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senderos de la antropología

Discusiones mesoamericanistas
y reflexiones históricas


Colección Interdisciplina

serie fundamentos
senderos de la antropología
Discusiones mesoamericanistas
y reflexiones históricas

Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch
Coordinadores

INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA


UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ANTROPOLÓGICAS
Senderos de la antropología : discusiones mesoamericanistas y reflexiones históricas /
coordinadores Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch. – México : Instituto
Nacional de Antropología e Historia : Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Antropológicas, 2015.

408 p. : il. ; 23 x 16.5 cm.

ISBN: 978-607-484-535-8

1. Mesoamérica – Ensayos – Coloquios. 2. Mesoamérica – Civilización – Interpretación.


I. Coloquio Senderos de la Antropología : historias y epistemología (1° : 2008 Noviembre
18-19 : México). II. Medina Hernández, Andrés, 1938- , coord. III. Rutsch Zehmer,
Mechthild Irmga. M., coord.

LC: F1219.M555 / S46 / 2015

Primera edición: 2015

Diseño de portada: Rebeca Ramírez

Fotografía de portada: Archivo Andrés Medina

D.R. © Universidad Nacional Autónoma de México,


Ciudad Universitaria, C.P. 04510, México, D.F.
Instituto Nacional de Antropología e Historia
Córdoba 45, Col. Roma, C.P. 06700, México, D.F.
sub_fomento.cncpbs@inah.gob.mx

ISBN: 978-607-484-535-8

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial


de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y
el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización
por escrito de los titulares de los derechos de esta edición.

Impreso y hecho en México


Índice

Prólogo 9
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

DISCUSIONES MESOAMERICANISTAS

La tradición mesoamericana entre la unidad y la diversidad 43


Alfredo López Austin

Unidad y diversidad de los sistemas mesoamericanos 53


de escritura
Eduardo Natalino dos Santos

Matlatzincas y tenochcas. Diversidad cultural y unificación 81


en el contexto mesoamericano
Beatriz Albores Zárate

Mesoamérica vista desde la etnografía: reflexiones críticas 147


y propuestas
Catharine Good Eshelman

De cerros y manantiales: variantes de la cosmovisión 165


mesoamericana en Tlaxcala y la Sierra de Texcoco
David Robichaux y David Lorente Fernández
La unidad de la tradición mesoamericana como presupuesto 193
para la comprensión de la diversidad
Alfredo López Austin

REFLEXIONES HISTÓRICAS

Antropología y geopolítica. La Universidad de Chicago en 205


los Altos de Chiapas: el proyecto Man-in-Nature (1956-1962)
Andrés Medina Hernández

La práctica de la arqueología durante el porfiriato. El caso 277


de Leopoldo Batres
Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

¿Antropologías en conversación? Una reflexión sobre dos 293


proyectos internacionales en la antropología de México
(1910 y 1961)
Mechthild Rutsch

Folklore charro y segundas antropologías. La visibilización in/ 311


tolerable
Ana Cristina Ramírez Barreto

Contribuciones de la antropología a la educación indígena 349


(1939-1969)
Nicanor Rebolledo Recéndiz

La educación escolar indígena en el contexto 379


de la antropología brasileña
Antonella Maria Tassinari
Prólogo

Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

En el mes de noviembre de 2008, durante los días 18 y 19, se llevó a


cabo en el auditorio Jaime Litvak King, del Instituto de Investigaciones
Antropológicas (iia), el coloquio Senderos de la Antropología, organi-
zado por la Dirección de Etnología y Antropología Social (deas) del
Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah), y por el iia de la
Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Las ponencias
fueron preparadas originalmente para ser presentadas en el Congreso
Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas (icaes, por sus
siglas en inglés) que se celebraría en la ciudad de Kunming, en la Repú-
blica Popular de China, durante el mes de julio. Sin embargo, los orga-
nizadores locales consideraron inoportuno realizar el congreso en la
fecha establecida dada su cercanía con los Juegos Olímpicos que co­
menzarían el 8 de agosto, y decidieron posponerlo para el siguiente año.
Ante esta eventualidad, los participantes en dos de los simposios
de tal congreso, ya con los trabajos hechos, optaron por reunirse en la
ciudad de México para presentar y discutir dichas ponencias. Aparen-
temente ambos simposios carecen de relación entre sí, pues mientras
uno está dedicado a reflexionar sobre Mesoamérica (“Unidad y diver-
sidad en Mesoamérica”), el otro lo hace sobre la historia de la ciencia
(“Historias y epistemologías de la antropología”); sin embargo, los
vasos comunicantes son varios. Tal vez el más importante y decisivo
es la pertenencia de los coordinadores de los respectivos simposios, ya

9
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

en México, al Seminario de Historia, Filosofía y Sociología de la An-


tropología Mexicana, coordinado por la doctora Mechthild Rutsch y
realizado en la deas.
Dicho seminario, fundado en 1991 gracias al impulso dado por la
publicación, en 1987-1988, de la monumental obra La antropología en
México. Panorama histórico, cuyos quince volúmenes fueron coordina-
dos por Carlos García Mora, se ha dedicado fundamentalmente a la
discusión de los aspectos metateóricos, epistemológicos, históricos y
sociológicos tanto de la antropología en general como de la antropo-
logía mexicana en particular, como lo muestran fehacientemente las
numerosas publicaciones que dan fe de sendos eventos académicos,
uno de los cuales fue dedicado específicamente a Mesoamérica, reali-
zado en octubre de 1997, bajo el título: “Mesoamérica. Una polémica
científica, un dilema histórico”, cuyos trabajos fueron publicados, como
número monográfico, en el volumen 19 de la revista Dimensión Antro-
pológica en el año 2000.
Así pues, el impulso principal para la realización del coloquio Sen-
deros de la Antropología procede del Seminario de Historia, Filosofía
y Sociología de la Antropología Mexicana, cuyos ejes temáticos se
entrelazan por las correspondientes perspectivas; la primera se articu-
la a una antigua e intensa discusión sobre las implicaciones teóricas y
políticas del concepto “Mesoamérica”, la segunda se sitúa en la más
reciente discusión sobre la historia de la ciencia, particularmente sobre
las condiciones sociales, políticas y económicas que inciden en la pro­
ducción científica. A esta línea corresponden diversos libros publica-
dos por el Seminario (Rutsch, compiladora, 1996; Serrano y Rutsch,
editores, 1997; Rutsch y Wacher, coordinadoras, 2004).
Con la intención de ofrecer el trasfondo histórico de la discusión
sobre Mesoamérica, presentamos a continuación un esbozo de sus
antecedentes, cuestión que consideramos fundamental por la distorsión
que han provocado varios de los participantes en la polémica, quienes
con frecuencia han estereotipado las posiciones en juego, o bien las
han esquematizado. Tal vez el error más generalizado es la confusión
de las dimensiones política, teórica y analítica en que se sitúa el con-
cepto, fundado por el etnólogo Paul Kirchhoff y publicado original-
mente en 1943 en las páginas de la revista Acta Americana.

10
Prólogo

II
Una sociedad no se define por una simple lista de
rasgos, sino por la interrelación y dinámica funcional
que dichos rasgos significan en la vida social. Kirchhoff
sentó las bases para una discusión más amplia; su
enlistado debemos considerarlo como una hipótesis de
trabajo, y no hacerlo el mito que ahora es (Armillas, en
Navarrete, 1991: 36).

En la configuración del concepto “Mesoamérica” confluyen diver-


sas tendencias teóricas y tradiciones científicas que inciden en la de-
finición de varias perspectivas que siguen su propio desarrollo ampa-
radas siempre en el concepto. La más importante, sin duda, es aquella
en la que se sitúa el autor del texto seminal: la escuela histórico cul-
tural alemana, particularmente la corriente encabezada por Fritz
Graebner. Los integrantes de esta escuela compartían la pretensión
educativa y filosófica, dominante desde mediados del siglo xix, que
pugnaba “por una ciencia unificada, humanista, pero elitista a la vez
y, la mayor de las veces, eurocéntrica”. A ella pertenecían los estudio-
sos alemanes que llegaron a México en la primera mitad del siglo xx,
tales como Eduard Seler, Franz Boas, Hermann Beyer y el propio Paul
Kirchhoff (Rutsch, 2000: 38).
Paul Kirchhoff se había doctorado en 1927 con una tesis sobre los
pueblos amazónicos del noreste de Sudamérica; apoyándose en “fuen-
tes etnohistóricas y contemporáneas analiza la organización social y
el parentesco”, proponiendo una tipología de parentesco semejante a
la que, por esos mismos años, elabora Robert H. Lowie en sus investi-
gaciones con los indios cuervo de Estados Unidos; tipología que, por
cierto, empleará Calixta Guiteras en el ensayo en el que sintetiza y
discute los sistemas de parentesco de los pueblos mesoamericanos
(Guiteras, 1952).
En 1937 Kirchhoff llega a México y despliega una intensa actividad
docente y de investigación; para entonces “ya había estudiado con
Malinowski en Londres, con Rivet en París y entablado corresponden-
cia con la mayoría de los entonces eminentes antropólogos en el
medio internacional. Entre estos estuvo Franz Boas, quien en más de
una ocasión le socorrió mediante sus buenos oficios y quien tuvo una

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

alta opinión de él” (Rutsch, 2000: 41). Cuando se realiza en México


el XXVII Congreso Internacional de Americanistas, en 1939, Kirchhoff
es nombrado coordinador del Comité Internacional para el Estudio de
las Distribuciones Culturales en América, cuya sede estaría en el Ins-
tituto Panamericano de Geografía e Historia en la ciudad de México;
asimismo, dirige un equipo del que forman parte Roberto J. Weitlaner
y Wigberto Jiménez Moreno, al cual están adscritos varios estudiantes
del Departamento de Antropología de la Escuela de Ciencias Bioló-
gicas en el Instituto Politécnico Nacional (ipn), entre quienes encon-
tramos a Pedro Armillas, Barbro Dahlgren y Ricardo Pozas.
Otra corriente teórica, emparentada con la alemana, es la que
funda Franz Boas en Estados Unidos, la cual desarrolla el concepto de
área cultural desde principios del siglo xx en la obra del propio Boas,
y tiene referentes fundamentales en los trabajos de sus discípulos, como
son Clark Wissler y Alfred L. Kroeber. Este último, en su libro Cultu­
ral and Natural Areas of Native North America, publicado en 1936,
propone analizar las relaciones ambientales de las culturas de los pue-
blos indios, así como “examinar las relaciones históricas de las áreas
culturales, a las que definió como ‘unidades geográficas de cultura’”,
añadiendo que este concepto de área cultural es solamente un medio,
no un fin (González Jácome, 2000: 126).
Una tercera corriente es la que representa la tradición antropoló-
gica del Museo Nacional, a la que se adscriben sus investigadores
Wigberto Jiménez Moreno y Miguel Othón de Mendizábal. En su libro
La influencia de la sal en la distribución geográfica de los grupos indígenas
de México (1928), Mendizábal establece una distinción entre los pue-
blos agricultores y los recolectores-cazadores del norte de México, con
lo que prefigura la frontera septentrional de Mesoamérica; su investi-
gación está basada en fuentes etnohistóricas y se apoya en el mapa y
los datos que Manuel Orozco y Berra presenta en su obra Geografía de
las lenguas y carta etnográfica de México (1864).
Aquí resulta sugerente indicar que el reconocimiento de la diver-
sidad cultural y lingüística de los pueblos indios se inicia con el estudio
de la distribución y el establecimiento de vínculos históricos entre las
lenguas amerindias. Sin embargo, estas tipologías trascienden el ám-
bito estrictamente lingüístico, pues desde la perspectiva del evolucio-

12
Prólogo

nismo decimonónico era una manera de conocer la diversidad de las


“razas” indígenas, partiendo de la premisa de que la raza era la base de
las distinciones culturales y lingüísticas. Esta premisa permanece la-
tente en los subsiguientes mapas de las lenguas indígenas al extender
la denominación lingüística a la étnica, de tal suerte que, por ejemplo,
los “pueblos zapotecos” son los hablantes de “zapoteco”. Este criterio
se oficializa a partir de los registros del primer censo nacional de po-
blación, realizado en 1895, y se continúa hasta, prácticamente, el del
año 2000. Dicha concepción se expresa en los mapas que, con el aus-
picio del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, preparan
Wigberto Jiménez Moreno y Miguel Othón de Mendizábal en 1934,
para dar cuenta de la distribución de las lenguas amerindias de Méxi-
co en el siglo xvi, al momento de la conquista española, y en 1930,
con los datos del censo correspondiente.
Como lo apunta Jiménez Moreno, en la entrada dedicada a Meso-
américa en la edición de 1977 de la Enciclopedia de México, Othón de
Mendizábal establece una distinción entre los pueblos del noroeste
de México que anticipa la frontera mesoamericana; esta misma dife-
rencia es indicada por Ralph Beals, discípulo de Boas en la Universidad
de California, en su libro The Comparative Ethnology of Northern Mexi-
co before 1750 (1932), y también por Kroeber en su libro Cultural and
Natural Areas of Native North America (1936); como es de suponerse,
ninguno de los dos autores estadounidenses parece conocer el trabajo
de Mendizábal, pues no es citado, no obstante que había presentado
una ponencia con el mismo título del libro en el XXIII Congreso In-
ternacional de Americanistas, celebrado en Nueva York en 1928.
Con la integración de Jiménez Moreno al equipo que dirige Kirch­
hoff en el Museo Nacional, se apoya el trabajo orientado al estableci­
miento del área cultural que, a propuesta del propio Jiménez Moreno,
habría de denominarse Mesoamérica, y cuyo sustento teórico reúne
diferentes corrientes, si bien, como lo apuntamos antes, la que domi-
na en términos metodológicos es la cultural alemana.
La constitución del concepto “Mesoamérica” como un paradigma
oficial que legitima los programas de investigación y, específicamente,
la actividad arqueológica de carácter monumentalista por encima de
las otras ciencias antropológicas, tiene como sus referentes más impor-

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

tantes la fundación de la Sociedad Mexicana de Antropología (sma),


en 1937, y del Instituto Nacional de Antropología e Historia, en 1939,
así como a su mayor protagonista en Alfonso Caso, una figura política
y científica que hegemoniza los campos de la antropología y de la
política indigenista nacional hasta su muerte, en 1970. A esta antro-
pología oficial es a la que se refiere el desdeñoso título del libro publi-
cado ese mismo año por un grupo de jóvenes antropólogos críticos: De
eso que llaman antropología mexicana (Bonfil et al., 1970).
Alfonso Caso Andrade (1896-1970) destaca desde muy joven en
la política universitaria; obtiene la licenciatura en derecho en 1919 y la
maestría en filosofía en 1920. Maestro en la Escuela de Derecho desde
el año de su recepción hasta 1929, cuando asume la dirección de la
Escuela Nacional Preparatoria, y desde donde enfrenta el movimien-
to estudiantil por la autonomía universitaria, lleva al mismo tiempo
diversos cursos de antropología en la Facultad de Filosofía y Letras de
la unam, que se impartían en el viejo Museo Nacional.
El maestro que más lo influyó fue Hermann Beyer, de quien heredó
la tradición ilustre de Seler, por mucho que más tarde refutara las
prin­cipales tesis del viejo maestro. Nos referimos sobre todo a que
mien­tras Seler creía que el tema básico de los códices pictográficos era
religioso, Caso demostró con brillantez que muchos de ellos eran histó­
ricos, dando así, por primera vez, una lectura de los códices mixtecos y
una crónica de ese pueblo que abarca casi mil años (Bernal, 1975: 44).
Su inquietud por la historia antigua de México se muestra desde
1927, cuando funda la Revista Mexicana de Estudios Históricos, junto con
Rafael Loera y Chávez, Manuel Toussaint y Federico Gómez de Orozco,
de la cual saldrán solamente dos números. Para 1928 publica su primer
libro, Las estelas zapotecas, que constituye el antecedente para el desa-
rrollo del trabajo arqueológico en Monte Albán, iniciado a fines de 1931;
poco después, el 9 de enero de 1932, encuentra el fabuloso tesoro de la
Tumba 7 que le da renombre internacional. Para entonces era profesor
de Arqueología Mexicana y Maya en la Facultad de Filosofía y Letras,
puesto que ocupa desde 1929 hasta 1943; asi­mismo, de 1930 a 1933 es
jefe del Departamento de Arqueología en el Museo Nacional, y de 1933
a 1934 director del mismo. Permanece en su condición de director de
las exploraciones de Monte Albán de 1931 a 1943.

14
Prólogo

A mediados de 1937, un grupo de estudiosos se reúne junto con


Alfonso Caso en su domicilio, en la ciudad de México, con la intención
de fundar una asociación que agrupara a los interesados en las inves-
tigaciones antropológicas. Ellos son Rafael García Granados, Wigber-
to Jiménez Moreno, Paul Kirchhoff, Miguel Othón de Mendizábal y
Daniel F. Rubín de la Borbolla, y convocan a quienes realizan estudios
sobre el México antiguo, recibiendo la respuesta de 63 personas. Así,
el 28 de octubre de 1937 se funda la Sociedad Mexicana de Antropo-
logía, con dos secretarios (Rafael García Granados y Daniel F. Rubín
de la Borbolla) y un tesorero (Bodil Christensen); su publicación
oficial, la Revista Mexicana de Estudios Antropológicos (rmea), aparece
como una continuación de aquella otra fundada en 1927, de tal ma-
nera que el primer número aparece como el tercero. El director de la
revista es precisamente Alfonso Caso (Arechavaleta, 1988).
El decreto por el cual se crea el Instituto Nacional de Antropología
e Historia es del 31 de diciembre de 1938, pero la ley orgánica que rige
su funcionamiento aparece en el Diario Oficial el 3 de febrero de 1939.
Esta institución tendría como atribuciones la exploración de zo­nas ar-
queológicas, la vigilancia, conservación y restauración de monumen-
tos arqueológicos, históricos y artísticos, el desarrollo de investigacio-
nes antropológicas y la publicación de trabajos relevantes para sus
diversos objetivos, además, integraría el Museo Nacional de Arqueo-
logía, Historia y Etnografía, así como el Departamento de Monumen-
tos Históricos, Artísticos y Arqueológicos, el cual, por cierto, sería
dividido en dos departamentos: el de Monumentos Prehispánicos y el
de Monumentos Coloniales; además, se crea el Museo Nacional de His­
toria y se incorpora el antiguo Departamento de Antropología de la
Escuela de Ciencias Biológicas, en el ipn, pero ahora con el nombre
de Escuela Nacional de Antropología, donde se formarían los profe-
sionales a cargo de las tareas sustantivas definidas en su ley orgánica.
El primer director del inah es Alfonso Caso (Olivé, 1988: 208, 209).
Los miembros de la Sociedad Mexicana de Antropología (sma) se
reunían dos veces al mes para presentar conferencias y tener amplias
discusiones sobre las investigaciones en proceso; en estas reuniones se
planteó la necesidad de llevar a cabo eventos académicos de mayor
magnitud, que otorgaran trascendencia a los trabajos presentados y a

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Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

los problemas planteados. Es así como surge la propuesta de organizar


las Mesas Redondas de Antropología, dedicadas a temas específicos de
interés para toda la comunidad antropológica que trabajaba en el país.
La I Mesa Redonda se realiza en el mes de julio de 1941 bajo el título
de “Tula y los toltecas”; la segunda, dedicada a discutir el tema de lo
olmeca, se lleva a cabo en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en
abril de 1942. Para finales de agosto y principios de septiembre de 1943,
en el Castillo de Chapultepec, en la ciudad de México, el tema discu-
tido es “El norte de México y el sur de Estados Unidos”.
Tres años después, en septiembre de 1946, la IV Mesa Redonda,
cuya sede fue la ciudad de México, se dedica al Occidente de México,
la V Mesa Redonda, “Huastecos, totonacos y sus vecinos”, se lleva a
cabo en Xalapa, Veracruz, en el mes de julio de 1951, y es entonces
cuando emerge la crítica a la tendencia oficial, encabezada por Caso,
hecha por William Sanders, quien es apoyado por Pedro Armillas,
ambos arqueólogos, y que le cuesta a este último un exilio forzado
que lo conduce, finalmente, a trabajar en universidades de Estados
Unidos. Alfonso Caso está en el apogeo de su influencia, como lo
señala el volumen de homenaje que le entrega, en sesión solemne, la
sma, por una comisión que integraban Juan Comas, Manuel Maldo-
nado Koerdell, Eusebio Dávalos e Ignacio Marquina (Arechavaleta,
1988: 128).
La culminación de la corriente nacionalista que domina las activi-
dades del inah y de la propia sma es señalada por la construcción del
Museo Nacional de Antropología, así como por el vasto programa de
reconstrucción arqueológica de Teotihuacan, ambos inaugurados por
el presidente de la República, Adolfo López Mateos, en septiembre de
1964; allí se expresa museográficamente el esplendor del México an-
tiguo, en la vieja concepción de los criollos nacionalistas, centrando
la atención en las grandes civilizaciones mesoamericanas, particular-
mente en la mexica, instalada en la parte central del edificio, con una
ins­talación espectacular que tiene como corazón mismo de la sala las
“dos piedras”: el Calendario Azteca y la diosa Coatlicue. La etnografía
queda situada en un segundo piso, articulada a las salas arqueológicas.
Sin embargo, lo que sigue, ya en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz,
es el decaimiento de la presencia de esta antropología nacionalista,

16
Prólogo

hecho en el que influye ampliamente la marginación de Alfonso Caso


por parte del régimen. Después de la XI Mesa Redonda, “El valle de
Teotihuacan y su contorno”, realizada en agosto de 1966, la sma entra
en un profundo letargo, “hasta el punto de que muchos antropólogos
la consideran muerta a partir de este momento”; sólo alcanza a publi-
carse el primer volumen con los trabajos presentados. Una nueva
generación toma la estafeta en 1971, cuando se eligen como secretarios
a Jaime Litvak y a Eduardo Matos, ambos arqueólogos; se reactivan
entonces las Mesas Redondas y se organiza, en 1972, la XII, dedica-
da al tema “Religión en Mesoamérica”, propuesto en la reunión an­
terior a resultas de una fuerte discusión entre Alfonso Caso y Paul
Kirchhoff.
La corriente crítica a la arqueología nacionalista que domina al
inah se manifiesta en la XV Mesa Redonda, realizada en la ciudad de
Guanajuato en el mes de julio de 1977; el arqueólogo Juan Yadeun
presenta una ponencia en la que hace una crítica de los trabajos ar-
queológicos presentados en las catorce mesas redondas anteriores y
concluye con el reconocimiento de dos grandes tendencias en la ar-
queología mexicana. Una de ellas, la hegemónica, construye una
historia cultural

… llena de enigmas, se conforma a base del análisis de los rasgos de los ma-
teriales arqueológicos, principalmente los derivados de estudios cerámicos, a
partir de los cuales establecen series cronológicas, basándose en supuestas
“evoluciones” de formas o diseños que comparan con materiales de otros
lugares. Este sistema es el que genera la profusión de “relaciones” (nunca
definidas) entre todos los sitios del México Antiguo e inclusive con el suroes-
te y sureste de los Estados Unidos. Son trabajos generalmente carentes de
referencia teórica, de definición, de unidades de estudio, sin una relación de sus
métodos de trabajo. Son, adicionalmente, trabajos sobre segmentos de la
to­talidad social y, como tales carecen de capacidad explicativa; bajo el pre-
texto de desarrollar una historia cultural, sus investigaciones y también las
excesivas reconstrucciones de pirámides quedan automáticamente justificadas
(Yadeun, 1978: 169).

La otra tendencia, cuya paternidad Yadeun atribuye a Paul Kirchhoff


y a Miguel O. de Mendizábal, se caracteriza por un análisis crítico de
las fuentes, de las cuales obtienen datos económicos, políticos, ideo-

17
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

lógicos y demográficos; por lo general tienen una problemática rela­


cionada con la articulación entre las estructuras que conforman una
sociedad así como con el papel que el arreglo de éstas juega en su re-
producción o transformación, planteando a través de su desarrollo la
necesidad de manejar asentamientos arqueológicos completos, dentro
de áreas mayores de investigación (Yadeun, 1978: 170).
Sin embargo, hay en esta afirmación una excesiva simplificación
para caracterizar la corriente crítica que emerge desde los años cua-
renta; y no son los autores que Yadeun menciona los que la fundan, es
decir Kirchhoff y Mendizábal, sino Pedro Armillas (1914-1984), un
trasterrado republicano que llega a México en 1939. Al año siguiente,
y luego de trabajar como ingeniero topógrafo en Chiapas, se inscribe
en la Escuela Nacional de Antropología y, en 1941, imparte el curso
“Topografía para arqueólogos”, en la misma escuela, encontrándose en
una situación semejante a la de Calixta Guiteras, Alberto Ruz y Jo-
hanna Faulhaber, de ser simultáneamente alumnos y maestros en la
misma escuela. En su condición de estudiante, Armillas se incorpora
al proyecto que dirige Kirchhoff sobre la distribución de rasgos cultu-
rales y comienza su colaboración con Alfonso Caso, para quien reali-
za un levantamiento topográfico en la fortaleza mexicana de Oztuma,
Guerrero. En 1942 se convierte en ayudante de cátedra de Caso, al
mismo tiempo que realiza trabajo arqueológico en Monte Albán y en
Teotihuacan.
Pedro Armillas recibe la beca Guggenheim para realizar una estan-
cia en la Universidad de Columbia, en Nueva York, en 1946; ahí es-
tablece relaciones amistosas y profesionales con destacados arqueólo-
gos, pero sobre todo accede a la obra de Gordon Childe, uno de los
más importantes teóricos evolucionistas. De regreso a México continúa
con sus actividades tanto en el inah como en la Escuela Nacional de
Antropología e Historia (enah), formando a una generación de ar-
queólogos con la nueva orientación teórica que ahora desarrolla en
sus investigaciones. Sin embargo, el incidente en la V Mesa Redonda
con Alfonso Caso, en 1951, conduce a su gradual marginación profe-
sional, de tal suerte que para el lapso de 1956-1959 trabaja para la
unesco en Ecuador, luego se traslada a la Universidad de Illinois, en
Carbondale, y posteriormente trabaja en la Universidad de Chicago

18
Prólogo

(1965-1968); finalmente se instala en la Universidad Estatal de Nue-


va York, en Stony Brook, donde fallece en 1984. Dos de sus discípulos
que continúan sus planteamientos teóricos son José Luis Lorenzo y
Ángel Palerm. El primero realiza estudios en Inglaterra con Gordon
Childe y regresa a México en 1954 para continuar formando arqueó-
logos en la perspectiva teórica evolucionista; traduce Reconstruyendo
el pasado, de Childe, y Arqueología de campo, de Wheeler, e introduce
nuevas técnicas de análisis de materiales arqueológicos.
Ángel Palerm Vich (1917-1980), por su parte, ingresa a la enah
en 1948, donde se gradúa con la tesis “Las bases agrícolas de la civiliza­
ción urbana en Mesoamérica”, mostrando ya su ubicación en la perspec­
tiva teórica evolucionista; para 1950, Juan Comas, entonces secretario
en el Instituto Indigenista Interamericano —que dirigía don Manuel
Gamio—, lo recomienda para trabajar en la Unión Panamericana, en
la ciudad de Washington, para incorporarse al Departamento de Asun-
tos Culturales y colaborar en la elaboración del Boletín de Ciencias
Sociales que dirigía Theo R. Crevenna. Ahí, desarrolla una intensa
actividad editorial y académica. En 1953 presenta un trabajo sobre el
desarrollo de la civilización de regadío en Mesoamérica en un ­simposio,
organizado por Julian H. Steward, de la reunión anual de la American
Anthropological Association, que se llevó a cabo en Tucson, Arizona;
en este simposio también participa Pedro Armillas, aunque no en­tregó
su texto. Posteriormente, las ponencias fueron publicadas en Las ci­
vilizaciones antiguas del Viejo Mundo y de América (Steward, 1955).
Este simposio marca profundamente la orientación teórica del fu-
turo trabajo de Palerm, pues asume los planteamientos del evolucionis­
mo multilineal de Steward, pero sobre todo se adscribe a la propuesta
teórica y política de Karl A. Wittfogel, destacado sinólogo que expre-
saría a plenitud su profundo anticomunismo en el libro Despotismo
oriental (1957), donde hace una mordaz crítica del burocratismo de la
Unión Soviética y defiende su particular versión del modo de produc-
ción asiático, propuesto originalmente por Marx en las Formen, un
texto publicado hasta 1939. Son los años de la guerra fría, cuando se
expresa un clima político altamente represivo. Esta orientación teóri-
ca y política de Palerm, con el sello anticomunista, será expuesta ní-
tidamente en una serie de conferencias que imparte en la Universidad

19
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

Iberoamericana, las cuales son publicadas posteriormente bajo el títu-


lo de “Para una historia intelectual y política del modo asiático de
producción”, en su libro Agricultura y sociedad en Mesoamérica (1972).
Sin embargo, la influencia más fuerte de Palerm en la antropología
mexicana la ejercerá a partir de su asunción como director del Centro
de Estudios Superiores del inah (cis-inah) en septiembre de 1973,
acontecimiento trascendente, pues marca una ruptura con la hegemo-
nía del inah. Una empresa que fue posible gracias a la unión de es-
fuerzos de diferentes antropólogos situados en cargos gubernamentales,
como Gonzalo Aguirre Beltrán, director del ini y subsecretario en la
Secretaría de Educación Pública, y Guillermo Bonfil, director del inah,
entre otros. Desde este centro de investigaciones impulsará diferentes
estudios, como el que explora los sistemas de irrigación en la cuenca
de México, tanto los que nutrieron a los sistemas políticos mesoame-
ricanos como los que se mantuvieron en el periodo novohispano, e
incluso los existentes en la actualidad, como lo muestran los trabajos
dedicados a la historia del señorío de Xochimilco. Un proyecto de
investigaciones del cis-inah centrado en la discusión sobre los sistemas
socioeconómicos y político-religiosos de las sociedades mesoamerica-
nas es el que dirige Pedro Carrasco, quien hace contribuciones sustan-
ciosas, tanto por los trabajos que elabora él mismo como por los que
dirige, entre los cuales cabe mencionar los de Mercedes Olivera e
Hildeberto Martínez en el valle poblano-tlaxcalteca; en esta línea se
sitúan también los trabajos colectivos que publica bajo su coordinación
junto con Johanna Broda.
La actividad académica de Ángel Palerm también incide en el
campo de la docencia, pues reactiva el posgrado de antropología en la
Universidad Iberoamericana, estimulando las investigaciones antro-
pológicas en el viejo Acolhuacan, donde había trabajado durante
épocas anteriores; asimismo funda el Departamento de Antropología
en la Universidad Autónoma Metropolitana; en ambas instituciones
el plan de estudios se organiza con un tronco común en las ciencias
sociales, particularmente en la sociología y la economía, con lo cual
toma distancia del vigente en la enah y en las escuelas de antropolo-
gía de Veracruz y Yucatán, donde el troco común se había organizado
siguiendo un criterio culturalista de raíz boasiana.

20
Prólogo

Dentro del inah y la enah, sin embargo, continúa la discusión


sobre la arqueología oficial, que tiene en el concepto de Mesoamérica
su referente central. Así, la XIX Mesa Redonda de la Sociedad Mexi-
cana de Antropología, realizada en la ciudad de Querétaro en 1985,
se dedica a discutir “la validez del concepto Mesoamérica”. No obs-
tante las numerosas críticas y las acaloradas discusiones, no se llega a
ningún acuerdo y la condición controversial del concepto se mantie-
ne, como se advierte en el volumen que recoge las contribuciones de
los participantes.
El siguiente capítulo en la polémica sobre Mesoamérica se inicia
en 1996 con un afilado intercambio de artículos entre el arqueólogo
Ignacio Rodríguez y Carlos García Mora, etnólogo, en las páginas de
la revista Actualidades Arqueológicas, publicada por un grupo de estu-
diantes de arqueología; aquí la discusión trasciende el campo especí-
fico de la arqueología para extenderse a las otras especialidades, parti-
cularmente a la etnología. Dado que ambos antropólogos forman
parte del Seminario de Historia, Filosofía y Sociología de la Antropo-
logía Mexicana, la propuesta de llevar la discusión a un foro más ­amplio
condujo a la organización del “coloquio Mesoamérica. Una polémica
científica, un dilema histórico”, el cual tiene lugar en la enah del 13
al 15 de octubre de 1997; los trabajos entregados por los participantes
fueron publicados en el volumen 19 de la revista Dimensión Antropo-
lógica, en el año 2000.
Este conjunto de ensayos muestra elocuentemente los diferentes
niveles en que se da la polémica, así como la confusión que comparten
algunos de los autores; sin embargo, resultan fundamentales las contri­
buciones de Mechthild Rutsch y de Alba González Jácome; la prime-
ra establece una distinción decisiva, para la ponderación de la obra de
Paul Kirchhoff, entre la tradición teórica a la que pertenece, la escue-
la histórico cultural alemana, y su militancia de izquierda, como se ad­
vierte dramáticamente en la nota que Kirchhoff escribe a raíz del fa­
llecimiento de su maestro Robert von Heine-Geldern, traducida del
ale­mán por la propia M. Rutsch (Rutsch, 2000; Kirchhoff, 2000).
Por su parte, Alba González Jácome establece brevemente la ge-
nealogía del concepto de área cultural en la antropología culturalista
estadunidense a partir de Franz Boas hasta llegar a su configuración en

21
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

los años treinta, que embona con las concepciones de Kirchhoff y las
de los estudiosos mexicanos. Sin embargo, lo que resulta clarificante
es la distinción entre el carácter sincrónico de la propuesta de Kirchhoff
y el diacrónico de la perspectiva evolucionista que funda Pedro Armi-
llas. Con esto aborda la importancia del carácter heurístico del con-
cepto y sus diversos contenidos a lo largo de los años desde su aparición
inicial, en 1943; asimismo, apunta la injusticia de la declaración de
Kirchhoff, hecha en la reedición de su artículo seminal sobre Meso-
américa en la revista de los estudiantes de la enah, Tlatoani, en 1960,
cuando lamenta la ausencia de críticas constructivas a su propuesta
original, pues desde los años cincuenta el propio Armillas, y posterior-
mente sus discípulos, despliegan una perspectiva crítica de carácter
diacrónico. En las palabras de la propia Alba González:

el concepto de Mesoamérica ha evolucionado desde uno que se caracteriza


por ser sincrónico, hasta otro que es sincrónico y diacrónico o […] si no se
tiene una visión evolucionista, podría considerarse que tratamos aquí con
dos conceptos en esencia distintos, cuyas historias son diferentes, y que poseen
tanto una lógica como una naturaleza estructural diferente. A esta propuesta
anterior se podrían agregar también otros conceptos de Mesoamérica, uno de
ellos geopolítico, otro de naturaleza política y administrativa, ambos confor-
mados por parámetros y aplicaciones de otra naturaleza ajena a la estricta-
mente académica (González Jácome, 2000: 143-144).

El ensayo de S. Jeffrey K. Wilkerson subraya, a propósito de sus


investigaciones en la planicie del Golfo de México, la importancia
analítica del concepto “Mesoamérica” en las investigaciones arqueo-
lógicas, pues además de afirmar que el concepto de área cultural es
básicamente un marco de referencia, no una explicación. Señala:

En suma, no podemos analizar la enorme región de la costa del Golfo sin


considerar las otras regiones que le rodean y con las cuales intercambian
influencias. Nunca, por lo menos en los últimos 5000 años, fueron indepen-
dientes de contactos mutuos. Tampoco podemos elaborar su cronología sin
tomar en cuenta las secuencias culturales de estas otras regiones. Visto desde
otra perspectiva, si no existiera el concepto del área cultural de Mesoaméri-
ca, tendríamos que volverlo a inventar. En otras palabras, hay una Mesoamé-
rica aun sin la Mesoamérica que hemos discutido (Wilkerson, 2000: 162).

22
Prólogo

La discusión sobre Mesoamérica en el campo de la etnología se pro-


duce con intensidad prácticamente hasta el comienzo del milenio. El
establecimiento del concepto como tema central en las investigaciones
que se desarrollan en el inah y en las discusiones que se realizan en la
Sociedad Mexicana de Antropología, todas ellas bajo la mirada vigi-
lante de Alfonso Caso, subordinan la problemática al análisis de las
propuestas procedentes de la arqueología, con su énfasis en las grandes
zonas arqueológicas —fundamentalmente aquellas que tienen un
valor emblemático para el discurso nacionalista, como Teotihuacan y
Tula— en conjunción con los datos de la etnohistoria, básicamente
las fuentes, manejadas con una flexibilidad carente de rigor, como se
ha apuntado en varios de los señalamientos críticos.
La antropología física igualmente se subordina a las investigaciones
arqueológicas manteniendo un perfil prácticamente osteométrico, si
no es que situándose en campos de la raciología, como el de los tipos
sanguíneos y la biotipología.
La etnografía no se queda atrás en sus afanes de reconstrucción de
la cultura mesoamericana a partir de las condiciones contemporáneas
de los pueblos indios mexicanos; se buscan aquellas características
sociopolíticas y religiosas que ofrezcan la clave para la interpretación
de los testimonios arqueológicos y poder dar cuenta de los pueblos que
los construyeron. La premisa subyacente en muchas de las investiga-
ciones etnográficas es la de encontrar a las poblaciones más apartadas
con la esperanza de haber sido poco contaminadas por la colonización
hispana y por la cultura contemporánea, o sea la “modernidad”. Con
esta orientación se busca la antigua organización social de los pueblos
mesoamericanos, tanto el parentesco como las unidades sociales sig-
nificativas, tales como los barrios, los calpules, los “sistemas de cargos”,
el culto a las viejas deidades bajo el cascarón de la cristiandad, el “to-
nalismo” y el “nagualismo”; pero no los sistemas agrícolas, ni la orga-
nización del trabajo, cuestiones que se desarrollarán posteriormente,
ya bajo la perspectiva evolucionista.
Una muestra del predominio de este enfoque es el conjunto de
ponencias que se presentan en el llamado “Seminario de la Viking”,
aludiendo a la fundación que auspicia la reunión, que tiene lugar entre
fines de agosto y comienzos de septiembre de 1949 en la ciudad de

23
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

Nueva York; en los trabajos presentados, y discutidos a lo largo de una


semana por un grupo representativo de antropólogos mexicanos y
estadunidenses, se asume el marco histórico mesoamericano; de hecho,
en la publicación de los trabajos el ensayo que abre al conjunto es la
versión inglesa del texto seminal de Paul Kirchhoff (Tax, 1952). Ca-
lixta Guiteras hace una síntesis de los estudios de parentesco, Fernan-
do Cámara lo hace de los “sistemas de cargos” y Julio de la Fuente se
remite a las relaciones interétnicas (Medina, 2000: 59-60).
Este mismo planteamiento nacionalista, de raíz criolla, se expresa
con magnificencia y con espectacular despliegue museográfico en el
Museo Nacional de Antropología que, centrado en las manifestaciones
arquitectónicas y artísticas de los estados mesoamericanos, relega las
expresiones contemporáneas de los pueblos indígenas a un segundo
piso, de evidente menor fastuosidad, pero sobre todo sin referencia a
sus condiciones sociales y económicas actuales, ni a su inserción en
sis­­temas regionales pluriétnicos, en los que la población nacional de
habla hispana ejerce el control político y económico que los subordi-
na a las necesidades del desarrollo nacional. Aparecen entonces como
descendientes de las antiguas civilizaciones, cuyas manifestaciones se
pueden ver desde el segundo piso, pero empobrecidos, aunque eso sí,
multicolores (Medina, 2000: 60-62).
Una perspectiva semejante abordaron los trabajos de etnografía
reunidos en el Handbook of Middle American Indians (Wauchope, 1964-
1976), los cuales hacen énfasis en las condiciones de primitivismo de
los pueblos indios, es decir, en la cultura nativa poco “contaminada”
por la “civilización”. La parte de etnografía en esta enorme obra co-
rresponde a los volúmenes 7 y 8 (coordinados por Evon Z. Vogt), en
los que hay 44 ensayos monográficos. De esta enciclopédica recopila-
ción destacan dos características estrechamente relacionadas, por una
parte, domina su carácter geopolítico, pues lo que se llama Middle
America no corresponde a Mesoamérica, sino a aquella parte del con-
tinente americano que va de la frontera norte de México a la frontera
de Panamá con Colombia, espacio controlado militarmente, desde que
se inaugura el Canal de Panamá, en 1914, por Estados Unidos, y cuya
importancia se acentúa con la expansión colonial estadunidense pos-
terior a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

24
Prólogo

La segunda característica es el empleo del concepto de área cultu-


ral como criterio metodológico; este enfoque fue impuesto por razones
estratégicas y militares a las investigaciones antropológicas durante la
Segunda Guerra Mundial. Como lo ha estudiado minuciosamente
David Nugent (2008), el conflicto armado obligó a una completa re-
organización de las investigaciones científicas en Estados Unidos; si
anteriormente el financiamiento se hacía a partir de las fundaciones
filantrópicas, de las cuales las más importantes eran la Carnegie Insti-
tution, la Rockefeller y la Ford, entre otras, ahora se haría a través del
extenso sistema universitario, coordinado por diversas instituciones
nacionales.
Esta nueva organización responde a diferentes necesidades y se
dirige a nuevas situaciones, tales como las establecidas por la ocupación
militar y la administración territorial de las regiones afectadas por la
guerra. El ejército requería de información que le permitiera gobernar
las regiones ocupadas, de tal suerte que los administradores profundi-
zaran su conocimiento a medida que su gobierno se afianzaba. Este es
el contexto en el que emerge la versión militar de los estudios de área,
una estrategia coordinada por la cúpula del ejército, diseñada y ense-
ñada por académicos, y puesta en práctica por personal militar en
diferentes regiones del mundo (Nugent, 2008).
La colaboración entre académicos y militares se establece a través
del Ethnogeographic Board, cuya sede y coordinación sería la Smith-
sonian Institution de Washington. En ese contexto de guerra en el que
se acentúa la importancia estratégica del control de los países ameri-
canos por Estados Unidos se llevan diversas acciones mediante varios
organismos interamericanos, principalmente la Unión Panamericana, la
que promueve la fundación de un Instituto Panamericano de Geogra-
fía e Historia, cuya sede se establecería en la ciudad de México. Desde
la Smithsonian se crea la Sociedad Interamericana de Antropología,
que publicará la revista Acta Americana, en cuyo primer número, de
1943, aparece el ahora famoso ensayo de Paul Kirchhoff; su director
es Ralph Beals, un antropólogo de la Universidad de California, espe-
cialista en el norte y occidente de México.
Asimismo, en estos tiempos de guerra se funda el Instituto de
Antropología Social, también dependiente de la Smithsonian y con

25
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

sede en Washington, cuyo director sería Julian H. Steward; este


instituto impulsará las investigaciones antropológicas, en colabora-
ción con la enah, en la región tarasca, primero con R. Beals y luego
con George M. Foster, así como en la región totonaca, donde trabaja
Isabel Kelly. Además, en la enah se crea un programa de becas aus-
piciadas por la Rockefeller, la Carnegie Institution y la Viking Fund
(Kemper, 1993).
Julian H. Steward juega un papel central en la articulación de esta
estrategia político-académica; por una parte dirige las investigaciones,
desde finales de los años treinta, para la realización del Handbook of
South American Indians (Steward, 1946-1949), en la que por cierto
colaboran Kirchhoff y su equipo de estudiantes de la enah, como lo
apuntó B. Dahlgren (1996). En esta obra, de seis volúmenes, se esta-
blece el método de las áreas culturales, y su planteamiento responde
también a una perspectiva geopolítica; de hecho es el modelo que se
sigue para la obra dedicada a los pueblos de Middle America. Por otro
lado, Steward dirige el Instituto de Antropología Social, como ya se
apuntó, y sintetiza la propuesta sobre las áreas culturales en una publi­
cación que hace la Unión Panamericana, traducida por Ángel Palerm,
precisamente (Steward, 1955).
Pero volviendo a los vaivenes que pasa el concepto “Mesoamérica”
en la etnografía, hay que señalar la disminución de las discusiones al
respecto, pues la temática de la tradición académica mesoamericanis-
ta pasa a un segundo plano en los años setenta, cuando la reacción
contra toda la corriente hegemónica conduce a la exploración de
muchas otras opciones en los más diversos campos de la antropología.
Durante estos años el concepto se maneja sobre todo en las investiga-
ciones históricas que se desarrollan en el cis-inah bajo la dirección
de Pedro Carrasco, pero como un referente analítico, sin entrar a su
crítica. Las bases de la discusión de fin de siglo tienen como referentes
los libros de Alfredo López Austin Cuerpo humano e ideología (1980)
y Los mitos del tlacuache (1990), así como los ensayos de Johanna Bro-
da, sobre todo el dedicado al culto a los cerros (Broda, 1991).
La etapa más reciente de la discusión en la etnografía, que tiene
como secuela los ensayos que se presentan en este libro, tiene como
punto de partida la conferencia que imparte Alfredo López Austin, a

26
Prólogo

principios de 2007, en el Seminario Permanente de Etnografía Mexi-


cana, integrado al proyecto nacional “Etnografía de las regiones indí-
genas de México en el nuevo milenio”, desarrollado en la Coordinación
Nacional de Antropología del inah bajo la dirección de Gloria Artís.
La conferencia “Mitología mesoamericana” provoca una acalorada
discusión que no concluye ese día; entonces Alfredo López Austin
invita a sus impugnadores a presentar sendas ponencias en el Semina-
rio Permanente Taller de Signos de Mesoamérica, que coordinamos el
propio Alfredo López Austin y Andrés Medina Hernández en el Ins-
tituto de Investigaciones Antropológicas de la unam.
Así las cosas, la sesión del viernes 20 de abril de 2007 se dedica a
la discusión de las cuatro ponencias, entregadas previamente por los
contendientes. Para garantizar la equidad se sortea el orden de presen-
tación, y es Johannes Neurath quien lee primero su trabajo “Unidad
y diversidad en Mesoamérica: una aproximación desde la etnografía”;
le sigue Saúl Millán, “Unidad y diversidad etnográfica en Mesoamé-
rica: una polémica abierta”; continúa Leopoldo Trejo, con su texto
“Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamericana”, y
cierra Alfredo López Austin con su ponencia: “Unidad y diversidad
en el estudio etnográfico en México”. Los cuatro textos se publican en
el número 92 de la revista Diario de Campo (mayo-junio, 2007), y en sus
respectivos títulos remiten al tema central de la discusión: la unidad
y la diversidad cultural de los pueblos indígenas contemporáneos, en
la cual tanto Neurath como Millán rechazan la propuesta mesoame-
ricanista, no así Trejo, que se muestra más cauto en el manejo de este
planteamiento. López Austin rebate punto por punto las ponencias de
Neurath y Millán.
Sin embargo, la polémica sigue en el ambiente y otros autores ha­
cen contribuciones, también breves, que muestran su importancia y
trascendencia en las investigaciones etnográficas contemporáneas. En
el número 93 de la misma revista dan a conocer sus opiniones Catha-
rine Good, Alicia M. Barabas, Johanna Broda y David Robichaux;
luego, Andrés Medina y Pedro Pitarch lo hacen en el número 94
(septiembre-octubre, 2007); finalmente, en el número 96 (enero-fe-
brero, 2008) Danièle Dehouve y Saúl Millán, con sendos textos,
cierran este capítulo en torno al concepto “Mesoamérica”.

