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El hada Fea

Las hadas, por lo general, son criaturas bellas, dulces, amables y llenas de amor.
Pero hubo una vez un hada que no eran tan hermosa. La verdad, es que era
horrible, tanto, que parecía una bruja.

El Hada Fea vivía en un bosque encantado en el que todo era perfecto, tan
perfecto que ella no encajaba en el paisaje, por eso se fue a vivir apartada en una
cueva del rincón más alejado del bosque. Allí cuidaba de los animalitos que vivían
con ella, y disfrutaba de la compañía de los niños que la visitaban para escuchar
sus cuentos y canciones. Todos la admiraban por su paciencia, la belleza de su
voz y la dedicación que prestaba a todo lo que hacía. Para los niños no era
importante en absoluto su aspecto.

- Hada, ¿por qué vives apartada? -le preguntaban los niños.


-Porque así vivo más tranquila -contestaba ella.

No quería contarles que en realidad era porque el resto de las hadas la


rechazaban por su aspecto.

Un día llegó una visita muy especial al bosque encantado. Era la reina suprema de
todas las hadas del universo: el Hada Reina. La cual estaba visitando todos los
reinos, países, bosques y parajes donde vivían sus súbditos para comprobar que
realmente cumplían su misión: llevar la belleza y la paz allá donde estuvieran.

Para comprobar que todo estaba en orden, el Hada Reina lanzaba un hechizo muy
peculiar, que ideaba en función de lo que observaba en cada lugar.

-Ilustrísima Majestad-dijo el Hada Gobernadora de aquel bosque encantado-.


Podéis ver que nuestro bosque encantado es un lugar perfecto donde reina la
belleza y la armonía.
-Veo que así parece -dijo el Hada Reina-. Veamos a ver si es verdad. Yo conjuro
este lugar para que en él reinen los colores más hermosos si lo que decís es
verdad, o para que desaparezca el color si realmente hay algo feo aquí.

Pero en ese momento, el bosque encantado empezó a quedarse sin colores, y


todo se volvió gris.

-Parece que no es verdad lo que me decís -dijo el Hada Reina-. Tendréis que
buscar el motivo de que vuestro hogar haya perdido el color. Cuando lo hagáis,
este bosque encantado recuperará todo su brillo y esplendor. Sólo cuando la
auténtica belleza viva entre vosotras este lugar volverá a ser perfecto.

Tras la visita del Hada Reina se reunieron urgentemente todas las hadas del
consejo del bosque encantado.
-Esto es cosa del Hada Fea -dijo una de las hadas del consejo-. Ella es la
culpable.
-Vayamos a buscarla -dijo el Hada Gobernadora del bosque -. Hay que expulsarla
de aquí.

Todas las hadas fueron en busca del Hada Fea. Cuando la encontraron le pidieron
que se marchara. La pobre Hada Fea, pensando que era la culpable, se marchó.

Pero cuando cruzó las fronteras del bosque, éste dejó de ser gris y pasó a ser de
color negro.

Mientras los niños se enteraron de la noticia fueron rápidamente a hablar con el


resto de las hadas muy enfadados.
-¿Qué habéis hecho? ¿Por qué le habéis echado de aquí? -decían llorando los
niños -. Puede que el Hada Fea no sea muy bonita, pero es mucho mejor que
vosotras.
-¡Dejadla que vuelva a entrar! Ella es buena y cariñosa, y no como vosotras que
sois presumidas y egoístas. No es el Hada Fea quien hace feo este lugar sino
vuestro egoísmo.

El Hada Fea no andaba muy lejos del bosque y al escuchar a los niños gritar
enfadados volvió para ver qué ocurría.

-Niños, ¿qué ocurre? -dijo el Hada Fea entrando de nuevo en el bosque.

Los niños corrieron a abrazarla. Todos menos uno, que se quedó con la boca
abierta.

- ¡Mirad eso! -dijo el niño. El suelo que acaba de pisar el Hada Fea ha recuperado
su color, y también las flores que tiene a su lado.

El resto de hadas comprendieron en ese momento lo equivocadas que habían


estado.

-Hada Fea, perdónanos -dijo el Hada Gobernadora-. Pensábamos que


estropeabas nuestro bosque y no hemos sido capaces de ver que éramos
nosotras quienes lo hacíamos siendo injustas contigo. Tienes un corazón es
bueno y puro. Te pedimos que nos disculpes por favor.

