasamente amenazante,
ontológicamente degradada y debilitada como consecuencia del fracaso de su rebelión original.

Nota: se reproduce a continuación sólo una breve selección de las imágenes proyectadas y analizadas en clase

ILUSTRACIÓN 1

En esta primera imagen observamos la representación iconográfica del demonio más antigua que se conoce.
Es muy tardía, de finales del siglo VI, c. 580-590. Noten lo que tardó el cristianismo en representar al
demonio, que como tal se encuentra virtualmente ausente del arte de las catacumbas, por ejemplo. La
ilustración que estamos analizado es un mosaico en la iglesia de San Apolinario Nuevo, en Rávena.
Reproduce a Cristo juez rodeado por dos ángeles, a uno de sus costados un ángel bueno y al otro costado el
demonio. ¿Cuál de los dos es el diablo? Lo identificamos por tres motivos: 1) porque está a la izquierda del
hombre-dios y no a la derecha; 2) por los animales que tiene a sus pies, que son chivos, mientras que a los
pies del ángel bueno observamos corderos u ovejas; 3) porque en la ilustración original está pintado de color
celeste, mientras que el ángel bueno, por el contrario, está pintado de color rojo. Fíjense cómo han cambiado
los códigos cromáticos en el último milenio y medio. En la actualidad el rojo aparece claramente asociado a lo
infernal, y al celeste a lo angelical. A mediados del primer milenio sucedía lo contrario. ¿Por qué? A causa de
la teoría de los cuerpos etéreos de San Agustín. San Agustín y los Padres de la Iglesia pensaban que los
cuerpos de los ángeles buenos estaban conformados por fuego, el fuego que representaba el amor divino.
Cuando fueron expulsados de la corte celestial, en los ángeles rebeldes se extinguió la llama de la gracia
sobrenatural, y es por ello que, en lugar de cuerpos ardientes, pasaron a tener cuerpos conformados por el aire
impuro que se encuentra en las secciones intermedias de la atmósfera. Es por eso que al diablo se lo
representa de color celeste y a los serafines y querubines de color rojo. Ahora bien, no son estos detalles los
que me interesan, sino el hecho de que esta imagen, la más antigua del demonio que se conoce, expresa con
claridad la tesis de la ministerialidad defendida Agustín. El demonio que reproduce esta ilustración no está en
el infierno. Satán forma parte de la corte celestial. Es un burócrata más del gobierno divino. Lo vemos al lado
de Jesucristo. Es un agente de Dios. Cumple tareas específicas que el Hacedor le asigna. Además no tiene
absolutamente nada de atemorizador.

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ILUSTRACIÓN 2

Durante mucho tiempo se creyó que esta segunda imagen que estamos observando era la representación más
antigua del demonio que existía, porque no siempre se interpretó que el ángel que aparecía a la izquierda de
Jesucristo en la ilustración anterior era el demonio, precisamente porque no lo parece. Esta segunda
ilustración aparece en el manuscrito conocido como Apocalipsis de Tréveris, c. 800-820, comienzos del siglo
IX. Representa al demonio durante su primera derrota, durante el fracaso de la rebelión de Lucifer. Aparece
aquí transformado en una horrenda serpiente, en un dragón. La transformación ontológica demuestra la
degradación de su ser. Creado hermoso, bello, su rebelión lo ha convertido en un monstruo. Fíjense cómo
desciende en caída libre. Mientras cae los ángeles buenos continúan lacerándolo. Con sus afiladas lanzas lo
siguen hiriendo. De los cortes que le realizan mana sangre. Es más, la bestia parece incluso que derrama
lágrimas, está llorando. Es una imagen que parecería más pensada para producir conmiseración, empatía, que
odio, temor o rechazo.

ILUSTRACIÓN 3

En esta nueva ilustración Satán aparece representado en el marco de la última de sus derrotas, la que sufrirá
en ocasión del Juicio Final. Este dibujo aparece en un manuscrito conocido como Morgan Beatus (c. 940).
Fíjense ustedes: Satán es en este caso una simple silueta negra, anónima, inerte, carbonizada, impotente,
inmersa en un lago de fuego eterno. Ése es el destino que indefectiblemente le espera, del cual no podrá
escapar. Tras la segunda venida de Cristo, el diablo terminará hundido para siempre en un mar de llamas.
Queda claro, una vez más, que el demonio no es un adversario digno de la divinidad.