27
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

Es con estos antecedentes que algunos de los participantes proponen


continuar con la discusión en el foro que ofrece el Congreso Interna-
cional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas, que se realizaría en
China en julio de 2008; sin embargo, tal y como apuntamos al comien-
zo de este prólogo, la posposición del mismo propició que se realizara
en la ciudad de México, en el mes de noviembre, gracias al esfuerzo
de coordinación que realizamos Mechthild Rutsch y Andrés Medina,
como miembros del Seminario de Historia, Filosofía y Sociología de
la Antropología Mexicana y con el respaldo de nuestras respectivas
instituciones: la Dirección de Etnología y Antropología Social del
inah y el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la unam.

III

El coloquio de noviembre del 2008 reunió los dos propósitos: el de


seguir la discusión sobre Mesoamérica, su concepto y sus alcances
explicativos, y el de continuar reflexiones históricas diversas sobre
nuestra disciplina. En sus dos partes, el presente volumen reúne los
trabajos presentados en aquella ocasión. Agradecemos a los autores
su colaboración en el trabajo de revisión, su amabilidad en contestar
nuestras comunicaciones y su paciencia con nuestra labor editorial.
Mención especial merece la contribución de Antonella Tassinari,
quien enfrentó el reto de traducir su participación, originalmente
presentada en portugués. Lamentamos que tanto Saúl Millán como
Johannes Neurath no hayan accedido a entregar sus manuscritos, si
bien participaron en la discusión del coloquio. No obstante, sus ar-
gumentos se encuentran resumidos en varios de los trabajos de la
primera sección.
Así, el apartado de las “Discusiones mesoamericanistas” inicia con
un trabajo de Alfredo López Austin, en el que el autor presenta su
posición —magistralmente resumida— en torno a la polémica y la
tradición mesoamericanista, su unidad y diversidad, centrándose en
la etnografía, a la que, entre otros, los autores arriba mencionados han
criticado desde diversos ángulos. De hecho, el ensayo justamente es
esto: una crítica puntual y aguda a la crítica de los etnógrafos que, con

28
Prólogo

sus variantes, han usado la negación de la dimensión diacrónica y


comparativa por estimarla “abusiva” en su núcleo duro.
Abierta la polémica, el siguiente ensayo, de Eduardo Natalino dos
Santos, investigador de la Universidad de São Paulo, continúa el de-
bate acerca de la relativa unidad y diversidad histórico-cultural de
Mesoamérica, desde el punto de vista de la escritura. En su concepto,
y siempre que partimos de una definición amplia y no fonética de es-
critura, considerar el universo mesoamericano como unidad tiene
varias ventajas explicativas, entre ellas, la metodológica. Para un es-
clarecimiento futuro de esta cuestión, Natalino dos Santos propone
una estrategia comparativa entre los sistemas sígnicos de la región que
comúnmente se ha dividido entre occidente y oriente mesoamericano,
dejando atrás las oposiciones binarias comunes a gran parte de los
análisis de los siglos xix y xx.
En el siguiente ensayo Beatriz Albores analiza un culto matlatzinca
del Valle de Toluca celebrado en agosto de cada año, la Gran Fiesta
de los Muertos-Asunción de la Virgen, insertándolo en el contexto
histórico del siglo xv, durante cuyos últimos años los mexicas, como
cabeza de la Triple Alianza, sometieron a los otomíes mediante la
guerra; esta fue seguida por un proceso de nahuatlización, cuyo fenó-
meno más obvio fue el cambio lingüístico interumpido por la llegada
de los españoles. Con detallado conocimiento de fuentes antiguas y
modernas, además de un fino análisis etnográfico y conocimiento
agrícola de la zona, la autora sostiene que este cambio homogeneizador
inducido por los mexicas no logró borrar del todo las huellas de acti-
vidades no agrícolas muy antiguas y también de cultos y rituales, como
el juego del volador, que, en el caso de los matlatzincas, se plasma en
la Gran Fiesta de los Muertos. Como nos muestra la autora, ésta “y su
significado tuvieron una continuidad relativa en varias celebraciones”.
El cuarto ensayo “mesoamericanista” nos invita a una interesante
reflexión desde la etnografía y el uso del concepto de Mesoamérica,
sugiriendo que el rechazo del mismo y su crítica por parte de algunos
investigadores se debe a la manera como ha sido definido y a un uso
ahistórico. Según Catharine Good, su definición está compuesta en
esencia por “rasgos descriptivos y estáticos” que deberían ser sustitui-
dos por “procesos dinámicos” en la definición del área cultural, ejem-

29
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

plificado en las experiencias de definición de las áreas del Caribe y de


los Andes. La autora critica “el asumir las culturas prehispánicas como
máxima expresión o la medida de ‘autenticidad’ de las culturas indí-
genas mesoamericanas”, por las consecuencias que ello puede acarrear.
Además, llega a propuestas concretas de cómo redefinir y usar el con-
cepto de Mesoamérica, advirtiendo que éstas deben ser afinadas en la
discusión entre colegas.
Abonando también a la discusión sobre unidad y diversidad en
Mesoamérica, David Robichaux y David Lorente abogan por la estra-
tegia de la comparación entre regiones específicas. Inspirados por las
obras de López Austin y Johanna Broda, los autores reflexionan en
torno a “los fundamentos específicos de dos versiones locales de la
cosmovisión en sus contextos —tanto históricos como geográficos—
particulares”, esto es, la Sierra de Texcoco y la región del volcán La
Malinche. En su examen etnográfico y de fuentes del asunto de las
deidades femeninas y de los graniceros en ambas regiones sostienen
que los conceptos de López Austin y Broda son complementarios
entre sí y llegan también a la conclusión de que la unidad mesoame-
ricana no impide las expresiones particulares y regionales.
Como última contribución a la discusión de Mesoamérca, de nue-
vo tiene la palabra Alfredo López Austin con una reflexión sobre la
unidad como presupuesto de la diversidad. Y de nuevo resume clara-
mente su pensamiento sobre unidad y diversidad: la unidad es precon-
dición de la diversidad, ya que sólo así podemos pensar y aprehender
ambos. El maestro explica su noción de paradigma como recurso
heurístico en el método comparativo y lo ejemplifica con el análisis
de los mitos. Termina con una frase lapidaria: “Mientras el paradigma
descubra un entramado más tupido de las redes lógicas, aumentará en
el investigador la certeza sobre los componentes del núcleo duro de
una tradición”. Y, como muestran varios de los trabajos que anteceden,
su pensamiento y obra son fructiferos y fértiles.
Si bien el concepto de Mesoamérica y su discusión ha sido un tema
central para los antropólogos mexicanos, no menos importante es el
esfuerzo, que data de los inicios del siglo xx, por historiar la disciplina
y sus instituciones. Entonces esta era más bien una actividad ocasional
de los trabajadores del Museo Nacional, o producto de reflexiones

30
Prólogo

vertidas hacia el final de una carrera académica. Algunos ejemplos son


las obras de Jesús Galindo y Villa quien en 1896 publicó su Breve no-
ticia histórica descriptiva del Museo Nacional, la de Luis Castillo Ledón
que prohijó en 1924 El Museo Nacional de Arqueología, Historia y Et-
nografía 1825-1925, y la “Historia de la antropología física en México”
debida a Nicolás León, quien la publicó en 1919.
Hoy día, la historia de la antropología forma parte de la historia de
la ciencia del país, junto a disciplinas tales como la biología, la gené-
tica y la medicina (cfr. por ejemplo Gorbach y López Beltrán, 2008;
López Beltrán, 2011; Guevara Fefer, 2011); además, ha inspirado vivos
debates a propósito de conmemoraciones varias, entre ellas la de la
publicación de la arriba mencionada obra en quince volúmenes: La
antropología en México. Panorama histórico. Su última apreciación reunió
a varios autores y se encuentra publicada en el “Dossier: A veinte años
de La antropología en México. Panorama histórico” (Krotz, 2011). En
nuestra opinión la colección coordinada por Carlos García Mora mar-
có un hito en la actividad de historiar la disciplina en México, que
desde entonces comenzó a profesionalizarse cada vez más. Testimonio
de ello son publicaciones recientes y tesis de doctorado que desde di-
versos ángulos y temas arrojan luz y examinan críticamente diversos
periodos de nuestra larga existencia como disciplina.
Así, por ejemplo, en 2008 Francisco Mendiola Galván publicó Una
historia del pensamiento arqueológico en Chihuahua, en la que la arqueo-
logía se trata como parte de la historia y de la antropología misma;
además de ofrecernos un amplio análisis comparativo de fuentes,
aporta una historia sumamente reflexiva desde los modelos teóricos,
el llamado modelo Casas Grandes-Paquimé vs. Mesoamérica en sus
diversas concepciones a lo largo del tiempo y rastrea, en su “núcleo
duro”, la esencia no sólo del monumentalismo sino intenta referirlo
al modelo ario de civilización y el orientalismo de Edward Said. Te-
nemos aquí una muestra de historia de la ciencia crítica sustentada en
análisis convincentes de la región norteña del país. Otro ejemplo
puede ser, a propósito de la discusión sobre “raza” y mestizaje en Méxi-
co, la tesis doctoral de Marta Saade (2009), quien muestra cómo la
relación entre ciencia y política dio por resultado una política autori-
taria de integración ciudadana. Apoyada en el análisis de fuentes

31
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

documentales, la autora demuestra que la ideología mestizófila de 1920


a 1940 no sólo siguió considerando lo indígena como un problema por
resolver, sino que la política migratoria, basada en preceptos higienis-
tas y eugenistas (en los que el “olvido” y la discriminación de los
afroamericanos era patente), fue también ideada y promovida activa-
mente por algunos “padres fundadores” de la antropología en México.
Un tercer ejemplo reciente sobre el tema de la política de repre-
sentación social del mestizaje lo ofrece el trabajo de Yvette Chiclana
Miranda (2011) relativo a los afrodescendientes de Orizaba, basado
en documentos que datan entre 1675 y 1810 y en historias orales.
Entre otras cosas, la autora encuentra una continuidad “en los arreglos
socio-raciales” de la Colonia con la mentalidad decimonónica y de
cierta manera hasta la actualidad “como remesa simbólica del pasado”.
Para la explicación de la invisibilidad y discriminación de los afrodes-
cendientes, además de otros grupos indígenas, Chiclana considera que
“es necesario enfatizar la relación que existe entre la antropología y su
propia historia”, a fin de examinar críticamente sus contenidos, con-
ceptos, actividades y compromisos políticos.
Esto es justamente lo que pretenden los ensayos de la segunda
parte del presente volumen: contribuir a la reflexión crítica sobre la
historia de la antropología en México y Brasil. Desde distintas pers-
pectivas y temas, “Reflexiones históricas” agrupa escritos que reflejan
parte de los intereses de investigación e inquietudes de quienes hoy
nos dedicamos a la historia de la disciplina. Esta parte inicia con un
ensayo de Andrés Medina sobre el proyecto Man-in-Nature encabe-
zado por la Universidad de Chicago, en el que él mismo colaboró como
estudiante de antropología a fines de los años cincuenta y principios
de los sesenta. La historia de la historia de este proyecto, contada por
uno de sus integrantes mexicanos durante ambas fases del mismo
(1956-1962), resulta fascinante, pues muestra las redes cien­tíficas y de
instituciones entre los nacionales y estadunidenses, afinidades, con-
tradicciones y, en general, la vida cotidiana durante el trabajo conjun-
to; como escribe el autor, el proyecto se lleva a cabo en “la eta­pa de
mayor intercambio” en la antropología de ambos países, o sea, en el
periodo 1940-1970. Con ojo crítico e informado, el autor ubica las
relaciones entre ciencia y política en el contexto geopolítico latino-

32
Prólogo

americano de estos tiempos, en los que —después de la Segunda


Guerra Mundial— las instituciones científicas son reorganizadas y
controladas cada vez más por los objetivos políticos y militares impe-
riales del país vecino. Y tal reorganización institucional “afecta pro-
fundamente al campo de la investigación científica en México”. El
autor nos ofrece así una muestra extraordinaria de cómo, con sensibi-
lidad antropológica, se pueden combinar el análisis y el testimonio. El
ensayo es ilustrado además por fotografías del archivo del autor —en
sí mismas de valor histórico y testimonial— que prestan rostro y cer-
canía a muchos de los antropólogos nacionales y extranjeros involu-
crados en el proyecto.
Contrario a muchos de los relatos de mediados y finales del siglo xx
en historia de la antropología de México, en el segundo ensayo de esta
parte la controvertida figura de Leopoldo Batres, su biografía y su obra,
son ubicados en el contexto del porfiriato por Rosa Brambila y Rebeca
de Gortari. Las autoras sostienen que, no obstante las muchas críticas
que se hicieron a este arqueólogo protagonista, su labor tuvo un peso
importante en la conversión de las “antigüedades” en “patrimonio
cultural”, tránsito que marca en México la transformación de bienes
privados a bienes públicos, que deben ser conservados e investigados.
El tercer ensayo de “Reflexiones históricas” recurre a dos casos de
la historia de la antropología en México, la Escuela Internacional de
inicios del siglo xx y el así llamado Proyecto Puebla-Tlaxcala de me-
diados del mismo, para pensar la reciente propuesta de un proyecto de
“antropologías mundiales”. A la luz de estos dos proyectos, Mechthild
Rutsch se pregunta por las condiciones de posibilidad de una conver-
sación entre las antropologías estadunidense y alemana con la mexi-
cana. Llega a la conclusión de que: “el éxito y la capacidad dialógica
de un proyecto internacional dependen de la sensibilidad y un proce-
so de transculturación de todos los científicos participantes”. Asimismo
Ana Cristina Ramírez Barreto reflexiona desde el postulado de la ex-
clusión de discursos no hegemónicos en la antropología (la propuesta
de antropologías del mundo o la de las antropologías del sur) para
acercarnos a un objeto largamente invisibilizado por la antropología
dominante en México: la charrería, y se propone interrogar “la siste-
mática invisibilización y marginación de ciertos testimonios y saberes

33
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch

que pueden tener relevancia antropológica en algún sentido”. Ensayo


crítico y cuestionador, la autora aclara que en su exposición sobre la
charrería se trata de un caso límite que debería poner a prueba la capaci­
dad dialógica de los antropólogos y los no antropólogos. Así, la autora
nos acerca a las “epistemologías alternativas” de los estudios del folklo-
re y los escritos de los folkloristas/historiadores charros de México.
Los últimos dos ensayos del volumen comparten un tema: la edu-
cación indígena, en México y en Brasil. Nicanor Rebolledo dedica su
pluma a ofrecernos una revisión de lo que se ha conocido como edu-
cación indígena entre 1939 y 1969. Contrario a lo que pudiera pen-
sarse, ésta no nació de la mano de la pedagogía, sino de los aportes de
la antropología social y de la sociolingüística. Rastreando las contri-
buciones de ambas disciplinas a la educación indígena mediante el
pensamiento de Aguirre Beltrán, Julio de la Fuente y Mauricio
Swadesh, el autor sugiere que la instrumentalidad en la integración de
los indígenas a la nación estuvo basada en el trabajo de campo, no en
la generación de conocimientos antropológicos y científicos básicos.
Analizado desde este ángulo y no obstante sus aportes, puede afirmar-
se que durante el periodo se instrumentó la educación indígena como
un importante factor de dominación que dejó hondas huellas en la
disciplina. Esta historia puede servir también a fines comparativos con
el quinto y último ensayo del volumen que el lector tiene en sus manos.
En él, Antonella Tassinari, de la Universidad de Santa Catarina en
Brasil, postula tres periodos de las políticas de educación indígena
(escolar) en la historia de la antropología de su país que marcan etapas
de la institucionalización de esta disciplina. Concluye en un asunto
común a estas tres fases: la invisibilización y ausencia de atención
hacia las pedagogías y saberes nativos, resultado de un modelo poco
reflexivo de ‘normalidad’. De este modo, Tassinari no sólo nos ofrece
una historiografía de la educación indígena de Brasil, sino también su
propia posición crítica y reflexiva.
Llegados así a su final, creemos que este volumen recoge distintas
voces, ofrece variado material de reflexión, de críticas y sus réplicas
en las discusiones inconclusas y las interpretaciones varias de la his-
toria de la disciplina. Ello da testimonio de una ciencia haciéndose,
en proceso y en movimiento, y quizá sea esta una de las razones y

34
Prólogo

alegrías profundas de nuestro quehacer como antropólogos: la del


diálogo y el conocimiento, entendido como un quehacer social y co-
municativo.
Andrés Medina Hernández y Mechthild Rutsch
México, mayo 2012

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39
Discusiones mesoamericanistas

La tradición mesoamericana
Entre la unidad y la diversidad

Alfredo López Austin*

Una polémica en juego

Los cuestionamientos en torno a la unidad y la diversidad cultural de


las sociedades que han ocupado el territorio conocido como mesoame-
ricano han generado una larga historia de polémicas.1 Por muchas
décadas se han debatido los aspectos ontológicos, epistemológicos,
ideológicos, metodológicos y técnicos que surgen de esta compleja
problemática. En la etapa actual de la discusión destaca como eje el
estatuto teórico-metodológico de la etnografía, sobre todo la aplicada
al estudio de las culturas de las sociedades indígenas de México y la
mitad occidental de Centroamérica. Inician la polémica los seguidores
de una corriente de la etnografía mexicana entre quienes aquí men-
ciono a Millán, Heiras Rodríguez, Neurath y Trejo Barrientos, como
una crítica a otros etnógrafos y, de paso, a quienes desde otras disci-
plinas estudian las sociedades indígenas pretéritas y actuales del país.
Aun limitada a estos parámetros etnográficos, la discusión abre
múltiples frentes. Así, los asuntos polémicos van de los fundamentos
filosóficos a las taxonomías gremiales, de las ideologías subyacentes a
las precisiones analíticas, de la intercomunicación científica al domi-
nio de posiciones extremas y excluyentes y a la formación de las nue-

* Instituto de Investigaciones Antropológicas, unam.


1
Medina, en su “Introducción” a la publicación de la primera serie de los debates a que
se refiere este trabajo, hace una precisa síntesis de la historia de la polémica unidad/di-
versidad de Mesoamérica.

43
Alfredo López Austin

vas generaciones de profesionales. La argumentación, muy positiva en


cuanto al libre debate, no siempre ha sido nítida, pues la misma hete-
rogeneidad de asuntos obstaculiza la claridad discursiva.2 Sin embargo,
afortunadamente, se mantiene y se depura.
Elijo, por ahora, sólo uno de los aspectos fundamentales de la pro-
blemática: la relación existente entre los fines de la etnografía y la
posibilidad de alcanzarlos a partir de su estatuto teórico-metodológico.
Sin embargo, dadas las características del foro, me limito a un plan-
teamiento general, siguiendo las argumentaciones expresadas por los
etnógrafos mencionados.

Los fines de la etnografía

La discusión actual surge como una reacción a lo que estos críticos


han considerado un abuso de la idea de unidad cultural en el campo
de la etnografía. La crítica incluye el enfoque diacrónico que explica
el origen de la unidad. Los seguidores de esta corriente estiman que
las perspectivas que califican como abusivas impiden, distorsionan o
distraen a los especialistas en su búsqueda de la diversidad cultural.
Esto es particularmente grave cuando Millán, por ejemplo, define la
etnografía como “una disciplina cuyo principal objetivo consiste en
analizar e interpretar las diferencias”.3 ¿Con qué perspectivas? Neu-
rath complementa que la etnografía pretende entender los elementos
culturales “en su contexto concreto”;4 y Millán acentúa que es nece-
sario trascender las fisonomías directamente perceptibles de las repre-
sentaciones verbales o rituales y de las prácticas sociales, para alcan-
zar con ello los “significados culturalmente construidos”.5 Pretende,

2
Además, se agregan a la discusión reiterativa quejas y denuncias, exageraciones, gene-
ralizaciones, simplificaciones caricaturescas, epítetos descalificantes, interpretaciones sui
géneris de otras disciplinas u otras posiciones, etc. Todo esto, más retórico que científico,
aleja de los puntos centrales del debate. Ya se refiere a estas desviaciones Barabas en su
artículo “Unicidad y diversidad en Mesoamérica: una discusión inacabada”.
3
Millán, “Unidad y diversidad etnográfica en Mesoamérica: una polémica abierta”, p. 96.
4
Neurath, “Unidad y diversidad en Mesoamérica: una aproximación desde la etnografía”, p. 81.
5
Millán, “Unidad y diversidad…”, p. 89.

44
La tradición mesoamericana

por tanto, comprender lo que se ha llamado profundidad o densidad


etnográfica, no por un ejercicio explicativo y general, sino por la
descripción capaz de captar las particularidades culturales.6 En resu-
men, para estos investigadores la etnografía tiene como fin considerar
la cultura como el proceso que construye un sistema de pensamiento;
es la disciplina que debe enfocar los elementos directamente obser-
vados por los investigadores en un contexto concreto y delimitado
en forma precisa. Para alcanzar este propósito, el etnógrafo debe en-
tender dichos elementos como componentes del sistema, más allá de
las meras apariencias.

¿Cómo se pretende alcanzar estos fines?

Los polemistas de esta corriente obran por reacción a las perspectivas


que llaman “abusivas” y buscan el cumplimiento de los fines mencio-
nados precisando el estatuto teórico-metodológico de la etnografía.
Sin embargo, las soluciones propuestas por ellos no son idénticas.
Millán combate el abuso expulsando del campo etnográfico la idea
de la unidad cultural, de la diacronía y de la comparación, para lo cual
limita la acción del investigador a una unidad de análisis: la comuni-
dad indígena del presente.7 Paradójicamente, rechaza la idea de la
unidad cultural porque le atribuye un oculto sentido de invariancia.8
Desde esta misma posición, y precisándola, Heiras Rodríguez puntua-
liza que la etnografía es sincrónica y contemporánea.9
El punto de vista de Neurath es diferente, pues reconoce la impor-
tancia del enfoque histórico en el estudio de la formación de la cultu-
ra, y dice que “la antropología sólo es posible si es histórica y procesual”.10
No rechaza la idea de la tradición mesoamericana, pero, con el fin de

6
Millán, “Unidad y diversidad…”, p. 92.
7
Millán, “Historia de un desencuentro: etnografía y antropología en México”, pp. 89-90.
“Unidad y diversidad…”, 96. Barabas, “Unicidad y diversidad…”, p. 60.
8
Millán, “Unidad y diversidad…”, pp. 92-93.
9
Heiras Rodríguez, “Elogio a la diferencia: mitología y ritual en la Huasteca sur”, p. 64,
nota 1.
10
Neurath, “Unidad y diversidad…”, 81.

45
Alfredo López Austin

eliminar las prácticas abusivas, propone la exclusión de dicha idea en


una primera etapa de la investigación. En efecto, para esta etapa Neu-
rath plantea un cierto “antimesoamericanismo metodológico”. Sigue
el ejemplo de quienes, con el propósito de liberar sus percepciones de
un condicionamiento inadecuado, recurren al ateísmo metodológico
en los estudios antropológicos de la religión o al antiesteticismo me-
todológico en los estudios antropológicos del arte. Según este inves-
tigador es necesario “hacer trabajo de campo en pueblos de tradición
mesoamericana como si Mesoamérica, en cuanto objeto teórico del
presente y pasado, no existiera”. En la segunda etapa, en cambio,
acepta que se planteen las comparaciones etnográficas o etnohistóricas,
lo que considera un paso metodológico “no menos importante o menos
interesante”.11 No queda claro, sin embargo, si espera que esta segun-
da etapa de la investigación sea realizada por el etnógrafo o si corres-
ponde a quienes profesan otras disciplinas antropológicas o históricas.
La tercera posición es la de Trejo Barrientos, para quien el proble-
ma radica en diferenciar los métodos y los campos de análisis adecua-
dos para cada uno de los niveles de la realidad que se estudia, tenien-
do en mente que los resultados de un nivel y campo no tienen que
corresponderse por necesidad con los otros. Los modelos de interpre-
tación no deben aplicarse mecánicamente a otros campos ni a otros
tiempos y espacios porque pueden limitar la mirada del etnógrafo,
ofreciéndole respuestas evidentes para el modelo.12 Trejo expone a
manera de ejemplo cómo su equipo de investigación ha tratado de
solucionar los problemas teóricos y prácticos que surgen en el campo
cuando se introduce la idea de núcleo duro mesoamericano. El inves-
tigador considera que estos intentos todavía no lo conducen a una
solución, pero plantea la posibilidad de aprovechar la idea del núcleo
duro para entender algunos de los mecanismos de pensamiento con
que los grupos aprehenden su universo.13
Como se puede derivar de lo anterior, Trejo maneja los modelos
como instrumentos teóricos pasibles de modificación, reestructuración,
11
Neurath, “Unidad y diversidad…”, 85 y nota 14. Las cursivas son mías.
12
Trejo Barrientos, “Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamericana”,
pp. 102-103.
13
Trejo Barrientos, “Unidad y diversidad…”, pp. 104-106.

46
La tradición mesoamericana

adaptación o incluso rechazo en su contrastación con el objeto de


estudio concreto. No los ve como armazones rígidos que distorsionan
la percepción o distraen a los investigadores. Su posición lo distancia
considerablemente de las soluciones propuestas por sus tres colegas
anteriormente mencionados, lo que me inclina a excluirlo, al menos
en este trabajo, de las críticas que sintéticamente formularé en esta
ponencia a las propuestas de Millán, Heiras Rodríguez y Neurath.

Mi propuesta

Me baso en los siguientes supuestos:


a) La percepción histórica de la cultura debe ser holística, puesto
que sus fines no son el mero enunciado de elementos culturales o el
de sus interrelaciones sistémicas, sino la comprensión de los proce-
sos de construcción de un sistema de pensamientos, sentimientos y
pautas de conducta.
b) El estudio de los procesos de construcción del sistema debe abar-
car la producción, conservación, transformación y pérdida de elemen-
tos culturales; su dispersión o reducción o inhibición en un territorio
dado; las formas y dinámicas propias de las mutables redes de los ele-
mentos culturales; las causas y consecuencias de los procesos anterio-
res en las distintas sociedades de productores-usuarios, etcétera.
c) El estudio de los elementos culturales debe partir de su enorme
heterogeneidad dentro del sistema que se estudia. Estos elementos
deben identificarse distinta y jerárquicamente, sin perder de vista que
todos son importantes, pero que el análisis debe ordenarlos. Así, los
hay resistentes o lábiles; estructurantes en distintas escalas; antiguos
o recientes, etc. En suma, los elementos culturales deben verse como
partes de una interrelación sistémica y compleja, basada en diversos
órdenes de prelaciones.
d) Debe tomarse muy en cuenta que la producción cultural se da
en muy diferentes radios y tiempos. La cultura tiene entre sus fines
principales la intercomunicación de sus diversos productores-usuarios.
Las relaciones sociales son de muy variadas intensidad, calidad, mag-
nitud y duración. Pongamos por caso el radio de producción cultural:

47
Alfredo López Austin

las relaciones sociales van del ámbito de la pareja al familiar, del fa-
miliar al comunal, de éste al del grupo etnolingüístico, y así en adelan­
te, hasta llegar a la pertenencia a un mundo globalizado. No es sólo
cuestión de dimensiones de ámbito, sino de la naturaleza de la inte-
rrelación y, derivada de ella, de la calidad de los elementos culturales
producidos a partir de las formas y necesidades específicas de la relación
social dada. Esto conduce a sostener que no hay un tipo de grupo
cultural al que le sea exclusiva la producción de cultura. Son muchos
tipos: incluidos, incluyentes, secantes; de la pareja a la globalidad
mundial. Es lo mismo que sucede con la identidad: no es una. Cada
individuo pertenece simultáneamente a diferentes conglomerados
sociales por sus diversas afinidades. Los contextos culturales poseen,
en sus distintos tiempos, espacios y contenidos, diferentes ordenamien-
tos jerárquicos.
e) Para entender el sentido profundo de las manifestaciones cultu-
rales es necesario analizarlas en su contexto global. El conocimiento
del proceso de producción cultural conduce a la intelección de jerar-
quías, equivalencias, sustituciones, conservación y pérdida de elemen-
tos. Todos los componentes del sistema están en movimiento; pero es
necesario entender que la diferencia de los ritmos de transformación
de resistencia o labilidad puede marcar la diferencia, en distintos ni-
veles, entre elementos estructurados y estructurantes.
f) El análisis procesual puede descansar en gran parte en el estudio
de la díada de opuestos unidad/diversidad cultural. Es esta una relación
producida por la dinámica de la cultura dentro del complejo de radios
y ritmos de las relaciones humanas. La díada es, por tanto, un produc-
to histórico; pero también, para el estudioso, es un recurso heurístico
indispensable que lo conduce a la intelección de los procesos culturales.

Mi posición frente a los estatutos


teórico-metodológicos propuestos

Dirijo mi crítica, por separado, a las dos primeras posiciones enuncia-


das, primero a lo sostenido por Millán y Heiras Rodríguez, y en segun-
do lugar a las dos etapas formuladas por Neurath.

48
La tradición mesoamericana

Frente a la primera posición afirmo que no es posible el estudio


exclusivo de uno de los pares de una díada. Estos son relativos. Como
dice Barabas, “la diferencia y la unidad culturales no son excluyentes
sino complementarias”.14 La etnografía puede, en todo caso, enfocar
y enfatizar la diversidad; pero para aquilatarla debe tener siempre
presente la unidad como punto de referencia. La díada debe apreciar-
se, además, en las distintas dimensiones espacio-temporales del com-
plejo de grupos culturales. La cultura no es un asunto exclusivo de
pareja, ni de familia, barrio, comunidad o grupo etnolingüístico: los
elementos culturales deben ser percibidos en el juego de los diversos
tiempos, espacios y condiciones en que se producen, entrelazan y je-
rarquizan, por lo cual no es recomendable encerrarse en el exclusivis-
mo de la comunidad. Por la misma razón, la etnografía no puede ser
sólo sincrónica si pretende alcanzar los “significados culturalmente
construidos”. Este importantísimo objetivo de trascender lo meramen-
te aparente de la cultura sólo se logra en la medida en que se aborda
el estudio global e histórico del proceso de construcción del sistema.
La huella del proceso se percibe en la comparación.
Paso ahora a la propuesta de las dos etapas que formula Neurath.
De la primera etapa puede afirmarse que sus fines son inalcanzables
porque el “antimesoamericanismo metodológico” es una abstracción
que niega el valor referencial de uno de los componentes de la díada,
como si no existiera la unidad. Además, la comparación del “antimeso-
americanismo metodológico” con el ateísmo metodológico y el anties-
teticismo metodológico es inconsistente. Mientras los dos últimos
intentan establecer una distancia sana entre el objeto de estudio y la
subjetividad del investigador, el “antimesoamericanismo” obra contra
la integridad del objeto de estudio, privándolo de uno de los compo-
nentes necesarios para su comprensión.
En cuanto a la segunda etapa, en la que sí se deben plantear las
comparaciones etnográficas o etnohistóricas, vuelvo a mi pregunta:
¿quiénes harían las comparaciones? Porque si no fuese desde la propia
etnografía, ésta quedaría como una disciplina subordinada, maquila-

14
Barabas, “Unidad y diversidad…”, p. 65.

49
Alfredo López Austin

dora, cosa que tanto parece preocupar a los etnógrafos deseosos de


“emancipar” su disciplina.

Conclusiones

En un trabajo anterior reconocí que “se han cometido innegables abu-


sos al seguir la directriz que enlaza el presente y el pasado de las religio-
nes indígenas”. Afirmé también entonces que no negaba la pertinencia
de la crítica, el análisis y la erradicación de dichos abusos, recurriendo
para ello a medidas teóricas, metodológicas y técnicas apropiadas.15 La
actual polémica ha sido muy positiva en cuanto nos obliga a todos los
participantes, cualquiera que sea nuestra posición, a corregir derroteros.
El estudio global de una tradición cultural es tan complejo que no
creo conveniente abordarlo desde una sola disciplina. La intercomu-
nicación de la ciencia es más necesaria cada día; afortunadamente,
también cada día es más factible. La depuración de métodos y técnicas
puede encontrarse en el manejo adecuado de la díada unidad/diversidad
de las ciencias sociales (y espero que esta fórmula no se tome como
provocación). Esta depuración es una de las funciones del cuerpo que
denominamos academia.
Imagino —creo que lejos de toda idealización— el estudio históri-
co del antiguo pensamiento mesoamericano con la utilización de la
etnografía como una disciplina auxiliar y crítica de la historia. La et-
nografía puede aportar tanto una información que no existe en las
fuentes del pasado como una crítica basada en el preciso conocimien-
to de la diversidad. ¿Quedaría así la etnografía como disciplina auxiliar
de la historia? Sí, pero se daría la situación correlativa: los etnógrafos
utilizarían la historia como una disciplina auxiliar para apreciar la
diversidad con la referencia a un largo proceso de unidad/diversidad.
Cada quien con sus fines y sus enfoques, todos trabajaríamos con la
díada como eje epistemológico, tal vez unos enfatizando la unidad y
otros enfatizando la diversidad; pero todos atentos a los complejos
procesos de producción de la cultura.

15
López Austin, “Unidad y diversidad en el estudio etnográfico en México”, p. 99.

50
La tradición mesoamericana

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gadores del área de antropología, núm. 92, México, inah, mayo-
junio, pp. 80-86.
Trejo Barrientos, Leopoldo
2007 “Unidad y diversidad en los pueblos de tradición mesoamerica-
na”, Diario de Campo. Boletín interno de los investigadores del área
de antropología, núm. 92, México, inah, mayo-junio, pp. 102-107.

51
Unidad y diversidad de los sistemas
mesoamericanos de escritura

Eduardo Natalino dos Santos*

Desde el conocido intento de Paul Kirchhoff (1967) para definir los


límites geográficos, la composición étnica y las características cultu-
rales de Mesoamérica, el uso de la escritura, clasificada por él como
jeroglífica, ha sido constantemente evocado para distinguir y delimitar
esta macrorregión en el interior de la América indígena. Sin embargo,
los avances de los estudios que han adoptado el concepto de Meso-
américa y de las investigaciones con los escritos y grabados producidos
en la región definida por ese concepto condujeron a la aparición de
diversas cuestiones acerca de la naturaleza de esa escritura —o de esas
escrituras y de su relación con la definición de Mesoamérica—. ¿La
utilización de la escritura abarcó efectivamente toda la macrorregión?
¿Las diferentes escrituras que se plasmaron en los diversos espacios y
tiempos mesoamericanos son variaciones locales que derivan de un
único sistema? ¿Cuál era la naturaleza o carácter principal de esos
sistemas?, o ¿las variantes locales son suficientemente distintas para
constituir sistemas de escritura diferentes? ¿Qué los distinguía? ¿Todos
los sistemas sígnicos de Mesoamérica son efectivamente escrituras? ¿El
entendimiento del sistema de una región o época puede ser útil para
la comprensión de los sistemas empleados en otras regiones o épocas?
No obstante la relevancia de todas estas cuestiones, en este ar­
tículo trataremos solamente algunas de ellas, pues el objetivo central
* Departamento de História da Faculdade de Filosofia, Letras e Ciências Humanas, Cen-
tro de Estudos Mesoamericanos e Andinos (cema), Centro de Estudos Ameríndios
(Cesta), Universidade de São Paulo, Brasil.

53
Eduardo Natalino dos Santos

es argumentar que los principales sistemas sígnicos mesoamericanos


pueden ser considerados escrituras si partimos de un concepto amplio
del término, cuyas bases no sean estrictamente fonéticas. Intentaremos
mostrar que, más allá de una simple cuestión terminológica, existen
ventajas metodológicas en atribuir el estatus de escritura a dichos
sistemas en el momento del análisis de sus registros. Además, bus­­­ca­
remos señalar la importancia de valorar las características compartidas
por todos los sistemas mesoamericanos de escritura sin menospreciar
sus características particulares, pues ambas pueden ser de gran utilidad
a los estudios de sus registros, así como contribuir al debate acerca de
la relativa unidad y diversidad histórico-cultural de Me­soamérica.
Para alcanzar estos objetivos, primero presentaremos rasgos parti-
culares y generales de los sistemas mesoamericanos de escritura,
buscando señalar que los rasgos que confieren unidad a dichos sistemas
han sido frecuentemente subestimados frente a aquellos que marcan
sus singularidades. Posteriormente, propondremos algunas reflexiones
acerca de los fundamentos que han sido evocados para tratar y cla­
sificar a ciertos sistemas como “verdaderas escrituras” y a otros —por-
tadores de algunos rasgos distintos, pero también de algunos en común
en relación con el primer grupo— como sistemas iconográficos, re-
cursos mnemónicos, protoescrituras o como una especie de rebus.1
Abor­daremos también las implicaciones metodológicas de dichos
tra­tamientos aplicados a los diferentes sistemas mesoamericanos de
escritura. Y finalmente, como conclusión, presentaremos una síntesis
somera de las propuestas centrales del artículo para enfatizar sus re-

1
Utilizaremos el concepto de rebus como sinónimo de unión arbitraria socialmente res-
tricta —es decir, cuyos criterios y normas no son compartidos por grupos numérico o
cronológicamente significativos en una sociedad— de representaciones visuales de obje-
tos o entes cuyos nombres —o sus partes— formarían otros nombres o frases. Tal unión
tendría la función de codificar mensajes verbales en señales visuales cuya rehabilitación
de los significados se transformaría en una especie de rompecabezas, lo que se constituye,
inicialmente, como lo opuesto del objetivo de un sistema de escritura: permitir la pronta
rehabilitación de los significados de los mensajes grabados en sus registros visuales por las
personas versadas en su funcionamiento. Un ejemplo clásico de rebus son los juegos in-
fantiles que codifican nombres, conceptos o frases a través de la unión de representacio-
nes visuales de objetos bastante sencillos, como la unión del dibujo de un sol con el de
un dado para formar la palabra soldado.

54
Los sistemas mesoamericanos de escritura

percusiones y mostrar que varias de ellas están relacionadas con el


debate de la unidad y diversidad histórico-cultural de Mesoamérica.

Rasgos particulares y generales de los sistemas


mesoamericanos de escritura

Algunos estudiosos de los sistemas sígnicos de Mesoamérica —como


John B. Glass (1975), Karl Anton Nowotny (2005), Maarten Jansen
(1988), Gordon Brotherston (1997), Miguel León Portilla (2003) y
Carmen Herrera (2009)— han afirmado que, no obstante las particula­
ri­dades, todos los sistemas compartían principios fundamentales,
siendo algunos de estos los que han permitido la inclusión de todos los
sistemas mesoamericanos en el “rango” de las escrituras. Otros investi­
gadores —tales como Joyce Marcus (1992), Elizabeth Hill Boone
(2000), Leonardo Manrique Castañeda (1989), Maricela Ayala Falcón
(2001) y la gran mayoría de los estudiosos del sistema maya, como
Michael Coe y Justin Kerr (1997)—, sin negar necesariamente la
existencia de rasgos compartidos, han enfatizado las significativas dife­
ren­cias existentes entre los sistemas sígnicos de Mesoamérica. Algunas
de esas distinciones podrían indicar que dichos sistemas pertenecen a
ti­pos relativamente distintos de escritura e incluso, para varios de esos
autores, que los sistemas han alcanzado diferentes grados de desarrollo
y que algunos no son propiamente “escrituras plenas o verdaderas”.
Es probable que la característica más mencionada por los estudiosos
de ese segundo grupo para distinguir y clasificar los sistemas mesoame-
ricanos de escritura sea el grado de presencia de glifos fonéticos y lo-
gográficos en comparación con la de glifos ideográficos y de elementos
pictórico-figurativos. Es decir, que algunos sistemas sígnicos, como el
epi-olmeca y el maya, y quizás el zapoteco en una fase de su larguísima
historia,2 presentaron el empleo amplio y sistemático de signos que

2
Historia que se inicia, por lo menos, en el año 600 a.C. y sigue hasta el final del periodo
colonial. Los distintos periodos de esta historia presentan más transformaciones que las
constantes en la historia de cualquier otro sistema mesoamericano de escritura y están
relacionadas con los cambios en el orden sociopolítico de los altepeme y pueblos zapotecos
(Marcus, 1992: 70). Para Grube y Arellano Hoffmann (2002: 39), el sistema zapoteco se

55
Eduardo Natalino dos Santos

representaban sonidos o palabras de las lenguas habladas por los grupos


que los crearon y utilizaron. Dichos sistemas, según estos estudiosos,
también presentaron la tendencia de separar texto e imagen, siendo
que los “textos puros” serían constituidos casi exclusivamente por
glifos logográficos y fonéticos, como la Estela C de Tres Zapotes, las
estelas 12 y 13 de Monte Albán y la Estela 8 de Copán. Además, esos
sistemas contarían con sentidos y patrones de lectura relativamente
bien establecidos, como ocurre con las estelas mayas, generalmente
leídas en columnas verticales de izquierda a derecha y de arriba hacia
abajo. Por todas estas razones, estos sistemas han sido casi siempre
considerados como “verdaderas escrituras” y clasificados como fonéti-
cos, logográficos o glotográficos.
Por otro lado, el empleo minoritario de glifos fonéticos o logográ-
ficos en el sistema teotihuacano,3 mixteco-nahua4 y zapoteco en otros pe-
riodos de su historia, junto con las tendencias de conjugar y sobrepo­ner

formó en estrecha relación con la iconografía, pero se convirtió, en el pasaje para la era
cristiana, en una escritura glotográfica, es decir, que graba predominantemente una lengua
y que tiende a separar imagen y texto, como lo hace supuestamente el sistema epi-olme-
ca y el maya del periodo Clásico.
3
Acerca del sistema teotihuacano, la polémica alcanza la cuestión de su propia existencia.
Básicamente, la discusión se polarizó entre los que creen que las varias representaciones
pictóricas de los murales y objetos provenientes de Teotihuacan son parte de un sistema
de escritura y aquellos que defienden la imposibilidad de la inclusión de tales representa-
ciones en el rol de las escrituras. Karl Taube es uno de los investigadores que representa
el primer grupo: “Teotihuacan indeed possessed a complex system of hieroglyphic writing,
which appears not only on small portable objects but also in elaborate murals in many
regions of the city” (Taube, 2000: 2). Joyce Marcus es uno de los representantes del se-
gundo grupo de estudiosos: “even though there is some limited use of glyphic notations
as possible names, captions, or labels at Teotihuacan, I see less evidence for true writing
in Teotihuacan art” (Marcus, 1992: 17).
4
Con esa expresión, reunimos lo que algunos estudiosos prefieren tratar como dos sistemas
relativamente distintos: el mixteco-Puebla y el azteco-nahua. Pensamos que los escritos
producidos en la región mixteca, en Cholula y Tlaxcala y en la región del Altiplano
Central, de predominancia nahua, además de los producidos en la región huasteca y en
el Occidente de México, poseen semejanzas y comparten supuestos de composición y
lectura que permiten su inclusión en el mismo sistema de escritura. Esta propuesta no es
nueva y se encuentra formulada, por ejemplo, en un estudio de Karl Anton Nowotny
(2005) que muestra la existencia de una gran cantidad de paralelos, resonancias, carac-
terísticas comunes y repertorios de sentidos compartidos entre los códices de la región
mixteca (como el Vindobonense), de la región de Cholula (como, probablemente, el

56
Los sistemas mesoamericanos de escritura

tex­to e imagen y utilizar diversos sentidos y patrones de lectura, han ser­


vido para clasificarlos como sistemas pictográficos, icónicos o semasio-
gráficos, los cuales, para algunos estudiosos, no son “verdaderas escrituras”.
De acuerdo con este mismo grupo de investigadores, la división de
los sistemas de escritura mesoamericanos en dos grupos se manifiesta
de manera espacial: al oriente predominan los sistemas fonéticos y
logográficos; al occidente son más usados los sistemas semasiográficos.
Así, de un lado se encuentra el sistema maya, y del otro los sistemas
mixteco-nahua y teotihuacano, que componen los dos “polos extremos
de la ecuación”. Los sistemas zapoteco y olmeca se ubican en la re­
gión de transición, siendo quizás el zapoteco el más relacionado con los
sistemas de occidente y el olmeca con los de oriente de Mesoamérica.
Esta relativa polarización regional de los sistemas mesoamericanos
de escritura estaría fortalecida por la existencia de por lo menos otros
dos rasgos diacríticos. En primer lugar, la presencia de la cuenta larga
en los registros del sistema epi-olmeca y maya y su ausencia en los
sistemas zapoteco, teotihuacano y mixteco-nahua. En segundo lugar,
el empleo, en los sistemas utilizados más al oriente, de representacio-
nes numéricas cuya cantidad representada depende de la posición
relativa de los glifos en el conjunto, a diferencia de los sistemas usados
más al occidente, donde predominan representaciones numéricas cuyo
valor corresponde al total de los glifos del conjunto, independientemen­
te de su posición.
El establecimiento y comprensión de algunas de estas particulari-
dades y distinciones han sido imprescindibles para la lectura e inter-
pretación de los registros que provienen de cada uno de los sistemas
mesoamericanos de escritura. Por otro lado, hay una serie de caracte-
rísticas compartidas por todos los sistemas que también pueden apor-
tar importantes contribuciones a los estudios que se dedican a leer e
interpretar los textos mesoamericanos. Destacaremos tres de estas
características compartidas.
La primera es la presencia sistemática y constante de la combinación
entre glifos fonéticos, logográficos e ideográficos entre sí y, al mismo

Borgia) y de la región del Valle de México (como el Borbónico). Nowotny llama de tlacui-
lolli a este sistema de escritura.

