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CUENTO SOCIAL

Un cuento social
José R. Herrera

Periodista-profesor

Pellín y Toño son amigos desde que comenzaron a tener conciencia de su entorno. Fueron a la
misma Escuela y compartieron sus sueños, ambiciones y hasta las mismas fantasías.

Dos amigos inseparables con una gran afinidad. Nacidos en el mismo año, pero en meses distintos,
en un pequeño pueblo del interior del país.

La evolución individual física y mental permitió que cada uno avanzara por separado en los caminos
de la vida.

El recorrido mundano de estos amigos duró 25 años. Hoy se han encontrado por casualidad en el
mismo pueblo que fue testigo de esa amistad y afinidad de caracteres.

En una conversación emotiva ambos intercambian opiniones, información y comentarios de sus


vidas.

Cada uno cumple con responsabilidad el rol social que les toca. Pellín es papá, hijo, esposo,
profesional, empresario, deportista, amigo, sobrino, vecino, tío, cuñado, yerno, nieto, dirigente, etc.
Lo más importante es que para sus hijos, él es un ejemplo.

Toño, tiene los mismos roles sociales de Pellín y también es un modelo para sus hijos. La única
diferencia entre los dos la tiene Toño.

Esta diferencia, que conjuga con todos sus roles sociales a la perfección incluyendo sobre todo el
ejemplo a sus hijos, estriba en su adicción al consumo de las drogas.

Visto en su rol social, Toño es un papá drogadicto, hijo drogadicto, esposo drogadicto, profesional
drogadicto y así sucesivamente.

Es determinante mantener y desarrollar una existencia productiva digna de emular por parte de
nuestros hijos.

Las niñas, niños y adolescentes tienen el derecho de ver y copiar estilos de vidas sanos. No le niegues
este derecho. Por tus seres queridos, aléjate del vicio y evita ese lastre social para ti y tu familia.

CUENTO POLICIAL
La demanda
Autor: Jlkazzp

Exigía al juez y fiscal, que lo condenaran, esgrimía la razón que tenía para cometer un delito:

Desempleado, había agotado la solidaridad o misericordia; primero de la familia y luego de sus


vecinos, no tenía alternativa ahora tendría que robar para sobrevivir; quizá por su falta de
experiencia al robar lo haría con demasiada violencia o traicionado por los nervios podría hasta
matar para apoderarse de lo ajeno.

Por todo el prefería ser condenado antes de cometer el delito.

El juez escuchó divertido el alegato, con una mirada cómplice al fiscal le preguntó:

¿porque no buscaba empleo?

Respondió que nadie le quería emplear, porque no aceptaban darle en sus manos las aportaciones
de la jubilación.

Sonriendo volvió a preguntar el juez:

¿porque no quería aportar para jubilarse?

Señor Juez todos dicen que es ilegal no aportar para la jubilación, pero resulta que las AFP han
demostrado una total incompetencia para administrar mis fondos, que a pesar de cobrarme por
administrarlos; solo saben rendirme pérdidas,tal parece que invierten en negocios arriesgados y
cuando ganan es plata de ellos y si pierden es mía. Por eso señor prefiero que mis aportaciones
queden en mis manos.

Además señores Uds. deben prevenir el delito que yo estoy a punto de cometer, puede que hasta
cometa un homicidio, el ministro dijo el otro día que ustedes eran los responsables de prevenir se
cometan delitos, hasta mencionó puertas giratorias, yo le ruego me condene y prevenga el delito
que potencialmente estoy a punto de cometer, además puede resultar como planteo mi demanda
un ahorro para el estado:

MI condena la cumpliría en mi casa, si el costo de mantener un reo en cárcel es 1500 dólares yo me


avengo en recibir la mitad y es un ahorro considerable.

En todo caso como dice el ministro del interior que ustedes son los responsables de la seguridad
ciudadana, de prevenir el delito y seguro que podrían también conseguir que me den un empleo
donde mis aportaciones queden en mis manos y no en las manos incompetentes de la AFP, lo que
es una alternativa que acepto en permuta a mi condena.

Señor Juez y señor Fiscal por todo lo expuesto demando se me condene a la brevedad.

Moraleja:" Antes había siervos porque habían reyes, hasta que los pasaron por la guillotina; hoy hay
pobres porque hay ricos ¿serán más sabios los ricos que los monarcas?"

CUENTO DE AVENTURA
Operación de rescate
Autor: Silvia García

Operación de rescate En casa de Rodrigo ponían la lavadora los sábados y domingos. Era cuando
tenían más tiempo y aprovechaban para dejar la ropa limpia para toda la semana. A Rodrigo le
encantaba ayudar. Sólo tenía 8 años, pero sabía poner el detergente, programar la lavadora y abrir
la puerta cuando el lavado terminaba. Le gustaba quedarse mirando mientras el tambor daba
vueltas. Verlo girar y girar le hacía dejar la mente en blanco y no pensar en nada.

Un día, en el momento del centrifugado, los ojos del niño empezaron a girar siguiendo aquel
movimiento repetitivo e hipnótico. Esa vez, su hermana pequeña había estado jugando con la rosca
y el centrifugado iba mucho más rápido de lo habitual. Tan rápido que Rodrigo empezó a marearse
hasta que perdió el conocimiento. De repente, ya no estaba en el suelo de la cocina, sino en una
gran explanada blanca y esponjosa.

