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DISCURSO FILOSÓFICO Y FORMA DE VIDA SEGÚN PIERRE HADOT

Germán A. Meléndez
Profesor Asociado
Departamento de Filosofía
Universidad Nacional de Colombia
1. Introducción

En las primeras páginas de su obra Humano demasiado humano (1878), el filósofo


alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) proclamaba una nueva forma de practicar la
filosofía a la cual denominaba como “filosofía histórica” (43). Por contraste, Nietzsche
identificaba la “falta de sentido histórico” como el “defecto hereditario” de toda filosofía
anterior:

Todos los filósofos tienen el error común en sí de partir del hombre presente y creer
llegar a la meta mediante un análisis del mismo. Involuntariamente, “el hombre” se les
figura como una aeterna veritas [verdad eterna], como algo que permanece igual en todo
remolino, como una medida segura de las cosas. Todo lo que el filósofo dice del hombre
no es, sin embargo, en el fondo, más que un testimonio sobre el hombre de un espacio de
tiempo muy limitado. Carencia de sentido histórico es la falta hereditaria de todos los
filósofos […] No quieren aprender que el hombre ha devenido, que también la facultad
de conocer ha devenido; mientras que algunos de ellos se permiten urdir el mundo entero
a partir de esta facultad de conocer […] (44; he modificado la traducción)
Nietzsche ejemplifica su apreciación general acerca de la falta de sentido histórico de los
filósofos refiriéndose aquí a lo que ellos piensan del hombre y su facultad de
conocimiento. En el contexto de la indagación a la que aquí se da inicio, podría uno
pensar en un ejemplo un tanto más específico y preguntarse qué tendría que ocurrir
cuando el filósofo decidiese reflexionar sobre aquel determinado tipo de hombre que es el
filósofo mismo. ¿No tendería entonces él a concebirse “involuntariamente” también a sí
mismo como una especie de “medida” constante y a fijar su propia condición presente
como algo que se ha mantenido y ha de mantenerse igual a través de los tiempos? ¿Y no
tendría una “filosofía histórica” que partir de la conjetura opuesta de que el filósofo, y
con él la filosofía, ha sido en otros tiempos algo distinto de lo que hoy es o, en todo caso,
cree ser?

¿Qué es la filosofía? Esta ha sido, sin duda, una pregunta que ella no ha dejado de
plantearse. Ahora bien, la pregunta “¿qué es?” tiene, también ella, una historia que hace
parte (y no una parte cualquiera) de las transformaciones de la filosofía en general y de
aquella que, en particular, por sí misma se pregunta. Si se entiende dicha pregunta como

1
exigencia de la definición de aquello por lo que se pregunta, si se concibe, a su vez, a la
definición como la enunciación de “la esencia”, y si se concibe, por último, tal esencia
como aquello que se mantiene inalterable en medio del devenir de aquello de lo que es
esencia y le otorga su identidad, entonces bien puede decirse que la pregunta en cuestión,
la pregunta “¿qué es?”, ha sido una pregunta antigua y estrechamente vinculada a la
práctica de la filosofía. Lo ha sido abiertamente desde Sócrates a quien Aristóteles
acreditaba ya como “el primero en aplicar el pensamiento a las definiciones” (Metafísica
I.6, 987b1-4, cf. I.5, 987a22). No es de extrañar entonces que la pregunta “¿qué es la
filosofía?” fuese desde temprano (casi desde ls primeras apariciones del término
“filosofía” en la segunda mitad del siglo V a.C.) una pregunta relevante para ella, como,
en efecto, lo fue ya para Platón y Aristóteles. Cuando en el libro primero de la Metafísica
Aristóteles expone una primera historia detallada de la filosofía, ¿no lo hace justamente
con la pretensión simultánea de acceder a algo semejante a una “definición” de la misma?
¿No se orienta acaso por la prototípica significación, recién descrita, de la pregunta por el
“¿qué es?”? Aristóteles sustenta por medio de su historia, recuérdeselo, una muy
determinada y determinante caracterización de la filosofía como ciencia de las primeras
causas y principios (981b28). Con ello, dicho sea de paso, no solo interpretaba a su
manera el pasado de la filosofía sino que, de hecho, contribuía decisivamente a
configurar su futuro.

La filosofía histórica pregonada por Nietzsche sostiene, por su parte, que todo lo que
tiene historia carece por ello de definición. “[T]odos los conceptos en que se condensa
semióticamente un proceso entero escapan a la definición; sólo es definible aquello que
no tiene historia”, escribe Nietzsche en su Genealogía de la moral (103). A la premisa
universal, según la cual todo lo que tiene historia carece de definición, bastaría sumarle la
premisa particular, aparentemente trivial, de que la filosofía tiene una historia para llegar
así a la conclusión de que ella carecería, por ende, de definición. No sería entonces
posible, en rigor, responder a la pregunta “¿qué es la filosofía?”.

La premisa universal de este simple silogismo supone, sin embargo, una cierta
concepción de la historia o, si se quiere, en términos más generales, supone una
concepción del tipo de “devenir” o de “movimiento” que ella (la historia) sería. Ahora
bien, la elaboración de una concepción del devenir pertenece, por cierto, a las tareas que

2
la filosofía emprende en sus inicios. Los griegos llegaron a pensar que el devenir de las
cosas de las que pueda decirse que poseen una naturaleza (o que hacen parte de la
naturaleza, physis) es el tipo de movimiento en virtud del cual aquellas llevan a
cumplimiento su esencia, siendo esta última precisamente lo que es objeto de definición.
La premisa nietzscheana “todo lo que tiene historia carece de definición” asume entonces
una concepción fundamentalmente distinta del tipo de devenir que exhiben las cosas a las
que la filosofía histórica les atribuye una historia. Asume, por ejemplo, que dichas cosas
no poseen una finalidad única hacia la cual su desarrollo por principio tendiese.