57
Eduardo Natalino dos Santos

tiempo, con elementos de índole más pictórico-figurativa. Prueba de


eso son, por ejemplo, la efectiva participación de los glifos logográficos
e ideográficos —como los glifos calendáricos y numéricos y muchos
glifos toponímicos y antroponímicos— en el sistema maya, admitido
siempre como una “verdadera escritura” debido a la predominancia
incuestionable de los glifos fonéticos.
Otro indicio de esta característica compartida por los sistemas
mesoamericanos de escritura es el hecho de que, ya sea en el sistema
maya o epi-olmeca, en los cuales presuntamente se manifiesta la ten-
dencia de separación entre texto e imagen, son rarísimos los llamados
“textos puros”, los cuales, precisamente, son excepciones que confirman
la regla general: la sistemática reunión y convivencia entre glifos de
diversos tipos y elementos pictórico-figurativos. Además, la presencia
constante de la combinación entre lo que se llama texto e imagen
también ocurre en la composición de gran parte de los glifos ideográ-
ficos e incluso, de los glifos logográficos y fonéticos, los cuales casi
nunca abandonan su carácter pictórico-figurativo, multiplicando así
las relaciones entre texto e imagen, aun en los sistemas predominan-
temente glotográficos o fonéticos.
La atención a ese carácter pictoglífico5 de los sistemas mesoamerica-
nos de escritura, incluso del maya y del epi-olmeca, puede servir para
advertir al investigador acerca de las otras “capas de significación” de
los elementos que constituyen el propio “texto” o acerca de la cons-
tante relación entre éste y las “imágenes” —ambos entre comillas para
enfatizar la dificultad de establecer de antemano los límites entre ellos
cuando son usados por los sistemas de escritura—. La coexistencia

5
Buscaremos enfatizar esa característica empleando el término pictoglífico, que explícita-
mente remite a la combinación entre glifos —sean fonéticos, logográficos o ideográficos—
y elementos pictórico-figurativos. Tal vez ese término sea preferible al de pictográfico, el cual,
además de ser usado tradicionalmente para designar sólo algunos sistemas mesoamericanos,
como el mixteco-nahua, el teotihuacano y el zapoteca, remite a la idea de escrituras que
se sirven de representaciones pictórico-figurativas de objetos y que, de esa manera, se
distinguen radicalmente de las escrituras que graban el habla, consideradas algunas veces
como las “verdaderas”. En otras palabras, tal vez el término pictográfico contribuya para la
perpetración de una separación tipológica entre los sistemas mesoamericanos de escritu-
ra que, como buscaremos mostrar, no es la más adecuada o provechosa para la lectura e
interpretación de los registros.

58
Los sistemas mesoamericanos de escritura

en­tre texto e imagen en los sistemas mesoamericanos de escritura no


es, incluso en el maya, una supervivencia incómoda de elementos
pictórico-figurativos provenientes de estadios anteriores al de la escri-
tura. Por el contrario, se trata de una de las características más inde-
lebles e importantes de dichos sistemas, la cual, en nuestra opinión,
ha sido poco valorada en la lectura e interpretación de los registros,
sobre todo en el caso de los registros del sistema maya —cuya lectura
frecuentemente se detiene solamente en los sentidos glotográficos de
los signos—, pero también en el caso de propuestas de lecturas pura-
mente fonéticas de los registros de otros sistemas mesoamericanos.
En este sentido, creemos que establecer cuáles fueron los primeros
“textos puros”,6 así como orientar la lectura hacia la búsqueda de este
tipo de textos, no es un camino prometedor para comprender la cons-
titución y las transformaciones de los sistemas mesoamericanos de
escritura, pues la asociación entre los elementos pictóricos-figurativos
y glíficos, como ya lo mencionamos, sería una de las características
fundamentales y de unión de todos estos sistemas. Además, no debemos
olvidar que hasta en la composición de los supuestos “textos puros” se
encuentran representaciones pictórico-figurativas, contenidas en los
elementos arquitectónicos circundantes7 o en las imágenes de los
propios glifos.
Volveremos a la cuestión de la base fonética de esta clasificación
de los sistemas sígnicos de Mesoamérica en el siguiente apartado, en
el cual buscaremos entender los supuestos de esta clasificación y ex-

6
Las estelas 12 y 13 de Monte Albán, producidas entre 500 y 400 a.C., presentan sola-
mente glifos de verbos entre signos calendáricos y antroponímicos. De esta manera, a
pesar de contener apenas ocho conjuntos glíficos, son consideradas por algunos estudiosos,
como Joyce Marcus (1992: 38-39), como los más antiguos “textos puros” mesoamericanos.
7
Como señala Christian Duverger: “Es verdad que existen algunos casos en que aparen-
temente los glifos se emplearon solos, sin ser asociados con escenas figurativas; se pueden
citar algunas estelas (estelas 12 y 13 de Monte Albán), algunos paneles mayas esculpidos
(Templo de las Inscripciones de Palenque, Templo de las Inscripciones de Tikal), y sobre
todo, escaleras jeroglíficas como las de Copán, Edzná, Dos Pilas o Naranjo. Ahí, los ele-
mentos escritos ya no están asociados a elementos figurativos en dos dimensiones, sino a
un conjunto arquitectónico monumental de tres dimensiones. Pero se trata de casos par-
ticulares. La norma mesoamericana sigue siendo la combinación de los elementos glíficos
con escenas figurativas” (Duverger, 2000: 42).

59
Eduardo Natalino dos Santos

poner las ventajas del empleo de una concepción de escritura más


amplia y de base no fonética, que abarcaría a todos los sistemas meso-
americanos. En este momento, solamente nos interesa señalar que, en
realidad, dichos sistemas se caracterizan mucho más por una sistemá-
tica y constante combinación entre glifos fonéticos, logográficos e
ideo­gráficos y elementos de índole más pictórico-figurativa, que por el
uso exclusivo de uno u otro tipo de glifo o signo.
La segunda característica compartida por los sistemas mesoameri-
canos de escritura es el uso amplio y sistemático del calendario como
parte fundamental de la estructura de organización de los registros y
de las premisas de decodificación y lectura.8 Es bien conocida la estre-
cha relación que hubo entre el empleo del sistema calendárico y el uso
de la escritura en Mesoamérica, la cual tenía en el sistema calendárico
un conjunto de conceptos constantemente evocados —de modo ex-
plícito o no— para ordenar y estructurar los temas registrados. De ese
modo, el conocimiento previo de esos conceptos era indispensable
para la lectura de los registros.
La copiosa presencia del calendario en los registros pictoglíficos
mesoamericanos casi siempre ocurre por medio de glifos ideográficos,
lo cual, de alguna manera, nos impide pensar cualquiera de estos sis-
temas como exclusivamente fonético. En algunos casos, esa presencia
es tan indeleble o prominente que los registros se pueden clasificar con
base en el tipo de ciclo calendárico que es utilizado o que se destaca
en ellos, independientemente de su pertenencia a este o aquel sistema
de escritura. Por ejemplo, la cuenta larga sirve de base tanto para las
estelas olmecas como para las mayas; el tonalpohualli o tzolkin, o sea, la
cuenta de los días y destinos, sirve de fundamento tanto a los tonalamatl
mixtecos y nahuas como a los mayas (es el caso de las páginas 75 y 76
del Códice Madrid); el xiuhmolpilli o cuenta de los 52 años es la base
para los libros de anales nahuas y también para las genealogías e his-
torias mixtecas.9

8
Tratamos largamente los usos y funciones del calendario en los códices nahuas tradicio-
nales y coloniales en otras dos ocasiones (Santos, 2007b; Santos, 2005a). Por ese motivo,
en esta ocasión solamente señalaremos la importancia del tema.
9
Elizabeth Hill Boone, lejos de considerar los libros mixtecos como un tipo de anales, los
agrupa bajo la categoría de res gestae, porque las dinastías gobernantes y sus hechos son su

60
Los sistemas mesoamericanos de escritura

La tercera característica compartida consiste en el hecho de que


los glifos numerales fundamentales, o sea, el punto y la barra, son los
mis­mos en todas las escrituras mesoamericanas, no obstante las varian­
tes existentes en la sintaxis de las representaciones numéricas, o sea,
entre las representaciones que operan por medio de valores posicio-
nales y las que funcionan por medio del resultado de la suma de los
valores individuales de los glifos, como se ha explicado antes. Además
de compartir estos glifos numerales, los sistemas mesoamericanos de
escritura también compartían el sistema numérico vigesimal, con todas
sus divisiones —en grupos de cinco unidades hasta el veinte— y múl-
tiplos principales de veinte, para los cuales, en general, había glifos
específicos en los diversos sistemas.
La coexistencia de características compartidas con rasgos particu-
lares permite pensar las constituciones y las transformaciones de estos
sistemas como resultantes de procesos que se dieron en un conjunto
de estrechas y prolongadas relaciones, que involucraron diversos pue-
blos y culturas mesoamericanas y que están marcadas por continuida-
des, pero, también, por rupturas e innovaciones. La existencia com-
probada de esas relaciones fortalece la necesidad de seguir llevando a
cabo estudios e investigaciones que las contemplen, es decir, que pien­
sen las continuidades y cambios culturales de estos pueblos tomando
en cuenta el concepto de Mesoamérica. Ese procedimiento analítico
no significa, por lo tanto, negar las particularidades de cada sistema
de escritura o de cada grupo humano que lo empleaba —ni tampoco
menospreciar las relaciones de los pueblos de Mesoamérica con regio-
nes histórico-culturales vecinas, como Oasisamérica, Aridoamérica o
Circuncaribe.
Más allá de esas implicaciones, algunas de las características com-
partidas por los sistemas mesoamericanos de escritura, como la coexis-
tencia sistemática y estrecha entre tipos de glifos distintos —fonéticos,
logográficos e ideográficos— y de glifos con signos de índole más
pictórico-figurativa, también pueden permitir o, quizás, exigir que

temática central (Boone, 1996). Sin embargo, esta categorización puede representar una
complicación innecesaria y, además, enmascarar el principio básico de lectura de estas
historias, las cuales poseen, claramente, la cuenta de los años como su eje central y, por
ello, podrían ser incluidas en la categoría ya existente de los xiuhamatl (Santos, 2005a).

61
Eduardo Natalino dos Santos

revisemos las presuposiciones y las consecuencias conceptual-meto-


dológicas del empleo de definiciones más amplias o más estrechas de
escritura al estudiar los registros, lo que intentaremos hacer, de modo
sucinto, en el siguiente apartado.

¿Recursos mnemónicos, rebus, protoescrituras


o escrituras?

Por lo que hemos expuesto hasta el momento, creemos que nuestra


posición frente a la cuestión contenida en el subtítulo ha sido ya
anunciada, es decir, pensamos que es más adecuado tratar a los registros
pictoglíficos de todos los sistemas mesoamericanos como expresiones
escritas. Sin embargo, aunque hemos mencionado algunas ventajas
metodológicas de esta posición, no nos hemos dedicado a fundamen-
tarla como tampoco a explicitar el contenido de lo que entendemos
por sistema de escritura. Por ello, en este apartado, abordaremos de
manera más detallada y sistemática algunos aspectos de esta cuestión
y del contenido que atribuimos a esta expresión. Buscando hacerlo de
modo sintético, me centraré en el sistema maya y el mixteco-nahua,
ambos a menudo tratados como los dos casos extremos en las clasifi-
caciones que tienden a establecer dicotomías excluyentes, separando
el grupo de las “verdaderas escrituras”, atributo frecuentemente aso-
ciado al sistema maya, de los sistemas que son recursos mnemónicos,
protoescrituras o un tipo rebus —expresiones generalmente asociadas
al sistema mixteco-nahua.
Mencionamos que tanto el sistema maya como el mixteco-nahua,
a pesar de sus diferencias, combinan diversos tipos de glifos —calen-
dáricos, numéricos, toponímicos, antroponímicos, ideográficos, foné-
ticos y de determinación semántica— entre sí y con representaciones
pictórico-figurativas, formando registros con su propia organización y
lógica; sin embargo, los dos sistemas lo hacen de maneras diferentes y en
distintos grados.
En el sistema mixteco-nahua la combinación entre los diversos
tipos de glifos no resulta en la predominancia de los glifos fonéticos o
logográficos. Así, este sistema no se relaciona, estricta y primordial-

62
Los sistemas mesoamericanos de escritura

mente, con alguna lengua en específico, pues los glifos no fonéticos y


elementos pictórico-figurativos podrían tener sus significados rehabi-
litados por hablantes de diversas lenguas si éstos compartieran las
convenciones del sistema. Lo que no significa que los glifos fonéticos
y una parte de los otros signos que componen este sistema no se rela-
cionen directamente con determinadas lenguas, sino que el funciona-
miento de este sistema no depende exclusiva o fundamentalmente de
un cuadro de equivalencias entre signos y sonidos —aunque ello tam-
bién fuera parte de tal sistema—. Este funcionamiento dependería, de
manera fundamental, de conjuntos de contenidos, conceptos y relatos
que se relacionan con los glifos no fonéticos y con los elementos
pictórico-figurativos. Estos contenidos, conceptos y relatos eran me-
morizados y manejados mediante una tradición de oralidad que fun-
cionaría pari passu a la producción y usos sociales de los escritos.
Por su parte, en el sistema maya, son empleados mayoritariamente
los glifos fonéticos, provocando que este sistema se relacione fuerte-
mente con una lengua específica, ya que este tipo de glifo, en principio,
sólo podría tener sus significados sonoros rehabilitados por alguien que
hablara la lengua de los productores de los escritos —y que debería
también, es claro, compartir las demás convenciones de funcionamien-
to del sistema—. Es así que el sistema maya dependería en primer
lugar de la memorización del valor fonético de sus signos y, en segun-
do lugar, de la memorización de conceptos y relatos por una tradición
de pensamiento y oralidad que funcionaba conjuntamente a la pro-
ducción y uso de los escritos pictoglíficos.
Debido a estas características distintas, el sistema maya ha sido
clasificado generalmente como una “verdadera escritura”, mientras
que el mixteco-nahua ha sido considerado como un recurso mnemó-
nico, como una protoescritura interrumpida por la Conquista, o como
una especie de rebus por descifrar.10
Sin embargo, creemos que esta clasificación se debe a la aplicación
de una concepción polar y evolucionista acerca de la escritura. Polar,
por articular las partes que componen el funcionamiento de los siste-
mas sígnicos —esto es, los registros visuales y la oralidad— como un

10
Como propone Charles Dibble (1940).

63
Eduardo Natalino dos Santos

binomio polar y excluyente. Evolucionista por reservar el uso analíti-


co del concepto de escritura, casi con exclusividad, a los sistemas fo-
néticos, vistos como el resultado de un proceso universal de desarrollo
de los sistemas sígnicos, el cual partiría de la pictografía y llegaría
hasta las escrituras fonéticas.11 Partiendo de este tipo de concepción,
en general, la creación o el desarrollo particular de los distintos siste-
mas de escritura son analizados como parte de un proceso universal,
evolutivo y autorreferenciado, esto es, separado de las demandas y de
las prioridades que cada época y sociedad atribuyeron o necesitaron
de sus sistemas.12 El resultado de este tipo de análisis, muchas veces,
es que las escrituras no fonéticas son explicadas por lo que supuesta-
mente les falta o por las etapas que deberían haber alcanzado.
Creemos que esos presupuestos analíticos obstruyen, en alto grado,
el entendimiento de los recursos propios y de las posibilidades de uso
de las escrituras no fonéticas o no exclusivamente fonéticas. Por ejem-
plo, el sistema mixteco-nahua operaba con base en una enorme gama
de glifos ideográficos, la cual era utilizada por productores y usuarios de
distintos orígenes lingüísticos distribuidos en diversas regiones meso-
americanas. En efecto, esta característica podía facilitar la comuni­

11
La idea de que una “verdadera escritura” es siempre y solamente una forma de registro
visual de una lengua hablada se remonta a la Grecia del periodo Clásico y gana un nuevo
e importante capítulo con el proceso de conquista y colonización de las Indias Orientales
y Occidentales por los cristianos. En estos “nuevos mundos”, los cristianos, principalmen-
te los misioneros, tuvieron contacto con una gran cantidad de sistemas sígnicos locales e
intentaron clasificarlos como “verdaderas escrituras” o “pinturas que servían como escri-
tura”. Uno de los ejemplos mejor acabados de este tipo de clasificación es el que José de
Acosta presenta en la Historia natural y moral de las Indias (1985). Este tipo de clasificación
binaria de los sistemas sígnicos marcó los estudios humanísticos y de las ciencias humanas
hasta la actualidad. Maarten Jansen, en los años ochenta, afirmó que la idea que da la base
a este tipo de clasificación empezó a ser cuestionada y seriamente discutida en la academia
solamente en las últimas décadas, cuando, entonces, nuevas concepciones de escritura
empezaron a ser propuestas y, por consiguiente, aplicadas en el estudio de los sistemas
sígnicos de la América Índigena. Dijo, “It is not until the rise of semiology in the last
two decades that the classical Greek definition of writing as the registration of the spoken
language (with the alphabet as its culminating point) was abandoned and a better eva-
luation of pictographic systems became possible” (Jansen, 1988: 88).
12
Entre los investigadores que construyen este tipo de análisis está Elliott (1978). Por
otro lado, existen estudios que muestran que ninguna escritura siguió totalmente el ca-
mino evolutivo de la pictografía al alfabeto, como Manrique Castañeda (1989).

64
Los sistemas mesoamericanos de escritura

cación y la circulación de registros entre élites dirigentes de orígenes


etnolingüísticos distintos, pero que utilizaban un mismo sistema de
escritura. Sin embargo, esta misma característica podía contribuir a
limitar la precisión verbal en la lectura y decodificación de los registros
—precisión que podría ser secundaria o incluso hasta indeseable para
los usuarios de este sistema—. En contraparte, en el sistema maya, tal
precisión podría haber sido favorecida por la numerosa, pero no ex-
clusiva, presencia de glifos fonéticos.
Siendo así, estas distintas características no representan etapas de
una evolución en dirección a un modelo de escritura ideal —repre-
sentado por los sistemas fonéticos—, sino apenas el reflejo de eleccio-
nes relacionadas directamente con los valores políticos, con las prác-
ticas económicas, con los criterios estéticos y, para resumir, con las
experiencias concretas de sociedades específicas en determinados
periodos de su historia.
Además de eso, los sistemas de escritura y la oralidad no conforman
una polaridad excluyente, la cual llevaría al desuso de la oralidad en
favor de la adopción de un sistema de escritura. Al contrario, el fun-
cionamiento de cualquier sistema de escritura depende, en algún grado
y forma, de un régimen de oralidad conjunto. Las relaciones entre
ambos varían de acuerdo a cada sistema y a los usos sociales concretos,
siendo que ningún sistema de escritura —ni siquiera el sistema alfa-
bético— llega a registrar en toda su riqueza la lengua hablada.13
Estas relaciones de dependencia mutua entre los registros escritos
y la oralidad son bastante evidentes en los sistemas mesoamericanos,

13
Jacques Derrida muestra cómo las relaciones entre el universo de los signos visuales y la
lengua-pensamiento son extremadamente complejas y pueden tener formas muy variadas.
Para el autor, separar de manera dicotómica las sociedades con escritura de las sociedades
orales es un reduccionismo que parte de la “definição tradicional de escritura que já em
Platão e em Aristóteles se estreitava ao redor do modelo da escritura fonética e da lingua-
gem de palavras”. Además, entender la escritura solamente como un sistema derivado y
determinado a representar únicamente los sonidos de las palabras “reflete a estrutura de
um certo tipo de escritura: a escritura fonética, aquela de que nos servimos e em cujo
elemento a episteme em geral (ciência e filosofia), a lingüística em particular, puderam
instaurar-se. Seria necessário, aliás, dizer modelo mais do que estrutura: não se trata de um
sistema construído e funcionando perfeitamente, mas sim de um ideal dirigindo explicita-
mente um funcionamento que de fato nunca é, totalmente, fonético” (Derrida, 1973: 37).

65
Eduardo Natalino dos Santos

sea en el mixteco-nahua o en el maya del periodo Clásico y Posclási-


co, y contradicen a las proposiciones clasificatorias polares o dicotó-
micas y, aún más, a las que tratan el tema en términos de “verdaderas”
versus “falsas o incompletas escrituras”.
En el caso de los códices mixtecos, la estrecha relación entre orali­
dad, producción y uso de los manuscritos pictoglíficos es testifi-
cada, por ejemplo, por el fraile Francisco de Burgoa a principios del
siglo xvii. Al referirse a la producción y el uso de los manuscritos,
afirma que

para esto a los hijos de los señores y a los que escogían para el sacerdocio,
enseñaban e instruían desde su niñez, haciéndoles decorar aquellos caracteres
y tomar de memoria las historias, y de estos mismos instrumentos he tenido
en mis manos y oídolos explicar a algunos viejos con bastante admiración
(Burgoa, 1987: 210).

En el caso de los códices nahuas, los Coloquios y doctrina cristiana


son bastante elocuentes sobre la íntima relación entre los registros y
la oralidad. En el capítulo en que los sacerdotes mexicas sobrevivien-
tes a la conquista de México-Tenochtitlan responden a los religiosos
franciscanos, el texto afirma: “Auh in quitzticate (Los que están miran-
do), in qujpouhticate (los que cuentan), in qujtlatlazticate in amoxtli (los
que despliegan los libros), in tlilli, in tlapalli (la tinta negra, la tinta
roja), in tlacujlolli quitqujticate (los que tienen a su cargo las pinturas)”
(Sahagún, 1986: 140 y 141). Podemos percibir en esta parte que la
decodificación de los signos visuales de los códices pictoglíficos (“los
libros, la tinta negra, la tinta roja”) por los miembros de la tradición
mexica de escritura y pensamiento (“los que tienen a su cargo las
pinturas”) es caracterizada por dos verbos: itz y pohua, que subrayamos
en la cita y cuyo uso vinculado era muy común para referirse a tal si-
tuación (Mignolo, 1994). Este uso conjunto de los verbos itz o itta,14

14
El verbo ver posee dos formas en náhuatl: itta e itz. La primera es usada en todos los tiem-
pos y, generalmente, es transitiva; la segunda es usada en composición con verbos auxiliares,
cuando justamente puede tornarse como intransitiva, como en el caso arriba mencionado:
quitzticate o, en español, los que están viendo, formado por qui, que denota 3ª persona; itz, ver
o mirar; ti, ligadura sin valor semántico; y cate o cateh, del verbo ser o estar. Comunicación
personal de Leopoldo Valiñas.

66
Los sistemas mesoamericanos de escritura

que significan “ver”, y pohua, que significa “contar” o “relatar”, parecen


apuntar, justamente, a la relación de complementariedad entre la
acción estricta de leer —o decodificar los signos visuales— y la de
relatar —o usar un repertorio de conceptos, contenidos o narrativas
sabidos o memorizados—. Esto es porque la acción de contar, situada
temporalmente en la parte citada después de la acción de mirar, pare-
ce mantener cierta independencia, es decir, parece estar relacionada,
pero no totalmente subordinada, a los contenidos de los registros
visuales, no obstante el hecho de ser realizada por los propios produc-
tores o dueños de tales registros —“los que tienen a su cargo las pinturas”.
En el caso de mixtecos y nahuas, esta relación de complementa­
riedad entre registro visual y oralidad ha sido bastante evocada para
caracterizar las funciones y el funcionamiento de los códices o incluso,
en algunas ocasiones, para clasificarlos apenas como herramientas
mnemónicas. Sin embargo, parece que se ha dado poca atención a los
papeles de la oralidad en la producción y lectura de los escritos mayas
del periodo Clásico y Posclásico, como si la predominancia de los gli­
fos fonéticos relegara esta cuestión a un nivel despreciable de relevan-
cia para la comprensión del funcionamiento de este sistema de escri-
tura y de sus registros. A pesar de eso hay una gran cantidad de
registros y escritos mayas de estos periodos que suministran indicios
para el estudio de este problema, los cuales apuntan a la existencia de
una estrecha relación de dependencia o de indiferencia entre los es-
pecialistas en el arte de escribir —ah ts’ib/tlacuilo— y el sabio o responsa­
ble por la memorización de las tradiciones orales —ah miatz/tlamatine—.
Este es el caso, por ejemplo, de diversos vasos-códices procedentes de
Petén y de sus zonas fronterizas, que en una especie de metarregistro
tratan de las actividades de los ah ts’ib y ah miatz (León Portilla, 2003).
Entre ellos podemos destacar un vaso-códice del siglo viii —que hoy
se encuentra en el Museo de Arte de la Universidad de Virginia— en
el cual Pawahtún o Itzamná, patrono de los escribas, enseña a los
novatos ah ts’ib y ah miatz (Coe y Kerr, 1997: 102-110). En esta repre-
sentación, las relaciones de educación-aprendizaje entre Itzamná y los
nuevos escribas o sabios destacan inequívocamente los discursos pro-
feridos por el patrono, presentes en dos escenas, siendo que la relación
es mediada por un códice en sólo una de ellas.

67
Eduardo Natalino dos Santos

Además de constar en estos metarregistros, parece que la relación


de dependencia mutua entre escritura y oralidad, o entre el acto de
ver/leer y de contar/relatar, también está presente, como en el náhuatl,
en expresiones del maya-yucateco, sobre todo en las empleadas para
referirse al acto de lectura de los manuscritos pictoglíficos. Esto porque
el término huun, que significa “papel amate”, pero también “libro” o
“códice”, se junta al verbo xoc, que significa “contar”, para formar la
expresión xoc-hun, literalmente “contar un libro” (Thompson,
1988:  40).
Otro indicio de la complementariedad del binomio registro-oralidad
en el caso del sistema maya sería el hecho de que posee glifos y elemen­
tos pictórico-figurativos que no se reducen totalmente a una lectura
fonética, como apuntamos anteriormente, dependiendo, en última
instancia, de discursos orales “paralelos e integrados” a la producción
y uso de registros, así como ocurría en el sistema mixteco-nahua. En
efecto, la separación entre glifos fonéticos e ideográficos no es absolu-
ta en ambos sistemas y la estamos empleando aquí como una simplifi-
cación didáctica.15 Esto porque muchos de los propios logogramas o
fonogramas poseían, además de sus valores fonéticos, significados
conceptuales más generales y relacionados con sus características vi-
suales, tal como ocurría con los ideogramas.
La lectura —o aprendizaje— de los escritos mixteco-nahuas y de
los mayas era distinta de aquella que comúnmente asociamos a nuestros
escritos, pues

15
Carmen Herrera señala la inadecuación de establecer una separación rígida entre
iconografía y escritura basada solamente en las formas o en los referentes figurativos in-
mediatos de los signos empleados en los sistemas mesoamericanos: “Se ha dicho que los
mexica, siguiendo el modelo de mixtecos y zapotecos, contaban con dos tipos de notación:
uno de carácter pictográfico, caracterizado por imágenes de objetos convencionalmente
representados y el segundo, de contenido no figurativo, en el que se engloba el registro
de nombres, fechas y otros […] De este modo se plantea que las pictografías no tienen
una correspondencia biunívoca con las unidades de una lengua específica, ya que son
figuras reconocibles y traducibles por cualquiera, mientras que los signos arbitrarios o no
figurativos tienen una interpretación necesariamente ligada a formas lingüísticas. Pero si
este criterio distingue los dos procedimientos ¿por qué incluir el registro de fechas en el
segundo de ellos? […] Estas evidencias sugieren que no se puede prejuzgar el valor de los
signos que se emplearon en las escrituras del centro de México a partir tan sólo de la
forma” (Herrera M. et al., 2009: 363-365).

68
Los sistemas mesoamericanos de escritura

no era el desciframiento silencioso de un texto fijado en un momento histó-


rico determinado (es decir, de un texto con una “aura”), sino una representa-
ción pública y ritual que permitía ver y escuchar el relato de los antiguos, re-
uniendo los libros pictográficos y las tradiciones orales en un todo más rico
que cualquiera de sus partes (Navarrete Linares, 2000a).

En otras palabras, sobre todo en el caso del sistema mixteco-nahua,


aunque también para el caso maya, parece que el registro pictoglífico
y la oralidad eran conjuntamente accionados en la lectura o escenifi-
cación de los relatos, sin que un tipo de discurso —visual u oral— es-
tuviera totalmente subordinado al otro, como si ambos estuvieran
“paralelamente integrados”.16
Además de poder favorecer la falta de atención al papel de la orali­
dad en el funcionamiento de las escrituras mesoamericanas, el supues-
to de que escritura y oralidad forman una “ecuación polar” y que una
“verdadera escritura” debe escribir una lengua en específico ha contri-
buido a posturas analíticas radicales y, creemos, parcialmente equivoca­
das. Este es el caso de lo que podemos nombrar “foneticismo radical”.
Algunos estudiosos, quizás con la intención de combatir la subvalora-
ción o el menosprecio con los cuales algunos sistemas mesoamericanos
de escritura son tratados algunas veces, han asumido como supuesto
que todos los elementos presentes en tales sistemas, ya sea en el maya
o en el mixteco-nahua, son exclusiva y estrictamente fonéticos o logo­
gráficos. De este modo, dicha postura, además de reforzar el prejuicio
y el concepto de que un sistema sígnico es una “verdadera escritura”
solamente cuando se configura como la grafía de una lengua, se mani-
fiesta también como la tendencia de intentar entender las escrituras
pictoglíficas apenas focalizando sus elementos glotográficos, buscando
descifrar sus códigos lingüísticos e “ignorando qualquer mensagem
visual que pudesse estar sendo transmitida” (Brotherston, 1999: 79).
Esta tendencia remite especialmente al estudio de los escritos ma-
yas, que realmente cuentan con la presencia mayoritaria de glifos fo-

16
Presentando una posición distinta, Elizabeth Hill Boone cree que los documentos
pictoglíficos eran una institución documental en la cual la explanación oral era accesoria
(Boone, 1998).

69
Eduardo Natalino dos Santos

néticos, pero también se manifiesta en algunas propuestas de lectura


de los registros nahuas. Los orígenes de este entendimiento equivoca-
do de que los registros nahuas se constituyen como un rebus, el cual
señala apenas y tan sólo la lengua náhuatl, se remontan a la última
parte del siglo xvi y a los trabajos de algunos religiosos franciscanos
que desde entonces promovieron la producción de los llamados códi-
ces testerianos. En estos manuscritos, se supone que las oraciones y
textos cristianos en náhuatl fueron registrados por medio de dibujos
de objetos cuya combinación de sus nombres en esta lengua se aseme-
jaría a las palabras que componían tales oraciones y textos.17 La con-
fección de estos códices parte, entonces, de una premisa distinta de
las que centralmente regían a los códices nahuas, que no registraban,
exclusiva o predominantemente, el habla por medio de glifos con
valores fonéticos —lo que no significa que tal recurso no fuera utili-
zado en tales escritos en tiempos prehispánicos—.18 Además, el uso de
glifos fonéticos en el sistema mixteco-nahua no se daba como en una
escritura rebus, ya que los glifos silábicos eran empleados en combina-
ción con otros tipos de glifos y preponderantemente bajo la forma de
prefijos o sufijos —como el de tetl (piedra) para te (alguien o algunos)
y el de pantli (bandera) para pan (arriba)—, para representar sonidos
—como acatl (caña) o atl (agua) para el sonido de la letra “a”, etl (fri-
jol) para el de la letra “e” y otli (camino) para el sonido de la letra
“o”— e incluso para componer los topónimos y antropónimos (Alcina
Franch, 1992).19

17
La obra del fraile Valdés de 1579, Rethorica christiana, podría atestiguar la autoría fran-
ciscana del proyecto que produjo estos escritos (Boone, 1998). Además de eso, el grueso
de la producción de esos códices data de los siglos xvii al xix, época, justamente, de la
decadencia en la producción de los registros pictoglíficos por las tradiciones de pensa-
miento y escritura nahuas.
18
Tal recurso podría, incluso, ser usado de manera más acentuada en alguna escuela de
escritura o región del mundo nahua, como argumenta Alfonso Lacadena en relación con
la región de Texcoco (Lacadena, 2008).
19
No obstante todos esos indicios, Joaquín Galarza cree que los códices testerianos son
parte fundamental y ejemplar del sistema de escritura nahua. Fue así que elaboró un ca-
tálogo o diccionario de glifos a partir de un manuscrito que registra la oración del Padre
Nuestro y que, supuestamente, permite la lectura de otros manuscritos testerianos (Ga-
larza, 1999). Además, desarrolló trabajos para aplicar este principio de exclusividad o
primacía logográfica y fonética en otros códices nahuas, o sea, buscando mostrar que

70
Los sistemas mesoamericanos de escritura

Tratar de comprobar que el sistema pictoglífico nahua —el cual es


parte, a nuestro parecer, del sistema mixteco-nahua— solamente
transcribe el idioma náhuatl parece un intento por combatir los pre-
juicios contra los sistemas mesoamericanos reforzando parte de los
propios prejuicios, pues, como ya lo mencionamos, se corrobora el
supuesto de que la escritura fonética o logográfica debe ser el modelo
a partir del cual debemos juzgar y entender otros sistemas sígnicos. Esa
suposición reduce las oportunidades de entender las enormes y poco
investigadas potencialidades de sistemas de escritura pictórico-ideo-
gráfico-fonéticos, pues los aprisiona con la “camisa de fuerza” del fo-
neticismo. Más allá de eso, es difícil sustentar que el sistema mixteco-
nahua sea total o predominantemente fonético o logográfico, ya que
es grande el número de indicios que apuntan al uso combinado de
diversos tipos de glifos calendáricos, numéricos, toponímicos, antro-
ponímicos, ideográficos, fonéticos y de determinación semántica,
entre los cuales los fonéticos no son predominantes.20
En contraparte, como buscamos mostrar a lo largo del artículo,
existen varios investigadores tratando los registros mesoamericanos
como productos de sistemas de escritura sin partir de una concepción
básicamente fonética o del supuesto de que registro visual y oralidad

todos los elementos contenidos en ese manuscrito son estricta o exclusivamente fonéticos
y logográficos, por lo que este sistema de escritura habría fijado y transcrito la lengua
náhuatl (Joaquín Galarza, 1992). A pesar de ese foneticismo radical, Galarza trae impor-
tantes contribuciones al estudio de los códices nahuas por el hecho de tratarlos como
expresiones de un sistema de escritura y, por consiguiente, por señalar las carencias que
se deben, en parte, a la no aplicación de la categoría de escritura y de texto a esos manus-
critos. Según él, entre estas carencias están: a) la falta de inventarios completos de los
textos existentes; b) la ausencia de un método de trabajo compartido, basado en los de-
talles y en el análisis sistemático de los grupos de manuscritos; c) la dificultad de estable-
cer el sentido de lectura de cada página o de cada manuscrito (Galarza, 1978).
20
Vale la pena destacar que la propuesta de Alfonso Lacadena parece ser distinta a la de
Galarza, pues busca mostrar que el uso de los glifos fonéticos era parte de la escritura
nahua desde tiempos prehispánicos y, como ya lo hemos mencionado, podría ser más o
menos acentuado según la escuela o la región, llegando a ser uno de los principales recur-
sos empleados en el Códice Santa María Asunción y en el Memorial de los indios de Tepe­
tlaoztoc (Lacadena, 2008: 1-3). De esa manera, entendemos que Lacadena no defien­de que
tal recurso fuera la principal o única base de funcionamiento de todo el sistema de escri-
tura nahua.

71
Eduardo Natalino dos Santos

conforman una polaridad excluyente.21 Estos estudios, de manera ge-


neral, asumen que tales sistemas combinan representaciones fonéticas,
ideográficas, geográficas, calendáricas y matemáticas en los registros,
de acuerdo con una organización y una lógica propias, siendo que esos
registros mantienen con la oralidad una especie de “autonomía depen-
diente”, como apuntamos arriba.
Estos investigadores también han señalado la necesidad de una
definición más amplia de escritura, que abarque cualquier sistema
sígnico con convenciones, usos sociales, formas de mantenimiento y
transmisión, lógica interna y gramática bien establecidos, los cuales
garanticen una calidad básica a cualquier sistema de escritura: la per-
manencia y la rehabilitación, a partir de la decodificación ordenada
de los registros según sentidos de lectura preestablecidos, de significa-
dos relativamente bien determinados y socialmente compartidos,
aunque de manera desigual. Esos sistemas pueden tener por objetivo
central la grafía y la rehabilitación del habla o el registro y la rehabi-
litación de complejos conceptuales y de discursos memorizados por la
oralidad. Además de eso, “optar” por uno de esos objetivos centrales
no significa, necesariamente, vetar las otras posibilidades.
Desde esa concepción más amplia de escritura y entendiendo que
las diferencias entre los sistemas se relacionan más con preferencias de
orden visual o propósitos sociopolíticos, lo más importante es compren­
der la gramática, la semántica y la lógica interna de los registros picto­
glíficos mesoamericanos, interpretando sus partes dentro de un todo
mayor formado por el texto, por el propio sistema y por sus usos ­sociales.
Dentro de este panorama, si estamos de acuerdo, por ejemplo, con que
el sistema mixteco-nahua era una forma de escritura, antes de buscar
interpretaciones amplias para sus signos visuales tendríamos que en-
tenderlos dentro de un conjunto de convenciones más restringidas, de
las cuales depende el funcionamiento de cualquier escritura. Además,
siempre tendríamos que considerar los sentidos y los significados de
sus signos visuales componentes en medio del contexto semántico en
21
Además de los estudios mencionados antes, podemos adicionar, de modo ejemplar, el
estudio sobre la migración mexica de Navarrete Linares (2000b) y las tentativas de lec-
tura de los códices mixtecos de Ferdinand Anders y Maarten Jansen (Anders et al., 1992a
y 1992b).

72
Los sistemas mesoamericanos de escritura

que se encuentran, al contrario de considerar tales signos como enti-


dades autosuficientes con sentidos alegóricos más o menos fijos.22

Conclusiones

Un primer punto a señalar es que los rasgos particulares y generales de


los sistemas mesoamericanos de escritura que evocamos no agotan la
cuestión acerca de la unidad versus la diversidad de esos sistemas. Hay
muchos otros rasgos que podrían ser mencionados y presentados, tan-
to para ampliar el listado de las particularidades como el de las gene-
ralidades: los tipos de soporte material, las formas de producción y uso
social de los registros o los tipos de temática. Sin embargo, pensamos
que la exposición ha sido suficiente para señalar que, a veces, las pro-
piedades diacríticas de los sistemas han sido sobrevaluadas y, en con-
traparte, que sus características comunes han sido subestimadas.
Las características compartidas por los diversos sistemas de escritu-
ra en Mesoamérica pueden ser indicios preciosos de la existencia de
una base escritural mesoamericana (Brotherston, 1999), es decir, de
un conjunto de elementos fundamentales que se encuentra presente
en todos los sistemas y que fue constituido por las constantes interre-
laciones entre los pueblos componentes de esta macrorregión —como
el carácter pictoglífico, la gran y sistemática presencia del calendario
y el empleo de los mismos glifos numerales básicos, además de otros
rasgos compartidos que fueron apenas mencionados, como las temáti-
cas, los tipos de soporte material y los usos sociopolíticos—. Por un
lado, eso tal vez nos desautoriza a marcar divisiones muy rígidas entre
tales sistemas, como la que se propone con la separación entre occi-
dente y oriente de Mesoamérica, donde supuestamente se vigorizaron
sistemas de escritura de naturalezas diferentes. Por otro lado, esas ca-
racterísticas compartidas pueden ser la base para realizar estudios
comparativos, los cuales, por ejemplo, podrían probar si principios
22
En otra ocasión, buscamos mostrar que uno de los principales problemas en el uso de
los códices mixteco-nahuas como fuentes históricas es la descontextualización de sus
unidades componentes, es decir, la desconsideración total del entorno textual, inmedia-
to o distante, que envuelve las imágenes o los glifos (Santos, 2005b).

73
Eduardo Natalino dos Santos

fundamentales en la lectura y entendimiento de determinado sistema


contribuyen para el avance en la comprensión de otro. En otras pala-
bras, tal vez estemos frente a varios sistemas que utilizan, básicamente,
los mismos recursos, pero en proporciones diferentes y, siendo así,
aproximar sus estudios y comparar sus registros podría contribuir al
esclarecimiento mutuo de sus características y contenidos aún no
entendidos o poco valorados.
Es importante enfatizar que eso no significa descuidar las particu-
laridades de cada sistema. Tanto en el caso del problema de la unidad
versus la diversidad de los sistemas de escritura como en el caso de la
unidad versus la diversidad de los pueblos, culturas y periodos históri-
cos de Mesoamérica, está presente una “tensión polar” que puede ser
muy útil a las investigaciones, pues la atención del investigador a los
dos polos le permite subrayar las particularidades irreductibles de cada
sistema de escritura, de cada etnia, de cada alteptl y de cada periodo de
la historia de Mesoamérica y, conjuntamente, entender los elementos
de unión entre ellos. En contraposición, el elegir un único “polo de la
tensión” significa desmontar una importante herramienta analítico-
conceptual: la búsqueda por similitudes y particularidades coexistentes
o la comprensión de que las continuidades y las transformaciones/
rupturas son aspectos no excluyentes de la historia de toda y cualquier
sociedad humana (Sahlins, 2003).
El segundo punto que nos gustaría señalar es que hay ventajas me-
todológicas en no emplear una concepción de escritura de base estric-
tamente fonética, ampliando esta concepción de modo que abarque a
todos los sistemas mesoamericanos. En el caso de que este esfuerzo sea
emprendido, la consecuencia más inmediata es reconsiderar el esta­tus
de los sistemas zapoteca, teotihuacano y mixteco-nahua, los cuales,
por valorar intencionalmente la coexistencia entre imagen y texto,
no registrar preponderantemente una lengua específica y por no
presentar un único o predominante sentido de lectura han sido con-
siderados, a veces, como simples recursos mnemónicos, como protoes-
crituras o como un rebus a ser descifrado.
Además, esa reconsideración puede contribuir a la solución de una
contradicción bastante común en los estudios de Mesoamérica:
aceptar que la presencia de los registros escritos es una característica

74
Los sistemas mesoamericanos de escritura

particular de esta macrorregión —por tanto, fundamental para esta-


blecer sus límites geográficos— y, al mismo tiempo, no aceptar que
muchos de estos sistemas son “verdaderas escrituras”. En otras palabras,
la presencia de fechas grabadas en monumentos ha sido un criterio
básico para delimitar esa superárea cultural. Sin embargo, en la mayo-
ría de los casos, esa presencia consiste fundamentalmente en registros
formados por glifos numerales, calendáricos, toponímicos y antropo-
nímicos, los cuales no son predominantemente fonéticos (Carmen
Herrera, 2009). No obstante, tal criterio es empleado universalmente
para definir la macrorregión cultural, incluso por los que defienden
que una “verdadera escritura” es la representación fonética de una
lengua o que es posible establecer una separación clara y precisa entre
iconografía y escritura.
Un tercer punto, que será meramente mencionado, pues no nos
detuvimos detenidamente a reflexionar sobre él en el artículo, es: si la
ampliación de la concepción de escritura que hemos propuesto forta-
lece, por un lado, la unidad relativa de la historia y cultura en el inte-
rior de Mesoamérica, pues en la mayoría de sus regiones sí se usaban
sistemas de escritura emparentados, por otro, tal ampliación podrá
llevar a la inclusión de otros sistemas sígnicos de América indígena
en el campo de la escritura —como los quipus y tocapus andinos—.23
De esta manera, estaremos obligados a reconsiderar si el uso de la es-
critura es un rasgo distintivo de Mesoamérica o si lo que distingue esta
macrorregión es justamente el uso de ciertos sistemas emparentados y
con características propias, como las que buscamos señalar aquí como
rasgos compartidos.
Ese tipo de reconsideración requerirá, entre otras cosas, la intensifi­
ca­ción de estudios comparativos que abarquen diversas macrorregiones
ame­rindias: Aridoamérica, Oasisamérica, Circuncaribe, Andes,24

23
Elizabeth Hill Boone es una de las investigadoras de los sistemas mesoamericanos que
propone una definición más amplia de escritura, la cual abarca los manuscritos de Méxi-
co central y de Oaxaca, así como los quipus andinos (Boone, 2000).
24
Propusimos una forma de agrupar las fuentes históricas nativas —es decir, que delibe-
radamente tratan del pasado de sus propios productores— de Mesoamérica y de los Andes
según los principales problemas de entendimiento e interpretación enfrentados por los
estudiosos de los registros de las dos macrorregiones (Santos, 2007a).

