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Materia: Historia Moderna.

Cátedra: Campagne.
Clase: 28.
Fecha: 21 de noviembre de 2013.
Tema: La demonología radical y la caza de brujas (IV).
Dictado por: Fabián Alejandro Campagne.
Corregido por: Fabián Alejandro Campagne.

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Bueno, la semana pasada pudimos identificar los tres tiempos a partir de los cuales se construyó un saber
sistemático sobre el demonio entre los siglos XIII y XV, una disciplina a la que luego se darán usos prácticos
durante la Edad Moderna. El primer tiempo relacionado con la elaboración de la demonología radical se
extiende entre las décadas de 1250 y 1270 y tiene como protagonista excluyente a Tomás de Aquino, quien
reinventó la angelología, sin la cual no hubiera existido una ciencia escolástica del demonio. La segunda fase
se centra en la década de 1320 y la tercera se desarrolla durante el siglo XV.

Dijimos también el viernes pasado que dos fueron los aportes que la angelología de Tomás de Aquino hizo a
la futura demonología radical: la doctrina de la absoluta inmaterialidad de las naturalezas angélicas y la
doctrina de la radical perversión de los ángeles caídos. Respecto de la primera sostuvimos que Tomás de
Aquino, contra toda la tradición teológica anterior, postuló que ángeles y demonios eran entidades
puramente espirituales, incorpóreas, carente de materia. Esta teoría bien pudo haber contribuido a reunir
argumentos contra los cátaros pero sin dudas creó problemas nuevos. Por de pronto, tornó menos creíble la
posibilidad de que espíritus intermedios desencarnados pudieran producir efectos reales en el mundo de la
materia. ¿Cómo explicar que “inteligencias separadas”, que carecen de cuerpos, puedan actuar sobre otros
cuerpos? La resolución de este dilema resultaba fundamental, porque de ella dependía que los hechos
atribuidos a brujos y bruja a partir de mediados del siglo XV resultaran creíbles o ridículos en términos de la
ciencia y la filosofía de la época. Por eso nosotros definimos a la angelología de Tomás de Aquino como una
suerte de física angélica, destinada a resolver estas inconsistencias. Por supuesto que el santo dominico no
podía saber que ciento cincuenta años después de su muerte iba a estallar la caza de brujas. Pero lo cierto es
que sin sus formulaciones teóricas la conspiración atribuida al demonio de 1430 en adelante no hubiera
resultado creíble.

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También el viernes pasado identificamos dos momentos particulares de la Summa Theologiae en la que se
percibe con mucha claridad este esfuerzo del Aquinate por probar que, aunque carecen de cuerpos
naturalmente unidos a ellos, ángeles y demonios pueden actuar en el mundo de la materia. La primera
cuestión se relacionaba con la posibilidad de que las naturalezas angélicas pudieran mover y trasladar
objetos materiales. Y la segunda con la posibilidad de que pudieran engendrar descendencia. Respecto del
primer interrogante Tomás respondía afirmativamente: los ángeles y demonios han sido dotados por la
divinidad con la virtud del movimiento local, expresión que el teólogo dominico extrae de la física
aristotélica, es decir, de una de las grandes ramas de la ciencia natural escolástica, una de las disciplinas de
punta de la época. Respecto de la otra cuestión, Santo Tomás responde negativamente: dado que no tienen
cuerpos los demonios no pueden reproducirse, pero poseen la capacidad de manipular la sexualidad
humana. Para probarlo el santo dominico imbricaba las teorías de los cuerpos virtuales y del incubato.

Y hasta acá llegamos el viernes pasado.

Quiero comenzar la clase de hoy comentando un fragmento del Malleus Maleficarum de Heinrich Krämer,
alias Institor, para resaltar precisamente cuánto le debe la demonología radical temprano-moderna a las
teorías del Aquinate, pero sobre todo, y muy especialmente, para que constatemos una vez más cuán
dependiente resultaba esta disciplina de la ciencia natural de la época, en particular de la física aristotélica.
Afirma Krämer respecto del vuelo de las brujas y de la transvección aérea: “No es apropiado decir que las
brujas no pueden ser trasladadas de forma local porque Dios no lo permitiría, pues si lo permite en el caso de
los justos y de los inocentes, e incluso de los magos, cómo no va a hacerlo con estas mujeres que se han
entregado al Maligno por completo. Y además digo, con el mayor respeto, ¿acaso el diablo no arrebató a
Nuestro Señor y lo condujo a un lugar elevado como lo testimonia el Evangelio [se refiere a la tercera de las
tentaciones del desierto padecidas por Jesucristo, durante la cual Satán lo eleva por los aires y lo deposita en
el pináculo del Templo de Jerusalén]. Ni siquiera el segundo argumento de nuestros oponentes pueden
considerarse, que el diablo no podría hacer esto [transportar a alguien por los aires], pues ya se ha visto que
tiene un poder natural (recalco esta expresión; el subrayado es mío] que supera cualquier poder corporal, de
modo que ninguna fuerza terrenal se le puede comparar. La virtud del poder natural que recibe Lucifer es tan
portentosa que no hay poder similar ni siquiera entre los ángeles del bien [recordemos que teológicamente
hablando Lucifer era el más perfecto de los ángeles; de hecho, probablemente la más perfecta creatura
jamás diseñada por la divinidad]. Supera a los ángeles en su naturaleza, y la Caída no ha disminuido dicha
naturaleza sino que únicamente ha perdido la gracia [observen aquí un matiz respecto de la demonología
del primer milenio, que consideraba que el fracaso de la revolución de Lucifer había disminuido su potencia,
tesis que veíamos muy bien reflejada en las fuentes iconográficas; Krämer afirma lo contrario: después de su
caída Satán es malvado pero sigue siendo tan poderoso como antes]. Tampoco son válidas otras dos
objeciones que se podrían presentar. Primero, que el alma del hombre podría resistir al diablo, y que el texto
bíblico parece referirse a un diablo en particular, a Lucifer, puesto que está redactado en singular. Los otros
ángeles, según esta argumentación, no serían tan poderosos, puesto que Lucifer los supera, de aquí que no
serían capaces de transportar por los aires a hombres buenos o malos de un lado a otro. Estos argumentos
no tienen solidez. Primero, si consideramos a los ángeles, el más pequeño de ellos supera
incomparablemente a cualquier potencia humana. Y así es el poder de un ángel, incluso el del alma, que es
más fuerte que el poder corporal. Segundo, y en relación con el alma, cada forma corporal debe su
individualidad a la materia, y en el caso de los seres humanos al hecho de que un alma la infunde. Pero las
formas inmateriales son inteligencias absolutas, y en consecuencia poseen una potencia absoluta y universal.
Por esta razón, cuando el alma se une al cuerpo no puede transportarlo súbitamente y elevarlo por los aires,
aunque podría fácilmente hacerlo si se mantuviera separada y si Dios lo permitiera. Mucho más entonces le
resultaría posible a un espíritu completamente inmaterial, como los ángeles buenos o malos [observen que

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este razonamiento es tomismo en estado puro; recuerden que el Aquinate sostenía que el alma también
impulsaba al cuerpo por movimiento local; la única diferencia entre los ángeles y las almas humanas era que
estás últimas estaban naturalmente unidas a un cuerpo determinado, mientras que aquellos podían mover
cualquier objeto que desearan, puesto que no estaban atados a ninguna porción de materia específica].
Tercero, es propio de la naturaleza del cuerpo el ser movido directamente por una naturaleza espiritual y
como dice Aristóteles en el libro VIII de la Física el movimiento local es el primero de los movimientos
corporales [Krämer, el más célebre demonólogo de la Edad Moderna, aparece aquí fundamentando sus
teorías a partir de postulados científicos, que pueden parecernos ridículos, pero que antes de Galileo,
Kepler, Descartes o Torricelli eran aceptados por la mayoría de los académicos y eruditos de la época]. Y lo
prueba diciendo que este movimiento corporal local no procede intrínsecamente del poder de un cuerpo
como tal sino que proviene de una fuerza externa. Podemos concluir entonces, no tanto a partir de los
santos doctores como de los filósofos [Institor reconoce explícitamente que está argumentando a partir de
la ciencia natural antes que de la teología] que los cuerpos más elevados, ésto es, los astros, son movidos por
esencias espirituales y por inteligencias separadas que son buenos por naturaleza y por intención [según la
precaria astronomía de la época, los planetas giraban en torno a la Tierra inmóvil gracias a que eran
empujados por ángeles especializados en dicha tarea; he aquí otro ejemplo de movimiento local]. Luego se
debe deducir que ni en tanto que cuerpo ni en razón de su alma, el cuerpo humano puede resistirse a ser
súbitamente transportado con el permiso de Dios de un lugar a otro. Este transporte se debe a una
substancia buena por voluntad y naturaleza cuando los transportados son buenos establecidos en la gracia.
Pero cuando los transportados son malos, este transporte se debe a una substancia buena por naturaleza
pero de voluntad desviada, el demonio. Quien quiera pueda acudir a Santo Tomás en tres artículos de la
parte primera de la Summa Teológica, pregunta 90 [que son los que leímos durante el teórico del viernes
pasado]”.

Para terminar de probar cuán dependiente de la ciencia escolástica resultaban la angelología tomista y la
demonología radical ,voy a leer a continuación fragmentos de una serie de clases de física que se dictaron en
la Real Academia de Córdoba –no la ciudad andaluza sino la Córdoba del Tucumán, en el Virreinato del Río
de la Plata– en 1784, en pleno Iluminismo tardío. El disertante era un eclesiástico, Fray Elías del Carmen. El
nombre de la materia que dictó en la mencionada institución científica era Phisica generalis cursus (Curso de
Física General). Las clases se dictaban en latín, pero algunos alumnos tomaron apuntes en castellano, que se
han conservado hasta el presente, y que fueron exhumados por José Carlos Chiaramonte hace más de dos
décadas.

Voy a comenzar leyendo el programa de este curso, que recoge problemas típicamente científicos. Por
ejemplo, en la unidad 2 leemos: “Qué es y en virtud de qué existe el vacío; qué opinión es la más probable
acerca de los tubos capilares; ¿existe una materia sutil que penetre los poros de todos los cuerpos?”. En la
unidad 3 aparecen los siguientes contenidos: “cuál es la razón formal de la fluidez de los cuerpos; qué es y en
qué debe consistir la fuerza elástica de los cuerpos; cuál es la causa del descenso de los cuerpos graves; cuál
es la causa eficiente de la aceleración de los cuerpos que caen [un típico problema de cinemática]. Unidad 4:
“cuál es la naturaleza física de la luz [un problema de óptica]; en qué consiste formalmente la diafanidad y la
opacidad de los cuerpos; en qué consisten físicamente los colores?”.

