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“Fundamentos y aplicaciones del enfoque modular-

transformacional” (1999); Hugo Bleichmar .

 La estructura modular de los procesos inconscientes


 Modularidad vs. principio de homogeneidad en psicoanálisis
 ¿Por qué hetero-autoconservación? Su doble connotación
 Reformulación del objeto captado desde los distintos sistemas motivacionales
 El objeto perturbador
 Consecuencias para la terapia de una concepción modular del psiquismo: distintos
tipos de intervenciones
 Ampliación de la conciencia y modificación del inconsciente: insight cognitivo,
afectivo e insight en la acción
 Neutralidad valorativa y neutralidad afectiva

El objetivo del presente trabajo es presentar los fundamentos de un modelo


psicoanalítico que tenga en cuenta la estructura modular del inconsciente, y del psiquismo en
general, un modelo que permita deconstruir las categorías psicopatológicas en términos de
articulación de componentes y sus transformaciones, y que posibilite una técnica del tratamiento
con intervenciones específicas en función de la estructura de personalidad y del cuadro
psicopatológico.

La estructura modular de los procesos inconscientes


Se suele hablar del inconsciente en singular, como si fuera una entidad homogénea en
que la contradicción no rige, en que intervienen sólo las leyes del proceso primario, en que sólo
gobierna el principio del placer, en que el deseo campea por sus anchas y se realiza, o en el cual
sería la mecánica del significante la que guiaría el procesamiento representacional. Sin embargo,
si se sigue con atención la obra de Freud, se comprueba que, poco a poco, va complejizando la
primitiva versión aportada en La interpretación de los sueños (1900), la que, lamentablemente,
todavía hoy se repite casi como letanía.
Porque Freud tuvo que proveer de una base metapsicológica al concepto de conflicto
inconsciente, esencial para el psicoanálisis, se vio obligado a revisar en el 1915, en Lo
Inconsciente, la visión de un inconsciente sin contradicción, lo cual resultaba incompatible con
la tesis del conflicto inconsciente, con un Edipo inconsciente en el que se desea eliminar al rival
para quedarse con el objeto del deseo, es decir, un Edipo regido por la lógica de o yo o el otro,
del tercero excluido, e incompatible, también, con la clínica de la fantasía inconsciente
caracterizada por su elevado grado de organización y estructura lógica.

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Además, como constató que hay fenómenos clínicos en que la angustia domina y el
recuerdo de la situación traumática retorna una y otra vez, incorporó en 1920 un "más allá del
principio del placer", y no para la conciencia sino para el inconsciente. Es decir, un
inconsciente que ya no es pura realización de deseos o gobernado por el principio del placer.
También, porque su clínica le mostraba la acción constante de la crítica inconsciente, de
la culpa inconsciente, se vio en la necesidad de plantear un superyó inconsciente, con
subestructuras, y un yo inconsciente altamente organizado -no ya el yo oficial de la conciencia- ,
yo inconsciente en que las identificaciones y los rasgos de carácter son determinantes. Por tanto,
algo muy alejado de un inconsciente caótico sin estructura, orientado por el puro azar
combinatorio.
Pero, hay todavía más: mientras que hasta 1924 sostenía que todo lo que estaba en el
inconsciente se hallaba simplemente en estado de represión, pugnando por emerger, en El
sepultamiento del complejo de Edipo, Freud introdujo una concepción sobre el inconsciente que
llenó de perplejidad a los analistas de su tiempo, incluso mereció la objeción de Ferenczi -véase
al respecto la revisión del Loewald (1979)-, y que fue dejada de lado por los analistas que le
siguieron. Sostuvo que en cierto momento el complejo de Edipo sufre una vicisitud que va más
allá de una simple represión. Afirmó que debido a la falta de satisfacción esperada, a raíz del
fracaso de lo deseado, como resultado de su imposibilidad interna, y por la amenaza de
castración, el complejo de Edipo sufre un sepultamiento -Untergang- una verdadera demolición.
Dice Freud: «Pero el proceso descrito es más que una represión: equivale, cuando se consuma
idealmente a una destrucción y cancelación del complejo» (1924, p. 185).
¿Cómo se debe de entender esto? ¿Que se borra toda huella en el inconsciente de los
deseos edípicos y sus temores, que las representaciones y afectos, las fantasías que lo
conformaban, desaparecen de él por completo, que es como si no hubieran existido y que
cuando en un período ulterior de la vida vuelvan a reaparecer sus constelaciones afectivas se
trata de inscripciones totalmente nuevas y que no tienen nada que ver con las anteriores? La
experiencia clínica está en contradicción con esta idea: la transferencia, la reactivación del
pasado infantil por los "restos diurnos" hacen difícil aceptar que algo tan significativo
desaparezca totalmente. Pero que se pueda objetar el énfasis y la exageración que implican los
términos Untergang (hundimiento, caída, ocaso, fracaso, irse al fondo) o, más aún,
Zertrümmerung (destrucción, demolición, derribo), no elimina la cuestión que a través de ellos
planteara Freud: algo que está en el inconsciente puede perder fuerza y desactivarse
sectorialmente.
Para complejizar aún más las cosas, Freud incorporó la distinción entre represión
secundaria -lo que estuvo en la conciencia y fue excluido- y represión primaria, lo que nunca
fue consciente y que estructuró, sin embargo, al sujeto.

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Llegados a esta altura, lo que tenemos no es ya un inconsciente único, homogéneo en
cuanto a su origen, a sus contenidos y a sus leyes de funcionamiento sino múltiples formas de
existir lo inconsciente. Y no me refiero al preconsciente, sino a procesos inconscientes
profundos, de los que el sujeto no sabe nada ni puede saber simplemente por dedicarle catexis
de atención. Un inconsciente para el cual Freud emplea la abreviatura que utiliza para describir
al inconsciente sistemático a fin de que no queden dudas de que no está hablando del
preconsciente. Aclaración importante pues resulta frecuente encontrar en aquellos trabajos que
reducen el inconsciente a la formulación de la Interpretación de los Sueños, o al que tendría la
organización del ello -equiparando inconsciente con el ello- que cada vez que se aportan
pruebas de un inconsciente de organización compleja se zanje la cuestión diciendo "eso es el
preconsciente", creyéndose solucionar un problema de fondo con una cuestión de connotación o
definicional.
Igual evolución hacia la complejización sucede, continuando con Freud, en relación a
las fuerzas y motivaciones que operan en el inconsciente. Cuando introdujo el área del
narcisismo y la diferencia entre libido de objeto y libido del yo, independientemente de
denominaciones y dificultades, amplió notablemente el marco de comprensión de las fuerzas
que mueven al sujeto. Ya no se trata únicamente de la sexualidad o la agresividad o la
autoconservación. Por la fuerza del narcisismo se puede renunciar a la sexualidad o a la
agresividad o a la autoconservación. La pulsión queda así, una vez más, trastocada. O, por el
contrario, por el narcisismo, por su satisfacción, se pueden activar la sexualidad y la agresividad
porque éstas, sobresignificadas, proporcionan al sujeto una imagen valorizada de sí mismo.
Pero el conocimiento analítico que apunta a un psiquismo cada vez más complejo
obviamente no se detiene en Freud. Tenemos los aportes de los grandes creadores que dieron
origen a las distintas escuelas que llevan sus nombres y, también, los trabajos de otros
psicoanalistas que, sin hacer escuela, iluminaron dimensiones previamente desconocidas.
La cuestión que surge, entonces, es ¿cómo integrar todos estos conocimientos sucesivos
de la obra freudiana y posfreudiana?
Aquí es donde resultan insuficientes los intentos voluntaristas de dar cabida a los
distintos autores, a la manera de un menú de degustación con los mejores platos de la casa, los
platos del restaurante psicoanalítico. Lo que se requiere, en cambio, son modelos más generales
de cómo funciona y está estructurado el psiquismo, modelos que tengan en cuenta a los
componentes y a sus articulaciones, que deconstruyan las dimensiones pero que conserven, al
mismo tiempo, el carácter de totalidad. Es decir, modelos que describa la arquitectura del
psiquismo -subrayo la expresión arquitectura-, en especial las motivaciones que en tanto
estructuradas configuran esa totalidad.
Sin la existencia de modelos con estas características, por más provisorios que sea, por
más sujetos que se hallen a obligadas reformulaciones, a lo más a que accederíamos es a una