75
Eduardo Natalino dos Santos

Amazonía. Tal vez, de modo bastante curioso, eso nos llevará a reconsi­
derar la importancia que Kirchhoff y otros estudiosos de su tiempo
dieron a los caracteres que cada macrorregión de la América indígena
compartía con las demás, pero con el cuidado de dejar atrás aspectos
problemáticos que marcaron algunos de esos estudios en el pasado,
como el difusionismo metódico o las oposiciones binarias demasiada­
mente rígidas y de polos excluyentes, tales como escritura versus
oralidad o verdadera versus falsa escritura, pero también una serie de
otras oposiciones binarias que han marcado el quehacer de las ciencias
hu­ma­nas en el siglo xix y parte del xx, tales como historia versus
mi­to, cultura versus naturaleza, pueblos con historia versus pueblos
sin his­toria o civilización versus barbarie, a veces convertida en la
oposición alta versus baja cultura o sociedad compleja versus socie­
dad simple.
Traducción de Mariana da Costa A. Petroni.

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80
Matlatzincas y tenochcas
Diversidad cultural y unificación
en el contexto mesoamericano

Beatriz Albores Zárate*

A Pedro Carrasco, maestro y fecundo mesoamericanista

“Con rostro sosegado”, Tlacaelel le respondió a


Axayacatl: “hijo mío, no te alborotes: as de saber que
antes de agora fui de parecer, en tiempo de mi hermano
Monteçuma, de que se sujetase esa provincia por
guerra, temiendo no se” coligase “con los de
Mechoacan y nos diese algun sobresalto y sinsabor
algun dia: veislo aquí lo que de no avellos sujetado
sucede; el no querernos obedecer ni tenernos en nada, y
tienen en parte raçon pues emos disimulado con ellos;
por tanto, valeroso mancebo, vea yo, antes que me
muera, sujeta esa provincia á la corona mexicana”.
(Durán, 1951, v. I: 273, 274)

En el siglo xv, los mexica-tenochcas —a la cabeza de la Triple Alian-


za— invadieron la jurisdicción otomiana del Matlatzinco,1 e iniciaron
el dominio de sus pobladores mediante reiteradas campañas armadas
y un proceso de nahuatlización que continuaban a la llegada de los
españoles, en el siglo xvi. Este proceso se emprendió por razones po-
lítico-económicas y tenía como finalidad adecuar a la tradición nahua-
mexica —y aun cambiar— aspectos culturales fundamentales o im-

* El Colegio Mexiquense.
1
Matlatzinco es el término náhuatl con el que los mexica-tenochcas llamaban a la jurisdicción
que, en tiempos mesoamericanos del Posclásico, se situó al poniente de la cuenca de México,
sobre las cabeceras de los ríos Lerma y Balsas, en la entidad mexiquense; el Matlatzinco tam-
bién era nombrado por aquéllos Tollocan-Matlatzinco o sólo Tollocan (Albores, 2006a: 254).

81
Beatriz Albores Zárate

portantes de los otomianos, hablantes de matlatzinca, mazahua, otomí


y ocuilteco.2 Al respecto, contamos con relatos de los violentos com-
bates en esa jurisdicción —cuyo territorio aproximado tendió a desig-
narse “Valle de Toluca” desde principios del virreinato (Albores, 2006a:
254)— y con datos y aun estudios del impresionante desplazamiento
lingüístico, sobre todo en la zona central del Matlatzinco, caracteriza-
da por la presencia del volcán Nevado de Toluca y de la ciénaga o
laguna de Lerma.3 Pero, según puede observarse, no existen más que
indicios relativos de otra parte del cambio que estaban efectuando los
tenochcas a la llegada de los españoles.
Ciertas opiniones despectivas acerca de los otomianos —que co-
nocemos en particular por los relatos de Sahagún, del siglo xvi— pa-
recieran responder sólo a una actitud etnocéntrica de los nahuas de la
cuenca de México o —como ha sido planteado por algunos autores—
a su visión de las diferencias culturales. Algunas de éstas se refieren a
prácticas agrícolas y no agrícolas que, a partir de las opiniones men-
cionadas, resultan más obvias que otras, como lo es, concretamente,
el significado básico de la principal veintena del calendario otomiano,
que los mexicas habían incorporado al suyo en tiempos previos. Tal
significado no se menciona de manera explícita en las descripciones

2
Además de los cuatro idiomas otomianos que he mencionado, en el Matlatzinco se
hablaron, desde antes del dominio tenochca, distintas variantes dialectales del náhuatl,
entre otras lenguas. En este marco, por nahuatlización me refiero a la introducción en los
pueblos otomianos del Matlatzinco de aspectos culturales pertenecientes a la tradición
de los tenochcas de la cuenca de México. Se trata de aspectos de distinta índole, de los
cuales me referiré, específicamente, a los de orden lingüístico, económico —en relación
concreta con actividades no agrícolas y agrícolas, sobre todo en lo concerniente al culti-
vo del maíz de temporal— e ideológico, en cuanto a la religión y a la forma de conceptuar
el mundo o conceptuación del mundo (Albores, 2006b: 75).
3
La zona media o lacustre es una de las tres zonas en que, de manera inicial, he dividido
el territorio que ocupó el Matlatzinco (Albores, 2006a: 264-265); las otras zonas son: la
norteña o serrana y la meridional o de cañadas en sierras descendentes. La zona media
contuvo a la laguna de Lerma, que fue desecada casi en su totalidad entre 1941 y 1970;
en la etapa final de la laguna de Lerma, que se sitúa de 1900 a 1970, 20 municipios com-
partieron este depósito acuático y conformaron la zona lacustre del alto Lerma mexiquen-
se. Los 20 municipios son: Almoloya del Río, Atizapán, Calimaya, Capulhuac,
Chapultepec, Joquicingo, Lerma, Metepec, Mexicaltzingo, Ocoyoacac, Otzolotepec,
Rayón, San Antonio la Isla, San Mateo Atenco, Tenango del Valle, Temoaya, Texcalya-
cac, Tianguistenco, Toluca y Xonacatlán.

82
Matlatzincas y tenochcas

de las fiestas de las veintenas correspondientes y no muestra, a prime-


ra vista, tener relación con aquellas prácticas económicas de los oto-
mianos. Mas, en conjunto, esas opiniones apuntan a un proceso in-
tencional de unificación u homogeneización cultural, generado por el
Estado tenochca, que comenzó con la acción bélica.
Dicho significado atañe al ciclo del maíz de temporal,4 de ahí que
el cambio que procuraban los tenochcas consistía en darle un peso
distinto a la primera etapa de cosecha, en la que el fruto, si bien ya
está formado en su totalidad, todavía es suave y joven: inmaduro. Esa
etapa tenía una importancia particular para los otomianos, sobre todo
en términos agrícolas como veremos, y también en el aspecto ritual y en
la forma de conceptuar el mundo. Los tenochcas, en cambio, trataban
de que tal etapa fuese sólo un referente —especial para el desenlace
agrícola— de la segunda etapa de cosecha, que era más acorde con los
intereses de los guerreros hegemónicos de la Triple Alianza, puesto que
entonces las mazorcas han alcanzado su plena dureza y madurez.
Así, a partir de una misma variante agrícola de temporal —que
desde tiempos antiguos había sido adaptada a las altas y frías regiones
que ocuparon los tenochcas y la mayoría de otomianos del Matlatzin-
co—, cada pueblo enfatizó una etapa distinta del cultivo del maíz,
particularmente en la fase de cosecha. Ello parecería corresponder, en
lo esencial, a sus respectivas formas ideológicas, mas en el caso de los
otomianos afloran otras cuestiones en su nexo con la agricultura del
maíz, como las relativas al profundo conocimiento de su entorno na-

4
“Cultivo del maíz de temporal” (Albores, 2002b, 2006b: 71) es el sistema agrícola cuya
parte principal tiene lugar en la época lluviosa, la cual corresponde a una de las mitades
o temporadas meteorológicas en que, de acuerdo con la forma mesoamericana de concep-
tuar el mundo, se divide el año trópico. Es una división conceptual con distintas impli-
caciones, entre las cuales se cuentan las religiosas. En tal contexto, cabe recordar que, a
diferencia del año vago que comprende 365 días, el año trópico abarca 365.2422 días. En
cuanto al sistema de temporal, relativo al cultivo del maíz, Rojas Rabiela (1991: 82)
menciona que la “agricultura que depende de la lluvia estival, por eso llamada en México
de temporal, era sin duda la predominante en Mesoamérica”, así como “la que probable-
mente ocupaba un área mayor y en la que se producía la mayor parte del abasto de las
poblaciones campesinas prehispánicas”. Esta forma agrícola de humedad y temporal se
efectuaba, a cabalidad, en la etapa final de la laguna de Lerma y aun después; en nuestros
tiempos se lleva a cabo en forma reducida y es, casi por completo, de temporal.

83
Beatriz Albores Zárate

tural y a la consideración de las condiciones climáticas específicas. En


cuanto a los tenochcas, su prioridad en la segunda etapa de cosecha
respondería, también y en primer término, a un objetivo económico
que resultaba básico en el contexto de la expansión imperial del Esta-
do tenochca. Tal situación se expresó en la homogeneización de varias
cuestiones otomianas —sobre todo, de quienes habitaban la zona
central del Matlatzinco— con la tradición mexica-tenochca, y cons-
tituye un ejemplo de la diversidad cultural y de los procesos de unifi-
cación en el contexto mesoamericano.
En el presente ensayo trato los principales aspectos de la nahuatli-
zación de los otomianos, en particular de los matlatzincas. Hago én-
fasis en el significado básico de la veintena otomiana más importante
—y en su vínculo con las prácticas no agrícolas y agrícolas—, por
cuanto aparece velado en las narraciones y aun en la mayoría de los
estudios correspondientes. Y porque considero que esa falta de trans-
parencia constituye un indicador específico de la nahuatlización que
estaba en curso cuando llegaron los españoles a los valles centrales del
país. De manera más amplia, por cuanto este caso abre una de las
ventanas que permiten observar las formas empleadas en la dramática
hazaña que implicó la unificación de cuestiones medulares, en distin-
tos momentos históricos, al articular pueblos multiculturales que
conformaron lo que ha sido conceptuado como Mesoamérica.

Los combates

El contexto de la invasión tenochca al Matlatzinco permite no sólo


destacar la gran magnitud, sino, básicamente, evidenciar el significado
de la subsecuente nahuatlización que impusieron los conquistadores,
sobre todo en la zona media o lacustre de aquella jurisdicción otomia-
na. Por una parte, la posición estratégica de ésta —que se situaba entre
los estados purépecha y tenochca en expansión— hacía que los gober-
nantes tenochcas vieran al Matlatzinco como objeto de conquista
desde la época de Moctezuma Ilhuicamina (Albores, 1985).
Otra razón radicaba en la alta productividad agrícola —sobre todo
maicera— de la jurisdicción otomiana, desde tiempos mesoamericanos

84
Matlatzincas y tenochcas

hasta las primeras décadas del siglo xx como lo señala la información


de numerosos autores; por ejemplo, la que proviene de Sahagún (2000,
t. II: 962-967) para el siglo xvi y la que procede de los estudios efec-
tuados en el siglo xx. Esto es, información acerca de la zona media o
lacustre del Valle de Toluca —nombre con el que empezó a conocer-
se la región que ocupó el Matlatzinco desde los inicios del virreinato,
como lo mencioné anteriormente— y sobre el valle en general (Ca-
rrasco, 1950: 48; Quezada, 1972: 103; Gerhard, 1972: 176-177; Albo-
res y Celestino, 1983; García Castro, 1999: 58; Albores, 2002b). Así,
Quezada (1972: 103) ha registrado que, según Cervantes de Salazar,
la región de “Toluca5 fue abundantísima en maíz”, el cual “continuó
siendo el cultivo más importante dentro del área”. Lo anterior se con-
firma, añade la autora, por las Relaciones geográficas del siglo xvi, la Suma
de visitas y la Descripción del Arzobispado. Entonces, no sólo como
fuente de preocupación sino también como objeto de codicia, el Ma­
tlatzinco habría despertado el interés de los tenochas en sujetarlo con
fines tributarios y de colonización.
De manera que, ante la negativa de los matlatzincas a entregar ma-
teriales para construir un templo —hecho que sirvió de justificación—,
“Tlacaelel, hermano de Moctezuma I incita a Axayacatl” —en palabras
de Quezada (1972: 47)—, quien, al ver “la posibilidad de extender sus
dominios hacia una zona de las más fértiles del centro de México [y] de
tener nuevos vasallos que le rindieran tributo, decidió emprender la
conquista en VII Tochtli 1474”. Después de las primeras batallas, los
enfrentamientos armados continuaron por mucho tiempo. Los tenoch-
cas conquistaron el Matlatzinco mediante los combates, considerados
decisivos, que efectuó Axayacatl de 1474 a 1476, en los que sometió a
las localidades principales de los matlatzincas y ocuiltecas, situadas,
estas últimas, en la zona meridional de la jurisdicción otomiana. No
obstante, los encuentros prosiguieron otros 34 años, que abarcan los
gobiernos de Tizoc, Ahuizotl y Moctezuma Xocoyotzin. Éstos llevaron
a cabo, fundamentalmente, batallas de reconquista, si bien ganaron
además los pueblos y zonas otomíes y mazahuas más importantes.

5
Toluca es la castellanización del término náhuatl Tollocan y es otra de las denominacio-
nes del Matlatzinco, como lo indiqué.

85
Beatriz Albores Zárate

Las acciones punitivas para aplacar a los rebeldes fueron muy


cruentas, no sólo en contra de los pueblos del Matlatzinco, sino tam-
bién de otros centros otomianos vecinos. En 1484 Tizoc recuperó
pueblos conquistados con anterioridad por Axayacatl, como Tzina-
cantepec, localizado en la zona norteña, y como Tecaxic, Tlacotepec
y Teotenanco, situados en la zona central del Matlatzinco. Durán
(1951, v. I: 330, 331) narra que, en 1486, se “acordó de que se diese
guerra a la provincia de Chiapan” —compuesta por “siete pueblos muy
poderosos y grandes”—, la cual, junto con la de Xillotepec compren-
dían la región, situada al norte del Matlatzinco, donde estaba “el riñón
de los otomíes” (Carrasco, 1950: 30). Ahuizotl atacó Xiquipilco, al
que “á poco rato […] le entraron y destruyeron y robaron”. Luego fue
contra los centros de la zona norteña del Matlatzinco, como Xocoti­
tlan, al que “desvuarataron y destruyeron [así como] Cuauhuacan,
Cillan, Maçauacan, las quales destruidas y promesas de seruir y tribu-
tar todo lo que se les pidiese, con lo qual los mexicanos pararon de los
seguir y matar”. Con posterioridad, Ahuizotl conquistó Chiapa y Xi-
lotepec (principales ciudades de la provincia) y, prosigue Durán, por
cuanto los otomíes de la última, “rogando con lágrimas al rey Ahuizotl
[que] mandase cesar el robo y saco, [éste ordenó] á los capitanes y
caualleros [para que] detuviesen á los soldados”. De manera que “los
echaron de la ciudad, la qual quedó asolada y muchas casas derribadas”.
La zona central, que estaba principalmente poblada por matlatzincas,
se conquistó pasados algunos años —anota García Payón (1936: 210,
215)— y, al final, Moctezuma Xocoyotzin reprimió a los matlatzincas
de Tecaxic —que fue destruido—, el cual integraba la cabecera deno-
minada Matlatzinco. Ésta conformó, junto con la cabecera de Tollocan,
la importante área política nuclear de la jurisdicción de Tollocan-
Matlatzinco,6 al lado de otra de las cabeceras, que para entonces era,
según parece, de menor relevancia política: Teotenanco.

6
Smith (2011: 271) anota que Tecaxic o Tecaxic-Calixtlahuaca integra “una amplia zona
arqueológica ubicada en el pueblo de San Francisco Calixtlahuaca, municipio de Toluca,
al norte de la ciudad del mismo nombre”. Este “sitio fue sede de una capital política de
gran importancia: Matlatzinco, cuyos reyes gobernaron el Valle de Toluca durante el
periodo Posclásico (ca. 1100-1480 d.C.)”.

86
Matlatzincas y tenochcas

Si bien es generalizada la opinión de que, a la llegada de los espa-


ñoles, “todos los otomianos estaban bajo el poder de la Triple Alianza”
—como lo anota Carrasco (1950: 273), entre otros autores—, se sabe
que la intensidad de la sujeción no fue homogénea. El mismo Carras-
co (1950: 274) menciona “distintos grados de rigor para tratar a los
conquistados”, dependiendo de su docilidad; de manera que “a cada
nueva conquista se les imponía nuevas obligaciones hasta dejarlos
completamente sometidos o gobernados por un rey incondicional” de
los invasores, puesto que “mientras conservaban algún poder estaban
siempre dispuestos a aprovechar la ocasión de independizarse”.
Un ejemplo de lo anterior lo constituye el Matlatzinco —cuya zona
central es paradigmática—, al que significativamente se refiere Carras-
co (1950: 275) al mencionar que “algo así les pasó a los de Tollocan”.
Y cita a Zorita (2011: 313, 314) cuando anota que

despues que los subjeto axaiacaçin hizo matar a los dos señores menores
porque se mostraron Rebeldes En algunas cosas y tomo para si sus vasallas y
tierras; [en cambio], al señor principal [que se llamaba Chimaltecuhtli “por
su nombre propio” y tlatoani “por la dignidad y señorio supremo que tenia”]
porque le hera mui obediente lo dexo con todo su señorio y tierras.

Mas, como “los basallos deste se quisieron levantar contra el porque


los fatigaba demasiadamente por serbir e contentar al de México, bino
segunda bez contra ellos y les dio gueRa y los destruyo”. Entonces,
hubo algunos, de manera especial los de Tzinacantepec, que dejaron
“su natural” y partieron hacia Michoacán, mas “todos los matalçingos”
que permanecieron en su tierra, se quedaron bajo “la obediençia del
señor de México”, quien “tomo para si todas las tierras”. Podemos
observar que Carrasco menciona al Matlatzinco como la región que
sufrió, en alto grado, la violencia del dominio tenochca.

El cambio lingüístico

La nahuatlización del Matlatzinco fue mucho más intensa en su zona


media, donde, hasta antes de la invasión tenochca, se ubicaron las
principales cabeceras político-administrativas de la jurisdicción otomia-

87
Beatriz Albores Zárate

na: la del área nuclear de Tollocan-Matlatzinco y la de Teotenanco. La


zona central tenía condiciones ambientales muy favorables, no sólo por
sus ricos suelos sino también por la presencia de la laguna de Lerma, que
fue el depósito acuático más grande de toda la región. A dife­ren­cia de
lo sucedido en las otras dos zonas del Matlatzinco, la nahuatlización en
su zona central tuvo, entre otros resultados, un profundo cambio lin-
güístico. Aun cuando este fue parcial, se ha mencionado de manera
reiterada en obras de algunos cronistas y de autores contemporáneos;
varios de los últimos han señalado además, al menos, tres cues­tiones
(Albores, 1985): a) el lapso, relativamente corto, en el que ocurrió dicho
acontecimiento lingüístico, de 1474 a 1519, b) la violen­cia con la que
se llevó a cabo, al emplearse la guerra como principal recurso, y c) la
magnitud del acontecimiento, a lo que me referiré con posterioridad.
En este marco, la resistencia generalizada de los otomianos a la
invasión y al sojuzgamiento de los tenochcas se expresa, entre otras
cuestiones, en el siguiente hecho lingüístico. A la llegada de los espa-
ñoles, el territorio aproximado que antaño ocupara el Matlatzinco aún
constituía el “centro de caracterización y de dispersión de los idiomas
otomianos” de Mesoamérica (Carrasco, 1950: 283).
No obstante lo anterior, en términos particulares de la zona media
y del idioma matlatzinca, es posible visualizar dos etapas: una previa
a la expansión de la Triple Alianza, en la que: a) los matlatzincas
inte­graban la población mayoritaria (Albores, 1985: 25), respecto a
lo cual Quezada (1972: 47) anota que “en la época prehispánica [el
matlatzinca] ocupaba un extenso territorio”, así como que “su pobla-
ción era significativamente más elevada que la nahua, mazahua y
otomí”, y b) el matlatzinca era el idioma del grupo hegemónico del
territorio que des­pués se conoció como valle de Toluca, de manera
que en “la época prehispánica [indica Cazés (1967: 15)] el Valle de
Toluca y muchos sitios de su vecindad estuvieron ocupados o domi-
nados por los matlatzincas”.
Y otra etapa que siguió a la expansión tenochca, en la cual, como
anota Soustelle (1937: 16),7 “poco después de la conquista y desde la

7
Las citas en español del libro en francés de Soustelle (de 1937) corresponden a la tra-
ducción de la autora de este ensayo.

88
Matlatzincas y tenochcas

segunda mitad del siglo xv, [la zona media del] Valle de Toluca estaba
invadida por los mexicanos”. Así, el náhuatl desplazó al matlatzinca
a un lugar secundario en la zona central de la jurisdicción otomiana
(Albores, 1985). Tal acontecimiento lingüístico evidencia la magnitud
de la nahuatlización en esa zona, al grado que García Payón (1979: 6)
señala que “si la conquista española hubiera acaecido a fines del siglo
xvi, los conquistadores y misioneros ni siquiera habrían encontrado
las huellas del pueblo matlatzinca”.
El cambio lingüístico constituye la parte obvia —o más visible— del
proceso de nahuatlización, el cual también abarcó otros aspectos de la
cultura otomiana. En efecto, en el ambiente tan conmocionado en el
que tal proceso ocurría, los tenochcas denigraban a los otomianos por
ciertos rasgos culturales, como mencioné anteriormente. Son rasgos que,
además de constituir elementos de diferenciación entre ambos grupos,
dejan entrever las implicaciones políticas, ideológicas y, a fin de cuentas,
económicas, de ese cambio homogeneizador que, habiendo sido empren-
dido por los guerreros provenientes de la cuenca de México, desde el
último cuarto del siglo xv, fue truncado por la llegada de los españoles.

Actividades no agrícolas

Si bien existen referencias y aun reflexiones ocasionales sobre las ac-


tividades no agrícolas entre los otomianos, lo que atañe a éstas no ha
sido estudiado en el marco del proceso de nahuatlización del Matla-
tzinco. Se trata de uno de los aspectos del entramado cultural otomia-
no, con especiales implicaciones no sólo económicas sino también en
cuanto a la ideología religiosa y a la forma de conceptuar el mundo.
Por ello, lo analizaré con cierto detenimiento en este apartado.
En el siglo xvi, la agricultura era la base económica de los otomia-
nos, si bien ésta contenía muy importantes actividades no agrícolas:
a) de caza y recolección, sobre todo en las zonas septentrional y sure-
ña de la región que ocupó el Matlatzinco, y b) de las variantes acuáti-
cas de esas actividades y de pesca, específicamente en la zona lacustre
de dicha región (Albores, 1995: 426; 2011a: 300-303). El peso de la
economía no agrícola puede apreciarse, indirectamente, en uno de los

89
Beatriz Albores Zárate

señalamientos de Sahagún. Autor de especial interés, debido a que


—de acuerdo con Carrasco (1950: 24)— “desde el punto de vista et-
nográfico, [aquél] nos presenta la visión que los mexicanos tenían de
los otomíes, matlatzincas y mazauas”.8 Así, Sahagún (2000, t. II: 962-
963) anota que los “otomíes eran muy perezosos” porque, como “tra-
bajadores en labranzas, no eran muy aplicados en ganar de comer y
usar de continuo el trabajo ordinario”. De manera que, “en acabando
de labrar sus tierras, andaban hechos holgazanes, sin ocuparse en otro
ejercicio de trabajo, salvo que andaban cazando conejos, liebres, co-
dornices y venados, con redes o flechas, o con liga, o con otras corche-
rías que ellos usaban para cazar”.
Con su observación, de que la cacería no forma parte del “trabajo”
que los tenochcas consideraban “ordinario” —como la agricultura, en
particular la maicera— sino que constituye “otro ejercicio de trabajo”,
Sahagún señala, precisamente, uno de los elementos que distingue a
los otomianos ante los tenochcas. En torno a lo anterior, Carrasco
(1950: 303) indica que existía una similitud básica entre ambos grupos,
aunque con matices. Acerca de la semejanza, este autor menciona que
“la cultura otomí aparece fundamentalmente semejante a la de sus
vecinos nahua”, puesto que “ambos la derivan de la época tolteca”. En
vínculo con lo previo, Carrasco (1950: 293-296) menciona un impor-
tante aspecto, relativo a la acción unificadora que provino del Estado
tolteca, lo cual llama nuestra atención hacia los procesos que condu-
jeron a la integración de Mesoamérica. Se trata, en particular, de uno
de los procesos —el anterior al que emprendieron los tenochcas— por
el que los otomianos ya habían recibido acciones unificadoras. Así
—continúa el autor— los “otomianos fueron dominados por los fun-
dadores del imperio de Tollan” y formaron parte de éste desde su inicio
hasta su derrumbe. En “consecuencia la cultura de los otomianos tal
como la conocemos en el momento de la conquista [hispana] es fun-
damentalmente tolteca por haber estado sujeta a las influencias unifi-
cadoras del largo periodo de preponderancia nahua-tolteca”. Sin
embargo, aquella —anota el autor, en cuanto a las diferencias entre

8
Al respecto, Carrasco (1950: 24) anota que de “las fuentes no locales la más importan-
te desde el punto de vista etnográfico es Sahagún”.

90
Matlatzincas y tenochcas

otomianos y tenochcas— “está matizada por elementos más antiguos


(costeños) [—u “olmeca”—] o más modernos (chichimeca) que la dan
su carácter peculiar”. De manera que tales “rasgos son los que definían
a los otomíes a la vista de los naua como se puede comprobar leyendo
los informes de Sahagún. Por ese motivo se considera a los otomíes
como un pueblo muy antiguo o como chichimeca reciente y en cual-
quier caso inferiores culturalmente a los naua”.
Carrasco menciona elementos de diferenciación antiguos, costeños
u olmecas, y recientes, modernos o chichimecas, si bien en lo relativo a
las prácticas económicas de los otomianos —que tenían una im­plicación
de inferioridad ante los tenochcas— en su análisis se refiere de manera
explícita sólo a los últimos, concretamente a la cacería terrestre. Al
respecto, el autor indica que la cultura otomiana exhibe “muchos rasgos
de origen chichimeca”, algunos de los cuales “están extendidos por toda
Mesoamérica o en gran parte de ella”, por lo que habrían sido “introdu-
cidos por los fundadores del imperio tolteca, así el arco y la flecha”
(Carrasco, 1950: 297). Y es la flecha uno de los instrumentos que, de
acuerdo con la cita de Sahagún, usaban los otomianos en la cacería.
Sobre lo anterior, Carrasco (1950: 298) plantea que “la gran im-
portancia de la cacería entre los otomianos se debe en parte a influen-
cias del Norte pero también al clima semidesértico de algunas regiones,
poco favorables a la agricultura, que fomentó esa actividad”. Tal situa-
ción ambiental no corresponde a la región que ocupó el Matlatzinco,
puesto que ésta contó con muy buenas condiciones naturales que
posibilitaron una excelente producción agrícola, particularmente
maicera, desde tiempos mesoamericanos hasta ya avanzado el siglo xx,
según lo apuntan numerosos autores, como lo mencioné con anterio-
ridad. Lo relativo a las actividades no agrícolas, en esa región, parece
guardar relación, en buena medida, con un “útil de caza —la red— que
no conocían los cazadores del Norte”. Y como vimos, la red es otro de
los instrumentos citados por Sahagún.
En efecto, en el Matlatzinco, el uso de la red tuvo un amplio desa-
rrollo en relación con numerosas actividades no agrícolas, así como
también agrícolas y rituales, entre otras (Sahagún, 2000, t. II: 964-965;
Soustelle, 1993: 16; Carrasco, 1950: 48, 62-63; Albores y Hernández,
1978a, 1978b; Albores, 1995; Patrick, 2007). En la zona central de

91
Beatriz Albores Zárate

aquella jurisdicción, la presencia de la laguna de Lerma permitió la


conformación de un “modo de vida lacustre” (Albores, 1981, 1984,
1995; García Sánchez y Aguirre Anaya, 1994) —o de un “modo de
subsistencia lacustre” (Sugiura y Serra, 1983, Sugiura, 1998, 2009)—,
en el que el uso de la red fue fundamental. Y no sólo como “útil de
caza” —en la captura de aves acuáticas, por ejemplo—, sino sobre todo
como medio de pesca: la red rectangular —el “chinchorro”— y, esen-
cialmente, un tipo de red elíptica, la llamada matla en náhuatl. Ésta
se relaciona con el nombre que los mexicas daban a los matlatzincas:
“gente de la red” (Soustelle, 1993: 16; Carrasco, 1950: 13; Albores,
1995: 22), lo que muestra su importancia específica.
En referencia a la “macla”9 —como en español era llamada la matla
du­rante la etapa final de la laguna de Lerma—, Soustelle (1937: 17)
se­ña­la que este tipo de red “es seguramente muy viejo; [su] técnica ha
de­­bido desarrollarse alrededor de las lagunas de Lerma”, como, al pare­
cer, también se desarrolló —en general en la región que ocupó el
Ma­tlatzinco— la parte medular del entramado cultural en el que las
ac­ti­­vidades no agrícolas tuvieron una significación tan especial, y no por
sus condiciones ambientales adversas, sino, al contrario, por su enor­me
diversidad ecológica. Así, la cacería debió remontarse a tiempos muy
antiguos en el Matlatzinco —para haber tenido tan “gran im­portancia”,
como lo indica Carrasco—, al igual que el uso de la red —en la caza
y en las otras actividades no agrícolas y agrícolas—, en referencia par-
ticular a la zona media de la jurisdicción otomiana, tal como puede
apreciarse con base en información etnográfica (Albores, 1995).
Es un entramado que, entre otras actividades no agrícolas, se basó
—en sus inicios y, como un medio fundamental, en todo su transcur-
so— en labores de caza, pesca y extracción de flora y fauna acuáticas,
que integraron el “modo de vida lacustre”, como lo mencioné. De
manera que, con un origen teóricamente preagrícola y un despliegue
histórico que concluye en la industrialización en el siglo xx, ese modo
de vida pudo, quizá, propiciar la domesticación y el cultivo de vegetales
—en particular el maíz y su ancestro, el teocintle—, así como sostener

9
Las palabras y frases entrecomilladas, sin referencia bibliográfica, provienen textualmen-
te de los vecinos del territorio que ocupó el Matlatzinco.

92
Matlatzincas y tenochcas

actividades que trascendieron —aun después del desecamiento de la


laguna de Lerma— a la sombra del capitalismo y de la globalización,
en el siglo xx (Albores, 1995, 2009, 2011a, 2011b). En tal sentido, la
gran importancia de las actividades no agrícolas, como las especifici-
dades agrícolas —que veremos más adelante—, parecen explicarse a
partir de un desarrollo local muy antiguo, que debió compartir con la
vecina cuenca de México.
Es entonces sugerente que aun en la época del contacto con los es-
pañoles, en el siglo xvi, los nombres principales de los matlatzincas —que
han subsistido, académicamente, hasta nuestros tiempos—, aludieran a
la honda, al tule y sobre todo a la red (Sahagún, 2000, t. II: 964, 965),
que simbolizan, de manera respectiva, las actividades de cacería acuáti-
ca, de recolección —y elaboración— de vegetales lacustres y de pesca.
Son nombres: “cuacuatas”, “toloques” y “matlatzincas” (Sahagún, 2000,
t. II: 964-965) que dan cuenta de la importancia de las actividades no
agrícolas —además de acuáticas— en la economía otomiana, en parti-
cular en la zona central del antiguo Matlatzinco. Que sea la red con
mango, la “macla”, la que está plasmada en el jeroglífico que usaron los
tenochcas para representar a Tollocan-Matlatzinco —de matla, que en
náhuatl significa un tipo de “red”, como ya lo anoté—, y que sea el
nombre matlatzinca el que ha continuado hasta hoy en día, evidencia la
importancia básica de la pesca en la conformación de ese modo de vida,
así como en su desarrollo (Albores, 1995; 1998a; 2002a: 62-63; 2011a).
Con base en lo anterior, es posible apreciar que las actividades no
agrícolas constituían un importantísimo aspecto que focalizó el Estado
tenochca, el cual, desde su expansión imperial por la vía armada, re-
quirió mayor cantidad de maíz para dar de comer a los guerreros, y cabe
suponer que se consideraría que aquellas actividades mermaban el
esfuerzo que podría dedicarse al cultivo maicero. Es, entonces, en
el marco de tal requerimiento como podemos observar que los te-
nochcas hicieron hincapié en algunas de las diferencias otomianas,
como la que se refiere a las actividades no agrícolas terrestres, en par­
ticular la cacería. En tal sentido, la continuidad hasta hace poco
tiempo —como lo es en concreto la etapa final de la laguna de Lerma
(entre 1900 y 1970), y aun con posterioridad— de ciertos elementos
o conjuntos de éstos de origen muy antiguo entre los otomianos —so-

93
Beatriz Albores Zárate

bre todo los de la zona lacustre— es significativa, si consideramos que


dicha jurisdicción fue de las más nahuatlizadas a raíz de la conquista
tenochca. Al respecto, Carrasco (1950: 300) menciona que con “la
supremacía azteca aumenta la población naua entre los otomianos y
se incorporan a su cultura rasgos nuevos, [siendo] el Valle de Toluca
[una de las dos regiones] donde fue más fuerte la influencia azteca”.
De manera que las labores no agrícolas —y su importancia— entre
los otomianos constituían no sólo rasgos de diferenciación con respec-
to a los tenochcas, sino que eran parte de sus formas económicas bá-
sicas; estaban articuladas al entramado económico —en el que la
agricultura sobre todo maicera constituía el núcleo— para la conse-
cución de los mantenimientos y la procuración de la subsistencia. Es
un entramado que, cabe subrayar, había sido construido en el marco
de un tipo de entorno lacustre de altura, con volcanes nevados (Al-
bores, 2006b: 73), en el que las condiciones climáticas particulares
implican —como en cada contexto— la necesidad de un conocimien-
to profundo del medio natural específico.
En cuanto al entramado económico-cultural —de orígenes muy
antiguos— de los pueblos del territorio que ocupó el Matlatzinco, es
pertinente la mención de Carrasco (1950: 293-296) sobre la presencia,
entre los otomianos, de “elementos culturales que en el siglo xvi eran
característicos de los pueblos costeños (olmeca)”. En efecto, pues se
trata de elementos que “son decididamente importantes en la cultura
otomí, más que entre los naua” —añade el autor—, aun “en lo que se
refiere a rasgos que también éstos tenían”. Y, no obstante que el autor
considera que dichos elementos pudieron haberse incorporado a la
cultura otomiana en periodos “relativamente recientes” como el “tol-
teca” y el “postolteca”, concluye “que los otomíes conservaron hasta
la época de la conquista rasgos del horizonte cultural pretolteca”.
Ahora bien, uno de los elementos, que según Carrasco (1950: 293,
294), con base en Krickeberg, Kirchhoff y Soustelle, en el siglo xvi eran
característicos de los pueblos costeños u “olmeca” y que aparecen en la
cultura otomí y otomiana, en general, es el “juego del volador”. Sobre
éste el mismo autor indica que otros “aspectos de las culturas otomí y
costeña no son enteramente iguales pero pueden ser evoluciones di-
vergentes de una cultura común más antigua. Así el volador de la

94
Matlatzincas y tenochcas

costa y el Xocotl uetzi de los otomíes”, el último de los cuales es uno


de los nombres nahuas de la principal veintena del calendario otomia-
no —en la que se veneraba a la deidad más importante— y que, como
lo mencioné, está vinculada con la consecución del divino alimento.

El cultivo del maíz de temporal

El aspecto de particular significación que los tenochcas focalizaron en


relación con los otomianos se refiere a la fase de cosecha del cultivo
de temporal del maíz que ambos grupos practicaron, en su variante de
humedad. Me refiero al “sistema de humedad y temporal” (Albores,
2002b), que se efectuaba a plenitud en la última etapa de existencia
de la laguna de Lerma (1900-1970), en las partes alejadas de este de-
pósito acuático; por ejemplo, en la llamada “sección de arriba” del
municipio de San Mateo Atenco, el cual es representativo de los
pueblos ribereños de la zona lacustre del antiguo Matlatzinco.
A diferencia de “los camellones” o “chinampas” —que, mediante
“el sistema de humedad y riego” (Albores, 1998a), producían todo el
año en el borde de la laguna de Lerma—, en los terrenos de humedad
y temporal sólo se logra una cosecha anual de maíz, después de la cual
aquéllos quedan sin cultivarse. No obstante lo anterior, es decir, a
pesar de no integrar un sistema de temporal intensivo —como los que
permiten levantar dos cosechas cada año—,10 su producción anual,
continua,11 es superior a la de otros sistemas temporaleños de algunas
áreas de la zona septentrional del antiguo Matlatzinco, donde los
predios deben dejarse descansar de uno a dos años (Reyes y Albores,

10
Como es el caso del sistema de temporal en Tuxtla Chico, que es uno de los municipios
de la región del Soconusco, en el estado de Chiapas. La información se basa en el traba-
jo de campo que efectué en ese municipio, en febrero y abril-mayo de 2003.
11
Sobre esta cuestión, consúltese Rojas (1985, t. I: 132), quien menciona que “Tras la
antigua y ya tradicional forma de diferenciar la agricultura según la fuente de aprovisio-
namiento de la humedad en temporal, humedad y riego” se manifiestan “las diferencias en
la intensidad agrícola” como “los sistemas intensivos, ya sea anuales o continuos, y los de
temporal”, los cuales “rara vez lo fueron de tipo intensivo. Esto no descarta [que] algunos
sistemas de temporal fueran más intensivos, bien porque se daban condiciones naturales
excepcionales” o bien por “arte del trabajo humano que acondicionó […] el terreno”.

95
Beatriz Albores Zárate

2010). En tal sentido, la fase de siembra —y todo el ciclo agrícola— se


delimitó ritualmente en la región, tomándose en cuenta las particula-
ridades geoambientales, con lo que se indican los momentos apropia-
dos para efectuar el ciclo del maíz, lo que implica un conocimiento
milenario del medio natural.

Entorno natural y cultivo

En la mayor parte del territorio que ocupó el Matlatzinco que, al igual


que la cuenca de México, se sitúa a una altitud superior a los 2 000
m  s.n.m. (metros sobre el nivel del mar),12 así como a una latitud
norteña de 19º, los cultivadores tratan de evitar el daño que pueden
causar, además de las lluvias, las heladas. Éstas se presentan, por lo
general, de noviembre a inicios de marzo, pero algunas pueden acaecer
desde el comienzo de octubre y aun en septiembre, en tanto que otras,
las tardías, llegan a ocurrir hacia fines de mayo. Por lo anterior, la fase
general de siembra se emprende en marzo y, con más amplitud, en
abril, es decir, antes de que comience la época de lluvias, que en la
antigua zona lacustre del Matlatzinco está delimitada por las fiestas de
la Santa Cruz y la de Muertos.13
En la zona lacustre se usó con amplitud el agua de deshielo —que,
mediante canales o zanjas, descendía hasta la laguna de Lerma, desde
las montañas circundantes—, sobre todo la proveniente de la cima del
Nevado de Toluca, cuya nieve se derretía, en particular, durante la

12
Arce et al. (2009: 25, 279) señalan que “la cuenca del Alto Lerma” alcanza “una ele-
vación de 2 570 m s.n.m.” y que la altitud de la laguna de Lerma o “lago Chignahuapan
es de 2 572 m s.n.m.”.
13
En la zona lacustre del antiguo Matlatzinco, como en éste, la época lluviosa del año se
acota por las fiestas de la Santa Cruz y la Llegada de los Muertos o Muertos. Éstas forman
parte de una “estructura de cuatro fiestas” —o “cuatro fiestas en cruz griega” (Albores,
2006b: 91)— que encontré en julio de 1991 entre los especialistas rituales del tiempo
—conocidos con el nombre genérico de “graniceros” (Albores, 1995, 2006a: 73)—, cuyo
santuario está en la cima del volcán Olotepec, situado al oriente del Nevado de Toluca.
Los graniceros del Olotepec “abren” el temporal de lluvias en una de sus cuatro fiestas
obligatorias: la de la Santa Cruz, y lo “cierran” en la conmemoración de Muertos, que es
otra de las fiestas que deben celebrar anualmente.

96
Matlatzincas y tenochcas

etapa más cálida de la época seca del año. Etapa que ocurre después del
periodo de heladas: alrededor del equinoccio de primavera y coincide o
bien se vincula, en términos religiosos, con la Semana Santa. Esta con-
memoración católica movible se marca a partir de la Pascua de resurrec-
ción de Jesucristo, que se celebra el domingo posterior a la primera luna
llena que sigue al equinoccio de primavera. Así, el agua que bajaba a la
laguna, al desbordarse de las zanjas, humedecía los terrenos de labor,
de manera que los campesinos podían prepararlos para efectuar la parte
básica de la fase de siembra, ya fuera desde el equinoccio de primavera
y la Semana Santa o hasta ésta, de acuerdo con su acaecimiento.
La Semana Santa puede ocurrir desde la semana en que tiene lugar
el suceso equinoccial hasta aproximadamente 30 a 35 días posteriores a
ese evento solar. Es decir, significativamente, hasta la fiesta de San Mar-
cos. Ahora bien, esta celebración (el 25 de abril) forma parte —en dis-
tintas regiones de la antigua Mesoamérica, entre las que se cuenta la del
Nevado de Toluca— del lapso festivo o novena de la Santa Cruz, misma
que marca, en términos rituales, el principio de la época lluviosa del año
trópico, como lo mencioné. Así, a través de su señalamiento ritual, se
hacía manifiesto el lapso en que tiene lugar una especie de puente acuá-
tico —desde el equinoccio de primavera, cuando escurre agua del Ne-
vado de Toluca y de otros montes, hasta el comienzo de la temporada de
lluvias—, para que fuera aprovechado por los cultivadores de la zona
(Albores, 2002b; 2011a; Reyes y Albores, 2010). Ahora bien, durante
la fase de siembra, los pobladores de la región han acostumbrado plantar
en distintas etapas, en las que, según puede observarse, están implicadas
algunas formas de conceptuar el mundo de origen mesoamericano.

La siembra

La siembra del maíz se delimita al comienzo por el día de la Candela-


ria —el 2 de febrero— y por la fiesta de San José —el 19 de marzo—,
y, al final, por la de San Isidro Labrador —el 15 de mayo—, incluso
cuando es posible plantar hasta antes de su equivalencia gregoriana,
el 25 de mayo (Albores, 2002b: 253-254). Así, en la fase de siembra
se pueden distinguir dos etapas —que realizan respectivos grupos de

97
Beatriz Albores Zárate

cultivadores— y un día inicial o inaugural que están marcados por


fiestas religiosas correspondientes, las cuales, aun cuando tienen un
referente católico, expresan una honda raíz mesoamericana.
A pesar de las condiciones ambientales, que se vinculan con las
heladas, el agua de escurrimiento sobre todo —desde el cinturón mon-
tañoso que casi encerraba a la zona lacustre— y la caída aislada de
lluvias —entre diciembre y el comienzo de febrero y aun hasta la pri-
mera veintena de marzo—, hacían posible un día inaugural de siembra,
señalado por la fiesta de la Candelaria, el 2 de febrero. En esta fecha
se efectuaba de manera generalizada, con un fuerte contenido ritual,
la plantación minoritaria en predios que, siendo de humedad, se cul-
tivaban con el sistema de temporal. Su objetivo parece que se debió a
la intención de marcar el ciclo agrícola —que tiene su más importan-
te señalamiento final en la fiesta de Muertos, entre cuyas fechas loca-
les se cuentan las del 30 de octubre y las del 2 y el 4 de noviembre—,
desde que la semilla maciza del maíz se siembra hasta que los granos
de la mazorca alcanzan su total endurecimiento y vuelven a ser, a la
vez, fruto y simiente potencial. Con ello se delimita un ciclo con tres
cuentas, una de las cuales cubre 260 días —del 12 de febrero, que es
la equivalencia gregoriana del 2 de febrero al 30 de octubre—, la que,
de manera significativa, corresponde a una de las cuentas básicas del
calendario mesoamericano (Albores, 2006b: 100-101).
En esa misma perspectiva, hasta antes de la desecación de la lagu-
na de Lerma, en la zona lacustre del antiguo Matlatzinco se conserva-
ban algunas fechas del calendario matlatzinca —relativo a la otra
cuenta mesoamericana básica, la de 360+5 días, que los tenochcas
llamaban xiuhpohualli— vinculadas con una de las etapas de siembra
del maíz de temporal.

