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Cataluña
La mañana de ayer apareció fría, pero fue calentándose rápidamente con las noticias que
llegaban de Barcelona como un torrente. La Guardia Civil, en funciones de policía
judicial a las órdenes del titular del juzgado de instrucción número 13 de la capital
catalana, Juan Antonio Ramírez Sunyer, intervenía en cuatro consejerías de la
Generalidad, realizaba más de 40 registros, detenía a 14 personas, altos cargos todos,
empezando por el número dos de Oriol Junqueras, y requisaba material -millones de
papeletas- preparado para la celebración de la consulta sediciosa. Un puñetazo
inesperado que ha desarbolado la logística del referéndum y ha descabezado al núcleo
duro encargado de poner en marcha la consulta, a lo que hay que añadir, que no es poco,
que es casi todo, la intervención de las cuentas de la Generalidad ordenada por el
ministro Montoro. Y todo sin apelación expresa al 155. Simplemente poniendo en
marcha la maquinaria judicial del Estado. El golpe de Estado protagonizado por el
independentismo catalán ha fracasado. Una batalla muy importante se ha ganado. La
guerra, sin embargo, no ha terminado.
Acabar con la abierta rebelión contra la legalidad que hoy representa Puigdemont y
compañía supone, por eso, dar a la Cataluña trabajadora de siempre la posibilidad de
liberar sus energías rompiendo el cepo de complicidades que hoy atrapa su economía y
le impide crecer con todo su potencial. Tanto o más importante aún, hacerlo supondrá
sobre todo dar comienzo a la gran labor de sutura de una sociedad partida en dos
mitades por la locura de unos insensatos que ha roto familias, amistades y lealtades de
muchos años, envenenando la convivencia como nunca antes había ocurrido desde los
terribles años 30 del siglo pasado. “Esta gente ha jugado muy sucio; tanto, que ahora
solo puedes hablar con el que piensa como tú. Con el resto, punto en boca. Esa es la
realidad social que hoy impera en esta asfixiante Cataluña”, contaba ayer uno de esos
catalanes que sueñan con superar este trauma.
Esta guerra será larga. Larga y dolorosa, porque ningún golpe dispuesto a acabar con un
Estado de siglos y a alterar dramáticamente paz, libertad y bienestar de sus ciudadanos
se salda con un par de claveles clavados en el fusil de un soldado. Las cosas han llegado
muy lejos. “Si yo fuera presidente del Gobierno, hace tiempo que habría utilizado el 155
en Cataluña”, ha dicho Felipe González. El PSOE que hoy dirige el desdichado Pedro
Sánchez no quiere saber nada del 155, o lo quiere por la mañana y lo niega por la tarde,
como quiere y/o detesta a esa España (“Vas alta y dolorosa / Gimes, deliras, bramas /
Vas firme y pura por el firmamento / a hundirte en Dios como una espada”) que ni ha
comprendido ni nunca sentido. Su concurso, con todas sus dudas, con todo su cabildeo,
se anuncia, sin embargo, crucial para el resultado final de este combate ante la deriva
revolucionaria emprendida por Pablo Iglesias, decidido a reforzar el golpismo
menguante del independentismo catalán con la revolución de una izquierda comunista
que busca acabar con el régimen del 78, para después expandir su miseria sobre los
cascotes de una España rota.