ILUSTRACIÓN 4

Esta otra ilustración, de finales del siglo X, c. 970-980, aparece en un manuscrito conocido como Benevento
Benedictio Fontis. De nuevo representa la expulsión de los ángeles rebeldes del Paraíso. Observen cómo los
ángeles sublevados tienen casi la mitad del tamaño que los ángeles que permanecieron fieles, reducción de
tamaño que denota una pérdida de potencia. Son de color negro, guiño cromático que refleja la corrupción
moral en la que se han sumergido. Y fíjense cómo avanzan con las manos atadas por delante, como si fueran
reos conducidos al cadalso, con la cabeza baja, con las manos atadas adelante.

ILUSTRACIÓN 5

Esta imagen es de comienzos del siglo IX y representa las tentaciones de Cristo en el desierto. Aparece en el
manuscrito conocido como Salmo de Stuttgart. El demonio es aquí una suerte de murciélago, más ridículo que
temible, no se lo puede casi ni ver. Que intenta en vano seducir a Jesucristo para que quiebre el ayuno que
viene realizado desde hace 40 días. No da la sensación de que sea un digno rival del Verbo encarnado,
divinidad eterna e increada como la del cristianismo. Realmente parecen contendientes muy desparejos. Lo
que a mí más gracia me causa es la cara que ponen los ángeles buenos que observan la escena. Miran lo que
sucede entre divertidos y condescendientes.

ILUSTRACIÓN 6

Esta ilustración es de mediados del siglo XII. Vamos a ver cómo por entonces todavía perduraban los trazos
del demonio agustiniano. Lo que vemos es un detalle de un mosaico que se encuentra en la isla de Torcello, en
las afueras de Venecia, en la iglesia de Santa María Assunta. Representa el Juicio Final. En el dibujo podemos
ver a los demonios, de color oscuro, torturando a los réprobos, pero vemos también que a su lado los ángeles
buenos están realizando la misma tarea. Ángeles y demonios realizan el mismo trabajo, como si sus roles
fueran intercambiables. Es que desde la perspectiva de Agustín efectivamente lo eran. Ángeles buenos y
males funcionan como vectores de la voluntad divina. Todo está ordenado por la providencia de Dios, que
logra escribir derecho en renglones torcidos, como decía Agustín.

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ILUSTRACIÓN 7

Continuamos en el siglo XII. Esta ilustración es la más agustiniana. Pertenece a la Biblia de Sougvigny, e
ilustra el Libro de Job. El demonio con permiso de la divinidad le genera a este hombre justo sufrimientos
sucesivos, (…) porque da cuenta de la fama de dios, satán dice que le (…) porque es poderoso, porque tiene
muchos hijos, (…). La divinidad y Satán hacen una apuesta entonces la divinidad le da permiso para que
acabe con sus bienes, después para que pierda sus hijos y, después, para que actuase sobre el cuerpo. Vemos a
Job llagado, lacerado, enfermo, sin embargo Job nunca maldice a Dios, es el santo de la paciencia. Lo que
observamos es al demonio atormentando los pies del santo con un instrumento de tortura. Ahora bien, fíjense
que cuesta hallar a Satán en este dibujo. Es este diminuto renacuajo que aparece en el extremo inferior
derecho. Es esta entidad que viste una falda. Es un claro ejemplo de lo que los historiadores del arte llaman
“el diablo micro-organismo.” Observen también que no es una figura pensada para aterrorizar, asustar o
quitarle el sueño a nadie. Realmente resulta muy difícil imaginar que un ser con estas características pudiera
liderar una conspiración de dimensiones cosmológicas.

Bien, a continuación voy a saltar hasta el siglo XV, voy a avanzar 200 años. Y van a ver el contraste brutal
que existe entre esta primera serie de ilustraciones que acabo de mostrar, y la segunda serie que voy a pasar a
analizar ahora. Mayores diferencias resulta imposible imaginar. Voy a mostrar primero dos ilustraciones que
fueron realizadas en torno a 1415, es decir, a trece años del inicio de la caza de brujas.