El calendario matlatzinca

Parece probable que el calendario matlatzinca provenga, culturalmen-


te, de la región que abarcó el antiguo Matlatzinco. Algunos autores
—como Caso (1946), Carrasco (1950: 189) y Bartholomew (2003)—
señalan el origen del calendario en el actual estado de Michoacán,

98
Matlatzincas y tenochcas

mientras que Barlow (1951: 72) ubica su procedencia “por la zona


matlatzinca de Toluca y no entre los colonos [matlatzincas, acotación:
Albores] michoacanos”.14 Aun en el primer caso, el calendario mani-
festaría la tradición cultural de los pobladores de la región que ocupó
aquella jurisdicción otomiana, puesto que, como lo anota Carrasco
(1950: 41), el “principal núcleo” de matlatzincas —que, en el siglo xvi,
se encontraba en lo que hoy es Michoacán— “procedía de Tollocan”.15
El calendario matlatzinca ha sido estudiado por destacados inves-
tigadores, entre los que figuran León (1903: 66), Soustelle (1937:
528-529); 1993: 525-528), Caso (1946), Carrasco (1950: 189-193),
Barlow (1951: 69-72) y Hernández (2009: 64-80). Al final de su aná-
lisis, Caso (1946: 98) se refiere al “año matlatzinca 11 bani, correspon-
diente al azteca 9 calli, que principió el 6 de abril de 1553 y terminó
el 5 de abril de 1554”. Con base en Caso, otros autores —como Ed-
monson (1995: 105)— registran 1553 como el año en que el calenda-
rio fue escrito. Ahora bien, a partir de las anotaciones nahuas hechas
al margen del manuscrito original del calendario, Barlow (1951: 69,
72) indica que aquel “fue redactado entre 1553 y 1654”. Lo que plan-
tean Caso, otros autores y, en parte, Barlow concuerda con algunos
datos que forman parte del aporte de carácter lingüístico hecho en
2003 por Bartholomew (2003: 1, 2).16 Así, con base en un cambio

14
Barlow (1951: 69, 72) llega a esta conclusión después de consultar el manuscrito “ori-
ginal que desapareció antes de 1804, y que pude localizar en la Biblioteca Nacional de
París, a través de una fotostática existente en la Biblioteca del Museo Peabody”. El autor
se percató de que, entre las anotaciones, en náhuatl, del manuscrito, estaba escrito “el
topónimo significativo de Tlacotepec, pueblo de la región toluqueña”; por tanto, si bien
fue “redactado” en “la zona matlatzinca de Toluca”, no en Michoacán, “pronto cayó en
manos de algún indígena de habla nahua”.
15
Esta gente —anota Carrasco (1950: 41)— “ocupa la región comprendida entre Anda-
parapeo (Indaparapeo) y Tiripitio pero sin incluir esos pueblos. Sus centros principales
eran Charo Matlatzinco y Undameo”.
16
Se trata de la ponencia de Doris Bartholomew, “Nuevas luces sobre el calendario ma­
tlatzinca”, expuesta en el V Coloquio Internacional sobre Otopames, el 3 de noviembre de
2003. Agradezco a la doctora Bartholomew (2003) que, entonces, me proporcionara la
versión escrita de su ponencia, autorizándome su empleo. La autora realiza sus plantea-
mientos a partir del “que parece ser el original” del calendario matlatzinca, el cual figura,
en la Biblioteca Nacional de París, como “documento 381”, dentro de “la antigua colec-
ción de Boturini” (Bartholomew, 2003: 1).

99
Beatriz Albores Zárate

lingüístico, la autora señala que “los nombres matlatzincas” de los


censos de tributarios de 1556 y 1635 de Charo, Michoacán, “corres-
ponden a los nombres de los días del calendario”.

Cultivadores abrileños

Hacia 1970 —y aun después—, en la zona lacustre de la región del


Matlatzinco, la mayoría de cultivadores de maíz de temporal (conoci-
dos como no “marceños”) efectuaba la siembra al inicio del calendario
matlatzinca —de 365 días— que Caso y otros autores ubican —en su
versión escrita— hacia 1553, como vimos. Al respecto, es significativo
que algunos integrantes de dicho grupo mayoritario hicieran referencia
textual a la fecha juliana del 6 de abril,17 con el que empieza la primera
veintena matlatzinca, llamada Yn thazari (de acuerdo con la transcripción
de Bartholomew, 2013) (cuadro 1). En su equivalencia gregoriana,
dicha veintena inicial concluye el 2 de mayo (cuadro 2), fecha que,
junto con la del día 3, corresponde a la fiesta de la Santa Cruz, que
localmente marca el inicio a la época lluviosa del año trópico, como
mencioné. Es decir, al inicio de esa veintena se emprende el cultivo
y, a su término, comienza de manera ritual la mitad anual húmeda.
Ahora bien, los cultivadores de la región mencionan que la etapa
de siembra termina el 15 de mayo (fiesta de San Isidro labrador) —si
bien todavía es posible plantar antes de su equivalencia gregoriana, el
25 de ese mes, como lo dejé anotado—, que es el día juliano que cierra
la segunda veintena del calendario matlatzinca: Yn dehuni. O sea, la
siembra se situaba, en pleno siglo xx, en las dos veintenas iniciales del
calendario matlatzinca. Que se conserven en la tradición oral estas
fechas julianas del calendario matlatzinca —que circunscriben la
etapa de siembra en las dos primeras veintenas— y algunas equivalen-
cias gregorianas es un indicador importante de la trascendencia del
aspecto económico del cultivo del maíz y de los rituales conexos, así

17
La información etnográfica procede del trabajo de campo que he hecho en varias tem-
poradas desde 1979, en la zona lacustre de la región que ocupó el Matlatzinco y, sobre
todo desde 1991, en otras áreas de éste.

100
Matlatzincas y tenochcas

Cuadro 1
Calendario Matlatzinca.
Fiestas de las veintenas, relativas a la cuenta de 360+5 días.
Correlación fija, en su correspondencia juliana*

Veintenas mesoamericanas Calendario cristiano juliano


1 Yn thazari** 06 Ab-25 Ab***
2 Yn Dehuni 26 Ab-15 My
3 Yn thezamoni 16 My-4 Jn
4 Yn tturimehui 05 Jn-24 Jn
5 Yn thamehui 25 Jn-14 Jl
6 Ynis cätholohui 15 Jl-03 Ag
7 Ymattatohui 04 Ag-23 Ag
8 Ytzbachaa 24 Ag-12 Sp
9 Yn toxiqui 13 Sp-02 Oc
10 Yn thaxigui 03 Oc-22 Oc
11 Yn thechagui 23 Oc-11 Nv
12 Yn thechotahui 12 Nv-01 Dc
13 Ynteyabihitzin 02 Dc-21 Dc
14 Yn thaxitohui 22 Dc-10 En
15 Falta el nombre 11 En-30 En
16 Falta el nombre 31 En-19 Fb
17 Falta el nombre 20 Fb-11 Mr
18 Falta el nombre 12 Mr-31 Mr
In tasyabin**** 01 Ab-05 Ab

* Cuadro hecho por Beatriz Albores Zárate, con base en Bartholomew, “Nuevas luces sobre el
calendario matlatzinca”, V Coloquio Internacional sobre Otopames, Querétaro, 2003, y en Carrasco,
1950: 191-192.
** “Yn thazari (?)”, como lo transcribe Bartholomew (2003) en su anexo: “Comparación del
calendario matlatzinca con el bosquejo del año”, con nota al pie de página: “Calendario matlatzinca,
colección de Lorenzo Boturini, p. 55”. O bien “Yn tagari”, de acuerdo con la anotación de Carrasco
(1950: 190, 191).
*** Las abreviaturas corresponden a: enero (En), febrero (Fb), marzo (Mr), abril (Ab), mayo (My),
junio (Jn), julio (Jl), agosto (Ag), septiembre (Sp), octubre (Oc), noviembre (Nv) y diciembre
(Dc).
**** “Yn tasyabire”, según Carrasco (1950: 190), quien señala que “los cinco días, del 1 al 5 de abril,
no tienen nombre matlatzinca y están marcados con la palabra in tasyabire. Seguramente son los 5
días demasiados”.

101
Beatriz Albores Zárate

Cuadro 2
Calendario Matlatzinca. Fiestas de las veintenas, relativas a
la cuenta de 360+5 días. Correlación fija, en su correspondencia
gregoriana*

Veintenas mesoamericanas Calendario cristiano gregoriano


1 Yn thazari** 13 Ab-02 My***
2 Yn Dehuni 03 My-22 My
3 Yn thezamoni 23 My-11 Jn
4 Yn tturimehui 12 Jn-01 Jl
5 Yn thamehui 02 Jl-21 Jl
6 Ynis cätholohui 22 Jl-10 Ag
7 Ymattatohui 11 Ag-30 Ag
8 Ytzbachaa 31 Ag-19 Sp
9 Yn toxiqui 20 Sp-9 Oc
10 Yn thaxigui 10 Oc-29 Oc
11 Yn thechagui 30 Oc-18 Nv
12 Yn thechotahui 19 Nv-8 Dc
13 Ynteyabihitzin 09 Dc-28 Dc
14 Yn thaxitohui 29 Dc-17 En
15 Falta el nombre 18 En-06 Fb
16 Falta el nombre 07 Fb-26 Fb
17 Falta el nombre 27 Fb-18 Mr
18 Falta el nombre 19 Mr-07 Ab
In tasyabin**** 08 Ab-12 Ab

* La correlación en su correspondencia gregoriana fue hecha por Beatriz Albores Zárate, con base
en Bartholomew, “Nuevas luces sobre el calendario matlatzinca”, V Coloquio Internacional sobre
Otopames, Querétaro, 2003, y en Carrasco, 1950: 191-192.
** “Yn thazari (?)”, como lo transcribe Bartholomew (2003), en su Anexo: “Comparación del
calendario matlatzinca con el bosquejo del año”, con nota al pie de página: “Calendario matlatzinca,
colección de Lorenzo Boturini, p. 55”. O bien Yn tagari”, de acuerdo con la anotación de Carrasco
(1950: 190, 191).
*** Las abreviaturas corresponden a: enero (En), febrero (Fb), marzo (Mr), abril (Ab), mayo (My),
junio (Jn), julio (Jl), agosto (Ag), septiembre (Sp), octubre (Oc), noviembre (Nv) y diciembre
(Dc).
**** “In tasyabire”, según Carrasco (1950: 190), quien señala que “los cinco días” del 8 al 12 de
abril “no tienen nombre matlatzinca y están marcados con la palabra in tasyabire. Seguramente son
los 5 días demasiados”.

102
Matlatzincas y tenochcas

como de la forma mesoamericana de conceptuar el tiempo-espacio,


cuyo eje central o estructural lo constituye el calendario.

Cultivadores “marceños”

En la zona lacustre, y en toda la región, existe otro grupo de sembra-


dores, que es el menos numeroso y está conformado por los llamados
“marceños”, quienes siembran desde el equinoccio de primavera, el
19, 20 o 21 de marzo, hasta fines de este mes. Así, es posible que los
marceños sigan un patrón de siembra que pareciera haber sido prefe-
rencial entre los tenochcas. Esto es, debido a que lo encontramos en
pueblos de la zona lacustre como Totocuitlapilco y Mexicaltzingo que,
junto con los que se fundaron con gente procedente de la cuenca de
México, como Huitzila, Azcapotzaltonco, Chapultepec y otros, con-
formaron significativos focos políticos y culturales de nahuatlización,
a raíz de la conquista tenochca (Albores, 1985).
Estaríamos, entonces, ante dos patrones preferenciales de siembra:
uno matlatzinca y otro mexica. Patrones preferenciales que no exclu-
yen que los propios otomianos lleven a cabo la siembra en momentos
diferentes. En efecto, De la Vega (1995) menciona que según la cos-
tumbre de los otomíes de Temoaya —que es extensible a la región— “se
recomienda iniciar la siembra el día 2 de febrero con la semilla de maíz
blanco”. El “18 de marzo, cuando regresan los días del sol, se sugiere
sembrar el maíz rosado y negro, y, en las primeras semanas de mayo,
se siembra el maíz amarillo”.
Los que siembran en marzo ganan tiempo para que la mazorca acabe
de endurecerse antes de que alguna helada tempranera dañe su madu-
ración, pero se arriesgan a perder la cosecha si hiela tardíamente, cuan-
do la planta empieza su crecimiento. Desde tal perspectiva, los no
marceños llevan cierta ventaja al comienzo del ciclo, aunque no están
exentos de los perjuicios de las heladas tempraneras.18 Si se planta
después del 15 o del 25 de mayo no sólo hay un riesgo mayor por las

18
Un tercer grupo, que es pequeño, ha acostumbrado sembrar en cualquier etapa de toda
la fase.

103
Beatriz Albores Zárate

heladas, sino también por la posible abundancia de la precipitación


pluvial, que acelera el crecimiento de la mata, dificultándose su jiloteo
o la adecuada granazón del fruto al llegar los fríos. Ahora bien, las he-
ladas previas a la cosecha de la mazorca madura son benéficas, por una
parte debido a que contribuyen al endurecimiento del grano macizo
y, por otra, puesto que, al acabar con la vegetación que crece en la mil-
pa, le evitan al cultivador el último deshierbe antes del corte del maíz.
Que, en la zona lacustre del antiguo Matlatzinco, los marceños in-
tegraran el grupo minoritario de cultivadores puede deberse a que la
etapa de siembra marceña, por corresponder no al patrón preferencial
de siembra otomiano, más generalizado, sino a un patrón que parece
haber sido preferencial entre los mexicas, como lo mencioné, se ubica
en la época seca del año. Y, como veremos después con mayor deteni-
miento, es esta época la que —al igual que la cosecha del grano macizo
del maíz— priorizó el Estado mexica, en concordancia con sus objetivos
imperiales. Ya que el maíz totalmente maduro es fácilmente almacena-
ble durante una amplia temporada y podía ser usado con posterioridad
en la alimentación de los contingentes guerreros. Se trata del maíz
harinoso, que en nuestros tiempos se cosecha a partir de la fiesta de
Muertos, la cual integra el marcador ritual del inicio de la épo­ca seca,
la que se vincula con la parte diurna del cosmos y está regida por el Sol.
Por ello, habría sido significativo que el comienzo de la siembra estu-
viera marcado por un evento solar: el equinoccio de primavera.
En cambio la siembra y sobre todo, como también veremos con
posterioridad, la cosecha de los otomianos se encuentra —al igual que
su tradición en general— fundamentalmente vinculada con la parte
húmeda y nocturna del cosmos. Por lo anterior, los no marceños de
la zona lacustre cultivarían de acuerdo con la costumbre otomiana o,
más precisamente, matlatzinca.

Cosecha y consumo del maíz fresco

Los tenochcas estigmatizaron a los otomianos por efectuar una parte


importante del corte del maíz en la primera etapa de la cosecha, den-
tro del sistema de humedad y temporal que ambos grupos compartían.

104
Matlatzincas y tenochcas

Por Sahagún (2000, t. II: 962-967) sabemos que los mismos tenochcas
consideraban a los otomíes “recios” y “trabajadores en labranzas” y a
los matlatzincas “grandes trabajadores en labrar sus sementeras”. Esta
opinión es aplicable a mazahuas y ocuiltecas, quienes —indica aquel
autor— “son de la misma vida, calidad y costumbres”.
No obstante lo anterior, los tenochcas hacían hincapié en la tradi-
ción otomiana de segar y consumir, de manera preferencial, el maíz
verde o fresco —en leche—, como elotes. Así, al referirse a esa cos-
tumbre entre los otomíes —que es atribuible a los otomianos—, Sa-
hagún (2000, t. II: 963) señala que cuando “el maizal estaba crecido
y empezaba a dar mazorcas, comenzaban luego a coger de las menores
para comer”. Y este maíz también lo usaban, añade el autor, “para
comprar carne o pescado”, así como “vino de la tierra para beber”,
pudiendo entenderse que se hacía un consumo festivo-religioso de los
elotes, como el que sigue efectuándose, aún en nuestros tiempos, en
el territorio mayoritario que ocupó el Matlatzinco.
De manera que, prosigue Sahagún, “al tiempo de la cosecha [del
maíz maduro o macizo: acotación de Albores] no cogían sino muy
poco, por haberlo gastado y comido antes que sazonase” o endurecie-
se por completo. Además, “luego que habían cogido lo poco, compra-
ban gallinas y perrillos para comer, y hacían muchos tamales colora-
dos del dicho maíz”, destinándolos para “banquetes y convidábanse
unos a otros”. O sea, consumían ritualmente el maíz maduro, como
habrían consumido buena parte de los elotes que, a su debido tiempo,
cosecharan; esto es, de manera similar a las celebraciones que tenían
lugar —sobre todo en la etapa final de la laguna de Lerma— y que
todavía se llevan a cabo en el territorio del antiguo Matlatzinco. Y
no sólo en la fiesta de la Llegada de los Muertos sino, también, du-
rante la fase general de siega, al realizarse el corte del fruto maduro
en cada predio, cuyos festejos se denominan “tlamicosechas” o “cla-
micosechas”.
Aunado a lo anterior, los tenochcas estigmatizaban a los otomianos
por la resultante de sus costumbres en cuanto al corte y consumo del
alimento sagrado; es decir, por no conservar ni almacenar una parte
del grano maduro —harinoso—, pues como lo señala el fraile: “del que
en breve se comía lo que tenía, se decía y por injuria que gastaba su

105
Beatriz Albores Zárate

hacienda al uso y manera de los otomites, como si dixeran dél que bien
parecía ser animal”. Podemos interpretar lo anterior como que, después
de la fase de cosecha, tanto del fruto tierno como del macizo, los oto-
mianos no guardaban la cantidad de grano maduro que, para los te-
nochcas, era la debida.
Con base en lo expuesto por Sahagún, cabe identificar, en primer
lugar, la existencia de un patrón otomiano de cosecha, relativo al fruto
que no está totalmente maduro, como elotes, y otro patrón tenochca, que
da prioridad a las mazorcas macizas, que han llegado a su plena madurez.
Se trata de dos patrones basados en respectivas formas no sólo de
conceptuar el fruto del maíz, sino, fundamentalmente, de la valoración
agrícola de éste, de acuerdo con su cualidad inmadura o con su con-
dición madura, las cuales es posible observar a partir de la principal
fiesta otomiana de las veintenas, en el calendario matlatzinca.

Ymattatohui/Xócotl huetzi.
La Fiesta grande de los muertos

Los matlatzincas ofrecían su fiesta principal a Otontecuhtli en Ymatta-


tohui, que era la séptima veintena de su calendario. Sobre el culto y los
atributos de Otontecuhtli existe cuantiosa información —como lo ano-
ta Carrasco (1950: 181, 138)— pues, “a pesar de su origen otomiano”,
también lo adoraban los tenochcas (Seler, 1908-1923, v. II: 1042).19 Éstos
lo celebraban en la décima veintena de su calendario: Xócotl huetzi,20 si

19
Las citas de Seler (1908-1923, v. II), correspondientes a las páginas 1038-1044, se re-
fieren a la obra del autor, específicamente al volumen mencionado, en relación con el
canto en náhuatl Otontecutl Ycuic, que —con el nombre de “El canto del príncipe de los
otomíes”— fue transcrito y traducido al alemán, así como analizado y comentado por él.
El “canto” ha sido traducido del alemán al español por Mechtild Rutsch, en cuya versión
mecanoesrita me baso.
20
En cuanto al probable origen otomiano de la fiesta Xocotl huetzi, Carrasco (1950:181,
299) indica —con base en el Códice Telleriano— que en los tres días finales de la décima
veintena del calendario otomí (incluido en el Códice “Ueychiapan”) —que corresponde
a 7 Ymattatohui y a 10 Xocotl huetzi— “ayunaban todos los vivos a los muertos y salían-
se a jugar al campo”. Ello “demuestra el origen otomí de la fiesta Uey Miccailhuitl”,
puesto que “la celebración de ceremonias en el campo era un rasgo típico otomí”.

106
Matlatzincas y tenochcas

bien es la otra designación nahua: Huey miccaílhuitl, la que tiene el


mismo sentido del nombre Ymattatohui: Gran Fiesta de los Muertos,21
que es el significado de la séptima veintena —Antângotû—22 del ca-
lendario otomí. Así, la veintena Gran Fiesta de los Muertos abarca del
11 al 30 de agosto —en su correspondencia gregoriana— en los tres
calendarios: matlatzinca, tenochca y otomí.23
Otontecuhtli —indica Garibay (1995: 119)— es “el calificativo
que refiere a su origen al numen” y significa: “El ‘señor rey o dios de
los otomíes’”, por lo que tal denominación “no es un nombre propio”.
Aun cuando se trata de una deidad del fuego, sus rasgos más distintivos
y relevantes se relacionan con el culto a los muertos; es “dios del fue-
go y de los muertos” (Seler, 1908-1923, v. II: 1039; Carrasco, 1950:
138), que es conocido con diferentes designaciones, entre las que se
cuentan: Xiuhtecuhtli “dios del fuego”,24 Ocotecuhtli “señor de la tea
o señor del pino” (Carrasco, 1950: 139), y Xócotl.25 Al respecto, Seler
(1908-1923, v. II: 1039) señala que Otontecuhtli “es el dios de la
fiesta Xocotl uetzi o de la gran fiesta de los muertos Uei miccailhuitl y es
de hecho idéntico a Xocotl”. Otontecuhtli es el dios más importante

21
Es común que los autores se refieran a esta fiesta otomiana con los nombres nahuas
—Xócotl huetzi y Huey miccailhuitl—; yo he introducido la equivalencia matlatzinca
—Ymattatohui— de la correspondiente veintena del calendario mexica. Xócotl huetzi o
Gran Fiesta de los Muertos ha sido descrita por numerosos autores.
22
Antângotû, “Gran Fiesta de los Muertos” (Carrasco, 1950: 179, con base en Soustelle).
23
Para la correspondencia gregoriana de Yattatohui me baso en el calendario matlatzinca
que incluye Bartholomew (2003) —en su anexo: “Comparación del calendario matla­t­
zinca con el bosquejo del año”, con nota al pie de página: “Calendario matlatzinca, co-
lección de Lorenzo Boturini, p. 55”— y en Carrasco (1950: 191-192). En lo relativo a la
correspondencia gregoriana de Xócotl huetzi he consultado la correlación fija del calen-
dario mexica hecha por Sahagún (2000, t. I: 133-169, libro segundo). En cuanto a la co-
rrespondencia gregoriana de Antângotû, he considerado el calendario que se encuentra
en el Códice Huichapan (Carrasco, 1950:179).
24
Xiuhtecuhtli, “dios del fuego”, anota Sahagún (2000, t. I: 226) al relatar la fiesta a
Otontecuhtli.
25
Con base en la Historia de los mexicanos por sus pinturas Seler (1908-1923, v. II:1039)
establece la correspondencia de Otontecuhtli-Ocotecuhtli —“dios de los tepaneca”— con
Xócotl. En su estudio sobre Otontecuhtli —como “dios enmascarado del fuego”—, López
Austin (1982: 268, 269) menciona numerosos nombres del dios del fuego, algunos de los
cuales son “Xiuhtecuhtli o ‘señor del fuego’, Huehuetéotl o ‘dios viejo’ [y] ‘Ocotecuhtli’
o ‘señor del pino’”.

107
Beatriz Albores Zárate

y característico de los otomianos, que aparece como deidad y primer


caudillo de los otomíes y de los tepanecas.26
Mencioné que el significado básico de la veintena más importante
del calendario otomiano no es explícito en las descripciones de la
fiesta respectiva. Ello se debe, al parecer, a los cambios que los mexicas
habían empezado a introducir y que aún introducían, a la llegada de
los españoles, en importantes aspectos de la cultura otomiana. La Gran
Fiesta de los Muertos y su significado tuvieron una continuidad parcial
en varios festejos católicos, si bien el que reúne los aspectos más alu-
sivos es el de la Asunción de la Virgen, a la que también llaman, lo-
calmente, la Virgen de la Asunción o sólo la Asunción. En la zona
central de la región que abarcó el Matlatzinco, la fiesta de la Asunción
se efectúa en la fecha doble o pareada del 14-15 de agosto y marca
—en el territorio mayoritario de esa región— el inicio ritual de la
cosecha del fruto tierno del maíz.
Así, por lo que es posible observar, una parte de la gran fiesta oto-
miana de los muertos se refiere al divino alimento del ser humano, si
bien, desde un enfoque amplio, también atañe, en principio, al ali-
mento divino de la propia deidad. De manera que Otontecuhtli se
muestra, en la fiesta de esa veintena, como una deidad importante de
los mantenimientos, con una doble faceta, relativa, como veremos, a
la advocación de uno de los cuatro dioses creadores —hijos de la pa-
reja primigenia—, el cual es, también, uno de los dioses tlaloque. Por
ello, con propósitos analíticos dividí la fiesta de esa veintena en dos
partes que he relacionado, respectivamente, con el levantamiento o
erección y la caída o el derribo del tronco de un pino u ocote.27 La

26
Carrasco y Seler (1908-1923, v. II: 1039) citan la Historia de los mexicanos por sus pin-
turas (1996: 40-41): “Salieron los de Tacuba y Coyohuacan y Azcaputzalco, a los cuales
llamaban tepanecas y estos otros pueblos traían por dios a Ocotecutli, que es el fuego, y
por eso tenían costumbre de echar en el fuego, para sacrificar, a todos los que tomaban
en la guerra”. Carrasco (1950: 138) anota que los tepanecas “eran un pueblo de vieja
cultura tolteca, con resabios tal vez más antiguos”, “que contenía elementos otomianos
muy importantes”. Además, basándose en Seler, Carrasco (1950: 179) señala que si Xócotl
huetzi se dedicaba a Otontecuhtli y “era la fiesta principal de los tepaneca […] es de
presumir que también [lo fuera] de los demás otomianos”.
27
En cuanto al árbol que se veneraba en la ceremonia, Carrasco (1950:139) indica que
el “palo que se levantaba en la fiesta Xocotl Uetzi era seguramente un pino”.

108
Matlatzincas y tenochcas

gran fiesta mexica de los muertos también puede ser analizada de


acuerdo con las dos partes, aunque difiere el significado de la segunda.

El alimento del dios

La parte inicial o primera parte de la Gran Fiesta de los Muertos


(Ymattatohui-Xócotl-huetzi) —que, de acuerdo con mi interpretación,
era la relativa al alimento de la deidad— comprendía una ceremonia
con fuego que empezaba con el levantamiento del tronco o palo de un
pino. En el extremo superior del tronco se colocaba una representación
de Otontecuhtli —ya fuera en forma de pájaro o de un bulto mortuo-
rio, un individuo o un ídolo de masa— con una serie de elementos,
entre los que podía haber tamales, según lo citan algunos cronistas
como Sahagún (2000, t. I: 224). Otontecuhtli y sus representaciones
simbolizaban a los guerreros caídos en el campo de batalla y a los que,
hechos prisioneros, morirían durante la Gran Fiesta de los Muertos.
Ésta se dedicaba a ellos, como protagonistas del acto conmemorativo
del nacimiento del Sol, a través de un sacrificio, consistente en “arro-
jar las víctimas vivas a una hoguera” (Carrasco, 1950: 206), de donde
se las sacaba antes de morir para extraerles el corazón y ofrendárselo
a Otontecuhtli (Sahagún, 2000, t. I: 226). Tal sacrificio, menciona
Seler (1908-1923, v. II: 1039), “es en realidad una imitación o esce-
nificación dramática del antiguo evento mítico”.
Acerca del relato mítico del origen del Sol (que se actúa en la
primera parte de la Gran Fiesta de los Muertos), en la Historia de los
mexicanos por sus pinturas (1996: 35), que contiene información de los
pueblos del centro de México, se lee que Ehécatl-Quetzalcóatl —uno
de los cuatro dioses hijos de la pareja primigenia—28 quiso “que su hijo

28
En la Historia de los mexicanos por sus pinturas (1996: 23-24) se anota que la pareja
primigenia, “Tonacateuctli [y] Tonacacihuatl engendraron cuatro hijos”, el mayor, “Tla­
tlauhqui Tezcatlipuca” —designado “Camaxtle” por los “de Huexotzinco y Tlaxcala”—,
“nació todo colorado”; el “segundo”, al que nombraron “Yayauhqui Tezcatlipoca”, el cual
“nació negro; el “tercero”, al que “llamaron Quetzalcóatl, y por otro nombre Yohualli
Ehecatl”, y el “cuarto y más pequeño” —que le dieron el apelativo de “Omitecutli”—, a
quien “los mexicanos le decían Huitzilopochtli, porque fue izquierdo”.

109
Beatriz Albores Zárate

fuese sol”, por lo que “lo arrojó en una gran lumbre”, de la que salió
“fecho sol para alumbrar la tierra”.
Hasta acá, una versión de las narraciones míticas sobre el nacimien-
to u origen del astro diurno, que es al que hacen referencia diversos
autores, entre quienes se encuentran Seler y Carrasco. Ahora bien, en
aquéllas también se cuenta que, después de nacer, el Sol no pudo
moverse, se quedó inmóvil, “sin mudarse de un lugar” —como lo in-
dica Sahagún (2000, t. II: 697)—, por lo que, en el relato del mismo
autor, se anota que “los dioses otra vez se hablaron y dixeron: ‘¿Cómo
podemos vivir? No se menea el Sol’” y decidieron: “‘Muramos todos,
y hagámosle que resucite por nuestra muerte’. Y luego el aire se encar-
gó de matar a todos los dioses, y matólos”. Sin embargo, “aunque
fueron muertos los dioses, no por eso se movió el Sol”.
Entonces, el mismo Quetzalcóatl le confirió movimiento —es decir,
vida— cuando comenzó “a suflar o ventear reciamente. Él le hizo
moverse para que anduviese su camino”. Mas, para que el Sol pudiera
mantenerse en movimiento, con vida, requería ser alimentado —según
se menciona en la Historia de los mexicanos por sus pinturas (1996:
34)—; era, pues, necesario que “comiese corazones y bebiese sangre”.
Así, “en tres años”, los cuatro dioses “hicieron la guerra” a fin de ob-
tener “corazones y sangres”. En el lapso en el que se creó la guerra, uno
de los hermanos de Quetzalcóatl, Tezcatlipoca, “hizo cuatrocientos
hombres y cinco mujeres” a modo que “hobiese gente para que el sol
pudiese comer”.
Con base en lo anterior, podemos observar que Ymattatohui es,
por un lado, la fiesta dedicada a los guerreros como alimento o sus-
tento de la deidad solar, marco en el cual el guerrero que es ofrendado
resucita y se transforma en parte del Sol. Acerca de lo anterior, es
sugerente el señalamiento de López Austin (1985: 270, 271), en su
estudio sobre Otontecuhtli como “dios enmascarado del fuego”, en
cuanto a que entre las características de Huehuetéotl, uno de los
nombres de aquel dios, como lo mencioné,29 se cuenta “su poder
transformador”. En este sentido, la “transformación —continúa el

29
Lo mencioné en la nota 24, precisamente como uno de los nombres del dios del fuego
que anota López Austin.

110
Matlatzincas y tenochcas

autor— debe ser entendida como un proceso de muerte por fuego


—visible o invisible—, viaje al Mictlan y resurrección con una natu-
raleza distinta”, y añade, citando a Soustelle, que “existe ‘el sacrificio
por el fuego como condición de resurrección’ ”. Al respecto, en sus
comentarios al canto de Otontecuhtli, al cual me refiero después con
mayor precisión, Seler (1908-1923, v. II: 1039) señala que el “prisio-
nero al que aquí se le arroja al fuego debe elevarse […] como compa-
ñero del sol, como el sol real”.
De manera que el Sol integra un desdoblamiento de Otontecuhtli,
una especie de prolongación o —de acuerdo con el concepto de López
Austin (1983: 76)— “fisión”,30 pues Otontecuhtli también era consi-
derado “como la forma tepaneca-otomí del dios del sol y de la guerra”
(Carrasco, 1950: 143-146). Así, el guerrero ofrendado se transforma
en parte del Sol y aun de Otontecuhtli; constituye su alimento y, como
tal, se convierte en la deidad misma.
Cabe, entonces, analizar la primera parte de la Gran Fiesta de los
Muertos en el marco del concepto mesoamericano de levantamiento,
en su sentido de resurrección o transformación, a partir del levanta-
miento del pino y la transformación del guerrero. Al respecto, es su-
gerente lo que señala Pury-Toumi (1997: 176) en relación con “el
verbo náhuatl moquetza ‘levantarse’”. Se trata de un verbo que “se
encuentra en una de las denominaciones de la Omnipotencia Divina”,
es decir, la “que rige el destino de la humanidad: in ipalnemoani ‘gracias
a quien se vive’ ”. Se llama también “in on nequehquezalo, literalmente,
aquel por quien uno se ‘levanta’, expresión traducida generalmente
como ‘el que hace vivir al mundo’. Moquetza ‘levantarse’ adquiere,
en determinados contextos, la acepción de ‘revivir’ ”. Es un concep-
to que aparece en el canto a Otontecuhtli —al que me refiero, con
precisión, más adelante—, el cual, de acuerdo con la lectura de Seler
(1908-1923, v. II: 1038, 1044), dice: “yo soy […] el Muerto transfor-
mado en dios”.

30
López Austin (1983: 76) se refiere a “la fusión y la fisión de los dioses; esto es, los casos
en los que un conjunto de dioses se concibe también como una divinidad singular, uni-
taria [y] los casos opuestos, de división, en los que una deidad se separa en distintos nú-
menes, repartiendo sus atributos”.

111
Beatriz Albores Zárate

Otontecuhtli: Ehécatl-Quetzalcóatl

En lo relativo al significado básico de la principal veintena matlat­


zinca, me parece fundamental que en la Gran Fiesta de los Muertos
—Ymattatohui-Xócotl huetzi— Otontecuhtli figure como una ad-
vocación de Ehécatl-Quetzalcóatl. Así se menciona en el canto, en
náhuatl, Otontecutli ycuic (icuic), que —de acuerdo con Garibay
(1995: 120), basado en Seler— se entonaba en la fiesta de Xócotl
huetzi. Es un canto que transcribieron, estudiaron y tradujeron Seler
(1908-1923, v. II: 1038-1044), al alemán, y Garibay (1995: 117-127),
al español, con los nombres respectivos de “El canto del príncipe
de los otomíes” y “Canto del rey de los otomíes”. En éste, uno de
los nombres de Otontecuhtli es Quetzalcóatl: “yo soy el Quetzal-
couatl”, dice la deidad en la traducción de Seler (1908-1923, v. II:
1038). Y Garibay (1995: 119-120, 124, 125) señala que, por el pro-
pio poema, “vemos” que “Quetzalcóatl” es uno de los tres “númenes”
a los que se “asimila” Otontecuhtli: “Quetzalcoatli es mencionado
como idéntico al dios de los otomíes”; “el texto [prosigue Garibay]
habla de Quetzalcóatl. La alusión a Ehécatl en mi lectura del texto
acaba de confirmar la interpretación”. De manera que Ehécatl-
Quetzalcóatl crea al Sol, le procura sus alimentos: los guerreros, éstos
se convierten, o transforman, en la deidad misma: Otontecuhtli, en
el Sol (Otontecuhtli-Sol) y, a fin de cuentas, en el propio Ehécatl-
Quetzalcóatl.
Así, podemos observar que, en la primera parte de la Gran Fiesta
de los Muertos, no sólo se conmemora el nacimiento del Sol median-
te la dramatización del evento mítico que llevan a cabo los guerreros.
En la parte inicial de la fiesta también se da de comer y de beber al Sol
a través del sacrificio de aquéllos. Es, entonces, significativo que Oton-
tecuhtli sea, en la Gran Fiesta de los Muertos, una advocación de
Ehécatl-Quetzalcóatl, debido a que éste es uno de los cuatro dioses que
procuraron, en los inicios míticos, el alimento del Sol mediante la
guerra. Y es ésta una de las facetas en que se muestra Otontecuhtli:
Ehécatl-Quetzalcóatl, como procurador de los mantenimientos de la
deidad solar. Su otra faceta, correspondiente a la adovación de uno de
los dioses tlaloque, aparecerá en la otra parte de la fiesta.

112
Matlatzincas y tenochcas

El alimento humano

La segunda parte o parte final de la Gran Fiesta de los Muertos es la que,


según planteo, se refería, en su sentido original u otomiano, al alimento
humano —el maíz en su estado tierno, como elotes—, en el que se han
transformado la deidad y, mediante ésta, los guerreros mismos. La fiesta
otomiana también señalaría la apertura de la primera etapa de la co-
secha, correspondiente al corte de los elotes y a su consumo, que tenía
un importante carácter ritual, aunque no únicamente, como veremos.
En la segunda parte ocurrían peleas que no protagonizaban los
guerreros —como en la primera parte— sino “todos los mancebos
[anota Sahagún (2000, t. I: 227)] y mozoelos y muchachos. Todos
aquellos que tenían vedixas de cabellos en el cogote, que llamaban
cuexpaleque”. De manera más amplia, en las peleas también participa-
ba la población, “toda la otra gente”. Los mozos no sólo competían
sino, también, luchaban, acerca de lo cual Sahagún (2000, t. I: 227)
menciona que en “cansándose de cantar y bailar”, jóvenes de ambos
sexos, a “una gran grita” como indicación, los mozos abandonaban el
“patio” de Otontecuhtli, cundido de gente, “que no había por donde
salir, estando todos muy apretados”. Se dirigían al lugar en el que
“estaba el árbol levantado. Iban cuaxados los caminos y muy llenos de
gente, tanto que los unos se tropellaban con los otros”.
Los “capitanes de los mancebos”, continúa aquel autor, se colocaban
alrededor del “árbol para que nadie subiese hasta que fuese tiempo” e
intentaban evitar “la subida a carrotazos”. Mas, “los mancebos que
iban determinados” en trepar al “árbol, apartaban a empellones a los
que defendían la subida”; “muchos acometían a subir”, pero “pocos
llegaban arriba”. El primero en lograrlo “tomaba la estatua del idolo”
(situada en el extremo del pino) y las armas que éste tenía. También
sujetaba “los tamales”, que el “ídolo” tenía, los desmenuzaba y “arro-
jábalos sobre la gente que estaba abaxo”. Todos “estendían los brazos”;
unos “reñían y se apuñeaban”, con gran “vocería”, para conseguir algo
que de lo alto cayera. Cuando bajaba, “con las armas que había toma-
do arriba” —señala Graulich (1999: 411)—, “el vencedor era tratado
con los mismos honores que recibía el guerrero que había hecho un
prisionero”. Por último, el pino era derribado con gran estruendo.

113
Beatriz Albores Zárate

En cuanto a la segunda parte, los guerreros sacrificados, después de


acompañar al Sol durante cuatro años —anota Carrasco (1950:140)—,
“se convierten en pájaros para volver a bajar a la tierra”. Por ello, en
Xócotl huetzi también se conmemora el regreso “de las almas de los
guerreros muertos”, expresado “por la caída desde lo alto del palo, del
pájaro o del fardo del muerto”. De manera que Otontecuhtli simboli-
za no sólo a los guerreros que son ofrendados en la fiesta —que luego
de su sacrificio, resucitan y suben al Sol— sino también a los que bajan,
volviendo a la Tierra, transformados, de acuerdo con lo que planteo,
en el alimento humano.
En tal sentido, una de las designaciones de la deidad del pino es
Xócotl, mientras que, además de Huey Miccailhuitl, esta veintena se
denomina Xócotl huetzi, como vimos. Algunas de sus traducciones
son: “la caída de Xocotl” (Durán, 1951, t. II: 291), “cae de madura la
fruta” (Serna, 1953: 136), “Xocotl cae” (Carrasco, 1950: 139), “la
fruta cae” o “el madero llamado Xókotl cae” (Paso y Troncoso, 1980:
128), “el fruto cae” (Graulich, 1999: 409). Por consiguiente, la segun-
da parte de la Gran Fiesta de los Muertos, Xócotl huetzi: el fruto cae,
debe interpretarse, en mi opinión, como “el fruto nace”, a partir del
concepto náhuatl “caer” o “nacer” (Pury-Toumi, 1997: 150-151).
En efecto, con respecto a la correspondencia de caer/nacer, Seler
(1908-1923, v. II: 1039) señala, en sus comentarios al canto de Otonte­
cuhtli, que “el dios de la fiesta Xocotl uetzi” es “el que en esta fiesta
tie­ne su caída, es decir, su nacimiento”. Es el nacimiento del dios Xó­cotl
u Otontecuhtli, el dios es el fruto que nace, y si la deidad representa o
simboliza a los guerreros, éstos también son el fruto que nace. Si el fru­to
por excelencia es el maíz, en Xócotl uetzi habría de celebrarse, ade­­más
del nacimiento del Sol, el nacimiento del divino alimento del ser huma-
no en el que se ha transformado el dios Xócotl. La Gran Fies­ta de los
Muertos abarca del 11 al 30 de agosto, como vimos, cuando —en la
mayor parte del antiguo Matlatzinco, situado arriba de los 2 000 m  s.n.m.—
el maíz está en su etapa inmadura, de fruto verde, por ello en la fiesta se
celebraría el nacimiento del maíz tierno: los elotes o, mejor dicho, el
nacimiento del joven dios del maíz. Durán (1951, t. II: 291) menciona
que el día de la fiesta ponían “alrededor de este palo” —en referencia
al pino que se había levantado—, “antes que le derribasen”, “gran

114
Matlatzincas y tenochcas

ofrenda de comida y de vino de la tierra que era cosa de admiración y


esto mucho más en la villa de Coyoacan que era su particular dios y abo­
gado”. Sin embargo, el autor no especifica en qué consistía la comida.
En cuanto a la segunda parte de la Gran Fiesta de los Muertos, es
fundamental —como lo fue en la primera parte— que Otontecuhtli
constituya una advocación de Ehécatl-Quetzalcóatl, por cuanto éste
es uno de los tlaloque (Sahagún, 2000, t. I: 107-108), dioses procura-
dores de los mantenimientos. Al respecto, como sabemos, los meso-
americanos atribuían a los “tlaloque” el envío de las “pluvias [anota
Sahagún (2000, t. II: 702, t. I: 72, 120)] para que naciesen [los] man-
tenimientos que se crían sobre la tierra —como maíz y frisoles—, [a
fin de dárselas] a los hombres, [para el sustento de] la vida corporal”.
Entonces, es ésta la otra faceta del dios, como otorgante del alimento
humano y aun como el alimento mismo. De manera que los guerreros,
al regresar a la Tierra —bajo la forma de Otontecuhtli que cae—,
encarnarían en el divino alimento del maíz: los elotes ¿Están en la
Gran Fiesta de los Muertos? Sí, en Xócotl huetzi y en Ymattatohui los
vemos, pero con un significado distinto.

Xócotl huetzi

Aunque no se mencionan casi en ningún relato sobre Xócotl huetzi,


los elotes se encuentran, velados. Ello puede observarse a partir de los
estudios de Wake (1995, 2013), quien descubre, de manera insólita,
el fruto joven del maíz.
En su descripción de los guerreros que se ofrendarían en Xócotl
huetzi, Wake (1995, v. II: 574-575, 579-580, 2013) anota que “los
cautivos no emulaban a la planta de maíz sino a las marzorcas jóvenes
con sus ‘túnicas’ o con las envolturas de hojas que las protegen. O para
ser más precisos, su piel pintada de blanco representaba la cubierta
húmeda más interna que envuelve a la propia mazorca”.31 En cambio,
su “ropa de papel representaba la cáscara gruesa”, la

31
La traducción, del inglés al español, de un fragmento del mecanoescrito de Wake es de
Geraldine Patrick.

115
Beatriz Albores Zárate

que cubre el exterior de la mazorca y, el cabello de papel, el pelo del maíz


todavía unido a la punta.32 Aquí —precisa la autora— no sería demasiado
especulativo sugerir que la presentación pública de los cautivos también
simbolizaba la inspección de los elotes dentro de sus envolturas de protección,
una inspección que sin duda habría tenido lugar en los campos, antes del
corte, para asegurar su madurez.

Wake se refiere de manera explícita a la presencia de los elotes en


Xócotl huetzi, y al objetivo de una parte de la ceremonia que radica
en mostrar de manera pública que, con base en lo efectuado en los
campos de labor, los frutos del maíz se encuentran en un estado favo-
rable para continuar el proceso hacia su total madurez y, así, llegar
hasta el final del ciclo agrícola. No se trata de celebrar el nacimiento
del maíz tierno, como alimento humano, que ya puede ser aprovecha-
do: cosecharse y consumirse, lo cual constituye parte del significado
básico de la Gran Fiesta de los Muertos entre los otomianos del Ma­
tlatzinco. No, el Estado tenochca exhibe, en Xócotl huetzi, que su
interés no es el maíz tierno sino el maíz maduro, totalmente seco. Lo
relevante en esta etapa es cómo va el fruto, cerciorarse si éste se en-
cuentra en condiciones adecuadas para llegar al final.
La etapa del maíz tierno es muy importante debido a que, como lo
mencioné, el fruto ya ha alcanzado su pleno desarrollo, sólo falta que
madure, es decir, que adquiera dureza y sequedad. De manera que en
la etapa del elote ya es posible evaluar cómo se presentará la cosecha
del fruto macizo. El sentido tenochca de esta parte de la fiesta —de
supervisión del fruto— es recalcado por Wake (2013) cuando señala
que parece “muy claro que tanto xocotl”, el dios, “como su ixiptla”, o
equivalencia, representan a “las plantas de maíz más buscadas, es decir,
a aquellas que portaban el mayor número de mazorcas”. Ello respondía
a que se “consideraba que aun dos o tres mazorcas por planta era signo
de buena temporada”, como ocurría entre “los zumpahuacanos de los
tiempos coloniales”, que integraban un pueblo que había sido fundado
por los tenochcas en el Valle de Toluca.

32
Wake (2013: 1) anota que a “los cautivos destinados al sacrificio en el festival de Xocotl
huetzi […] se les vestía de la misma manera que al representante del xocotl: con cabello,
túnicas y taparrabos elaborados con papel blanco”.

116
Matlatzincas y tenochcas

Es interesante que en Xócotl huetzi se ponga de relieve el signifi-


cado que —para los tenochcas, como para los mesoamericanos— ha
tenido el maíz. Así, al proseguir su análisis, Wake (2013) menciona
que la efigie de la deidad —que era colocada en la punta del árbol
Xócotl— era confeccionada con “amaranto y maíz”, es decir, el ídolo
que suplía a la deidad estaba “‘hecho de carne’, de acuerdo con los
informantes de Sahagún, o ‘como un hombre’, de acuerdo con Sahagún
mismo”. En tal marco, “vestir a la planta simbólica con un atuendo
humano evoca de nuevo la creencia panmesoamericana de que los
hombres fueron hechos de maíz y que de maíz seguirán siendo hechos”.
Ahora bien, lo que el análisis de Wake evidencia —en cuanto al
significado que los tenochcas le daban a Xócotl huetzi— es: a) la
equivalencia de la deidad y los guerreros, y b) que ambos representan
“mazorcas jóvenes” o elotes. De manera que, a pesar del cambio que
estaba siendo introducido por los tenochcas, es posible apreciar —con
base en el estudio de la autora— que Xócotl huetzi aún conservaba el
significado básico de la fiesta otomiana, en lo relativo a la presencia
de los elotes y en cuanto a que éstos integran el sagrado alimento,
aunque todavía en un estado inmaduro. Vemos, entonces, que el fru-
to que cae: Otontecuhtli, los guerreros que regresan a los cuatro años
y el tronco del pino simbolizan al fruto fresco, los elotes, y, aún puede
decirse que, en conjunto, representan a la planta o caña verde del maíz
con sus frutos tiernos. En la gran fiesta otomiana de los muertos se
celebra el nacimiento del fruto tierno del maíz, así como el nacimien-
to del Sol. En este marco, es perceptible que el propio dios solar se ha
convertido, mediante los guerreros, en el dios joven del maíz.

