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PIERA AULAGNIER

LA VIOLENCIA DE LA INTERPRETACIÓN.

1- La actividad de representación, sus objetos y su meta


Se propone poner a prueba un modelo del aparato psíquico que privilegia el análisis de una de sus
tareas específicas: la actividad de representación.
Este modelo no escapa al inconveniente que se observa cuando se privilegia un aspecto de la actividad
psíquica: omitir otros aspectos igualmente importantes.
Los factores que en cada sistema de la actividad psíquica, pese a la especificidad de su modo de operar,
obedecen a leyes comunes al conjunto del funcionamiento psíquico.
Por actividad de representación entendemos el equivalente psíquico del trabajo de metabolización
característico de la actividad orgánica.
Esta definición puede aplicarse en su totalidad al trabajo que opera la psique, en este caso, el «elemento»
absorbido y metabolizado no es un cuerpo físico sino un elemento de información.
Si consideramos la actividad de representación como la tarea común a los procesos psíquicos, se dirá
que su meta es metabolizar un elemento de naturaleza heterogénea convirtiéndolo en un elemento homogéneo
a la estructura de cada sistema.
Nuestro modelo defiende la hipótesis de que la actividad psíquica está constituida por el conjunto de
tres modos de funcionamiento, o por tres procesos de metabolización: el proceso originario, el proceso
primario, el proceso secundario.
Las representaciones originadas en su actividad serán respectivamente, la representación pictográfica o
pictograma, la representación fantaseada o fantasía, la representación ideica o enunciado. A .los calificativos
dé consciente yde inconsciente les volveremos a otorgar el sentido que conservan en una parte de la obra de
Freud: el de una «cualidad» 4 que determina que una producción psíquica sea situableen lo que puede ser
conocido por d. Yo o, inversamente, sea excluida de ese campo. Los tres procesos que postulamos no están
presentes desde un primer momento en la actividad psíquica; se suceden temporalmente. La instauración de
un nuevo proceso nunca implica el silenciamiento del anterior: en espacios diferentes.
Podemos plantear una analogía entre actividad de representación y actividad cognitiva. El objetivo del
trabajo del Yo es forjar una imagen de la realidad del mundo que lo rodea, y de cuya existencia está informado,
que sea coherente con su propia estructura. Para el Yo, conocer el mundo equivale a representárselo de tal
modo que la relación que liga los elementos que ocupan su escena le sea inteligible, que el Yo puede insertarlos
en un esquema relacional acorde con el propio.
el Yo no es más que el saber del Yo sobre el Yo: se deduce que la estructura relacional que el Yo impone
a los elementos de la realidad es la copia de la que la lógica del discurso impone a los enunciados que lo
constituyen. Esta relación de la que el Yo ha comenzado por apropiar~ constituye la condición previa necesaria
para que le sea accesible el esquema de su propia estructura. Por ello decimos que, para el sujeto, la realidad
no es más que el conjunto de las definiciones que acerca de ella proporciona el discurso cultural.
De esa manera, la actividad de representación se convierte para el Yo en sinónimo de una actividad de
interpretación: la forma de acuerdo con la cual el objeto es representado por su nominación devela la
interpretación que se formula el Yo acerca de lo que es causa de la existencia del objeto y de su función. Por
ello, diremos que lo que caracteriza a la estructura del Yo es el hecho de imponer a los elementos presentes
en sus representaciones -tanto si se trata de una representación de sí mismo como del mundo-- un esquema
relacional que está en consonancia con el orden. de causalidad que impone la lógica del discurso.
El propósito de este rodeo en relación con una instancia era esclarecer lo que definimos como el
postulado estructural, o relacional, o causal, que particulariza a cada sistema: postulado que da testimonio de
la ley según la cual funciona la psique y a la que no escapa ningún sistema.
La ley característica del conjunto de la actividad de representación nos indica, al mismo tiempo, su
propósito: imponer a los elementos en los que se apoya cada sistema para sus representaciones un esquema
relacional que confirme, en cada caso, el postulado estructural característico de la actividad del sistema.
Podemos añadir que los elementos que no fuesen aptos para sufrir esta metabolización no pueden tener un
representante en el espacio psíquico y, por lo tanto, carecen de existencia para la psique.