ILUSTRACIÓN 8

En pantalla tenemos una de las grandes maravillas del arte tardomedieval, una de las imágenes que ilustran
Très riches heures du Duc de Berry, un lujoso libro de oraciones perteneciente a acaudalado representante de
la alta aristocracia francesa de la época. Las ilustraciones de este Libro de las Horas corrieron por cuenta de
los hermanos Jean, Paul y Herman Limbourg. Esta primera imagen que observamos representa una escena
que ya conocemos: la expulsión de Lucifer de la corte celestial. Observemos, sin embargo, las grandes
diferencias que existen entre este demonio contemporáneo del estallido de la caza de brujas y cualquiera de
las imágenes que vimos hasta ahora. El Lucifer de los hermanos Limbourg, si bien aparece descendiendo en
caída libre, conserva un imponente tamaño (recordemos que dicho atributo siempre expresaba potencia), igual
o superior al de la divinidad, a la que observamos en la sección superior de la ilustración sentada sobre su
trono, y con atavíos papales. Ya de por sí llama la atención que Satán no aparezca contrapuesto a Jesucristo
sino a Dios Padre. Fíjense la estructura axial del dibujo: la divinidad y el demonio aparecen simétricamente
ubicados, uno en la parte superior y el otro en la parte inferior, lo que genera la sensación de que estamos en
presencia de dos contendientes de nivel similar. La sensación es que Satán tan sólo perdió una batalla, pero
que aún no ha perdido la guerra. Es una figura bella, hermosa. No se lo muestra como un ser deforme. Fíjense
otro pequeño detalle: mientras desciende, conserva la corona sobre su cabeza. Claro, ésta es una ilustración
realizada a menos de quince años del inicio de la caza de brujas. Lo que vemos, pues, es un diablo imperial,
un demonio rey, un monarca, una potencia política, detrás del cual no nos resulta difícil imaginar un estado,
un reino, un ejército. Ya no es una figura solitaria, sino la cabeza de las fuerzas del mal.

ILUSTRACIÓN 9

Los mismos hermanos Limbourg son autores de la siguiente ilustración, también extraída del libro personal de
oraciones del Duque de Berry. Vemos ahora a Satán ya instalado en su nuevo reino, en el infierno. Se trata de
una entidad horripilante, un monstruo de enorme tamaño, particularmente amenazante. A diferencia de todos
los que vimos hasta ahora, este personaje parece ideado para inducir terror y provocar pavor en el observador.
¿Puede existir mayor diferencia entre aquel renacuajo que atormentaba al sufriente Job y este ser
espeluznante? Aún en el infierno, Satán conserva su corona. Se trata de un monarca que lidera un reino del
mal. Lo vemos además regurgitando y defecando condenados. Sus adláteres están infringiendo toda clase de
torturas a los réprobos. Lo que estamos viendo es, en síntesis, una revulsiva cámara de tortura.

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ILUSTRACIÓN 10

Avancemos un poco en el tiempo y centrémonos por unos minutos en la década de 1450, un cuarto de siglo
después del estallido de la caza de brujas. Lo que estamos viendo en pantalla es un motivo recurrente en el
arte de la época: el de Satán instalado en su corte real. Esta ilustración es de 1450-1455, y corresponde al
Merlín en prosa, uno de los textos claves de la materia artúrica. El ilustrador representa al diablo como un
monarca sentado en un trono, con corona y cetro, y ahora rodeado de demonios que ofician de funcionarios
curiales. Es la contracara infernal de los poderes de este mundo, del monarca cristiano, incluso del papa de
Roma. Esta ya sí es una figura a la que imaginamos liderando la rebelión de los brujos y las brujas, fundando
una nueva súper-secta de herejes destinada a disputarle a la divinidad, casi de igual a igual, el control de la
creación.

ILUSTRACIÓN 11

La siguiente ilustración da cuenta del mismo motivo. Es de 1456, y el artista es Jean Mielot. Es casi
contemporánea a la anterior, sólo que ilustra El milagro de Teófilo, la fábula de origen bizantino que
introduce en Occidente el mitologema del pacto diabólico. Ahí está Teófilo de rodillas rindiéndole homenaje
al demonio. Después se arrepiente, aparece la Virgen María, rompe el contrato y lo libera, esa es la moraleja.
La descripción de la corte que vemos en este dibujo es más elaborada que la anterior: el demonio no
solamente está sentado en su trono, con corona, cetro, y la esfera del mundo sino que además está recubierto
con una capa de armiño. Noten un detalle: esta corte ya no funciona en el infierno, sino que está sesionando
en nuestro mundo, en el más-acá. Éste es un demonio presente en nuestra realidad, una amenaza que está
entre nosotros, que preside una asamblea de espíritus malignos, contrapartida preternatural del Sabbat de las
brujas, una asamblea de hombres y mujeres perversos.