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serie de datos dispersos o, incluso, a un estudio fragmentador en que se lee a Freud, después a
Klein, a Lacan, a Kohut, etc., uno a continuación del otro, como si la cronología fuera un
principio ordenador, viéndose semejanzas, diferencias, compatibilidades e incompatibilidades
entre sus marcos referenciales pero, en todo caso, sin poder ubicarlos en algo que siendo
exterior a esos autores les otorgue un sentido que jamás podrían alcanzar en sí mismo. O peor
aún: se queda en la compartimentalización de las escuelas, cada una de las cuales se propone
como el auténtico psicoanálisis, con una definición parcial del inconsciente, bajo afirmaciones
del tipo "el psicoanálisis es...., o el inconsciente es....", elevando lo que no es más que mera
preferencia a la categoría de definición estipulativa que separaría el campo de la verdad del de
los excomulgados.
En pos de un modelo no reduccionista para el psicoanálisis se puede llegar a creer que
se tiene que buscar, por supuestas razones epistemológicas, exclusivamente en su interior, como
si la mera observación y la situación analítica fueran suficientes. Aquí es donde se confunde,
según nuestro entender, el conocimiento específico de un campo del saber, que no caben dudas
que deriva de lo que se trabaje dentro de los límites y en los bordes de ese campo, con el hecho
que los conocimientos siempre son captados por grandes esquemas del pensamiento, esquemas
que van más allá de un dominio y que constituyen paradigmas abarcativos que luego reaparecen
en los campos particulares. Si esto es así, la pregunta pertinente podría ser ¿qué paradigma
vemos en el horizonte epistemológico actual como aquel que permite una mejor aproximación a
la descripción de un sistema complejo como el psiquismo que nos interesa a los psicoanalistas,
es decir, al psiquismo organizado alrededor de la motivación y los afectos, la pulsión, los
deseos, la búsqueda del placer, las angustias y las defensas ante el dolor psíquico, para citar sólo
algunas de las dimensiones indispensables en nuestra teorización?
En el intento de delimitación de un tal modelo para el psicoanálisis considero
conveniente, antes de detenerme en nuestro campo particular, hacer una más que breve
incursión por la lingüística, no porque crea que esta disciplina sea las que nos harán avanzar en
el conocimiento propio de nuestro campo. En trabajos anteriores he señalado que el interés que
la lingüística u otras disciplinas presentan para nosotros es, sobre todo, porque ellas también se
enfrentan con la necesidad de describir sistemas complejos, y que los modelos más generales
que utilizan, implícitos en sus hallazgos particulares, y más recientemente formulados de
manera explícita por distintos autores, pueden servirnos, a la manera de los moldes del
pensamiento a que me referí antes, para nuestro quehacer teórico-clínico en el psicoanálisis.
En el terreno de la lingüística, tomemos a Chomsky, crítico severo del empirismo y del
conductismo de Skinner, que buscó una gramática que permitiera dar cuenta de lo que a él le
interesaba, la frase. Objetivo limitado, sin duda, como lo muestran las gramáticas más amplias,
las de texto y las que toman en cuenta al contexto, o la rama de la lingüística cubierta por la
disciplina de la pragmática, intensamente desarrollada en los últimos 20 años.

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Pero, más allá de éstas u otras limitaciones, Chomsky tuvo claro que la lingüística sólo
podría progresar si se la ubicaba como parte del funcionamiento del psiquismo, si se estudiaba
la forma en que el psiquismo procesa componentes, cómo los va articulando hasta poder
construir una frase. Frente a una lingüística dominada por un estructuralismo no sólo ahistórico
en el sentido más amplio de la expresión, es decir, desprendido del contexto de génesis, sino
ahistórico en cuanto al interés por el suceder del segundo a segundo de la articulación de
componentes, Chomsky planteó un programa centrado en la necesidad de estudiar
minuciosamente el encadenamiento de procesos capaces de generar a la frase como su producto
final. Pero Chomsky es importante para nuestros propósitos por algo que trasciende al problema
del lenguaje. Su libro de 1984: "Aproximaciones modulares al estudio de la mente" plantea de
una manera precisa la diferencia entre dos formas de entender la mente: una, la aproximación
modular, en que se considera que el funcionamiento mental resulta de la coordinación de
sectores diferentes, separables tanto en relación a las cualidades de sus componentes como en
cuanto a sus leyes de organización.
La otra concepción, es la que Chomsky ubica como regida por "el principio de principio
de homogeneidad", por el cual la unidad del psiquismo no resultaría de una coordinación de
componentes sino de un principio organizador global que sería el mismo para todos los
componentes, en que el psiquismo evolucionaría in toto, de modo que en cada etapa del
desarrollo los diferentes constituyentes dependerían obligadamente de las mismas leyes que los
demás.

Modularidad vs. principio de homogeneidad en la teoría psicoanalítica


Examinemos, ahora, cómo se halla presente en la teoría psicoanalítica la concepción
modular y, muy especialmente, cómo existen continuas recaídas en teorizaciones enmarcadas en
el principio de homogeneidad.
Comencemos por Freud, en quien coexisten dos concepciones, la modular y la de la
homogeneidad, a veces predominando una, a veces la otra. Así, cuando distingue, como
señalamos antes, el funcionamiento inconsciente del de la conciencia, con diferentes contenidos
y formas de regulación, o cuando introduce el narcisismo con la distinción entre libido de objeto
y libido del yo o libido narcisista, y sus correspondientes patologías, o cuando desarrolla la
segunda tópica con un yo, un ello y un superyó, separables, interactuando, dando lugar a
múltiples configuraciones, o cuando en el hombre de las ratas señala la complejidad de factores
intervinientes -agresividad, amor, erotismo anal, juegos del significante y del significado en la
determinación de las fobias a las ratas-, en todos estos casos el psiquismo es entendido como el
resultado del interjuego entre componentes, cada uno independiente de los otros en su origen y
desarrollo, aunque encontrándose y articulándose.

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Pero, por otro lado, el principio de homogeneidad aparece orientando su pensamiento en
la concepción evolutiva del desarrollo psicosexual marcado por la satisfacción libidinal de zonas
corporales cuyas vicisitudes determinarían no sólo a las formas de vínculos con los objetos sino,
además, a los cuadros psicopatológicos. Por tanto, un principio organizador -característica de la
homogeneidad-, en este caso las etapas evolutivas de la libido, de las que derivarían el carácter -
el célebre carácter anal, oral, etc.- y los cuadros clínicos.
Es, sin embargo, en el campo de la terapia en donde el principio de homogeneidad
domina el panorama. A pesar de sostener Freud que el inconsciente es determinante, a pesar de
su trabajo del 1915 sobre Lo inconsciente, en donde examina la hipótesis de la doble inscripción
que postula que algo puede estar en la conciencia y también en el inconsciente, sin embargo, la
técnica se centra exclusivamente en hacer consciente lo inconsciente -la ampliación de la
conciencia-, con la tesis de que si algo es restituido a la conciencia, entonces, deja de tener
efectos desde el inconsciente.
Con este privilegio de la toma de conciencia y de la interpretación -con toda la
importancia que le reconocemos-, el inconsciente es visto, desde el punto de vista terapéutico,
como aquello que fue excluido de la conciencia por la represión secundaria. Por tanto, bastaría
con hacerlo consciente para que desaparecieran sus efectos.
En otros términos, lo que en el plano de la descripción de la estructura del psiquismo es
encarado por Freud desde la perspectiva de la modularidad -el inconsciente y la conciencia
como dos estructuras diferentes, con leyes diferentes-, en el plano del tratamiento es reducido al
principio de homogeneidad: la conciencia, lo verbal, eso es lo decisivo.
Si pasamos ahora a Klein, el instinto de muerte y la agresividad aparecen como
principios organizadores de los cuales depende la proyección y, a partir de ésta, la evolución del
psiquismo, ya que lo que se introyecta es, esencialmente, lo deformado por la proyección previa.
Agresividad, por otra parte subsidiaria de dos condiciones decisivas: la envidia constitucional y
el instinto de muerte. En consecuencia, plena vigencia del principio de homogeneidad, en tanto
todo está atravesado por una condición que privilegia, la de la agresividad, y por dos
mecanismos esenciales, la proyección y la reintroyección. Más aún, todo deriva de lo interno,
del instinto, vida y muerte, y lo externo es mero elemento matizador, nunca determinante a igual
título que lo interno.
Si vemos qué sucede en Kohut, encontramos al narcisismo como condición
supraordinada que determina a las demás, a la sexualidad y a la agresividad, cuyas patologías
son entendidas como mero productos de desintegración de la cohesividad del self y no cómo
organizaciones con sus líneas evolutivas y sus articulaciones complejas con el narcisismo.
Kohut hace desaparecer la agresividad como dimensión con múltiples causas y la ve cómo
función exclusiva de las vicisitudes del narcisismo. Igual hace con la pulsión. Nuevamente, el
principio de homogeneidad.