El enfoque freudiano nos proporciona una prueba de lo que planteamos: si bien el ello o el inconsciente
existían antes de su descubrimiento, de todas formas podemos afirmar que antes de Freud no tenían existencia
objetiva para el Yo.
Tanto si se trata de lo originario, de lo primario o de lo secundario, podemos dar una misma definición
del objetivo característico de la actividad de representación: metabolizar un material heterogéneo de tal modo
que pueda ocupar un lugar en una representación que, en última instancia, es solo la representación del propio
postulado.
Podremos reflexionar sobre la relación que existe entre la actividad de representación y la economía
libidinal. No se debe olvidar que para la psique no puede existir información que pueda ser separada de lo que
llamaremos una «información libidinal». Consideramos que todo acto de representación es coextenso con un
acto de catectización, y que todo acto de catectización se origina en la tendencia característica de la psique de
preservar o reencontrar una experiencia de placer.
Podríamos llegar a la conclusión de que el placer define la cualidad del afecto presente en un sistema
psíquico en toda ocasión en la que este último ha podido realizar su meta. Pero la actividad de representación
no puede alcanzar su meta, solo puede llegar a una representación que confirme el postulado característico del
sistema al que corresponde. ¿Se debe afirmar que toda «puesta en representación» implica una experiencia de
placer? Responderemos afirmativamente, añadiendo que, de no ser así, estaría ausente la primera condición
necesaria para que haya vida, es decir, la catectizacion de la actividad de representación. Es este el placer
mínimo necesario para que existan una actividad de representación y representantes psíquicos del mundo,
incluso del propio mundo psíquico.
Placer mínimo indispensable para que haya vida: esa definición prueba la omnipotencia del placer en la
economía psíquica, pero no debe llevar a dejar de lado el problema que plantea la dualidad pulsional, la
experiencia de displacer y la paradoja que representa para la lógica del Yo el tener que postular la presencia
de un displacer que, pese a ser tal, podría ser objeto de deseo: el Yo no puede menos que rechazar la
contradicción presente en un enunciado que pretendiese que el placer puede originarse en una experiencia de
displacer. Contradicción que la teoría resolverá postulando la presencia de dos propósitos contradictorios que
escinden al propio deseo. Dualidad presente desde un primer momento en la energía en acción en el espacio
psíquico y que es responsable del deseo de un no deseo: deseo de no tener que desear, tal es el otro objeto
característico de todo deseo. Ello dará lugar a que la actividad psíquica, a partir de lo originario, forje dos
representaciones antinómicas de la relación entre el representante y el representado, acorde, cada una de ellas,
con la realización de un propósito del deseo.
En una, la realización del deseo implicará un estado de reunificación entre el representante y el objeto
representado, y justamente esta unión es la que se presentará como causa del placer experimentado. En la
segunda, el propósito del deseo será la desaparición de todo objeto que pueda suscitarlo, lo que determina que
toda representación del objeto se presente como causa del displacer del representante. El placer y el displacer
se refieren, en este texto, a las dos representaciones del afecto que pueden producirse en el espacio psíquico.
Existe una relación entre los modos sucesivos de la actividad psíquica y la evolución del sistema
perceptual: relación consecuencia de la condición propia de toda vida. Vivir es experimentar en forma continua
lo que se origina en una situación de encuentro: la psique está sumergida desde un primer momento en un
espacio que le es heterogéneo, cuyos efectos padece en forma continua e inmediata.
Podemos plantear que es a través de la representación de estos efectos que la psique puede forjar una
primera representación de sí misma y que es ese el hecho originario que pone en marcha a la actividad
psíquica.
El análisis de lo que entendemos como estado de encuentro nos permitirá explicitar la acepción que le
otorgamos a los dos conceptos presentes en nuestro título: la violencia y la interpretación.
2. El estado de encuentro y el concepto de violencia

La psique y el mundo se encuentran y nacen uno con otro, uno a través del otro; son el resultado de un
estado de encuentro. La inevitable violencia que el discurso teórico impone al objeto psique del que pretende
dar cuenta se origina en la necesidad de disociar los efectos de este encuentro, que aquel puede analizar sólo
en forma sucesiva y, en el mejor de los casos, en un movimiento de vaivén entre los espacios en los que surgen
tales efectos. Reconocer este «remodelamiento» del ser y del objeto que la teoría exige no lo elimina: la
concordancia exhaustiva entre el discurso analítico y el objeto psique es una ilusión a la que debemos
renunciar.