ILUSTRACIÓN 12

Sin duda, la siguiente es la más terrorífica de todas las representaciones que vimos hasta el momento. Aparece
en el Livre de la Vigne Nostre Seigneur, c.1450-1470 (la caza de brujas ya ha comenzado hace varias
décadas). Este sí ya es un ser decididamente tremebundo, que podría llegar a quitarle el sueño a más de un
desprevenido. Sus pies son garras de ave de rapiña. Posee un cuerpo escamoso, de reptil o de pez. En ambas
manos empuña instrumentos de tortura. Los dientes son afilados como puñales. La corona está conformada
por cabezas de otros demonios. Lanza fuego por las orejas y por la boca. Evidentemente, algo ha cambiado
respecto de la manera que se tenía de concebir al demonio a finales del primer milenio. De eso no cabe duda.

ILUSTRACIÓN 13

Concluyo analizando este célebre cuadro pintado c. 1480 por Michael Pacher: “El diablo presentándole a San
Agustín el Libro de los vicios”. Lo curioso es que el exemplum que ilustra esta pieza posee un carácter
fuertemente agustiniano que la ilustración no refleja. La historia, recogida por Jacobo de la Vorágine en la
Leyenda dorada, señala que el demonio se le apareció a Agustín con el Libro de los Pecados, en el que se
hallan escritos todos las faltas cometidas por los hombres. Satán aparece para mostrarle al obispo de Hipona
que su legajo no está limpio: en el libro figuraba un reciente pecado venial que el santo había cometido
(aparentemente se distrajo durante un oficio divino y equivocó la letra de uno de los salmos que estaban
cantando). El demonio se aparece entonces para mortificar a Agustín y minar su confianza. Por toda
respuesta, el obispo se arrodilla, pide perdón a la divinidad con genuina contrición, y milagrosamente el
consabido pecado de distracción desaparece del Libro. El demonio, ofuscado e impotente, se desvanece entre
grandes aullidos. Fíjense que el relato expresa muchos trazos característicos de la demonología del primer
milenio, pues lo que hace es dar cuenta de una humillante derrota de Satán. Ahora bien, no es evidentemente
una sensación de derrota e impotencia diabólicas la que el cuadro de Pacher parece buscar transmitir. Por de
pronto, se trata de un demonio repelente, una suerte de insecto gigante. Posee alas de murciélago, cornamenta
de ciervo, pezuñas de cabra. Fuego y humo salen de su boca. El rostro parecería corresponder a algún insecto
difícil de identificar. Tiene un segundo rostro anal. Es del mismo tamaño que San Agustín. La sensación es
que con absoluta facilidad este monstruo podría saltar sobre el anciano y devorarlo. Lejos estamos de
imaginar cómo termina la fábula que esta pintura pretende ilustrar: con un denigrante fracaso de Lucifer.

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Bien, resulta evidente el contraste entre las representaciones del demonio que aparecían en la primera serie de
ilustración que mostré (siglos IX a XII), y las que aparecen en la segunda serie (siglo XV). ¿Qué sucedió entre
un conjunto de imágenes y otro para que cambiaron tanto los códigos de representación iconográfica de
Satán? Pues precisamente lo que sucedió es que desde fines del siglo XIII comenzó a configurarse la
demonología radical, una nueva ciencia inventora de un nuevo demonio, que es precisamente el que refleja
con tanta claridad el arte del siglo XV.

La pregunta es por qué desde fines del siglo XIII Occidente comenzó a obsesionarse con la figura del ángel
caído como nunca antes lo había estado. ¿Por qué la cultura europea empezó a mostrar una preocupación por
el diablo que nunca antes había tenido? Yo identificaría al menos cinco procesos históricos reales que nos
permiten entender este nuevo habitus que llevó a la cultura europea a “pensar con demonios”, parafraseando
el título del monumental libro de Stuart Clark, Thinking with Demons, dedicado al estudio de la demonología
temprano moderna. Con el análisis de estos procesos históricos vamos a comenzar la clase de mañana.

Desgrabado por Miguel Mejía Robledo

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