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Pero el que lleva el principio de homogeneidad hasta sus últimas consecuencias es
Lacan con su concepto del "Nombre-del-Padre", que domina la primera época de su producción
como elemento estructurante de todo el psiquismo y generador, por sus fallas, de las diferentes
patologías, que se ordenan en torno a sus vicisitudes, desde la psicosis hasta la neurosis. La
"forclusión" aparece como capaz de explicar las psicosis, a la que llama "la" psicosis,
nuevamente entidad homogénea, en singular.
Incluso, con la idea de los tres registros -lo imaginario, lo simbólico y lo real-, que nos
pudiera hacer pensar en módulos, no se trata de nada de eso, permanece en el orden de la
homogeneidad ya que en cada período de las sucesivas reformulaciones de su teoría, uno de
ellos adquiere primacía y los otros son dependientes, efectos, consecuencias. En la primera
época, primacía de lo simbólico, del significante; en la última, primacía de lo real. Además cada
registro se define en función de los otros, en una topología lógica de las implicaciones
recíprocas.
Igual recaída en el principio de homogeneidad domina la producción de los
continuadores de Lacan. Si se toma El síntoma charlatán, se encuentra a Miller sosteniendo
"Lacan adoptó, de entrada, una perspectiva unilateral sobre el síntoma, según la cual el
síntoma es puramente simbólico..." (p. 22). A continuación, Miller destaca que "Luego situó -
pero en un segundo tiempo- la incidencia del fantasma en este mensaje del Otro" (p. 22),
agregando: "Pone (se refiere a Lacan) mucho énfasis en la relación de lo simbólico con lo
imaginario". Es decir Miller reconoce la unilateralidad de dos momentos de la
conceptualización lacaniana del síntoma: primero el síntoma es puramente simbólico; luego,
demasiado énfasis en la relación existente en el síntoma entre lo simbólico y lo imaginario. Y
cuando todo nos hacía suponer que, por fin, Miller iba a entender que la unilateralidad en la
comprensión del síntoma requiere que se vea la multiplicidad del síntoma y sus
determinaciones, también múltiples, termina situando al síntoma en lo real: "Tan sólo en su
última enseñanza Lacan privilegia, digamos, el modelo obsesivo del síntoma: que el síntoma es
fundamentalmente real en la medida en que se resiste al decir." (p.23), para a pronunciar la
frase que es la nueva consigna: "Entonces, de qué sirve vincularlo con la palabra". Nueva
unilateralidad o, de manera más precisa, plena vigencia del principio de homogeneidad ya que
habla de "el" síntoma como si fuera una categoría homogénea que puede abarcarse con el uso
del artículo en singular, y, sobre todo, porque está ubicado en un sólo registro, el de lo real.
Pero si lo anterior tiene, desde mi perspectiva, algún valor es porque nos marca un
camino posible para el pensamiento: cada vez que nos encontremos ante una teorización en
Psicoanálisis, formulémonos la pregunta si es el principio de homogeneidad el que la rige; o, en
un nivel más concreto, ¿la teorización hace derivar todo de una o unas pocas dimensiones?,
¿qué dimensiones deja afuera? ¿Nos habla de "el" obsesivo, de "la" histérica, "el" psicótico, "el"
inconsciente, todo en singular? ¿Se describen encadenamientos de procesos, paso a paso, y sus

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transformaciones o, por el contrario, se plantean estructuras atemporales, a modo de categorías
ontológicas?
Un otro ejercicio que no deja de prestar utilidad para examinar una propuesta de
explicación psicopatológica y teoría del tratamiento consiste en confeccionar tres columnas, una
al lado de la otra, colocando en la primera columna los conceptos que utiliza la teorización en
examen, en la segunda columna los tipos de intervenciones terapéuticas propuestas, y en la
tercera hacer figurar los cuadros psicopatológicos con sus subtipos y las variantes del carácter -
es decir, tipos y subtipos de personalidad- y ver si las dos primeras columnas, las que consignan
las dimensiones teóricas y las que anotan las formas de intervención terapéutica, son suficientes
o quedan cortas con respecto a la tercera?
Pero a pesar de la tendencia a pensarse el psicoanálisis desde la homogeneidad, la
concepción de la modularidad no ha dejado de existir. Como vimos con Freud, está presente en
muchos momentos de su obra, así como ocurre con otros autores, dentro de los que quisiéramos
destacar a Stern (1985) o Lichtenberg (1989, 1992), o Gedo (1979, 1981) por haberse
decantado explícitamente por la modularidad, o a Pine (1990), con su intento de integración de
lo que denomina cuatro psicologías: la de la pulsión, la del yo, la de las relaciones de objeto y la
de " la experiencia del self", en que toma diversas dimensiones aportadas por estas corrientes y
muestra cómo son indispensables para entender la complejidad del psiquismo. Lo que no
implica que con ellas sea suficiente.
Por nuestra parte, tomando la modularidad como eje, hemos expuesto en "Avances en
psicoterapia psicoanalítica" un modelo del psiquismo en base a la articulación de componentes
y de sistemas motivacionales, módulos que pueden describirse por la cualidad de los deseos que
activan y por las estructuras que están en juego.

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Digamos que los módulos propuestos no agotan la lista; sirven exclusivamente para
destacar los mínimos que consideramos indispensables a tener presentes en un modelo
psicoanalítico del psiquismo
No nos detendremos en la descripción de estos módulos por razones de extensión del
trabajo. Nos limitaremos a aclarar por qué hablamos de hetero-autoconservación y no
simplemente de autoconservación, y en qué se sostiene el módulo del apego. Luego,
mostraremos dos aplicaciones que ilustran cómo un modelo modular-transformacional permite,
por un lado, una reconceptualización de aquello que en psicoanálisis llamamos objeto y, por el
otro, fundamentar una técnica analítica que no sea un mero recetario de intervenciones al uso.

Hetero-autoconservación
Con hetero-autoconservación nos referimos a dos condiciones: en primer lugar, a que la
autoconservación en el ser humano no es algo puramente instintivo sino que depende, en su
estructuración, de algo que le viene desde un otro. No sólo aquello que va a ser considerado
como amenazante para su integridad, aquello de lo que tiene que protegerse sino, también, las
formas, los mecanismos automáticos que se ponen en marcha para satisfacer necesidades y
conjurar peligros son aportados, a través de discursos y de la identificación por el otro. Incluso
funciones y necesidades que parecieran puramente biológicas -hambre, por ejemplo- reciben la
impronta del otro en cuanto a cantidad a ingerir y, especialmente, a la tolerancia al
mantenimiento de la tensión de necesidad, es decir, a la perentoriedad con que se vive la
necesidad. Las necesidades instintivas animales son moduladas y transformadas en cuanto a su
intensidad y modalidades de satisfacción. Desde esta perspectiva, la autoconservación -
mantenimiento de la integridad corporal y mental- es algo que se desarrolla, construye, y se
modaliza en la relación con alguien que cuida, que mantiene las funciones de sostén de la vida
corporal y psíquica durante todo un largo período inicial de la vida. Al lactante/niño lo
conservan -heteroconservan-, con lo cual se va produciendo el encuentro entre lo puramente
instintivo y lo que viene del otro, para dar lugar a un producto que, amalgamando ambos
componentes, es lo que podríamos llamar pulsión, en el sentido psicoanalítico moderno.
Debido a que el modelo que predominó en la teorización freudiana sobre lo pulsional
era la de un organismo que se desarrollaba desde adentro hacia afuera, a la manera de un huevo
que sufre una evolución guiado exclusivamente por regulaciones internas, los mecanismos de
conservación de la vida quedaron bajo la rúbrica de la autoconservación. Pero, si a la luz de los
conocimientos actuales, tanto del psicoanálisis como de la neurociencia, le otorgamos al otro el
papel de estructurante en su encuentro con lo interno del sujeto, parecería fundado pensar en
términos de hetero-autoconservación.
Por otra parte -segundo sentido del término heteroconservación- el sujeto no sólo tiene
una tendencia a la autoconservación sino a la conservación del otro, al cuidado del otro, a la

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protección de la vida del otro. Fuerza tan poderosa que hace que algunas personas sean capaces
de sacrificar su autoconservación, y su vida misma, en aras de satisfacer el deseo de conservar al
otro, de protegerle. En este sentido, el cuidado de la vida corporal y mental del otro -
heteroconservación- es una motivación indispensable a considerar en el interjuego de las
motivaciones del psiquismo humano. Interjuego de fuerzas relativas, de predominios estables o
permanentes para cada sujeto, entre las tendencias a la conservación/protección de sí mismo y
las destinadas al otro, que permiten definir tipos caracterológicos según cuáles, y cuándo,
dominan la vida mental del sujeto.

