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Marcuse, Benjamin, Adorno y sus seguidores profetizaron algunos de los males del
presente: el imperio tecnocrático, el consumismo o la colonización de las mentes. Una
gran biografía coral analiza las paradojas de una filosofía que supo retratar el mundo
pero no hizo nada por cambiarlo
El 15 de mayo de 1942 Bertolt Brecht anotó en su diario: “Con [Hanns] Eisler en casa
de Horkheimer a comer. Al salir, Eisler sugiere para la novela de Tui: la historia del
Instituto de Investigaciones Sociales de Fráncfort. Un anciano muy rico muere;
preocupado por el sufrimiento del mundo, deja en su testamento una cantidad
sustancial de dinero para establecer un instituto que investigará la causa de la
miseria… que, naturalmente, es él mismo”. Brecht tenía un radar muy fino para las
contradicciones y, desde sus mismos inicios, la historia de la Escuela de Fráncfort
estuvo plagada de ellas. En efecto, en 1922 Félix Weil le pidió dinero a su padre —el
exportador de cereales más importante del mundo— para organizar en Ilmenau unas
jornadas de estudios marxistas a las que asistieron Georg Lukács, Karl Korsch o el
legendario espía soviético Richard Sorge. Dos años después, Weil fundó en Fráncfort
el Instituto para la Investigación Social, al que Max Horkheimer dio un rumbo
innovador y original cuando, en 1930, se convirtió en su director con la estrecha
colaboración de Theodor Adorno, que, a su vez, colocó a Walter Benjamin en la órbita
de la institución.
En 1962, 20 años después de que Brecht y Eisler se echaran unas risas a costa del
Instituto de Weil, Lukács escribió un virulento texto contra Adorno y otros
intelectuales progresistas. Lukács entendía el compromiso con la causa del
proletariado como un salto de fe —una conversión, en un sentido muy literal— que
conllevaba tensiones y sacrificios personales. Los marxistas occidentales, en cambio,
llegaban a asomarse al pozo sin fondo de los problemas e injusticias del capitalismo…
y allí se quedaban. El Gran Hotel Abismo, decía Lukács, ha sido erigido precisamente
al borde de esa sima para dar acomodo a las mentes inquietas: “Se vive aquí en la más
exuberante libertad espiritual: todo está permitido; nada escapa a la crítica. Para cada
tipo de crítica radical —dentro de los límites invisibles— hay habitaciones
especialmente diseñadas. (…) Toda forma de embriaguez intelectual, pero también
toda forma de ascetismo, de autoflagelación, está igualmente permitida”.
Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza. Vicente Valero. Periférica, 2017, 224
páginas, 18 euros.
Un final para Walter Benjamin. Álex Chico. 256 páginas. 16 euros. Candaya, 2017.
En Gran Hotel Abismo, Stuart Jeffries propone una trepidante biografía coral de los
miembros de la Escuela de Fráncfort —Benjamin, Adorno y Horkheimer, pero
también Herbert Marcuse, Erich Fromm, Leo Löwenthal, Friedrich Pollock o Franz
Neumann—, autores cuyo legado sobrevive a través de un continuo ciclo de olvido y
reivindicación (en la década de los sesenta Benjamin era un autor muy poco leído y el
propio Michel Foucault reconoció que había conocido tardíamente la teoría crítica). El
ensayo de Jeffries es un excelente retrato intelectual del periodo de entreguerras, no
siempre sutil pero sí enérgico y nada pomposo. Muchos de los artistas y pensadores
centroeuropeos más importantes de la época pertenecían, como los miembros de la
Escuela de Fráncfort, a familias judías adineradas cuya vida burguesa detestaban y con
las que intentaron romper a través de una recepción febril del modernismo. En esta
dinámica edípica, el compromiso político fue casi siempre posterior a la rebelión
artística. Lukács se intoxicó de Dostoievski y Endre Ady mucho antes de sucumbir a
los encantos de Lenin, Adorno llegó a la crítica de la alienación desde el
dodecafonismo y Horkheimer hizo sus primeras armas literarias escribiendo novelitas
románticas.