Ymattatohui y las continuidades

De la gran fiesta otomiana de los muertos contamos con información


del siglo xvi, que proviene de los Memoriales de Motolinía (1971: 52),
quien —en referencia a los tepanecas de Tacuba y Coyoacan— anota
que encima del “palo como los que vuelan”, se ponía “una rodela rica
y una mata de semilla”. El palo “tenía cuatro cuerdas”, por las cuales
los mozos “procuraban subir y unos a otros se derribaban”, debido a

117
Beatriz Albores Zárate

que quien “ganaba” la mata de semilla “quedaba por honrado”. Al


concluir la fiesta —añade el autor—, “ofrecían maíz de lo tierno”, lo
que sugiere que se trataba de elotes, así como “perros cochos, [lo cual]
comíanlo todos los que bailaban después”.
De los datos sobre las continuidades de la Gran Fiesta de los Muer-
tos, uno muy interesante, por sus implicaciones, se refiere a los “natu-
rales” de Zumpahuacán, de quienes —como indica Carrasco (1950:
29), basado en Serna)— “sabemos [que] eran de los meros mexicanos”.
Zumpahuacán había sido establecido por los tenochcas, como lo indi-
qué, en el sur del Valle de Toluca, en el marco de los “numerosos
cambios [o] movimientos de población” que se efectuaron durante “la
supremacía azteca” (Carrasco, 1950: 275-276).
En el opúsculo de Pedro Ponce de León —que Garibay (1996: 17)
sitúa en 1569—, el autor dedica un apartado a “Los labradores” de
Zumpahuacán, donde aquél fue cura entre 1569 y 1628. Ponce de León
(1996: 127) describe los rituales agrícolas del maíz de temporal, de
manera que, luego de referirse a la siembra y a los cultivos, el autor
menciona un “ofertorio” inicial, que se llevaba a cabo cuando despun-
tan los “xilotes”. Después narra otro “ofertorio”, sobre el cual señala
que las primicias de los elotes eran ofrendadas al dios del fuego: Xiuh­
tecuhtli, que es uno de los nombres de Otontecuhtli, como vimos.
Así, anota el autor, a “los primeros elotes que las sementeras dan”,
los vecinos de Zumpahuacan “hacen” un segundo “ofertorio”, llamado
tlaxquiztli; reúnen “las cosas necesarias para este sacrificio: [cortan] los
primeros elotes y vanse a los cerrillos a donde tienen sus cuecillos, que
llaman teteli [y] son como altares”. Cuando llegan, “hacen fuego al
pie del cuecillo o en medio, en honra del dios Xiuhtecuhtli y el más
sabio toma un tiesto de este fuego y échale copal [para incensar] todo
el lugar del sacrificio; [luego prende] la candela de cera [y la coloca]
en medio del cuecillo”. En seguida “toma la ofrenda” —que consiste en
hule, copal, pulque, “camisillas de manta” (llamadas “xicoli”), papel y
jícaras—, a fin de ofrecerla “ante el cuecillo y fuego”.
Después, los que se han congregado, “ponen los elotes a asar [y derra-
man pulque] delante del cuecillo y fuego [y, con la bebida sagrada], rocían
los elotes”. Hay quienes “se sangran de las orejas y rocían los elotes [y el]
lugar con sangre”. Posteriormente toman una gallina, que ha sido lleva-

118
Matlatzincas y tenochcas

da “para sacrificio y la degüellan ante el fuego y cuecillo”. Más adelante


aderezan el ave “y con tamales la ofrecen ante el fuego y cu”. Con las
“camisillas”, que antes han elaborado, “visten a algunas piedras que allí
ponen, lo cual acabado, comen los elotes y lo demas ofrecido [y beben]
el pulque, y de esta manera pagan las primicias de los nuevos frutos”.
A la luz de los datos que proporcionan Motolinía y Pedro Ponce
sobre el “maíz de lo tierno” o posibles elotes, el primero, y los elotes
asados y tamales, el segundo, cabe pensar en lo siguiente. Los tamales
—que, de acuerdo con varios autores, en especial con Sahagún, colo-
caban junto a la deidad o a sus representantes, arriba del palo del pino,
y que el mismo Sahagún narra eran desmenuzados por el joven que
llegaba a la cima de éste, echados a la gente que estaba abajo— pudie-
ron ser de elotes o bien representarlos, como alimento sagrado. No
obstante, habrá que investigar de manera más específica.
Ahora bien, la información que aporta Ponce es iluminadora pues
muestra que aun entre los “mexicanos” (“labradores y serranos”, como
di­ría Durán, 1951, t. II: 143), que vivían en el Valle de Toluca, se expre­
saba el significado original u otomiano de la Gran Fiesta de los Muertos.
Significado que pudo haber tenido una cierta continuidad, entre los cam­
pesinos, de filiación otomiana, de la cuenca de México, durante la he­
gemonía tenochca y con posterioridad a ésta. De manera que en el se­­
gundo “ofertorio” se celebraba el nacimiento de los elotes, se daba de
beber y de comer a Otontecuhtli, con pulque, sangre del ave y tamales,
y a los humanos, también con pulque, elotes asados y tamales. Así, la
ceremonia en honor del fuego, Xiuhtecuhtli, evidencia que en la región
que ocupó el Matlatzinco seguía venerándose a Otontecuhtli y que
todavía se festejaba el divino alimento en su sentido amplio, aunque
ya de manera modificada. Se trata de continuidades que se observan
aun en nuestros días, a algunas de las cuales me referiré a continuación.

La Asunción de la Virgen

La Gran Fiesta de los Muertos y su significado tuvieron una relativa


conti­­nuidad en varias celebraciones, como lo mencioné, si bien la que
con­ser­va los aspectos más sugerentes es el festejo de la Asunción de

119
Beatriz Albores Zárate

la Vir­gen, que tiene lugar en la fecha doble del 14-15 de agosto; se


tra­ta de una continuidad en la que algunos de los antiguos aspectos
es­tán implicados.
La Asunción de la Virgen empezó a conmemorarse desde los inicios
del virreinato en el valle de Toluca (Jarquín, 1990: 106), por lo que
cabe suponer que, como parte del proceso de catequesis, se introduje-
ra tempranamente en la veintena Ymattatohui, que abarca, como
vimos, del 11 al 30 de agosto de la cuenta gregoriana. Sobre lo anterior,
sabemos que los evangelizadores insertaron celebraciones católicas en
las fiestas de las veintenas mesoamericanas (Garibay, 2006: 168). Así,
en referencia a la actividad de los misioneros, durante el siglo xvi, en
el antiguo Matlatzinco, Jarquín (1990: 85) anota que aun cuando “los
franciscanos impusieron un calendario” para organizar sus actividades,
los pueblos escogieron “de ese calendario las fechas más significativas”,
vinculadas con “la costumbre ya establecida en la región y sobre todo
de acuerdo con sus tradiciones” particulares. Entonces, “no fue difícil
la selección de fechas afines, debido al uso de un calendario matlatzin-
ca”, el cual “no era exclusivo del Valle de Toluca”, ya que se usaba en
“varias regiones del valle de México y otros lugares”,33 con lo que el
culto a la Virgen de la Asunción enraizaría poco después de la con-
quista española. En tal marco, la autora señala que en Atenco “se hizo
hincapié en las celebraciones de la colonia matlatzinca, grupo que
[eventualmente quedó] dentro de la doctrina de San Mateo Atenco
al separarse de Metepec” en el último cuarto del siglo xvii; anualmen-
te, el “15 de agosto los matlatzincas [de Atenco] mandaban decir una
misa en honor de la virgen”.34
La Asunción de la Virgen se celebra en los pueblos del antiguo
Matlatzinco, en tanto que en la mayor parte de su territorio —ubica-
do arriba de los 2 000 m  s.n.m.— esa fiesta marca, como lo mencioné,
el inicio de la cosecha del principal fruto tierno: los elotes, a la vez que
se festeja el corte de las cañas verdes y dulces del maíz. En esta fiesta se

33
De hecho, la Asunción de la Virgen se festeja en la cuenca de México y en el sureste
de Michoacán —de antigua o todavía actual población otomiana— con el mismo signi-
ficado que en la mayor parte de la región que abarcó el Matlatzinco.
34
Antes anoté que San Mateo Atenco y Metepec formaron parte de la zona central del
antiguo Matlatzinco, en la etapa final de la laguna de Lerma.

120
Matlatzincas y tenochcas

realizan distintos actos religiosos, antes de los cuales está prohibido,


de acuerdo con la costumbre, “tocar” (comer) el fruto en leche y dis-
frutar el jugo de las cañas.

Rituales en santuarios antiguos

La Asunción de la Virgen es la fiesta principal que celebran desde


tiempos antiguos las hermandades de especialistas rituales —denomi-
nados genéricamente “graniceros” (Albores, 2006b: 73)— que tienen
su santuario en la cima del volcán Olotepec, situado al oriente del
Nevado de Toluca. Los graniceros llegan por segunda ocasión35 a su
santuario el 14 de agosto, a festejar la fructificación del “trabajo”, como
lo indica don Carlos, uno de los más importantes graniceros del Olo-
tepec. Éstos encabezan a la gente que va en procesión, para dar las
gracias a las entidades sagradas del volcán por el logro del maíz tierno.
En agosto es “cuando sube más gente al Olotepec” —menciona don
Carlos— para “vestir” de cañas verdes (con elotes) a las tres cruces del
santuario. Cañas con elotes también se le ofrendan a la piedra más
venerada, que nombran el “Toro”, para que “comparta” la “cosecha”
de los frutos tiernos, puesto “que él ayudó a trabajar” y favoreció un
buen temporal lluvioso. Después del recorrido en el santuario, todos
comparten una comida que incluye elotes asados. Según puede obser-
varse, los rituales del Olotepec muestran una continuidad con los que
relata Ponce de León sobre el área sureña del antiguo Matlatzinco en
el siglo xvi, en los cuales se venera a Otontecuhtli, deidad que está
implicada en la conmemoración de los “quicazcles”. En efecto, en la

35
La ocasión inicial es el 2 de mayo —fiesta de la Santa Cruz, a la que antes me referí—,
cuando ascienden al santuario del Olotepec para “abrir”, de manera ritual, la época llu-
viosa del año trópico. Las otras fiestas obligatorias que festejan los graniceros del Olotepec
son, por una parte, la de la Virgen de la Candelaria o de la Candelaria —el 2 de febrero—,
en la cual, en toda la región del Matlatzinco, se bendicen distintos elementos que se
usarán durante el año; algunos de éstos se emplean en ocasión de mal temporal. Por otra
parte, la fiesta de la Llegada de los Muertos o Muertos (que mencioné con anterioridad)
—el 2 de noviembre—, es en la que, por tercera y última ocasión, los graniceros van al
santuario a “cerrar” la temporada de lluvias y es también la fiesta que señala el inicio de
la cosecha del maíz totalmente maduro.

121
Beatriz Albores Zárate

fiesta del Olotepec se da de comer a la deidad —el Toro— elotes asa-


dos, que constituyen, a su vez, la comida de la gente que llega al san-
tuario. Los elotes integran, entonces, la comida de ambos: del dios y
de los humanos. Un significado similar se encuentra en otras ceremo-
nias, como veremos.

Flores, milpa con frutos tiernos y los ancestros

Las familias y numerosos pueblos llevan a cabo el 14-15 de agosto, en


la región que ocupó el Matlatzinco, ceremonias en las que se “enflora”
distintos espacios sagrados, así como a los antepasados y a los santos,
a los que también se les ofrendan frutos tiernos. Por ejemplo, en Aca-
hualco, que pertene al municipio de Zinacantepec,36 la milpa se ador-
na con ramitos de flores silvestres y cultivadas, que se colocan en los
“brotes de elote” de cada planta. Además, se hace el ofrecimiento de
elotes y cañas tiernas de maíz a los parientes muertos, tanto en el
panteón como en el altar doméstico y en el atrio de la iglesia. Por lo
que toca al cementerio de Acahualco, el día 14 los vecinos “limpian”
las tumbas, las enfloran y les colocan cañas con elotes. Esta ceremonia
se llama “siembra de cañas y elotes”, después de la cual los pobladores
mencionan que “ya se hizo la milpa” y ponen de relieve que el panteón
“parece una milpa” y éste, en efecto, se asemeja a un predio cultivado
con su milpa cuajada de frutos frescos: los elotes. En Acahualco se
señala que tal ceremonia es “un recuerdo” de los antepasados y que
“gracias a ellos tenemos nosotros maíz”.
Como podemos observar, en la ceremonia —efectuada en el panteón
de Acahualco— se alude a Otontecuhtli, si consideramos que los
ancestros constituyen “los muertos deificados” a los que se refiere Ca-
rrasco (1950: 143, 146). En efecto, en tiempos mesoamericanos, a la
gente común fallecida se le deificaba, de manera que, indica el autor,
a “los muertos varones se les hablaba como a dios y se les llamaba
Cuecuex”, que es una de las designaciones de Otontecuhtli. La iden-

Zinacantepec es uno de los municipios de la zona septentrional de la región del antiguo


36

Matlatzinco.

122
Matlatzincas y tenochcas

tificación de este dios con los antepasados se pone de manifiesto en la


mención del propio autor: “seguramente pensaban en Otontecuhtli
los otomíes de Tototepec que dijeron al P. García que adoraban a sus
antepasados”. Así, en esta ceremonia se le rinde homenaje a la antigua
deidad, a través de los antepasados, y se le tributa comida mediante la
ofrenda de las cañas con elotes.
En distintas localidades se muestra júbilo desde el 6 de agosto
—fiesta de San Salvador o fiesta menor del elote, que antecede a la
fiesta mayor, de la Asunción, el día 15— “porque todo está logrado,
ya se acabó el hambre, ya hay elotes”. Una amplia costumbre es la de
comer elotes —sobre todo asados, como entre los zumpahuacanos, y
hervidos— en los santuarios (por ejemplo, el del Olotepec), en la
milpa y en el entorno doméstico. La relevancia de esta fiesta estriba,
como puede apreciarse, en que marca la consecución inicial significa-
tiva del maíz como mantenimiento, a lo que me referí con anterioridad.
El signo inicial de que habrá mazorcas es el jilote —primer fruto con
granos, esbozados—, por lo que su aparición causa gran alegría; sin
embargo, el despunte del jilote no asegura que la mazorca logre un
desarrollo pleno. En tal marco, no se corta sino relativamente poca
cantidad de ese fruto, por ser muy pequeño y estar aún demasiado
tierno, es decir, debido a que no acaba de cuajar, por lo que como
alimento su rendimiento es bajo. En cambio, los elotes constituyen el
fruto en su máximo desarrollo, en cuanto al tamaño de la mazorca y
del grano, aunque todavía fresco, estado que difiere del maíz maduro
sólo por la dureza del grano y del fruto en general.
El uso ritual de las flores en las zonas norteña y central del antiguo
Matlatzinco muestra que la fiesta de la Asunción conservó aspectos
que aluden a Ymattatohui; algunas de esas flores son las “jarritas mo-
radas” y el pericón. Las “jarritas” o “xaro” (de jarro) pertenecen al
género Penstemon denominado “antes por los mexicanos” o tenochcas
“chilpan” (Rojas Wiesand, 1999: 49)—, el cual ahora también se
nombra “chilpantlacol” (O’Gorman, 1963: 130) y agrupa a varias
especies que se sitúan desde poco menos de los 2 000 m  s.n.m. hasta
alrededor de 3 000 m  s.n.m. Una de las designaciones de origen náhuatl
de las jarritas es “flor de bandera”, cuyo significado es el mismo que en
otomí: béshte deni, en el otomí del municipio de Temoaya, o “flor de

123
Beatriz Albores Zárate

bandera” (Doris Bartholomew, comunicación personal), de ’besht’e,


“bandera” y doeni, “flor”.37
El pericón —o yautli en náhuatl y mícua en el otomí de Temoaya—38
es una flor del género Tagetes (O’Gorman, 1963: 184, 186), el cual, de
acuerdo con esta autora, “consta de aproximadamente veinte especies
[y] es completamente americano”. La Tagetes erecta “es una especie de
cultivo que desarrollaron los aztecas”, que posee hojas “fuertemente
aromáticas”, y la Tagetes lucida es de “flores pequeñas” con “un aroma
más agradable que las otras especies de Tagetes, una fragancia realmen-
te placentera, parecida a la del anís”.
Ambas flores conservan, en mi opinión, una referencia implícita a
la ceremonia del sacrificio de los guerreros en la hoguera. Así, el nom-
bre de las jarritas moradas: “bandera”, alude, al parecer, a un ornamen-
to característico de los guerreros que se sacrificarían en la parte inicial
de Xócotl huetzi, al que hace referencia Sahagún (2000, t. I: 225):
“estando así ordenados [los cautivos], luego comenzaba uno de los
sátrapas a quitarles unas banderillas de papel que [llevaban] en las
manos, las cuales eran señal de que iban sentenciados a muerte”.
De manera que la designación de la flor béshte-deni parece sugerir
la fiesta en la que los guerreros eran sacrificados en la fogata: Ymatta-
tohui, lo mismo que el yauhtli, hmikwä o pericón. Esto es, a partir del
uso que se le daba durante la ceremonia del fuego, también en la pri-
mera parte de la fiesta. Al respecto, al referirse a Xócotl huetzi Sahagún
(2000, t. I: 152) señala que, despues “de haber velado toda aquella
noche los captivos en el cu, y después de haber hecho muchas cerimo-
nias con ellos, enpolvorizábanlos las caras con unos polvos que llaman
yiauhtli para que perdiesen el sentido y no sintiesen tanto la muerte”.
Otras flores más, utilizadas en el valle de Ixtlahuaca-Jocotitlán,39
que pertenece a la zona norteña del antiguo Matlatzinco en la fiesta

37
En la página 516 del Diccionario Yuhú (Otomí de la Sierra Madre Oriental) estados de
Hidalgo, Puebla y Veracruz, México (2007), se anota que ra ’béxt’e significa “bandera”.
38
De acuerdo con el Diccionario Yuhú (Otomí de la Sierra Madre Oriental), estados de Hi-
dalgo, Puebla y Veracruz, México (2007: 585), “pericón” corresponde a ra hmikwä, en
tanto que en el Diccionario Español-Otomí (2001: 162) “pericón” en otomí se escribe: jmikua.
39
El valle de Ixtlahuaca-Jocotitlán se ubica en los municipios mexiquenses de Ixtlahuaca,
Jocotitlán y, en menor medida, Jiquipilco.

124
Matlatzincas y tenochcas

del 15 de agosto, son la “flor de fuego” y la “bola de fuego”, que al


igual que las jarritas y el pericón parecen aludir al pasaje en la fogata
de la parte primera de Ymattatohui-Xócotl huetzi (Reyes y Albores,
2010: 29-31).
El 15 de agosto, las familias campesinas y del entorno rural celebran,
en el valle de Ixtlahuaca-Jocotitlán, la fiesta del fruto fresco del maíz,
que es llamada de varias maneras, si bien se trata del mismo evento:
el corte de los primeros elotes. Entre los distintos nombres se cuentan:
“estreno del elote”, “estreno de la milpa”, “fiesta del maíz”, “florear la
milpa” o, en plural, “florear las milpas”. Son denominaciones que se
refieren, directamente, a una etapa del ciclo agrícola de temporal, aun
cuando en algunos pueblos del área en cuestión se conmemoran
diferen­tes advocaciones de la Virgen María. Y, como en la fiesta de
la Asun­ción en la que se realiza “la fiesta de los elotes” o “fiesta de la
caña”, en aquella área es la celebración que indica el inicio de la co-
secha del maíz fresco y de las cañas dulces.

El divino alimento

Hemos visto que el sentido básico de la Gran Fiesta de los Muertos se


refiere al divino alimento como mantenimiento del Sol y del ser hu-
mano. En efecto, en la primera parte de Ymattatohui se festejaba el
alimento de los dioses —los guerreros— y el nacimiento del Sol, y en
la última parte se conmemoraba el nacimiento del dios joven del maíz
—los elotes— como primer alimento sagrado. En Xócotl huetzi, los
tenochcas no enfocaban lo relativo al alimento humano, sino que
en­fatizaban el alimento de la deidad, celebrado en la primera parte de la
fiesta y, aun cuando estaba presente el maíz tierno (los elotes) —me-
diante el atuendo y la pintura corporal de los guerreros—, era sólo con
la finalidad de mostrar, a partir de la inspección de los frutos, que éstos
se desarrollaban adecuadamente.
Por lo anterior, lo relativo al significado básico de la principal
veintena del calendario otomiano aparece velado en la mayoría de los
relatos sobre la Gran Fiesta de los Muertos. Ello se explica si —con
base en lo expuesto en el presente ensayo y a partir de lo que puede

125
Beatriz Albores Zárate

deducirse de los señalamientos de Sahagún— tenemos en cuenta que


los tenochcas procuraban imponer —por distintos medios, entre los
que se cuenta la estigmatización— aspectos de su propia tradición, en
particular algunos que convenían a sus fines de dominio como cabeza
de la Triple Alianza. Una conveniencia elemental era la consecución
de maíz para alimentar a los contingentes guerreros —fundamentales
en el proyecto de expansión imperial—, marco en el cual es el grano
maduro —no el tierno, en forma de elotes— el que, una vez cosecha-
do, se almacena sin mayor tratamiento, lo que facilita su acumulación
y propicia el resguardo de una buena cantidad de mazorcas, para em-
plearlas bastante tiempo después de su corte. Entonces, un objetivo
importantísimo sería evitar que los otomianos segaran y consumieran
una parte considerable del fruto fresco del maíz, para lo cual era nece-
sario presionarlos, a fin de desplazar la etapa otomiana preferencial de
cosecha hacia aquella en la que se corta el maíz macizo. Dar prioridad
a la cosecha del maíz maduro habría sido un aspecto nodal de la na-
huatlización cultural que se les impuso a los otomianos, a raíz de la
supremacía política de los tenochcas en la jurisdicción del Matlatzin-
co. Así, un ejemplo de la manera en la que se llevaba a cabo el proce-
so de nahuatlización que fue interrumpido con la conquista española
lo vemos en lo que atañe a la principal fiesta otomiana de las veintenas,
en particular la matlatzinca (Ymattatohui).
Ahora bien, la importancia del Matlatzinco como productor de
maíz maduro puede apreciarse a partir de la política económica del
Estado tenochca en aquella jurisdicción. Así, Zorita (2011: 313, 14-15)
anota que “todos los matalçingos que quedaron hazian vna sementera
para el señor de mexico que tenía ochoçientas braças en largo y qua-
troçientas en ancho” y que los “frutos desta sementera los ençerraban
en sus trojes y estaban aplicados para las guerras y para las neçesidades
de la república y no se podían gastar en otra cossa e yban a la mano al
señor que lo yntentaba’”. Menegus (1991: 69, 70) menciona que fue
Atenco (San Mateo) el que “sufrió una reorganización más profunda”,
debido a que, de los 36 pueblos que se repartieron, en aquél se esta-
blecieron cuatro “sementeras imperiales” de Moctezuma, que eran
labradas, de manera respectiva, por los habitantes de Matlatzinco,
Malinalco, Tacuba y Coyoacán. La primera sementera medía 800

126
Matlatzincas y tenochcas

brazas cuadradas y para su cultivo acudía gente de Toluca, Xalatlaco,


Metepec, Calimaya, Capulhuac, Ocuilan y de otros pueblos de las
zonas central y sureña del antiguo Matlatzinco.
En vínculo con lo anterior, como parte de su estudio sobre Oton-
tecuhtli como dios enmascarado del fuego, López Austin (1985: 274-
280) expresa “la inquietud de investigar si es posible un fundamento
cósmico de la antigua institución llamada excan tlatoloyan, el tribunal
de tres cabezas”. Éste constituía la “base justificativa, a su vez, de la
expoliación, del control político y de la expansión militar de la ‘triple
alianza’ de Tenochtitlan, Tetzcoco y Tlacopan”. La posibilidad del
estudio de la excan tlatoloyan se referiría, entonces, a “las funciones
biyectivas de un modelo” en torno a “un Acolhuacan celeste, ordena-
dor, con capital en la culta Tetzcoco; un Colhuacan bélico, dinámico,
solar, guiado por Tenochtitlan, y un Tepanecapan terrestre, producti-
vo, que desde Tlacopan dirigiera la vida del feraz valle toluquense”.
Así, en tal marco tripartita, se situarían —indica aquel autor— los
del Acolhuacan “adoradores del Señor del Cielo”, aquellos “que ela-
boran cuerpos legislativos” para los tres integrantes de la alianza. “Los
tenochcas, dirigentes de las conquistas en la triple alianza”, quienes
“tenían por dios al Sol, el gran guerrero”. Y los tepanecas (“hombres
de las piedras”), que veneraban a Ocotecuhtli; su fiesta principal era
Xócotl huetzi y “reconocían por patrono a Cuécuex”. Es decir, añade
el autor: “Gente de flecha” (los primeros), “gente de honda” (los últi-
mos) ¿y gente de átlatl? (los segundos). El dios de los tepanecas, fina-
liza López Austin, pudo llegar a ocupar “un preeminente lugar en el
templo tenochca en calidad de aliado y complemento del dios que era
de su misma naturaleza: el fuego del ombligo, del Sol, del corazón, de
la guerra: el fuego mexica del piso medio del axis mundi”.
Ahora bien, lo referente al Tepanecapan terrestre y al papel directi­
vo de Tlacopan en la producción maicera del Valle de Toluca implica
reparar en el cambio que procuraba imponer el grupo hegemónico
tenochca: de la primera etapa otomiana de cosecha —la de los elotes—
a la segunda etapa de la siega, la del grano maduro. Es quizá por ello que
no es tan obvio el significado de algunos aspectos del dios enmascara-
do del fuego. Al respecto, López Austin apunta una cuestión nodal:
debajo “de la máscara de Tlaloc ya no está la faz arrugada del dios fa-

127
Beatriz Albores Zárate

Figura 1. Vista frontal superior del monolito del Dios enmascarado del fuego (López
Austin, 1985: 255, figura 2).

tigado” (viejo) del fuego, “sino una nueva, tersa, del dios por nacer”
(figura 1). Esta es, en mi opinión, la deidad que en la segunda parte de
la gran fiesta otomiana de los muertos cae, “el dios de la fiesta Xocotl
uetzi” que —como indica Seler (1908-1923, v. II: 1039)— es “el que
en esta fiesta tiene su caída, es decir, su nacimiento”. Es el nacimien-
to del dios Xócotl u Otontecuhtli; el dios es el fruto que nace y, como
hemos podido apreciar —a partir del análisis de Wake y de la infor-
mación etnográfica de la región que ocupó el Matlatzinco—, este dios
es el fruto tierno del maíz, el fruto inmaduro, verde; se trata, entonces,
del nacimiento de los elotes o, mejor dicho, del dios joven del maíz.
Y es esta deidad la que acompaña al glifo calendárico 11 ácatl (11
caña), que López Austin (1985: 263) menciona como el “símbolo
identificador más importante” del dios enmascarado del fuego. “Des-
graciadamente —anota el autor—, desconozco su significado.” “Per-
tenece a la trecena 1 calli [abunda López Austin, con base en Sahagún]
que marcaba con formas violentas de muerte a los que en ella nacían,
incluida la muerte en la hoguera; pero esto no es suficiente.” Sahagún

128
Matlatzincas y tenochcas

Figura 2. Trecena 1 calli (1 casa) o décimo


quinto trecenario (signo 1 calli: Ce calli).
Día 11 ácatl (11 caña) o día onceno, con
Cintéotl como dios acompañante, página
XV del Códice Borbónico (1980).

(2000, t. I: 400) también señala otro destino: el de quien “muriría en


la guerra o sería en ella captivo”.
En relación con lo anterior, si vemos la página 15 del Códice Bor-
bónico (1980) —que corresponde a la trecena 1 calli (1 casa) o décimo
quinto trecenario (Paso y Troncoso, 1980: 74-75)—, observamos que
es Cintéotl el dios acompañante del día onceno, cuyo glifo es 11 ácatl
u 11 caña (figura 2). Lo mismo se aprecia en la página 22 de ese códi-
ce, relativa a la cuarta indicción (Tla’lpilli) de la cuenta de los años
(Paso y Troncoso, 1980: 93), la cual corresponde a la serie de 13 años
—que está presidida por el año 1 calli (1 casa)—, en la que el año 11
ácatl (11 caña) está acompañado por el dios Cintéotl (figura 3 y cuadro

129
Beatriz Albores Zárate

Figura 3. Cuarta indicción (Tla’lpilli) de la


cuenta de los años. Serie de trece años presidida
por el año 1 calli (1 casa). Año 11 ácatl (11
caña) con Cintéotl como dios acompañante,
página XXII del Códice Borbónico (1980).

3). Así, el dios velado, cubierto por las anteojeras de Tláloc (el que
está debajo del dios enmascarado del fuego) es el joven dios del maíz,
el fruto tierno, el elote; el que nace en la gran fiesta otomiana de los
muertos.
Un dato significativo se refiere a la correspondencia del atavío de
la deidad y de los guerreros, y a que ambos simbolizan “las mazorcas
jóvenes”: los elotes, como vimos. Los atuendos son de papel, según
ya Wake lo mencionó. De hecho, al mismo tronco del árbol —el
pino, como lo ha precisado Carrasco, o Xócotl— le ponían papeles,
a modo de cabellos, a semejanza de los que le colocaban a la imagen
del dios. Así, Sahagún (2000, t. I: 224, 225) indica que los sacerdotes
o “sátrapas [aderezaban], componían el árbol con papeles […] con

130
Matlatzincas y tenochcas

Cuadro 3
Serie de trece años de la cuarta indicción

Tercera indicción Cuarta indicción


1 Tékpatl, con Xiuhteuktli 1 Kalli, Piltçitçintéotl
2 Kalli, Tlaçoltéotl 2 Toxtli, Xiuhteuktli
3 Toxtli, Miktlantéotl 3 Akatl, Tlaçoltéotl
4 Akatl, Itçtli 4 Tékaptl, Cintéotl
5 Tékpatl, Tláloc 5 Kalli, Itçtli
6 Kalli, Xalxiuitl ikue 6 Toxtli, Tepeyóllotl
7 Toxtli, Piltçitçintéotl 7 Akatl, Xalxiuitl ikue
8 Akatl, Xiuhteuktli 8 Tékaptl, Piltçitçintéotl
9 Tékaptl, Tlaçoltéotl 9 Kalli, Tláloc
10 Kalli, Miktlantéotl 10 Toxtli, Tlaçoltéotl
11 Toxtli, Itçtli 11 Akatl, Cintéotl
12 Akatl, Tepeyóllotl 12 Tékaptl, Itçtli
13 Tékpatl, Xalxiuitl ikue 13 Kalli, Tepeyóllotl
* (Tla’lpilli), presidida por 1 calli o “1 Kalli ” (1 casa) con sus “acompañados” respectivos (Paso y
Troncoso, 1980: 93). Año 11 ácatl u “11 Akatl ” (11 caña) con Cintéotl (“Çintéotl”) como dios
acompañante.

gran solicitud y bollicio [y, también], componían de papeles [a la]


estatua como de hombre”; papel que “era todo blanco, sin ninguna
pintura ni tintura”. En efecto, poníanle a la estatua “en la cabeza unos
papeles cortados como cabellos, y unas estolas de papel de ambas par­
tes, desde el hombro derecho al sobaco izquierdo, y desde el hombro
izquierdo al sobaco derecho [Y] también un maxtle de papel”. Igual-
mente, el autor señala que “los captivos llevaban el cuerpo teñido de
blanco, y el maxtle con que iban ceñidos era de papel. Llevaban
también unas tiras de papel blanco, a manera de estolas, echadas
desde el hombro al sobaco [y] unos cabellos de tiras de papel cortadas
delgadas”.
Con respecto a lo anterior es sugerente que el atuendo de la deidad,
el del tronco del árbol y el de los guerreros fuera, además, similar al de
Nanahuatzin —deidad que se transformó en el Sol—, como se lee en
Sahagún (2000, t. II: 695): “al buboso, que se llama Nanahuatzin,
tocáronle la cabeza con papel, que se llama amatzontli, y pusiéronle
una estola de papel y un maxtli de papel”. Pareciera que los tres —dei-

131
Beatriz Albores Zárate

dad (tronco del árbol), guerreros y Nanahuatzin— simbolizan elotes.


De manera que, en la fiesta otomiana, los guerreros, hechos de masa
de maíz tierno —elotes— se transforman, como Nanahuatzin, en el
Sol-Otontecuhtli y, a su vez, esta deidad nace como fruto del maíz
tierno. El medio por el que se llevan a cabo las transformaciones es,
como lo indicó López Austin, la acción del fuego. Como comida del
dios solar, el guerrero debe morir en la hoguera —durante el sacrificio,
antes mencionado, que era “característico” de los tepanecas (Carrasco,
1950: 206)— para resucitar como Sol-Otontecuhtli. A la inversa, el
Sol-Otontecuhtli regresa a través de los guerreros como comida de los
humanos y debe morir en el fuego del hogar para nacer o renacer como
ser humano; por eso en la ceremonia —que narra Ponce de León— y
en las fiestas —que en nuestros tiempos se efectúan en la región que
ocupó el Matlatzinco— se come asado el fruto tierno del maíz. Deidad
y Hombre son de maíz tierno, el joven dios del maíz.

El paraíso terrenal. Un entorno lacustre de altura


con volcanes nevados

La importancia del maíz tierno, por cuya cosecha los tenochcas expre-
saron opiniones despectivas sobre los otomianos y aun los estigmati-
zaron por no guardar la cantidad de maíz maduro que consideraban
era la debida, no parece responder sólo a la “gran afición de los otomíes”,
y otomianos en general, “a los alimentos hechos de maíz tierno”, como
lo indica Carrasco (1950: 49). El autor, al comentar los señalamientos
de Sahagún —a los que antes me referí— menciona que éste “pone
entre” los “defectos” de los otomianos “que antes de que maduren las
mazorcas se acaban las sementeras por comerse los jilotes y hacer
tortillas y tamales de elote. Cuando los españoles huían de México
después de la noche triste fueron acogidos por los otomíes de Teocal-
hueyacan”, quienes “les obsequiaron con jilotes cocidos, elotes verdes,
elotes cocidos y asados, tortillas de elote y tamales de elote”.
La trascendencia —agrícola, ritual y de la forma de conceptuar el
mundo— del maíz inmaduro tampoco parece provenir, por entero, de
la postura filosófica otomiana, según lo transmitido por Sahagún (1946,

132
Matlatzincas y tenochcas

t. II: 293-294) en cuanto a que, después de “que habían comido bebían


su vino, y así se comían en breve lo que habían cogido de su cosecha,
y decían unos a otros, gástese todo nuestro maíz, que luego daremos
tras yerbas, tunas y raíces”; expresión que más parece aludir a la gran
importancia que tenía la recolección, como en general las actividades
no agrícolas, en la economía otomiana. Y, añade el autor: “decían que
sus antepasados habían dicho que este mundo era así, que unas veces
lo había de sobra y otras veces faltaba lo necesario”.
La cantidad cosechada y el consumo del maíz tierno les valió a los
otomianos el calificativo estigmatizante de los tenochcas, con lo que
menciona Sahagún (2000, t. II: 963), de animal: “del que en breve se
comía lo que tenia, se decía y por injuria que gastaba su hacienda al
uso y manera de los otomites, como si dixeran dél que bien parecía ser
animal”. Mas tal opinión parece expresar, como hemos visto, una
forma de presión de los tenochcas, a fin de que los otomianos dejaran
madurar mayor cantidad de maíz para cosechar y almacenar un exce-
dente considerable de las mazorcas macizas. Al respecto, una mención
de Heath (1972: 20), sobre la situación lingüística, es sugerente: las
“tribus cuya lengua vernácula no era el náhuatl, padecían menoscabo
en cuanto a prestigio y privilegios. No sólo no les era permitido tomar
parte en las decisiones administrativas del Imperio, sino que les era
igualmente imposible evitar el desprecio de los nahuatlacas.”
Ahora bien, el señalamiento de Sahagún —relativo a que los oto-
mianos se acababan todo su maíz— resulta exagerado, puesto que el
mismo autor (2000, t. I: 960, 964, 965, 967) anota que los otomíes
“tenían sementeras y troxes”; que “para desgranar el maíz, echan los
dichos matlatzincas en una red las mazorcas, y ahí las aporreban para
desgranar” y que “en su tierra hácese el maíz [maduro] tostado que
llaman mumúchitl, que es como una flor muy blanca cada grano”. De
los mazahuas indica que “sus tortillas eran del grandor de un codo en
redondo”, las cuales, “calientes”, las comían con “axí”. También Ca-
rrasco (1950: 49-53) menciona numerosas formas en las que los oto-
mianos preparaban el maíz maduro. Además, guardar granos maduros
de maíz era fundamental para usarlos después como simiente. Por ello,
no puede tomarse al pie de la letra la mención que hace Sahagún ni
la postura filosófica de los propios otomianos.

133
Beatriz Albores Zárate

El corte intensivo de elotes —y, en parte, de jilotes— parece ha-


berse debido, por un lado, a que la producción maicera era muy abun-
dante, como ya vimos, y a que los otomianos hacían un elevadísimo
uso complementario de los recursos no agrícolas, a través de la caza,
la recolección y la pesca. Así, al referirse a la zona central o lacustre
de la región que ocupó el Matlatzinco en las primeras décadas del siglo
xx, Bataillon (1972: 34) anota que la

topografía volcánica [de esa zona], toda reciente, se halla intacta, [su] centro
está ocupado por los tintes pardos y los reflejos brillantes de las manchas la-
custres, al norte y al sur de Lerma. Grandes [tulares] pueblan los pantanos de
las márgenes, e hileras de mimbres de ramas púrpuras y bosquecillos de abe-
dules grises disimulan una parte de las lagunas.

Y concluye que “las llanuras bajas que bordean este sector húmedo se
extienden sobre todo al oeste, en la ladera del Nevado de Toluca;
llanuras bien desecadas”, no obstante la presencia de cursos de agua,
“pues el suelo y el subsuelo están compuestos de cenizas porosas. La
explotación de estas hermosas tierras es monótona: el maíz cubre casi
todo con tupido manto”.
Mas, por otro lado, la siega amplia de los elotes también debió
responder a una consideración fundamental: los riesgos que podían
correr los cultivos al ocurrir una o más heladas tempraneras, por ubi-
carse los terrenos de labor en las altas y frías tierras del Matlatzinco,
y, en cuanto a los de la zona central de éste, por tratarse de un entor-
no lacustre de altura con volcanes nevados. De manera que, una vez
logrado el mayor desarrollo de las mazorcas verdes, era aventurado
dejarlas casi en su totalidad en la planta hasta que alcanzaran su plena
madurez, debido a que el acaecimiento de alguna helada —antes de
que el grano estuviera macizo— podía dañar al fruto y aun llegar a
acabar con el plantío.40 Es decir, que el corte amplio de los elotes se
habría efectuado, en buena medida, con base en el profundo conoci-
miento del entorno natural.

40
De acuerdo con la tradición oral de la zona lacustre del antiguo Matlatzinco, el 8 de
septiembre —fiesta de la Natividad de la Virgen— puede caer la primera helada.

134
Matlatzincas y tenochcas

Por ello, el paisaje maicero por excelencia de los otomianos debió


corresponder al de la milpa en pleno verdor, cuando los campos de
cultivo del antiguo Matlatzinco se encontraban en la etapa de cosecha
de los elotes. En cuanto a lo anterior, es de particular importancia que
los elotes puedan conservarse, según información disponible, hasta un
año después de su corte, secándolos mediante el calor del fuego. Al
respecto sólo contamos, por ahora, con datos etnográficos, si bien
parece probable que se emplearan formas de conservación del elote
desde tiempos mesoamericanos.
Algunos de esos datos provienen de la región que ocupó el Matlat­
zinco, particularmente del área del volcán Jocotitlán —perteneciente
a la zona norteña de aquella región— (René Dávila, comunicación
personal) y de Temascaltepec (Etna Pascacio, comunicación personal),
municipio —de la zona meridional— donde habitan los últimos ha-
blantes de matlatzinca. También tenemos datos de otras regiones de
la antigua Mesoamérica, como son, entre otros, los relativos a dos
pueblos de Chiapas: los tzotziles de Huistán (Fauto Bolom Ton, comu-
nicación personal) y los tojolabales de Saltillo, del municipio de
Margaritas (Otto Schumann, comunicación personal). En algunas
regiones, los elotes tratados pueden conservarse hasta un año después
de su siega; por ejemplo, entre los maya-yucatecos de Dzitás se cuece
el fruto tierno del maíz en horno subterráneo —el pibinal, de pib, “co-
cimiento bajo tierra”, y nal, “elote”— y se deshidrata con posterioridad
(Francisco Rivas Cetina, comunicación personal).41 Rivas Cetina

41
De acuerdo con Francisco Rivas Cetina (comunicación personal), el pibinal se obtiene
mediante la cocción del elote “durante tres días al calor de las brasas de carbón en el
horno de tierra”; una vez cocido, el elote “puede guardarse por un año, según lo que he
observado en algunas familias de Dzitás. Esto se logra con la deshidratación del elote ya
cocido y sin retirarle la hoja (llamada joloch)”: se cuelgan los pibinales, “amarrándolos de
las primeras hojas del joloch en un madero atravesado sobre el fogón —donde se cocina
en las casas indígenas— a una altura de metro y medio a dos metros”. La “deshidratación
suele durar una semana y, después, los elotes se guardan en una pita o costal en un rincón
de la cocina, pero cerca del fogón para evitar que se apolillen, les entre el gorgojo o los
consuma el ratón. Su almacenamiento en estas condiciones puede durar hasta el siguien-
te año, cuando se consigue pibinal fresco”. Para consumir el pibinal deshidratado primero
se remoja durante dos horas, a fin de “retirar el moho naranja que le brota durante su
almacenamiento y, posteriormente, se rehidrata con agua hirviendo”.

135
Beatriz Albores Zárate

indica que el pibinal está asociado a los “rituales de agradecimiento por


la cosecha obtenida. Los frutos verdes más grandes y del primer corte
se cuecen en ‘pib’. Es probable que este conocimiento esté en desuso,
pero el hecho de que algunas familias lo practiquen es un indicador
del conocimiento transmitido por generaciones”. No obstante lo an-
terior, concluye Rivas Cetina, “en la actualidad es común encontrar
el pibinal fuera de su contexto ritual y se comercializa en distintos
meses y en diferentes mercados”, como el del pueblo yucateco de Dzan
(Andrés Medina, comunicación personal). Además de hidratar los
pibinales para su consumo, como lo señala Rivas Cetina, el elote “hor-
neado bajo tierra”, para el ritual del k’ub que efectúan los mayas de
Yucatán, sólo se pela y se tuesta en brasas “y ya se puede comer”, según
lo menciona Narciso Tuz Noh (comunicación personal). Este último
refiere que “otra de las maneras de conservar el maíz tierno de manera
natural es hacer tortillas llamadas iis waaj o tortillas de maíz tierno
delgaditas o gorditas; las delgaditas se pueden conservar hasta por tres
o seis meses sin que se descompongan, sólo es cuestión de calentarlas
en las brasas del fogón para comerlas”. Por lo anterior, cabe suponer
que los otomianos del Matlatzinco guardarían una parte de los elotes
cosechados para consumirlos con posterioridad.
De manera que la propuesta de López Austin (1985: 279) —rela-
cionada con la excan tlatoloyan, el tribunal de tres cabezas— de un
Tlacopan (del Tepanecapan) como “la capital del inframundo” con-
cuerda con el paisaje de la zona lacustre cuando la milpa, toda verde,
está colmada de elotes. Y es ese el paisaje —relativo a la mitad lluvio-
sa del año— que pertenece al sector nocturno del mundo y a las dei-
dades de la tierra y de la lluvia, del viento y de la noche; es ese el
paisaje que, enmarcado por el gran volcán Nevado de Toluca y la
antigua laguna de Lerma, corresponde al concepto amplio del Tlalocan.
De acuerdo con Sahagún (2000, t. I: 330),
el Paraíso Terrenal que se nombra Tlalocan [es] en el cual hay muchos rego-
cijos y refrigerios, sin pena ninguna. Nunca jamás faltan las mazorcas de maíz
verdes, y calabazas y ramitas de bledos, y axí verde, y xitomates, y frisoles
verdes en vaina, y flores. Y ahí viven unos dioses que se dicen tlaloque […] Y
ansí decían que en el paraíso terrenal que se llamaba Tlalocan había siempre
jamás verdura y verano.

136
Matlatzincas y tenochcas

Se trata del paisaje de una variante del Tlalocan relativo a un tipo de


entorno muy alto y frío, al que los antiguos habitantes del Matlatzin-
co, en particular los de su zona central, debieron adaptar el cultivo del
maíz de temporal y aprovechar al máximo los recursos de recolección,
de caza y de pesca, todo lo cual se articuló en un entramado, de raíces
milenarias, que conocían muy bien los otomianos de esa región.
Por ello, es posible entender la férrea resistencia de los otomianos
frente al cambio económico-cultural que implicaba la nahuatlización
que, aun a la llegada de los españoles, imponían los mexica-tenochcas.
Éstos, habiendo provenido de las tierras secas del norte, “dirigentes de
las conquistas en la triple alianza, tenían por dios al Sol, el gran gue-
rrero” —señala López Austin (1985: 279)—, por lo que, continúa el
autor citando a Serna, su principal fiesta se ofrecía al “Sol, porque era
el primer dios a quien los culhuas reverenciaron, y traían su origen de
sus antiguos fundadores del estado de los culhuas”. Así, por razones
ideológicas, el Estado tenochca, a partir de la conveniencia de cosechar
el grano macizo del maíz, estigmatizó a los otomianos por el corte y el
consumo excesivos de los elotes.