Apego como fuerza motivacional


Cuando Bowlby comenzó a enfatizar la importancia del apego como motivación a igual
título que la sexualidad (Bowlby, 1980; Murray Parkes, 1993), la mayor parte de la comunidad
psicoanalítica objetó sus estudios y los consideró que quedaban por fuera del psicoanálisis. Pero
si se supera la caracterización fenomenológica del apego como indicando simplemente vínculo
privilegiado con un objeto con el que se desea estar en contacto, y se buscan las motivaciones
que lo sostienen, resulta que puede haber apego para asegurar la hetero-autoconservación (lo
muestra el apego compulsivo de los pacientes con crisis de pánico), o impulsado por el placer
sexual/sensual que el objeto brinda, o porque el objeto satisface necesidades narcisistas. En
otros términos, el apego que se convierte en algunas personas en fuerza motivacional en su
psiquismo que organiza la vida de fantasía y la conducta, que posee angustias y sufrimientos
específicos (ansiedad de separación por ejemplo; dolor del duelo por el objeto perdido),
encuentra su sustento en la hetero-autoconservación, en el narcisismo, en la sexualidad-
sexualidad. De ahí la forma de representación en nuestro diagrama en que el sistema del apego
aparece apoyándose en los otros sistemas motivacionales. Apego de base biológica, como lo
indican los numerosos estudios recientes sobre los circuitos neuronales y neuroquímica del
apego (Amini, 1996; Insel, 1997) que, al igual que sucede con todos los sistemas
motivacionales, se estructura en sistema motivacional en el ser humano en el encuentro con el
otro: formas de apego desarrolladas por el sujeto por desempeñar, desde niño, el rol
complementario, en conductas y fantasías, que el otro necesita para poder efectivizar sus propias
necesidades y deseos de apego.

La concepción modular y el concepto de objeto


Comenzando por el concepto de objeto, una pregunta que permite acercarnos a su
elucidación es: ¿cómo entra el otro en nuestro psiquismo, sobre qué necesidad interior se instala,
por qué es buscado?
Decimos que esta es una pregunta, ya que está formulada desde la perspectiva del
sujeto, de su necesidad del otro. La otra perspectiva, es que no siempre la presencia del otro es

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buscada o satisface las necesidades o deseos del sujeto. En no pocas ocasiones la presencia es
intrusiva, no es producto de la búsqueda del que ubicamos como sujeto sino que deriva de las
necesidades del otro. Es el objeto perturbador, al que nos referiremos más adelante. Pero una
aclaración preliminar antes de entrar en tema. Que hablemos de sujeto u objeto dependerá
exclusivamente de la perspectiva en la que nos ubiquemos; en realidad, cada uno es objeto para
el otro; siempre se trata de encuentro entre dos sujetos.
Podemos caracterizar al objeto, en sentido amplio, como aquel que cumple ciertas y
específicas funciones en la economía psíquica del sujeto en relación a los módulos que
constituyen su psiquismo. Es el que tiende a satisfacer -enfatizamos tiende, no que lo logre-, las
necesidades/deseos de los distintos módulos motivacionales: las necesidades/deseos de
regulación psicobiológica, las necesidades /deseos de apego, las necesidades/deseos
sensual/sexuales, las necesidades/deseos de hetero-autoconservación, de regulación del
funcionamiento y la estructura psíquica, los deseos del sistema narcisista, etc.
Generalmente cuando se piensa en las funciones del objeto se lo hace en referencia a la
infancia, a lo que la madre o el padre significan para el niño. Sin dejar esa condición de lado,
desearíamos encarar esas funciones del objeto en la relación entre dos sujetos cualesquiera sean.
Al respecto, las preguntas a hacerse son:
¿Qué representa cada miembro dentro del par sujeto/sujeto para el otro en términos de
los módulos? ¿Sobre qué modulo o módulos se asienta lo que mantiene a uno de los miembros
en la relación con el otro, o determina su elección?
Preguntas conexas son: ¿el encuentro y la relación entre dos sujetos se basa en que
ambos satisfacen los deseos de un mismo módulo motivacional, pongamos por caso el
sensual/sexual, o el del narcisismo -ejemplo, las parejas de idealización recíproca- o, porque,
para tomar una de las configuraciones posibles, uno de los miembros del par sujeto/sujeto es el
objeto de la actividad narcisista y el otro es el que tranquiliza las angustias del apego, de la
autoconservación, del mantenimiento de la organización mental? Recordemos aquí lo que
Ferenczi llamó confusión de lenguas: el niño se dirige al adulto en búsqueda de apego o de
protección y éste le responde con su sexualidad.
Como se puede entrever por lo anterior, es factible desarrollar una tipología del
encuentro/desencuentro entre dos sujetos en base a las configuraciones del papel, imaginario y/o
real/funcional, que cada uno desempeña para cada uno de los sistemas motivacionales del otro.
Lo que lleva a las preguntas, ya en el campo de la relación terapéutica, ¿cuál es la
transferencia dominante en un momento dado si la observamos desde la vertiente de los
módulos motivacionales activos en el paciente?
¿Nos encontramos ante una transferencia sensual/sexual, en que el analista es objeto de
las catexis sexuales, o de una transferencia narcisista, con todas las variantes que hoy
conocemos, o de una transferencia en búsqueda de la re-equilibración de la estructura psíquica,

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de completamiento de esa estructura, o de una transferencia marcada por las angustias del apego
-angustias de separación-, o de una transferencia en búsqueda de la regulación de la ansiedad,
como vemos en los pacientes con crisis de pánico o en ciertas personalidades borderline?
También, con sus preguntas conexas: ¿qué hace el paciente para inducir, a veces para
arrastrar, para lograr que el terapeuta actúe el rol del objeto que el módulo motivacional desde el
cual se dirige al terapeuta logre ser satisfecho en sus deseos específicos?
Y, ya dentro de las transferencias de cada módulo, ¿hay predominio del deseo?, ¿hay
expectativa de que sí existe un objeto externo que dará satisfacción a ese tipo particular de
deseo? O, por el contrario, predomina la expectativa de un objeto que frustrará y, por tanto, se
produce una primacía de las defensas específicas frente a la emergencia de los deseos de ese
módulo?
Y en el interjuego entre los módulos: ¿transferencia sensual/sexual pero en realidad
búsqueda del apego como condición subyacente, o sea, fachada sensual/sexual que es el
instrumento para lograr satisfacer anhelos de apego que dependen de la autoconservación?
Condición que encontramos en algunos casos de transferencia sexualizada.
O ante la retracción como defensa frente a la expectativa de que el encuentro con el
objeto determinará sufrimiento narcisista, ¿lo que sobreviene, como consecuencia, y que ocupa
el primer plano de la sintomatología, es desorganización psíquica por autoprivación del objeto
que contribuiría a mantener la estructura del psiquismo? O, ¿ante la retracción narcisista se
origina pánico porque hay autoprivación del objeto que contrarrestaría las angustias de
autoconservación?
O ante la frustración sensual/sexual en el vínculo terapéutico, ¿lo que tiene lugar es una
hipercatectización del sistema narcisista, con un exhibicionismo en pos de gratificación, por lo
menos, en el área de la autoestima, equivalente a la hipernarcisización de los logros intelectuales
para compensar la frustración del cuerpo erógeno?
No resulta apto para una exposición como la que estamos haciendo el desarrollar todas
las variantes de configuraciones transferenciales que un modelo modular permite hacer. Pero da
una idea de las amplias posibilidades y desarrollos que posibilita al respecto. Ofrece la
factibilidad de diseñar, en cada caso, un mapa de las transferencias simultáneamente presentes,
un mapa de los módulos que impulsan esas transferencias en la sincronía de un momento dado,
o de las transformaciones que se producen secuencialmente.