El suelo era jabón y de los chorros de las fuentes brotaban litros y litros de suavizante. Era el favorito
de Rodrigo: el de olor a colonia de bebé. Le recordaba a cuando era pequeño y sus padres le
peinaban con aquel cepillo de cerdas tan suaves.

Enseguida empezó a correr por aquellos caminos esponjosos y con un olor que se notaba a
kilómetros de distancia. Caminando llegó hasta un lugar en el que las protagonistas eran un montón
de lavadoras funcionando a toda velocidad. Las había de todo tipo y condición. Modernas, clásicas,
con pantalla táctil, con roscas y brillantes botones…

Pronto Rodrigo reconoció entre todas aquellas lavadoras a la de su casa. Y, dentro de ella, a su gato
Bob. El felino se había quedado atrapado y solo faltaban dos minutos para que la lavadora entrase
en funcionamiento. El niño tuvo que pensar rápido. La verdad es que sus padres le repetían
constantemente que vigilase mejor al gato para evitar que se colase en sitios peligrosos.

Operación de rescateRodrigo jugaba con su gato, le daba caricias y besos. Pero nunca le reñía
cuando hacía ese tipo de cosas. Ahora veía que estaba sufriendo las consecuencias al ver a su animal
allí metido. Pronto, se le ocurrió la solución.

En medio de aquella nube de detergente encontró una palanca con la que pudo forzar la puerta de
la lavadora. Nada más hacerlo, Bob se lanzó a su cuello y empezó a darle lametazos. Al momento, y
tocando de nuevo el botón de centrifugado, el gato y el niño volvieron a casa.

CUENTO DE CIENCIA FICCIÓN


CUÁNTO SE DIVERTÍAN
(cuento)

Isaac Asimov (Rusia-Estados Unidos, 1920-1992)

Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy
ha encontrado un libro de verdad!”.

Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le
había contado que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.

Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras
se quedaban quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior,
contenía las mismas palabras que cuando la leías por primera vez.
-Caray -dijo Tommy-, qué desperdicio. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra
pantalla de televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la
tiraría.

-Lo mismo digo -contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy.
Él tenía trece-. ¿En dónde lo encontraste?

-En mi casa -Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo-. En el ático.

-¿De qué trata?

-De la escuela.

-¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela.

Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había
hecho un examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie
había sacudido tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado.

Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con
perillas y cables. Le sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie
esperaba que no supiera ensamblarlo de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de
nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla en donde se mostraban las lecciones y
aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más odiaba Margie era la ranura por donde
debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le hicieron
aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén.

El inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie.

-No es culpa de la niña, señora Jones -le dijo a la madre-. Creo que el sector de geografía estaba
demasiado acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de
edad. Pero el patrón general de progresos es muy satisfactorio. -Y acarició de nuevo la cabeza de
Margie.

Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez,
se llevaron el maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado
por completo.

Así que le dijo a Tommy:

-¿Quién querría escribir sobre la escuela?

Tommy la miró con aire de superioridad.

-Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de
años -y añadió altivo, pronunciando la palabra muy lentamente-: siglos.

Margie se sintió dolida.

-Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo -Leyó el libro por encima del hombro de
Tommy y añadió-: De cualquier modo, tenían maestro.
-Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.

-¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro?

-Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.

-Un hombre no es lo bastante listo.

-Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.

-No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro.

-Te apuesto a que sabe casi lo mismo.

Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso.

-Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme.

Tommy soltó una carcajada.

-Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos
los chicos iban allí.

-¿Y todos aprendían lo mismo?

-Claro, siempre que tuvieran la misma edad.

-Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al
que enseña y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.

-Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.

-No he dicho que no me gustara -se apresuró a decir Margie.

Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie
llamó:

-¡Margie! ¡Escuela!

Margie alzó la vista.

-Todavía no, mamá.

-iAhora! -chilló la señora Jones-. Y también debe de ser la hora de Tommy.

-¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? -le preguntó Margie a Tommy.

-Tal vez -dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del brazo.

Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido
ya y esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos,
porque su madre decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular.

La pantalla estaba iluminada.


-La lección de aritmética de hoy -habló el maestro- se refiere a la suma de quebrados propios. Por
favor, inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada.

Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo
del abuelo era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio,
se sentaban juntos en el aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas,
así que podían ayudarse a hacer los deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran personas…

La pantalla del maestro automático centelleó.

-Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼…

Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cuánto
se divertían.

Cuentos completos I, trad. Carlos Gardini, Barcelona, Ediciones B, 2005, págs. 163-166.

