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2. Ludo Moritz Harimann.

ESCLAVOS Y COLONOS. EL REGIMEN DE EXPLOTACIÓN DE LA


TIERRA EN LOS ULTIMOS TIEMPOS DEL IMPERIO.

Si queremos,... representarnos el mundo antiguo en su


contextura social, nos sorprenderá ante todo, la diferencia que acusa
con la nuestra. Dondequiera que miremos, siempre habremos de
tropezar con una institución desconocida hoy día, al menos en el
mundo civilizado: la esclavitud. Para el hombre antiguo había
individuos que carecían en absoluto de personalidad; seres a quienes
se consideraba como objetos; hombres que pertenecían en propiedad
a otros hombres y que para el agricultor eran como animales
domésticos dotados de la palabra; para el artesano, como
herramientas de trabajo, y para el rico que podía permitirse este lujo,
como medios de procurarse distracciones, de facilitarse la vida.
También constituían como una irradiación de la personalidad del amo,
puesto que cuando hacían los esclavos era como si el amo lo hiciese.
El hombre antiguo no podía imaginar que esta institución pudiera no
existir. Y esto no es mero fruto del azar; semejante modo de pensar y
la institución misma son producto de las condiciones en que se
desenvolvía el mundo antiguo.
Ya he dicho antes que la única unidad política de la antigüedad
es la ciudad-Estado, la comunidad (en griego, polis, de donde proviene
política.) Las ciudades-Estados no tenían entre sí casi ninguna relación
de derecho internacional. El que no pertenece a la comunidad, el que
no se halla comprendido en su círculo jurídico, carece en esta
comunidad que no sea la suya. Cuando estas ciudades-Estados
formaban confederaciones, el derecho de los extranjeros era, en cierto
modo, del derecho comunal exclusivo. De aquí que reinase entre las
comunidades un estado de guerra permanente, y que los ciudadanos
fuesen, al mismo tiempo, compañeros de armas y estuviesen en
servicio militar activo durante toda su vida. Para el hombre antiguo,
soldado y ciudadano eran sinónimos. Mas cuando el ciudadano se
hallaba en campaña, era indispensable que otro, en su lugar, ejerciera
la actividad económica. Este otro era el esclavo. La guerra
permanente es, pues, la que ha creado la posibilidad de mantener la
esclavitud, ya que el extranjero sin derechos, al caer el prisionero, se
convertía en esclavo. La esclavitud tiene su origen en los prisioneros
de guerra, y únicamente en ellos.

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Tomado de la Antología de Lectura del Curso Básicvco de Humanidades, Departamento de Humanidades,
Estudios Generales, dirigida por el profesor Millas.
La esclavitud puede comprenderse también desde otro punto de
vista. Por lo que ya he dicho acerca de las comunidades y de su
aislamiento, fácil es comprender que la Antigüedad nada supo del
tráfico libre que existe entre nosotros, o, por lo menos, el tráfico no
constituía la base de su vida económica. La Antigüedad no conoció, a
lo menos en sus comienzos, ni el comercio regulado, ni la gran
industria, ni el intercambio regular de mercancía. Lo mismo individuo
que cada Estado, o mejor dicho, lo mismo cada familia que cada
Estado, hallábase en esencia reducido a sus propias fuerzas. Lo que
consumieran tenían que producirlo ellos mismos en su propia esfera.
Puede decirse que la esfera de la producción coincidía con la del
consumo. El Estado satisface sus necesidades obligando al ciudadano
a prestar directamente los servicios precisos; y así como el mismo
ciudadano se convierte en guerrero cuando es llamado a las armas,
así, por ejemplo, está también sujeto a la prestación personal cuando
se trata de levantar las murallas de la cuidad, o de restaurarlas, y
obligado a desempeñar gratuitamente los cargos para los cuales es
requerido. Tanto el desempeño de un cargo como el servicio de las
armas constituyen para le hombre libre un deber y un derecho. Pero la
economía privada son pocas las mercancías que llegan fuera, y que
hacia fuera salen.

