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De la teoría crítica a la ética del discurso

En los primeros años se configuran las preocupaciones de la Escuela de


Fráncfort, dominadas por la idea de un saber global
FRANCESC ARROYO
23 FEB 2018 - 18:26 CET
'Teoría crítica', obra de Rainer Ehrt en la que aparecen caricaturas de miembros de la
Escuela de Fráncfort. De arriba abajo y de izquierda a derecha, Horkheimer, Adorno,
Marcuse, Lenin, Luxemburgo, Gramsci, Benjamin, Marx, Engels y Bloch. RAINER
EHRT

Es un lugar común hablar de las tres generaciones de la Escuela de Fráncfort.


La primera y fundacional abunda en figuras destacadas: Theodor Adorno y
Max Horkheimer, pero también Herbert Marcuse o Walter Benjamin, por citar
sólo los que han tenido una mayor influencia posterior. La segunda incluye a
Jürgen Habermas, Karl-Otto Apel o Claus Offe. Axel Honneth, actual director
del Instituto de Investigación Social, nombre oficial del centro, es la figura
más destacada de la tercera. Entre quienes han mantenido relación con el
Instituto valga citar a Hannah Arendt o Ernst Bloch.

Los primeros pensadores vivieron dos etapas diferentes. La primera va desde


la fundación, en 1923, hasta la expatriación en la época nazi. Varios de ellos
se establecieron en Estados Unidos tras un periplo por Ginebra, París y
Londres. La segunda incluye la reanudación de los trabajos tras la II Guerra
Mundial. En medio quedan los avatares de los exilios, con consecuencias tan
distintas. Así, Marcuse, aunque falleció durante un viaje a Alemania,
permaneció en Estados Unidos y su obra tuvo un impacto notable sobre los
movimientos políticos de los sesenta. Benjamin murió en Portbou al intentar
escapar del régimen nazi. Adorno y Horkheimer retornaron a sus trabajos en
la “teoría crítica”, pero en sus obras posteriores hay un poso de amargura
ante la evidencia de que la historia no era como habían imaginado y que la
clase obrera no había actuado como muchos teóricos de la izquierda
esperaban.

En los primeros años se configuran las preocupaciones de la Escuela de


Fráncfort, dominadas por la idea de un saber global. Cuando se funde la
principal publicación del centro, Zeitschrift für Sozialforschung (Revista de
Investigación Social), las secciones que incluye darán una perspectiva clara
de los intereses: filosofía, sociología, psicología, historia, movimientos
sociales, ciencia política, antropología, teoría del derecho y economía.

Una parte de los trabajos se harán en contraposición a las corrientes


neopositivistas, pero no es causal que uno de los movimientos más potentes
del positivismo (el Círculo de Viena) propugne una visión del conocimiento
que incluye una teoría unificada de la ciencia. Las diferencias no pueden
ocultar la voluntad globalizante de ambas escuelas.

En los ochenta, Habermas se convierte en “el referente europeo por


antonomasia en el mundo filosófico”, afirma Adela Cortina en su libro La
Escuela de Fráncfort. Crítica y utopía. Una idea que comparte Axel Honneth.
Éste, en un diálogo con diversos estudiosos mantenido en Fráncfort en abril
de 2005, decía de su antecesor: “Es tanto un teórico de fundamentos como
un intelectual que busca incidir en la opinión pública”, y en 2009, con motivo
de una charla impartida en el Centro de Cultura Contemporánea de
Barcelona, insistía: “Hay muchos intelectuales”, pero “Habermas es de los
mejores”.

Habermas no abandona el marxismo, pero pone el foco sobre el proceso


comunicativo entre iguales. La mayor parte de su obra hasta mediados de los
noventa se centra en la llamada ética discursiva, base de una sociedad
democrática de carácter deliberativo. El énfasis en el lenguaje es compartido
por Apel. Con posterioridad, sin abandonar sus concepciones comunicativas,
Habermas ha optado por el análisis de otros aspectos de la convivencia:
bioética, multiculturalismo y, en cierta medida, la religión. Honneth no cree
que este giro se deba a que Habermas ponga el pensamiento religioso en el
centro del debate, sino que se deriva, en parte, de la evidencia de que el
socialismo ha perdido fuerza como fuente de convicciones éticas y políticas a
favor de, por ejemplo, la propia religión. Así, apunta Honneth, en Alemania
se ha pasado de hablar de “una minoría turca a una minoría musulmana”.

En la obra de Honneth el análisis del discurso pierde centralidad para


desplazarse al concepto de “reconocimiento”. En su opinión, esta idea se ha
asociado en los últimos tiempos con esquemas identitarios, pero él busca
evitar la reducción del reconocimiento al ámbito cultural extendiéndolo a
derechos más amplios derivados de los conflictos del trabajo. Por esta vía
recupera dos nociones de los autores de la primera generación: la
cosificación y la alienación. En el primer caso (percibir a las personas como
cosas) insiste en que la cosificación no es un hecho que se derive
directamente del mercado, pues éste reconoce a los individuos como sujetos
capaces de firmar contratos. En el caso de la alienación, Honneth esquiva las
conexiones vinculadas al psicoanálisis para insistir en lo que tiene de
enajenación frente a nuestra propia naturaleza. En este sentido, él mismo
señala las aportaciones al respecto de la obra de Rahel Jaeggi, profesora en
la Universidad Humboldt de Berlín.
La Escuela de Fráncfort y el ‘cóctel Molotov’

Marcuse, Benjamin, Adorno y sus seguidores profetizaron algunos de los males del
presente: el imperio tecnocrático, el consumismo o la colonización de las mentes. Una
gran biografía coral analiza las paradojas de una filosofía que supo retratar el mundo
pero no hizo nada por cambiarlo