CUENTOS DE CIENCIA
EL NIÑO DEL NO Y EL AGUA
Érase una vez un muchacho muy, muy desobediente al que su familia llamaba "el niño del No",
porque cada vez que le ordenaban hacer algo, él hacía lo contrario. Si le decían que se levantara, él
se quedaba en la cama. Si le decían que se vistiera, él se quedaba en pijama. Así una cosa tras otra
y por eso su familia acabó olvidando su verdadero nombre y siempre se referían a él como "el niño
del No". Se pasaba las horas viendo la televisión o delante de su ordenador y no respetaba ni a nadie
ni a nada. Por ejemplo: si iba al baño, dejaba la luz encendida, y cuando le decían que la apagara él
respondía: "ahora, ahora", pero no se movía del asiento. Si abría la nevera, la dejaba abierta y,
cuando le decían que la cerrara, él respondía: "ahora, ahora", pero no se movía del asiento. Siempre
hacía lo contrario.

Un día de esos en los que tienes la sensación de que va a ocurrir algo mágico "el niño del No" abrió
el grifo del lavabo para lavarse la manos, pues las tenía pringadas de chocolate y se fue al salón a
ver la tele, dejando el grifo abierto. Su madre, al oír caer el agua desde la cocina, le dijo: "¡Cierra el
grifo!", y "el niño del No" respondió "ahora, ahora" y siguió viendo la tele. Su padre, al oír caer el
agua desde su despacho, le dijo: "¡Cierra el grifo!", y "el niño del No" respondió: "ahora, ahora" y
siguió viendo la tele. Su abuelo, al oír caer el agua desde su cuarto, le dijo: "¡Cierra el grifo!", y "el
niño del No" respondió: "ahora, ahora" y siguió viendo la tele.

Al cabo de un buen rato, "el niño del No" sintió sed y gritó desde el sillón: "mamá, tráeme un vaso
de agua", pero nadie respondió. Entonces gritó: "papá, tráeme un vaso de agua", pero nadie
respondió. Entonces gritó: "abuelo, tráeme un vaso de agua", pero nadie respondió. Refunfuñando,
se levantó para beber un vaso de agua pero, cual fue su sorpresa cuando, al abrir el grifo, no cayó
ni una gota.

"¿Dónde está el agua?", se preguntó, y empezó a buscarla por todas partes. La buscó en los cajones
y en los armarios, en las habitaciones y debajo de las camas, buscó en el trastero y hasta miró por
la ventana por si el agua se había ido de paseo. Entonces pensó: "grifo tonto, seguro que se ha
atascado", y metió uno de sus dedos en el grifo para comprobarlo. Y en aquel momento, desde el
dedo que tenía dentro del grifo hasta los dedos de los pies, "el niño del No" se convirtió en una gota
de agua y se coló por el desagüe.

Mientras se deslizaba por las tuberías como si bajara por un enorme tobogán "el niño del No" gritaba
"¡que no sé nadar!” Y estuvo cayendo y cayendo hasta llegar a un río subterráneo. Allí se encontró
con otras gotas que le miraban raro. Él decía: "¿qué miráis?", y las gotas respondían "glub, glub".
Sin saber hasta dónde iba, recorrió junto a las otras gotas el camino del río subterráneo hasta llegar
a una laguna, donde millones de gotas esperaban.

"¿Qué hacéis aquí?" - preguntó "el niño del no". Y las gotas respondían: "Glub, glub". Una gota que
hablaba el lenguaje de los niños, se acercó y le dijo:

- "Vamos a crear electricidad".

- "¿Para qué?", preguntó el niño.

- "Para muchas cosas", respondió la gota. "Para que tengas luz en tu casa, para que los
electrodomésticos, como la nevera o la lavadora funcionen... ¿Quieres ayudarnos? Ninguna gota
sobra".

Y "el niño del no", para no variar, contestó: "no. Prefiero irme a mi casa a jugar con el ordenador".
"Pues para eso hace falta electricidad", le explicó la gota.

De repente, una gota que parecía mandar más que las otras gotas, dio la orden y todas las gotas se
prepararon para crear energía. Como si fueran una sola, se abalanzaron contra una pared, formando
montañas de espuma, mientras el niño del no las observaba desde atrás. Miraba cómo trabajaban
juntas, cómo sudaban la gota gorda para que él pudiera tener electricidad en su casa y recordó lo
que le había dicho la gota que hablaba el idioma de los niños: "ninguna gota sobra". Y sintió por
dentro algo que sólo se puede sentir en uno de esos días en que algo mágico puede ocurrir: sintió
la necesidad de ayudar. Y se unió al resto de las gotas para crear energía.

Cuando hubo terminado, se coló por una cañería y regresó nuevamente al grifo de su casa y se
transformó en niño nuevamente. Dio muchos besos y abrazos a sus padres y abuelo y, aunque ellos
no creyeron su historia, comprobaron que algo había cambiado, porque si le pedían que pagara la
luz, en lugar de decir "ahora, ahora...", decía "ahorra, ahorra..." y la apagaba corriendo, pues había
comprendido la importancia de ahorrar energía y el enorme esfuerzo que suponía crearla. Y con el
tiempo dejaron de llamarle "el niño del no" y recuperó su nombre.