El Hada Fea perdonó a sus hermanas y las acompañó por todo el bosque. Todo el
mundo pudo admirar el gran corazón de aquel hada que, aunque tenía una cara
muy fea, emocionaba a todos con su belleza interior.
Blancanieves

Un día de invierno la Reina miraba cómo caían los copos de nieve mientras cosía.
Le cautivaron de tal forma que se despistó y se pinchó en un dedo dejando caer
tres gotas de la sangre más roja sobre la nieve. En ese momento pensó:

- Cómo desearía tener una hija así, blanca como la nieve, sonrosada como la
sangre y de cabellos negros como el ébano.

Al cabo de un tiempo su deseo se cumplió y dio a luz a una niña bellísima, blanca
como la nieve, sonrosada como la sangre y con los cabellos como el ébano. De
nombre le pusieron Blancanieves, aunque su nacimiento supuso la muerte de su
madre.

Pasados los años el rey viudo decidió casarse con otra mujer. Una mujer tan bella
como envidiosa y orgullosa. Tenía ésta un espejo mágico al que cada día
preguntaba:

- Espejito espejito, contestadme a una cosa ¿no soy yo la más hermosa?

Y el espejo siempre contestaba:

- Sí, mi Reina. Vos sois la más hermosa.

Pero el día en que Blancanieves cumplió siete años el espejo cambió su


respuesta:

- No, mi Reina. La más hermosa es ahora Blancanieves.

Al oír esto la Reina montó en cólera. La envidia la comía por dentro y tal era el
odio que sentía por ella que acabó por ordenar a un cazador que la llevara al
bosque, la matara y volviese con su corazón para saber que había cumplido con
sus órdenes.

Pero una vez en el bosque el cazador miró a la joven y dulce Blancanieves y no


fue capaz de hacerlo. En su lugar, mató a un pequeño jabalí que pasaba por allí
para poder entregar su corazón a la Reina.

Blancanieves se quedó entonces sola en el bosque, asustada y sin saber dónde ir.
Comenzó a correr hasta que cayó la noche. Entonces vio luz en una casita y entró
en ella.

Era una casita particular. Todo era muy pequeño allí. En la mesa había colocados
siete platitos, siete tenedores, siete cucharas, siete cuchillos y siete vasitos.
Blancanieves estaba tan hambrienta que probó un bocado de cada plato y se
sentó como pudo en una de las sillitas.
Estaba tan agotada que le entró sueño, entonces encontró una habitación con
siete camitas y se acurrucó en una de ellas.

Bien entrada la noche regresaron los enanitos de la mina, donde trabajaban


excavando piedras preciosas. Al llegar se dieron cuenta rápidamente de que
alguien había estado allí.

- ¡Alguien ha comido de mi plato!, dijo el primero


- ¡Alguien ha usado mi tenedor!, dijo el segundo
- ¡Alguien ha bebido de mi vaso!, dijo el tercero
- ¡Alguien ha cortado con mi cuchillo!, dijo el cuarto
- ¡Alguien se ha limpiado con mi servilleta!, dijo el quinto
- ¡Alguien ha comido de mi pan!, dijo el sexto
- ¡Alguien se ha sentado en mi silla!, dijo el séptimo

Cuando entraron en la habitación desvelaron el misterio sobre lo ocurrido y se


quedaron con la boca abierta al ver a una muchacha tan bella. Tanto les gustó que
decidieron dejar que durmiera.

Al día siguiente Blancanieves les contó a los enanitos la historia de cómo había
llegado hasta allí. Los enanitos sintieron mucha lástima por ella y le ofrecieron
quedarse en su casa. Pero eso sí, le advirtieron de que tuviera mucho cuidado y
no abriese la puerta a nadie cuando ellos no estuvieran.

La madrastra mientras tanto, convencida de que Blancanieves estaba muerta, se


puso ante su espejo y volvió a preguntarle:

- Espejito espejito, contestadme a una cosa ¿no soy yo la más hermosa?


- Mi Reina, vos sois una estrella pero siento deciros que Blancanieves, sigue
siendo la más bella.

La reina se puso furiosa y utilizó sus poderes para saber dónde se escondía la
muchacha. Cuando supo que se encontraba en casa de los enanitos, preparó una
manzana envenenada, se vistió de campesina y se encaminó hacia montaña.