Conclusiones

Llegamos al final de este ensayo, sobre un caso de diversidad cultural


y unificación en el contexto mesoamericano, relativo a los matlatzin-
cas, de la zona lacustre de la antigua jurisdicción otomiana del Ma­
tlatzinco, y a los tenochcas, de la aledaña cuenca de México. Como
hemos visto, ciertas opiniones despectivas acerca de los otomianos
—transmitidas sobre todo por Sahagún— parecían responder sólo a
una actitud etnocéntrica de los nahuas de la cuenca de México o a su
visión de las diferencias culturales. Algunas de éstas comprendían
prácticas agrícolas y no agrícolas que, a partir de las opiniones men-
cionadas, resultaban más obvias que otras: concretamente, el signi­
ficado básico de la principal veintena del calendario otomiano que los
mexicas habían incorporado al suyo. Tal significado no se mencionaba
de manera explícita en las descripciones de las fiestas de las veintenas
correspondientes y no mostraba, a primera vista, tener relación con

137
Beatriz Albores Zárate

aquellas prácticas económicas de los otomianos. Sin embargo, en


conjunto, esas opiniones apuntaban a un proceso intencional de uni-
ficación (homogeneización) cultural generado por el Estado tenochca,
que comenzó con una acción bélica. Esto ocurrió en el siglo xv, cuan-
do los tenochcas —encabezando la cabeza de la Triple Alianza— in-
vadieron la jurisdicción otomiana del Matlatzinco y emprendieron el
dominio de sus pobladores, mediante reiteradas campañas armadas y
un proceso de nahuatlización que proseguían a la llegada de los espa-
ñoles, en el siglo xvi.
Así, la visión nahua de la cosecha del maíz entre los otomianos fue
utilizada contra éstos por el Estado tenochca como uno de los meca-
nismos de presión, a fin de obtener beneficios tributarios más acordes
con su proyecto de expansión imperial, que se efectuó, básicamente
por la vía armada. La manera ofensiva de señalar esas divergencias
deja entrever el interés político-económico por el que los invasores
procuraban borrarlas, modificarlas o adaptarlas, con la intención de
imponer una relativa homogeneidad cultural, a fin de articular a los
pueblos del Matlatzinco.
Este caso ejemplifica parte de uno de los procesos entre otros pro-
bables o posibles, como los ocurridos en tiempos previos, así como sus
causas y sus alcances para adecuar diferencias mediante mecanismos
entre los que se cuenta la estigmatización, además de la guerra. Son
diferencias que, constituyendo matices, variantes o gradaciones dentro
de un mismo patrón o aun aspectos y rasgos de distinto origen, llegaron
a incorporarse en el entramado cultural que unificó a los pueblos
mesoamericanos. ¡Qué impresionante hazaña, tan dramática: integrar,
culturalmente, a pueblos de la inmensa región hoy conocida como
Mesoamérica!

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146
Mesoamérica vista desde la etnografía
Reflexiones críticas y propuestas

Catharine Good Eshelman*

Subrayamos la importancia de manejar un concepto analítico del área


cultural para sintetizar la investigación etnográfica e histórica. La al-
ternativa que se plantea en este texto es buscar una nueva estrategia
para delimitar esta área, inspirada en los avances logrados por inves-
tigadores en otras regiones de Latinoamérica. Por consiguiente, aquí
analizamos brevemente cómo se han formulado los conceptos de área
cultural en el Caribe y en los Andes, basados en procesos dinámicos
y no en rasgos descriptivos y estáticos; estos casos pueden sugerir a los
investigadores de Mesoamérica otras posibilidades para concebir la
unidad y la diversidad que encontramos en la actualidad e histórica-
mente. De esta forma, el presente artículo está dividido en tres partes:
la primera retoma el debate sobre el uso del concepto de Mesoaméri-
ca, la segunda considera diferentes procedimientos para definir los
áreas culturales, y la tercera señala algunas características fundamen-
tales que descubrimos en el trabajo etnográfico.

La polémica sobre el concepto Mesoamérica

A mi parecer la preocupación por el paradigma de Mesoamérica1 que


expresaron algunos colegas (Neurath, 2007; Millán, 2007) surge del

* División de Posgrado. Escuela Nacional de Antropología e Historia.


1
Good (2007a) introduce un grupo de artículos sobre el paradigma de Mesoamérica
(Broda, 2007; Barabas, 2007; Robichaux, 2007; Good, 2007b) y señala que los siguientes
problemas de análisis surgen del concepto de Mesoamérica (véase también Good, 1993),

147
Catharine Good Eshelman

nuevo clima para la investigación social. Existe cierta urgencia por


replantear las metas para la antropología en el México neoliberal y
por desarrollar herramientas teóricas más adecuadas para estudiar las
sociedades indígenas en el siglo xxi. Esto puede incluir el uso de enfo-
ques propuestos en otras regiones etnográficas, siempre y cuando se
adecuen a los contextos específicos de nuestra región. En otros escritos
(Good, 1993; 2007b) traté algunas inquietudes sobre el concepto
original de Mesoamérica, cómo fue formulado, y sus implicaciones
tanto en teorías de la cultura y la historia como en antropología.
La polémica sobre Mesoamérica revela serias inquietudes sobre los
usos de la historia, especialmente el énfasis excesivo en la sociedad
prehispánica como punto de partida para entender a los indígenas
actuales, ya que esta perspectiva se asocia con los objetivos de la an-
tropología mexicana en el proyecto del Estado revolucionario duran-
te el siglo xx. Institucionalmente las observamos, por ejemplo, en el
Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah), donde la in-
vestigación arqueológica ha sido dominante, recibiendo mucho más
apoyo que las otras especialidades de la antropología. Se observa tam-
bién en el diseño mismo del Museo Nacional de Antropología donde,
como muchos asistentes han comentado, las salas etnográficas están
ubicadas en el segundo piso y la museografía privilegia las civilizacio-
nes prehispánicas. Hasta muy recientemente el estudio del indígena
histórico, y de las grandes civilizaciones prehispánicas, ha sido prio-
ritario, sobre el estudio del indígena actual. Una de las aportaciones
centrales del proyecto Etnografía de las Regiones Indígenas de Méxi-
co en el Nuevo Milenio ha sido su gran impulso a la investigación
etnográfica de largo plazo en toda la República dentro del inah. Las
sensibilidades que existen entre los etnógrafos que nos dedicamos al
estudio de las sociedades indígenas actuales se deben en parte al peso
tan fuerte del pasado prehispánico en la percepción de las culturas
indígenas modernas en México y en la definición de Mesoamérica
como término científico.

entre ellos: la relación entre la etnografía y la historia; la dificultad de teorizar el cambio,


las rupturas y las continuidades en la cultura; el reto de realizar etnografía profunda y a la
vez sintetizar a partir de casos empíricos; la urgencia de abordar innovaciones locales
dentro de relaciones de poder globales.

148
Mesoamérica vista desde la etnografía

Estos problemas no se resuelven mediante el abandono de los refe-


rentes históricos; más bien, nos invitan a preguntarnos cómo usar la
historia y a considerar qué tipo de historia usar para abordar los casos
que nos interesan. Además de cuestionar el énfasis desproporcionado
sobre las civilizaciones prehispánicas, también podemos señalar una
serie de prácticas comunes en el estudio histórico de los pueblos indí-
genas, que distorsionan sus resultados.2 Entre éstas está el procedimien-
to habitual de tomar las culturas prehispánicas como las expresiones
más auténticas y sofisticadas de las culturas indígenas, y de considerar
los grupos actuales como remanentes de una grandeza perdida. Esta
perspectiva ve las culturas contemporáneas en función de su pasado:
se legitiman como materia de investigación principalmente por la
presencia de “rasgos antiguos”. Cabe recordar que las prácticas que
observamos hoy forman parte de una cultura integrada y coherente para
las personas que la encarnan y la viven: son modernas y actuales. Al
respecto, compartimos el punto de vista de Sydney Mintz, quien ha
trabajado el estudio histórico y etnográfico de las culturas afroamerica-
nas, cuando afirma:
La historia de una habilidad, artefacto, creencia, planta o comida específica
no es lo mismo que su utilización y los significados simbólicos que tiene para
los miembros de una sociedad con continuidad histórica. La cultura tiene
“vida” porque su contenido sirve como recurso para las personas que la em-
plean, la cambian, la viven. Los seres humanos enfrentan las exigencias de
la vida cotidiana por medio de sus habilidades de interpretación e innovación,
y su capacidad de manejar simbolismo, no al petrificar sus formas de compor-
tamiento, sino al usarlas creativamente. Completamente al margen del
problema de los orígenes históricos, […]…tales orígenes son mucho menos
importantes que el uso creativo, continuo, que se hace de las formas, no
importa su origen, y los usos simbólicos que se las imparta (Mintz, 1974: 19-
20, mi traducción. C.G.M).

Hay otra consecuencia de asumir las culturas prehispánicas como


máxima expresión o la medida de “autenticidad” de las culturas indí-

2
Obviamente no todos los investigadores en nuestra área han caído en las prácticas que
estamos criticando aquí; son tendencias generalizadas en el análisis social del área meso-
americana.

149
Catharine Good Eshelman

genas mesoamericanas. Las innovaciones logradas en la dinámica de


la reproducción social durante los últimos 500 años, los cambios y las
adaptaciones creativas quedan excluidas como expresiones de la cul-
tura mesoamericana. Habitar un territorio que había sido invadido por
los europeos o haber sobrevivido a las embestidas de un régimen colonial,
y después de la nación-Estado, no descalifica a los grupos contempo-
ráneos como expresiones válidas de una tradición indígena. Los pueblos
actuales existen gracias a su capacidad de negociar con los poderes
dominantes en diferentes coyunturas históricas y mantener una cul-
tura propia, diferenciada de la hegemónica. Medir su grado de “pureza”
o autenticidad en términos de retención de rasgos formales obedece a
una lógica política, pero no analítica. Alegar que los pueblos hoy no
son indígenas “verdaderos” justifica el despojo de sus recursos y patri-
monio cultural.
Hace falta distanciarnos también de otros procedimientos mecánicos
del uso de la “historia” en el estudio de las culturas indígenas del área
cultural mesoamericana. Entre ellos podemos mencionar la costumbre de
partir siempre del pasado y moverse hacia el presente, y la suposición
de que hacer “historia” consiste en ordenar datos cronológicamente.
Sugiero abordar la historia más bien como el estudio de procesos de
transformación, o del campo temporal donde se despliegan estrategias
de reproducción o creación cultural, y la transmisión de conocimien-
tos y formas de organización colectiva. Podemos definir problemas de
análisis histórico desde la etnografía, en lugar de ver la etnografía como
complemento del estudio histórico. En este caso, es preciso manejar
una teoría de la cultura que enfatice relaciones y procesos a través del
tiempo, y no formas y estructuras estáticas (Good, 2004).
Finalmente, habría que hacer una reflexión más antropológica
sobre nuestro uso de la historia en cuanto a la lectura que hacemos de
las fuentes. Se pueden analizar a partir de la problematización antro-
pológica de los datos y generar historia etnográfica (véase Ortner, 2006;
Rappaport, 1990; 1994; Good, 2007c). También propongo examinar
cómo los grupos que estudiamos entienden su propia experiencia his-
tórica y construyen la conciencia de su historicidad como pueblos;
estas teorías locales de la historia son muy distintas de la visión de la
historia occidental que define el campo en el medio académico.

150
Mesoamérica vista desde la etnografía

El concepto original de Mesoamérica se vio limitado para abordar


el estudio del cambio cultural (Good, 1993; 2007b); aquí sólo comen-
taré brevemente algunos requerimientos estratégicos con respecto al
área cultural (véase Good, 2004). Todos sabemos que los etnógrafos
que trabajan en México adoptaron la clásica definición de Kirchhoff
(1943; Medina, 2007); ésta se basaba en una lista de rasgos encontra-
dos por los arqueólogos en las civilizaciones prehispánicas. En un
método desafortunado para el estudio de la cultura y el cambio, la
presencia o la ausencia de estos rasgos delimitaban el área mesoame-
ricana. Kirchhoff ofreció su breve artículo como una propuesta para
discutir, no como un modelo acabado, y obviamente reflejaba el esta-
do de los debates en la antropología americanista en la primera mitad
del siglo xx.3 Esta tradición partía de una visión esencialista de la
cultura, ya ampliamente criticada (entre otros, véase Geertz, 1973;
Wolf, 1982; Mintz y Price, 1989; Ortner, 2006). Consideraba la cul-
tura como algo tangible, como una “cosa”, que “tienen” las personas,
y asumía que cada grupo “posee” una cultura diferente. Con base en
estas suposiciones, la etnografía se convirtió en una tarea de describir
y clasificar, empeñada en documentar rasgos formales y ubicar casos
empíricos dentro de esquemas generalizadores: las áreas culturales
sirvieron para organizar la diversidad de acuerdo a presencias y ausen-
cias de elementos descriptivos.
Delimitar Mesoamérica en términos descriptivos y considerar la
etnografía como una actividad taxonómica encajaba con el proyecto
y la ideología política de la Revolución Mexicana con respecto a los
indígenas; hay que recordar que la visión oficial también definió las
metas del trabajo etnográfico en el país de 1930 a 1950. Desde el
punto de vista del Estado nacional de esta época, había que “integrar”
al indígena en la cultura nacional y el “progreso” se medía de acuerdo
a la presencia o la pérdida de “rasgos indígenas”, en un tipo de tránsi-
to lineal entre el ser indígena y ser “mestizo,” entendido este último
como parte de la “cultura nacional”. La inevitable “aculturación” del

3
Quiero aclarar que mi intención no es criticar a Kirchhoff, cuyo pensamiento es mucho
más complejo y rico de lo que señalo aquí; me refiero al mal uso que se ha hecho de sus
propuestas por parte de los etnógrafos e historiadores.

151
Catharine Good Eshelman

indígena constituía un tipo de “narrativa maestra” que dominaba la


historia oficial de México.
En el mismo contexto surgió la idealización de las grandes civiliza-
ciones prehispánicas como la más alta expresión de la cultura indíge-
na, mientras el indígena contemporáneo era percibido como una
sombra de la grandeza perdida, o bien, como portador de una cultura
adulterada, destinado a desaparecer, pasivamente esperando el “pro-
greso y civilización” (cfr. Farriss, 1983; Bonfil, 1987). Desafortunada-
mente, muchos investigadores confundieron la ideología oficial y el
discurso político del Estado nacional con las categorías analíticas
cientificas (véase Good, 1993).

Conceptos alternativos de un área cultural

En mi propio trabajo sigo ubicándome en Mesoamérica, pero con otros


referentes; coincido con los colegas que argumentan a favor de la
utilidad del concepto de Mesoamérica (Barabas, 2007; Broda, 2007;
López Austin, 2007; Medina, 2007; Robichaux, 2007) para sintetizar
y comparar dentro y fuera de la región, trascender lo anecdótico y
trazar históricamente procesos culturales. Por eso planteamos la si-
guiente pregunta: ¿cómo podemos definir Mesoamérica de una mane-
ra útil para los etnógrafos, que permita entender la cultura de manera
integral, dinámica, con una perspectiva histórica más sofisticada?
Obviamente otros investigadores han propuesto caracterizaciones
distintas de Mesoamérica; entre ellos podemos mencionar a Eric Wolf
(1957), Pedro Carrasco (1976, 1978) y Alfredo López Austin (2001).
Pero considero que la influencia de Kirchhoff ha dominado la pers-
pectiva de los etnógrafos y los arqueólogos.
La etnografía de otras regiones del mundo, sobre todo la de los
Andes, el Caribe y Melanesia, ha influido en mi investigación en
México (Good, 1993). He tomado como ejemplo las propuestas de dos
de mis maestros, John Murra, quien dedicó su vida a la región andina,
y Sydney Mintz, el distinguido especialista en el Caribe y las culturas
afroamericanas. Ambos establecieron sus respectivas regiones como
áreas etnográficas reconocidas internacionalmente en la antropología,

152
Mesoamérica vista desde la etnografía

y sus propuestas ayudan a repensar el concepto de Mesoamérica y


definir otros ejes para delimitar nuestra región. Igualmente, de acuer-
do a los intereses de los investigadores, se puede hacer una nueva in-
terpretación del área con base en las propuestas de los autores clásicos.
Como ejercicio de reflexión, señalamos a continuación algunas ideas
que surgen de la lectura de estos investigadores reconocidos por sus
trabajos sobre otras regiones.
La obra magistral de Murra (1975, 2004) explora la estructura
política y económica de las sociedades andinas y del Estado inca (1978)
basada en el análisis de fuentes etnohistóricas del siglo xvi. Él identi-
ficó las características excepcionales de las sociedades andinas y enfa-
tizó lo que distinguía a los Andes de otras regiones etnográficas, en
lugar de lo que compartía con ellas. Por ejemplo, Murra insistía en que
la presencia en sí de un Estado no es muy explicativa, ya que surgieron
estados agrarios en muchas partes del mundo. Más bien le interesaba
la lógica social y política detrás de la organización del Estado, como
expresión de principios culturales andinos únicos, compartidos por
todos: campesinos, señores étnicos locales y elites gobernantes. Esta
lógica consistía en estrategias particulares para aprovechar el medio
ambiente, en la recaudación de tributo en trabajo humano pero no en
especie, y en la circulación de bienes por medio de relaciones sociales.
Murra preguntaba cómo los pueblos andinos se movilizaban social
y políticamente para prosperar en un medio ambiente único; elaboró
las definiciones de “archipiélago vertical” y “complementariedad eco-
lógica” para explicar la solución andina4 a esta ecología tan particular.
Además, descubrió que los señores étnicos y el mismo Estado inca
recibían “tributo” en energía humana de las poblaciones sujetas, pero
no en bienes producidos con los recursos domésticos. Finalmente, al
notar la marcada ausencia de moneda, comercio y mercados,5 Murra
analizó detenidamente las relaciones de reciprocidad y redistribución

4
Consistía en la ocupación simultánea, permanente, de diversos pisos o nichos ecológicos,
en asentamientos geográficamente dispersos; los colonos pertenecían a un mismo grupo
étnico-político que mantenía un centro rector en la sierra alta.
5
Murra subrayó dos diferencias entre Mesoamérica y los Andes: en Mesoamérica existía
tributo en bienes junto con tasaciones de tributo en trabajo y la circulación de bienes se
lograba por tratos comerciales, mercados y comerciantes especializados.

153
Catharine Good Eshelman

que permitían el movimiento de productos entre todos los niveles y


sectores (véase Good 2007d, para una discusión más detallada del
trabajo de Murra y sus aplicaciones a la investigación en Mesoamérica).
El otro autor que nos interesa aquí, Sydney Mintz (1974), caracte-
rizó el Caribe como área etnográfica a partir de varios procesos histó-
ricos y culturales compartidos; vio la unidad en ellos, no obstante que
conducían a diferentes resultados en las subregiones del Caribe, tan
marcado por una extraordinaria diversidad lingüística, racial y cultural.
Mintz argumentó que las culturas del Caribe nacieron de la expansión
colonial europea y del capitalismo incipiente: toda la región y los di-
versos grupos que hoy viven allí quedaron profundamente transforma-
dos por dos instituciones impuestas por los europeos: las plantaciones
tropicales, sobre todo las azucareras, y la esclavitud en gran escala de
millones de personas violentamente arrancadas de África (Mintz, 1985;
Price y Price, 2005; Wolf, 1982).
Mintz encontró otra característica singular: con la llegada de los
europeos la inmensa mayoría de población originaria se extinguió y
todo el Caribe recibió pobladores importados en olas sucesivas. Este
repoblamiento desató complejos procesos de creación cultural entre
personas y grupos procedentes de diferentes regiones de África, Euro-
pa, las Américas y Asia, que aportaban diversas herencias raciales,
lingüísticas y sociales. Los conceptos de etnogénesis y creolización han
servido para describir este fenómeno cultural caribeño, en el que la
acción colonizadora de los europeos condujo a la heterogeneidad y
diversidad pancaribeña.
Tanto en el caso de los Andes como del Caribe, los antropólogos
mencionados dieron poco peso a las características formales de las
culturas para delimitar y estudiar las áreas etnográficas, a diferencia
del concepto de “Mesoamérica”, formulado por Kirchhoff con base en
rasgos descriptivos. En el campo, los etnógrafos que trabajan en estas
dos regiones de Latinoamérica han podido explorar casos empíricos
con gran profundidad, utilizando modelos del área que permiten ubi-
car lo local en contextos amplios, abordar el cambio y vincular los
datos etnográficos con patrones históricos. Estos ejemplos demuestran
que hablar de una región o área cultural no necesariamente implica
simplificar, buscar denominadores comunes o pasar por alto la diver-

154
Mesoamérica vista desde la etnografía

sidad y la complejidad local. Es un ejercicio interesante considerar el


tipo de antropología que se desarrolla en áreas definidas por procesos
y relaciones en contraste con una delimitada por rasgos descriptivos.6

Propuestas para Mesoamérica

Debido en gran parte a la influencia de estos eminentes antropólogos-


etnohistoriadores, intenté desarrollar otra manera de definir Meso-
américa a partir de la investigación etnográfica, al identificar concep-
tos clave y principios organizativos que conforman una “lógica
cultural”. Este modelo fenomenológico generó y guió la acción social
(Good, 1993; 2005), y podemos ver en los datos etnográficos cómo los
principios inciden en las relaciones sociales y la vida ritual. Estos
conceptos son: una definición amplia de trabajo (o tequitl), un con-
cepto de fuerza (chicahualiztli) como energía vital que circula, la crea-
ción de redes de intercambio con base en el amor y el respeto (tlazo-
htlalistli, tlacaitalistli), y la conciencia de continuidad histórica propia:
“no rompemos el cordón (o los hilos)” (xticotoniskeh en el náhuatl
regional). Dichos conceptos los descubrí en el trabajo de campo al
estudiar cuidadosamente la organización económica, social, ritual y
las formas de expresión estética entre los nahuas del alto Balsas, Gue-
rrero. En este ensayo no profundizaré más sobre este modelo porque
ya he publicado varios textos donde se presenta en detalle (Good,
1994, 2005; véanse mis trabajos en Broda y Good, coords. 2004);
quiero, más bien, complementarlo con otras consideraciones.
Abajo destaco algunas características del pensamiento y la cultura
mesoamericanos, derivadas del estudio de la organización social, la
acción ritual, el manejo de los sistemas productivos y la historia.7

6
Podemos encontrar otros ejemplos en Oceanía y partes de África y Asia.
7
El planteamiento se basa en mis propios datos etnográficos y datos de alumnos del pos­gra­do
en Historia y Etnohistoria de la enah, en el trabajo de la línea de investigación “Cos­movisiones
y mitología” (Good y Alonso, 2007) del proyecto Etnografía de las Regiones Indí­genas de
México en el Nuevo Milenio, especialmente las exposiciones del Seminario Per­manente
de Etnografía Mexicana; la propuesta de Eduardo Viveiros de Castro (2008) so­bre tradi-
ciones filosóficas amerindias, distintas de la occidental, y las publicaciones de colegas.

155
Catharine Good Eshelman

Asumen los ejes del modelo fenomenológico, pero son más concretas
en cuanto a sus contenidos, aunque suficientemente generales para
aplicarse en diferentes contextos. Aquí estoy esbozando ideas nuevas
que requieren sistematización y discusión con colegas para afinarlas.
Como estrategia general con respecto al problema del área cultural,
damos mayor peso a los ámbitos que son de gran interés para la gente
con quienes trabajamos en el campo, hecho que confirman otros et-
nógrafos; estos son sus relaciones con entes sobrenaturales, el mundo
natural personificado y las continuidades históricas para asegurar la
productividad económica y la reproducción cultural. Por otra parte,
enfatizamos los aspectos únicos y distintivos de las cosmologías y las
formas de organización social y económica en Mesoamérica, en lugar
de buscar denominadores comunes con otras o aplicar aquí acrítica-
mente modelos de otras regiones. Hay que examinar colectivamente
el material histórico y etnográfico de nuestra área antes de poder en-
frentar las cosmovisiones, las teorías o las filosofías mesoamericanas
con otras —amazónicas, andinas, melanesias, africanas, etcétera.
1) En las culturas en Mesoamérica sobresale una conceptualización
particular del mundo natural como un ser vivo, que establece íntimas
relaciones de intercambio y dependencia mutua con el mundo social,
humano. Esta interdependencia se expresa en la intensa vida ritual
que teje conexiones entre una infinidad de poderes sobrenaturales,
naturales y humanos. Los conceptos de trabajo y fuerza como energía
vital que circula expresan los vínculos entre humanos, sus comunida-
des, el mundo natural y una constelación de seres sobrenaturales. Éstos
pueden incluir los manantiales o las barrancas, las piedras, las cuevas,
los cuerpos astrales, el fuego, los vientos, las lluvias; también seres
como las cruces, los santos, las vírgenes y otras imágenes aparentemen-
te católicas que han sido resignificadas, y finalmente ciertas plantas,
insectos, aves y animales con diferentes calidades y potencias.
Se observa la centralidad del maíz y el uso de metáforas vegetales
para aludir a la persona y al ciclo de vida humana, así como la impor-
tancia de estos seres animados y su interdependencia con los humanos
en Mesoamérica, expresada en la frase tonan tonacayotl, “nuestra madre,
nuestro sustento”, como sinónimo del maíz. Esta noción coincide con
otra: la tierra como ser vivo que alimenta a los humanos y se alimen-

156
Mesoamérica vista desde la etnografía

ta de ellos cuando se les entierra después de la muerte. Esto se explica


con la proclamación “nosotros comemos la tierra y la tierra nos come
a nosotros”. La gran importancia que los grupos indígenas dan a los
difuntos y al culto a los muertos se debe a la acción devoradora de la
tierra que consume a los difuntos de la comunidad y los integra dentro
de ella. Los muertos son parte de la misma tierra que nutre y devora a
la vez; esta compleja cadena de fuerzas y causas explica la producción
agrícola y cómo el maíz, a su vez, renueva la vida; también produce la
fertilidad como energía vital multiplicadora, o chicahualistli. Llama la
atención que la gente habla de esta relación con la tierra que alimen-
ta y come con entusiasmo, no con aversión, horror o miedo.
2) Otra característica sobresaliente de Mesoamérica es un proceso
de constante producción de la variabilidad y la diversidad. Esta proli-
feración de variantes, a veces sobre aspectos aparentemente insignifi-
cantes de la vida material o social, interesa y atrae a la gente, es un
tema de discusión y especulación cotidiana. En lugar de favorecer la
homogeneización, las culturas indígenas de México enfatizan y disfru-
tan la exploración de la diferencia entre ellas, sus vecinos y pueblos
más alejados. Podemos ver esta proliferación de las pequeñas y notables
diferencias en la indumentaria y el arreglo personal, las formas de
hablar, la organización física de los espacios domésticos, la preparación
de las comidas, los detalles de los rituales, los estilos y las técnicas
manuales, entre otros ámbitos.8
Existen otras expresiones de esta tendencia de producir variabilidad
en la organización social. Siempre están presentes estrategias colectivas
para la vida comunitaria, la actividad agrícola y artesanal, y el trabajo
ritual y festivo; todas estas esferas de acción reflejan la diversidad mar-
cada en múltiples distinciones internas —oficios y cargos especializados
para individuos o grupos específicos que se coordinan entre sí para crear
unidades mayores, redes de grupos domésticos barrios, pueblos, regiones
étnicas— definidas por “trabajar juntos”. Esto se observa sobre todo en
la vida ritual, un campo donde los pueblos mesoamericanos invierten
gran energía y muchos recursos sociales y económicos. La colaboración

8
Una manera común de expresar esta conciencia es con la frase: “cada pueblo tiene sus
costumbres”.

157
Catharine Good Eshelman

entre actores diferenciados, manejando múltiples formas de intercam-


bio recíproco, es un requerimiento constante de esta vida ceremonial;
también de la vida política y económica.
Identificamos otra vertiente de esta exploración y celebración de
la variabilidad por parte de los pueblos en la alta valoración de prin-
cipios de multiplicación, “hacerse muchos”, abundar (miaquillia,
miaquiya, miactilia). Estos “muchos” (miac) están marcados con una
diversidad interna, en un juego incesante entre unidad y fragmentación.
Se observa la expresión de los principios de multiplicación en activi-
dades productivas, entre otras con los animales domésticos, la cría de
los hijos o la agricultura. También la vemos en la acumulación de
capital cosmológico en las relaciones con santos, muertos y otros
aliados sobrenaturales, y en las redes de gente con quienes uno cuen-
ta en el futuro. Hacerse muchos, movilizar entes o fuerzas o personas
diferentes —multiplicar— es a la vez estrategia y propósito de la acción
ritual y la vida social.
3) Los pueblos mesoamericanos dan prioridad al conocimiento ad-
quirido por experiencia directa, corporalmente asimilada; enfatizan
menos las operaciones mentales como mecanismo de aprendizaje y
manera de comprender los fenómenos. Por eso la vida intelectual está
relacionada con la acción individual y colectiva, no está divorciada del
enfrentamiento con el mundo empírico. Cabe recordar que los seres
que nosotros llamamos “sobrenaturales” son parte de este mundo em-
pírico para los mesoamericanos y tienen experiencias directas con ellos.
Junto con este énfasis en la acción y la experiencia directa como
formas de conocimiento, las culturas mesoamericanas desarrollaron
concepciones del tiempo, espacio y objetos en términos contextuales
y relacionales, no como abstracciones. Por ejemplo, los objetos no se
separan de las personas que los produjeron o de las relaciones sociales
y tipos de transacciones que efectúan su circulación. Igualmente, el
tiempo no corre independientemente de la vida social, del mundo
natural o de los ciclos productivos; todos estos referentes marcan el
tiempo, lo pautan, lo contienen y lo producen. Finalmente, el espacio
y el territorio no se consideran unidades abstractas, sino entidades
personificadas compuestas de puntos con nombres y personalidades.
Se construyen culturalmente a partir de las acciones y experiencias

158
Mesoamérica vista desde la etnografía

actuales o pasadas, y la memoria de acontecimientos que sucedieron


como referentes y guías para la acción futura.
4) Vemos que los pueblos mesoamericanos ordenan su pasado sig-
nificativo y desarrollan múltiples formas de entender el pasado de
acuerdo a reglas propias que difieren de manera fundamental de la
visión occidental. Se pueden descubrir teorías locales de la historia
(Good, 2007c) en la vida ritual, en las danzas, en torno a una gran
variedad de objetos, en puntos del mundo natural, en el paisaje, en
cuentos y mitos. El hecho de no manejar el tiempo, el territorio o el
paisaje, y los objetos como abstracciones se relaciona con la lógica
detrás de estos conceptos. Se entienden estos campos como piezas de
una totalidad integrada —con el mundo natural vivo, con los humanos
vivos, con los seres sobrenaturales— cuyas partes están en constante
interacción. No son esferas separadas para ellos, aunque aquí hacemos
esta distinción para fines analíticos.
Antes pensaba que estas características del pensamiento nahua o
mesoamericano se debían a la no internalización de las categorías del
capitalismo, y de las formas de la mercancía y del dinero. Existe una
precondición para que surjan estas categorías modernas: el “mercado
libre”, el dinero como medida universal del valor, las mercancías como
bienes que circulan anónimamente intercambiables por dinero, la
fuerza de trabajo como mercancía separada de su portador humano, la
persona como individuo autónomo. Todas estas formas se erigen sobre
la ruptura de los referentes sociales, históricos; su existencia depende
de la descontextualización de las personas, las cosas, el trabajo, la
objetivización del mundo natural, la separación tajante entre presen-
te y pasado. Los que formamos parte del mundo moderno consideramos
natural y lógico ver el tiempo, el espacio y los objetos divorciados de
los contextos sociales e históricos. Experimentamos todo ello como
normal, porque somos producto de esta modernidad occidental que se
construye sobre estas rupturas y descontextualizaciones. Concebirlo
todo como abstracción es una condición necesaria para que surja el
capitalismo; pero para las culturas mesoamericanas el mundo no es así.
Ahora pienso que esta propensión mesoamericana de entender el
tiempo, el espacio, el territorio, el trabajo y los objetos en íntima
relación con lo social y lo histórico surge de la existencia de una

159
Catharine Good Eshelman

tradición filosófica e intelectual distinta a la racionalidad occidental.


Las epistemologías y las ontologías mesoamericanas están construidas
con una herramienta conceptual radicalmente ajena a la nuestra, que
es la que generó el capitalismo, la economía de mercado, y las perso-
nas como individuos dotados de libre elección. En este sentido, los
pueblos indígenas de Mesoamérica son profundamente “precapitalis-
tas” o “no capitalistas”, de una manera muy diferente a la que se de-
batía con tanta pasión en mis días de estudiante a finales de los años
setenta. Han llegado a la modernidad y están insertos en la moderni-
dad, operan eficazmente en la modernidad con base en su propio es-
quema cognitivo y filosófico.

Conclusiones

Para concluir esta reflexión sobre el concepto de Mesoamérica, y el


problema de reformular el paradigma a partir del trabajo etnográfico
con grupos indígenas actuales, quiero retomar un punto desarrollado
en otro texto. Planteamos que las cosmovisiones, con su enorme com-
plejidad y profundas implicaciones filosóficas, son expresiones de una
tradición intelectual mesoamericana que definen a los grupos históri-
camente (Good y Alonso, 2007:18-19). Los pueblos indígenas utilizan
sus recursos culturales para enfrentar las coyunturas especificas a través
de la historia (véase Good, 1988 y 2007c). Las adaptaciones innova-
doras —basadas en estos principios culturales coherentes y sistemáti-
cos— frente a las condiciones nuevas impuestas desde el poder domi-
nante aseguran la reproducción social, incluyendo la continuidad
dentro del cambio y la creación cultural.
Estas estrategias para relacionarse con el mundo natural, el social
y el sobrenatural, con una lógica y una dinámica distintas a las del
capitalismo industrial y la modernidad occidental, sirven como ejes
de reproducción cultural y de resistencia. A la vez, son precisamente
características constituyentes del área cultural. Explican en gran par-
te cómo los pueblos indígenas continúan con un proyecto propio en
pleno siglo xxi, con una cultura propia que pertenece a la tradición
mesoamericana en medio del neoliberalismo. Esta dialéctica y enfren-

160
Mesoamérica vista desde la etnografía

tamiento entre distintos proyectos de vida colectiva abre muchos


campos para comparar y contrastar acontecimientos en nuestra área
y dialogar con investigadores en otras regiones.

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164
De cerros y manantiales
Variantes de la cosmovisión mesoamericana
en Tlaxcala y la Sierra de Texcoco

David Robichaux*
David Lorente Fernández**

Los estudios de carácter empírico-comparativo relativos a la cosmovi-


sión mesoamericana no han sido un ejercicio frecuente en la etnología
mexicana ni mesoamericanista. La literatura respectiva se ha concen-
trado preferentemente en regiones particulares y en tiempos históricos
precisos, ciñéndose a datos empíricos estructurados a partir de linea-
mientos temáticos —entidades anímicas, ritualistas, deidades, enfer-
medades, etcétera—. En las obras de Alfredo López Austin y Johanna
Broda, a partir de las cuales se ha construido el modelo de la mayoría
de los trabajos y a menudo su sustento teórico, existen sin embargo
indicios aún no explorados que sugieren las inmensas posibilidades
analíticas de una comparación. En este sentido, mientras el primero
atribuye la presencia de variables locales a la génesis de los procesos
históricos, la segunda pone el énfasis en la influencia determinante
del paisaje, explicando así la génesis de la cosmovisión mesoamerica-
na en amplias áreas. Sin embargo, dicha veta comparativa no parece
haber sido desarrollada sistemática ni etnográficamente. Al respecto
consideramos que un ejercicio semejante podría ofrecer conclusiones
muy valiosas acerca de los vínculos existentes entre los sistemas ideo-
lógicos y los aspectos más materiales de la cultura: sobre cómo las
cosmovisiones se plasman creativamente en territorios que presentan
variaciones, melodías originales de una misma partitura.

* Universidad Iberoamericana.
** dfas, inah.

165
David Robichaux y David Lorente Fernández

En este artículo comparamos dos áreas adyacentes pero geográ­


ficamente contrastantes: la Sierra de Texcoco, emplazada a 40 km al
oriente de la ciudad de México, y la región del volcán La Malinche,
localizada al suroeste de Tlaxcala, donde los autores hemos realizado
trabajo de campo sistemático. En la comparación enfatizamos las ca-
racterísticas de su historia y del paisaje, destacando la manera en la
que éstas afectan su cosmovisión. Así, por ejemplo, mientras la Sierra
de Texcoco alberga un sistema de irrigación prehispánico, el suroeste de
Tlaxcala está regido por la presencia del extinto volcán La Malinche,
elemento geográfico determinante.
Para sistematizar el ejercicio comparativo dividimos el artículo en
siete partes que estructuran el cuerpo del trabajo. Los ejes han sido ele-
gidos en función de los datos de campo y se basan igualmente en aspec-
tos teóricos subyacentes. Estos son los apartados: a) la presencia y función
regional de ciertos seres sobrenaturales prehispánicos de naturaleza fe-
menina; b) la existencia de espíritus pluviales identificados con niños y
asociados al agua; c) el vínculo conceptual cerros-lluvia y la noción
prehispánica de Tlalocan-paraíso agrícola, y d) el rol de los graniceros
como ritualistas atmosféricos y curanderos tradicionales.1
Considerada como una pequeña contribución realizada desde la
etnografía, creemos que dicha comparación puede aportar algo en el
contexto de la discusión acerca de la unidad y la diversidad de Meso-
américa al explorar los fundamentos específicos de dos versiones lo-
cales de la cosmovisión en sus contextos, tanto históricos como geo-
gráficos, particulares.

La cosmovisión mesoamericana: dos desarrollos


teóricos y sus conceptos

López Austin y Broda, que podríamos considerar como los “teóricos”


de la cosmovisión mesoamericana, han planteado definiciones ya clásicas

1
En gran parte, los autores nos basamos en investigaciones etnográficas previas en las que
hemos abordado estos temas. Sobre la Sierra de Texcoco, véase Lorente (2006; 2008a;
2008b; 2009a; 2010b; 2011b; una panorámica de la metodología empleada en Lorente
2010a, y un estudio monográfico de conjunto en Lorente 2011a). Sobre la región de
Tlaxcala, véase Robichaux (2008; 1997).

166
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

sobre la misma y han escrito acerca de su específica génesis y conformación,


de acuerdo a sus diferentes perspectivas (véase un desarrollo más ex-
tenso en Lorente, 2011a: cap. 1).
Basándose en sus estudios sobre la religión y la mitología de los
antiguos nahuas, López Austin ha definido conceptualmente la cos-
movisión mesoamericana como un esquema o matriz omniabarcan-
te que incluye a la religión así como a la mayoría de los aspectos de
la cultura. Constituye un operador implícito que se expresa a la
manera de la gramática, es decir, como una serie de postulados no
verbalizables pero que se actualizan en situaciones concretas. La
cosmovisión se manifiesta especialmente en la aplicación de la “ana-
logía” y se plasma de manera privilegiada en vehículos como los
mitos y el ritual (2001: 64). Desde esta perspectiva, podemos defi-
nirla como “un conjunto estructurado y relativamente coherente por
los diversos sistemas ideológicos con los que una entidad social, en
un tiempo histórico dado, pretende aprehender racionalmente el
universo” (1996 I: 13). Así, la cosmovisión “no se reduce a una es-
fera de ejercicio, sino que está presente en todas las actividades de
la vida social” (2000: 14-15) conformando, podría decirse, un hecho
social total.
El modelo de la cosmovisión lo constituye el “arquetipo del ciclo
vegetal”, las ideas cíclicas de “reproducción y el crecimiento vegeta-
tivos”. La división lluvias/secas se traduce en “la concepción de un
gigantesco proceso en el que están inscritos isonómicamente los
cursos naturales y los divinos. Una parte considerable del cosmos está
integrada como un gran complejo de vías circulares en el que cada
uno de sus componentes funciona transformando la materia que
fluye e impulsando los flujos” (López Austin, 2000: 17). Existen fuer-
zas o esencias calientes y frías que fluyen en el cosmos, que semeja un
árbol cuyo tronco adopta la forma de un eje helicoidal. Dichas fuer-
zas confluyen sobre la tierra produciendo la existencia mortal. En
síntesis, la oposición entre las fuerzas y la circulación de almas/esen-
cias produce la continuidad y la reproducción del conjunto.
La cosmovisión alberga un núcleo duro o “complejo articulado de
elementos culturales, sumamente resistentes al cambio” que permite
que nuevos ingredientes se incorporen al acervo tradicional mante-

167
David Robichaux y David Lorente Fernández

niendo un sentido congruente (López Austin, 2001: 59). A manera


de estructurador simbólico o “matriz de pensamiento”, afirma que las
cosmovisiones “siempre están en proceso de creación” (2001: 63). Y
dicho proceso de recreación depende de ciertos sujetos socialmente
destacados denominados “reguladores de sistemas” que recogen de
forma sistemática las experiencias sociales y las formalizan (2001: 63).
Pero ¿cuál es la génesis de la cosmovisión? Su creación no parte de
la especulación sino de las relaciones e interacciones, prácticas y coti-
dianas, que, a partir de cierta percepción cultural del mundo, guía el
actuar humano en la sociedad y en la naturaleza. Su origen es, así, emi-
nentemente social: se origina en los procesos de comunicación a los que
está sujeta. Es, en este sentido, “un hecho histórico de producción de
pensamiento social en decursos de larga duración” (López Austin, 1996
I: 13), lo que implica que su constitución discurre históricamente.
Por su parte, Johanna Broda concibe a la cosmovisión como un
sistema preciso, inscrito en el ámbito mayor de la religión, conforma-
do por dos aspectos: ciertos elementos de índole puramente ideacional,
es decir, míticos, y otros resultantes de una sostenida y minuciosa
observación de la naturaleza, es decir, observacionales o empíricos.
Esto es, su construcción se rige por un método: “la observación siste-
mática y repetida a través del tiempo de los fenómenos naturales”
(1991: 462). Así, la autora define la cosmovisión como “la visión es-
tructurada en la cual los antiguos mesoamericanos [y los miembros de
las comunidades mesoamericanas actuales (2001: 16)] combinaban de
manera coherente sus nociones sobre el medio ambiente en que vivían,
y sobre el cosmos en que situaban la vida del hombre” (1991: 462).
Se trata, pues, de una cosmovisión centrada en el paisaje, dentro
del cual “las montañas jugaban un papel determinante” (Broda, 1991:
463). Esto se debe a que los mexicas, pueblo eminentemente agrícola,
se preocupaban principalmente por lo concerniente a “la lluvia y [de]
la fertilidad” (1991: 465). En el panteón del culto oficial estatal, diri-
gido por sacerdotes, destacaba la figura de Tlaloc como divinidad de
la lluvia y de la tierra, vinculado a su vez con las montañas concebidas
como dioses de la lluvia que engendraban las nubes y se identificaban
con los tlaloque, servidores menores de Tlaloc, productores de meteo-
ros. Se creía que los cerros retenían y soltaban, según las estaciones,

168
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

el agua procedente del mar —símbolo de la fertilidad absoluta—, y


que las aguas corrían bajo la tierra y afloraban en fuentes y cuevas,
contrapartes del cerro. El ciclo pluvial ligaba montes, fuentes, arroyos,
ríos y el mar, y esto se expresaba simbólicamente en la configuración
de las ofrendas marinas del Templo Mayor de Tenochtitlan que bus-
caban conjurar este importante elemento en el centro del Imperio
mexica (1991; 1987).
Esta cosmovisión inspirada en el paisaje se proyectaba a su vez en
él con la acción ritual: los templos expresaban reducidamente las no-
ciones cosmológicas clave y referían la importancia del ciclo agrícola
(Broda, 2001: 296). En este sentido, el paisaje determinaba también
grosso modo la continuidad de la cosmovisión, pues ésta sigue “corres-
pondiendo a las condiciones materiales de existencia de las comuni-
dades” (2004a: 19-20). Sin embargo, según la autora, mientras en la
época prehispánica los ritos integraban el culto oficial estatal, tras la
Conquista perdieron su integración al sistema ideológico autóctono y
se transformaron en cultos campesinos locales incompletamente arti-
culados con la sociedad occidental dominante (1989: 48; 1997: 77).
Pasaron así de la ciudad al paisaje, se tornaron clandestinos y formaron
“vías de expresión de la identidad étnica” subalterna (2001: 23). De
esta forma, mediante procesos sincréticos las comunidades mesoame-
ricanas continúan reproduciéndose culturalmente en un doble movi-
miento simultáneo de continuidad y recreación (2004a: 18-20). (Para
una revisión sistemática de ambos autores, véase Lorente 2011: cap. 1).