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Por esta razón, el hombre antiguo estaba ligado a la tierra de un
modo muy distinto del actual. En el mundo antiguo, solo podía ser
hombre libre el dueño de un pedazo de tierra que le suministrase la
primera materia para producir los objetos más indispensables. Y el
hombre que no disponía de este pedazo de tierra se veía obligado a
entrar al servicio del que lo poseía. Económicamente era un hombre
perdido; no podía dedicarse al industria, ya que esta, en la acepción
actual del término, no existía, pues cada uno producía personalmente
la mayor parte de los objetos que había de utilizar.
Mas representémonos esta economía doméstica (e insisto en la
conveniencia de no tomar esto en un sentido demasiado riguroso). La
familia no tenía más remedio que multiplicarse. A medida que las
necesidades aumentaban, fueron menester más brazos en este familia
cerrada, en este grupo, en este pedazo de tierra. He aquí de nuevo
cómo aparecen los esclavos. A mayores necesidades, había de
corresponder por fuerzas un número mayor de trabajadores, que no
era, que no podían ser hombres libres. Con esto ya nos será difícil
comprender que, aunque en ciertas épocas y en determinadas
regiones hubo trabajadores libres en números crecido, la esclavitud
constituyera una necesidad para el mundo antiguo, y no sólo una
necesidad, sino la verdadera base de toda la economía: la división del
trabajo, observaba con gran rigor en el estado antiguo, distinguió.
Pues, entre los hombres libres que representaba la clase militar, y los
esclavos, que representaban al clase obrera. Este es cuadro típico y
característico de la Antigüedad remota.
Como es natural, este estado de cosas sufrió una gran alteración
al funcionarse las autoridades, al abrirse grandes territorios al tráfico
comercial, etc... Pero no desapareció nunca del todo en la Antigüedad
hasta la época postcristiana del Imperio Romano. Vemos, pues, que
esta ciudad-Estado, esta comunidad política solo podía satisfacer, en
realidad, en las necesidades de un pueblo que no se hubiera extendido
como se extendió el romano. La institución que imponía a cada
individuo al mismo tiempo los deberes del soldado y del ciudadano
libre, era conveniente para guerra pequeña, como las que hacían las
ciudades-Estados de las épocas remota. Pero la cosa varió
notablemente cuando, al extenderse el mundo romano, no sólo sobre
toda Italia, sino sobre otros países, el campesino romano tardó a veces
decenios enteros en tornar a su terruño.

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Ya en el siglo II, antes de J--- lamentan algunos la imposibilidad
en que se halla el al----- romano de atender a su sustento: permanece
veinte años en campaña, y, a su regreso, encuentra a los suyos
arrojados del hogar y expulsados de sus tierras. Vuelve, pues,
desposeído. Así pudo Graco excitar al pueblo con estas palabras: “El
ganado que pace en Italia tiene su cobijo; cada bestia tiene su sueldo,
un abrigo en donde arrastrarse; pero los hombres que luchan por Italia
y por Italia mueren no disponen sino de la luz y de aire; fuera de esto
nada poseen, nada en absoluto. Sin casa, sin domicilio fijo, van
errantes con la mujer y los hijos. Los poderosos generales mienten,
cuando en la batalla excitan a sus soldados a luchar contra el enemigo
por sus sepulcros y por sus santuarios. Ni un solo romano tiene una
casa con el altar de sus antepasados; ni uno solo posee el sepulcro de
sus abuelos. ¡Ni uno solo entre tantos romanos! Estos hombres de
quienes se dice: son los dueños del mundo... no tienen siquiera un
pedazo de tierra que puedan llamar suyo. Luchan y mueren por la
riqueza y el placer de los demás”.
En el comercio, y especialmente en los suministros al Estado, era
posible reunir grandes fortunas. Como puede suponerse, por aquel
entonces el capital no existía en el sentido que hoy damos a esta
palabra. Pero el romano podía enriquecerse gracias a su prepotencia
política. En Roma, las grandes fortunas tenían su origen en negocios
de los particulares en el Estado (arrendamientos de bienes públicos) y
también en la administración de las provincias. Los gobernadores eran
verdaderos pacas a cuyo arbitrio los habitantes de la provincia se
hallaban enteramente sometidos, pudiendo así sacra los gobernadores
de sus provincias todo cuanto éstas les podían dar. ¿Cuál era su
administración? Un ejemplo no los dirá. Cuando Verres –magistrado de
pésima fama a quien posteriormente acusó Cicerón en uno de sus
famosos discursos—fue enviado a Sicilia, el número de terratenientes
que figuraban en una relación de cuatro municipios, ascendía a
setecientos setenta y tres; al abandonar Verres “el granero de Roma”,
este número se había reducido a trescientos diez y ocho. Vemos,
pues, que la actuación de tales gobernadores podía ser causa de
cambios muy radicales. Sabemos casualmente de una ciudad
(Benavento), que en las postrimerías de la República tenía aún
noventa terratenientes, y a fines del siglo I después de J.C., sólo
quedaban cincuenta. Esto explica el crecimiento de los latifundios, de
esas fincas inmensas en las cuales los gobernadores o contratistas
enriquecidos podían colocar su dinero. En aquellos tiempos no había
ni papel del Estado, ni valores industriales o ferroviarios. La economía
antigua hállase estrechamente ligada a la tierra, y la tierra era
entonces lo que más rendía. He aquí por qué el ser terrateniente
constituía un titulo de honra. La clase mercantil, en tanto en cuanto
esta existía, gozaba de escasa estima entre la aristocracia y la lata
burguesía.
“La tienda –dice Cicerón—es cosa siempre algo deshonra. Pero
cuando el comerciante, ya rico, se retira a sus tierras, como a quien
atraca al puerto después de larga navegación, entonces se le puede,
con razón, considerar como digno respeto”. Llegar a ser uno de estos
hombres ante los cuales se abría un porvenir político y que podían
medrar hasta gran altura, constituía, naturalmente, una perspectiva
halagüeña para los antiguos contratistas.