Tampoco la concepción de la historia ha sido siempre la misma. Puede decirse, por tanto,
que la mudable concepción de la filosofía – aquí, concretamente, la concepción de ella
como algo que tiene o no tiene historia – depende de la cambiante respuesta a una de las
más antiguas y nucleares preguntas planteadas por ella en sus inicios. Así pues, para
responder, o incluso para plantearse siquiera, la pregunta “¿qué es la filosofía?” se
encuentra uno ya en mar abierto: se encuentra uno ya inmerso en medio de la filosofía y
su historia (en el sentido más amplio de los términos).

No quisiera, sin embargo, extralimitar las dimensiones de la introducción al presente


ensayo siguiendo aquí y ahora el hilo de las anteriores inquietudes. Es mi interés dejar
apenas insinuada la idea de que la filosofía haya sido otrora algo distinto a lo que, con
base en su prevaleciente configuración actual, solemos pensar que es.

Al respecto quisiera mencionar a continuación que actualmente existe una particular


motivación para indagar en torno a dicha posibilidad: una motivación que no es
puramente “teórica”, por así decirlo. Cierta insatisfacción con el ejercicio actual de la
filosofía se ha convertido en estímulo para una iniciativa encaminada a redescubrir una
forma pretérita de hacer filosofía a la que recientemente se la ha dado el título de filosofía
como forma de vida y a la que también se la ha dado a (re-) conocer con el antiguo
calificativo de filosofía como arte de vivir. Como bien lo delatan uno y otro apelativo, un
crucial distintivo del tipo de filosofía por cuya reconsideración se aboga reside
justamente en determinado vínculo que ella habría mantenido con la vida. La sentida
ausencia de este vínculo sería entonces lo que despierta la mencionada insatisfacción con
la práctica presente de la filosofía.

3
El presente libro busca rememorar algunas figuras y algunos momentos de interés para
una historiografía de la filosofía como forma de vida. El presente primer capítulo del
mismo ofrece, en lo que sigue, un esclarecimiento básico del concepto mismo de filosofía
como forma de vida. Ahora bien, con el fin de delimitar el propósito de este primer
capítulo respecto del propósito general del libro, resulta necesario anteponer enseguida
una distinción básica. Una cosa es la filosofía como forma de vida y otra distinta es el
estudio histórico de la misma. Una cosa son los filósofos que la han practicado y otra los
historiadores que estudian la forma en que aquellos la ejercieron y vivieron. Pues bien, el
presente capítulo, a diferencia de los demás que le siguen, no incursiona (aún) en la
exégesis de los grandes filósofos que integran la tradición de la filosofía como forma de
vida.1 El presente capítulo se concentra en el trabajo del historiador francés de la filosofía
Pierre Hadot (1922-2010), quien, con este apelativo (“filosofía como forma de vida”) y
con los ojos principalmente, aunque no exclusivamente, puestos en el mundo antiguo, se
propuso decididamente rememorar y, en lo posible, revivir para nuestro presente una
forma distinta de practicar la filosofía a la que hoy prevalece. Se ofrece en lo que sigue
una introducción al concepto de filosofía como forma de vida tal y como Hadot lograra
ponerlo en circulación (§2). Posteriormente se explicitan, para concluir, algunas
implicaciones hermenéuticas que esta concepción de la filosofía conlleva para la
adecuada lectura de los textos pertenecientes dicha tradición filosófica (§3).

2. Discurso filosófico y forma de vida

El concepto de filosofía como forma de vida surge en Pierre Hadot de la tentativa de


exponer y promover una concepción opuesta (2009, 100), a la que hoy puede asumirse

1
Tampoco se ocupa de ellos en su ocasional (pero determinante) condición de historiadores de dicha
tradición. En efecto, ya antes de que lo hicieran los historiadores recientes de la filosofía, algunos filósofos
modernos y contemporáneos (Hadot 1998, 283-93 y 2006, 244-5) habían encontrado en el pasado de su
actividad (acaso, particularmente, en algún olvidado aspecto, período o personaje ejemplar de la filosofía
antigua) inspiración o validación para el tipo de ejercicio de la filosofía que ellos en sus vidas llegaron a
encarnar y que el historiador de oficio ha venido posteriormente a identificar como característico de la
mentada tradición de la filosofía como forma de vida (cf. Hadot 1998, 300). Así, mientras que alguno de
estos filósofos (como Nietzsche) propone una excepcional revaloración de los presocráticos o pre-
platónicos, otros (tales como Kierkegaard o Foucault) acuden a una reinterpretación de la figura de
Sócrates como la más reconocida figura tutelar de la hoy relegada forma de concebir y ejercer la filosofía
como arte de vivir. Con esto último, valga decirlo, reproducen inadvertidamente un gesto que los
historiadores de la filosofía helenística se encuentran harto dispuestos a identificar como característico de
los filósofos de la Antigüedad tardía: su propensión a instituir a Sócrates como su originario propulsor o
como continuo inspirador.