El objeto perturbador
Pero así como existe en la realidad externa un objeto que tendería a satisfacer las
necesidades de los módulos motivacionales, de igual manera está la acción de un objeto
perturbador que desequilibra funciones. Objeto perturbador o traumatizante que adquiere
especificidad de acuerdo al módulo que desequilibre. Puede ser objeto perturbador del

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narcisismo, o de la regulación psíquica de las necesidades fisiológicas, o del sistema de alarma,
o del apego -generándose vigilancia y angustia de separación-, o del módulo sensual/sexual
como cuando sobreestimula o frustra, por ejemplo. Y así de seguido.
Lo que nos conduce a la necesidad de la deconstrucción del objeto externo. Así como
fue indispensable hacer el descentramiento del sujeto, mostrar la escisión -las múltiples
escisiones, incluida la existente en el seno del inconsciente, y no sólo entre el sujeto del
inconsciente y el de la conciencia-, de igual manera hay que deconstruir el objeto externo. La
madre como persona real, o el padre como persona real, o el analista son múltiples objetos,
simultáneamente presentes, coexistiendo, en relación a las funciones que pueden cumplir: objeto
de la pulsión sexual, objeto de la organización del psiquismo, de la regulación psíquica de las
funciones fisiológicas, objeto del apego y la autoconservación, objeto narcisista de la imago
especular, u oferta para la identificación, etc.
Pueden cumplir bien una de estas funciones y mal las otras, pueden estimular
adecuadamente el erotismo a costa de aplastar la individuación y el surgimiento de cualquier
deseo que vaya más allá del erotismo. Pueden sostener adecuadamente el narcisismo a costa de
inhibir el desarrollo de la sensualidad o de los recursos yoicos, o pueden se patológicos para el
sistema de alarma.
No hay un objeto único, sino que lo hay para cada uno de los módulos, y para los
subsistemas dentro de los módulos, como vemos con los distintos objetos narcisistas. Mientras
que una cierta persona puede desempeñar adecuadamente las funciones de objeto del apego, es
dable que no lo haga en cuanto a la regulación de las funciones psíquicas. Por ejemplo: una
madre o un padre fóbico, están, por sus propias necesidades, en continuo contacto con el sujeto.
El apego está satisfecho, pero llenan de ansiedad, no dejan dormir, desregulan biológicamente,
etc.
Por ello, hablar de transferencia materna, como se suele hacer, sin especificar en
relación a qué modulo, es quedarse en una generalidad inoperante.
Un analista puede ser un objeto para el sujeto que cumpla la función del apego. Es
estable, con toda la estabilidad que provee la regularidad del marco analítico; confiable, por
tanto, para el apego. Pero, al mismo tiempo, puede hacer sentir continuamente con sus
intervenciones que el sujeto se está defendiendo, que oculta, que deforma, y que requiere de un
otro que le diga qué es lo que verdaderamente pasa en su interior. En estos casos, el analista es
un objeto perturbador para el narcisismo y para el desarrollo de los recursos yoicos, para el
sentimiento de potencia.
En este mismo orden de cosas, un analista que escuche en silencio, que no perturbe el
narcisismo pues no cuestiona, puede no aportar algo esencial a un paciente que necesita ser
vitalizado o que requiera incorporar algo que carece en su capacidad de regular su ansiedad.

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O un analista de los que no tienen un tiempo fijo de sesión, que practica la "escansión"
lacaniana, ¿cuál es la consecuencia para aquel paciente cuya patología está en el área del apego,
ya sea con angustia de separación o, por el contrario, dominado por un desapego defensivo, por
una esquizoidía que le protege de la temida frustración del apego? En caso que el paciente
llegase a modificarse con esta técnica del corte arbitrario en su angustia de separación, la
modificación se debería a lo que en conductismo se conoce como exposición, es decir,
desensibilización, habituación a lo traumático. En el caso del paciente cuya esquizoidía y
desconexión sean las estrategias inconscientes caracterológicas con las que enfrenta las
angustias derivadas del encuentro con el otro, ¿acaso la llamada técnica de la escansión, del
corte arbitrario de la sesión, o de las sesiones espaciadas, irregulares, no produce que la
estructura del vínculo terapéutico sea concordante con la patología y que, al no confrontarla, la
deje intacta?

Énfasis en lo transformacional
Hasta ahora nos hemos referido al carácter modular de la estructura del psiquismo pero,
sin embargo, lo denominamos modular-transformacional. ¿Por qué? Porque si bien son
módulos que pueden funcionar separadamente, tomando uno u otro el predominio en un
momento determinado, los módulos imponen modificaciones sobre los otros, los transforman en
el encuentro y articulación del suceder psíquico.
Tomemos para ilustración a la sexualidad. Esta, al articularse con los otros módulos, lo
hace en dos niveles: en primer término, en un nivel representacional, es decir en la modificación
que sufre o imprime en las representaciones correspondientes a los otros módulos. La
sexualidad, reinscripta desde el código narcisista puede pasar a ser mero indicador de
valoración. La ejemplificación es el machismo, el falicismo, en los que la sexualidad vale no
por la satisfacción de orden sexual sino por el significado de valoración que otorga al sujeto.
Esta reinscripción de la sexualidad en el sistema representacional narcisista puede hacer que
produzca una disminución de la autoestima del sujeto porque la persona se representa como
siendo lo que no debería ser -alguien con deseos sexuales-.
Reinscripción y sobresignificación que ilustran de la complejidad de la relación entre
los módulos. En relación a este fenómeno de reinscripción entre módulos, la angustia narcisista
(soy inferior) puede ser reinterpretada desde el módulo del apego (“me va a abandonar porque
soy inferior”); la angustia de separación, puede ser reinterpretada como debida a lo que se hizo
(culpa defensiva: Fairbain, 1943; Sheingold, 1979; Killingmo, 1989); la angustia de
desregulación psíquica, reinterpretada como indicio de inferioridad (es decir, desde el
narcisismo)
Pero lo fundamental no es la reinscripción, la retraducción del significado de un
módulo en el otro, o sea, la modificación en el nivel de las representaciones, sino los efectos

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estructurantes y funcionales que produce en éstos. Así, por ejemplo, la sexualidad es capaz
de otorgar un sentimiento de cohesividad al sujeto, de hacer sentir que se es una unidad
funcional, o producir el efecto de estructurar el apego, incluida la forma específica que éste
adopta, en que la sexualidad pasa a ser la modalidad básica de organización y mantenimiento de
la relación.
Además, si tomamos el módulo de los deseos narcisistas, estos pueden tener efectos
estructurantes sobre la sexualidad en el sentido de que son capaces de hipercatectizar, de activar
a la sexualidad: por las necesidades narcisistas, la persona busca obtener ciertas experiencias
sexuales que aparecen como capaces de satisfacer el ideal narcisista de representarse como
viviendo esas experiencias de tipo sexual. El narcisismo hace salir a la persona en búsqueda de
experiencias sexuales que satisfagan una cierta imagen narcisista. Pero, al hacerse esto, se
consolida la sexualidad como fuente de placer en el plano corporal, quedando inscrita en el
psiquismo bajo esta cualidad afectiva.
Estos pocos ejemplos muestran que si bien los módulos pueden tener independencia en
su génesis y haber momentos en que uno de ellos predomina netamente sobre los otros,
convirtiéndose en el centro funcional dominante del sujeto, al mismo tiempo los módulos
imprimen transformaciones los unos a los otros. De ahí que un enfoque modular del psiquismo
requiera, necesariamente, de la articulación con el concepto de transformacional.
En el funcionamiento complejo del psiquismo existe funcionamiento vertical -dentro de
cada módulo- y funcionamiento horizontal: las coordinaciones y transformaciones en la relación
entre los módulos. Además, y esta es otra de las razones por la cual insistimos en el concepto de
transformación, en la génesis de los cuadros psicopatológicos, como hemos mostrado para los
trastornos depresivos (Bleichmar, 1996, 1997) se va produciendo un proceso de encadenamiento
de diferentes dimensiones, con influencias transformadoras de las unas sobre las otras, con
circuitos reverberantes, como, por ejemplo, entre agresividad y narcisismo, o entre angustias
persecutorias, déficit estructurales del psiquismo y trastornos narcisistas, o entre sentimientos de
culpabilidad por causas diferentes de la agresividad, que produce conductas masoquistas, con
daño ulterior, secundario, en el narcisismo, etc.