Cuando llegó llamó a la puerta. Blancanieves se asomó por la ventana y contestó:

- No puedo abrir a nadie, me lo han prohibido los enanitos.


- No temas hija mía, sólo vengo a traerte manzanas. Tengo muchas y no sé qué
hacer con ellas. Te dejaré aquí una, por si te apetece más tarde.

Blancanieves se fió de ella, mordió la manzana y… cayó al suelo de repente.

La malvada Reina que la vio, se marchó riéndose por haberse salido con la suya.
Sólo deseaba llegar a palacio y preguntar a su espejo mágico quién era la más
bella ahora.
Blancanieves
- Espejito espejito, contestadme a una cosa ¿no soy yo la más hermosa?
- Sí, mi Reina. De nuevo vos sois la más hermosa.

Cuando los enanitos llegaron a casa y se la encontraron muerta en el suelo a


Blancanieves trataron de ver si aún podían hacer algo, pero todos sus esfuerzos
fueron en vano. Blancanieves estaba muerta.

De modo que puesto que no podían hacer otra cosa, mandaron fabricar una caja
de cristal, la colocaron en ella y la llevaron hasta la cumpre de la montaña donde
estuvieron velándola por mucho tiempo. Junto a ellos se unieron muchos animales
del bosque que lloraban la pérdida de la muchacha. Pero un día apareció por allí
un príncipe que al verla, se enamoró de inmediato de ella, y le preguntó a los
enanitos si podía llevársela con él.

A los enanitos no les convencía la idea, pero el príncipe prometió cuidarla y


venerarla, así que accedieron.

Cuando los hombres del príncipe transportaban a Blancanieves tropezaron con


una piedra y del golpe, salió disparado el bocado de manzana envenenada de la
garganta de Blancanieves. En ese momento, Blancanieves abrió los ojos de
nuevo.

- ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?, preguntó desorientada Blancanieves


- Tranquila, estáis sana y salva por fin y me habéis hecho con eso el hombre más
afortunado del mundo.

Blancanieves y el Príncipe se convirtieron en marido y mujer y vivieron felices en


su castillo.

Caperucita roja

Había una vez una dulce niña que quería mucho a su madre y a su abuela. Les
ayudaba en todo lo que podía y como era tan buena el día de su cumpleaños su
abuela le regaló una caperuza roja. Como le gustaba tanto e iba con ella a todas
partes, pronto todos empezaron a llamarla Caperucita roja.

Un día la abuela de Caperucita, que vivía en el bosque, enfermó y la madre de


Caperucita le pidió que le llevara una cesta con una torta y un tarro de mantequilla.
Caperucita aceptó encantada.

- Ten mucho cuidado Caperucita, y no te entretengas en el bosque.


- ¡Sí mamá!

La niña caminaba tranquilamente por el bosque cuando el lobo la vio y se acercó a


ella.
- ¿Dónde vas Caperucita?
- A casa de mi abuelita a llevarle esta cesta con una torta y mantequilla.
- Yo también quería ir a verla…. así que, ¿por qué no hacemos una carrera? Tú ve
por ese camino de aquí que yo iré por este otro.
- ¡Vale!

El lobo mandó a Caperucita por el camino más largo y llegó antes que ella a casa
de la abuelita. De modo que se hizo pasar por la pequeña y llamó a la puerta.
Aunque lo que no sabía es que un cazador lo había visto llegar.

- ¿Quién es?, contestó la abuelita


- Soy yo, Caperucita - dijo el lobo
- Que bien hija mía. Pasa, pasa

El lobo entró, se abalanzó sobre la abuelita y se la comió de un bocado. Se puso


su camisón y se metió en la cama a esperar a que llegara Caperucita.

La pequeña se entretuvo en el bosque cogiendo avellanas y flores y por eso tardó


en llegar un poco más. Al llegar llamó a la puerta.

- ¿Quién es?, contestó el lobo tratando de afinar su voz


- Soy yo, Caperucita. Te traigo una torta y un tarrito de mantequilla.
- Qué bien hija mía. Pasa, pasa

Cuando Caperucita entró encontró diferente a la abuelita, aunque no supo bien


porqué.

- ¡Abuelita, qué ojos más grandes tienes!


- Sí, son para verte mejor hija mía
- ¡Abuelita, qué orejas tan grandes tienes!
- Claro, son para oírte mejor…
- Pero abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!
- ¡¡Son para comerte mejor!!