4
como la concepción imperante de la filosofía: opuesta, esto es, a la filosofía entendida
exclusivamente como “discurso filosófico” (o también como “doctrina” o “sistema”:
1998, 11-13). Por “discurso filosófico” ha de entenderse aquí un conjunto articulado de
pensamientos expresados en el lenguaje escrito u oral (Hadot 1998, 14) mediante juicios
o proposiciones que elevan una pretensión de conocimiento y que buscan “explicar, de
una u otra manera, el universo o, por lo menos, si se trata de filósofos contemporáneos
[…] elaborar un nuevo discurso acerca del lenguaje” (12). El tipo de discurso que así
define a la filosofía tendría, según Hadot, una función exclusivamente informativa.

La filosofía como forma de vida, por su parte, no excluye al discurso filosófico (1998,
193). Lo engloba, sin embargo, dentro de una totalidad más abarcadora que encierra una
cierta “forma de vida”, la cual guarda con aquél, con el discurso, una relación
determinante. Comprender la especificidad de la filosofía como forma de vida equivale,
en efecto, a comprender la particular relación que en ella existe entre el discurso
filosófico y dicha forma de vida. La filosofía tal y como hoy se la ejerce se distingue, por
el contrario, por el hecho de haber disuelto esta relación y reducirse a un discurso
filosófico desvinculado de la forma de vida de sus productores y receptores. La
historiografía de la filosofía que paralelamente impera ignora la presencia de dicho
vínculo allí donde otrora prevaleció.2

Hay múltiples pasajes en la obra de Hadot en los que se nos ofrecen diversas
presentaciones generales de la relación entre discurso filosófico y forma de vida. En el
contexto de la presente exposición quisiera partir de un pasaje en el que Hadot recuerda
cómo su ocupación con la obra del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951)
en los años 1959-1960 ayudó a modelar su forma de concebir dicha relación. Opto aquí
por este pasaje porque la recepción de Wittgenstein explica, parcialmente al menos3, por
qué razón y en qué sentido la expresión “forma de vida” viene a integrar el lema que
Hadot eligiera para referirse al tipo de filosofía que intenta rehabilitar.4 Pues bien, en una

2
“Los historiadores de la filosofía no suelen prestar demasiada atención al hecho de que la filosofía antigua
supone antes que nada una manera de vivir. Consideran que la única filosofía posible es el discurso
filosófico” (Hadot 2006, 241).
3
Véase más abajo lo referente al concepto antiguo de bios como una fuente complementaria de lo que
Hadot incluye dentro de su noción de “forma de vida”.
4
“Si mal no recuerdo, fue a propósito de los juegos de lenguaje como me vino la idea, por primera vez, de
que la filosofía también era un ejercicio espiritual, porque, en el fondo, el ejercicio espiritual es a menudo

5
comunicación titulada “Mis libros y mis estudios” (1993), en la que hace un repaso de su
“actividad literaria o científica” (2006, 305), Hadot cita un artículo suyo publicado en
1960 con el título “Jeux de langage et philosophie” (“Juegos de lenguaje y filosofía”).
“Filosofamos mediante un juego de lenguaje, es decir, y para servirme de una expresión
de Wittgenstein, según una actitud y una forma de vida que da sentido a nuestras
palabras” (citado en 2006, 305). Hadot pasa a comentar seguidamente que, así como
Wittgenstein rompía en general con la idea de que “el lenguaje opera siempre de la
misma manera y con el mismo objetivo”, a saber, con la presunta única finalidad de
llevar a cabo la “traducción de pensamientos” o “la transmisión de una información”
(306), así mismo él, Hadot, por su cuenta, venía ya vislumbrando cómo “cabe romper
también con la idea de que el lenguaje filosófico opera de manera uniforme” (306; el
énfasis es mío).

El filósofo se encuentra, en efecto, inserto en cierto juego de lenguaje, es decir, en cierta


forma de vida, cierta actitud, resultando por eso imposible entender el sentido de sus tesis
sin antes situarlo en el juego del lenguaje que le es propio. Por lo demás, la principal tarea
del lenguaje filosófico sería insertar a los oyentes de este discurso dentro de una concreta
forma de vida, de determinado estilo de vida. (306)
Antes de entrar a caracterizar la relación existente entre discurso filosófico y forma de
vida (en la segunda oración de la cita), Hadot se detiene aquí a describir (en la primera
oración de este pasaje) la grave consecuencia que para la comprensión del discurso
filosófico (aquí: las “tesis” de los filósofos) tiene la descontextualización del mismo por
fuera del “juego de lenguaje” y de la correspondiente “forma de vida” dentro de los
cuales se encuentra, de hecho, inscrito. La consecuencia para quien así intenta
aproximarse a las tesis de los filósofos es, nada menos, que la de dejar escapar su sentido.
El problema que aquí se plantea es, pues, un problema hermenéutico, es decir, un
problema atinente a la adecuada interpretación de los textos que integran la tradición
filosófica: un problema que atañe, pues, tanto al lector en general, como al historiador en
particular. La concepción hoy generalizada de la filosofía como discurso filosófico
abstracta e independientemente dotado de un sentido, a saber, de un sentido estrictamente
informativo, proposicional, se convierte en un impedimento para la cabal comprensión

un juego de lenguaje: se trata de decirse una frase para provocar un efecto, ya sea en los otros, ya sea en
uno mismo, es decir, en determinadas circunstancias y con un fin determinado. Por otra parte, en el mismo
contexto, Wittgenstein utiliza también la expresión “forma de vida”. Esto me inspiró también para
comprender la filosofía como forma de vida o modo de vida” (2009, 202).