Pues bien, en el medio de todas estas cuestiones puramente científicas, hallamos de pronto un tópico
típicamente angelológico. Entre los temas a tratar en la unidad 3 por Fray Elías del Carmen leemos: “si según
las leyes establecidas y la naturaleza del movimiento del cuerpo, los ángeles y los demonios pueden mover
físicamente los cuerpos por virtud natural de ellos”. ¿Qué responde a ello el disertante? La pregunta
resultaba pasada de moda, pero no así la respuesta, acorde con los postulados físicos de la Ilustración tardía:

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“Toda acción corpórea se lleva a cabo por movimiento local, es decir, tiene lugar mediante el impulso físico
que en idioma español se llama choque. El impulso físico no puede efectuarse sino entre sustancias que no se
hallen penetradas en el acto. Parto del supuesto de la espiritualidad de los ángeles y demonios. En efecto, los
ángeles son sustancias cogitativas, es decir, intelectuales y por lo tanto penetrables, incorpóreas e
incorruptibles. Los ángeles y demonios no pueden mover físicamente por virtud natural. En efecto, primero, a
los ángeles y demonios no pueden convenir una virtud natural que repugne a su naturaleza y esencia, pero la
virtud natural de mover físicamente los cuerpos repugna a la naturaleza de los ángeles. Luego los ángeles no
tienen la virtud natural de mover los cuerpos. El movimiento físico no puede hacerse sino mediante un
impulso físico. El impulso físico no puede provenir sino de una substancia que resista a la impenetrabilidad.
Mas la naturaleza de los ángeles no es apta para resistir la impenetrabilidad, como que son inmateriales e
impenetrables. Además, de ninguna manera pueden los ángeles por propia virtud hacer milagros. Pero si por
virtud intrínseca movieran los cuerpos podrían hacer milagros. Es milagro todo lo que se hace contra las
leyes naturales establecidas. Pero si los ángeles por virtud natural pudieran mover físicamente los cuerpos
por sí mismos, podrían hacer milagros, lo cual es contrario a las leyes de la naturaleza”. Observen que ya
para 1784 fray Elías no acepta la teoría de Tomás de Aquino sobre el movimiento local de ángeles y
demonios. Sólo acepta el 50% del planteo del Aquinate: concuerda con la teoría de la plena inmaterialidad
de las naturalezas angélicas, pero rechaza la posibilidad de que pudieran mover o trasladar objetos
materiales. Pero ésto no es lo que me interesa a mí en relación con este fragmento. Lo que quiero recalcar
es cómo aparece un problema angelológico en un curso de física dictado por un eclesiástico.

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En lo que respecta a los poderes angélicos, la escolástica tomista no agrega grandes novedades.
Técnicamente los ángeles de Tomás no son demasiado más poderosos que los de San Agustín, pero sucede
que San Agustín era un pensador mucho más desordenado que Tomás –quien era mucho más sistemático.
Ustedes saben que por lo general todo esfuerzo de sistematización termina cambiando la percepción que
tenemos de la materia sistematizada. Y ésto es lo que sucede con el discurso tomista. La imagen que se
desprende de los razonamientos dialécticos del Aquinate es la de un demonio más poderoso que el del
primer milenio, aunque sustancialmente no lo fuera. El diablo que pone en escena el dominico parece más
independiente, autónomo, soberano y libre que los espíritus del mal agustinianos, simplemente por la
manera en que el tema se trata y los argumentos se exponen.

Existe sin embargo una innovación –la única– que Tomás de Aquino introduce en relación con los poderes
de la naturalezas angélicas: la invención de la categoría de “preternatural”. Tomás era consciente de los
problemas que su teoría de la absoluta inmaterialidad de ángeles y demonios había provocado. Además del
inconveniente que ya vimos –tornaba poco plausible el accionar en el mundo de espíritus desencarnados–
generaba un segundo trastorno: acercaba demasiado a la divinidad y a los ángeles, con lo que se corría el
riesgo de semidivinización de las entidades intermedias. Tomás postulaba, en efecto, que las criaturas
angélicas era tan inmateriales e incorpóreas como el mismísimo Dios. Pues bien, fue para resolver este
problema que el dominico creó la categoría de preternaturaleza.

Desde la perspectiva tomista ángeles y demonios no son seres sobrenaturales –como nosotros, desde el
presente, tenderíamos a catalogarlos. Son seres naturales, porque han sido creados por la divinidad. Todo lo
creado por el Sur Supremo es “naturaleza”: los minerales, las plantas, los animales, los hombres y los
ángeles. Pero claro, las inteligencias separadas son seres extraordinarios, mucho más poderosos que el resto
de las criaturas. Resultaba imperativo desde un punto de vista taxonómico pensar para ellos un orden
natural específico, un orden natural pero extraordinario: y ése fue el orden preternatural.

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Tomás dirá entonces que existen tres umbrales de lo posible, tres órdenes del ser. En primer lugar, el orden
sobrenatural, con el que sólo cabe relacionar a la divinidad y a los milagros (que en tanto flagrantes
violaciones de las leyes que rigen el funcionamiento del cosmos únicamente pueden ser realizados por
Dios). Luego existe un segundo orden, el preternatural, en el que corresponde ubicar las acciones de ángeles
y demonios. Y finalmente, en tercer lugar, el orden natural ordinario u orden natural propiamente dicho, al
que hay que remitir al resto de los seres creados, animados e inanimados.

En términos ontológicos, pues, la distancia que para la escolástica bajomedieval existe entre las naturalezas
angélicas y Dios es infinita, inconmensurable; tan infinita como filosóficamente puede resultar la distancia
que separa a un ser creado y de uno increado, a un ser finito de otro infinito. Es por ello que, a pesar de sus
características extraordinarias –invisibilidad, inmaterialidad, incorporeidad– los ángeles y demonios están
mucho más cerca de los hombres que de Dios desde una perspectiva metafísica, porque seres humanos y
seráficos son creaturas: todos han sido creados por el mismo ser increado. Se comprende, entonces, que los
seres intermedios obedezcan las mismas leyes naturales que constriñen al resto de los seres creados. Y por
éso mismo resultan cognoscibles y estudiables por la ciencia del hombre, al igual que la germinación del
poroto, el aparato respiratorio de los batracios, o el funcionamiento del hígado en el cuerpo humano. Por lo
tanto, la angelología de Tomás –y después la demonología radical temprano-moderna– puede
perfectamente caracterizarse como una suerte de teología-biológicamente-informada. De hecho. en un
fragmento de la Summa Teológica, siguiendo a San Gregorio Magno, Padre de la Iglesia del primer milenio,
Tomás describe a ángeles y demonios como “animales racionales”.

El sentido de lo posible y de lo imposible de la angelología de Tomás es exactamente el mismo que tenía la


demonología radical de la Edad Moderna. ¿Qué es lo que ángeles y demonios no pueden hacer según la
mirada de los teólogos escolásticos y de los demonólogos renacentistas? No pueden violar las leyes de la
naturaleza:
1) no pueden resucitar a los muertos, porque ello sería obrar un milagro, y éso solo puede hacerlo la
divinidad.
2) no pueden producir metamorfosis reales, pues en cuanto agentes incorpóreos no tienen capacidad
de alterar de manera inmediata la materia corpórea. Por caso, no pueden convertir un príncipe en
un sapo o una calabaza en una carroza (las célebres historias de los cuentos de hadas carecen,
pues, de fundamentos teológicos sólidos, pues les atribuyen a las entidades feéricas capacidades
que la angelología y la demonología ortodoxas no podían aceptar).
3) no pueden acelerar procesos biológicos, provocando que un hombre súbitamente envejezca o
rejuvenezca (con lo cual la leyenda alemana del doctor Fausto tampoco posee fundamentos
teológicos).
4) no pueden crear materia ex nihilo; el quantum de materia que existe en el cosmos ha sido
determinado por la divinidad. Las entidades intermedias no pueden agregar siquiera un centímetro
cúbico de materia al universo.
5) no pueden mover un cuerpo in instanti trasladando un objeto entre un punto y otro sin pasar por
todos los puntos intermedios, porque ello sería romper las leyes de la física.
6) no pueden mover cuerpos a distancia, pues según la doctrina del movimiento local motor y móvil
deben mantener alguna forma de contacto.
7) no pueden dotar de vida a la materia inerte ni provocar que las cosas materias se muevan por su
propia voluntad.
8) no pueden crear vacío, en el contexto de una ciencia aristotélica que pensaba que el vacío no
existía en la naturaleza.

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9) no pueden predecir el futuro, sobre todo los hechos y las acciones que dependan de las decisiones
contingentes adoptadas por criaturas munidas de libre albedrío (pueden deducir hechos futuros en
función de la inteligencia superior que poseen, pero se trata siempre conjeturas que carecen de la
certeza de la verdadera profecía).
10) no pueden conocer los pensamientos ni leer la mente de los hombres. De nuevo, en función de la
riquísima gestualidad del rostro humano pueden deducir lo que una persona está pensando, pero
con un grado de imprecisión inocultable.

Para terminar de comprobar que el sentido de lo imposible angélico-demonológico de Tomás de Aquino es


el mismo que el que se encuentra vigente durante la Edad Moderna, voy a leer un fragmento de un texto
publicado en 1631, en Huesca, Aragón. Su autor es Gaspar Navarro, y el título del tratado es Tribunal de
Superstición Ladina. Explorador del saber, poder y astucia del Demonio: “Y así el demonio no podrá quitar la
conexión y subordinación del universo. No podrá destruir todo un elemento ni obrar ni hacer lo contrario a la
naturaleza [por caso, no puede hacer que un objeto se diluya sin dejar rastros; puede destruirlo, pero
siempre quedarán los restos materiales de lo que destruyó]. Ni que en toda ella [la naturaleza] se dé vacío,
porque sería quitar la conexión en la cual consiste el ser y la conservación de la naturaleza. Tampoco puede
el demonio mover in instanti un cuerpo aunque sea verdad que lo pueda hacer con mucha presteza y
velocidad. Porque para hacer estas cosas es necesario tener potencia infinita, y el demonio, como es una
creatura, por necesidad tiene potencia finita y limitada. Tampoco podrá llevar de un lugar a otro un cuerpo
no pasando por el medio que hay para ir a un lugar, ni producir alguna forma substancial ni accidental,
porque como no es incorpóreo no puede alterar la materia incorpórea ni crear cosa alguna de la nada. Ni
podrá transformar cosa alguna en otra, ni que las cosas corporales por su voluntad se muevan. Ni tampoco
que los animales imperfectos, que se hacen aplicando activis-pasivis, en breve espacio de tiempo tengan su
magnitud y grandeza, porque hacer esto es pervertir el orden natural [para la rudimentaria biología de la
época, los insectos, los arácnidos, los anfibios y demás animales caracterizados como imperfectos, nacían
espontáneamente de la materia orgánica en estado de putrefacción. El demonio podía fabricar, pues, esta
clase de alimañas reuniendo toda clase de desechos en descomposición: pero no podía, sin embargo, lograr
que un renacuajo en pocos segundos se convirtiera en un batracio adulto, ni que una larva se transformara
en pocos segundos en un insecto desarrollado]. Ni puede poner en un sujeto lo que es postrero sin lo
primero, como ojos sin cabeza. Ni resucitar muertos, porque es cierto que sólo la majestad de Dios puede
hacer milagros.”