Consecuencias para la terapia de una concepción modular-transformacional


El principio básico es que si la diferencia entre los pacientes no deriva únicamente de
los contenidos reprimidos, de la temática de sus conflictos, sino de la estructura misma de su
psiquismo (Fonagy, 1993b), de los mecanismos que se ponen en juego para organizar
contenidos, entonces la técnica del tratamiento psicoanalítico tendrá que reflejar esa diversidad.
No se trata, por tanto, de simples variaciones en la técnica, de desviaciones en función de
situaciones de emergencia, sino de algo más esencial: de acuerdo a cómo comprendamos que
funciona el psiquismo, a partir de allí podremos pensar una técnica diferenciada, coherente

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con la formulación teórica. Al respecto, el psicoanálisis siempre se caracterizó por el intento de
ajustarse a una secuencia metodológica: primero, conceptualización de la estructura del aparato
psíquico, de la comprensión de la génesis y mantenimiento del síntoma y el carácter y, recién a
partir de allí, propuesta de una técnica terapéutica orientada a producir cambios.
Por nuestra parte, en distintos trabajos hemos destacado que el psicoanálisis está
actualmente en condiciones de ir más allá de contentarse con la fórmula general, válida pero
insuficiente, de que hay que adecuar las intervenciones técnicas al tipo del paciente para
intentar especificar muy concretamente qué intervenciones son terapéuticas para qué
estructura de personalidad y cuáles refuerzan la patología.
No sólo interesa diferenciar a los módulos en cuanto a las temáticas de los deseos sino
en relación a los niveles estructurales en que funcionan, niveles estructurales en los cuales la
diferencia nivel verbal/ nivel no verbal adquiere particular significación.
Recordemos la diferencia bien conocida entre memoria declarativa -la que es capaz de
ser relatada en términos de discurso- y memoria procedimental -la que consiste en la capacidad
de realizar un procedimiento automatizado, un encadenamiento de pasos, como, por ejemplo, el
andar en bicicleta. Si aplicamos esta diferencia a módulos como el del apego, éste, en sus
múltiples dimensiones, funciona a niveles básicamente no verbales, procedimentales: son
formas de contacto, como las que el bebé adquiere con sus objetos primitivos -tipo de contacto
corporal, visual, tono emocional de los intercambios, etc. Igual sucede con el sistema
sensual/sexual con sus múltiples memorias procedimentales de cómo provocar el erotismo del
otro, de cómo reaccionar en el cuerpo al erotismo del objeto, lo que determinan las formas de la
sensualidad.
En cuanto al sistema narcisista, sin ser ajeno a la memoria procedimental, tiene fuertes
componentes verbales, semánticos -se reacciona al insulto, por ejemplo. Pero, los niveles más
primitivos del psiquismo están inscritos en términos de memoria procedimental y su
reinscripción en el discurso siempre es una retraducción incompleta.

Cambio por el insight y cambio en la acción.


La distinción entre el nivel verbal y el no verbal, entre memoria declarativa y
procedimental, nos conduce a la diferencia entre el cambio terapéutico mediante el insight
cognitivo/afectivo y el cambio en la acción, cambio en la acción que a los fines de una primera
aproximación se puede considerar como la intervención sobre el hacer del inconsciente inscrito
en tanto esquemas de acción. Hacer del inconsciente, funcionar del inconsciente,
encadenamiento del inconsciente que no necesariamente tiene un correlato en la inscripción en
el inconsciente de una descripción, de un relato inconsciente sobre ese hacer.
En nuestro trabajo sobre una reformulación de la teoría de la cura (1994) fijábamos un
doble objetivo, ambos indispensables: ampliación de la conciencia, modificación del

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inconsciente. Es, precisamente, en el cambio en la acción en el que deseamos centrarnos, pues el
insight afectivo es más conocido y ha sido más trabajado, aunque los fundamentos de su
efectividad, que se dan por hecho, no han sufrido suficiente elucidación.
Nosotros aprendemos a hacer a través de una acción que crea, simultáneamente, un
esquema de acción y una convicción, una creencia matriz pasional en el inconsciente, de cómo
es, por ejemplo, el intercambio pulsional con el otro.
La memoria procedimental más interesante no es la puramente instrumental (saber
conducir el automóvil, saber andar en bicicleta) sino la de la relación con el otro: ¿cómo
hacemos para que el otro responda de la manera deseada? ¿Cuál es el tono de voz a emplear, la
forma de acercarnos, el ritmo del contacto? O, todavía algo más notable e incorporado
inconscientemente como aquello que se llamó lenguaje del cuerpo: cuando queremos
entusiasmar al otro, somos capaces de abrir los ojos, hacer que la mirada brille, dilatar la pupila.
Los intercambios entre el lactante que aún no ha adquirido el uso de la palabra y sus otros
significativos (Beebe y col., 1997; Stern, 1998) transcurren, precisamente, en ese lenguaje
corporal para producir reacciones afectivas en el otro.
El psicoanálisis requiere de una teoría de la acción que vaya más allá de un estudio
sobre la actuación, sobre la psicopatía, sobre el pasaje al acto como consecuencia del déficit de
simbolización (Rangel, 1981, 1992)). Es lo que hizo que Freud, en "Nuevos caminos de la
terapia analítica" (1919), sostuviera la necesidad de impulsar a los fóbicos a salir a la calle,
para que se generasen ciertas experiencias que luego sí podrían dar lugar a hablar de ellas. Que
después Freud silenciara esas ideas, que viera el riesgo de un activismo desmedido por parte del
analista, ello no elimina la problemática que encarara en las fobias, las cuales, además, son sólo
una ejemplificación de una cuestión más general que la podemos enunciar en los términos
siguientes:
Si el psiquismo se estructura en acciones de intercambio con la realidad y los otros
significativos, si esos intercambios generan inscripciones como memoria procedimental
inconsciente, además de la representación narrativa de los mismos en el inconsciente y en la
conciencia, si la convicción profunda de que se puede hacer algo radica en que se lo haya hecho
alguna vez, sea este hacer el provocar la respuesta afectiva del otro, el tener un orgasmo o
provocarlo, no todo se puede jugar en el nivel del relato entre paciente y terapeuta.
En el análisis se habla, pero es un hablar no sólo para descubrir el pasado, o la
motivación actual, o la fantasía inconsciente, con todo el mérito que le reconocemos a esto,
sino, también, para que el paciente viva ciertas experiencias que producen ciertos efectos
estructurantes, que producen un saber hacer, diferente del saber sobre el hacer.
El saber inconsciente sobre el hacer es ya la captación por el discurso inconsciente de
un hacer, o de un sentir, o de una modificación en el cuerpo. Saber sobre el hacer y saber hacer
se influencian mutuamente, pero son de dos órdenes diferentes.