6
del texto filosófico originalmente elaborado bajo una concepción y un ejercicio de la
filosofía otrora distintos. Hadot destaca, concretamente, cómo las incoherencias y
contradicciones reiteradamente constatadas por los intérpretes en las obras filosóficas de
la Antigüedad se convierten en un fenómeno incomprensible para el exégeta dominado
por la concepción de la filosofía como discurso filosófico (cf. 306). Enfrentado a este
problema, Hadot habría ido encontrando una solución al “remitir el texto al contexto en el
que había surgido, es decir, a las condiciones de vida concretas de cada una de las
escuelas filosóficas” (306; cf. 2009, 201). Al proceder de esta manera en su labor como
historiador de la filosofía antigua, Hadot ponía ya en práctica, dentro de su propio oficio,
el pensamiento de Wittgenstein concerniente a la relación entre juegos de lenguaje y
forma de vida.

Queda entonces claro que para Hadot los textos filosóficos de la Antigüedad, como para
Wittgenstein el lenguaje en general, no puede ser reducido a su función informativa. En
la filosofía como forma de vida hace ciertamente presencia el discurso filosófico y con él
“el elemento proposicional” del lenguaje. Pero en la filosofía como forma de vida “el
elemento proposicional” no es ni el único, ni el más importante (307). ¿Cuál lo es
entonces? ¿Cuál es correspondientemente el juego de lenguaje en el cual se encuentra
inserto el discurso filosófico propio de la filosofía como forma de vida? ¿Cuál es la
relación entre discurso filosófico y forma de vida que tal elemento delata y que este juego
de lenguaje revela? A estas preguntas interrelacionadas, y directamente a la última, la
segunda oración del pasaje arriba citado brinda una respuesta: “la principal tarea del
lenguaje filosófico sería insertar a los oyentes de este discurso dentro de una concreta
forma de vida, de determinado estilo de vida” (306).

Esta es una respuesta muy comprimida que es necesario expandir. Antes de proceder en
este sentido, quisiera destacar como significativo el hecho de que, a la anterior versión de
la forma en que cristaliza su crucial atisbo sobre “la principal tarea del lenguaje
filosófico”, Hadot la conciba a la vez como explicación de la suma importancia (cf. 305)
– y como incidental elucidación del surgimiento (306) – de otro de los conceptos
centrales de su obra historiográfica: el concepto de ejercicio espiritual que, junto con el
de “forma de vida”, concurre en su propuesta de una nueva aproximación a la filosofía
antigua. En efecto, una vez que enuncia la tarea de su lenguaje distintivo como aquella

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de conseguir la inserción de sus oyentes dentro una forma de vida, Hadot procede de
inmediato a comentar: “Así surge el concepto de ejercicio espiritual, como intento de
modificación y transformación del yo” (306; cf. 307 “transformar su vida”).
Regresaremos en breve a esta particular forma de describir la “tarea principal del
lenguaje filosófico”.

Ahora bien, no ha de extrañar que a esta tarea, dada su principalidad, Hadot la mencione
y dilucide en otros tantos lugares prominentes de sus escritos. Quisiera ahora enfocarme
en aquellos en los que Hadot repetidamente le otorga un valor ejemplar al diálogo
Banquete de Platón (cf. Hadot 2006, 87, 94-100, 236; 1998, 39, 42-3, 52-63, 67), tanto
por la manera como en él se describe la forma de vida de Sócrates, como por la manera
como en él se describe el efecto que produce el discurso filosófico de Sócrates en sus
inmediatos destinatarios.

El Banquete de Platón inmortalizó la figura de Sócrates como filósofo, es decir, como


hombre que intenta, al mismo tiempo por medio de su discurso y de su modo de vida,
acercarse y hacer que se acerquen los demás a esta manera de ser […] La filosofía de
Platón, y después de ella todas las filosofías de la Antigüedad, aun las más lejanas del
platonismo, tendrán pues en común esta particularidad de vincular estrechamente, en esta
perspectiva, el discurso y el modo de vida filosóficos. (1998, 67)
La relación básica que aquí se plantea entre discurso filosófico y forma de vida es la
siguiente. El discurso filosófico se concibe como una exhortación a elegir y adoptar un
modo de vida o modo de ser que aquí aparece expresamente designado como un modo de
vida filosófico. Después de Sócrates este tipo de exhortación se generaliza y se convierte
en la extendida invitación a adoptar e interiorizar las respectivas “condiciones vitales
concretas de cada una de las escuelas filosóficas, en el sentido institucional de la
expresión” (306).

Existe, por cierto, una radical diferencia entre el modo de vida filosófico (en sus diversas
variantes) y el modo de vida no-filosófico que le precede como el “estado habitual de los
hombres” (307, cf. 1998, 190). Así pues, el discurso filosófico busca obrar, no una simple
modulación en la vida corriente, sino una conversión propiamente dicha (cf. 1998 78, 85;
2006, 51, 177-80) 5 . “Cada escuela filosófica impone […] cierto modo de vida a sus

5
Tal es el caso, por ejemplo, de los diálogos platónicos. “Los diálogos pueden ser considerados obras de
propaganda, adornados con todos los prestigios del arte literario, mas destinados a convertir a la filosofía”
(1998, 85).

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miembros, un modo de vida que compromete la totalidad de su existencia” (2006, 307).
La consecuente “ruptura radical con la vida cotidiana, con las costumbres y convenciones
de la vida común” que, en el caso original y arquetípico de Sócrates, hace de él un
atopos, esto es, un ser “extraño, extravagante, absurdo, inclasificable, desconcertante”
(1998, 42; 2006, 93), le permite hablar a Hadot de la filosofía de Sócrates, esto es, de su
discurso filosófico y de su forma de vida, como una incitación al “trastocamiento total de
los valores” (49, 249; 2006, 89-90, 97). Se emprende, en efecto, el tránsito de una forma
de vida a otra a partir del momento en que todo adquiere un nuevo valor para quien
consecuentemente le da a su existencia este giro. Esta descripción de la filosofía de
Sócrates se hace extensiva, para Hadot, a las diferentes escuelas filosóficas que van
emergiendo después de su muerte (cf. 249) como efecto de la profunda transformación
que él introduce en la concepción y la práctica de la filosofía en la Antigüedad.

