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Mi abuelo Alfonso Vargas Sánchez, apicultor y orfebre, fue un menti-
roso interesado en la historia; pero uno muy distinto a aquellos otros,
cínicos y salvajes, que se inclinaron por el coleccionismo.
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recientemente inaugurado. Hasta aquí, la his- fesor enseñándonos a escribir, con la mano
toria de mi abuelo parece bastante clara y derecha; un detector de huellas digitales; un
coherente. Sin embargo, por motivos que son fotógrafo. Con el tiempo, la vigilancia se ha di-
difíciles de explicar, el arqueólogo permitió versificado tanto como las uñas postizas. Pero
que mi abuelo reprodujera algunas joyas pro- también un Vertov; un cineasta sorprendido
venientes de la tumba 7 de Monte Albán, su- por la flexibilidad y potencia de las manos
puestamente descubierta por Alfonso Caso. que trabajan. En 1964, con tanta curiosidad
Ya en el museo, quizá gracias a su amistad como soltura, las de mi abuelo reprodujeron
con Amalia Hernández o quizá por su cerca- algunas piezas que, desde que fueron descu-
nía con Ernesto Uruchurtu, mi abuelo traba- biertas, se sabían importantes. Al final de sie-
jó varios días con dos guardias que vigilaban te días de trabajo obtuvo algunos de los obje-
sus manos, en una habitación que casi siem- tos más interesantes, extraños y enigmáticos,
pre imagino oscura y sin ventanas, pero de casi alquímicos, que jamás había visto. Me
un color similar al de la arena. En casos como refiero a un conjunto de moldes de distintas
éste, siempre hay alguien que vigila nuestras piezas provenientes del entierro mixteco, cé-
manos. Un policía, con el tolete listo; un pro- lebre por la cantidad de objetos que resguar-
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A diferencia de mi abuelo, nadie vigiló las ma-
nos de Constantine Rickards. Es más fácil
evadir la supervisión cuando se utilizan guan-
tes. Rickards lo hacía. Si se le busca en inter-
net, se encontrarán sobre todo enlaces a su
vasta obra bibliográfica y algunas anécdotas
con su amigo D.H. Lawrence, con quien solía
desayunar en el mercado. Sin embargo, si nos
detenemos un poco, Rickards fue un hábil y
embargo, Rickards, quien sabía de diploma- muy inteligente negociante y coleccionista,
cia, escribió al Museo Real de Ontario, en Ca- que utilizó la apropiación como parte de su
nadá, respetuosamente. Quizás eso sucedió método. Por un lado, robó varias piezas ar-
en 1914. Los 25 mil pesos que pidió en México queológicas gracias a “coincidencias” y “acci-
se convirtieron en 30 mil o en su equivalente dentes”: “Parte de un montículo y templo han
en dólares: 15 mil aproximadamente. Cinco sido arrastrados por el río en una inundación,
años más tarde, Charles Trick, quien era di- y cientos de ídolos fueron desenterrados, la
rector del museo canadiense e ignoraba todo mayoría de ellos llevados por el agua”. De
de la sabiduría popular, aceptó la oferta. Nom- acuerdo con este fragmento que cita Sellen,
bre es destino. Rickards no robaba, encontraba piezas. Por
otro lado, éste creó una colección completa-
En pocas ocasiones un libro, o la producción mente nueva, gracias al trabajo de artesanos
de un libro, tiene consecuencias tan materia- originarios de Santa María Atzompa. Con ellos
les y concretas como en la historia de Cons- decidió diversificar el universo de piezas mix-
tantine Rickards. En la carta que dirigió a tecas y zapotecas a partir de una serie de
Cecilio Robledo, el viajero “inglés” justificó la cambios y alteraciones: las faldas se convirtie-
venta de sus piezas con un libro: necesitaba ron en penachos; y éstos, en sombreros napo-
el dinero para publicar el segundo tomo de leónicos. Pero como el inglés mismo, Shaplin