También desde un punto de vista doctrinal, los orígenes de la Escuela de Fráncfort son
el producto de un momento histórico muy concreto en el que las tesis del marxismo
mecanicista hacían aguas. Por un lado, los proyectos revolucionarios posteriores a la
Primera Guerra Mundial fracasaron salvo allí donde nadie los esperaba: en un país del
este atrasado material y culturalmente. Por otro, el consumismo empezaba a colonizar
la vida de las clases trabajadoras desmovilizándolas. Es muy característico de esos
años un retorno crítico a las tradiciones filosóficas idealistas por parte de autores que
prestan una creciente atención a la subjetividad como motor o freno del cambio social:
la alienación, la subordinación o la conciencia de clase son los objetos de análisis
favoritos antes que las condiciones materiales objetivas.
Hannah Arendt no olvidó nunca los años de su vida en los que no tuvo un país, en los
que anduvo de un lado a otro con documentos provisionales o inseguros y estuvo a
cada momento a merced de un policía que se los reclamara o de un guardia fronterizo
que se negara a sellarlos. Tenía 27 años cuando salió huyendo de Alemania en 1933 y
se refugió temporalmente en París. Como contó amargamente nuestro Manuel Chaves
Nogales, los expatriados y los fugitivos de los regímenes dictatoriales de Europa
llegaban a Francia atraídos por los ideales universales de libertad y ciudadanía de la
Tercera República, pero en vez de un refugio encontraron una trampa, porque en la
Francia de mediados de los años treinta se espesaba una atmósfera de xenofobia en la
que las víctimas de las dictaduras y las persecuciones eran vistas como enemigos
emboscados, apátridas peligrosos que traían consigo su miseria y ofendían la buena
conciencia de las gentes de orden con sus avisos de desastres.
Hannah Arendt, como Chaves Nogales o Walter Benjamin o tantos otros, pasó años
sobreviviendo malamente en París, despojada de su nacionalidad alemana por el
Gobierno hitleriano e incapacitada para adquirir cualquier otra. En su propio país era
una extranjera indeseable porque era judía: pero en Francia era sospechosa por ser
alemana. Cuando los alemanes invadieron Francia en 1940 y se lanzaron a la cacería
de todos los disidentes que habían escapado del fascismo en los años anteriores,
encontraron que la República francesa les había hecho ya una parte del trabajo. A
Hannah Arendt, que había sido una apátrida desde 1933, los franceses la encerraron en
un campo de concentración en 1939 por ser alemana y por lo tanto enemiga. Si no
hubiera escapado a tiempo los alemanes la habrían mantenido presa y probablemente
ejecutado por ser judía.
Arendt murió en 1975. En Estados Unidos logró por fin una ciudadanía segura, y en
Nueva York la posición académica e intelectual que merecía, pero la experiencia de
sus años sin país y por lo tanto sin derechos la marcó para siempre, y se convirtió en el
eje vital de sus convicciones políticas y sus tempestuosas posiciones públicas. Las
calamidades del totalitarismo y de la II Guerra Mundial, estaba convencida, habían
tenido su origen no tanto en las matanzas industrializadas de la I como en las
muchedumbres de desplazados, refugiados y apátridas desatadas por ella. Nada crea
tan rápido tantos extranjeros como un proceso de construcción nacional. Gracias a la
devastación de la guerra y al invento de los Estados nacionales que ocuparon el
espacio de los imperios vencidos, millones de personas tuvieron que abandonar a toda
prisa sus lugares de origen, y se encontraron despojados de identidad civil. Y también
hubo millones que no tuvieron que desplazarse para convertirse en extranjeros: bastó
que algún comité patriótico cambiara las fronteras en un mapa, o que se decidiera que
la identidad tenía que ver ahora con el origen o el idioma, o que un judío no podía ser
ciudadano del país en el que su familia llevaba viviendo durante generaciones.
Hannah Arendt vio todo eso. En sus cartas y en sus ensayos la reflexiones políticas
sobre la condición del refugiado tienen una urgencia de relatos autobiográficos. En un
documental que acaba de estrenarse en un pequeño cine de Nueva York, Vita Activa.