La anterior forma de caracterizar la relación que existe entre discurso filosófico y forma
de vida en la filosofía antigua nos permite introducir algunas observaciones acerca del
sentido de la expresión “forma de vida”. Es esta una relación según la cual, veíamos, el
discurso filosófico tiene la orientación eminentemente práctica de introducir a su
destinatario en una forma de vida operando en él una transformación de sí “que
compromete la totalidad de su existencia”. En el prólogo a su obra ¿Qué es la filosofía
antigua? Hadot (1998, 13) nos presenta la correspondiente elección que se toma por la
vida filosófica como una opción que exige nada menos que “un cambio total de vida”
(changement total de vie), “una conversión de todo el ser” (une conversion de tout l'être).
En términos similares se refiere Hadot, en Ejercicios espirituales y filosofía antigua, a la
filosofía estoica como “forma de vivir” cuando sostiene que ella:
no sólo […] implica cierta conducta moral […] sino que supone una manera de existir en
el mundo que debe ser practicada a cada instante y que ha de transformar toda la vida
[…] La filosofía era considerada ejercicio del pensamiento, de la voluntad, y del ser
entero […] La filosofía consistía en un método de progreso espiritual que exigía una
conversión radical, una transformación radical de la forma de ser. (2006, 236; he
modificado la traducción).
Como se ve, Hadot recurre enfática e insistentemente a los conceptos de “vida” y “ser”
como conceptos intercambiables y busca a la vez hacer explícita, en su uso de cada uno
de ellos, la referencia a una totalidad (“toda la vida”, “ser entero”) dentro de la cual el
pensamiento (y el respectivo discurso) viene a conformar tan sólo una de las esferas que

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la integran. Esto guarda, sin duda, congruencia con cierto uso corriente de la expresión
“forma de vida”. En efecto, cuando creemos observar en algún individuo su tránsito de
una determinada “forma de vida” a otra, concebimos tal tránsito como un cambio
sustancial que compromete y acompaña, no solo su pensamiento, su forma de pensar,
sino su voluntad, su forma de querer, su forma de actuar, en fin, su comportamiento
entero. Así, el uso de las expresiones pleonásticas “toda la vida” o “todo el ser” guarda
correspondencia con el hecho de que se hable de conversión cuando es precisamente nada
menos que la vida o el ser lo que constituye el objeto de transformación. El hecho de que
una transformación de este tipo sea posible supone entonces que dentro de una “forma de
vida” el pensar, el querer, el actuar conforman una cierta unidad.6

Hadot suele acudir a una caracterización complementaria de la radical transformación


que el discurso filosófico opera en sus receptores y que hasta aquí hemos visto
caracterizada como la inserción en una (nueva) forma de vida: la vida filosófica. Como
ya lo anotábamos, Hadot habla de los ejercicios espirituales que integran la filosofía
como arte de vivir en términos de “prácticas orientadas a la modificación del yo, a la
mejora y transformación del yo” (2006, 307; cf. 309, 48-49, 52-53, 266, 267). La
traducción al español vierte así lo que el francés de Hadot literalmente enuncia como
"modificación de sí, mejora, transformación de sí [de soi]”. En lugar de “vida” o “modo
de vida” aparece aquí el “sí (mismo)”, o “el yo” en la traducción española, como aquello
que es objeto de transfiguración. Así como anteriormente el discurso filosófico se nos
presentaba como puente en el paso de la vida no-filosófica hacia la vida filosófica, ahora
aquél se nos presenta como un tipo de discurso que genera un crucial desdoblamiento de
sí (1998 41,217; 2006 87, 99). El discurso filosófico (original y ejemplarmente, el
discurso socrático) conduce a un profundo examen y cuestionamiento de sí (1998, 40)
equiparable al cuestionamiento de “los valores que rigen nuestra propia vida” (41). A la
vez que produce una conciencia de sí, el discurso filosófico produce en su receptor una
“distancia” respecto de sí mismo (41), un “sentimiento de no ser lo que se debería ser”
(42; cf. 2006, 99), un “sentimiento de imperfección e inacabamiento” (2006, 91).
Nuevamente, el Banquete de Platón le ofrece a Hadot una vívida descripción de este
6
“Cuando Sócrates […] decía que la virtud es un saber, no entendía por saber el puro conocimiento
abstracto del bien, sino un conocimiento que elige y que quiere el bien, es decir, una disposición interior en
la que pensamiento, voluntad y deseo no son más que uno” (1998, 78).

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poderoso efecto del discurso socrático. Hadot cita las palabras con las que Alcibíades
describe el impacto que en él tienen las palabras de Sócrates. Ellas, dice, hacen que él se
encuentre frecuentemente en

un estado tal que me parecía que no valía la pena vivir en las condiciones en que estoy
[…] pues me obliga a reconocer que, a pesar de estar falto de muchas cosas, aún me
descuido de mí mismo” (Banquete 216a; citado por Hadot en 1998, 43).
Me permito aquí extender la cita un poco más allá de donde Hadot la concluye:

Sólo ante él [ante Sócrates] de entre todos los hombres he sentido lo que no se creería que
hay en mí: el avergonzarme ante alguien. Yo me avergüenzo únicamente ante él […] y
cada vez que lo veo me avergüenzo de lo que he reconocido. Y muchas veces vería con
agrado que ya no viviera entre los hombres […] (Banquete 206b)
Así como el discurso filosófico asume la tarea (principal) de impeler hacia una radical
transformación de sí, así también asume la correspondiente tarea de provocar un
profundo cuestionamiento del valor que posee la vida (no-filosófica) en la que el
cuestionado se encuentra hasta entonces inmerso.