Bien ¿entonces qué pueden hacer ángeles y demonios, en concreto? Porque hasta ahora parece que muy
poco. En realidad, no es así. Podían hacer muchísimo. Si bien les estaba vedado violar las leyes naturales
nada impedía que las manipularan (aclaración: cada vez que en el listado que sigue se haga alusión a
acciones con fines maléficos, se sobre-entiende que aunque las mismas resulten posibles para los ángeles
buenos, la teología ortodoxa tendía a atribuírselas a los espíritus caídos):
1) pueden mover objetos materiales, incluso a una velocidad tal que el traslado resulte invisible a los
ojos del hombre, según los principios de la teoría del movimiento local.
2) pueden trasladarse a una velocidad extraordinaria, lo que les permite recorrer grandes distancias
en muy poco tiempo (“la velocidad de su soplo”, a la que aludía el libro del Profeta Daniel).
3) conocen todas las virtudes que encierran los reinos vegetal y animal, de tal forma que pueden curar
enfermedades o provocar la muerte de seres vivos, simplemente aplicando en ellos la substancia
correspondientes (los demonólogos contemporáneos de la caza de brujas decían que el demonio
era el más grande médico y el más grande envenenador que existía).
4) pueden provocar tormentas o iniciar vientos huracanados, poniendo en movimiento masas de aire,
agitando el mar o excitando la atmósfera (ven que el razonamiento resulta por completo

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mecanicista, según los principios de la filosofía natural de la época: el aire es materia, aunque sutil,
y por lo tanto los demonios pueden empujarlo y moverlo como cualquier objeto, generando de esa
manera fenómenos atmosféricos inesperados).
5) pueden introducirse en estatuas u otros objetos inanimados para hacerlos deambular, generando
la sensación de que cobran vida. Lo mismo pueden hacer con los cadáveres y cuerpos sin vida,
generando la sensación de que resucitan. Pueden hacer también que los animales hablen como
seres humanos, ejerciendo una suerte de ventriloquía preternatural.
6) pueden manipular y perturbar los humores del cuerpo humano, provocando súbitos cambios de
personalidad o desequilibrios que generen enfermedades como la melancolía o el frenesí. Ésto en
el contexto de una medicina galénica, que pensaba que tanto los diferentes temperamentos como
la enfermedad o la salud dependían de delicados equilibrios entre cuatro humores o fluidos que
contenía el cuerpo humano: la sangre, la bilis, la bilis negra y la flema. Pequeños desbalances entre
estos líquidos generaban los diferentes caracteres humanos: aquellos en los que predominaba la
sangre eran los de personalidad colérica; los que tenían exceso de bilis negra eran los melancólicos;
en los que predominaba la flema se daban las personalidades impasibles; y aquellos en los que
dominaba la bilis eran los amargados. Cuando estos desequilibrios eran muy profundos se
producían enfermedades. Aquellos en los que la sangre era demasiado abundante se tornaban
frenéticos, violentos incontrolables; mientras que quienes debían soportar una superabundancia de
bilis negra eran los que hoy calificaríamos como depresivos severos. Pues bien, los demonólogos
sostenían que el demonio era capaz de manipular estos humores corporales y consecuentemente
de enfermar a las personas o provocar trastornos de personalidad. A mediados del siglo XVI, por
caso, el médico holandés Johannes Wier sostuvo en De Praestigiis Daemonum et Incantationibus ac
Venificiis, de 1563, que las brujas eran ancianas en quienes el demonio inducía adrede estados
melancólicos profundos para mejor seducirlas y engañarlas. Disparatado como pueda parecernos
este esquema demonológico, se basaba en los principios de la medicina que se enseñaba por
entonces en las universidades renacentistas.
7) pueden introducirse en el cuerpo de un hombre, anulando su facultad volitiva, pero no tienen el
poder para acceder al alma ni a los pensamientos del individuo-huésped: se trata del fenómeno de
la posesión diabólica.
8) pueden introducir en la mente del hombre ilusiones e imágenes falsas, durante el sueño o en
estado de vigilia, induciéndolo a confundir fantasía y realidad: se trata de la teoría del Canon
episcopi que vimos el jueves pasado.
9) mediante la manipulación de los efectos de luz pueden generar toda clase de ilusiones ópticas, es
decir, espejismos, volviendo súbitamente invisibles objetos reales o proyectando imágenes de
objetos inexistentes. Para la demonología temprano-moderno los ángeles caídos son maestros de
la ciencia óptica.
10) mediante la manipulación de materias orgánicos y masas de aire rarificado pueden fabricar
simulacros corporales, dotados de un peso y de unas dimensiones similares a la de los cuerpos
reales: se trata de la teoría de los cuerpos virtuales, que a su vez fundamenta la del incubato.

En síntesis, ustedes ven que para la angelología tomista, como después para la demonología radical de la
Edad Moderna, el demonio no era sino una curiosa mezcla de filósofo natural e ilusionista, científico loco y
de actor de variedades.

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Hasta acá el primer tiempo del proceso de construcción de la demonología radical, el relacionado con la
angelología de Tomás.

El segundo tiempo transcurre durante la década de 1320, y tiene como protagonista al Papa Juan XXII, quien
por entonces publicó una bula muy importante en la historia de los avances de la intolerancia en Occidente,
la Super illius Specula. El documento habría sido redactado entre fines de 1326 y comienzos de 1327 (la
fecha no se puede precisar). Se trata de una bula misteriosa, porque por alguna razón que no ha podido
determinarse, no fue incorporada a ninguna de las recopilaciones de documentos pontificios
bajomedievales conocidas.

El objetivo de la Super illius specula es extremadamente concreto: asimilar la magia ceremonial o ritual a la
herejía. La bula produjo una revolución doctrinaria, porque terminó de diseñar un concepto –que no era
nuevo, y que probablemente venía de la época en que los gregorianos luchaban contra la simonía: el de
“hecho herético” o factum hereticale. Produjo una revolución doctrinal porque con esta nueva categoría
Juan XXII venía ahora a decirnos que las simples acciones, que los hechos externos, en los que no median
palabras, podían sin embargo configurar herejía. Con ello el Papa contradecía una venerable tradición en la
historia de la Iglesia, que siempre había postulado que la herejía era un crimen de opinión, heterodoxia, es
decir, saber descarriado, error obstinado en materia de fe. Juan XXII comenzaba a sostener, sin embargo,
que los simples hechos externos podían configurar herejía, que resultaba posible asimilar “el hacer” con “el
creer”, que se podía otorgar a las acciones la fuerza de lo dicho, y al gesto la fuerza del verbo. Desde la
perspectiva de este documento papal, un gesto podía subsumir a una opinión, incluso equivaler a una
opinión. Se podía, por lo tanto, ser hereje sin hablar ni escribir nada, simplemente “haciendo”.

Para entender mejor esta revolución doctrinal hay que conocer mejor algunas características idiosincrásicas
de Juan XXII, que era un papa obsesionado con las confabulaciones en su contra, que él veía por todas
partes. Era un hombre de una contextura débil y enfermiza, y por ello estaba convencido de que sus
enemigos se veían constantemente asaltados por la tentación de montar atentados en su contra para
acelerar la transición hacia un nuevo papado. Juan XXII, recordemos, es el segundo papa de Avignon.

Las peculiaridades relacionadas con su aparente debilidad física se relacionan con las características de su
elección, una de las más extrañas en la historia de los 266 lideres de la Iglesia romana, de San Pedro a Jorge
Bergoglio. Los hechos se sucedieron de la siguiente manera. En 1314 muere el primer papa de Avignon,
Clemente V. Los cardenales de la Iglesia romana, sesionando en Lyon, en el sur de Francia, no se ponen de
acuerdo para elegir a un sucesor. Había tres partidos enfrentados en el colegio cardenalicio: uno francés,
uno italiano y uno gascón –es decir, de los obispos del sur de Francia. A raíz de estas disputas la sede papal
se mantuvo vacante por dos años. Finalmente, en junio de 1316, el regente de Francia, Felipe de Poitiers,
futuro rey Felipe V, se hartó de la situación, y ordenó encerrar a cal y canto a los cardenales en el recinto de
deliberaciones, comunicándoles que no los liberará hasta que no eligieran a un nuevo pontífice. Hasta
entonces, sólo los alimentaría con pan y agua, que ingresarían al salón a través de una ranura que se dejó
abierta para dicho fin. Ante la intempestiva acción del Regente, los cardenales optaron por elegir papa al
más anciano y enfermizo de todos ellos, esperando de esa forma estar dando inicio a un breve papado de
transición. Quien mejor cumplía con dichas características de debilidad y fragilidad era el arzobispo de
Avignon, Jacques Duèze, de 71 años de edad. Según otra versión, Duèze exageró adrede la apariencia
enfermiza que siempre lo caracterizaba, a partir del momento que Felipe de Poitiers encerró a los
cardenales: comenzó a respirar con dificultad y a simular que se ahogaba. Así terminó de convencer a sus
colegas de que era la persona apropiada para conseguir un doble objetivo: burlar el encierro del regente y

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postergar para más adelante la elección de un papado duradero. Duèze aceptó el nombramiento y asumió
con el nombre de fantasía de Juan XXII. Pues bien, inmediatamente después de su entronización recuperó su
salud, y no solamente no murió a las pocas semanas sino que reinó 18 años. Falleció a los casi 90 años de
edad en 1334, convertido en uno de los papas más odiados del segundo milenio, tan detestado que Dante
Alighieri llegó incluso a destinarlo al infierno en su Divina Comedia. Juan XXII es un personaje extraordinario
por donde se lo mire. Por de pronto, era hijo de un zapatero, que sin embargo llegó a pontífice, uno de los
casos de ascenso social más extraordinarios del Medioevo. Pero además es uno de los pocos papas cuyas
doctrinas teológicas fueron declaradas heréticas post mortem. Es lo que sucedió con su teoría de la visión
beatífica, que no tengo tiempo de explicar ahora pero que resulta muy fascinante.