CUENTO ESPECULATIVO
El encierro
No sabíamos cuánto tiempo más tardarían en venir a abrirnos la puerta. Cada mañana pasaba una
monja por las habitaciones de toda la escuela y con gritos agrios nos sacaba de nuestro sueño y del
calor de las sábanas que era lo único cálido en aquel internado. Entonces, todas las alumnas nos
despedíamos de la paz y la tranquilidad para internarnos en un día lleno de obligaciones y de
responsabilidades: éramos los engranajes fundamentales de aquel sistema, eso creíamos.
Ese miércoles la monja no había aparecido como de costumbre. Ya se había pasado la hora de
levantarse, incluso la del desayuno, y nosotras continuábamos en nuestros dormitorios. Las niñas
más inquietas se habían levantado y daban vueltas por el pequeño recinto, ansiando que llegara la
monja para correr hacia el comedor y zamparse el desayuno que siempre era brevísimo, como todas
las comidas del pupilaje. El resto, las que como yo apreciaban el sabor del sueño y de las sábanas,
aprovechaban para quedarse en esa nube cálida y esponjosa.

Pasaban las horas, continuábamos allí. Ya todas de pie, vestidas, mirábamos fijamente la puerta. La
hora del almuerzo había pasado y nuestros estómagos chillaban de forma descomunal.
Comenzamos a gritar, pidiendo ayuda de forma desesperada. Nadie vino a socorrernos.

Pasamos así todo un día. Cuando llegó la noche, volvimos a acostarnos, confundidas y muertas de
hambre. No creo que ninguna haya pegado ojo esa noche. A la mañana siguiente la monja pasó por
cada habitación a la hora de siempre y abrió las puertas; cuando le preguntamos qué había ocurrido
nos trató como si estuviéramos desvariando.

La vida afuera seguía tal cual la habíamos dejado; nadie nos había echado de menos ni se había
preocupado porque pasáramos todo un día sin dar señales de vida. Entonces fui consciente de lo
poco que valemos las personas cuando somos contenidas o refugiadas en instituciones.

Al cabo de algunos días, convencidas de que nadie nos daría una respuesta certera y de que cada
vez nos miraban de forma más extraña, decidimos dejar de cuestionar lo acontecido ese día; y
aunque nunca nos explicamos qué fue lo que en verdad ocurrió, continuamos con nuestras vidas
como si aquel miércoles no hubiera existido.

CUENTO FANTASTICO
Johanna: Eres una bruja
Johanna se consideraba de las personas más aburridas de su generación, no resaltaba en ningún
lugar, no encajaba ni en su colegio ni en sus clases de piano, ni en sus clases de baile, en fin, no
sentía que perteneciera a ninguna de esas cosas, consideraba su vida como aburrida y tediosa,
siempre lo mismo a la misma hora, siempre las mismas preguntas y siempre las mismas respuestas.

Un día, como muchos, caminaba de regreso a su casa cuando su pie choco contra una rama de algún
viejo árbol, la rama la distrajo por un momento y decidió tomarla con sus manos para divertirse un
poco mientras caminaba. Cuando cogió la rama entre sus dedos algo increíble pasó, una descarga
de energía la invadió por completo y de la rama salió una luz muy brillante. Su reacción inmediata
fue soltar el pedazo de madera y echarse a correr lo más rápido posible, sin embargo algo le decía
que su vida estaba a punto de cambiar por completo por lo que se regresó al lugar en donde había
soltado la rama.

Sin atreverse a tomarla de nuevo la observó, era una rama muy bien formada, no tenia picos en el
cuerpo ni puntas fuera de lugar, era como si la naturaleza la hubiera formado para parecer una
varita mágica, Johanna comenzó a reír por su pensamiento sin sentido: La madre naturaleza
haciendo varitas mágicas, ¡vaya pasada! Tras tranquilizarse un poco se armó de valor y cogió de
nuevo la rama, esta vez no ocurrió nada, o al menos eso fue lo que pensó. A lo lejos escuchó unos
pasos pacíficos que se dirigían hacia ella: Un hombre de gran barba blanca y túnica se acercaba cada
vez más a ella.

Cuando tenía al señor en frente de ella se quedó sin palabras, tenía un gran parecido a Merlín, el
legendario mago. No podía ser, más su atuendo sugería que si: Su larga túnica color azul con estrellas
amarillas y su sombrero de punta alta la dejaron sin argumentos mentales, el hombre sonrió, la miro
a los ojos y le dijo: Johanna, eres una bruja. Bienvenida a mi escuela de magia y hechicería…

CUENTO DE HADAS
LA CENICIENTA
Famoso cuento clásico infantil La Cenicienta

Adaptación del cuento de Charles Perrault

Hace muchos años, en un lejano país, había una preciosa muchacha de ojos verdes y rubia melena.
Además de bella, era una joven tierna que trataba a todo el mundo con amabilidad y siempre tenía
una sonrisa en los labios.

Vivía con su madrastra, una mujer déspota y mandona que tenía dos hijas tan engreídas como
insoportables. Feas y desgarbadas, despreciaban a la dulce muchachita porque no soportaban que
fuera más hermosa que ellas.

La trataban como a una criada. Mientras las señoronas dormían en cómodas camas con dosel, ella
lo hacía en una humilde buhardilla. Tampoco comía los mismos manjares y tenía que conformarse
con las sobras. Por si fuera poco, debía realizar el trabajo más duro del hogar: lavar los platos, hacer
la colada, fregar los suelos y limpiar la chimenea. La pobrecilla siempre estaba sucia y llena de ceniza,
así que todos la llamaban Cenicienta.