Decir que el encuentro inaugural ubica frente a frente a la psique y al mundo no explica la realidad de
la situación vivida por la actividad psíquica en su origen. Si con «mundo» designamos el conjunto del espacio
exterior a la psique, diremos que ella encuentra este espacio, en un primer momento, bajo la forma de los dos
fragmentos representados por su propio espacio corporal y por el espacio psíquico de los que lo rodean y, en
forma más privilegiada, por el espacio psíquico materno.
La primera representación que la psique se forja de sí misma como actividad representante se realizará
a través de la puesta en relación de los efectos originados en su doble encuentro con el cuerpo y con las
producciones de la psique materna.
El comienzo de la actividad del proceso primario y del proceso secundario partirá de la necesidad que
enfrentará la actividad psíquica de reconocer dos caracteres particulares del objeto cuya presencia es necesaria
para su placer: el carácter de extraterritorialidad, lo que equivale a reconocer la existencia de un espacio
separado del propio, información que solo podrá ser metabolizada por la actividad del proceso primario; y la
propiedad de significar, o de significación, que posee ese mismo objeto, lo que implica reconocer que la
relación entre los elementos que ocupan el espacio exterior está definida por la relación entre las
significaciones que el discurso proporciona acerca de estos mismos elementos.
Esta información no metabolizable por el proceso primario, exigirá la puesta en marcha del proceso
secundario, gracias a la cual podrá operarse una «puesta en sentido» del mundo.
El encuentro se opera, así, entre la actividad psíquica y los elementos por ella metabolizables que la
informan acerca de las «cualidades» del objeto que es causa de afecto.
Cualquiera que sea el sistema considerado, el término «representabilidad» designa la posibilidad de
determinados objetos de situarse en el esquema relacional característico del postulado del sistema: la
especificidad del esquema característico del sistema va a decidir cuáles son los objetos que la psique puede
conocer. Pero, en forma contrapuesta, para que la actividad psíquica sea posible, se requiere que pueda
apropiarse de un material exógeno. Ese material tiene que ver con las informaciones emitidas por los objetos
soportes de catexia, objetos cuya existencia, la actividad psíquica deberá reconocer. Por ello, la experiencia
del encuentro confronta a la actividad psíquica con un exceso de información que ignorará hasta el momento
en que ese exceso la obligue a reconocer que lo que queda fuera de la representación característica del sistema
retorna a la psique bajo la forma de un desmentido concerniente a su representación de su relación con el
mundo. Un ejemplo de este desmentido lo constituye la experiencia que puede realizar la psique del infans en
el momento en que alucina la presencia del pecho: se forja así una representación de la unión boca-pezón y
puede vivir la experiencia de un estado de privación.

Consideraciones generales acerca del estado de encuentro


Si nos propusiésemos definir el fatum del hombre mediante un único carácter, nos referiríamos al efecto
de anticipación, entendiendo con ello que lo que caracteriza su destino es el hecho de confrontarlo con una
experiencia, un discurso, una realidad que se anticipan, por lo general, a sus posibilidades de respuesta, y en
todos los casos, a lo que puede saber y prever acerca de las razones, el sentido, las consecuencias de las
experiencias con las que se ve enfrentado en forma continua. Cuanto más retrocedemos en su historia, mayores
caracteres de exceso presenta esta anticipación: exceso de sentido, exceso de excitación, exceso de frustración,
pero también exceso de gratificación o exceso de protección: lo que se le pide excede siempre los límites de
su respuesta, del mismo modo en que lo que se le ofrece presentará siempre una carencia respecto de lo que
espera, que apunta a lo ilimitado y a lo atemporal. Podemos añadir que uno de los rasgos más constantes y
frustrantes en la demanda que se le dirige es perfilar en su horizonte la espera de una respuesta que no puede
proporcionar, con el riesgo de que toda respuesta sea percibida entonces como inevitablemente decepcionante
para aquel a quien se la proporciona, y de que toda demanda de su parte sea recibida como prueba de una
frustración que ella desea imponer.