No todas las conspiraciones en contra de Juan XXII eran producto de su paranoia. Este pontífice tenía
enemigos reales. Uno de sus principales adversarios era la corriente espiritual franciscana, defensora de la
doctrina de la pobreza absoluta. Para los espirituales franciscanos la única manera posible de ser cristiano
era la pobreza voluntaria, el total y absoluto desprendimiento de los bienes materiales. No se podía ser
propietario y cristiano. Esta doctrina era, en rigor de verdad, una desviación de las enseñanzas originales de
Francisco de Asís, quien había postulado que la pobreza voluntaria era la mejor manera de abrazar el
cristianismo pero no la única posible. Los espirituales dieron un paso más allá y directamente afirmaron que
la única manera posible de ser cristiano en el mundo era renunciando al principio de propiedad. Se trata de
una cuestión que se discute, seguramente muchos de ustedes lo recuerdan, en la novela de Umberto Eco El
nombre de la rosa (si Jesucristo había poseído bienes en este mundo). La tesis de la pobreza voluntaria
resultaba extremadamente revulsiva para una institución como la Iglesia bajomedieval, muy rica en bienes
tanto muebles como inmuebles. Ello explica los motivos por los cuales los espirituales franciscanos fueron
combatidos por todos los pontífices anteriores a Juan XXII. Sin embargo, quien finalmente logró
neutralizarlos fue este pontífice, y lo consiguió precisamente durante la década de 1320, la misma en la que
se publica la bula Super Illius Specula y se termina de diseñar la noción de hecho herético. 1

Evidentemente, la construcción de la noción de factum hereticale tuvo una finalidad explícitamente


represiva desde el origen: de lo que se trataba era de facilitar la cacería judicial de una oposición anti-papal
a la que Juan XXII tendía siempre a imaginar en términos de conspiración colectiva (después de todo, uno de
sus grandes enemigos era un grupo, una congregación, parte de una orden religiosa). ¿Por qué la noción de
factum hereticale facilitaba la represión de la disidencia ideológica? Por dos motivos: por una causa de
índole práctico y otra de índole epistemológico. En términos prácticos, porque permitía recurrir a la tortura
judicial en los procesos que se les iniciaba a los enemigos del papa. En 1252, el papa Inocencio IV, en la
constitución Ad Abolendam, autorizó el uso del tormento en los procesos por herejía, con el objetivo de
facilitar el descubrimiento de las redes de complicidad. Por otra parte sabemos que la bula Super illius
specula de Juan XXII asimilaba la magia ritual a la herejía. Pues bien: acá cierra la ecuación. Bastaba con
acusar a un enemigo del papa de practicar la magia ceremonial (un enemigo del papa a quien no resultaba
posible acusar de herejía en el sentido tradicional del término, a quien no resultaba posible endilgarle un
apartamiento del dogma; después de todo era mucho más sencillo plantar evidencia relacionada con la
práctica de la magia ritual que con la herejía clásica), para que se le pudiera iniciar un proceso por herejía

1
Para dar otro ejemplo sobre las excentricidades de Juan XXII, recordemos que con el objeto de restarle
argumentos a los espirituales francisanos llegó a ordenar la modificación de la iconografía de los crucifijos:
ordenó fabricar imágenes de Cristo crucificado con una bolsa con monedas pendiente de su cintura, como
muestra de que el propio Mesías había sido propietario de bienes materiales durante su existencia terral.
Como ustedes se imaginarán, después de la muerte de este papa esta iconografía quasi-blasfema fue
rápidamente quitada de circulación.

9
(porque la bula Super illius specula lo permitía), y si se le iniciaba un proceso por herejía se lo podía
interrogar bajo tormento (porque la constitución Ad Abolendam lo admitía), y ustedes ya saben la
fenomenal plasticidad que la tortura judicial tenía para crear realidad (el tormento conseguía que los reos
confesaran cualquier cosa que el magistrado deseaba que admitieran).

Pero también la noción de factum hereticale ayudaba a la represión de la disidencia ideológica por motivos
epistemológicos. ¿A qué me refiero? Finalizando el primer cuarto del siglo XIV, tanto la prueba jurídica como
la demostración lógica estaban comenzando a dar evidentes pruebas de agotamiento. La prueba jurídica,
porque por entonces, tras dos siglos de intensa persecución, los herejes habían aprendido a disimular, a
mentir, a engañar a los magistrados, a pasar por ortodoxos y a ocultar sus verdaderas creencias. Y la
demostración lógica porque la moda intelectual del momento era el nominalismo, que a diferencia del
tomismo, que depositaba una fe casi ilimitada en el potencial de la razón humana, desconfiaba de la
posibilidad de la inteligencia del hombre para producir cualquier clase de afirmación sólida sobre el mundo
metafísico. Pues bien, en este contexto en el que tanto la lógica como el derecho parecían haber encontrado
su techo, los hechos y las acciones actuaban como una válvula de escape. Es decir, podían empezar a
funcionar como un nuevo argumento de certeza, como un adecuado sustituto de las palabras a la hora de
detectar la herejía, el complot, la heterodoxia.

Este apego a la factualidad, esta suerte de positivismo bajomedieval, simplemente fue la reacción instintiva
del poder religioso ante una disidencia ideológica que cada vez se apoyaba más en el arte del secreto y del
disimulo, que recurría de manera sistemática a la máscara. De lo que se trataba, en definitiva, era de
eficientizar la cacería de herejes mayoritariamente disueltos en sociedades cómplices, que los protegían
(como alguna vez había sucedido en el sur de Francia con el catarismo, convertido en un fenómeno
sociológico que atravesaba el cuerpo social de un extremo a otro, atrayendo tanto a los príncipes
territoriales como a los campesinos; por eso resultó en un principio tan difícil descubrir a los herejes en el
Mediodía francés: porque los protegían sus hermanos, sus esposos, sus padres, sus hijos, etc.)

En este contexto resultaba muy peligroso para el poder constituido sentarse de brazos cruzados a esperar
que el error, que la herejía, se manifestara espontáneamente, que los heterodoxos se descuidaran y
verbalizaran su verdadero sentir, cuando la autoridad tenía al alcance de su mano acciones, hechos y gestos
mudos que perfectamente podían reemplazar a los discursos y a los dichos, a la hora de detectar y castigar
la disidencia ideológica.

¿Cuál fue el aporte de la noción de hecho herético a la construcción de al demonología radical? Ya sabemos
cuál fue el aporte que hizo la angelología de Tomás de Aquino: tornó creíbles y pensables muchas de las
acciones que después de 1430 se atribuyeron a las brujas en Occidente. ¿Pero cuál es el aporte que la
noción de factum hereticale hizo a la ciencia del demonio tardo-escolástica? Pues ayudó a diseñar el futuro
estereotipo del sabbat. Los integrantes de la nueva secta que comenzó a ser perseguida a comienzos del
siglo XV no se caracterizaban precisamente por sus opiniones desviadas sino por sus acciones depravadas.
Las brujas no eran condenadas por lo que escribían o por lo que decían en la Edad Moderna: eran
condenadas por lo que supuestamente hacían en el sabbat. No era su heterodoxia lo que las condenaba sino
su heteropraxis. No eran portadoras de un verbum hereticale sino de un factum hereticale. En definitiva, el
sabbat, el aquelarre, era el factum hereticale perfecto, el hecho herético por antonomasia. Los brujos y las
brujas en la Edad Moderna debían morir aunque fueran ágrafos o analfabetos, aunque no pudieran hablar o
escribir. Debían morir porque asistían al sabbat, un ámbito en el que se ofendía a la divinidad “haciendo”
mucho más que “diciendo”.

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****

Bien, hasta acá, en esta serie de clases dedicadas a la demonología y a la caza de brujas, hemos primero
definido este particular fenómeno persecutorio en términos cronológicos, espaciales y estadísticos. Después
analizamos detalladamente la nueva ciencia del demonio escolástica, fundamento ideológico de la represión
posterior a 1430. Ahora quiero que pasemos analizar la cuestión de las causas de la caza de brujas, es decir,
diferentes esquemas interpretativos pensados para explicar los motivos por los que comenzó y se estabilizó
esta persecución masiva de un crimen imaginario.

Voy a presentar tres modelos explicativos, de los muchos que existen: el que intenta relacionar la represión
judicial de la brujería con el proceso de formación del estado moderno; el que intenta relacionar la caza de
brujas con el avance del capitalismo agrario, y en particular con la disolución de la comunidad rural
preindustrial; y finalmente el esquema interpretativo asociado con Carlo Ginzburg, el historiador italiano,
que tiende a asociar la caza de brujas con la demonización de la cultura campesina. o lo que es lo mismo,
con los procesos de aculturación de la población rural impulsada desde los grandes centros urbanos.

Empecemos por el primero. Yo ya dije en estas clases que a partir de 1560/70, cuando comienza la gran caza
de brujas propiamente dicha, el rol de la justicia civil fue infinitamente más importante que el de la justicia
eclesiástica. Es por ello que el estado moderno es un factor que no puede faltar en ningún análisis sobre las
causas de la caza de brujas.

Quiero presentar a modo de ejemplo dos modelos clásicos sobre las relaciones entre estado moderno y caza
de brujas, formulados en la década de 1970: el primero, por un antropólogo norteamericano, Martin Harris;
y el otro por un historiador francés, Robert Muchembled.

Harris publica en 1974 un libro de título extrañísimo, traducido al castellano por Alianza en 1980: Vacas,
cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de la cultura. En esta monografía el norteamericano sugiere que la
mejor manera de entender la caza de brujas es observando cuáles fueron sus resultados concretos. ¿Y
cuáles fueron éstos? Pues según Harris, la caza de brujas permitió transferir la culpa por la profunda crisis
tardomedieval, de aquellos que la habían efectivamente provocado, es decir, de los exactores de renta
agraria que con sus exigencias desmedidas habían sobreexplotado la estructura agraria –los papas, los
emperadores, los príncipes, los reyes, los obispos, los señores feudales– hacia demonios con forma humana,
los brujos y las brujas. Esta transferencia tuvo dos consecuencias muy paradójicas: primero, terminó
tornando indispensable la existencia misma de estos poderes opresores, e incluso su fortalecimiento;
porque si tan peligrosa resultaba la nueva conspiración diabólica, la única manera de enfrentarla con éxito
era fortaleciendo a la autoridad civil y a su aparato represivo; y segundo, terminaba legitimando al sistema
impositivo y tributario, porque un estado poderoso necesitaba recursos, y éstos sólo podían conseguirse si
los buenos cristianos pagaban sus cargas y sus impuestos. Entonces, para los poderes fácticos renacentistas
la caza de brujas era toda ganancia: desviaba la culpa, legitimaba el fortalecimiento del estado, y reforzaba
el sistema fiscal.

Cuatro años después, en 1978, Robert Muchembled publicó el primero de sus muchos libros, nunca
traducido al castellano hasta donde yo conozco, titulado Culturas Populares y Cultura de Élite en la Francia
Moderna. Aquél era un periodo en el que la oposición bipolar entre cultura de élite y cultura popular estaba
muy de moda –luego sería descartada por resultar excesivamente reduccionista y simplificadora, y por
tender a esencializar los universos culturales en lugar de pensarlos en términos relacionales. De todos

11
modos, cuando Muchembled publicó este primer libro el esquema estaba en su apogeo. Por entonces Peter
Burke dio a conocer un difundidísimo manual sobre la oposición cultura popular/cultura de élite, y Carlo
Ginzburg publicó El queso y los gusanos, que proponía sin embargo una interpretación bastante más sutil de
la cuestión, pues aludía a un fenómeno como el de la circularidad cultural.

En este libro de 1978 Muchembled sostiene que la caza de brujas en Francia –su modelo resulta
absolutamente francocéntrico– se explica a partir de dos ejes: el primero, relacionado con la necesidad del
estado moderno de aculturizar a las masas campesinas y de aumentar el control sobre las provincias
periféricas; y el segundo, relacionado con la crisis interna de la comunidad campesina y en particular con el
aumento de la marginalidad rural.

Respecto del primer eje, Muchembled sostiene que el estado moderno sintió la necesidad de asimilar a las
provincias excéntricas, que por lo general eran las fronterizas. Cito: “El estado moderno vio en la bruja al
prototipo de la rebelión total, integrante de un iglesia diabólica y de un reino demoníaco bien organizados.
Pero también la bruja simbolizaba para el estado moderno la cultura popular, que los agentes de las
monarquías y los jueces buscaban radicar de la campaña”.