Un día, llegó a la casa una carta proveniente de palacio. En ella se decía que Alberto, el hijo del rey,
iba a celebrar esa noche una fiesta de gala a la que estaban invitadas todas las mujeres casaderas
del reino. El príncipe buscaba esposa y esperaba conocerla en baile.

¡Las hermanastras de Cenicienta se volvieron locas de contento! Se precipitaron a sus habitaciones


para elegir pomposos vestidos y las joyas más estrafalarias que tenían para poder impresionarle.
Las dos suspiraban por el guapo heredero y se pusieron a discutir acaloradamente sobre quien de
ellas sería la afortunada.

– ¡Está claro que me elegirá a mí! Soy más esbelta e inteligente. Además… ¡Mira qué bien me sienta
este vestido! – dijo la mayor dejando ver sus dientes de conejo mientras se apretaba las cintas del
corsé tan fuerte que casi no podía respirar.

– ¡Ni lo sueñes! ¡Tú no eres tan simpática como yo! Además, sé de buena tinta que al príncipe le
gustan las mujeres de ojos grandes y mirada penetrante – contestó la menor de las hermanas
mientras se pintaba los ojos, saltones como los de un sapo.

Cenicienta las miraba medio escondida y soñaba con acudir a ese maravilloso baile. Como un
sabueso, la madrastra apareció entre las sombras y le dejó claro que sólo era para señoritas
distinguidas.
– ¡Ni se te ocurra aparecer por allí, Cenicienta! Con esos andrajos no puedes presentarte en palacio.
Tú dedícate a barrer y fregar, que es para lo que sirves.

La pobre Cenicienta subió al cuartucho donde dormía y lloró amargamente. A través de la ventana
vio salir a las tres mujeres emperifolladas para dirigirse a la gran fiesta, mientras ella se quedaba
sola con el corazón roto.

– ¡Qué desdichada soy! ¿Por qué me tratan tan mal? – repetía sin consuelo.

De repente, la estancia se iluminó. A través de las lágrimas vio a una mujer de mediana edad y cara
de bonachona que empezó a hablarle con voz aterciopelada.

– Querida… ¿Por qué lloras? Tú no mereces estar triste.

– ¡Soy muy desgraciada! Mi madrastra no me ha permitido ir al baile de palacio. No sé por qué se


portan tan mal conmigo. Pero… ¿quién eres?

– Soy tu hada madrina y vengo a ayudarte, mi niña. Si hay alguien que tiene que asistir a ese baile,
eres tú. Ahora, confía en mí. Acompáñame al jardín.

Salieron de la casa y el hada madrina cogió una calabaza que había tirada sobre la hierba. La tocó
con su varita y por arte de magia se transformó en una lujosa carroza de ruedas doradas, tirada por
dos esbeltos caballos blancos. Después, rozó con la varita a un ratón que correteaba entre sus pies
y lo convirtió en un flaco y servicial cochero.

– ¿Qué te parece, Cenicienta?… ¡Ya tienes quien te lleve al baile!

– ¡Oh, qué maravilla, madrina! – Exclamó la joven- Pero con estos harapos no puedo presentarme
en un lugar tan elegante.

Cenicienta estaba a punto de llorar otra vez viendo lo rotas que estaban sus zapatillas y los trapos
que tenía por vestido.

– ¡Uy, no te preocupes, cariño! Lo tengo todo previsto.

Con otro toque mágico transformó su desastrosa ropa en un precioso vestido de gala. Sus
desgastadas zapatillas se convirtieron en unos delicados y hermosos zapatitos de cristal. Su melena
quedó recogida en un lindo moño adornado con una diadema de brillantes que dejaba al
descubierto su largo cuello ¡Estaba radiante! Cenicienta se quedó maravillada y empezó a dar
vueltas de felicidad.

– ¡Oh, qué preciosidad de vestido! ¡Y el collar, los zapatos y los pendientes…! ¡Dime que esto no es
un sueño!

– Claro que no, mi niña. Hoy será tu gran noche. Ve al baile y disfruta mucho, pero recuerda que
tienes que regresar antes de que las campanadas del reloj den las doce, porque a esa hora se
romperá el hechizo y todo volverá a ser como antes ¡Y ahora date prisa que se hace tarde!

– ¡Gracias, muchas gracias, hada madrina! ¡Gracias!

Cenicienta prometió estar de vuelta antes de medianoche y partió hacia palacio. Cuando entró en
el salón donde estaban los invitados, todos se apartaron para dejarla pasar, pues nunca habían visto
una dama tan bella y refinada. El príncipe acudió a besarle la mano y se quedó prendado
inmediatamente. Desde ese momento, no tuvo ojos para ninguna otra mujer.

Su madrastra y sus hermanas no la reconocieron, pues estaban acostumbradas a verla siempre


harapienta y cubierta de ceniza. Cenicienta bailó y bailó con el apuesto príncipe toda la noche.
Estaba tan embelesada que le pilló por sorpresa el sonido de la primera campanada del reloj de la
torre marcando las doce.

– ¡He de irme! – susurró al príncipe mientras echaba a correr hacia la carroza que le esperaba en la
puerta.