The Spirit of Hannah Arendt, su directora, Ada Ushpiz, logra unir el rigor histórico y
biográfico con la plena expresividad del lenguaje del cine. Pocas cosas me parecen hoy
en día tan atractivas estética e intelectualmente como un documental muy bien hecho.
En la película se oye la voz ronca y fumadora de Hannah Arendt en sus últimos años,
pero otra voz de mujer lee las cartas de su juventud y de su destierro, y mientras la
escuchamos estamos viendo la hermosa caligrafía casi taquigráfica de Arendt, las
palabras que escribiría tan rápido en un papel que se ha vuelto amarillo, y también
imágenes intercaladas de aquellos años, como un contrapunto a veces de barbarie y a
veces de trivialidad. En una película casera, unos oficiales alemanes hacen una burla
de los rezos judíos, cubriéndose las cabezas con cortinas o cojines, muriéndose de risa.
En otra, dos militares en camiseta bailan a las puertas de un barracón. Un operario
instala una chimenea en un edificio de un campo: a continación se pone otra chimenea
como un gorro, y marca el paso alegremente.
Arendt, en el juicio a Adolff Eichmann en 1960.
Hannah Arendt fue tan valerosa y tan desafiante cuando acertaba como cuando se
equivocaba. Y como les pasa a veces a las personas muy adiestradas en el pensamiento
abstracto y en los debates de ideas, no parece que tuviera mucha perspicacia para
juzgar a los seres humanos reales. Su lucidez ante el totalitarismo no la ayudó a
comprender los procesos mentales ni la vileza íntima de gente que lo había apoyado y
ejercido. Nunca llegó a aceptar que su venerado maestro y amante de la primera
juventud, Martin Heiddeger, no fuera otra cosa que un nazi, un cínico miserable que
después de la guerra se disfrazó de viejo ermitaño filosófico para eludir su
colaboracionismo con los matarifes.
Pero hay una parte del legado de Hannah Arendt que se vuelve más relevante cada día.
Su voz suena contemporánea cuando identifica el totalitarismo con la negación
sistemática a aceptar la realidad, y elegir la fantasía ideológica o la pura ficción por
encima de la racionalidad y el empirismo. Y quien ve ahora cómo Europa rechaza a los
fugitivos de la guerra y el fanatismo se acuerda de aquellos ríos de refugiados entre los
cuales caminó en su juventud Hannah Arendt.
Hannah Arendt y Gershom Scholem: la librepensadora y el viejo sionista
La correspondencia entre estos dos grandes intelectuales del siglo XX recoge sus sonadas
polémicas en torno al movimiento judío, pero también su empeño en salvar el legado de
Benjamin
Una parte mínima de estas cartas se conoce en español: las misivas en las que Scholem
polemizó con Arendt a raíz del escándalo mundial causado por la publicación en 1963
en Estados Unidos de su libro Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad
del mal (Lumen). El resto, en las que se trata mucho de Walter Benjamin y de los
desvelos por publicar sus escritos, así como otras tantas cartas en las que los
corresponsales abordan asuntos vinculados con su mutua cooperación con la Jewish
Cultural Reconstruction —asociación para la restitución de los bienes culturales judíos
requisados por los nazis—, son inéditas y revelan aspectos del trabajo de Arendt en
Estados Unidos y Europa sobre los que se sabía poco.
El cabalista era un crítico moderado de los errores de su
pueblo; ella, en cambio, se mostraba dura, irreverente y
contraria a un Estado judío
Scholem, cuyo verdadero nombre de pila era Gerhard, judío de familia asquenazí,
nació en Berlín; con 26 años emigró a Palestina. Sionista convencido, se consagró a
sus estudios sobre judaísmo y cábala. Impartió clases en la Universidad Hebrea de
Jerusalén y participó activamente en la fundación del nuevo Estado de Israel (1948).
Su autoridad intelectual creció en el mundo entero, viajó con frecuencia a Europa y fue
presidente de la Academia de Ciencias y Humanidades israelí. En castellano contamos
con sus obras más importantes: Las grandes tendencias de la mística judía (Siruela)
y Los orígenes de la cábala(Paidós), así como con la Correspondencia con Walter
Benjamin (Trotta).