Respecto del segundo eje, Muchembled nos recuerda que la caza de brujas jamás habría alcanzado las
dimensiones que tuvo si no hubiera contado con el apoyo de una parte importante del campesinado. Según
este autor, esta adhesión se relacionaba con el incremento de la marginalidad rural. Desde que comenzó la
Revolución de los precios a fines del siglo XV, el campo europeo se convirtió en una fábrica de marginales. La
transición hacia el capitalismo se aceleraba, y con ella los procesos de diferenciación social, tan bien
descriptos por Tomas Moro en la primera parte de Utopía (ustedes en los prácticos trabajan sobre la
segunda parte del libro). Es en este contexto que la élite socioeconómica agraria, y no solamente los
terratenientes sino también la clase media campesina, empezó a preocuparse por el incremento del
vagabundaje, de la delincuencia rural, de los desposeídos y expulsados de sus tierras, ante la posibilidad de
que el fenómeno alterara la paz social y generara nuevas clases de contestación social. Fue por ello que la
élite campesina habría terminado adhiriendo a la caza de brujas: porque vio en ella un mecanismo eficaz
para imponer la sumisión tanto a la masa de minifundistas cuanto al proletariado rural.

Pues bien, según Muchembled, en aquellas regiones de Francia donde se cruzaron ambos ejes –las
necesidades del estado y los temores de las élites rurales– fue donde la caza de brujas resultó más intensa y
feroz.

Las hipótesis de Harris y de Muchembled resultan en principio muy atractivas, como ustedes se habrán dado
cuenta, pero yo siempre sugiero desconfiar de los modelos que cierran demasiado, que explican con
excesiva facilidad problemas históricos complejos. Yo creo que a ambos modelos se les pueden hacer críticas
importantes. El de Harris, en un principio, parece coincidir con la evolución que sufre la iconografía del
demonio durante el siglo XV, y que nosotros vimos el jueves pasado: se acuerdan que constatamos la
irrupción de una imagen del demonio imperial, sentado en un trono con corona y cetro, contracara acabada
de la monarquía absoluta y de la teocracia papal. Pero este modelo tiene también muchas debilidades: en
esencia, los reduccionismos sobre los cuales se apoya. Primero, parte de una concepción excesivamente
pasiva de la cultura subalterna (Harris parece creer que los sectores populares creían todo lo que la élite les
ordenaba creer, como si la cultura campesina careciera de autonomía o capacidad creativa propia).
Segundo, se basa en una concepción excesivamente instrumental del fenómeno religioso, que termina
ocluyendo la posibilidad de la existencia de creencia genuina en los postulados demonológicos por parte de

12
quienes los formulaban (¿estamos tan seguros, por ejemplo, de que Heinrich Krämer era un cínico
manipulador de las masas antes que un fanático religioso realmente obsesionado por la figura del
demonio?). Y tercero, se apoya en una concepción excesivamente conspirativa del fenómeno político, que
parece creer que los poderosos de este mundo planifican los procesos históricos reales en torno a una mesa,
mientras discuten las mejores estrategias para relegitimar el status quo.

El esquema de Muchembled, por su parte, en principio parece responder bien a la dinámica persecutoria
que la caza de brujas tuvo en territorio francés, porque allí la represión fue más fuerte, en efecto, en las
provincias fronterizas. Pero posee una debilidad grande: las provincias francófonas, de cultura francesa,
donde la persecución fue más intensa, por ejemplo Lorena y el Franco Condado, no pertenecían al reino de
Francia propiamente dicho durante la Edad Moderna. Y si bien es cierto que en los territorios bajo la directa
soberanía del rey francés también las persecuciones –sin lograr la intensidad que tuvieron en Lorena y en el
Franco Condado– fueron más brutales en los bordes (por ejemplo en el Delfinado en el XV, en el Labourd
vaco en 1609, y Normandía entre 1570 y 1680), existe un fuertísimo contra-ejemplo que debilita la
argumentación: Bretaña. Ésta es la típica provincia francesa que según este modelo debió ser escenario de
una feroz represión: era un territorio fronterizo, con una cultura fuertemente exótica de matriz celta. Y sin
embargo en Bretaña la represión judicial de la brujería brilló por su ausencia. Jamás comenzó.

Ahora bien, al margen de que autores como Harris o Muchembled tengan razón, lo que no puede negarse es
que el estado moderno siempre aparece asociado a un fenómeno como la caza de brujas. Pero lo que
sucede es que el tipo de relación varía en función de las coordenadas espacio-temporales que elijamos. Lo
que no se puede hacer, pues, es formular una teoría general sobre las relaciones entre la formación del
estado moderno y la brujería que se aplique a todas las regiones y a todos los períodos de la Edad Moderna.
Nos encontramos, de hecho, con casos en los que el rol del estado fue lo suficientemente diferente respecto
a la caza de brujas como para que se pueda postular que esta praxis represiva pudo servir a estrategias de
dominación política muy diferentes.

Voy a dar tres ejemplos posibles para pensar esta versatilidad del rol de la autoridad civil. Primer ejemplo.
Recordemos dónde comenzó todo: en los Alpes Occidentales en 1430. Allí, geopolíticamente hablando,
imperaba un potente principado territorial, el Ducado de Saboya. Era un estado fuerte, que atravesaba por
entonces por una fase avanzada de su transformación en estado moderno, muchos más avanzada que la
que caracterizaba a mediados del siglo XV al resto de las principales monarquías territoriales. Para 1430
Saboya había conseguido algo que Francia conseguiría en 1789 o España en 1812: suprimir el señorío
jurisdiccional, o lo que es lo mismo, acabar con el feudalismo. Ya sea recurriendo a la fuerza, a la cooptación
o a la compra-venta, los jurisdicción privada pasó de los señores particulares al príncipe soberano. Los
señores feudales ya no eran sino simples terratenientes en Saboya; habían dejado de ser detentadores
privados de parcelas poder soberano. Saboya fue, en síntesis, un estado exitoso. Se trata de la célula de la
cual nacerá el reino de Piamonte-Cerdeña, que es el estado que a su vez impulsará la unificación italiana a
mediados del siglo XIX. Es un estado que atravesó con éxito el test de la historia, y sobrevivió a las
convulsiones de fines del siglo XVIII. Pues bien, este estado fuerte, poderoso y consolidado, persiguió brujas.
Es más, fue el primer estado europeo en hacerlo. Es evidente que los agentes del Duque de Saboya vieron
en la represión judicial de la brujería una herramienta útil para la construcción de un colectivo de súbditos
disciplinados y obedientes a la voluntad del naciente estado absolutista saboyano. Tenemos entonces, aquí,
un primer ejemplo histórico: un pequeño estado fuerte que persigue brujas.

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Pasemos a un segundo ejemplo: el de los pequeños estados débiles que intentaron perseguir brujas para
fortalecerse, aunque sin demasiado éxito. Estoy pensando en los principados eclesiásticos del sudoeste de
Alemania que veíamos la semana pasada, en las cuales la máxima autoridad civil era el obispo o arzobispo
local: el Electorado de Colonia, el de Maguncia, el de Tréveris, el Principado-arzobispal de Salzburgo, el
Principado-obispal de Würzburg, el de Bamberg, el de Eichstätt, etc. Todos ellos, ya lo sabemos, fueron
ferocísimos cazadores de brujas. Eran estados muy débiles, sin embargo. Si sobrevivieron a la Guerra de los
Treinta Años, cuando los ejércitos suecos luteranos merodeaban por el sudoeste de Alemania, fue porque
los protegía un poderoso estado católico local, el Ducado de Baviera. ¿Se acuerdan cuando en 1522 estalló
la revuelta de los caballeros imperiales, que invadieron el electorado de Tréveris para secularizar las tierras
del príncipe arzobispo? El que salió a defenderlo, para que continuara existiendo como estado
independiente, fue el Landgrave de Hesse, otro potente príncipe territorial regional. Estas teocracias eran
entidades políticas extremadamente lábiles, en las cuales el excedente del capital simbólico derivado del
hecho de que el príncipe soberano era un sacerdote consagrado, no alcanzaba a compensar la falta de
medios de coerción física. Es por eso que resulta plausible que los agentes de estas jurisdicciones
eclesiásticas vieran en la caza de brujas un instrumento apto para fabricar nuevos canales de violencia
estatal, aplastar la autonomía de las comunidades rurales, y potenciar el halo de temor reverencial que los
principies-arzobispos y obispos necesitaban para acallar toda disidencia interna. No lo consiguieron con
demasiado éxito, porque estos principados fueron estados fallidos, abortados. No pasaron el test de la
historia. No llegaron incólumes a formar parte del sistema de estados decimononos. Tenemos entonces acá
un segundo ejemplo: pequeños estados débiles que persiguen brujas.

Tercer ejemplo: el de los estados más poderosos y la caza de brujas. Hemos mencionado al pasar el caso del
Ducado de Baviera. Este electorado católico persiguió brujas, pero lo hizo con bajísima intensidad. Dentro de
sus fronteras la persecución se mantuvo siempre como un fenómeno rigurosamente controlado desde el
centro (271 victimas en todo el periodo moderno). Baviera era un estado fuerte en la época. Cuando a
menudo se piensa en un paradigma del absolutismo monárquico se señala instintivamente en dirección a
Francia. Lo cual es correcto. Pero sin embargo podríamos hallar mejores ejemplos si observamos los
principados de mediano tamaño: el Gran Ducado de Toscana, el Ducado de Saboya, y precisamente el
Electorado de Baviera. Baviera poseía a comienzos del siglo XVII un ejercito potente, una burocracia
sofisticada y un aparato de propaganda muy exitoso (el principado fue una de las usinas de la
Contrarreforma católica). Esta fortaleza estatal fue precisamente la que le permitió al duque-elector
imponer a los tribunales de primera instancia la apelación obligatoria de las sentencias dictadas en relación
con el crimen de brujería: todos los expedientes relacionados con esta clase de delito tenían que terminar
de resolverse en Múnich, en la capital del estado.

Pero Baviera no es el único caso al que nos podemos referir. Cuanto más avanzado se encontraba el proceso
de construcción de las estructuras de dominación centralizada más probable era que los estados modernos
buscaran desalentar el estallido de psicosis brujeriles. Por ejemplo, la República de las Provincias Unidas
acabó con la caza de brujas en 1609, España lo hizo hacia 1614, mientras que la última pena capital que
condonó el Parlamento de Paris se dictó en la década de 1620 (aunque desde muchos años antes venía
conmutando por castigos menos severos las condenas a muerte dictadas por los tribunales inferiores). Y
tenemos también un contra-ejemplo muy potente: Inglaterra. En el sur de la isla, la única caza de brujas
fuera de control, “a la alemana”, ocurrió en el marco de la Guerra Civil en 1645, contexto durante el cual las
estructuras jurídicas tradicionales colapsaron y se extendió un vacío de poder que facilitó que se produjera
un hecho inédito en la historia judicial del reino. Es evidente, pues, que los estados poderosos no vieron en
la caza de brujas una herramienta útil para la consolidación de sus estructuras de dominación, en gran

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medida porque potenciaba instancias de conflictividad social artificial, que tendían a amenazar el orden
político más de lo que lo consolidaban.