Permítaseme, a la luz de lo anterior y para mayor ilustración, acudir a lo que a mi juicio


constituye un ejemplo de lo que bien podría calificarse como un claro eco moderno de la
función que para Hadot cumple el discurso filosófico de la Antigüedad como impulsión
hacia una nueva forma de vida. En la tercera de sus Consideraciones intempestivas,
titulada Schopenhauer como educador, Nietzsche describe la exigencia que a él le
impusiera su primera lectura de la obra de Arthur Schopenhauer. Ella no sería, dicho sea
de paso, una exigencia distinta de aquella que, según Nietzsche, nos impone “toda gran
filosofía”.

Y así también debe ser interpretada siempre, en primer lugar, la filosofía de


Schopenhauer: individualmente, por el individuo solo para sí mismo, a fin de ganar
comprensión de la propia miseria y necesidad, de la propia limitación, a fin de tomar
conocimiento de los antídotos y las consolaciones: a saber, sacrificio del yo,
sometimiento bajo los propósitos más nobles […] Él nos enseña a distinguir entre lo que
realmente y lo que aparentemente promueve la felicidad humana: cómo ni el hacerse rico,
ni el ser respetado, ni el ser erudito puede levantar al individuo de la profunda
consternación sobre la falta de valor de su existencia y cómo el afán por estos bienes sólo
adquiere sentido a través de una alta y transfiguradora meta total […] (2011, 762-63)7

7
La conciencia de la propia limitación que el joven Nietzsche aquí describe resulta ser para él mucho más
que un efecto distintivo de la “gran filosofía”. En “la añoranza y la melancolía” que embarga al hombre que
así llega a reconocer su “propia limitación” Nietzsche cree poder identificar nada menos que “la raíz de
toda verdadera cultura” (2011, 763). Pues “la cultura es la hija del autoconocimiento de cada individuo y de
la insatisfacción consigo mismo. Cada quien que se adhiera a ella [a la cultura, G.M.] proclama con ello:

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Es a la luz de esta meta “alta y transfiguradora” que la nueva vida – la vida filosófica,
para regresar a Hadot – fija el valor de cada uno de los nuevos bienes que ahora vienen a
conformarla.

Esta idea de la reconfiguración de la vida y del “sí mismo” en torno a un nuevo fin último
nos remite a otra fuente importante del concepto de forma de vida en Hadot. Arriba nos
hemos referido ya a la deuda que Hadot contrajera con Wittgenstein en este respecto (cf.
2009, 202). Otra es la que muy seguramente Hadot ha contraído directamente con los
filósofos griegos y su concepto de bios, esto es, con su concepto de vida en el sentido
específico en que a este término se lo suele traducir justamente como “forma de vida”.
Así, para tomar un pasaje representativo, Aristóteles –en el momento de iniciar la
tentativa de ofrecer, al comienzo de su Ética a Nicómaco, una caracterización
esquemática de lo que es el buen vivir, el buen obrar, o, en una palabra, la felicidad– nos
dice que hay entre el vulgo y los sabios una fundamental divergencia entre lo que unos y
otros sostienen “acerca de qué es la felicidad” (1095a20). A fin de dar inicio a su
tentativa, Aristóteles sostiene que “[n]o parecería sin razón entender el bien y la felicidad
según las diferentes vidas [ἐκ τῶν βίων]” (1095b15-16) y agrega:

La masa y los más groseros los identifican con el placer, y por eso aman la vida [τὸν
βίον] voluptuosa –pues son tres los principales modos de vida: la que acabamos de decir,
la política y, en tercer lugar, la teorética–. Los hombres vulgares se muestran
completamente serviles al preferir la vida [βίον] de las bestias, pero tienen derecho a
hablar porque muchos de los que están en puestos elevados se asemejan en sus pasiones a
Sardanápalo. En cambio, los hombres refinados y activos ponen el bien en los honores,
pues tal viene a ser el fin de la vida política. […] El tercer modo de vida es el teorético,
que examinaremos más adelante. (1095b16-1096a5; los énfasis son míos)
Esta manera de referirse a tres diferentes “formas de vida”, pone de manifiesto, en el
contexto de la Ética a Nicómaco, que aquello que en última instancia permite establecer
la diferencia entre ellas es el respectivo bien (supremo) que, como fin último (telos) de
todas las acciones, orienta a la vida en su conjunto: el placer (hêdonê), el honor (timê), la
contemplación (theôria). En conformidad con lo anterior, podemos entonces plantear que
el punto arquimédico sobre el cual se apoya el cambio de forma de vida que Hadot

‘veo por encima de mí algo más alto y más humano que lo que yo soy, ayudadme todos a alcanzarlo, así
como yo quiero ayudar a alcanzarlo a cada quien que reconozca lo mismo y sufra lo mismo: a fin de que
pueda surgir finalmente de nuevo el hombre que se sienta pleno e infinito en el conocer y amar, en el
contemplar y poder, y que con toda su integridad se aferre a y en la naturaleza como juez y medida de valor
de las cosas’. ” (780 ; 385).