Herbert Marcuse, en un acto en la Universidad Libre de Berlín en 1967. GETTY


CÉSAR RENDUELES
24 FEB 2018 - 06:44 CET

El 15 de mayo de 1942 Bertolt Brecht anotó en su diario: “Con [Hanns] Eisler en casa
de Horkheimer a comer. Al salir, Eisler sugiere para la novela de Tui: la historia del
Instituto de Investigaciones Sociales de Fráncfort. Un anciano muy rico muere;
preocupado por el sufrimiento del mundo, deja en su testamento una cantidad
sustancial de dinero para establecer un instituto que investigará la causa de la
miseria… que, naturalmente, es él mismo”. Brecht tenía un radar muy fino para las
contradicciones y, desde sus mismos inicios, la historia de la Escuela de Fráncfort
estuvo plagada de ellas. En efecto, en 1922 Félix Weil le pidió dinero a su padre —el
exportador de cereales más importante del mundo— para organizar en Ilmenau unas
jornadas de estudios marxistas a las que asistieron Georg Lukács, Karl Korsch o el
legendario espía soviético Richard Sorge. Dos años después, Weil fundó en Fráncfort
el Instituto para la Investigación Social, al que Max Horkheimer dio un rumbo
innovador y original cuando, en 1930, se convirtió en su director con la estrecha
colaboración de Theodor Adorno, que, a su vez, colocó a Walter Benjamin en la órbita
de la institución.

En 1962, 20 años después de que Brecht y Eisler se echaran unas risas a costa del
Instituto de Weil, Lukács escribió un virulento texto contra Adorno y otros
intelectuales progresistas. Lukács entendía el compromiso con la causa del
proletariado como un salto de fe —una conversión, en un sentido muy literal— que
conllevaba tensiones y sacrificios personales. Los marxistas occidentales, en cambio,
llegaban a asomarse al pozo sin fondo de los problemas e injusticias del capitalismo…
y allí se quedaban. El Gran Hotel Abismo, decía Lukács, ha sido erigido precisamente
al borde de esa sima para dar acomodo a las mentes inquietas: “Se vive aquí en la más
exuberante libertad espiritual: todo está permitido; nada escapa a la crítica. Para cada
tipo de crítica radical —dentro de los límites invisibles— hay habitaciones
especialmente diseñadas. (…) Toda forma de embriaguez intelectual, pero también
toda forma de ascetismo, de autoflagelación, está igualmente permitida”.

A los francfortianos siempre se les indigestó el compromiso,


incluso las pocas veces que lo buscaron

¡Bum! La crítica de Lukács daba exactamente en el punto flaco de la teoría crítica y,


en realidad, de la práctica totalidad del marxismo occidental. Seguramente porque
sabía bien de lo que hablaba. También él era un alma bella, hijo de uno de los
empresarios judíos más ricos de Hungría, pero lo abandonó todo para participar en la
revolución socialista de 1918 y, posteriormente, convertirse en cómplice y víctima del
estalinismo. A los francfortianos, en cambio, siempre se les indigestó el compromiso,
incluso en las pocas ocasiones en las que lo buscaron con entusiasmo. Walter
Benjamin escribió un artículo sobre Goethe para la Gran enciclopedia soviética que
fue rechazado por demasiado dogmático: “La expresión ‘lucha de clases’ aparece 10
veces en cada párrafo”, le reprocharon los editores. Adorno, más lúcido para las
cuestiones prácticas, lo resumió así en 1969: “Yo establecí un modelo teórico de
pensamiento. ¿Cómo podría haber sospechado que la gente querría ponerlo en práctica
con cócteles molotov?”.

DE WALTER BENJAMIN A JÜRGEN HABERMAS


Gran Hotel Abismo. Una biografía coral de la Escuela de Frankfurt.Stuart Jeffries.
Traducción de José Adrián Vitier. Turner, 2018, 496 páginas, 29,90 euros.

Fragmentos de contenido misceláneo. Escritos autobiográficos. (Obra completa vol.


VI). Walter Benjamin. Abada, 2017, 832 páginas, 40 euros.

La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica. Walter Benjamin. Traducción de José


Aníbal Campos. La Moderna, 2017. 100 páginas. 12 euros

Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza. Vicente Valero. Periférica, 2017, 224
páginas, 18 euros.

Un final para Walter Benjamin. Álex Chico. 256 páginas. 16 euros. Candaya, 2017.

Correspondencia, 1939-1969.Theodor W. Adorno y G. Scholem. Eterna Cadencia, 2017, 543


páginas, 24,30 euros.

En la espiral de la tecnocracia.Jürgen Habermas.Traducción de David Hereza y Fernando


García. Trotta, 2016, 176 páginas, 20 euros.

En Gran Hotel Abismo, Stuart Jeffries propone una trepidante biografía coral de los
miembros de la Escuela de Fráncfort —Benjamin, Adorno y Horkheimer, pero
también Herbert Marcuse, Erich Fromm, Leo Löwenthal, Friedrich Pollock o Franz
Neumann—, autores cuyo legado sobrevive a través de un continuo ciclo de olvido y
reivindicación (en la década de los sesenta Benjamin era un autor muy poco leído y el
propio Michel Foucault reconoció que había conocido tardíamente la teoría crítica). El
ensayo de Jeffries es un excelente retrato intelectual del periodo de entreguerras, no
siempre sutil pero sí enérgico y nada pomposo. Muchos de los artistas y pensadores
centroeuropeos más importantes de la época pertenecían, como los miembros de la
Escuela de Fráncfort, a familias judías adineradas cuya vida burguesa detestaban y con
las que intentaron romper a través de una recepción febril del modernismo. En esta
dinámica edípica, el compromiso político fue casi siempre posterior a la rebelión
artística. Lukács se intoxicó de Dostoievski y Endre Ady mucho antes de sucumbir a
los encantos de Lenin, Adorno llegó a la crítica de la alienación desde el
dodecafonismo y Horkheimer hizo sus primeras armas literarias escribiendo novelitas
románticas.