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Al fundarse el Imperio, gracias al cual la paz se estabilizó
bastante, la recluta fue limitándose cada vez más. Redújose,
enormemente el número de soldados que desde entonces habían de
constituir un ejército puramente defensivo, siendo harto escaso el
contingente a quien incumbía defender las dilatadísimas fronteras. Y
así nació el soldado profesional, hecho cuya consecuencia inmediata
fue el dejar sin ocupación a esa gran masa de desheredados que hasta
ese momento habían hallado un puesto en el ejército. Mas los
primeros emperadores comprendieron ya que el Imperio Romano había
alcanzado al apogeo de su expansión y que no era ya posible seguir
extendiendo sus fronteras. Esto trajo por consecuencia una gran
mengua en la importación de esclavos. La última afluencia importante
verificóse sin duda cuando César, después de las guerras en que se
sometió a Francia y gran parte de Britania, y poco antes Pompeyo,
después de haber conquistado gran parte de Asia Menor, arrojaron al
mercado cientos de miles de cautivos. Parece ser que ya en los
comienzos del Imperio se advertía carencia de esclavos, pues ya se
había acabado las grandes guerras y los esclavos existentes no se
multiplicaban como la población libre. Como, por lo general, no se les
permitía tener familia, y se empleaban preferentemente esclavos
masculinos, estos se hallaban en número infinitamente superior a las
mujeres. Las muertes y manumisiones sucesivas produjeron, por lo
tanto, un gran hueco en el ejército de los trabajadores, hueco que en
interés de la economía general, fue forzoso llenar. Por otra parte,
todos los desheredados que no podían encontrar acomodo en el
ejército, ofrecíanse espontáneamente para sustituir a los esclavos, y
así se explica, por motivos puramente económicos y sociales, cómo
poco a poco la esclavitud fue disminuyendo y el trabajo libre acabó por
sustituirla.
Es este un fenómeno que se verifica, no sólo en la industria, si es
que cabe emplear aquí este vocablo, sino muy principalmente en la
agricultura. Esta era mucho más importante, ya que la mayor parte de
los romanos se dedicaban con preferencia a las labores del campo,
bien en calidad de jornaleros propiamente dichos. Las tierras en
aquella época eran arrendadas en pequeñas parcelas, y el puesto que
en la economía actual desempeñan jornaleros libres, correspondía
entonces a los pequeños colonos. Estos cultivaban su tierra mediante
el pago de una renta. Desde un principio su situación fue digna de
lástima.. Las causas son fáciles de comprender: de una parte la gran
avalancha de desocupados, que de algún modo habían de ganarse el
sustento, y de otra, el exiguo número de propietarios, a quienes,
además, les daba lo mismo dedicar sus fincas a pastos, cosa que
requería pocos brazos, o sacar mayor producto de ellas parcelándose y
entregándoselas a los libres para que las trabajasen, mediante el pago
de una renta. Y como puede suponerse, este colono libre no tenía más
remedio que avenirse a las condiciones que le imponía el
terrateniente. Con todo lo cual la situación de estos colonos llegó a ser
harto lastimosa, aun cuando este sistema de pequeño arrendamiento
libre llegó a ser el sistema de economía dominante. Los débitos de los
colonos son proverbiales; apenas si existía alguno que no fuese deudor
de su propietario. La ley, además, otorgaba al amo de las tierras un
gran poder sobre los colonos; tenía el propietario derecho de hipoteca
sobre los semovientes que los colonos llevaran a la hacienda, etc...
Mas antes de hacer uso de este derecho y de expulsar al colono de la
casa y del campo, el amo tenía que tomar sus precauciones, como
sabemos por escritores sobre cuestiones agrícolas de la primera época
imperial, para evitar que el colono sacase hasta el último momento el
mayor rendimiento posible de la tierra y la dejase exhausta,
perspectiva ésta que impedía a muchos propietarios deshacerse de sus
colonos.

