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Universidad Nacional de Colombia Jeisson Africano Rodríguez

Maestría en Psicoanálisis Seminario Creación y Sublimación

El milagro y la promesa de la música

La música es milagrosa. Desde que llegó a nosotros, en tiempos tan primarios por vía de la “Sonata
Materna”, en sus vocales, se instaló en nosotros porque el inconsciente les abrió las puertas de nuestra
casa, sin reparo alguno; cosa que no pasa con tanta facilidad con respecto a la Ley, el significante y
la discontinuidad consonante. ¿Por qué la música tiene asegurada la hospitalidad de nuestro
inconsciente? Cuando el “yo” se dirige al Otro, al lugar del significante, preguntando el significante
que define su existencia, este le dice “tú existes”, mas aquel no queda convencido pues el significante
sigue faltando: el sujeto sabe de su existencia, pero no puede creer en ella por falta de ese significante
definitivo. Cuando la música escucha al sujeto, en tanto extranjera comprende la pregunta del sujeto,
extranjero en su propio cuerpo, ante su yo. Así, la música produce el éxtasis –lo milagroso, que
conducirá al acto del baile–: comprende la pregunta del sujeto, y así, sin necesidad de responderle
con ese significante definitivo, le hace creer en la existencia de sí mismo, al hacerlo sentir reconocido
por ese Otro musical que lo ha escuchado. El sujeto sigue sin obtener su significante, ni siquiera
obtiene el “tú existes”, pero cree, puede creer en su existencia. ¿Cómo es todo esto posible? Por el
hecho mismo de la pulsión invocante: es esta la que ha permitido que el inconsciente abriera las
puertas a la música sin oponer reparo, primer tiempo lógico de dicha pulsión. Segundo tiempo lógico:
ya ha sido descrito, el sujeto es escuchado por la música cuando la escucha.
Este segundo tiempo, pues, caracteriza el momento en que el sujeto se sustrae de la demanda que
dirige constantemente al Otro. No piensa, no sabe, solo cree: se reconoce allí donde no piensa, “Soy
donde no pienso”, dice Lacan y dice el sujeto cuando es escuchado por la música. Y bien, de esta
experiencia, entonces, florece el sujeto, cuyo cuerpo pone en acto esa certeza que ha ganado de sí y
de su destino: se permite bailar, avanza como sabiendo por qué existe y para dónde va; respuestas
que no obtuvo cuando hizo la demanda ante el Otro. Así pues, el sujeto es guiado por la invocación
danzante, movimiento que conduce hacia el llamado “punto azul”.
Quisiera ocuparme de este poético “punto azul”. El tratamiento que Didier-Weill hace de él, permite
pensarlo con un lugar virtual, ¿quizás imaginario?, que invoca al sujeto porque allí algo ideal se
produce, algo del orden de la certeza de la existencia propia, certeza que ya no depende de la respuesta
a la demanda dirigida al Otro; en ese punto azul es posible la producción de la llamada “nota azul”.
En tanto nota, ¿puede ser leída en un sentido simbólico, como nota escrita, como texto, pero también
como objeto parcial de la pulsión invocante?, ¿cómo pensarla? Es enigmática la formulación del
punto azul, más aún cuando el autor adjudica a la creencia en la posibilidad de arribar a dicho punto
la causa del enriquecimiento de la técnica de la danza (destreza y precisión que suceden a la torpeza
y a la imprecisión), toda vez que el sujeto ha ganado confianza –o mejor es decir libertad, el sujeto
siente que es libre– cuando la música sin pronunciar significante alguno ha llevado al sujeto a creer
en la posibilidad de hallar respuestas a la pregunta existencia (¿respuestas que estarían contenidas en
el texto o en eso que constituye la nota azul?): cuando el punto azul invoca, el sujeto domina el cuerpo.
Por lo tanto, el punto azul es la tierra prometida que despierta la fe del sujeto y este, entonces, recibe
de la música el milagro de moldear desde adentro su cuerpo. Así pues, arribamos a la cuestión
fundamental del psicoanálisis, la relación del sujeto con lo real del cuerpo. Parece que en la danza el
sujeto se apropia, en el sentido literal del término, de ese cuerpo que siempre le ha parecido, en tanto
real, algo ajeno. El sujeto baila en ese cuerpo que antes de apropiado no le permitía hacerlo por ser(le)
ajeno. La clásica discontinuidad cuerpo-alma, por la que el sujeto sufre, queda cancelada, y es
relevada por una continuidad cuerpo-espíritu-sujeto, gracias a la música que hace danzar.

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