– ¡Espera!… ¡Me gustaría volver a verte! – gritó Alberto.

Pero Cenicienta ya se había alejado cuando sonó la última campanada. En su escapada, perdió uno
de los zapatitos de cristal y el príncipe lo recogió con cuidado. Después regresó al salón, dio por
finalizado el baile y se pasó toda la noche suspirando de amor.

Al día siguiente, se levantó decidido a encontrar a la misteriosa muchacha de la que se había


enamorado, pero no sabía ni siquiera cómo se llamaba. Llamó a un sirviente y le dio una orden muy
clara:

– Quiero que recorras el reino y busques a la mujer que ayer perdió este zapato ¡Ella será la futura
princesa, con ella me casaré!

El hombre obedeció sin rechistar y fue casa por casa buscando a la dueña del delicado zapatito de
cristal. Muchas jóvenes que pretendían al príncipe intentaron que su pie se ajustara a él, pero no
hubo manera ¡A ninguna le servía!

Por fin, se presentó en el hogar de Cenicienta. Las dos hermanas bajaron cacareando como gallinas
y le invitaron a pasar. Evidentemente, pusieron todo su empeño en calzarse el zapato, pero sus
enormes y gordos pies no entraron en él ni de lejos. Cuando el sirviente ya se iba, Cenicienta
apareció en el recibidor.

– ¿Puedo probármelo yo, señor?

Las hermanas, al verla, soltaron unas risotadas que más bien parecían rebuznos.

– ¡Qué desfachatez! – gritó la hermanastra mayor.

– ¿Para qué? ¡Si tú no fuiste al baile! – dijo la pequeña entre risitas.

Pero el lacayo tenía la orden de probárselo a todas, absolutamente todas, las mujeres del reino. Se
arrodilló frente a Cenicienta y con una sonrisa, comprobó cómo el fino pie de la muchacha se
deslizaba dentro de él con suavidad y encajaba como un guante.

¡La cara de la madre y las hijas era un poema! Se quedaron patidifusas y con una expresión tan
bobalicona en la cara que parecían a punto de desmayarse. No podían creer que Cenicienta fuera la
preciosa mujer que había enamorado al príncipe heredero.

– Señora – dijo el sirviente mirando a Cenicienta con alegría – el príncipe Alberto la espera. Venga
conmigo, si es tan amable.
Con humildad, como siempre, Cenicienta se puso un sencillo abrigo de lana y partió hacia el palacio
para reunirse con su amado. Él la esperaba en la escalinata y fue corriendo a abrazarla. Poco después
celebraron la boda más bella que se recuerda y fueron muy felices toda la vida. Cenicienta se
convirtió en una princesa muy querida y respetada por su pueblo.

CUENTO DE TERROR
EL PUENTE DE LOS LAMENTOS
Era una noche oscura y fría cuando Dick volvía a casa. Se moría por estar frente al fuego con la cena
caliente y ver a su esposa después de un día de trabajo duro. Vivían en una casa pequeña pero
agradable en las afueras de Ohio, y hacía tiempo que solo estaban ellos dos. Ya los hijos habían
crecido y abandonado el nido, como debía ser.

En eso se encontraba pensando cuando vio una figura que cruzaba por la carretera. Rápidamente,
Dick frenó como pudo y miró a la asustada jovencita que se había hecho a un lado.

— ¡Pero niña! ¿Cómo se te ocurre cruzarte así? ¡Casi te llevo por delante!

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—Perdone, es que necesito llegar con mi bebé y nadie quiso detenerse para llevarme —se disculpó
ella, quien era apenas una adolescente.

A Dick le extrañó que tuviera un hijo, pero supuso que no era nadie para juzgar.

—Bueno, sube, yo te acercaré si no me desvía de mi camino.

—Muchas gracias, es a solo un par de kilómetros de aquí, hasta el puente que se levanta en la
próxima parada.

Dick esperó a que subiera al vehículo y se puso en marcha, encendiendo la radio para matar el
incómodo silencio entre ambos.

Una vez que llegaron al puente, Dick notó inmediatamente que algo andaba mal aunque no supo
decir porque. No se escuchaba ni un solo sonido en los alrededores, ni por parte del viento ni de los
animales. Además, nada más llegar ante él su auto se había apagado, lo cual era aún más inusual.
Ese vehículo jamás le había fallado en todo el tiempo que llevaba poseyéndolo.

Se llevó un susto tremendo al mirar hacia el asiento del copiloto y ver que la muchacha ya no estaba.
¿Cuándo se había bajado? No la había escuchado hacerlo.

Con un mal presentimiento, Dick se apeó del coche al escuchar un estruendoso llanto de bebé.
Parecía como si un recién nacido llorara con desesperación debajo del puente, no imaginaba quien
habría podido ser tan desalmado para dejarlo allí.
Bajó con cuidado hasta el río y allí, fue testigo de algo que le heló la sangre. La chica a la que acababa
de recoger se encontraba colgada del puente. Su cuerpo en descomposición indicaba que llevaba
allí ya bastante tiempo, pero sus ojos vidriosos y profundos estaban clavados en él. Una de sus
manos señalaba con el dedo índice algo en el agua.