Scholem trabó amistad con Arendt en 1939, cuando ella estaba exiliada en París,
pasando penalidades, junto a su segundo marido, Heinrich Blücher, y miles de
exiliados alemanes. Entre ellos se hallaba Benjamin, hundido en la miseria material y
psicológica, amigo del matrimonio. Arendt lo llamaba con cariño Benji e intentó
buscarle trabajo y animarlo en su soledad desesperanzada. Benjamin, íntimo de
Scholem, fue el primero en hablarle de aquella mujer “fascinante”.
En estas cartas surgen a menudo los nombres de Hans Jonas, Günther Anders, Adorno,
Horkheimer o Bertolt Brecht, miembros del círculo de intelectuales judíos formado
alrededor de los años veinte en Alemania, y que tanto influiría en el pensamiento
contemporáneo. Todos tenían relación, pero Benjamin era el amigo común y más
querido de Scholem y Arendt. En París, Arendt fue testigo del hundimiento de
Benjamin y eso la conmovió; lo veía a diario, inmerso en la lectura de Kafka, “el único
autor que lo sosegaba”. Charlaban sobre el libro que ella acababa de escribir: Rahel
Varnhagen (Lumen), la vida de una culta judía asimilada en tiempos de Goethe;
Benjamin lo encontró extraordinario y así se lo transmitió a Scholem.
Crucial es la carta de 1941 en la que Arendt le cuenta al cabalista los últimos días de
Benjamin; este se suicidó en Port Bou en septiembre de 1940 ante la imposibilidad de
cruzar la frontera española. En los últimos tiempos, contaba Arendt, a Benjamin le
rondaba la idea de poner fin a su vida.
A la pensadora libre que siempre fue Arendt, exiliada en Nueva York, lejos de Europa,
sólo arropada por sus amigos y fiel a sí misma en la búsqueda de la verdad, le chocaba
que un filósofo y un teólogo de la talla de Scholem se aferrara tanto a cualquier tipo
de ismo. Para ella el sionismo, el marxismo o más adelante el macartismo eran
ideologías que impedían pensar y encadenaban a sus seguidores, al igual que el
nazismo. Scholem parecía no entenderlo así, al menos en lo que respecta al amor por
los judíos y la Tierra Prometida en Palestina.
Las tensiones más fuertes afloraron con la publicación del libro sobre el nazi
Eichmann. Ahí, Arendt se mostró toda “ella”, según le escribió a Scholem: “Lo que le
confunde a usted es que mis argumentos y mi modo de pensar no son previsibles. O,
con otras palabras, que soy independiente”. Con esto se refería a que siempre hablaba
“en nombre propio”. Sus ideas nacieron de la libre interpretación de las grandes
figuras del pensamiento filosófico y político: Platón, Kant, Descartes, Kierkegaard,
Tocqueville, así como de la literatura que admiraba (ella fue la primera divulgadora de
Kafka en Estados Unidos). Nunca se adscribió a un partido.
Otro asunto de honda disputa supuso la idea de “banalidad del mal”, antepuesta por
Arendt a la idea de un supuesto “mal radical” como causa primera del Holocausto.
Era vox populi entre los judíos de posguerra que el maléfico Hitler y sus endemoniados
alemanes perpetraron semejante horror. Arendt quebrantó esa idea cuando dijo que
hablar de mal radical para referirse al exterminio de los judíos no era lo más
apropiado, pues le otorgaba una dimensión teológica o metafísica errónea. El mal en
este caso era sólo banal, demasiado terreno, y los ejecutores eran como Eichmann,
personas sin pensamiento, arruinados por la sequedad de una ideología que los cegaba
para el bien. La responsabilidad de los verdugos nunca fue discutida por Arendt, pero
sí su “maldad radical”. Esto enfureció a Scholem, quien manifestó a su amiga haber
sentido “vergüenza” por su libro y por ella.