También desde un punto de vista doctrinal, los orígenes de la Escuela de Fráncfort son
el producto de un momento histórico muy concreto en el que las tesis del marxismo
mecanicista hacían aguas. Por un lado, los proyectos revolucionarios posteriores a la
Primera Guerra Mundial fracasaron salvo allí donde nadie los esperaba: en un país del
este atrasado material y culturalmente. Por otro, el consumismo empezaba a colonizar
la vida de las clases trabajadoras desmovilizándolas. Es muy característico de esos
años un retorno crítico a las tradiciones filosóficas idealistas por parte de autores que
prestan una creciente atención a la subjetividad como motor o freno del cambio social:
la alienación, la subordinación o la conciencia de clase son los objetos de análisis
favoritos antes que las condiciones materiales objetivas.

Los miembros de la Escuela de Fráncfort achacaron al positivismo hegemónico el


haber perdido de vista el primado de la totalidad, la perspectiva de lo existente en su
conjunto, sucumbiendo a una fragmentación conceptual que reproducía las inercias
acríticas de un sistema social crecientemente burocratizado. Desde su perspectiva, el
capitalismo se había convertido en algo más que un modo de producción: una cultura
enquistada en los corazones, las mentes y los cuerpos. No hay ya un afuera de la
realidad mercantilizada, el fetichismo lo penetra todo. Por eso proponen un
desplazamiento del foco teórico desde la fábrica y la cadena de montaje hasta las
formas de vida y la industria cultural. La estetización filosófica que a menudo se ha
reprochado a Adorno o Benjamin sería, en realidad, una respuesta conceptual a la
propia estetización de un capitalismo que estaba fagocitando los afectos y las pasiones.

A su juicio, el capitalismo se había convertido en una cultura


enquistada en mentes, corazones y cuerpos
Se trata de un giro teórico que anticipa en 50 años las tesis de autores como Gilles
Deleuze, Guy Debord, Jean Baudrillard o Slavoj Zizek. Y también una fuente
sistemática de paradojas, igualmente pertinaces. En primer lugar, metodológicas. Los
francfortianos querían atender a la totalidad sin sucumbir a la tentación reconciliatoria,
se negaban a que su filosofía sirviera para legitimar la facticidad presente.
Seguramente es una aspiración imposible y por eso se vieron obligados a recurrir a
estrategias discursivas muy esotéricas: la “iluminación profana” de Benjamin, la
“dialéctica negativa” de Adorno o el propio concepto de “teoría crítica” de
Horkheimer son oscuros e intrínsecamente paradójicos. En segundo lugar, el giro
crítico convertía a los teóricos en actores protagonistas de la transformación social
radical. En la medida en que la clave de bóveda del capitalismo se había desplazado a
la esfera de la superestructura, los agentes del cambio político serían aquellos que
estaban en condiciones de denunciar el fetichismo y los mecanismos de control
ideológico, o sea, los intelectuales. En palabras de Jeffries: “Es como si el proletariado
hubiera sido hallado deficiente como agente revolucionario y hubiese sido
reemplazado por teóricos críticos”. Como señaló hace años Jacobo Muñoz, también en
este aspecto la Escuela de Fráncfort anticipó el logocentrismo teoreticista
característico de buena parte de la izquierda intelectual desde los años sesenta hasta
hoy. Así que, de alguna manera, hoy la teoría crítica es un letrero luminoso que
anuncia un camino que aunque sabemos cegado nos vemos obligados a intentar
recorrer
Las voces de Hannah Arendt
Su lucidez ante el totalitarismo no la ayudó a comprender el proceso mental
ni la vileza de los que lo ejercieron
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
29 ABR 2016 - 16:43 CEST

Hannah Arendt no olvidó nunca los años de su vida en los que no tuvo un país, en los
que anduvo de un lado a otro con documentos provisionales o inseguros y estuvo a
cada momento a merced de un policía que se los reclamara o de un guardia fronterizo
que se negara a sellarlos. Tenía 27 años cuando salió huyendo de Alemania en 1933 y
se refugió temporalmente en París. Como contó amargamente nuestro Manuel Chaves
Nogales, los expatriados y los fugitivos de los regímenes dictatoriales de Europa
llegaban a Francia atraídos por los ideales universales de libertad y ciudadanía de la
Tercera República, pero en vez de un refugio encontraron una trampa, porque en la
Francia de mediados de los años treinta se espesaba una atmósfera de xenofobia en la
que las víctimas de las dictaduras y las persecuciones eran vistas como enemigos
emboscados, apátridas peligrosos que traían consigo su miseria y ofendían la buena
conciencia de las gentes de orden con sus avisos de desastres.

Hannah Arendt, como Chaves Nogales o Walter Benjamin o tantos otros, pasó años
sobreviviendo malamente en París, despojada de su nacionalidad alemana por el
Gobierno hitleriano e incapacitada para adquirir cualquier otra. En su propio país era
una extranjera indeseable porque era judía: pero en Francia era sospechosa por ser
alemana. Cuando los alemanes invadieron Francia en 1940 y se lanzaron a la cacería
de todos los disidentes que habían escapado del fascismo en los años anteriores,
encontraron que la República francesa les había hecho ya una parte del trabajo. A
Hannah Arendt, que había sido una apátrida desde 1933, los franceses la encerraron en
un campo de concentración en 1939 por ser alemana y por lo tanto enemiga. Si no
hubiera escapado a tiempo los alemanes la habrían mantenido presa y probablemente
ejecutado por ser judía.

En sus fotos de juventud Arendt tiene en la mirada una expresión de inteligencia y


apasionamiento. En medio de la intemperie hostil del exilio conoció al amor de su
vida, un compatriota antifascista alemán que no era judío, Heinrich Blücher. En 1941,
cuando toda Europa se derrumbaba en la negrura, lograron escapar a Estados Unidos.
Yo he visitado el pequeño cementerio en un bosque cerca del río Hudson, en la parte
alta del Estado de Nueva York, en el que están juntas sus dos lápidas, planas sobre la
tierra, entre la hierba y las hojas.