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Relaciones entre la acción y el saber inconsciente sobre la acción que halla su aplicación
en una condición que encontramos en la clínica: hay gente que tiene una patología de la
inhibición, inhibición que se manifiesta no solamente por una fobia al metro, o al contacto
social, sino a la acción misma y que, si bien estuvo basada inicialmente en temores conectados
con cierto tipo de acciones, una vez que se estructura la fobia a la acción cualquier acción es
sentida como peligrosa. Queda inscrita una experiencia que va más allá de un contenido
particular y se produce una parálisis global de la acción, inhibición caracterológica para la
acción. Resulta necesario que el inconsciente, a través de la acción, llegue a "saber", se
represente, que la acción no es peligrosa. No es un problema del saber de la conciencia, de la
ampliación de la conciencia, sino una modificación del mismo inconsciente.
Si el vínculo con el terapeuta, la experiencia emocional en la transferencia, es factor de
cambio decisivo, si se va reconociendo que interpretación y relación son dos instrumentos
terapéuticos que no resultan incompatibles, y si no caemos en la omnipotencia de creer que todo
se puede vivir con el terapeuta, o en la confusión en que se considera que la fantasía del
paciente, el como si de la transferencia, es igual a vivir la experiencia con un intercambio real
con el objeto, entonces parte del trabajo analítico es ayudar a seleccionar las experiencias que
producen ciertos efectos representacionales y estructurantes, ayudar a seleccionar los tipos de
vínculos y los intercambios que hacen que ciertas memorias procedimentales se inscriban, que
el inconsciente crezca en el saber hacer, saber hacer que satisface a los distintos sistemas
motivacionales.
Este tipo de intervenciones psicoanalíticas no tienen nada que ver con la orientación o
el consejo psicológico cuya única función es que el paciente pueda encarar una situación
considerada difícil y la solucione, mientras que lo que proponemos es una acción del paciente
tendiente a cambiar su estructura psíquica, una acción, dirigida con conocimiento de paciente y
terapeuta - insistimos en el acuerdo- hacia los fines especificados de modificar al inconsciente.
Volvamos, ahora, a la cuestión de la estructura modular de los procesos inconscientes y
a las consecuencias para la terapia de la diferencia entre represión secundaria, represión
primaria, Untergang, y lo no constituido. Pero antes deseamos señalar otro reduccionismo al
que ha sido sometida la conceptualización de los procesos inconscientes. El haberlos
considerado solamente como un encadenamiento representacional de ideas. Se ha perdido la
vieja diferenciación que Freud hiciera entre idea y afecto, y el psicoanálisis se ha reducido a ser
una psicología cognitiva, o sea, a sostenerse que de acuerdo a cómo se piensa, así se siente. Que
esto es así, no caben dudas. Lo corrobora la experiencia clínica y el papel transformador sobre la
afectividad que tiene la interpretación psicoanalítica. Pero esta correlación, en que la idea es la
que condiciona al afecto, es una de las direcciones posibles del encadenamiento entre ambos
componentes. En algunos pacientes, y son casos muy específicos pero no infrecuentes, la forma
de reacción afectiva compromete al cuerpo -se descargan catecolaminas, por ejemplo-, y se

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produce una activación neurovegetativa, la cara se contrae, los ojos se inyectan, la respiración se
entrecorta, varía la presión, hay un estado de tensión corporal y mental, incluso cierta
desorganización psíquica.
En esos momentos, el inconsciente escucha al cuerpo y el significado que adquiere la
experiencia ya no es el que desencadenó esa reacción corporal sino la imaginarización de la
misma. El inconsciente deduce que si esa es la reacción corporal, entonces la situación es
importante o grave, y no nos referimos a la preocupación hipocondríaca por las consecuencias
que tendría esa reacción corporal como pasa en las crisis de pánico sino algo más general, al
significado que se le da a la experiencia; por ejemplo "si siento tanta rabia, si mi cuerpo tiene la
revolución que estoy sintiendo, entonces es que el otro me ofendió seriamente".
Permítasenos una incursión fuera de nuestro campo que simplemente hace más visible
lo que viene de ser planteando desde la clínica psicoanalítica. Los trabajos de Cahill (1996,
1997)y Mc Gaugh (1996, 1997) muestran cómo el nivel emocional no depende únicamente del
contenido semántico de la experiencia sino que es influenciado por lo que pasa con el nivel
bioquímico que tiene el sujeto en el momento en que vive cierta experiencia. Así, por ejemplo,
si se relatan a un sujeto dos tipos de historias: a) Una, más neutra afectivamente: un niño va en
coche con su madre hacia el hospital para recoger a su padre que es médico; b) Otra, más
cargada afectivamente: un niño va en bicicleta hacia el hospital y sufre un accidente.
Como era de esperar, la historia cargada afectivamente se recuerda con más detalles que
el de la historia neutra, pues produce más impacto emocional. Pero esto no es lo importante sino
lo siguiente: si a los que se les hizo leer la historia cargada emocionalmente se les da un
bloqueante de la adrenalina, el bloqueante que perturba las funciones cognitiva, de evaluación
de la situación, disminuye la memoria de la situación cargada afectivamente y desaparece la
diferencia en el recuerdo respecto a la no cargada afectivamente.
Todavía de una manera más concluyente, las experiencias de Mezzacappa y col.
(1999), con una rigurosa metodología de doble ciego, muestran que la observación del mismo
video atemorizante por parte de dos grupos de sujetos, uno que es inyectado con epinefrina y el
otro con una solución placebo, el que recibe epinefrina reacciona con más miedo, juzgado no
sólo por el propio sujeto sino por observadores que evalúan la expresión facial de miedo sin
saber cuáles recibieron una u otra inyección. Lo decisivo de estos experimentos es que muestran
que la respuesta depende del estado fisiológico de activación neurovegetativo del sujeto y no
sólo de su sistema de evaluación cognitiva. O sea, la codificación en los sistemas de significado
del sujeto es modificada por la condición fisiológica en que se encuentre.
¿Cuál es la importancia de estos experimentos? Que indican algo, que la afirmación
válida que de acuerdo a cómo se piensa así se siente -el aserto de la psicología cognitiva- debe
ser complementado con el de así como se sienta, así como se activen ciertos circuitos propios
del procesamiento afectivo, así se terminará pensando.

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Además, si el estado de activación neurovegetativa es una variable que actúa como
cofactor del que dependerá la evaluación cognitiva -codificación de un estímulo, ¿en
psicoterapia, será igual el efecto que produzca una interpretación cuando sea recibida en un
momento de gran activación neurovegetativa o de baja actividad neurovegetativa? ¿El tono de
voz del terapeuta, su estado emocional, su ansiedad -a todo lo cual el paciente entona con su
mente y cuerpo- no constituyen una condición que "prepara", condiciona, actúa de
"imprimación" -a veces para bien, otras para mal- el estado en que el paciente recibirá la
interpretación, y por tanto, el significado que le atribuirá?
No podemos extendernos en esto, pero nos pone sobre la pista de la necesidad de
describir múltiples reglas de combinación en los encadenamientos psíquicos:
1) Reglas de combinación semánticas, como las de las creencias matrices pasionales.
Combinación ya sea regida por la lógica o por las modalidades del proceso primario
en que la combinatoria del significante tiene un lugar destacado para producir
efectos.
2) Reglas de combinación de estados emocionales. Es decir, reglas sintácticas
emocionales que describen cómo los estados emocionales se encadenan. Ejemplo: el
miedo puede activar a la agresividad, de manera automática, a niveles primitivos,
casi animales, equivalente a la agresividad de un animal acorralado. Luego, las
formas de la agresividad dependerán de los niveles de simbolización, de los
recursos yoicos, del superyó, de lo que éste permita, etc. (Fonagy, 1979)
3) Reglas de acople entre ciertas cogniciones y afectos, producto esos acoples de la
biografía, de las identificaciones.
4) Reglas de encadenamiento entre acciones.
5) Reglas de articulación entre cognición, emoción y acción.

Estructura modular y tratamiento


El psicoanálisis comenzó siendo una teoría sobre la represión secundaria -lo que estuvo
en la conciencia y que fue excluido por chocar con otras representaciones, también presentes en
la conciencia. La técnica coherente con esta concepción era la del levantamiento de la represión,
el rellenar las lagunas mnésicas, es decir, la recuperación del recuerdo, de lo "olvidado" por
acción de la represión. Pero si además de inconsciente producto de la represión secundaria hay
inconsciente originario, desactivación sectorial del inconsciente y, sobre todo, no inscripción
¿no obliga esta ampliación del campo a examinar cuáles pueden ser las formas de encarar en un
tratamiento psicoanalítico esas diferentes modalidades de existencia, o de no existencia, de lo
inconsciente?
¿Con lo no inscrito, con aquello que no llegó a constituirse, con los "agujeros" en el
psiquismo, la técnica clásica de hacer consciente lo inconsciente, de levantar la represión, de