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Bien, pasemos ahora a un segundo modelo interpretativo referido a las causas de la caza de brujas: el que
busca relacionar el fenómeno con los avances del individualismo agrario y con la disolución de la comunidad
rural pre-industrial.

Fueron los historiadores anglosajones los que más insistieron en la necesidad de establecer algún tipo de
relación entre las formas de conflictividad intracampesina y la dinámica acusatoria a nivel micro en el caso
de las psicosis brujeriles. Son ellos los que más instaron a realizar una historia a ras del piso de la caza de
brujas, una suerte de sociología microhistórica de la brujería europea.

Uno de los más influyentes de estos modelos interpretativos es el que diseñaron dos investigadores
ingleses, maestro y discípulo, a comienzos de la década de 1970: Keith Thomas y Alan Macfarlane. Ambos
relacionaron las acusaciones de brujería que mutuamente se lanzaban los aldeanos ingleses con una forma
muy específica de conflicto: lo que ellos veían como la irresoluble fricción entre, por un lado, las antiguas
pautas de solidaridad comunales, y por el otro, el impiadoso avance del individualismo agrario.

Ambos autores sostienen, con razón, que antes de que el crecimiento demográfico se convirtieran en un
fenómeno dramático en Inglaterra en las décadas finales del XVI, las instituciones tradicionales que
dependían de la Iglesia y del sistema manorial, de los señoríos, tuvieron una capacidad real y efectiva para
absorber el fenómeno de la marginalidad rural, que no resultaba tan grave por entonces.

A su vez, con posterioridad a las últimas décadas del siglo XVII, durante todo el siglo XVIII y hasta muy
entrado el XIX, la consolidación de las llamadas leyes de pobres contribuyeron a crear una malla de
contención social eficaz y a diseñar mecanismos culturalmente aceptados para lidiar con lo que Christopher
Hill llamaría los hombres sin amos, los errantes, los vagabundos, los marginales. El problema, dicen
Macfarlane y Thomas, estaba en el siglo que se extiende entre finales del siglo XVI y finales del siglo XVII,
que no por casualidad coincide con los 100 años durante los cuales se persiguieron brujas en Inglaterra. En
este largo periodo los yeomen, el campesinado rico y próspero, no tuvo estrategias sólidas para enfrentarse
al problema de un marginalidad en ascenso.

Esta crisis social se vio además agravada porque el problema tenía una dimensión cultural. Se trata del
insoluble conflicto al que me refería antes, entre el rechazo que a la elite campesina le generaban los
pobres, porque sostenerlos suponía un costo financiero para la comunidad rural, y la culpa que estos
mismos campesinos ricos sentían precisamente por rechazar las pautas de solidaridad tradicionales, por
pretender dejar a los pobres de la comunidad librados a su suerte. En tales circunstancias, las acusaciones
de brujería se habrían vuelto un medio efectivo para transferir la culpa: el verdadero trasgresor de las
normas comunales no sería el campesino rico que se negaba a dar ayuda a un vecino necesitado, sino el
vecino pobre que había ido a pedir limosna y que se había retirado con las manos vacías, enfadado,
maldiciendo y mascullando por lo bajo insultos y deseos de mala fortuna. De tal forma, que cualquier
infortunio que en las semanas inmediatamente subsiguientes sufriera el egoísta campesino acomodado, sus
hijos, sus animales o sus bienes, sería atribuido retrospectivamente por él a una suerte de venganza o

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contraataque mágico por parte del vecino pobre que había ido a buscar ayuda y no la había recibido. En
otras palabras: “te pido ayuda, no me la das, te embrujo”.

Concluye Macfarlane: “La caza de brujas reflejaba las tensiones de una sociedad que ya no sabía con
claridad cómo y bajo la responsabilidad de quién debían ser mantenidos los miembros dependientes y
marginales de la comunidad rural. En síntesis, se trataba de un conflicto entre el egoísmo individual y las
obligaciones comunales, entre los viejos y los nuevos valores. La persecución de las brujas atestiguaba la
muerte de la vieja sociedad aldeana fuertemente integrada”.

Dos historiadores norteamericanos, Paul Boyer y Stephen Nissenbaum, también trataron de explicar en
clave socioeconómica los procesos que estallan en la colonia de Massachusetts, en Salem, en 1692. Al igual
que Thomas y Macfarlane en Inglaterra, Boyer y Nissenbaum consideran que son los conflictos internos que
azotaban a la comunidad local los que explican las acusaciones de brujería que súbitamente comenzaron a
lanzarse unos a otros los vecinos de Salem.

Estudiando las fuentes locales, Boyer y Nissenbaum descubren que Salem estaba por entonces fuertemente
dividida entre dos clanes y sus respectivas clientelas, fuertemente enfrentados: el partido de los Porter y el
clan de los Putnam.

Los Porter lideraban la facción más próspera. Cultivaban las tierras más fértiles, y habitaban en la sección de
poblamiento más antiguo del ejido municipal, denominado Salem Town. Tendían a acaparar los cargos en el
ayuntamiento local, y sus fincas estaban muy bien ubicadas, muy cerca de las vías fluviales y del puerto de
Boston, lo que les permitía beneficiarse con del boom comercial que se inició en la región desde mediados
del siglo XVII, a raíz del nacimiento de un comercio triangular entre las plantaciones del Caribe, Nueva
Inglaterra y la Vieja Inglaterra.

Los Putnam, aunque también integraban la elite local, eran menos prósperos, ocupaban las tierras menos
fértiles, y habitaban en la sección de poblamiento más reciente del término, denominada Salem Village.
Tendían a quedar fuera del reparto de los cargos municipales, y además sus tierras estaban alejadas de las
vías de transporte terrestres y marítimas, por lo que se beneficiaban poco del boom comercial, y de hecho lo
culpaban por su relativa pobreza material.

Pues bien, estudiando con lupa los procesos que estallaron en Salem en 1692, Boyer y Nissenbaum
descubren que la abrumadora mayoría de las acusaciones de brujería partían de Salem Village hacia Salem
Town, es decir, eran formuladas por aliados del clan Putnam, el menos próspero, contra los aliados del clan
Porter, el más rico, como una suerte de venganza, de revancha, por su mayor capacidad de desarrollo
socioeconómico. En otras palabras: “¿ustedes se enriquecen más que nosotros? Pues sin dudas es porque
cuentan con la ilegítima asistencia de alguna potencia preternatural, porque han hecho un pacto con el
demonio (una dinámica muy similar a la que varios antropólogos detectaron en territorios africanos durante
el siglo XX).

Ven ustedes que se trata de la lógica opuesta a la descubierta por Thomas y Macfarlane en la vieja
Inglaterra. Allí eran los ricos los que tendían a acusar de brujería a los marginales, mientras que América se
daba la situación inversa. Esta constatación refuerza la idea de que la persecución judicial de la brujería
temprano-moderna no tolera teorías de carácter general, sino que requiere que cada región sea estudiada
en términos específicos, para recién después tratar de alcanzar síntesis abarcativas.

16
****

Pasemos ahora al último modelo explicativo relacionado con las causas de la caza de brujas, el que aparece
estrechamente asociado a la figura del historiador italiano Carlo Ginzburg. Este esquema pretende
relacionar la caza de brujas con la demonización de la cultura campesina.

En 1966, un jovencísimo Ginzburg, de menos de 30 años de edad, publicó su tesis de doctorado. La


investigación tenía título muy extraño: I Benandanti. Stregoneria e culti agrari tra Cinquecento e Seicento,
(Los Bienandantes. Brujería y cultos agrarios entre el siglos XVI y el siglo XVI). La tesis del libro resulta muy
sencilla: postula una relación directa entre la construcción del estereotipo del sabbat y la supervivencia en el
campo europeo, de plena Edad Moderna, de antiquísimos complejos míticos precristianos o, en el mejor de
los casos, imperfectamente cristianizados.

Esta hipótesis fue vista en su momento como una reacción contra una teoría sobre el origen de la caza de
brujas que todavía tenía muchos adherentes a finales de la década de 1960, particularmente en la literatura
de difusión y en los medios masivos de comunicación. Se trata de la teoría formulada por la académica
británica Margaret Murray, una egiptóloga que en sus ratos libres, durante sus vacaciones de verano,
escribía libros sobre la brujería europea. Murray sostiene que en muchas regiones de Escocia, Inglaterra e
incluso de Francia, sobrevivía en pleno Renacimiento una religión prehistórica, un culto a la fertilidad de
origen neolítico realmente practicado, centrado en la figura de un dios bifronte y con cornamenta, que de
manera perenne moría y renacía, y de esta forma aseguraba el retorno de las cosechas y de la fertilidad
vegetal. Los adeptos de este culto residual se reunían de manera efectiva por las noches para tributar
honores a su dios. En algún momento, estos conventículos fueron detectados por los jueces laicos y
eclesiásticos que no supieron comprenderlos, que se confundieron, que tomaron a aquel dios prehistórico
por el demonio, y a sus seguidores por demonólatras. La caza de brujas fue, pues, un simple malentendido
cultural, un choque de culturas desde la perspectiva de Murray. Hay que decir que esta teoría, por original
que pueda resultar, no es sino un disparate mayúsculo. No existe ni una sola pieza documental que la avale.
Es más, a mediados de los año ’70 el historiador Norman Cohn probó con lujo de detalles la violencia que
Murray ejerce sobre las fuentes tratando de hacerlas decir lo que ella quiere que digan. Es por ello que el
libro que Ginzburg publica en 1966 fue visto como una respuesta más consistente al interrogante sobre la
existencia de fenómenos reales detrás de la represión judicial de la brujería temprano-moderna. Ginzburg
sostiene que efectivamente existe “algo” detrás de lo que los magistrados denominaban “brujería”, pero ese
algo no era rito sino mito: no había una religión efectivamente practicada sino leyendas arcaicas en las que
todavía muchos creían. De hecho, vamos a ver enseguida que los benandanti no practicaban ritos nocturnos
sino que soñaban que participaban de ritos nocturnos.

Los benandanti existían en la Edad Moderna solamente en una provincia del nordeste de Italia, el Friuli, con
capital en Udine. La región hoy limita con Eslovenia, lo que antes era Yugoslavia. Allí y sólo allí los
encontramos.

¿Qué creían estos hombres que a fines del XVI en el Friuli se llamaban a sí mismos “benandanti”?. El padre
Sgabarizza, uno de los eclesiásticos que denunció a los benandanti ante el Santo Oficio, se presentó ante los
inquisidores franciscanos el 21 de marzo de 1575, para relatarles algo que había oído de boca de uno de sus
feligreses, un tal Paolo Gasparutto: “Los jueves de las cuatro estaciones del año debemos presentarnos ante
brujos en diversos lugares”, le contó Gasparutto al párroco Sgabarizza. “¿Y qué hacéis en dichos lugares?”,
quiso saber el cura. “Combatimos”, respondió Gasparutto.