Arendt murió en 1975. En Estados Unidos logró por fin una ciudadanía segura, y en
Nueva York la posición académica e intelectual que merecía, pero la experiencia de
sus años sin país y por lo tanto sin derechos la marcó para siempre, y se convirtió en el
eje vital de sus convicciones políticas y sus tempestuosas posiciones públicas. Las
calamidades del totalitarismo y de la II Guerra Mundial, estaba convencida, habían
tenido su origen no tanto en las matanzas industrializadas de la I como en las
muchedumbres de desplazados, refugiados y apátridas desatadas por ella. Nada crea
tan rápido tantos extranjeros como un proceso de construcción nacional. Gracias a la
devastación de la guerra y al invento de los Estados nacionales que ocuparon el
espacio de los imperios vencidos, millones de personas tuvieron que abandonar a toda
prisa sus lugares de origen, y se encontraron despojados de identidad civil. Y también
hubo millones que no tuvieron que desplazarse para convertirse en extranjeros: bastó
que algún comité patriótico cambiara las fronteras en un mapa, o que se decidiera que
la identidad tenía que ver ahora con el origen o el idioma, o que un judío no podía ser
ciudadano del país en el que su familia llevaba viviendo durante generaciones.

Arendt murió en 1975. En Estados Unidos logró por fin una


ciudadanía segura, y en Nueva York la posición académica e
intelectual que merecía

Hannah Arendt vio todo eso. En sus cartas y en sus ensayos la reflexiones políticas
sobre la condición del refugiado tienen una urgencia de relatos autobiográficos. En un
documental que acaba de estrenarse en un pequeño cine de Nueva York, Vita Activa.
The Spirit of Hannah Arendt, su directora, Ada Ushpiz, logra unir el rigor histórico y
biográfico con la plena expresividad del lenguaje del cine. Pocas cosas me parecen hoy
en día tan atractivas estética e intelectualmente como un documental muy bien hecho.

En la película se oye la voz ronca y fumadora de Hannah Arendt en sus últimos años,
pero otra voz de mujer lee las cartas de su juventud y de su destierro, y mientras la
escuchamos estamos viendo la hermosa caligrafía casi taquigráfica de Arendt, las
palabras que escribiría tan rápido en un papel que se ha vuelto amarillo, y también
imágenes intercaladas de aquellos años, como un contrapunto a veces de barbarie y a
veces de trivialidad. En una película casera, unos oficiales alemanes hacen una burla
de los rezos judíos, cubriéndose las cabezas con cortinas o cojines, muriéndose de risa.
En otra, dos militares en camiseta bailan a las puertas de un barracón. Un operario
instala una chimenea en un edificio de un campo: a continación se pone otra chimenea
como un gorro, y marca el paso alegremente.
Arendt, en el juicio a Adolff Eichmann en 1960.

Hannah Arendt fue tan valerosa y tan desafiante cuando acertaba como cuando se
equivocaba. Y como les pasa a veces a las personas muy adiestradas en el pensamiento
abstracto y en los debates de ideas, no parece que tuviera mucha perspicacia para
juzgar a los seres humanos reales. Su lucidez ante el totalitarismo no la ayudó a
comprender los procesos mentales ni la vileza íntima de gente que lo había apoyado y
ejercido. Nunca llegó a aceptar que su venerado maestro y amante de la primera
juventud, Martin Heiddeger, no fuera otra cosa que un nazi, un cínico miserable que
después de la guerra se disfrazó de viejo ermitaño filosófico para eludir su
colaboracionismo con los matarifes.

Y, extrañamente, no supo o no quiso ver detrás de la máscara de mediocridad y


mansedumbre que adoptó Adolf Eichmann cuando estaba siendo juzgado en
Jerusalén. Acertó parcialmente, a mi juicio, en un concepto, el de la banalidad del mal,
que ya está asociado para siempre a ella: los mayores horrores, los más terribles
sufrimientos pueden ser causados por personas superficiales y mediocres, en nombre
de razones estúpidas, de ideas de quinta fila, o ni siquiera eso, por obediencia, por
inercia, por moda, por el qué dirán. Adolf Eichmann no era muy inteligente, pero
tampoco era ese burócrata más bien aséptico que organizó la logística formidable de la
Solución Final porque se lo encargaron, igual que habría organizado una red de
distribución de alimentos, o los suministros de gasolina de los que se ocupaba, sin
ningún brillo profesional, antes de ingresar en el Partido nazi. Como sabía mucha
gente ya entonces, y como han aclarado investigaciones posteriores en Argentina,
Eichmann era un nazi convencido, un verdugo plenamente consciente de la magnitud
sanguinaria de su tarea.

En su propio país era una extranjera indeseable porque era


judía: pero en Francia era sospechosa por ser alemana

Pero hay una parte del legado de Hannah Arendt que se vuelve más relevante cada día.
Su voz suena contemporánea cuando identifica el totalitarismo con la negación
sistemática a aceptar la realidad, y elegir la fantasía ideológica o la pura ficción por
encima de la racionalidad y el empirismo. Y quien ve ahora cómo Europa rechaza a los
fugitivos de la guerra y el fanatismo se acuerda de aquellos ríos de refugiados entre los
cuales caminó en su juventud Hannah Arendt.
Hannah Arendt y Gershom Scholem: la librepensadora y el viejo sionista

La correspondencia entre estos dos grandes intelectuales del siglo XX recoge sus sonadas
polémicas en torno al movimiento judío, pero también su empeño en salvar el legado de
Benjamin

LUIS FERNANDO MORENO CLAROS


22 FEB 2018 - 00:06 CET
En estos tiempos actuales, ahítos de pasiones políticas desbordadas, constituyen una
cura eficaz contra la inercia del pensamiento los escritos de Hannah Arendt (1906-
1975), judeoalemana, exiliada a causa del nazismo y ciudadana norteamericana. Sus
obras están presentes en castellano, bien traducidas y con abundantes reediciones. La
editorial Página Indómita, por ejemplo, publicó recientemente algunos de sus artículos;
en 2017 vieron la luz la sintética biografía intelectual de Arendt firmada por José
Lasaga (Eila), y otra visión general de sus ideas de Agustín Serrano (RBA).
Ahora, Trotta publica las cartas cruzadas entre Arendt y el célebre estudioso de la
cábala y la mística judía Gershom Scholem (1897-1982). Ambos corresponsales se
profesaban mutuo afecto y admiración, lo cual no impidió que tuvieran sus
desencuentros intelectuales, al tener visiones diferentes en asuntos tan cruciales como
el sionismo o la interpretación del antisemitismo.