Las palabras y los actos maternos se anticipan siempre a lo que el niño puede conocer de ellos, si la
oferta precede a la demanda, si el pecho es dado antes de que la boca sepa que lo espera; este desfasaje es aún
más evidente y más total en el registro del sentido. La palabra materna derrama un flujo portador y creador de
sentido que se anticipa en mucho a la capacidad del infans de reconocer su significación y de retomarla por
cuenta propia. La madre se presenta como un «Yo hablante» o un «Yo hablo» que ubica al infans en situación
de destinatario de un discurso, mientras que él carece de la posibilidad de apropiarse de la significación del
enunciado y que «lo oído» será metabolizado inevitablemente en un material homogéneo con respecto a la
estructura pictográfica. Pero, si es cierto que todo encuentro confronta al sujeto con una experiencia que se
anticipa a sus posibilidades de respuesta en el instante en que la vive, la forma más absoluta de tal anticipación
se manifestará en el momento inaugural en que la actividad psíquica del infans se ve confrontada con las
producciones psíquicas de la psique materna y deberá formar una representación de sí misma a partir de los
efectos de este encuentro, cuya frecuencia constituye una exigencia vital.
Cuando hablamos de las producciones psíquicas de la madre, nos referimos en forma precisa a los
enunciados mediante los cuales habla del niño y le habla al niño. De ese modo, el discurso materno es el agente
y el responsable del efecto de anticipación impuesto a aquel de quien se espera una respuesta que no puede
proporcionar; este discurso también ilustra en forma ejemplar lo que entendemos por vioiencia primaria.
Mientras nos limitamos a nuestro sistema cultural, la madre posee el privilegio de ser para el infans el
enunciante y el mediador privilegiado de un «discurso ambiental», del que le trasmite, bajo una forma
predigerida y premodelada por su propia psique, las conminaciones, las prohibiciones, y mediante el cual le
indica los límites de lo posible. A través del discurso que dirige a y sobre el infans, se forja una representación
ideica de este último, con la que identifica desde un comienzo al «ser» del infans definitivamente precluido
de su conocimiento.
El orden que gobierna los enunciados de la voz materna no tiene nada de aleatorio y se limita a dar
testimonio de la sujeción del Yo que habla a tres condiciones previas: el sistema de parentesco, la estructura
lingüística, las consecuencias que tienen sobre el discurso los afectos que intervienen en la otra escena.
Trinomio que es causa de la primera violencia, radical y necesaria, que la psique del infans vivirá en el
momento de su encuentro con la voz materna. Esta violencia constituye el resultado y el testimonio viviente,
sobre el ser viviente, del carácter específico de este encuentro: la diferencia que existe entre las estructuras
conforme a las cuales los dos espacios organizan su representación del mundo.
El fenómeno de la violencia remite, en primer lugar, a la diferencia que separa a un espacio psíquico,
el de la madre, en que la acción de la represión ya se ha producido, de la organización psíquica propia del
infans. La madre, al menos en principio, es un sujeto en el que ya se ha operado la represión e implantado la
instancia llamada Yo; el discurso que ella dirige al infans lleva la doble marca responsable de la violencia que
él va a operar. Esta violencia refuerza a su vez, en quien la sufre, una división preexistente cuyo origen reside
en la bipolaridad originaria que escinde los dos objetivos contradictorios característicos del deseo.
Nos proponemos separar, por un lado, una violencia primaria, que designa lo que en el campo psíquico
se impone desde el exterior a expensas de una primera violación de un espacio y de una actividad que obedece
a leyes heterogéneas al Yo; por el otro, una violencia secundaria, que se abre camino poyándose en su
predecesora, de la que representa un exceso por lo general perjudicial y nunca necesario para el
funcionamiento del Yo, pese a la proliferación y a la difusión que demuestra.
En el primer caso, encaramos una acción necesaria de la que el Yo del otro es el agente, tributo que la
actividad psíquica paga para preparar el acceso a un modo de organización que se realizará a expensas del
placer y en beneficio de la constitución futura de la instancia llamada Yo.
En el segundo caso, por el contrario, la violencia se ejerce contra el Yo, tanto si se trata de un conflicto
entre diferentes «Yoes» como de un conflicto entre un Yo y el diktat de un discurso social cuya única meta
es oponerse a todo cambio en los modelos por él instituidos. Es en esta área conflictiva donde se planteará el
problema del poder, del complemento de justificación que solicita siempre al saber, y de las eventuales
consecuencias en el plano de la identificación. Si esta violencia secundaria es tan amplia como persuasiva,
hasta el punto de ser desconocida por sus propias víctimas, ello se debe a que logra apropiarse abusivamente
de los calificativos de necesaria y de natural, los mismos que el sujeto reconoce a posteriori como
característicos de la violencia primaria en la cual se originó su Yo.