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Las condiciones económicas, lo opresión y la miseria en que se
debatía l colono, fueron causa de que aun los más desheredados se
aviniesen a duras penas a este estado de cosas que no tardó en
acarrear uno de los mayores males de Imperio, consecuencia directa
de las pésimas condiciones económicas: la disminución progresiva y
constante de la población.
La dependencia, cada vez más estrecha de los colonos frente al
propietario, y de los débiles frente a los poderosos resulta, pues, cada
vez más patente y se exteriorizaba de muy diversos modos. En primer
lugar, la misma forma de cultivo era ahora la de la explotación por
granjas; es decir, que una tierra no era ya completamente parcelada,
entregándose cada parcela a un colono, sino que el amo se reservaba
parte de ella para explotarla personalmente, constituyendo lo que en
la Edad Media llamóse tierra dominicata. Aquí tenía el amo su granja,
su “villa”, en el sentido romano de la palabra. Aquí, en este trozo que
él mismo explotaba con sus esclavos acostumbraba a tener su criadero
de aves, campos de una u otra clase para sus necesidades
particulares, y, por fin, un gran número de instalaciones, como hornos
de cocer pan, molinos, etc., de las cuales beneficiaba su hacienda y
beneficiaban asimismo los colonos. Estos llevaban su trigo a los
molinos del señor y se hallaban siempre en la granja y en los esclavos
del amo, obreros susceptibles de ocuparse en esta o en aquella faena.
Ahora que, por lo general, ellos a su vez estaban obligados a cooperar
en la explotación particular del amo, para lo cual no debían de bastar
los esclavos. Además, había muchos trabajos que se imponían en
beneficio de la finca, como, por ejemplo, la construcción de caminos.
Para atender a éstos y para que la hacienda toda quedase bien
cultivada, especialmente durante la recolección, precisábase la ayuda
personal de los colonos, o sea que éstos estaban sujetos a la
prestación personal.
Esto se ignoraba hasta hace poco, en que fueron descubiertas en
África una inscripciones en que consta ese servicio de sernas de los
colonos. Vemos, pues, que éstos estaban sujetos a tres clases de
obligaciones. Primero: el arrendamiento, pagadero, con frecuencia, en
especie. Segundo (y esto constituye ya una parte ordinaria de sus
obligaciones en el siglo I después de J.C.) los “obsequios de
hospitalidad”, regalos y similares. Marcial nos describe precisamente
la visita de los colonos a la villa: uno trae miel; otro, huevos; un
tercero, lechoncillos, etc... Al principio al superior; pero con el tiempo
convirtiéronse en una obligación, y la entrega de los “obsequios de
hospitalidad”llegó a ser tan premiosa como el pago de la renta.
Tercero: servicio directo de sernas, esto es, trabajos personalmente
llevados a cabo o realizados con los propios animales domésticos, y
llamados en este último caso, sernas de yunta. Al principio, las sernas
no eran muy numerosas. Sabemos, por ejemplo, por una inscripción
africana, que un colono estaba obligado a doce días de trabajo al año.
Pero con el tiempo éstos se multiplicaron considerablemente. Empero
los servicios de sernas no fueron nunca regulados con carácter
general, y su número variaba según las regiones y costumbres.