La edición original de esta correspondencia es reciente. En 2010 apareció completa


por primera vez en alemán en la magnífica edición de Marie Luise Knott; en ésta se
basa la excelente traducción castellana.

Una parte mínima de estas cartas se conoce en español: las misivas en las que Scholem
polemizó con Arendt a raíz del escándalo mundial causado por la publicación en 1963
en Estados Unidos de su libro Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad
del mal (Lumen). El resto, en las que se trata mucho de Walter Benjamin y de los
desvelos por publicar sus escritos, así como otras tantas cartas en las que los
corresponsales abordan asuntos vinculados con su mutua cooperación con la Jewish
Cultural Reconstruction —asociación para la restitución de los bienes culturales judíos
requisados por los nazis—, son inéditas y revelan aspectos del trabajo de Arendt en
Estados Unidos y Europa sobre los que se sabía poco.
El cabalista era un crítico moderado de los errores de su
pueblo; ella, en cambio, se mostraba dura, irreverente y
contraria a un Estado judío

Scholem, cuyo verdadero nombre de pila era Gerhard, judío de familia asquenazí,
nació en Berlín; con 26 años emigró a Palestina. Sionista convencido, se consagró a
sus estudios sobre judaísmo y cábala. Impartió clases en la Universidad Hebrea de
Jerusalén y participó activamente en la fundación del nuevo Estado de Israel (1948).
Su autoridad intelectual creció en el mundo entero, viajó con frecuencia a Europa y fue
presidente de la Academia de Ciencias y Humanidades israelí. En castellano contamos
con sus obras más importantes: Las grandes tendencias de la mística judía (Siruela)
y Los orígenes de la cábala(Paidós), así como con la Correspondencia con Walter
Benjamin (Trotta).

Scholem trabó amistad con Arendt en 1939, cuando ella estaba exiliada en París,
pasando penalidades, junto a su segundo marido, Heinrich Blücher, y miles de
exiliados alemanes. Entre ellos se hallaba Benjamin, hundido en la miseria material y
psicológica, amigo del matrimonio. Arendt lo llamaba con cariño Benji e intentó
buscarle trabajo y animarlo en su soledad desesperanzada. Benjamin, íntimo de
Scholem, fue el primero en hablarle de aquella mujer “fascinante”.

En estas cartas surgen a menudo los nombres de Hans Jonas, Günther Anders, Adorno,
Horkheimer o Bertolt Brecht, miembros del círculo de intelectuales judíos formado
alrededor de los años veinte en Alemania, y que tanto influiría en el pensamiento
contemporáneo. Todos tenían relación, pero Benjamin era el amigo común y más
querido de Scholem y Arendt. En París, Arendt fue testigo del hundimiento de
Benjamin y eso la conmovió; lo veía a diario, inmerso en la lectura de Kafka, “el único
autor que lo sosegaba”. Charlaban sobre el libro que ella acababa de escribir: Rahel
Varnhagen (Lumen), la vida de una culta judía asimilada en tiempos de Goethe;
Benjamin lo encontró extraordinario y así se lo transmitió a Scholem.

Crucial es la carta de 1941 en la que Arendt le cuenta al cabalista los últimos días de
Benjamin; este se suicidó en Port Bou en septiembre de 1940 ante la imposibilidad de
cruzar la frontera española. En los últimos tiempos, contaba Arendt, a Benjamin le
rondaba la idea de poner fin a su vida.

Arendt y su marido emigraron a América en 1942, ella llevaba consigo algunos


manuscritos que le había confiado Benjamin, sospechando él mismo que no se
salvaría; en concreto, las originales Tesis histórico-filosóficas. Arendt las consideraba
muy valiosas y todo su afán al llegar a Norteamérica fue publicarlas. También
Scholem se comprometió a salvar el legado intelectual de su difunto amigo. Esta
circunstancia vivificó mucho la correspondencia entre ellos. Cierta oposición a estas
publicaciones encontraron en la “capilla neomarxista” liderada por Adorno y
Horkheimer, que ni a Arendt ni a Scholem le eran simpáticos; también éstos pugnaban
por apropiarse del legado de Benjamin. Al final todo se solucionó y unos y otros
contribuyeron a divulgarlo.

El acuerdo entre Scholem y Arendt es patente en todo lo respectivo a Benjamin;


también son sinceros los mutuos elogios que intercambian por sus respectivas obras;
aun así, pronto comenzó a manifestarse el desencuentro en lo referente al nacionalismo
judío y los derroteros políticos del Estado de Israel. Mientras que Scholem era un
sionista fiel, crítico moderado con los errores de su propio “pueblo”, Arendt se
mostraba dura e irreverente. Se opuso a la creación de un Estado-nación judío; sostenía
que los judíos eran cosmopolitas y tenían que repartirse por el mundo para
engrandecerlo. Scholem era partidario de la reagrupación y la segregación respecto de
los no judíos; hasta el final de su vida se consideró a sí mismo “un viejo sionista
conservador”. En varias cartas, de tono airado y discutidor, trata de estos asuntos con
ocasión de los artículos críticos con Israel que Arendt comenzó a escribir apenas pisó
suelo americano.