Hablaremos de ellas al definir en nuestro trabajo lo que designa la categoría de lo necesario o de la
necesidad: conjunto de las condiciones (factores o situaciones) indispensables para que la vida psíquica y
física puedan alcanzar y preservar un umbral de autonomía por debajo del cual solo puede persistir a expensas
de un estado de dependencia absoluta. Por ejemplo, en el campo de la vida física es evidente que el sujeto
afectado por una paraplejía sólo puede vivir si otro acepta satisfacer sus necesidades fisiológicas: ello
determinará que se pierda toda autonomía en el campo de la alimentación y que se establezca una dependencia
absoluta entre la necesidad del sujeto y otro sujeto que acepte procurarle el alimento, proporcionárselo, decidir
acerca de la cantidad y de la calidad adecuadas al estado del «enfermo».
En el campo físico, los ejemplos abundan. Pero ¿qué ocurre en el campo psíquico? Y, ¿qué se puede
entender por vida psíquica?
Si se designa con ese término toda forma de actividad psíquica, lo único que ella exige son dos
condiciones: la supervivencia del cuerpo y, para ello, la persistencia de una catexia libidinal que resista a una
victoria definitiva de la pulsión de muerte.
Cuando estas dos condiciones se cumplen, se encuentra garantizada la presencia de una actividad
psíquica. Por ello no hablamos de vida psíquica en sentido general, sino de la forma que adquiere a partir de
determinado umbral que no existe desde un primer momento. Una vez que alcanza este umbral, podrá
consolidarse la adquisición de una cierta autonomía de la actividad de pensar y de la conducta, cuya
culminación coincidirá con la declinación del complejo de Edipo y con la represión, fuera del espacio del Yo,
de una serie de enunciados que formarán la represión secundaria.
En el registro del Yo existe un umbral por debajo del cual este último está imposibilitado de adquirir,
en el registro de la significación, el grado de autonomía indispensable para que pueda apropiarse de una
actividad de pensar que permita entre los sujetos una relación basada en un patrimonio lingüístico y en un
saber acerca de la significación, en relación con los que se reconocen derechos iguales; de no ser así, se
impondrán siempre la voluntad y la palabra de un tercero, sujeto o institución, que se convertirá en el único
juez de los derechos, necesidades, demandas e, implícitamente, del deseo del sujeto. Expropiación de un
derecho de existir que va a manifestarse en forma ·abierta en la vivencia psicótica, pero que puede estar
presente sin que por ello adopte, ante los eventuales observadores, la forma de una psicosis manifiesta. En
este caso, la expropiación experimentada por el Yo será igualmente grave; sólo tiene la ilusión de funcionar
de modo normal mientras en el afuera existe realmente un otro real que le sirve como prótesis y anclaje. Un
ejemplo lo constituye el estado pasional, cualquiera que sea el objeto de la pasión: la desaparición o privación
del objeto provoca la de la «normalidad:» del Yo, y el mismo fenómeno puede aparecer en determinadas
formas de dependencia ideológica.
Designamos como violencia primaria a la acción mediante la cual se le impone a la psique de otro una
elección, un pensamiento o una acción motivados en el deseo del que lo impone, pero que se apoyan en un
objeto que corresponde para el otro a la categoría de lo necesario.
Al ligar el registro del deseo del uno al de la necesidad· del otro, el propósito de la violencia se asegura
de su victoria: al instrumentar el deseo sobre el objeto de una necesidad, la violencia primaria alcanza su
objetivo, que es convertir a la realización del deseo del que la ejerce en el objeto demandado por el que la
sufre. Aparece la imbricación que ella determina entre estos tres registros fundamentales que son lo necesario,
el deseo y la demanda. Esta imbricación le posibilita a la violencia primaria impedir que se la devele como
tal, al presentarse bajo la apariencia de lo demandado y de lo esperado.
Se debe añadir que, por lo general, permite a los dos partenaires desconocer sus caracteres constitutivos.
La violencia primaria que ejerce el efecto de anticipación del discurso materno se manifiesta esencialmente a
través de esta oferta de significación, cuyo resultado es hacerle emitir una respuesta que ella formula en lugar
del infans. Esta pre-respuesta constituye la ílustración paradigmática de la definición del concepto de violencia
primaria, en medida tanto mayor cuanto que la conducta materna responderá a lo que el analista definirá como
<<normal».