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Vemos, pues, que la persona delo colono era todavía libre, y que
podía elegir libremente su domicilio, pero que estaba sujeto a la
prestación personal, lo cual hubo por fin considerarse propiamento
como un aminoramiento de la libertad. La oferta de trabajadores
libres, deseosos de convertirse en arrendatarios, era al principio de la
época imperial harto abundante, pero parece haberse ido reduciendo
paulatinamente. El nivel de la producción industrial en la antigüedad
era muy bajo, y esta producción resultaba insuficiente para alimentar
un excedente de población que no podía encontrar acomodo en los
campos monopolizados por los terratenientes, ni en la guerra con la
soldada y el botín, ni tampoco vivir a costa del Estado. El abandono
del campo, en lugar de originar, como en las épocas industriales, un
aumento de la producción industrial, ocasionó un retroceso de toda la
producción, y sus efectos advirtiéronse también en el censo de
población, que disminuyó terriblemente. Cuanto más atestadas
estaban las grandes ciudades de gentes venidas de todas partes con
objeto de vivir a costa del Estado, más desierto quedaba el campo y
menos fuerza tenía la población para hace4r frente con su número a
las catástrofes que hubieron de sobrevenirle, como por ejemplo, la
peste y la guerra. Los pueblos que sufren el azote de una guerra,
cuando son robustos, compensan rápidamente con el natural aumento
de población las pérdidas sufridas; pero los pueblos que se hallan en
una situación económica como la de los romanos, no pueden
rehacerse, y en ellos una de estas catástrofes supone,
indefectiblemente, una irremplazable reducción del número de
habitantes. Esta circunstancia, de una parte, y de otra la miserable
situación de los colonos, explican la carencia de hombre libres que
hubo que llegar a advertirse, en lugar de su primitiva abundancia.
Esta situación nos es conocida, no sólo por la manifestaciones directas
de los escritores de la época, sino por las leyes que de continuo
hubieron de promulgarse para prohibir a lo propietarios retener por la
violencia a nadie en su tierras, una vez cumplido el tiempo fijado para
el arrendamiento. La constante repetición de estas leyes prueba,
además, que eran constantemente desacatadas. Los colonos
intentaban de continuo y cada vez en mayor número, dejar sus
arrendamientos, y esto fue causa de que, en el año 300 después de
J.C., siende emperador el gran legislador Diocleciano, los colonos
quedasen legalmente sujetos a la tierra. La libertad de -----
desaparece en absoluto, la situación legal del colono sufre un cambio
radical, y el colono, en una palabra, conviértese de hombre libre en
siervo de la gleba, pues una de las atribuciones principales de su
libertad, la de elegir domicilio, le es arrebatada. Y no es esta una
medida aislada, que como tal sería inexplicable. Al conmoverse hasta
en sus cimientos el Imperio Romano, por los enemigos del exterior y
las dimensiones intestinas, la vigorosa médula del ejército forma un
organismo robusto a cuya cabeza hállanse los emperadores militares
de las últimas décadas del siglo III, quienes, después de arrojar a los
enemigos extranjeros, emprendieron con mano férrea, y conforme a
sus planes personales, la reorganización del Estado. El edificio estaba
completamente arruinado; fue preciso restaurarle por la violencia y
sostenerlo con clavos de hierro.
Estas medidas no sólo afectaron a los colonos, sino a todas las
clases del Imperio; y la libertad de profesión y de domicilio que hasta
entonces imperaba hasta cierto punto, fue austituída desde ese
momento por el rigor con que cada uno hubo de ser ligado a la
ocupación en que había nacido, o sea la que su padre ejercía. Todos
están obligados a servir al Estado y a contribuir a su sostenimiento,
bien sea con su rendimiento económico, bien sirviendo como militar.
Tal es la norma común. Nadie ha de desertar de su puesto y todos
tienen que limitar su libertad individual que aras del supremo interés
del Estado. Y el colono queda sujeto a la tierra; el hijo del soldado por
fuerza ha de ser soldado; el del obrero, obrero, y por si esto fuese
poco, en el mismo gremio a que pertenece a su padre. El Imperio
Romano queda entonces dividido, no sólo en clases profesionales, sino
también en castas hereditarias. En realidad, la libertad de domicilio
existe únicamente para las clases directoras, o sea, fuera del
emperador y de los altos funcionarios, para los terratenientes. Los
propietarios, que antes sólo tenían en sus manos el poder económico,
son ahora, también políticamente, los únicos poderosos y libres.

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