A la pensadora libre que siempre fue Arendt, exiliada en Nueva York, lejos de Europa,
sólo arropada por sus amigos y fiel a sí misma en la búsqueda de la verdad, le chocaba
que un filósofo y un teólogo de la talla de Scholem se aferrara tanto a cualquier tipo
de ismo. Para ella el sionismo, el marxismo o más adelante el macartismo eran
ideologías que impedían pensar y encadenaban a sus seguidores, al igual que el
nazismo. Scholem parecía no entenderlo así, al menos en lo que respecta al amor por
los judíos y la Tierra Prometida en Palestina.
Las tensiones más fuertes afloraron con la publicación del libro sobre el nazi
Eichmann. Ahí, Arendt se mostró toda “ella”, según le escribió a Scholem: “Lo que le
confunde a usted es que mis argumentos y mi modo de pensar no son previsibles. O,
con otras palabras, que soy independiente”. Con esto se refería a que siempre hablaba
“en nombre propio”. Sus ideas nacieron de la libre interpretación de las grandes
figuras del pensamiento filosófico y político: Platón, Kant, Descartes, Kierkegaard,
Tocqueville, así como de la literatura que admiraba (ella fue la primera divulgadora de
Kafka en Estados Unidos). Nunca se adscribió a un partido.

Su libertad de pensamiento y juicio quedó patente en el citado libro sobre el proceso a


Eichmann, celebrado en 1961 en Jerusalén y al que Arendt acudió como reportera.
Scholem no le perdonó a su “admirada amiga” que hubiera dudado de los judíos en
tanto que víctimas inocentes de los nazis. En la lectura que multitud de lectores
hicieron de las reflexiones de Arendt, parecía que los judíos habían sido casi culpables
de su propia suerte, al no haber tenido coraje para defenderse; por otra parte, algunos
líderes judíos habrían facilitado el exterminio, al “cooperar de manera involuntaria”
con los nazis. Scholem acusó a Arendt de desamor por el pueblo judío, de sarcasmo,
frialdad y frivolidad al tratar unos hechos tan dolorosos. Ella se defendió de la
andanada aduciendo con firmeza que nunca había “amado a un pueblo concreto”, sino
sólo a sus amigos, y que lo único que buscaba era “comprender”.

Otro asunto de honda disputa supuso la idea de “banalidad del mal”, antepuesta por
Arendt a la idea de un supuesto “mal radical” como causa primera del Holocausto.
Era vox populi entre los judíos de posguerra que el maléfico Hitler y sus endemoniados
alemanes perpetraron semejante horror. Arendt quebrantó esa idea cuando dijo que
hablar de mal radical para referirse al exterminio de los judíos no era lo más
apropiado, pues le otorgaba una dimensión teológica o metafísica errónea. El mal en
este caso era sólo banal, demasiado terreno, y los ejecutores eran como Eichmann,
personas sin pensamiento, arruinados por la sequedad de una ideología que los cegaba
para el bien. La responsabilidad de los verdugos nunca fue discutida por Arendt, pero
sí su “maldad radical”. Esto enfureció a Scholem, quien manifestó a su amiga haber
sentido “vergüenza” por su libro y por ella.
La agria disputa con Scholem terminó alejando a Arendt del periodismo, quien se
concentró en el pensamiento político teórico y la filosofía. Murió dejando un
ambicioso estudio filosófico por terminar: La vida del espíritu. En cuanto a Scholem,
la correspondencia con Arendt se interrumpió en 1964, ella no respondió a su última
carta. Él la sobrevivió algunos años en Jerusalén, y siempre recordó con más afecto
que animadversión a aquella amiga díscola; sin ninguna duda, la pensadora más
interesante del siglo XX.

Tradición y política. Correspondencia 1939-1964. Hannah Arendt / Gershom


Scholem. Edición e introducción de Marie Luise Knott (en colaboración con David
Heredia). Traducción de Linda Maeding y Lorena Silos Trotta, 2018. 328 páginas. 28
euros.
Hannah Arendt: “En la noche que se les había concedido, se suicidó”

Carta en la que la pensadora relata las circunstancias de la muerte de su


amigo Walter Benjamin

21 FEB 2018 - 17:54 CET

En septiembre de 1940 el filósofo Walter Benjamin se quitó la vida en Portbou


(Girona) por miedo a ser entregado a los nazis. En esta carta, que forma parte de la
correspondencia entre Hannah Arendt y Gershom Scholem que publica Trotta esta
semana, la pensadora relata las circunstancias de la muerte de su amigo.

Hannah Arendt-Bluecher / 317 West 95th Street / Nueva York, N. Y.

17 de octubre de 1941

Querido Scholem:

Miriam Lichtheim me dio su dirección y me transmitió sus saludos. Aunque creo que
sin este empujón también me hubiera animado a escribirle, debo reconocer que ha sido
un empujón muy efectivo.

Foto del pasaporte de Walter Benjamin.


Wiesengrund me dijo que le hizo llegar un informe detallado sobre la muerte de
Benjamin1. Yo misma me he enterado al llegar aquí de algunos detalles nada
irrelevantes. Quizá tampoco esté demasiado cualificada para exponer los hechos, pues
apenas había contado nunca con un desenlace como este, de manera que durante varias
semanas después de su muerte creí todavía que era todo un chismorreo de emigrantes.
Y esto a pesar de que precisamente en los últimos años y meses éramos muy amigos y
nos veíamos con regularidad.