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Durante el interrogatorio que el 27 de junio de 1580 la Inquisición le realiza a otro campesino que se
autodenominaba benandanti, un tal Battista Moducco, nos enteramos de que estos supuestos combates no
tenían lugar corporalmente sino en espíritu, en éxtasis, y que además tenían una relación directa con el
resultado de las cosechas anuales. Cito: “Soy benandante –le dice Moducco al inquisidor franciscano–
porque salgo con otros a combatir cuatro veces por año, es decir, en las cuatro témporas, por la noche, de
manera invisible, en espíritu. Mi cuerpo queda en la cama. Nosotros, los benandanti, partimos en favor de
Cristo, los brujos en favor del diablo. Combatimos los unos contra los otros, los nuestros con ramos de hinojo,
los brujos con tallos de sorgo. Si ganamos nosotros, el año será de abundancia; si somos vencidos, el año
será de escasez”.

El 3 de octubre de 1580 Paolo Gasparutto le explica al inquisidor por qué algunos campesinos tenían este
poder: porque habían nacido con la cofia, es decir, parcial o totalmente envueltos en la membrana
amniótica, que no terminaba de romperse durante el parto. Le dice Gasparutto al representante del Santo
Oficio: “Mi madre me dio la cofia con la cual yo nací, agregando que la había hecho bautizar lo mismo que a
mí. Me dijo que yo había nacido benandante, y que una vez adulto saldría por las noches. Yo debía conservar
la cofia y llevarla con los benandanti para combatir a los brujos”.

El primero de octubre de 1580 la esposa de Gasparutto le cuenta al inquisidor que antes de producirse estas
supuestas experiencias ex-somáticas, su marido entraba en un trance tan profundo que resultaba imposible
despertarlo: “Desde que me casé jamás me di cuenta a propósito de mi marido de lo concerniente a lo que
me preguntáis acerca de sus salidas en espíritu y del hecho de ser benandante. Simplemente una noche,
cerca de las cuatro de la mañana, tuve que levantarme y como tenía miedo llamé a Paolo, mi marido, para
que se levantara conmigo, pero por más que lo llamé una docena de veces sacudiéndolo, no pude
despertarlo, quedándose él con los ojos abiertos mirando hacia lo alto. Salí, pues, sin que se levantara, y
cuando volví vi que ya se había despertado y que decía: ‘los benandanti dicen que cuando abandona el
cuerpo, el espíritu toma la forma de una pequeña laucha. Del mismo modo, cuando regresa. Y si el cuerpo, en
tanto permanece sin su espíritu es dado vuelta, morirá, porque el espíritu no podrá volver a entrar”.

El 27 de junio del 1580, Moducco, el otro benandante, le explica a sus interrogadores el mecanismo de
reclutamiento de la compañía. “¿Quién es que llega para convocarlos?” –le pregunta el inquisidor. “Es un
hombre como nosotros, está por encima del resto y nos reúne a golpes de tambor”. “¿Son muchos los que
parten? –pregunta el juez franciscano. “Somos una muchedumbre, dos veces cinco mil y más”. “¿Se
reconocen entre ustedes?” “Se reconoce alguno del pueblo pero no a todos”, responde Battista. “¿Qué lugar
tiene el hombre que está por encima del resto? –quiso saber el magistrado. “No lo sé, pero creemos que ha
sido puesto allí por Dios para que combatamos por la fe de Cristo”.

Gracias a los procesos inquisitoriales que exhuma, Ginzburg constata que a fines del siglo XVI existía una
clara división del trabajo entre los benandanti friulanos. La mayoría, cuando entraban en éxtasis, combatían
en espíritu. Pero una minoría se dedicaba a una tarea distinta: a viajar al más allá y a entrar en contacto con
los muertos, con quienes posesionaban, y de quienes obtenían valiosa información que luego compartían
con sus vecinos de comunidad. En 1581, una mujer llamada Anna, llamado la Roja, viuda de un tal Domenico
Artichi, fue denunciada al inquisidor porque declaraba que podía ver y hablar con los muertos; en la Iglesia
de Santa Maria della Bella Anna había visto a la hija de Lucia Peltrara, de Germona. La vidente se comunicó
luego con la mujer –su futura denunciante– y le comunicó la voluntad de su hija difunta: debía donar una
camisa a una tal Paola y acudir en peregrinación a diversos santuarios de la región. Anna decía que conocía

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muchos secretos gracias a la información que le proporcionaban los muertos, pero se resistía a comunicarlos
porque cuando lo hacía era violentamente golpeada con tallos de sorgo. Caía en trance con frecuencia.
Mientras vivió su marido, muchas veces éste había intentado despertarla por las noches, sin éxito. Ella le
decía que su espíritu había salido de viaje y que por ello su cuerpo permanecía como muerto. Cuando en
1582 se le preguntó a Aquilina, habitante de Udine, por qué motivo ella podía ver a los muertos, la mujer
respondió que ello sucedía porque había nacido con la cofia. En 1582 fue interrogada Caterina, viuda de un
tal Andrea de Orsaria: negó ser benandante, pero confirmó que su marido lo había sido, y que mientras vivió
tomó parte de las procesiones de los muertos.

La inquisición veneciana descubrió el mito agrario de los benandanti por primera vez en 1575. Tras un
primer momento de lógica confusión –las creencias de estos campesinos no figuraban por entonces en
ninguno de los manuales de inquisidores conocidos–, el Santo Oficio rápidamente llegó a la conclusión de
que los dichos de Gasparutto y Moducco configuraban herejía. ¿En qué consistía está última? Se trataba de
la misma culpa que para el Canon episcopi tenían las mujeres que a fines del siglo IX creían en la realidad de
las procesiones nocturnas precedidas por Diana o Herodías: su falta era confundir sueño con realidad,
dejarse engañar por el demonio por su falta de fe e instrucción religiosa.

La represión de los benandanti continuó durante el XVII. Tras una razzia aislada que tuvo lugar en 1619, la
persecución se volvió muy intensa entre 1634 y 1650. Hay que decir que a medida que fueron pasando las
décadas, los inquisidores se tornaron más severos y más crédulos en relación con este complejo agrario. En
los juicios de las décadas de 1630 y 1640 a los benandanti se los condena por herejes pero ya no por creer
que lo que soñaban efectivamente sucedía en el mundo real, sino por asistir efectivamente al sabbat. Por
entonces los inquisidores los obligaban a confesar por medio del tormento que ellos asistían corporalmente
a reuniones presididas por el demonio, que quien los lideraba no era un jefe de compañía munido de un
tambor, como afirmaba Moducco a fines del siglo XVII, sino el demonio bajo uno de sus usuales disfraces. En
síntesis, los campesinos que se autocalificaban como benandanti fueron obligados a admitir que eran tan
brujos como los brujos que decían combatir. Con enorme esfuerzo y paciencia, la inquisición logró
finalmente colmar el hiato que existía entre la demonológica erudita y la cultura folklórico, asimilación
facilitada por la semejanza formal que existía entre el sabbat y las prácticas de los benandanti: en ambos
casos se trataba de reuniones nocturnas presididas por una figura rectora.

El proceso aculturizador alcanzó su punto culminante circa 1650, cuando tras décadas de permanente
presión sobre el complejo agrario, los inquisidores lograron finalmente que muchos de los propios
benandanti acudieran espontáneamente a confesar ante el Santo Oficio, sin necesidad de recurrir al
tormento, el carácter diabólico de su creencia: aceptaban que habían sido engañados de buena fe por el
demonio, y que era Satán en persona el que los reclutaba tras la apariencia de aquel líder de compañía que
afirmaba llevarlos a combatir contra los brujos. Para entonces, pues, los reprimidos enunciaban como propio
el discurso de los represores.

El libro de Ginzburg puso en evidencia por primera vez un aspecto de la construcción del sabbat que hasta
entonces se desconocía: que en algunos casos, el aquelarre no era meramente producto de una imposición
desde arriba, un invento de la alta cultura teologal, sino un producto híbrido, fabricado a partir de
elementos tomados de la teología erudita, de aquellos densos tratados de demonología escritos en latín,
pero también de retazos extraídos de la cultura campesina, de atávicos complejos folklóricos que habían
logrado sobrevivir en el campo europeo a mil quinientos años de cristianismo.

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En la última página del libro de 1966, Ginzburg observa la existencia de enormes semejanzas formales entre
los trances, los éxtasis en que los benandanti decía caer, y las prácticas extáticas de los chamanes siberianos.
El joven Ginzburg sostenía que era necesario estudiar esta conexión, pero de inmediato el libro concluye,
dejándonos con las ganas.

Ginzburg estaba sin dudas pensando en el chamanismo tal como lo definía Mircea Eliade en una monografía
clásica de 1951, Le Chamanisme et les Techniques Archaiques de l’Extase. Siguiendo las huellas de los
trabajos pioneros de los etnógrafos rusos y soviéticos, Eliade sentó las bases de un modelo que alcanzó un
éxito extraordinario. La principal característica de su propuesta era la existencia de una estrecha asociación
entre chamanismo y éxtasis. Cito a Eliade: “una primera definición de tan complejo fenómeno, y quizás la
menos aventurada, sería ésta: chamanismo es la técnica del éxtasis”. Para Eliade el chamán era el
especialista en una clase particular de trance, durante el cual su alma abandonaba el cuerpo para ascender
al cielo o descender al infierno, para entrar en contacto con las grandes divinidades cósmicas, con númenes
intermedios o con los espíritus de los muertos. Durante sus viajes en espíritu se dedicaba: (1) a capturar y a
devolver el alma sustraída de los cuerpos enfermos (en un contexto cosmológico en el que se pensaba que
las enfermedades que implicaban súbito decaimiento eran producto del robo del alma por parte de algún
agente maléfico); (2) a guiar a las almas de los muertos hacia su morada definitiva (los chamanes actuaban
como espíritus psicopompos, pues la geografía del más allá era lo suficientemente intrincada como para que
los espíritus de los difuntos no pudieran alcanzar su eterno descanso sin ayuda de un guía, y si no lo hacían,
continuarían acosando a los vivos eternamente); (3) a adquirir conocimientos ocultos que luego ponían al
servicio de su comunidad. Para realizar estas travesías extáticas, el alma del chamán asumía con frecuencia
características teriomórficas, es decir, animales (recordemos que según Gasparutto el alma adoptaba la
forma de una laucha cuando abandonaba el cuerpo de los benandanti). La vocación del futuro chamán se
declaraba por medio de una enfermedad iniciática. La primera serie de viajes extáticos incluía siempre
instancias de desmembramiento y resurrección del cuerpo del aspirante. En toda la inmensa área que
comprende el centro y el norte de Asia, la vida mágico-religiosa de la sociedad gira alrededor del chamán –
aunque también se observan fenómenos similares, típicamente chamánicos, en América, Indonesia y
Oceanía. Existen claras diferencias entre el chamán y el poseso: el primero dominaba a sus espíritus, sin
transformarse nunca en su instrumento; aún cuando se han identificado chamanes verdaderamente
poseídos, éstos constituían más bien excepciones aberrantes.