El estado de encuentro es concebido como una experiencia coextensa con la vida misma, al momento
en que se origina esta experiencia al producirse un encuentro original entre dos espacios psíquicos.
Lo que los distingue es el desfasaje total entre el jnfans que se representa su estado de necesidad o de
satisfacción y la madre, que responde a los efectos de estas representaciones interpretándolas de acuerdo con
una significación anticipada que solo en forma progresiva será inteligible para el infans y que exigirá la puesta
en marcha de los otros dos procesos de metabolización.
El efecto anticipatorio de la respuesta materna está presente desde un primer momento, y el efecto
anticipatorio de su palabra y del sentido que ella vehiculiza (y del cual el niño deberá apropiarse) no hará más
que continuarla.
Debernos recordar que la separación entre los factores propios del representante y los que pertenecen
al enunciante (la madre) es una necesidad derivada de la exposición y que en realidad la interacción es
constante. De no ser así, se corre el riesgo, sea de caer en una biologización del desarrollo psíquico o, a la
inversa, de optar por una teoría de la cadena significante que olvide el papel del cuerpo y de los modelos
somáticos que él proporciona.
La entrada en acción de la psique requiere como condición que al trabajo de la psique del infans se le
añada la función de prótesis de la psique de la madre, prótesis que consideramos comparable a la del pecho,
en cuanto extensión del cuerpo propio, debido a que se trata de un objeto cuya unión con la boca es una
necesidad vital, pero también porque ese objeto dispensa un placer erógeno, necesidad vital para el
funcionamiento psíquico.
Al considerar el primer encuentro boca-pecho aun sabiendo que no coincide con la incorporación del
recién nacido al mundo, ya que es posterior a un primer grito cuya representación concomitante constituye
para nosotros un enigma, lo consideramos también como la experiencia originaria de un triple descubrimiento:
para la psique del infans, la de una experiencia de placer; para el cuerpo, la de una experiencia de satisfacción,
y para la madre no puede postularse nada universal, solo podemos plantear que la primera experiencia de
lactancia será al mismo tiempo para ella el descubrimiento de una experiencia física ---a nivel del pecho,
sensación de un placer, de un sufrimiento o de una aparente neutralidad sensorial- y el primer apercibimiento
posterior al embarazo de un don necesario para la vida del infans. Lo que siente en ese encuentro dependerá
del placer vivido al tener al niño, del temor frente a él, de su displacer en ser madre, de su forma de concebir
su rol, etc.
Pero en todos los casos en los que el pecho es ofrecido, se imponen dos observaciones:
1. Cualquiera que sea la ambivalencia presente, el acto es testimonio de un deseo de vida para el otro y,
a mínima, de una prohibición referente al riesgo de su eventual muerte.
2. En la mayor parte de los casos, el ofrecimiento del pecho se acompañará, en su forma y su
temporalidad, con las formas culturales que instituyen la conducta de lactancia.
Esta última, así, depende:
a) del deseo materno en relación con el infans;
b) de lo que se manifiesta de ese deseo en el sentimiento del Yo de la madre frente al recién nacido,
e) de lo que el discurso cultural propone como modelo adecuado de la función materna.
Esta enumeración sería suficiente para demostrar la complejidad, la sobredeterminación y la
heterogeneidad de las fuerzas en juego, desde el primer encuentro que el proceso originario tendrá como
función representar: en el momento en que la boca encuentra el pecho, encuentra y traga un primer sorbo del
mundo. Afecto, sentido, cultura, están presentes y son responsables del gusto de estas primeras moléculas de
leche que toma el infans: el aporte alimenticio se acompaña siempre con la absorción de un alimento psíquico
que la madre interpretará como absorción de una oferta de sentido.
Nuestras consideraciones generales acerca de la representación y el estado de encuentro confirman sobre
la arbitrariedad de toda separación entre los espacios psíquicos del infans y de la madre, en los que un mismo
objeto, una misma experiencia de encuentro, se inscribirá recurriendo a dos escrituras y a dos esquemas
relacionales heterogéneos. En cada etapa, observamos que la reflexión analítica choca con el mismo escollo:
tener que separar lo inseparable. Se trata de una exigencia metodológica que el discurso impone.

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