Al comienzo de la guerra estuvimos todos juntos de veraneo en un pequeño nido


francés cerca de París. Benji estaba en excelente forma, había acabado partes de su
Baudelaire2 y pensaba —con razón, según mi opinión— que estaba a punto de hacer
cosas óptimas. El estallido de la guerra le asustó en seguida sobremanera. El primer
día de la movilización huyó de París a Meaux por miedo a los ataques aéreos. Meaux
era un famoso centro de la movilización, con un aeropuerto de gran importancia
militar y una estación de tren que constituía un punto estratégico para toda la
concentración de tropas. La consecuencia fue por supuesto que desde el primer día las
alarmas aéreas no cesaron, y Benji volvió rápidamente bastante espantado. Llegó justo
a tiempo para que lo encerraran en un campo de internamiento. En el campo
provisional de Colombes, donde mi marido [Heinrich Blücher] mantuvo largas
conversaciones con él, se encontraba muy desesperado. Y ello naturalmente por
buenos motivos. En seguida puso en práctica una forma peculiar de ascetismo, dejó de
fumar, regaló todo su chocolate, se negó a lavarse, a afeitarse o incluso a moverse.
Tras su llegada al campo definitivo no se sintió tan mal en realidad: tenía a su
alrededor un grupo de chavales jóvenes que le tenían aprecio, que querían aprender de
él y que le libraron de todo tipo de cargas3. Cuando volvió a mediados o finales de
noviembre estaba más bien contento de haber hecho esa experiencia. También había
desaparecido por completo su pánico inicial. En los meses siguientes escribió las Tesis
filosófico-históricas, de las que también le envió a usted, como me dijo, una copia4, y
de las que podrá deducir usted que andaba sobre la pista de cosas nuevas. No obstante,
en seguida se sintió bastante temeroso de la opinión del Instituto. Usted sabrá
seguramente que el Instituto le había comunicado antes del comienzo de la guerra que
su honorario mensual ya no estaba asegurado y que debería intentar buscar otra cosa.
Eso le entristeció mucho, aunque la verdad es que tampoco estaba muy convencido de
la seriedad de esta pretensión. Pero en lugar de mejorar su situación, esto la hizo aún
más difícil. Este miedo desapareció con el estallido de la guerra, pero siguió temiendo
la reacción a sus teorías más recientes y por cierto bastante poco ortodoxas. En enero,
uno de sus jóvenes amigos del campo, que casualmente era también un amigo o
discípulo de mi marido, se suicidó. Fundamentalmente por razones personales. Esto le
afectó de manera extraordinaria, y en todas las conversaciones tomaba partido por este
chico y su decisión con una vehemencia realmente apasionada.

El cementerio da a una pequeña bahía, directamente al


Mediterráneo. Es con diferencia uno de los lugares más
fantásticos y hermosos que he visto en mi vida

En la primavera de 1940 todos emprendimos el camino del consulado americano con


el corazón pesaroso, y, a pesar de que ahí se nos explicó de forma unánime que
tendríamos que esperar entre dos y diez años hasta que nos llegara el turno en la lista
de espera, los tres empezamos a tomar clases particulares de inglés. Ninguno de
nosotros se lo tomó muy en serio, pero Benji aspiraba a aprender lo suficiente como
para poder decir que no le gustaba en absoluto ese idioma. Y lo logró. Su horror a
América era indescriptible, y ya entonces dicen que había comunicado a amigos que
preferiría una vida más corta en Francia a una más larga en Estados Unidos.

Todo esto acabó rápido cuando, a partir de mediados de abril, a todos los internados
liberados hasta la edad de 48 años se les realizó un reconocimiento médico con el fin
de determinar si eran aptos para el servicio de trabajo militar. Este servicio de trabajo
en realidad solo era otra palabra para el internamiento de trabajos forzados y, en
comparación con el primer internamiento, significó en la mayoría de los casos un
empeoramiento. Que iban a declarar a Benji no apto estaba claro de antemano para
todos, excepto para él. En este tiempo anduvo muy irritado y me explicó repetidas
veces que no podía pasar otra vez por el mismo drama. Luego, naturalmente, fue
declarado no apto. Independientemente de esta medida, a mediados de mayo vino el
segundo y más minucioso internamiento, del cual usted ya habrá tenido noticia. Tres
personas se libraron de milagro, entre ellas Benji. No obstante, en medio del caos de la
administración nunca pudo saber si y por cuánto tiempo iba la policía a acatar una
orden del Ministerio de Exteriores, y si no lo iba a detener sin más. Yo misma ya no lo
vi más por entonces, porque también me habían internado5, pero unos amigos me
contaron que ya no se atrevía a salir a la calle y que se hallaba en un estado de pánico
constante. Logró salir de París con el último tren. Solo llevaba consigo un pequeño
maletín con dos camisas y un cepillo de dientes. Se dirigió, como sabe usted, a
Lourdes. Cuando yo salí de Gurs a mediados de junio, también fui a Lourdes por
casualidad y me quedé ahí varias semanas por iniciativa de él. Era el momento de la
derrota; pocos días después ya no circulaban los trenes; nadie sabía dónde habían
quedado familias, hombres, niños o amigos. Benji y yo jugábamos al ajedrez de la
mañana a la noche y en las pausas leíamos el periódico, si lo había. Todo esto estuvo
bastante bien hasta el instante en que se proclamó el armisticio con la famosa cláusula
de extradición6. Evidentemente a continuación nos sentimos bastante peor, aunque no
puedo decir que Benji realmente entrara en pánico. Al poco tiempo supimos de los
primeros suicidios de internados mientras huían de los alemanes, y Benjamin por
primera vez empezó a hablar conmigo y de manera repetida del suicidio. De que
justamente quedaba esta salida. Ante mi protesta sumamente enérgica de que a uno
siempre le quedaba tiempo para eso, repitió de manera muy estereotipada que esto
nunca se podía saber y que en ningún caso debería uno retrasarse demasiado. Por otra
parte hablábamos de Norteamérica. Parecía haberse reconciliado más con esta idea que
antes. Tomó en serio una carta del Instituto en la que se le explicaba que se estaban
haciendo todos los esfuerzos para llevarlo allí. Menos en serio se tomó otra
declaración que decía que iba a formar parte del consejo editorial de la revista con un
salario asegurado7. Lo tomó por un contrato simulado para facilitarle un visado. Tenía
mucho miedo, parece que sin razón, de que una vez aquí le pudieran dejar en la
estacada. A principios de julio salí de Lourdes para ponerme à la recherche de mon
mari perdu [en busca de mi marido perdido]. Benji no estaba muy entusiasmado, y yo
dudé durante mucho tiempo si no debería llevarlo conmigo. Pero esto hubiera sido
sencillamente irrealizable. Ahí estaba tan a salvo de las autoridades locales (con un
escrito de recomendación del Ministerio de Exteriores) como no lo podría haber estado
más en ninguna otra parte. Hasta septiembre solamente tuve noticias suyas por carta8.
Mientras tanto, la Gestapo había estado en su piso y había confiscado todo. Me
escribió muy deprimido. Aunque entretanto se han recuperado sus manuscritos, tenía
entonces razones para dar todo por perdido. —