Flotando sin vida, estaba el cuerpo de un recién nacido que se había ahogado en el arroyo. Pero su
llanto continuaba repitiéndose como un eco fantasmal alrededor del puente, que provocaba en Dick
un pánico indescriptible.

Torpemente volvió a subir hasta su auto, a la vez que oía el lamento de una mujer joven a sus
espaldas. Sin mirar atrás, Dick empujó el coche por el puente con todas sus fuerzas, mientras ella
estaba cada vez más y más cerca…

El carro encendió milagrosamente y Dick se aferró al volante para conducir lejos de ahí. Nunca volvió
a pasar por ese sitio.

CUENTO ECONÓMICO
JUANITO Y LAS HABICHUELAS MÁGICAS
Había una vez un niño huérfano de padre llamado Juanito que vivía con su madre en una cabaña del
bosque. Como eran muy pobres, la mujer mandó a su hijo a la ciudad a vender lo único que tenían:
una vaca.

Juanito cogió la vaca y se puso en marcha. Por el camino se encontró con un hombre que llevaba un
saquito de habichuelas.

- Hola -dijo el hombre-. Tengo aquí unas habichuelas maravillosas. Son mágicas. Si las quieres, te las
cambio por la vaca.

Juanito aceptó el trato y volvió a casa con el saquito de habichuelas. Pero a su madre no le pareció
bien el trato que había hecho el niño. Muy enfadada, tiró las habichuelas por la ventana y se puso a
llorar.

A la mañana siguiente, Juanito descubrió que las habichuelas habían brotado y la planta había
crecido tanto que llegaba a las nubes.

Juanito trepó por la planta y, cuando llegó arriba, se encontró un castillo. Allí vio a un malvado
gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba.

Juanito esperó a que el gigante se durmiera. Cuando el gigante se durmió, el niño cogió la gallina y,
bajando por la planta, se escapó con ella.

Cuando la madre de Juanito lo vio con la gallina se puso muy contenta. Los dos juntos se fueron a
vender los huevos de oro. Por un tiempo vivieron muy felices sin que les faltara nada.

Pero un día la gallina se hizo vieja y dejó de poner huevos de oro. Juanito tuvo que volver a trepar
por la planta para ir al castillo del gigante en busca de más tesoros.
Juanito se escondió y vio al gigante contar las monedas de oro que sacaba de un saco de cuero.
Cuando se durmió, Juanito cogió el saco y salió corriendo planta abajo. Con el oro del saco, Juanito
y su madre pudieron vivir tranquilos mucho tiempo.

Pero el oro del saco se acabó, así que Juanito tuvo que volver a subir por la planta hasta el castillo
del gigante. Cuando llegó arriba, Juanito vio al gigante guardar una cajita en un cajón de la que salía
una moneda de oro cada vez que se levantaba la tapa.

Cuando el gigante se marchó, Juanito cogió la cajita. Según se iba, el niño vio que el gigante se
quedaba dormido mientras un arpa tocaba sola. Juanito esperó y, cuando el gigante se durmió,
quiso coger el arpa con la mano que le quedaba libre.

Pero el arpa estaba encantada y, cuando Juanito fue a cogerla, se puso a gritar:

- ¡Que me roban! ¡Amo, despierta, que me lleva un extraño!

El gigante se despertó sobresaltado y, al ver lo que ocurría, fue detrás de Juanito, que había salido
corriendo con la cajita. Juanito empezó a bajar por la planta. El gigante decidió ir tras él.

Juanito llamó a gritos a su madre desde arriba:

- Mamá, coge el hacha y déjala junto a la planta.

Juanito bajó raudo y veloz y, una vez abajo, cortó la planta de un hachazo.

El gigante, que lo había oído, volvió a subir rápidamente. Por suerte, alcanzó las nubes antes de que
la planta cayese.

Desde entonces, Juanito y su madre tienen que apañárselas con la única moneda de oro que sale
cada día de la cajita mágica. Al menos han aprendido a administrarse mejor, en incluso ahorrar, por
si acaso algún día no es suficiente con la moneda que toca.

CUENTO DE VALORES
EL ZAPATERO Y LOS DUENDES
Cuento clásico El zapatero y los duendes

Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm

Érase una vez un zapatero al que no le iban muy bien las cosas y ya no sabía qué hacer para salir de
la pobreza.

Una noche la situación se volvió desesperada y le dijo a su mujer:

– Querida, ya no me queda más que un poco de cuero para fabricar un par de zapatos. Mañana me
pondré a trabajar e intentaré venderlo a ver si con lo que nos den podemos comprar algo de comida.

– Está bien, cariño, tranquilo… ¡Ya sabes que yo confío en ti!

Colocó el trocito de cuero sobre la mesa de trabajo y fue a acostarse.


Se levantó muy pronto, antes del amanecer, para ponerse manos a la obra, pero cuando entró en
el taller se llevó una sorpresa increíble. Alguien, durante la noche, había fabricado el par de zapatos.

Asombrado, los cogió y los observó detenidamente. Estaban muy bien rematados, la suela era
increíblemente flexible y el cuero tenía un lustre que daba gusto verlo ¡Sin duda eran unos zapatos
perfectos, dignos de un ministro o algún otro caballero importante!