Ginzburg dejó en suspenso, durante cerca de 20 años, el problema planteado en la última pagina de su libro
de 1966, para retomarlo recién en ocasión de la investigación realizada para su texto más polémico, Storia
notturna. Una decifrazione del sabbat, de 1986, en el que intenta probar que el tipo de complejo mítico al
que pertenecían los benandanti, y el tipo de proceso inquisitorial al que fueron sometidos, no resultan
hechos aislados en la Edad Moderna. El caso friulano, en consecuencia, aparece como clave para la
comprensión del origen del estereotipo del sabbat y del inicio de la caza de brujas en Europa.

Para diseñar Historia nocturna Ginzburg parte de una constatación: la existencia de una división del trabajo
en el seno de los benandanti temprano-modernos. Como ustedes recordarán, algunos luchaban en espíritu y
otros posesionaban con los muertos. Gracias a la investigación que realiza para redactar el libro, Ginzburg
encuentra que complejos míticos similares al friulano eran mucho más frecuentes de lo que él había
sospechado en un comienzo. Es más, descubre incluso la existencia de un patrón geográfico: mientras que la
creencia en los combates en éxtasis tendían a predominar en Europa Oriental y en el mundo eslavo (con
algunas excepciones), la creencias en las procesiones en éxtasis tendían a predominar en el Occidente
europeo, en las áreas de influencia celta o germana. ¿Y por qué en Friuli los benandanti hacían las dos cosas,

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peleaban y posesionaban en éxtasis? Porque se trataba de una región de convergencia cultural, un caldero
étnico donde se fusionaban elementos de la cultura eslava, germana y latina.

A partir de la evidencia folklórica y etnográfica Ginzburg exhuma muchos complejos míticos en torno a
combatientes en éxtasis, muy similares a los benandanti friulanos, algunos de ellos atestiguados por los
especialistas hasta muy entrado el siglo XX. Tal era el caso de los táltosok húngaros (sing. taltos)2, de los
krésniks croatas y eslovenos, de los mazzeri de Córcega3, y de los licántropos de Estonia y Lituania. No todos
resultan exactamente iguales a los benandanti. Los táltosok, por caso, no obtenían sus poderes por haber
nacido con la cofia sino por haber venido al mundo con dientes; los kresniks no luchaban en espíritu con los
brujos sino con kresniks de aldeas vecinas; y los mazzeri no sólo combatía en espíritu sino que también
cazaban. Sin embargo, Ginzburg considera que las semejanzas formales son mayores que las diferencias que
existen entre estos diferentes agentes, y por lo tanto concluye que todos derivaban del mismo complejo
mítico atávico: del chamanismo euroasiático.

En cuanto a los complejos míticos que incluyen procesiones en espíritu, Ginzburg encuentra que los rastros
que reflejan su existencia en el área germana son incluso anteriores a la evidencia sobre las batallas en
éxtasis. De hecho, la procesión nocturna hace su irrupción en las fuentes europeas con el mismísimo Canon
episcopi de mediados del siglo IX, del que ya hemos hablado. ¿Recuerdan lo que decía el texto? Cito: “no se
debe olvidar el hecho de que algunas mujeres degeneradas (…) creen y declaran andar a caballo de algunas
bestias junto a innumerable multitud de otras mujeres durante horas nocturnas, en compañía de Diana,

2
Dios transforma a las personas en táltosok desde el vientre de la madre. Una marca los distingue: nacen
con dientes. Pueden descubrir tesoros ocultos, predecir el futuro, apagar incendios y curar enfermedades.
Caen en trances durante los cuales el alma abandona el cuerpo y adopta la forma de diversos animales
(buey o toro). Su objetivo era luchar en espíritu contra táltosok de comunidades vecinas. Las batallas tenían
carácter iniciático. No hay trazas de un combate por la fertilidad: ningún detalle sugiere que el éxito de la
cosecha dependía del resultado logrado por los combatientes. El alma de los táltosok podía alcanzar a la
propia divinidad, que los agasajaba con gran hospitalidad, y los devolvía a la tierra con la misión de curar las
enfermedades de sus semejantes. La especialidad de los táltosok era curar las enfermedades provocadas
por las brujas.
3
Los mazzeri salen por las noches en espíritu, mientras sus cuerpos permanecen en sus camas, inmóviles. El
propósito de sus excursiones en espíritu era matar, pero no a personas sino a animales La evidencia
etnográfica sugiere que tenían cierta predilección por los jabalíes salvajes. Tras matar al animal el mazzeru
giraba el cuerpo para observar su cara, sobre la cual percibía por un instante, en un breve flash, el rostro de
algún habitante de la aldea, destinado invariablemente a morir en el transcurso de los doce meses
subsiguientes. Al día siguiente de la cacería en éxtasis, los mazzeri solían informar de su descubrimiento a las
personas afectadas. Un mazzeru atrapó una trucha en un estanque, y reconoció el rostro de su tía.
Rápidamente soltó al animal sin herirlo. Su tía enfermó seriamente en el transcurso del año siguiente, pero
logró finalmente salvar su vida. Si el animal perseguido por el mazzeru sólo resultaba herido durante la
cacería en éxtasis, la persona representada sufriría un accidente en el transcurso del año siguiente, pero no
moriría. Todo sucede en sueños, pero éstos tienen siempre como escenario espacios de la geografía
comarcal claramente reconocibles. Sólo raramente durante sus expediciones los mazzeri adoptan forma
animal. Cuando lo hacen, casi siempre toman la apariencia de un perro. Una vez al año, entre el 31 de julio
y el 1º de agosto, los mazzeri de cada aldea se organizaban en una milizia, elegían un capitán, y marchaban a
combatir con los mazzeri de las aldeas vecinas. Si un mazzeru ‘moría’ en el transcurso de este combate
extático, estaba condenado irremediablemente a morir en el mundo real en el transcurso del año
subsiguiente, aunque en ocasiones se los hallaba muertos en el lecho. La aldea que perdiera más mazzeri
durante el combate sería también la que perdería más vidas en el transcurso de los próximos doce meses.

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diosa de los paganos; atravesar en silencio y en la oscuridad de la noche vastas regiones de la tierra y
obedecer las órdenes de la diosa como las de una patrona y ser convocadas a su servicio en determinadas
noches”. En el siglo XI Burcardo de Worms describe la misma creencia con mayor detalle en su Corrector,
destinado a instruir a las mujeres simples acerca de cómo confesar sus pecados ante el sacerdote :“¿has
creído lo que muchas mujeres que se han entregado a Satán creen y juran que es verdad, que, en el silencio
de la noche oscura, mientras estás en la cama en los brazos de tu marido, puedes salir de la habitación
atravesando con tu cuerpo las puertas cerradas y recorrer grandes regiones de la tierra junto con otras
mujeres engañadas por el mismo error…?” Del siglo XI en adelante los testimonios de la creencia en
procesiones en éxtasis se vuelven abundantísimos en las fuentes bajomedievales. Entre las diosas nocturnas
que presidían la travesía se menciona a Diana, Herodías, Holda, Perchta, etc.

Ahora bien, Ginzburg no solo descubre muchos complejos míticos europeos similares a los de los
benandanti, sino que comienza a encontrar muchos procesos inquisitoriales parecidos a los sufridos por los
especialistas friulanos: ésto es, inquisidores confundidos que se topaban con complejos arcaicos a los que no
comprendían, y a los que en consecuencia demonizaban. El más antiguo de estos juicios encontrados por
Ginzburg tiene lugar en Milán en 1390, y afecta a dos campesinas, Sibillia Zanni y Pierina de Bugatis, que
confiesan ante el inquisidor haber participado de manera recurrente en el “gioco di Diana”. Este rótulo en
realidad pertenece al inquisidor, que lo toma del Canon episcopi. En realidad, las mujeres dan el nombre de
Madona Oriente a la figura femenina que presidía sus asambleas en éxtasis. Sibillia confesó que desde que
era joven, los jueves de cada semana había ido con Oriente y su sociedad extática. Le rendía homenaje
inclinando la cabeza, diciendo: “Que estés bien, Madona Oriente”, a lo que ésta respondía “Bienvenidas,
hijas mías”. Oriente respondía a las preguntas de los miembros de la sociedad, prediciendo cosas futuras y
ocultas. Pierina contó que Oriente iba de visita por las casas con la sociedad, sobre todo las de los ricos. Allí
comían y bebían. Cuando encontraban casas amplias y bien abastecidas Oriente se regocijaba y las bendecía.
Orienta enseñaba a los miembros de la sociedad las virtudes de las hierbas para curar enfermedades, hallar
cosas robadas y deshacer maleficios. Pierina pensaba que Oriente era la señora de la sociedad del juego, así
como Cristo era el señor de todo el mundo. Vemos que, desde la perspectiva campesina, lo maravilloso
cristiano y lo maravilloso pagano no constituían polos opuestos, como sucedía en la mente de los
inquisidores: Oriente no era enemiga de Cristo. No hace falta que aclare que el complejo mítico del que
estas mujeres eran portadoras fue demonizado por los inquisidores. Tras una primera condena a penitencia
en 1384, en 1390 las dos campesinas fueron sentenciadas a muerte por relapsas. Sugestivamente, la
primera vez fueron condenadas por creer ser verdad lo que en realidad soñaban. Pero la segunda vez fueron
condenadas por participar efectiva y corporalmente en reuniones sacrílegas bajo la presidencia del
demonio, disfrazado de Madona Oriente. Como vemos, los tiempos de la caza de brujas se acercaban a
pasos agigantados.

El relevamiento de la información etnográfica –que proporcionó la certeza de que el complejo folklórico de


los benandanti no era un caso aislado– y el descubrimiento de procesos inquisitoriales en los que se
reproducía la misma situación que había tenido lugar en el Friuli –jueces eclesiásticos que se encuentran con
complejos míticos arcaicos en torno a procesiones o combates en éxtasis a los que luego demonizan– llevó a
Ginzburg a sostener en Historia Nocturna que la satanización de los restos de cultura folklórica pre-cristiana
que todavía sobrevivían en el campo europeo pre-industrial debió jugar un papel más relevante de lo que se
suponía en el proceso de elaboración del estereotipo del sabbat. En consecuencia, tal como sucede con el
caso de los benandanti, la imagen del sabbat que emerge de muchas de las confesiones de los acusados de
brujería en la Edad Moderna debería considerarse en realidad como un producto híbrido, en el que se
fusionaban elementos derivados de la demonología erudita con elementos derivados de la cultura folklórica
campesina.

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Más allá de las críticas puntuales que puedan hacérsele –y que se le han hecho– a los métodos y a las
conclusiones alcanzadas por Ginzburg, y que yo trabajé en un libro mío titulado Strix hispanica, no cabe
dudas de que su mayor mérito reside en haber revelado la existencia de un universo de creencias atávico en
plena modernidad, la persistencia de complejos míticos pre-cristianos o parcialmente cristianizados hasta
entonces ignorados por la historiografía.

Desgrabado por Miguel Mejía Robledo

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