La agria disputa con Scholem terminó alejando a Arendt del periodismo, quien se
concentró en el pensamiento político teórico y la filosofía. Murió dejando un
ambicioso estudio filosófico por terminar: La vida del espíritu. En cuanto a Scholem,
la correspondencia con Arendt se interrumpió en 1964, ella no respondió a su última
carta. Él la sobrevivió algunos años en Jerusalén, y siempre recordó con más afecto
que animadversión a aquella amiga díscola; sin ninguna duda, la pensadora más
interesante del siglo XX.
17 de octubre de 1941
Querido Scholem:
Miriam Lichtheim me dio su dirección y me transmitió sus saludos. Aunque creo que
sin este empujón también me hubiera animado a escribirle, debo reconocer que ha sido
un empujón muy efectivo.
Todo esto acabó rápido cuando, a partir de mediados de abril, a todos los internados
liberados hasta la edad de 48 años se les realizó un reconocimiento médico con el fin
de determinar si eran aptos para el servicio de trabajo militar. Este servicio de trabajo
en realidad solo era otra palabra para el internamiento de trabajos forzados y, en
comparación con el primer internamiento, significó en la mayoría de los casos un
empeoramiento. Que iban a declarar a Benji no apto estaba claro de antemano para
todos, excepto para él. En este tiempo anduvo muy irritado y me explicó repetidas
veces que no podía pasar otra vez por el mismo drama. Luego, naturalmente, fue
declarado no apto. Independientemente de esta medida, a mediados de mayo vino el
segundo y más minucioso internamiento, del cual usted ya habrá tenido noticia. Tres
personas se libraron de milagro, entre ellas Benji. No obstante, en medio del caos de la
administración nunca pudo saber si y por cuánto tiempo iba la policía a acatar una
orden del Ministerio de Exteriores, y si no lo iba a detener sin más. Yo misma ya no lo
vi más por entonces, porque también me habían internado5, pero unos amigos me
contaron que ya no se atrevía a salir a la calle y que se hallaba en un estado de pánico
constante. Logró salir de París con el último tren. Solo llevaba consigo un pequeño
maletín con dos camisas y un cepillo de dientes. Se dirigió, como sabe usted, a
Lourdes. Cuando yo salí de Gurs a mediados de junio, también fui a Lourdes por
casualidad y me quedé ahí varias semanas por iniciativa de él. Era el momento de la
derrota; pocos días después ya no circulaban los trenes; nadie sabía dónde habían
quedado familias, hombres, niños o amigos. Benji y yo jugábamos al ajedrez de la
mañana a la noche y en las pausas leíamos el periódico, si lo había. Todo esto estuvo
bastante bien hasta el instante en que se proclamó el armisticio con la famosa cláusula
de extradición6. Evidentemente a continuación nos sentimos bastante peor, aunque no
puedo decir que Benji realmente entrara en pánico. Al poco tiempo supimos de los
primeros suicidios de internados mientras huían de los alemanes, y Benjamin por
primera vez empezó a hablar conmigo y de manera repetida del suicidio. De que
justamente quedaba esta salida. Ante mi protesta sumamente enérgica de que a uno
siempre le quedaba tiempo para eso, repitió de manera muy estereotipada que esto
nunca se podía saber y que en ningún caso debería uno retrasarse demasiado. Por otra
parte hablábamos de Norteamérica. Parecía haberse reconciliado más con esta idea que
antes. Tomó en serio una carta del Instituto en la que se le explicaba que se estaban
haciendo todos los esfuerzos para llevarlo allí. Menos en serio se tomó otra
declaración que decía que iba a formar parte del consejo editorial de la revista con un
salario asegurado7. Lo tomó por un contrato simulado para facilitarle un visado. Tenía
mucho miedo, parece que sin razón, de que una vez aquí le pudieran dejar en la
estacada. A principios de julio salí de Lourdes para ponerme à la recherche de mon
mari perdu [en busca de mi marido perdido]. Benji no estaba muy entusiasmado, y yo
dudé durante mucho tiempo si no debería llevarlo conmigo. Pero esto hubiera sido
sencillamente irrealizable. Ahí estaba tan a salvo de las autoridades locales (con un
escrito de recomendación del Ministerio de Exteriores) como no lo podría haber estado
más en ninguna otra parte. Hasta septiembre solamente tuve noticias suyas por carta8.