En cuanto dijo esto el lobo se lanzó sobre Caperucita y se la comió también. Su


estómago estaba tan lleno que el lobo se quedó dormido.

En ese momento el cazador que lo había visto entrar en la casa de la abuelita


comenzó a preocuparse. Había pasado mucho rato y tratándose de un
lobo…¡Dios sabía que podía haber pasado! De modo que entró dentro de la casa.
Cuando llegó allí y vio al lobo con la panza hinchada se imaginó lo ocurrido, así
que cogió su cuchillo y abrió la tripa del animal para sacar a Caperucita y su
abuelita.

- Hay que darle un buen castigo a este lobo, pensó el cazador.


De modo que le llenó la tripa de piedras y se la volvió a coser. Cuando el lobo
despertó de su siesta tenía mucha sed y al acercarse al río, ¡zas! se cayó dentro y
se ahogó.

Caperucita volvió a ver a su madre y su abuelita y desde entonces prometió hacer


siempre caso a lo que le dijera su madre.

Cenicienta

Érase una vez un hombre bueno que tuvo la desgracia de quedar viudo al poco
tiempo de haberse casado. Años después conoció a una mujer muy mala y
arrogante, pero que pese a eso, logró enamorarle.

Ambos se casaron y se fueron a vivir con sus hijas. La mujer tenía dos hijas tan
arrogantes como ella, mientras que el hombre tenía una única hija dulce, buena y
hermosa como ninguna otra. Desde el principio las dos hermanas y la madrastra
hicieron la vida imposible a la muchacha. Le obligaban a llevar viejas y sucias
ropas y a hacer todas las tareas de la casa. La pobre se pasaba el día barriendo el
suelo, fregando los cacharros y haciendo las camas, y por si esto no fuese poco,
hasta cuando descansaba sobre las cenizas de la chimenea se burlaban de ella.

- ¡Cenicienta! ¡Cenicienta! ¡Mírala, otra vez va llena de cenizas!

Pero a pesar de todo ella nunca se quejaba.

Un día oyó a sus hermanas decir que iban a acudir al baile que daba el hijo del
Rey. A Cenicienta le apeteció mucho ir, pero sabía que no estaba hecho para una
muchacha como ella.

Planchó los vestidos de sus hermanas, las ayudó a vestirse y peinarse y las
despidió con tristeza. Cuando estuvo sola rompió a llorar de pena por no poder ir
al baile. Entonces, apareció su hada madrina:

- ¿Qué ocurre Cenicienta? ¿Por qué lloras de esa manera?

- Porque me gustaría ir al baile como mis hermanas, pero no tengo forma.

- Mmmm… creo que puedo solucionarlo, dijo esbozando una amplia sonrisa.

Cenicienta recorrió la casa en busca de lo que le pidió su madrina: una calabaza,


seis ratones, una rata y seis lagartos. Con un golpe de su varita los convirtió en un
magnífico carruaje dorado tirado por seis corceles blancos, un gentil cochero y
seis serviciales lacayos.

- ¡Ah sí, se me olvidaba! - dijo el hada madrina.


Y en un último golpe de varita convirtió sus harapos en un magnífico vestido de
tisú de oro y plata y cubrió sus pies con unos delicados zapatitos de cristal.

- Sólo una cosa más Cenicienta. Recuerda que el hechizo se romperá a las doce
de la noche, por lo que debes volver antes.

Cuando Cenicienta llegó al palacio se hizo un enorme silencio. Todos admiraban


su belleza mientras se preguntaban quién era esa hermosa princesa. El príncipe
no tardó en sacarla a bailar y desde el instante mismo en que pudo contemplar su
belleza de cerca, no pudo dejarla de admirar.

A Cenicienta le ocurría lo mismo y estaba tan a gusto que no se dio cuenta de que
estaban dando las doce. Se levantó y salió corriendo de palacio. El príncipe,
preocupado, salió corriendo también aunque no pudo alcanzarla. Tan sólo a uno
de sus zapatos de cristal, que la joven perdió mientras corría.