– ¿Quién habrá hecho esta maravilla?… ¡Son los mejores zapatos que he visto en mi vida! Voy a
ponerlos en el escaparate del taller a ver si alguien los compra.

Afortunadamente, en cuanto los puso a la vista de todos, un señor muy distinguido pasó por delante
del cristal y se encaprichó de ellos inmediatamente. Tanto le gustaron que no sólo pagó al zapatero
el precio que pedía, sino que le dio unas cuantas monedas más como propina.

¡El zapatero no cabía en sí de gozo! Con ese dinero pudo comprar alimentos y cuero para fabricar
no uno, sino dos pares de zapatos.

Esa noche, hizo exactamente lo mismo que la noche anterior. Entró al taller y dejó el cuero
preparado junto a las tijeras, las agujas y los hilos, para nada más levantarse, ponerse a trabajar.

Se despertó por la mañana con ganas de coser, pero su sorpresa fue mayúscula cuando de nuevo,
sobre la mesa, encontró dos pares de zapatos que alguien había fabricado mientras él dormía. No
sabía si era cuestión de magia o qué, pero el caso es que se sintió tremendamente afortunado.

Sin perder ni un minuto, los puso a la venta. Estaban tan bien rematados y lucían tan bonitos en el
escaparate, que se los quitaron de las manos en menos de diez minutos.

Con lo que ganó compró piel para fabricar cuatro pares y como cada noche, la dejó sobre la mesa
del taller. Una vez más, por la mañana, los cuatro pares aparecieron bien colocaditos y
perfectamente hechos.

Y así día tras día, noche tras noche, hasta el punto que el zapatero comenzó a salir de la miseria y a
ganar mucho dinero. En su casa ya no se pasaban necesidades y tanto él como su esposa
comenzaron sentir que la suerte estaba de su parte ¡Por fin la vida les había dado una oportunidad!

Pasaron las semanas y llegó la Navidad. El matrimonio disfrutaba de la deliciosa y abundante cena
de Nochebuena cuando la mujer le dijo al zapatero:

– Querido ¡mira todo lo que tenemos ahora! Hemos pasado de ser muy pobres a vivir cómodamente
sin que nos falte de nada, pero todavía no sabemos quién nos ayuda cada noche ¿Qué te parece si
hoy nos quedamos espiando para descubrirlo?

– ¡Tienes razón! Yo también estoy muy intrigado y sobre todo, agradecido. Esta noche nos
esconderemos dentro del armario que tengo en el taller a ver qué sucede.

Así lo hicieron. Esperaron durante un largo rato, agazapados en la oscuridad del ropero, dejando la
puerta un poco entreabierta. Cuando dieron las doce en el reloj, vieron llegar a dos pequeños
duendes completamente desnudos que, dando ágiles saltitos, se subieron a la mesa donde estaba
todo el material.
En un periquete se repartieron la tarea y comenzaron a coser sin parar. Cuando terminaron los
zapatos, untaron un trapo con grasa y los frotaron con brío hasta que quedaron bien relucientes.

A través de la rendija el matrimonio observaba la escena con la boca abierta ¡Cómo iban a
imaginarse que sus benefactores eran dos simpáticos duendecillos!

Esperaron a que se fueran y la mujer del zapatero exclamó:

– ¡Qué seres tan bondadosos! Gracias a su esfuerzo y dedicación hemos levantado el negocio y
vivimos dignamente. Creo que tenemos que recompensarles de alguna manera y más siendo
Navidad.

– Estoy de acuerdo, pero… ¿cómo podemos hacerlo?

– Está nevando y van desnudos ¡Seguro que los pobrecillos pasan mucho frío! Yo podría hacerles
algo de ropa para que se abriguen bien ¡Recuerda que soy una magnífica costurera!

– ¡Qué buena idea! Seguro que les encantará.

La buena señora se pasó la mañana siguiente cortando pequeños pedazos de tela de colores,
hilvanando y cosiendo, hasta que terminó la última prenda. El resultado fue fantástico: dos
pantalones, dos camisas y dos chalequitos monísimos para que los duendes mágicos pasaran el
invierno calentitos.

Al llegar la noche dejó sobre la mesa del taller, bien planchadita, toda la ropa nueva, y después
corrió a esconderse en el ropero junto a su marido ¡Esta vez querían ver sus caritas al descubrir el
regalo!

Los duendes llegaron puntuales, como siempre a las doce de la noche. Dieron unos brincos por el
taller, se subieron a la mesa del zapatero, y ¡qué felices se pusieron cuando vieron esa ropa tan
bonita y colorida!

Alborozados y sin dejar de reír, se vistieron en un santiamén y se miraron en un espejo que estaba
colgado en la pared ¡Se encontraron tan guapos que comenzaron a bailar y a abrazarse locos de
contento!

Después, viendo que esa noche no había cuero sobre la mesa y que por tanto ya no había zapatos
que fabricar, salieron por la ventana para no regresar jamás.

El zapatero y su mujer fueron muy felices el resto de su vida pero jamás olvidaron que todo se lo
debían a dos duendecillos fisgones que un día decidieron colarse en su taller para fabricar un par de
hermosos zapatos.

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