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desmontar las defensas, es suficiente para constituirlo? ¿Es que acaso los déficits yoicos son
exclusivamente por angustia de castración o por culpa, porque el sujeto no se animaría a
desplegar lo que sí existiría inscrito en su inconsciente? ¿Y si algo no se inscribió porque
faltaron las experiencias, las identificaciones, los intercambios con la función complementaria
aportada por el otro que pudiera hacer surgir lo que es un potencial del sujeto pero que requiere
de ese otro para pasar a tener existencia? En estos casos, nos encontramos con la necesidad, de
un proceso en dos tiempos: primero, de insight, pero no de lo reprimido sino de toma de
conciencia de aquello que falta y cuya carencia fue sentida en sus efectos pero no en sus causas.
Luego, tiempo, como ha planteado reiteradamente Silvia Bleichmar (1993), marcado por la
neogénesis, por la constitución de inconsciente.
Pasemos ahora a examinar las consecuencias que se derivan para la problemática de la
neutralidad analítica y la posición del analista del hecho de aceptar que existe inconsciente
desactivado sectorialmente, que es la forma bajo la cual conceptualizamos la Untergang
freudiana, y que hay sectores del inconsciente no constituidos.
No caben dudas que un factor decisivo en todo tratamiento es la empatía del analista
(Kohut, 1971, 1977, 1984), pero también se requiere de algo más. Para que en el paciente
puedan emerger ciertos estados afectivos, especialmente si han sido objeto de la desactivación
sectorial, es necesario que estados homólogos o estados complementarios se hallen presentes en
el analista. Los estados de ternura, de excitación y placer por el encuentro, de complicidad en
las miradas, de alegría por la alegría del otro, sólo pueden existir en la intersubjetividad. Esta
dependencia de la intersubjetividad para que determinadas manifestaciones afectivas se
desplieguen, más aún, para que puedan existir, es de importancia para una fundamentación de
cuál debe de ser la posición emocional del terapeuta. ¿Basta con una actitud de empatía o en
algunos casos se requiere que el terapeuta pueda desplegar ciertos estados emocionales que
abrirán el campo para que éstos emerjan en el paciente? Pensamos concretamente en los
pacientes crónicamente, caracterológicamente deprimidos, desvitalizados, en que la actitud de
comprensión empática por parte del terapeuta de lo mal que se sienten, acompañada de un tono
afectivo de compasión por el sufrimiento del paciente, debido a la tonalidad afectiva depresiva
que asume el discurso del terapeuta termina por reforzar el estado depresivo del paciente. Más
aún, si la palabra como proveedora de significados es diferente del afecto y de la prosodia, al
hablarse con tono monocorde sobre la falta de vitalidad del paciente, de las causas de ésta, ¿qué
es lo que predominará?, ¿la supuesta verdad contenida en la interpretación o el estado afectivo
que el terapeuta crea con su propio estado afectivo?
El fenómeno del entonamiento, estudiado por Stern (1985), indica que más allá de la
semántica, del significado de la frase, a lo que "entona" el paciente es al estado emocional del
terapeuta, a dimensiones tales como la vitalidad, la intensidad, a lo que este autor denomina
"contorno".

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En muchos casos, el énfasis no reside tanto en desreprimir el deseo sino en dotarle de
fuerza afectiva, de hacer que éste surja. Aspecto importante para aquellos pacientes que han
estado expuestos a un proceso de desactivación sectorial de su inconsciente por parte de figuras
incapaces de responder afectivamente a sus necesidades emocionales. Por otra parte, dado que si
el psicoanálisis es mucho más que una psicología cognitiva, las diferencias con ésta no
consisten únicamente en su insistencia en la motivación inconsciente y las defensas sino en que
considera que, además de las ideas, hay una otra dimensión fundamental, la del afecto
(Spezzano, 1993; Jones, 1995). Por ello nuestra insistencia en que el analista afectivamente
neutro no lo es en realidad ya que esta presunta neutralidad tiene consecuencias: a algunos
pacientes los desactiva, deprime, refuerza la patología. Vemos como difícil que un analista
desvitalizado pueda ayudar a un depresivo, o contribuir a modificar a alguien criado por padres
que tuvieron esas mismas características, por más adecuadas que sean las interpretaciones que
intelectualmente provea. Aquí no basta el contenido semántico de las palabras sino que lo
esencial es la carga afectiva que el analista sea genuinamente capaz de aportar.
Sabemos de los riesgos de imponer al paciente nuestros estados emocionales, de las
cautelas que debemos tener al respecto, de los excesos de las técnicas activas, del uso del
paciente para satisfacer necesidades emocionales del terapeuta, todo lo cual condujo a una
ascesis 1emocional por parte del analista, ascesis más que válida. Pero también sabemos del
carácter iatrogénico de una técnica monocorde en que la emocionalidad del analista no se
adecúa a lo que el paciente requiere.
Pues de esto se trata, de una posición emocional instrumental por parte del analista en
que éste no sea monocordemente hiperemocional -bajo la coartada de la espontaneidad, cuyos
excesos todos conocemos- ni tampoco monocordemente frío, sereno, máquina lógica que
favorece la intelectualización.

¿Medio facilitador o medio proveedor?


¿Es suficiente que el medio externo no obstaculice algo que estaría asegurado por un
programa interno del sujeto -medio facilitador de Winnicott (1965)- o se requiere de algo que va
más allá, y sea un medio proveedor que aporte lo que sin él no existe?
Se suele aceptar que ciertas funciones yoicas o del superyó pueden ser desempeñadas
por el otro, que ciertos aspectos de estas subestructuras nunca se han desarrollado o que han
sido delegadas en el otro, pero existe dificultad para llevar a fondo esta concepción sobre la
relación entre dos psiquismos y extraer todas las conclusiones que de ella se derivan. En El Yo y
el Ello (1923) y en la Conferencia XXXI (1933) Freud dio un paso significativo: aunque
mantuvo la concepción que el yo se desarrolla por un proceso de maduración interna, sin

1 ÁSCESIS: Conjunto de prácticas y hábitos que sigue el asceta para conseguir la perfección moral y espiritual.

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embargo colocó a la identificación como factor relevante en su constitución, haciendo lo mismo
en relación al superyó. O sea, el objeto externo interviene, pasando a formar parte de la
estructura, no solamente condicionándola por sus acciones sino siendo componente. Sin
embargo, con respecto al ello parecería como que fuera algo que no tuviera ni génesis ni
historia: habría una fuente originaria de energía, un reservorio que luego se repartiría para las
nuevas estructuras. Al respecto, Laplanche (1992) tiene el mérito de ser en psicoanálisis el que
ha intentado reformular la metapsicología freudiana para incluir en ésta el poder del otro en la
constitución de la pulsión en el ser humano.
El ideal del analista afectivamente neutro -insistimos en la diferencia entre neutralidad
valorativa y neutralidad afectiva- surgió en Freud ante pacientes que eran mayoritariamente
personalidades de las que hoy sería práctica considerar como borderline, con una emocionalidad
tumultuosa, con intensos amores u odios en la transferencia. Para ellos diseñó una estrategia
terapéutica bien definida: les acostó en el diván, les inmovilizó corporalmente, les puso a pensar
sus sentimiento, les comunicó explicaciones intelectuales; en suma, les "enfrió"
emocionalmente. El efecto estructurante de tal marco terapéutico sobre el psiquismo del
paciente, más allá de los contenidos semánticos transmitidos por el analista, pudiera ser
pertinente para los pacientes que presentan las características señaladas. En cambio, para las
caracteropatías desafectivizadas, para los que sólo piensan en vez de pensar/sentir, un terapeuta
frío, cerebral, enfundado en el rol caricaturesco de la persona serena más allá de las emociones,
lo que hace es reforzar la limitación del paciente.
En conclusión: el nivel de funcionamiento emocional del analista -la intensidad
afectiva y el tipo de emociones desplegadas- debe estar determinado por el objetivo
terapéutico perseguido pues la emocionalidad del analista es una forma de intervención que ha
sido negada en favor del contenido semántico de la interpretación.
Si la emocionalidad del analista es una forma siempre presente de intervención, que
debe ser estudiada en sus efectos junto a las otras formas de intervención terapéutica, si
constituye parte de las acciones sobre el inconsciente del paciente, entonces el analista no puede
permitirse el ser emocionalmente igual con todos los pacientes, es decir, dejarse arrastrar
monocordemente por su caracterología personal o por la caracterología preconizada por la
escuela de pertenencia acerca de cuál es la identidad ideal. Caracterologías individuales o
"doctrinarias" de rol profesional que le llevan, en no pocas ocasiones, a reforzar la patología del
paciente. Pensemos en dos extremos: el analista vital, hiperafectivo, expansivo, y el analista
distante, frío, intelectualizado. A su vez ubiquemos dos tipos de pacientes: el maníaco y el
esquizoide con bloqueo afectivo. Pensemos ahora en las posibles combinaciones entre esos
analistas y esos pacientes. Alguna de las parejas formadas implicarán para el paciente más de lo
mismo, iatrogenia. En consecuencia, resulta imprescindible la modulación afectiva del
terapeuta de acuerdo al tipo de paciente y el momento del tratamiento.

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