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concibe como “conversión” es una nueva forma integral de otorgarle valor a cada cosa en
conformidad con una decisiva reconsideración acerca de lo que hasta entonces venía
considerándose como el bien supremo, esto es, como lo más valioso o importante.8

3. Implicaciones hermenéuticas

Como ya arriba se lo insinuaba, la distintiva relación que en la filosofía concebida como


arte de vivir se plantea entre discurso filosófico y forma de vida trae consigo importantes
exigencias hermenéuticas en lo que atañe a la adopción de una aproximación adecuada a
los textos filosóficos que pertenecen a la tradición de este tipo de filosofía. Así, por
ejemplo, “reconocer que la elección de vida del filósofo determina su discurso” equivale,
según Hadot, a decir que:

no se pueden considerar los discursos filosóficos como realidades que existirían en sí


mismas y por sí mismas, ni estudiar su estructura independientemente del filósofo que los
desarrolló. ¿Podemos separar el discurso de Sócrates de la vida y de la muerte de
Sócrates?” (1998, 15; cf. 193).
No se comprende cabalmente el discurso o sistema filosófico de un filósofo perteneciente
a la tradición de la filosofía como forma de vida si no se lo comprende como expresión
de la forma de vida originariamente asociada a él. No se comprende un discurso
filosófico si no se atiende a la vez al filósofo que, como persona, encarna dicha forma de
vida. Se hace entonces necesaria una forma de leer el texto filosófico de manera tal que a
partir de éste sea posible inferir el tipo de vida que este discurso expresa y justifica de
manera más o menos expresa.

Valga decir que esta aproximación al “discurso filosófico” no es del todo nueva ni es
ajena a la manera como los filósofos mismos han leído a sus predecesores. Se la puede,

8
Una distinción semejante entre diferentes formas de vida parece haber jugado un papel importante en una
reiterada caracterización que del filósofo alcanza a sedimentarse en el pensamiento antiguo. Una célebre
anécdota referente a Pitágoras y su presunta acuñación originaria de la palabra philosophos, filósofo, remite
a estas tres formas de vida por medio de una comparación con tres diferentes formas de hacer presencia en
los juegos (olímpicos): la de los atletas quienes acuden a ellos para competir por la gloria; la de los
comerciantes quienes acuden a ellos con el fin de obtener lucro; y la de los espectadores quienes asisten
con el propósito único de contemplar (cf. Cicerón 2005, V. 8-9; Diógenes Laercio 2010, “Proemio” VIII,
“Pitágoras”, VI; Jámblico 2003 “Vida pitagórica” cap. 12). La actitud que estos últimos adoptan en los
juegos sería comparable a la forma de vida de los hombres más dignos y más libres: la forma de vida de los
filósofos en tanto vida contemplativa. Así pues, según la anécdota, Pitágoras habría ya destacado como
distintiva de la vida del filósofo su orientación hacia la contemplación (theoría) como un fin en sí mismo.
Ahora bien, así esto no fuese históricamente cierto de Pitágoras (véase Burkert), lo es, sin duda, de una
influyente tradición posterior en la que (partiendo, por tarde, de Platón y Aristóteles) va asentándose la idea
de una vida filosófica diferente a otras formas de vida.

13
por ejemplo, rastrear hasta la interpretación estoica del pensamiento y de la persona de
Sócrates (cf. Brown, 2006). Podría uno preguntarse asimismo si no es ella una
aproximación que encontramos extensamente aplicada, a su manera, por los “bio-
doxógrafos” de la filosofía antigua, por ejemplo, por Diógenes Laercio (o por sus
respectivas fuentes) en sus Vidas y opiniones de los filósofos ilustres. Se la podría
rastrear, incluso, guardadas las diferencias, hasta la práctica misma del examen socrático
tal y como se la describe en un pasaje del diálogo Laques de Platón que no puedo
abstenerme de reproducir. “Guardadas las diferencias”, digo: pues, al examinar a sus
interlocutores, Sócrates no se dedica a examinar filósofos o a examinar lo que uno
quisiese hoy calificar estrictamente como discurso filosófico. Con todo, léase lo que uno
de los personajes examinados por Sócrates (Nicias) advierte a otro de ellos (Laques):

Me parece que ignoras que, si uno se halla muy cerca de Sócrates en una discusión o se le
aproxima dialogando con él, le es forzoso, aun si se empezó a dialogar sobre cualquier
otra cosa, no despegarse, arrastrado por él en el diálogo, hasta conseguir que dé
explicación de sí mismo, sobre su modo actual de vida [τὸν βίον] y el que ha llevado en
su pasado. (Laques, 187e6-188a2)
Sócrates se concentra en el examen de las opiniones declaradas de sus interlocutores
acerca de lo que ellos consideran “lo más importante” (τοῦ πλείστου, τὰ μέγιστα:
Apología, 22a4 y 22d7). El examen se ocupa a la vez de aquello de lo que la filosofía, en
el uso que Sócrates hace del término, debería preocuparse en última instancia, a saber,
“por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible” (29e1-2), por
ser uno mismo lo mejor y lo más sensato posible (36c5-7). Se ocupa, en otras palabras,
por la adquisición o el cuidado de la virtud (29e5, 41e4-5), por “cómo debe ser un
hombre” (Gorgias, 487e9), por determinar “quién es feliz y quién no lo es” (472c4-6).
Indaga “de qué modo hay que vivir” (500c3-4), investiga cuál es la forma de vida (bios)
que nos hace felices (493d5-7, 500d2-4). El examen socrático se concentra entonces en lo
que, aún hoy, laxa y coloquialmente, calificaríamos como “la filosofía” de sus variados
interlocutores, esto es, en aquella que ellos poseen en la medida en que pueden explicitar
algún conjunto de juicios acerca de lo que juzgan como lo más valioso: un conjunto de
juicios que el examen socrático se encarga de revelar como inconsistente y, en cuanto tal,
como sintomático de una cuestionable incoherencia en la vida de sus examinados
(Gorgias, 482b6-c3).

