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“El límite no es aquello en donde algo acaba sino que por el contrario, como lo supieron los
griegos, el límite es aquello desde donde algo comienza su esencia”
M. Heidegger.
Quisiera acercarme a algunos problemas que me vengo planteando desde hace algunos
meses, y cuya insistencia en mi pensar se agudizó luego de la primera clase del diplomado-
seminario.
Tiene que ver con ciertas diferencias entre la comunicación animal y el lenguaje
humano. No trato de clasificar las múltiples diferencias de estos dos procesos, esto se
escapa a la intención de este trabajo. Veamos. He creído que una diferencia radical está en
relación a la verdad como Adaequatio, es decir, la correspondencia en el caso animal- a
diferencia del lenguaje humano- entre el objeto y la señal. Solía pensar que los animales no
mentían de forma deliberada. Por ejemplo, en el caso de las abejas que según tantos
estudios muestran un sistema de comunicación muy sofisticado, con rasgos incipientes de
representación y convención como lo señala Benveniste(1) estas están sometidas a la
Adaequattio, a una verdad inexorable del estímulo, ellas no mienten, además de que eso no
les serviría de nada, al menos que alguna de ellas tuviese intereses subterfugios e intentara
destronar a la reina como lo intentó Lucifer para dar el primer paso al nacimiento de la
humanidad. Pero eso es otro asunto, al que luego volveré.
Es decir, creo que las mentiras deliberadas en lo cotidiano de la vida animal tal vez sean
solo una excepción, como lo es el caso descrito en la revista The New Scientist (2) donde
un mandril que es perseguido por su madre para ser “castigado” realiza un gesto particular,
se detiene a mirar el horizonte con atención, y el resto del grupo se prepara para recibir un
intruso que no está. Acá lo interesante, es que se produce una ruptura del lazo entre el
objeto y la señal, como sucede en el lenguaje humano donde sabemos, el objeto está
ausente, la verdad de la cosa muestra signos de enfermedad, se tambalea. Esto es lo que yo
he preferido llamar, un rasgo incipiente de cultura. Richard Byrne y Nadia Corp atribuyen
este hecho al tamaño del cerebro, esto puede ser cierto, pues como lo menciona Kristeva (3)
el lenguaje aunque es una función social, solo es posible gracias al funcionamiento
biológico. Pero aquí el problema que nos increpa es otro, que va más allá de la causa, tiene
que ver con lo que he llamado “un rasgo incipiente de cultura”, es decir, ciertas
transgresiones del orden natural que se producen en algunos animales. Dice Levi-Strauss:
“…los humanos, por estar habitados por este lenguaje, en lugar de tener pautado por
esa fuerza llamada instinto el encuentro con el objeto, vivimos des-orientados, no
sabemos qué hacer. Por ej: ¿qué chiquito (y no digo un bebé), qué chiquito sabría qué
comida tiene que comer para no enfermarse? Recuerden sus adolescencias: cuántas
veces la mamá tenía que decirles “ché, ponete un pull-over que hace frío”. Ningún
animal tiene necesidad que le digan abrigate, comé, bañate. Nunca se vió a una mamá
gato diciéndole a un gatito “pasate la lenguita y limpiate un poco que tenés las orejas
sucias”.