En septiembre fuimos a Marsella, porque nuestros visados ya habían llegado allí. Benji
ya estaba allí desde agosto, dado que su visado había llegado a mediados de ese mes.
También estaba en su poder el famoso Transit [visado de tránsito] español y, por
supuesto, el portugués. Cuando lo vi de nuevo, a su visado español tan solo le
quedaban ocho o diez días de validez. No había entonces ninguna esperanza de obtener
una visa de sortie [visado de salida]. Me preguntó desesperado qué debía hacer y si no
podríamos encontrar rápidamente visados españoles para poder cruzar la frontera todos
juntos. Le dije y le mostré que era inútil y que por otro lado él debía salir ya, pues los
visados españoles en aquel tiempo ya no se renovaban. Además le dije que me parecía
muy incierto cuánto tiempo más iban a existir estos visados en general y que no
debería uno arriesgarse a dejarlo caducar. Que evidentemente lo mejor sería que los
tres fuéramos juntos, que luego debía venir a Montauban, donde estaríamos nosotros,
pero que nadie podía asumir la responsabilidad de todo ello. A lo cual sí que decidió
partir precipitadamente. Los dominicos le habían dado una carta de recomendación
para algún abad español. Esta nos impresionó mucho entonces, aunque era totalmente
absurda. — En aquellos días en Marsella mencionó nuevamente intenciones de
suicidio. — Lo demás lo sabrá usted seguramente: que tuvo que partir con personas
que le eran completamente desconocidas; que eligieron el camino más largo, que
implicó una caminata a pie por la montaña de aproximadamente siete horas; que por
razones inconcebibles destruyeron sus documentos de residencia franceses y así se
impidieron ellos mismos la vuelta a Francia; que luego llegaron a la frontera española
justamente veinticuatro horas después de su cierre a personas sin pasaporte nacional —
a todos tan solo nos quedaban los papeles del consulado americano—; que Benji se
había derrumbado varias veces ya en la ida; que a la mañana siguiente deberían ser
entregados en la frontera española, y que él, en la noche que se les había concedido, se
suicidó. Cuando meses más tarde llegamos a Portbou, buscamos su tumba en vano: no
se podía encontrar, en ninguna parte ponía su nombre. El cementerio da a una pequeña
bahía, directamente al Mediterráneo, está esculpido en terrazas de piedra; en aquellos
pedrizos también se mete los ataúdes. Es con diferencia uno de los lugares más
fantásticos y hermosos que he visto jamás en mi vida.
El Instituto tiene el legado, pero de momento no se atreve a publicar nada en lengua
alemana9. Me pregunto si independientemente de esto no se podrían publicar las Tesis
filosófico-históricas en Schocken. Me regaló el manuscrito y el Instituto tan solo lo
obtuvo gracias a mí. Querido Scholem, esto es todo lo que le puedo decir, y lo he
hecho lo más escrupulosamente que he podido y con los menos comentarios posibles.

A usted y a su mujer saludos afectuosos de Monsieur y míos.

Suya,

Hannah Arendt [a mano]

1. Tras una primera carta del 8 de octubre de 1940, que comenzaba con la frase:
«Walter Benjamin se ha quitado la vida», el 19 de noviembre Adorno escribía otra
carta a Scholem en la cual le daba detallada cuenta de lo que sabía de la muerte de
Benjamin.

2. En julio de 1939 Benjamin terminó el ensayo «Sobre algunos motivos de


Baudelaire», publicado en enero de 1940 en el último número doble de la Zeitschrift
für Sozialforschung (8 [1939, e. d., 1940]/1-2, pp. 50-89) que vio la luz en Europa
[Obras, libro I, vol. 2, Abada, Madrid, 2008, pp. 204-260].

3. Benjamin fue internado en «Clos St. Joseph», en Nevers.

4. Por lo que se sabe, la copia manuscrita de las «Tesis sobre la filosofía de la historia»
que Benjamin mandó a Scholem se extravió durante el envío. Había otra copia que
Arendt entregó a Adorno, en su calidad de albacea del legado literario de Walter
Benjamin, tras su llegada a Nueva York.

5. Arendt estuvo internada en un campo de mujeres en Gurs en el sur de Francia


durante cinco semanas, entre mayo y junio de 1940. Pudo escapar aprovechando el
vacío de poder durante el armisticio.
6. El tratado de armisticio de Compiègne, del 22 de junio de 1940, obligaba al
gobierno francés a la derogación del derecho de asilo y a la puesta en libertad de todos
los prisioneros de guerra y civiles alemanes. Además, el gobierno se comprometía a
extraditar, «a requerimiento», a todos los antiguos ciudadanos alemanes, presentes en
Francia o en los territorios franceses.

7. Adorno envió una carta de apoyo a Benjamin el 15 de julio de 1940, igual que una
declaración formal del Instituto de Investigación Social el 17 de julio de 1940, en la
que este se manifestaba dispuesto a mantener a Benjamin en Estados Unidos como
editor de la revista.

8. Estas cartas se publicaron en D. Schöttker y E. Wizisla (eds.), Arendt und Benjamin,


Fráncfort M., 2006.

9. La revista del Instituto apareció a partir de 1940 con el título inglés Studies in
Philosophy and Social Science (SPSS).

10. Jenny Blumenfeld, la esposa de Kurt Blumenfeld, se quedó en Palestina durante el


viaje a Estados Unidos de su marido.

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