14
Así como en el examen socrático no interesa simplemente determinar cuáles son los
pensamientos del examinado, sino si se puede vivir y cómo se puede vivir
justificadamente en conformidad con ellos, asimismo en la lectura de los textos
filosóficos antiguos se trataría de aprender de la vida del filósofo y no simplemente de su
doctrina como si esta última fuese algo desligado de aquella.

La incidencia que el discurso ejerce recíprocamente sobre la opción de vida del filósofo
tiene también sus correspondientes implicaciones para una adecuada aproximación a los
textos filosóficos. En torno a ellas discurren las preguntas que el filósofo Arnold I.
Davidson inicialmente le dirige a Hadot dentro de la serie de entrevistas publicadas con el
título La filosofía como forma de vida (2009, 89ss.). En la primera de estas preguntas
Davidson resume la perspectiva de Hadot de la siguiente manera:

Tendemos a abordar un texto filosófico antiguo como si fuera un texto filosófico


moderno, es decir, como una teoría sistemática del mundo, del hombre, etc. una suma de
proposiciones que podemos demostrar o rechazar, por así decirlo, en abstracto. Pero,
según tu perspectiva, es un error de orientación tratar de la misma manera los textos de la
filosofía antigua y los de la filosofía moderna. ¿Puedes explicar las diferencias
fundamentales entre estos dos tipos de textos y, por tanto, entre los dos tipos de lectura
necesarios? (2009, 89)
Hadot inicia su respuesta enfatizando que estos dos tipos de textos son, en efecto,
“extremadamente distintos”. Hadot procede a mencionar “la primera de las diferencias”,
el “estilo oral” de los textos filosóficos de la Antigüedad, particularmente, el estilo oral
del género del diálogo. Por ser relevantes en nuestro contexto, cabe aquí reseñar
brevemente cuáles son las diferencias que dicho estilo y dicho género representan, a
saber, el carácter delimitado y particularizado del auditorio (no se escribe para un
“auditorio universal”), el frecuente carácter didáctico del diálogo (y su frecuente
inscripción dentro de una relación de enseñanza y aprendizaje entre maestro-alumno), la
estructura pregunta-respuesta (cf. 90-91). Hadot mismo se encarga de resaltar además el
carácter personal del diálogo: “En la Antigüedad, la filosofía es, pues, esencialmente
diálogo, se trata más de una relación viva entre personas que de una relación abstracta
con ideas” (93). Este “aspecto personal y comunitario” de la filosofía antigua es, a
propósito, uno de los rasgos que, a su juicio, se pierden luego con la gradual desaparición
de los géneros literarios antiguos (94-95).

15
Por otra parte, el mencionada carácter del discurso filosófico como “ejercicio espiritual”,
como medio de transformación de sí mismo, tiene la previsible consecuencia
hermenéutica de que la lectura del texto filosófico debe hacerse sensible a sus elementos
“performativos”, quiero decir, a la forma como el texto hace cosas con palabras y,
particularmente, a la forma como el texto hace cosas con uno. Hadot expresa esto a su
manera mediante una referencia a la obra del cardenal John Henry Newman, An Essay in
Aid of a Grammar of Assent (Ensayo en ayuda de una gramática del asentimiento, 1870),
en la cual se distingue entre asentimiento nocional y asentimiento real.

El asentimiento nocional es la aceptación de una proposición teórica a la que nos


adherimos de forma abstracta, como una proposición matemática, 2 y 2 son 4. Esto no
compromete nada, es puramente intelectual. El real assent es algo que compromete todo
el ser: comprendemos que la proposición a la que adherimos cambiará nuestra vida. (97)
De todo lo anterior ha de resultar entonces claro que una adecuada aproximación a la
filosofía como forma de vida puede y debe llevar al reconocimiento de que los textos
filosóficos antiguos difieren de los textos filosóficos modernos. Debe llevar al
reconocimiento de que ella puede transformar nuestra forma de leer convirtiéndola a su
turno en un modo eminente de formación y transformación de sí.

En la misma serie de entrevistas de las que provienen las anteriores citas, Hadot declara:
“Me parece que la primera cualidad de un historiador de la filosofía, y sin duda de un
filósofo, es la de tener sentido histórico” (2009, 119). Hadot procede enseguida a indicar
una notable circunstancia histórica que le otorga particular significación a esta
declaración suya: “no se puede tratar un texto antiguo como un texto contemporáneo”
(119; cf. 90ss.) y “a menudo los filósofos analíticos cometen el error de tratar a los
filósofos sin ninguna perspectiva histórica” (119). En lo que respecta justamente a
nuestra concepción de la filosofía, vivimos aún bajo el imperio de aquella “falta de
sentido histórico” que Nietzsche en su momento calificara como el “defecto hereditario”
de toda anterior filosofía.

BIBLIOGRAFÍA
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Marías. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002.

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Revisada.
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Cicerón. Disputaciones tusculanas. Introducción, traducción y notas de Alberto Medina
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Hadot, Pierre. ¿Qué es la filosofía antigua? México D.F.: Fondo de Cultura Económica,
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Jámblico, Vida pitagórica. Protréptico. Introducción, traducción y notas de Miguel
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