Días después llegó a casa de Cenicienta un hombre desde palacio con el zapato
de cristal. El príncipe le había dado orden de que se lo probaran todas las mujeres
del reino hasta que encontrara a su propietaria. Así que se lo probaron las
hermanastras, y aunque hicieron toda clase de esfuerzos, no lograron meter su pie
en él. Cuando llegó el turno de Cenicienta se echaron a reír, y hasta dijeron que
no hacía falta que se lo probara porque de ninguna forma podía ser ella la
princesa que buscaban. Pero Cenicienta se lo probó y el zapatito le quedó
perfecto.

De modo que Cenicienta y el príncipe se casaron y fueron muy felices y la joven


volvió a demostrar su bondad perdonando a sus hermanastras y casándolas con
dos señores de la corte.

El patito feo

Todos esperaban en la granja el gran acontecimiento. El nacimiento de los


polluelos de mamá pata. Llevaba días empollándolos y podían llegar en cualquier
momento.
El día más caluroso del verano mamá pata escuchó de repente…¡cuac, cuac! y vio
al levantarse cómo uno por uno empezaban a romper el cascarón. Bueno, todos
menos uno.

- ¡Eso es un huevo de pavo!, le dijo una pata vieja a mamá pata.


- No importa, le daré un poco más de calor para que salga.

Pero cuando por fin salió resultó que ser un pato totalmente diferente al resto. Era
grande y feo, y no parecía un pavo. El resto de animales del corral no tardaron en
fijarse en su aspecto y comenzaron a reírse de él.

- ¡Feo, feo, eres muy feo!, le cantaban


Su madre lo defendía pero pasado el tiempo ya no supo qué decir. Los patos le
daban picotazos, los pavos le perseguían y las gallinas se burlaban de él. Al final
su propia madre acabó convencida de que era un pato feo y tonto.

- ¡Vete, no quiero que estés aquí!

El pobre patito se sintió muy triste al oír esas palabras y escapó corriendo de allí
ante el rechazo de todos.
Acabó en una ciénaga donde conoció a dos gansos silvestres que a pesar de su
fealdad, quisieron ser sus amigos, pero un día aparecieron allí unos cazadores y
acabaron repentinamente con ellos. De hecho, a punto estuvo el patito de correr la
misma suerte de no ser porque los perros lo vieron y decidieron no morderle.

- ¡Soy tan feo que ni siquiera los perros me muerden!- pensó el pobre patito.

Continuó su viaje y acabó en la casa de una mujer anciana que vivía con un gato y
una gallina. Pero como no fue capaz de poner huevos también tuvo que
abandonar aquel lugar. El pobre sentía que no valía para nada.

Un atardecer de otoño estaba mirando al cielo cuando contempló una bandada de


pájaros grandes que le dejó con la boca abierta. Él no lo sabía, pero no eran
pájaros, sino cisnes.
- ¡Qué grandes son! ¡Y qué blancos! Sus plumas parecen nieve .

Deseó con todas sus fuerzas ser uno de ellos, pero abrió los ojos y se dio cuenta
de que seguía siendo un animalucho feo.

Tras el otoño, llegó el frío invierno y el patito pasó muchas calamidades. Un día de
mucho frío se metió en el estanque y se quedó helado. Gracias a que pasó por allí
un campesino, rompió el frío hielo y se lo llevó a su casa el patito siguió vivo.
Estando allí vio que se le acercaban unos niños y creyó que iban a hacerle daño
por ser un pato tan feo, así que se asustó y causó un revuelo terrible hasta que
logró escaparse de allí.
El resto del invierno fue duro para el pobre patito. Sólo, muerto de frío y a menudo
muerto de hambre también. Pero a pesar de todo logró sobrevivir y por fin llegó la
primavera.

Una tarde en la que el sol empezaba a calentar decidió acudir al parque para
contemplar las flores, que comenzaban a llenarlo todo. Allí vio en el estanque dos
de aquellos pájaros grandes y blancos y majestuosos que había visto una vez
hace tiempo. Volvió a quedarse hechizado mirándolos, pero esta vez tuvo el valor
de acercarse a ellos.

Voló hasta donde estaban y entonces, algo llamó su atención en su reflejo.


¿Dónde estaba la imagen del pato grande y feo que era? ¡En su lugar había un
cisne! Entonces eso quería decir que… ¡se había convertido en cisne! O mejor
dicho, siempre lo había sido.

Desde aquel día el patito tuvo toda la felicidad que hasta entonces la vida le había
negado y aunque escuchó muchos elogios alabando su belleza, él nunca acabó
de acostumbrarse.

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