Mientras tanto, la Gestapo había estado en su piso y había confiscado todo. Me
escribió muy deprimido. Aunque entretanto se han recuperado sus manuscritos, tenía
entonces razones para dar todo por perdido. —
En septiembre fuimos a Marsella, porque nuestros visados ya habían llegado allí. Benji
ya estaba allí desde agosto, dado que su visado había llegado a mediados de ese mes.
También estaba en su poder el famoso Transit [visado de tránsito] español y, por
supuesto, el portugués. Cuando lo vi de nuevo, a su visado español tan solo le
quedaban ocho o diez días de validez. No había entonces ninguna esperanza de obtener
una visa de sortie [visado de salida]. Me preguntó desesperado qué debía hacer y si no
podríamos encontrar rápidamente visados españoles para poder cruzar la frontera todos
juntos. Le dije y le mostré que era inútil y que por otro lado él debía salir ya, pues los
visados españoles en aquel tiempo ya no se renovaban. Además le dije que me parecía
muy incierto cuánto tiempo más iban a existir estos visados en general y que no
debería uno arriesgarse a dejarlo caducar. Que evidentemente lo mejor sería que los
tres fuéramos juntos, que luego debía venir a Montauban, donde estaríamos nosotros,
pero que nadie podía asumir la responsabilidad de todo ello. A lo cual sí que decidió
partir precipitadamente. Los dominicos le habían dado una carta de recomendación
para algún abad español. Esta nos impresionó mucho entonces, aunque era totalmente
absurda. — En aquellos días en Marsella mencionó nuevamente intenciones de
suicidio. — Lo demás lo sabrá usted seguramente: que tuvo que partir con personas
que le eran completamente desconocidas; que eligieron el camino más largo, que
implicó una caminata a pie por la montaña de aproximadamente siete horas; que por
razones inconcebibles destruyeron sus documentos de residencia franceses y así se
impidieron ellos mismos la vuelta a Francia; que luego llegaron a la frontera española
justamente veinticuatro horas después de su cierre a personas sin pasaporte nacional —
a todos tan solo nos quedaban los papeles del consulado americano—; que Benji se
había derrumbado varias veces ya en la ida; que a la mañana siguiente deberían ser
entregados en la frontera española, y que él, en la noche que se les había concedido, se
suicidó. Cuando meses más tarde llegamos a Portbou, buscamos su tumba en vano: no
se podía encontrar, en ninguna parte ponía su nombre. El cementerio da a una pequeña
bahía, directamente al Mediterráneo, está esculpido en terrazas de piedra; en aquellos
pedrizos también se mete los ataúdes. Es con diferencia uno de los lugares más
fantásticos y hermosos que he visto jamás en mi vida.
El Instituto tiene el legado, pero de momento no se atreve a publicar nada en lengua
alemana9. Me pregunto si independientemente de esto no se podrían publicar las Tesis
filosófico-históricas en Schocken. Me regaló el manuscrito y el Instituto tan solo lo
obtuvo gracias a mí. Querido Scholem, esto es todo lo que le puedo decir, y lo he
hecho lo más escrupulosamente que he podido y con los menos comentarios posibles.
Suya,
1. Tras una primera carta del 8 de octubre de 1940, que comenzaba con la frase:
«Walter Benjamin se ha quitado la vida», el 19 de noviembre Adorno escribía otra
carta a Scholem en la cual le daba detallada cuenta de lo que sabía de la muerte de
Benjamin.
4. Por lo que se sabe, la copia manuscrita de las «Tesis sobre la filosofía de la historia»
que Benjamin mandó a Scholem se extravió durante el envío. Había otra copia que
Arendt entregó a Adorno, en su calidad de albacea del legado literario de Walter
Benjamin, tras su llegada a Nueva York.
7. Adorno envió una carta de apoyo a Benjamin el 15 de julio de 1940, igual que una
declaración formal del Instituto de Investigación Social el 17 de julio de 1940, en la
que este se manifestaba dispuesto a mantener a Benjamin en Estados Unidos como
editor de la revista.
9. La revista del Instituto apareció a partir de 1940 con el título inglés Studies in
Philosophy and Social Science (SPSS).