Geografía e historia de las regiones de Tlaxcala


y Texcoco: el sustrato cosmológico

Como veremos a continuación, los contextos o medios geográficos e


históricos de las áreas estudiadas participan de una forma decisiva en
la conformación de las creencias y prácticas rituales locales, dando
lugar a cosmovisiones al mismo tiempo semejantes y específicas.
Las dos regiones que abordamos se encuentran localizadas al orien-
te de la ciudad de México y son, además, adyacentes entre sí. La pri-
mera forma el límite superior de la Sierra Nevada, en las estribaciones

169
David Robichaux y David Lorente Fernández

de la Sierra de Tlaloc, y reúne a unos 16 000 habitantes en el trián-


gulo de los cerros de Tlaloc, al sur, Tezcutzingo, al oeste, y Tlamacas,
al norte. Un sistema de regadío prehispánico define no sólo su pobla-
miento semidisperso sino los ciclos agrícolas y gran parte de su pro-
ducción de subsistencia. Dicho sistema fue diseñado por el monarca
texcocano Nezahualcóyotl y reúne manantiales, canales y fuentes del
jardín botánico de Tezcutzingo.2 En la época de la Colonia continuó
vigente y fue regulado por los “Títulos de Tetzcutzingo” dictados por
el monarca. De los siglos xvii al xix las comunidades estuvieron vin-
culadas al mismo dentro de las haciendas. Hoy en día sigue activo y
posee una “junta de río” inspirada en los reglamentos prehispánicos
y basada en el mes mesoamericano de 20 días para la distribución del
riego.3 El sistema refleja a su vez, grosso modo, la etnohistoria nahua
del área y es uno de los criterios esgrimidos por los serranos para defi-
nirla como una región o unidad cultural.4
La región del suroeste de Tlaxcala, por su parte, se extiende entre
los picos de la Sierra Nevada y La Malinche, en un triángulo cuyos
puntos corresponden a San Martín Texmelucan, Apizaco y la ciudad
de Puebla. En la época prehispánica fue sitio de Tlaxcala, rival siem-
pre de los muy cercanos estados de Cholula y Huejotzingo. El área que
circunda el volcán La Malinche en sus estribaciones occidentales
comprende poblados hasta unos 2 400 m  s.n.m., conformando una
pléyade de pueblos que mantienen una estrecha relación geográfica y
económica con el volcán, hoy extinto pero imponente, como eje del
paisaje.5 Hasta años recientes varias comunidades del área aprovecha-
ban sus bosques para la producción y venta del carbón vegetal, que
fue de gran importancia regional. Luego derivaron progresivamente
hacia el trabajo asalariado, a medida que surgía, primero, una flore-
ciente industria textil asociada a las urbes y, a partir de las últimas
décadas del siglo xx, las nuevas ramas industriales que se han estable-

2
Se indica en los textos del Códice en Cruz, la Historia de Ixtlixochitl y las Relaciones de
Pomar, citados por Palerm y Wolf (1972) en su análisis del Acolhuacan septentrional.
3
Véanse McAfee y Barlow (1946: 118); Palerm y Wolf (1972: 123, 145); Pérez Lizaur
(1975: 39); Palerm Viqueira (1995).
4
Véase Lorente (2011a: cap. 2) para una descripción más extensa.
5
Véase, sobre el medio poblano-tlaxcalteca, Nutini e Isaac (1974).

170
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

cido en zonas rurales. Sin embargo, la producción agrícola en forma


de milpas de tipo familiar ha persistido, de modo que, hoy, a partir de
las lluvias, el maíz crecido convierte a las casas en una suerte de islo-
tes rodeados de un inmenso mar verde. Durante esos meses arriban
las nubes del Golfo de México y se arremolinan en torno a la corona
de La Malinche. Al caer la tarde caen fuertes aguaceros, acompañados
en ocasiones de granizo y de intensos vientos conocidos localmente
como “huracanes”, que devastan las milpas y cosechas. A pesar de la
ahora muy menguada presencia del náhuatl y de la pérdida de la ves-
timenta tradicional, el proceso de “amestización” ha sido en ocasiones
más aparente que real, sobre todo en lo tocante al mundo de las ideas
y la organización social. Ambas regiones se caracterizan por sus hon-
das raíces históricas en la tradición cultural nahua.6

Los sobrenaturales femeninos:


mujeres hermosas y de “harto cabello”

Existe en el panteón de la cosmovisión mesoamericana cierta tradición


de deidades-esposas de Tlaloc,7 que las tiene por una suerte de contra-
parte del mismo en sus funciones de proveedor divino, de forma que
el desdoblamiento masculino se identifica con el agua celeste y el fe-
menino con las aguas terrestres (López Austin, 2000: 178). De esta
manera, mientras Tlaloc constituía antiguamente el dios controlador
de la lluvia, Chalchiuhtlicue, “la de la falda de jade, era la diosa del
agua de las fuentes, los ríos y los lagos, y especialmente de la laguna
de México” (Broda, 1971: 260). Otra diosa asociada con ella era Xo-
chiquetzal, la primera esposa de Tlaloc y numen ligado a las flores, la
belleza y la fertilidad, relacionada con los dioses del pulque en su ver-
sión de tlaloques (Broda, 1971: 263, 308-309).

6
Véase Robichaux (1994 y 2005) sobre la dificultad de definir “indígena” en la región de
Tlaxcala. Los planteamientos vertidos en dichos trabajos tienen relevancia para la región
de Texcoco y para muchas otras del país que han sufrido en el siglo xx procesos de “des-
indianización”.
7
Véanse al respecto López Austin (2000: 176) y Broda (1971: 250).

171
David Robichaux y David Lorente Fernández

En un texto del siglo xvi referido a Tlaxcala, Matlalcueye, diosa de


las aguas, era la misma divinidad que Chalchiuhtlicue (Garibay, 1964:
125), y también se consideraba que Chicomecóatl, la diosa de los panes
o de los mantenimientos que propiciaba la vida, habitaba la “Sierra de
Tlaxcala” y a ella se le realizaban ritos dirigiéndose hacia el horizonte en
esa dirección (Garibay, 1964: 126).
En la Sierra de Tlaloc, por su parte, que engloba a la Sierra de
Texcoco, nos dice fray Diego de Durán que, tras ofrendar a Chalchiuh­
tlicue en la laguna de Pantitlán el día de Huey Tozoztli, correspon-
diente al 29 de abril, continuaban “las cerimonias [sic.] que los labra-
dores y serranos hacían en las labranzas y sementeras, y en los ríos y
fuentes y manantiales” (Durán, 1984: 89). Hay que considerar aquí que,
en ciertas versiones míticas, Chalchiuhtlicue era la “hermana mayor”
de los tlaloque, pues producía los males fríos y acuáticos y los ahogados
acudían a sus dominios (Broda, 1971: 260; López Austin, 1996, I: 385),
y por tanto formaba un mismo complejo conceptual con aquéllos.
En las regiones de Tlaxcala y Texcoco hallamos actualmente diosas
femeninas que parecen evocar dichas deidades, aunque existen diferen-
cias con lo que reportan las fuentes y sus comentaristas.
En Tlaxcala, el volcán La Malinche es una mole imponente que se
recorta azul en el horizonte y que históricamente se ha ligado con el
clima y la distribución de las lluvias. Cuando en los años noventa del
siglo xix el etnógrafo norteamericano Frederick Starr visitó la región,
notó la naturaleza deificada de la montaña: los nahuas la concebían
como una mujer bella, y de larga y suelta cabellera, que habitaba den-
tro de una cueva y enviaba la lluvia, el granizo y la nieve. Los nahuas
le ofrendaban en las alturas listones, peines y escobetillas para que se
acomodase su abundante cabello. Al mismo tiempo concebían que el
interior del volcán estaba atravesado por enormes y profundas galerías
donde La Malinche conservaban centenares de ollas, en las que la
deidad preparaba los meteoros (Starr, 1900: 17). En la actualidad La
Malinche es todavía una deidad dotada de “harto cabello”, en ocasio-
nes una mujer mayor, y en otras una doncella cuya negra melena le
llega hasta la rodilla, que en las tormentas intensas se les aparece a los
carboneros y pastores en sus laderas y les ayuda a encontrar a sus ani-
males. Sin embargo, la divinidad es ambivalente y éstos también corren

172
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

el riesgo de ser trasladados mediante el rayo a la casa de La Malinche


en el interior de la montaña, y, a veces, los campesinos también pue-
den observar cómo se transforma en “víbora” cuando una bella mujer
les pide que la carguen. Con la misma figura surge también en las
tormentas, acompañada en ocasiones por leones y otras fieras, y debe
ser entonces aplacada por los graniceros locales invocando la ayuda
de Santa Bárbara, al parecer una de sus advocaciones sincréticas.
Como dios-cerro, la Malinche, la Malintzi o la Matlacueyuetl es para
los tlaxcaltecas un ser benévolo que les favorece con sus lluvias. Atraí-
do por su condición femenina, el Peñón de Cuatlapanga (2 900 m),
denominado Lorenzo Cuatlapanga, cortejó a La Malinche. Hizo un
temascal y la invitó a bañarse juntos. Como La Malinche es grande,
el temascal le quedó pequeño y lo rompió al entrar. La mujer se enojó
y le aplastó la cabeza a Lorenzo, por lo que ahora el Peñón de Cuatla-
panga está aplanado. Pero éste, como revancha, le cortó con un ma-
chete un seno, que quedó tirado cerca del pico y es conocido como la
“Chichita”, vocablo de origen náhuatl que significa “seno”; un cráter
de las estribaciones más bajas del Malintzi es designado localmente
como El Temascal (Robichaux, 1997; 2008).
En la Sierra de Texcoco no es una montaña sino el interior del
sistema de regadío el que alberga a una entidad sobrenatural denomi-
nada Reina Xochitl o Reina Flor, de la que existen diferentes “réplicas”
en ciertos lugares de sus acequias y manantiales; es decir, es simultá-
neamente única y múltiple. Dicha reina se caracteriza por su abun-
dante y negra cabellera, que luce peinada en trenzas, así como por su
hermosura, y se cree que mora en un lujoso palacio subacuático rodea-
da de sirvientes, animales, joyas y oro. Éste podría constituir proba-
blemente una recreación simbólica del palacio real de Nezahualcoyotl
en el Cerro Tezcutzingo. La Reina Xochitl procura la fertilidad gene-
ral, y especialmente la del interior de los arroyos, y se concibe —en
lo que resulta quizá una imagen paradigmática— como la inventora
local del pulque.8 También en Tlaxcala se asocia a la Reina Xochitl

8
En la fiesta de Tepeilhuitl se bebía pulque y se sacrificaba a “una mujer llamada Mayauel
que representaba el maguey (ixiptla metl)” (Broda, 1971: 300-303). En este sentido, el
maguey se concebía como “el símbolo absoluto de la fertilidad” (Broda, 2004b: 53).

173
David Robichaux y David Lorente Fernández

con el pulque pero no se han encontrado vinculaciones entre ella y


La Malinche. En la estructura social del agua, la Reina Xochitl presi-
de la pirámide estratificada y jerárquica del mundo de los ahuaques, o
espíritus del agua, sobre los que gobierna. Bajo ella se despliega un
mundo de vendedores, herreros, artesanos y policías que se encuentran
a su servicio. Con frecuencia se la considera “soltera”, por lo que debe
buscar marido capturando los espíritus de los niños y jóvenes serranos
que se acercan a los canales. Los habitantes de la zona la consideran el
arquetipo de la belleza, y por ello advierten a las mujeres no peinarse
en las tormentas. De manera inversa a la de la propia Reina Xochitl,
el resto de los ahuaques masculinos podrían enamorarse de una mujer
terrestre que poseyera sus rasgos, llevándosela al manantial con un rayo.
Para los nahuas, la Reina regula el caudal de los regadíos; controla la
potencia del agua con sus órdenes, y en las ofrendas propiciatorias se
la representa con figurillas caras y brillantes fabricadas de cristal o ce-
rámica (Lorente, 2011a: cap. 3). En Tlaxcala, por su parte, y a diferen-
cia del papel asignado a la consorte de Tlaloc como la que controlaba
las aguas subterráneas, La Malinche es la figura que regula las lluvias.

La existencia de espíritus pluviales identificados


con niños y asociados al agua

En la cosmovisión mexica Tlaloc poseía auxiliares para cumplir sus


funciones: eran los ahuaque, “dueños del agua”, a los que les abrían el
camino los llamados ehecatotontin o “vientecillos”.9 Los primeros ha-
bitaban en el inframundo (Tlalocan), en un aposento de cuatro cuar-
tos y un patio con cuatro barreños llenos de diferentes clases de agua
(Caso, 2003: 52). De allí enviaban lluvias buenas y malas, granizos y
rayos, meteoros benéficos y dañinos. También producían “enfermeda-
des de naturaleza fría” que ellos mismos estaban capacitados para curar
(López Austin, 1996 I: 389). Los ahuaques se identificaban tanto con
niños (Broda, 2001: 297-300) como con los cerros, pues eran los “se-
ñores de los cerros y la lluvia que vivían en lo alto de las montañas”

9
López Austin ha escrito ampliamente sobre ello (1970: 261; 1996 I: 383; 2000: 195).

174
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

(Broda, 1991: 471). El nexo se plasmaba en la fiesta de Tepeilhuitl, en


la que se velaba a los ahogados y muertos por rayo y se hacían figu­ras de
cerros eminentes (ixiptla tepetl) y niños (ecatotonti). Según algu­nos
autores (López Austin, 1970: 263), los ahuaques eran almas humanas
elegidas por dolencias o muertes relacionadas con el agua, “por golpe
de rayo o sacrificados a las deidades acuáticas”. Se creía que los tlalo-
ques eran “los dueños originales del maíz y de los demás alimentos” y
que éstos y las riquezas se alojaban en cuevas en el interior de los cerros
(Broda, 1991: 471). Ya se vio más arriba que las esposas de Tlaloc, por
ser su contraparte femenina, también estaban relacionadas con sus
auxiliares y tenían cierto poder sobre ellos (una revisión más amplia
de estos aspectos aparece en Lorente, 2011a: cap. 1).
En la Sierra de Texcoco y Tlaxcala la Reina Xochitl y La Malinche
constituyen respectivamente deidades femeninas que dependen de
otros auxiliares menores para cumplir sus funciones.
Así, en la Sierra de Texcoco existe la creencia de que ciertos espí-
ritus pluviales, denominados ahuaques, “dueños del agua”, habitan en
el interior de los canales de regadío en forma de niños que cumplen
un ciclo de vida —nacen, crecen, se reproducen y mueren—. Éstos
tienen aspecto de “charro” o de “china poblana” y son espíritus hu-
manos deificados procedentes de fulminados por rayo, niños sin bau-
tismo, individuos “agarrados” o enfermados por los ahuaques y grani-
ceros muertos; también de enfermos no fallecidos y graniceros vivos.
A su vez se afirma que los ahuaques “se casan” y tienen “hijos” en el
interior del manantial. Aunque dependen de la Reina Xochitl para
organizar su sociedad, a nivel regional están subordinados a una divi-
nidad llamada Tlaloc, que habita en el interior del cerro homónimo
y con el que llega a identificarse. Convocados por Tlaloc, los ahuaques
acuden al cerro para hacer la lluvia, y en este sentido son considerados
los “hijos” de Tlaloc y sus auxiliares. Tras producir las nubes, Tlaloc
les compensa entregándoles semillas de “arvejón”, que es el granizo
que tiran desde las nubes y consumen los ahuaques. Cuando escasea
lo envían a la tierra para “cosechar” y comer por medio de él las semi-
llas de los hombres. Los aromas de las milpas son llevados al manantial,
donde los ahuaques los “embodegan” para consumirlos posterior­mente.
De forma análoga, envían los rayos a la superficie terrestre para robar

175
David Robichaux y David Lorente Fernández

animales, humanos y árboles obteniendo así “esencias” pa­ra restituir


los elementos perecederos del inframundo. En cuanto al rayo, ciertos
vecinos comentan que las serpientes terrestres son “los animales” de
los ahuaques, una suerte de seres con los que mantienen cierta co-
esencia, aunque en ocasiones se considera que son los flecos de los
gabanes y los rebozos de los ahuaques, que caen a la tierra desde el
cielo (véase Lorente, 2006; 2009a; 2011b; 2011a: cap. 3).
Los pobladores de las estribaciones de La Malinche creen que ésta
tiene ayudantes, concebidos como “hijos”. Son seres con una bonita
cara de niño pero con cuerpo de víbora que asisten a La Malinche en
la tarea de extraer los barriles de su interior para generar la lluvia.
También pueden lanzar los rayos, y los que se mueren engrosan las
filas de los ayudantes. En cambio, los que sobreviven también se con-
vierten en ayudantes de La Malinche, pero en la tierra, pues trabajan
como tiemperos y pueden conjurar las tormentas. En un relato, reco-
gido de una señora en 1974, aproximadamente un mes antes de ser
fulminado por un rayo, su padre soñó que iba a morir y a dejar así a su
esposa para casarse con una mujer “gorda y con hartas trenzas”, es
decir, con La Malinche. Años después ella soñó con su padre que le
decía que tenía hambre; sólo pudo ver la mitad humana del cuerpo en
un bello terreno de flores rojas de ayocote (por las descripciones se
debe pensar que la mitad que no vio era de “víbora”, pues se había
convertido en ayudante de La Malinche). En 2008, 36 años después
de su muerte, fue posible observar una ofrenda floral en el lugar donde
el señor fue alcanzado por el rayo, lo que sugiere que se mantenía el
nexo con este trabajador de La Malinche.
En los relatos recogidos en Tlaxcala, el maíz roto por el granizo es
llevado dentro de la montaña, donde se guarda junto con los enormes
barriles de granizo y las nubes que hacen el agua. El ruido allí es muy
fuerte y alguna gente lo equipara con el ruido de una fábrica. Es un
rezumbar ensordecedor, y el símil de la fábrica nos recuerda a la expe-
riencia en la industria textil de los habitantes de la región. Son los
“hijos” de la Malintzin quienes fabrican los rayos en un proceso rui-
doso: el rayo, aunque quema, es “frío” y deja hielo debajo de la tierra.
Otra práctica asociada con niños es el hecho de que en Tlaxcala se
entierra a los “limbitos”, o niños sin bautizar, en un sitio especial del

176
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

cementerio. Esta práctica al parecer era común en la zona, habiendo


sitios similares en el atrio de la iglesia de otros pueblos. Los “limbitos”
—limbotzitzi en náhuatl— se enterraban ahí porque se cree que atraen
al rayo que quiere llevárselos como trabajadores. Es necesario separarlos
de los demás para que éstos no sean igualmente robados. La práctica
incluye los fetos de los abortos espontáneos o provocados (Robichaux,
1997; 2008). El papel específico de los niños pequeños en esta prácti-
ca recuerda el sacrificio de niños a Tlaloc.

El vínculo conceptual cerros-lluvia y la noción


prehispánica de Tlalocan paraíso agrícola

Uno de los ejes centrales de la cosmovisión mesoamericana es la es-


trecha asociación conceptual entre los cerros como lugares donde se
arremolinan las nubes y la producción de lluvia, y la concepción de
su interior como un lugar de fertilidad. En la época prehispánica los
cerros eran una suerte de reservorios que retenían el agua en la estación
seca para liberarla en la húmeda. Se les llamaba altepetl —“monte de
agua” o “monte lleno de agua”— y se les representaba glíficamente
con fauces y una cueva en su base (Broda, 1991: 480): “la entrada al
mundo subterráneo sumergido en el agua” (1991: 482-483). Un ciclo
meteorológico unía los cerros, manantiales, canales, la lluvia y el mar,
pues la lluvia se creía que se formaba a partir del agua de la tierra o del
mar que ascendía hasta el cielo (Broda, 1991: 483, 485).
A los cerros se pedía la lluvia con sacrificios de niños como “con-
trato” entre los hombres y los tlaloque (1971: 276; 2001); el lugar
principal era la cumbre del cerro Tlaloc en la fiesta del Huey Tozoztli
(Durán, 1984: 84-86). El espacio subterráneo del interior era el Tlalo-
can, un paraíso agrícola con “mazorcas de maíz verdes, y ca­labazas y
ramitas de bledos, y ají verde y jitomates, y frijoles verdes en vaina,
y flores” (Sahagún, 1999: 207-208). Durán lo sitúa geo­gráficamente en
la Sierra de Tlaloc por la existencia de un ídolo con este nombre (1984
I: 84), pero éste parece ser más bien un lugar mítico con múltiples
“réplicas”, proyectadas jerárquicamente en montes y templos sagrados
(López Austin, 2000: 190). Su estructura es la de una “bodega” con

177
David Robichaux y David Lorente Fernández

tesoros que salen y vuelven a ella cíclicamente por medio de los tlalo-
ques (2000: 185): desde allí los muertos “cumplían servicios divinos”
produciendo las mieses, propiciando la lluvia y contribuyendo en ge-
neral “a la perduración del orden cósmico” (1996 I: 392-393).
En las regiones de Texcoco y Tlaxcala hallamos reminiscencias
contemporáneas, y en cierto modo recreadas, de dicho concepto.
Aunque en la Sierra de Texcoco el cerro Tlaloc no domina visualmen-
te el paisaje como en el caso del pico de la Malinche en el sur­oeste de
Tlaxcala, tiene un papel importante en el imaginario po­pular. Se cree
que los flujos acuáticos serranos como manantiales, arroyos y, en últi-
ma instancia, la lluvia emergen de este lugar arquetípico. De alguna
manera, el sistema de canales referido más arriba se encuentra subor-
dinado a él. En la cumbre del cerro Tlaloc figura un pozo o sumidero
en el cual se oye “el resuello del mar”, lo que evidencia una conexión
subterránea. En las inmediaciones se halla una roca donde reside ac-
tualmente el “Rey del Mar”, Tlaloc, asimilado curiosamente a Neza-
hualcoyotl, probablemente por su papel común en la gestión regional
del agua. Tlaloc-Nezahualcoyotl rige las lluvias regionales auxiliado
por los ahuaques. Quizá los nahuas interpretaron a ambos sujetos como
seres benefactores a los que había que rogarles el agua, pues “las auto-
ridades políticas, ayer y hoy […], y las deidades […], son vistas y tra-
tadas del mismo modo” (Dehouve, 2007: 61-62). El Himno prehispá-
nico a Tlaloc es bien conocido.10 En el caso de Nezahualcoyotl, lo
vemos en los “Títulos de Tezcutzingo” gestionar el reparto del riego.
Le piden los serranos: “Concédenos agua de riego y consumo, para que
beban los niños [sus hijos de V.]”. Y aquél les responde, transmitién-
doles tranquilidad: “Este agua nadie se la va a quitar, porque es pro-
piedad real. Esta agua servirá a todos mis hijos que están en mi pueblo
Texcoco” (McAfee y Barlow, 1946: 113). Así, hoy la lluvia se pide a
un Tlaloc que se asemeja mucho a Ne­zahualcoyotl distribuyendo los
regadíos (véase Lorente, 2009a; 2011a: cap. 3).
En 1964 los habitantes de la región de Texcoco interpretaron el
traslado del ídolo de Tlaloc procedente del pueblo de San Miguel
Coatlinchán al Museo Nacional de Antropología desde una intere-

10
Véase Sahagún (1999: 316-319).

178
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

sante perspectiva: pensaron que se trataba de la estatua de la cima del


cerro Tlaloc.11 En muchos pueblos del área, que pueden considerarse
“mestizos” porque la lengua náhuatl se perdió hace décadas, esta idea
es muy arraigada: “De que se llevaron la piedra —dicen— pues ya no
llueve igual, y sin en cambio en la capital ¡cómo llueve!”. Pero la
lluvia, aunque mitigada, sigue proviniendo del Cerro, donde los ahua-
ques actúan como los “hijos” del dios Tlaloc produciendo las nubes y
dispersando las gotas “soplando con su boca”. Esto revela la solidez
del vínculo Tlaloc-lluvia en el imaginario colectivo.
No obstante, la noción de Tlalocan parece estar más ligada en la
Sierra al interior de los manantiales y los canales de regadío que al
contenido del cerro. Según las imágenes oníricas de los graniceros, los
manantiales constituyen “un jardín” donde crecen nopales, “habas
verdes, arvejones verdes y calabacita”. A semejanza del mundo terres-
tre hay allí vehículos, viviendas, carreteras, edificios de gobierno y
animales domésticos así como autoridades civiles, músicos, vendedo-
res y diversos especialistas. A cambio de la lluvia fecundante enviada
al mundo por los ahuaques, éstos proyectan a la tierra los rayos y el
granizo para capturar espíritus y aromas y recrear con ellos el infra-
mundo (Lorente, 2011a, cap. 3; 2011b).
En la región de Tlaxcala, por su parte, el extinto volcán La Malinche
domina el paisaje y ocupa un papel clave en el imaginario popular, pues
atrae las lluvias precisas para la agricultura en las tierras de los asenta-
mientos situadas en sus bellas y suaves estribaciones. Este fenómeno ya
fue subrayado por fray Juan de Torquemada a fines del siglo xvi:

En esta sierra se arman los nublados y de aquí salen las nubes que riegan a
Tlaxcallan y pueblos comarcanos y la más cierta señala que tienen por aque-
lla tierra, de que ha de llover, es ver tocada esta sierra de alguna nube y así
tienen por infalible el agua. […] Por esta razón los indios, antes que los espa-
ñoles viniesen, tenían este lugar por deífico y hacían gran reverencia al de-
monio en él; porque toda la tierra a la redonda venía aquí a demandar agua,
y el año que faltaba eran muchos los sacrificios que en ella se hacían. Ado-
raban en esta sierra la diosa llamada Matlalcueye, que quiere decir saya o

11
Esto concuerda con una larga tradición de continuos robos o destrucciones y restituciones
de dicha estatua (véase agn, 1910: 22; Pomar, 1891: 15 y Lorente, 2010b y 2011a, cap. 3).

179
David Robichaux y David Lorente Fernández

faldellín azul; y debe de ser la razón por estar rodeada la sierra de montaña
[…] y también porque como la invocaban para las lluvias y el agua es azul o
cerúlea, por eso le llamaron Matlalcueye, tomando la denominación de una
flor azul, llamada matlallin (fray Juan de Torquemada, vol. I, 1975: 379).

Hoy sigue vigente lo referido por Torquemada hace más de cuatro


siglos y por Starr a fines del siglo xix respecto a la montaña conocida
como la Matlalcuéyetl, la Malintzi, el “cerro”, o con el apelativo feme-
nino de “La Bernaldina”, “Rosa” o “Clara”, según el pueblo del que se
trate. No sólo es considerada como fuente de las lluvias sino que tam-
bién se la asocia con el granizo, los relámpagos, las nubes, las fuentes
subterráneas de agua e, incluso, el mar. Los habitantes de Acxotla del
Monte consideran que dentro de la montaña hay una enorme reserva
de agua, la cual está conectada con la laguna de Acuitlapilco, ubicada
a unos 8 km de distancia, así como con el Golfo de México, situado
180 km hacia el este. Se dice que la laguna de Acuitlapilco es muy
profunda y peligrosa: se cuenta el caso del cadáver de un hombre aho-
gado allí que fue encontrado posteriormente en las playas de Veracruz.
En 2005 la idea de una conexión subterránea entre el Golfo de Méxi-
co y el Pacífico fue expresada por un hombre que explicó los temblores
por el desprendimiento de las laderas de los barrancos submarinos en
el agua subterránea que comunica dichos mares. A su vez, quizá por la
conexión subterránea, los graniceros pueden ser arrastrados “hasta las
orillas del mar” cuando desempeñan su trabajo.
La distribución de la lluvia tiene lugar por medio de los barriles de
agua del interior de La Malinche, que los hijos de la deidad vacían y
reparten por sus inmediaciones. Se dice que hay muchos rayos en la
región de La Malinche porque ésta es “tlacomundo”, la mitad del
mundo. Su interior es una especie de reserva que se llena con el maíz
y los vegetales perdidos por el granizo, formando seguramente un
espacio de plantas verdes. Curiosamente, en las altas estribaciones
de La Malinche, a más de 3 000 m  s.n.m., existe una explanada lla-
mada “Tlalocan” donde se festeja a la montaña en el mes de mayo y
abundan las figurillas de Tlaloc, lo que parece establecer una conexión
directa entre La Malinche y el espacio mítico de Tlaloc (Robichaux,
1997; 2008).

180
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

El rol de los graniceros como ritualistas


atmosféricos y curanderos tradicionales

Los ritualistas meteorológicos que manejan mágicamente el clima


poseen un origen antiguo en el Valle de México.12 Han sido conside-
rados los descendientes de los magos prehispánicos (López Austin,
1970: 263; 1996, I: 415) o de los sacerdotes mexicas (Broda, 1997: 76-
77): se vinculan con la elección por rayo, los grupos de curanderos y el
paisaje (ver una revisión, por regiones y enfoques, en Lorente 2009b).
Sin embargo, sea como fuere, los especialistas actuales proceden como
verdaderos “integradores” de la cosmovisión pues, dotados del don para
controlar los meteoros —la lluvia, los rayos, los vientos y el granizo—,
así como para curar los males atmosféricos (Albores y Broda, 1997b:
11), vinculan toda una serie de elementos en apariencia diversos: las
etnociencias, la observación de la naturaleza, los sistemas etnoclasifi-
catorios, la arqueoastronomía, la geografía de paisajes culturales, etc.
Así, conforman un eje privilegiado a través del cual leer la cosmovisión
en su perspectiva diacrónica, orgánica y en su genuina articulación (ver
Lorente, 2011: cap. 1; 2009b). El culto a los cerros, los muertos, el agua,
la lluvia, las cuevas y el mar gravita imbricado alrededor de esta figura.
Esto se vincula con el hecho de que “la meteorología campesina y los
ritos agrícolas […] constituyen la parte más conservadora de la cultura
indígena” (Broda, 1997: 80). Esta continuidad histórica se explicita en
diversos rasgos específicos: a) la derivación de su legitimidad del antiguo
culto a la lluvia y los cerros clave en la cosmovisión mexica; b) la signifi-
cativa continuidad mesoamericana de los lugares de culto prehispánicos
que son visitados hoy en día por los graniceros; c) el arcaico culto a la
piedra —rocas o monolitos—, probablemente ligado al culto antiguo a la
tierra y los cerros; y, por último, d) el vínculo entre los ritos de los gra­niceros
y los ciclos estacionales y agrícola cuyas fechas de ejecución refle­jan im-
portantes elementos del calendario mesoamericano (Broda, 1997: 76-77).
En la Sierra de Texcoco los graniceros son denominados en náhuatl
tesifteros y su modo de reclutamiento incluye ser fulminado cuatro

12
Sobre el concepto de “granicero” véase Albores y Broda (1997a) y Bonfil Batalla (1995),
entre otros, y una revisión de los estudios sobre graniceros, por regiones y enfoques, en
Lorente (2009b).

181
David Robichaux y David Lorente Fernández

veces por el rayo o perder su espíritu a manos de los ahuaques, que


constituyen el mundo sobrenatural ante el que los ritualistas interceden.
En sueños el espíritu del tesiftero abandona el cuerpo transformado en
ahuaque y viaja al interior del manantial. En su interior, y a través del
proceso de iniciación, es vinculado en una relación de “compadrazgo”
con los espíritus (Lorente, 2011a, cap. 4; Lorente, 2011b). Los serranos
recurren a una categoría social para referir la lógica de reciprocidad
que rige la relación: primero, el tesiftero es alimentado o comparte los
“aromas” de los que se nutren los ahuaques y, posteriormente, con el
uso de términos respetuosos para referirse a los espíritus —“hermanos”
o “compadritos”—, retorna las donaciones de alimento —el “agrade-
cimiento”, tlasocamachiliztli— en dos ocasiones: 1) durante las curacio-
nes, cuando dona ofrendas de fruta en el interior del manantial “en-
tonces —dijo un tesiftero— haga de cuenta comemos juntos con ese
mismo olor”, y 2) tras pronunciar la súplica ritual para ahuyentar el
granizo, cuando literalmente sustituye las semillas no comidas por los
ahuaques con el granizo por una ofrenda de la que también él consu-
mirá (Lorente, 2008a; 2008b; 2009a; 2011a, cap. 4; 2011b).
Las funciones del tesiftero incluyen el poder para “atajar” (conjurar)
el granizo, retirar los rayos, los aguaceros y diferentes clases de nubes:
las “víboras de agua” o mexcoatl, las que originan granizo, y las mexto-
lontli o “bola de nubes” que producen tempestades eléctricas, así como
pedir la lluvia; también se considera que están dotados para curar
“enfermedades de lluvia” o males producidos por los ahuaques. Todo
lo referido puede englobarse bajo la categoría de “entender o conocer
el tiempo” definida como la función comunicativa que permite super-
visar el flujo ordenado de sustancias —aromas y espíritus robados por
los ahuaques y la lluvia retribuida— entre los planos del cosmos (Lo-
rente, 2011a: cap. 3). Así, los tesifteros permiten que los ahuaques
satisfagan sus necesidades y logren reproducirse sin dañar a los huma-
nos; como protectores comunitarios, intervienen frente a la caída
indiscriminada del granizo y los rayos generadores de una grave situa-
ción cosmológica de “violencia colectiva”13 (Lorente, 2011a; 2011b).
A cambio de sus servicios, los tesifteros recibían antiguamente una

13
La expresión es de Jacques Galinier (1990: 157).

182
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

retribución en dinero o semillas (“medio cuartillo de maíz o habita o


arvejón, lo que haya de alimento”), entregada cada año por los grupos
domésticos locales. Es interesante citar que este pago recibía precisa-
mente la misma voz que los nahuas utilizan para ofrenda: tlaxtlahuilli,
“pagar una deuda”, vinculando así el término al “pacto” entre la co-
munidad y el ritualista como el de éste con los espíritus, y destacando
el doble vínculo de la mediación. Finalmente, un aspecto clave de los
tesifteros es que, aunque realizan peticiones pluviales en el cerro Tlaloc,
sus nexos rituales se establecen principalmente con el sistema de re-
gadío y con los ahuaques, a quienes se destinan ofrendas en miniatu-
ra adecuadas a su tamaño (véase Lorente, 2006; 2008a; 2008b; 2009a;
2011, cap. 4; 2011b).
En la región de Tlaxcala los graniceros reciben el nombre de tiem-
peros, quiatlaz, “los que trabajan con el tiempo” o “conjuradores”, pues
tienen el poder de conjurar el mal tiempo. Se cree que los fulminados
por el rayo mueren, pero que después reviven. Entonces comienzan a
ver en sueños a la Malintzi sentada en una silla dentro de la montaña
junto a “sus hijos”. Un conjurador fallecido contaba que, tras haber
sido pegado dos veces por el rayo, soñaba que se le aparecía la Malin-
tzi y le decía que su “suerte” o destino era ser su ayudante en la tierra.
Según ciertas personas, había rezado a Santa Bárbara para hacerse
conjurador;14 otros son curados por asociaciones de graniceros locales.
Estos sujetos deben ser de carácter “fuerte” y saber “hablar bien” al
rayo (Robichaux, 1997; 2008). Starr refiere que los pueblos de La
Malinche contaban en 1898 con ritualistas que controlaban las lluvias
y granizos, los únicos que tenían acceso a las cuevas del interior de La
Malinche y garantizaban las lluvias necesarias para la agricultura,
siendo recompensados colectivamente por el pueblo (Starr, 1900:21).
Cuando conjuran los granizos, los tiemperos miran hacia las nubes;
al principio no ven nada pero luego distinguen víboras, leones y otras
fieras, incluso jirafas y elefantes. Entonces alcanzan a ver a una mujer
grande y gorda con “harto cabello” que es la Malintzi y que le da al

14
Un informante de Robichaux tenía una imagen de Santa Bárbara en el altar de su casa
que dijo haber traído de una iglesia de Cholula, a donde fue poco después de ser alcanza-
do por el rayo.

183
David Robichaux y David Lorente Fernández

conjurador las instrucciones para ahuyentar los meteoros. Les habla


así: “Tias para que tizacuili tiquempehuas nichcame” (“ve para que cuides
y atajes a los borregos”). Los granizos se consideran “chivos” y el agua
“borreguitos”, y se debe cuidar para que éstos no devoren la milpa. Las
tormentas abarcan también el “huracán”, llamado ejcacóatl y descrito
como la cola de la víbora que baja de la nube o “cae” directamente 
del cielo. El oficio de “arrear” el granizo es descrito como algo suma-
mente peligroso pues los conjuradores pueden ser pegados por un rayo
o arrastrados por la tempestad hasta las orillas del mar.
Al pedir la lluvia los quiatlaz —“los que trabajan con el agua”—
ascienden a la cima del cerro a llevar ofrendas a la Malintzi: listones,
peines y escobetillas para que ésta se peine.15 Según algunos poblado-
res locales, se celebra la fiesta de La Bernaldina el día 20 de mayo.16
Con la música de un teponaxtle ascienden personas de los pueblos
locales hasta los arenales que se encuentran hacia la cima —o “la
corona”—, donde truenan cohetes, colocan cruces y flores junto a las
ofrendas referidas (Robichaux, 1997; 2008).
Los servicios comunitarios de los tiemperos eran retribuidos en
varias comunidades de la región. Nutini y Forbes (1987: 327) indican
que, hacia 1960, los ritualistas locales eran recompensados por pueblos
enteros o individuos concretos. En unos el pago era una especie de
sueldo y en otros era una contribución voluntaria (1987: 327). Robi-
chaux registró en el pueblo de Santa Isabel Xiloxoxtla que el quiatlaz
“levantaba acta” garantizando la lluvia y protección contra el granizo
y que en Acxotla del Monte, una vez recolectada la cosecha de maíz,
todas las casas le daban al granicero un chiquihuite como pago por
haber protegido la cosecha.

15
En la región de Ocuituco y Tetela del Volcán, en el estado de Morelos, Julio Glockner
(2001: 85) reporta que las mujeres con el pelo suelto tienen “la facultad de jalar un rayo...”
¿Será que se ofrendan estos objetos a la Malintzi para que se peine o recoja su pelo a fin
de no producir rayos?
16
Llama la atención la cercanía de esta fecha con el 19 de mayo, el primer paso del Sol
por el cenit (véase Broda, 2004a: 40-43). Como ha señalado Tim Tucker (2001: 69),
desde el cerro Teotón, en las cercanías de Cholula, el Sol sale sobre la cúspide de La
Malinche el 19 de mayo.

184
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

Conclusiones

Los fragmentos de la cosmovisión mesoamericana que acabamos de


examinar manifiestan principios comunes y variaciones locales. En
primer lugar observamos la presencia de rasgos acordes con las versio-
nes teóricas desarrolladas por Broda y López Austin: divinidades
mayores asociadas con el paisaje y dadoras de fertilidad y de muerte
mediante los meteoros, deidades auxiliares de las primeras con un
origen cercano al de los propios seres humanos, que se asemejan a
seres femeninos de largo cabello vinculados al control de las aguas, y
ritualistas atmosféricos reclutados por rayos con funciones que vincu-
lan los diversos aspectos del culto a los muertos, el paisaje, el ciclo
agrícola y el flujo cósmico de las fuerzas destructivas y vitales para la
vida global de las comunidades humanas y de las deidades.
Creemos, pues, que mientras el planteamiento de López Austin
sobre la cosmovisión destaca la funcionalidad cosmológica de la mis-
ma —en la estructura del universo, cursos naturales y divinos forman
un proceso generalizado que no sólo permite el desarrollo de la vida,
sino lograr la reproducción integral del cosmos—, la definición de
Broda resalta el vínculo estrecho de la cosmovisión y los rasgos del
paisaje que forman el sustrato empírico sobre el que se construye. La
“observación de la naturaleza” forma la base de la cosmovisión como
contraparte de los elementos míticos. Al poner el acento en distintos
aspectos del complejo de creencias que se remontan a la época pre-
hispánica, ambas definiciones resultan complementarias y conforman
un marco coherente que nos ha permitido leer los datos empíricos
recogidos en dos regiones mesoamericanas.
Mientras en la Sierra de Texcoco hallamos un sistema de circulación
de esencias regido por los ahuaques “dueños” de los manantiales, de-
pendientes en segundo término de la divinidad Tlaloc-Nezahualcoyotl
radicada en el cerro Tlaloc, en las comunidades de La Malinche
destaca la presencia de una divinidad central femenina que controla
el clima regionalmente. Los arroyos de Texcoco y el interior de la
montaña tlaxcalteca representan depósitos de aguas y riquezas, y son,
en cierto sentido, el lugar de origen de los rayos y de las precipitacio-
nes, sin duda evocaciones del Tlalocan mítico de los antiguos nahuas.

185
David Robichaux y David Lorente Fernández

En ambas áreas existe una jerarquización de las deidades como seres


tutelares que poseen auxiliares. Siendo en esencia ambivalentes, de
manera general velan por su propia reproducción al tiempo que por
el bienestar regional de los humanos.
Ambos complejos están estrechamente ligados a las conformacio-
nes topográficas locales: el sistema de irrigación texcocano se remon-
ta al reinado de Nezahualcoyotl y contaba con enclaves rituales como
el jardín del cerro de Tezcutzingo, donde el agua saltaba en fuentes y
acueductos y de cuya limpieza y mantenimiento se encargaban ya
entonces las comunidades serranas,17 y el extinto volcán La Malinche,
como un accidente geográfico dominante en la perspectiva de la región
tlaxcalteca, constituía el referente generador de las lluvias y una divi-
nidad petrificada en la geografía desde tiempos prehispánicos. Los
tlaxcaltecas no han concebido nunca su vida —tanto social como
económica— disociada de la montaña.
Actualmente los procesos históricos prolongados han ido mode-
lando, a partir de sus geografías específicas, desarrollos cosmológicos
“coherentes”: en Texcoco el inframundo es un ámbito poblado de
objetos modernos acordes a los nuevos conceptos urbanos de riqueza
y fertilidad —los ahuaques poseen luz eléctrica y vehículos—; el rey
Nezahualcoyotl se ha convertido en un dador regional de vida y de
lluvias como antes lo era del regadío; la Reina Xochitl habita en un
palacio semejante al del monarca en el cerro de Tezcutzingo (Lorente,
2011a, cap. 5). En la región de Tlaxcala, La Malinche ya no tiene
cántaros de lluvia sino “barriles” dentro de la montaña cuyo vibrante
interior se estremece con una especie de rugido de fábrica, tan cerca-
na a las experiencias asalariadas y urbanas de sus habitantes. En el
cielo y entre rayos La Malinche surge entre leones, elefantes y toda
clase de fieras foráneas (Robichaux, 1997; 2008). ¿Nos hallamos ante
el declive o la decadencia de sus cosmovisiones? Creemos más bien lo
contrario. Ambas regiones mantienen hoy viva una memoria históri-
ca o conciencia de historicidad. Las nuevas adopciones en apariencia
“ajenas” se integran en el cuerpo cosmológico tradicional mediante una

17
Véase, sobre este aspecto, Ixtlilxóchitl (1952, II: 209-210).

186
Variantes de la cosmovisión mesoamericana

lógica subyacente abierta a los procesos creativos (cfr. López Austin,


2001: 58-64). Siendo la prolongación contemporánea de variaciones
muy antiguas, están generando en el presente sus propios y endémicos
desarrollos. La cosmovisión parece trazar continuidades dinámicas a
partir de arraigadas nociones de tradición indígena mesoamericana
que desafían planteamientos simplistas de aculturación, así como las
igualmente simplistas categorías de indígena y mestizo que ocultan
realidades complejas.
Al respecto, como ha sostenido López Austin, en la época prehis-
pánica “la cosmovisión —y con ella la religión y la mitología particu-
lar— […] constituyó un sistema que rebasó los límites de cada una de
las distintas unidades políticas pertenecientes a una extensa tradición
histórica y cultural, y fue uno de los factores primarios de unidad
mesoamericana” (2000: 14-15). Sin embargo, dicha unidad no impidió
—y podríamos decir que no impide todavía hoy— que “la historia
común y las historias particulares de los pueblos […] actuaran dialéc-
ticamente para formar una cosmovisión mesoamericana rica en ex-
presiones regionales y locales” (1990: 30-31). En ese sentido, como
ha destacado Johanna Broda (1991), las variaciones del paisaje cons-
tituyen una importante pista para entender las diversas adaptaciones
y desarrollos específicos de la cosmovisión mesoamericana, y lo que
hemos planteado en este pequeño esfuerzo comparativo se debe en
gran parte a ellas.

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192
La unidad de la tradición
mesoamericana como presupuesto
para la comprensión de la diversidad

Alfredo López Austin*

La producción de la cultura y la diversidad


de las entidades culturales

Si consideramos que la cultura es producto y vehículo de las relaciones


sociales, que éstas son de muy distinta naturaleza y que se dan en di-
ferentes ámbitos y tiempos, tendremos que aceptar que la cultura de
cualquier grupo humano es un complejo sistematizado de elementos
procedentes de diversos procesos de producción cultural.
Hay culturas de distintos rangos y extensiones. Cualquier entidad
cultural (o cultura concreta) es un sistema dinámico en el que sus com-
ponentes (endógenos y exógenos) están organizados y jerarquizados para
integrar una red estructurada y móvil. Por tanto, podemos considerar
que una entidad cultural se forma a partir de un conjunto permanente
de relaciones sociales. Su delimitación espacio-temporal deriva de la
permanencia y extensión de dicho conjunto. Su caracterización puede
hacerse en referencia al tipo de las relaciones predominantes. Su deno-
minación, por lo regular, remite al grupo humano que es el actor prin-
cipal de dichas relaciones predominantes: cultura familiar, cultura
regional, cultura profesional, cultura de comunidad, etc. Bajo estos
presupuestos, si las correspondencias existentes entre las diferentes
entidades culturales se ilustraran con círculos de Venn, tendríamos
conjuntos, subconjuntos, uniones, intersecciones, diferencias, etcétera.

* Instituto de Investigaciones Antropológicas, unam.

193
Alfredo López Austin

La tradición mesoamericana

A lo largo de 45 siglos, sociedades de agricultores cultivadores de maíz


han vivido vinculadas históricamente en el territorio que hoy compren-
de la mitad meridional de México y la occidental de Centroamérica.
Con interrelaciones de naturaleza y permanencia variable, estas socie-
dades han producido una gama de culturas locales, regionales y de área
extensa. En su aspecto territorial más dilatado, la comunicación dio
como fruto una cultura común que ha tenido como marco temporal la
larguísima duración braudeliana. En territorios de dimensiones decre-
cientes, las culturas generadas se particularizaron desde tiempos remotos
por razones muy diversas que van del tipo de las relaciones sociales
(etnolingüísticas, comerciales, políticas, bélicas, etc.) hasta las corres-
pondientes a los ámbitos naturales. Esto hace que la tradición mesoame-
ricana se caracterice, paradójicamente, tanto por su sólida base común
como por una diversidad que en ocasiones llega al fuerte contraste.

La díada unidad/diversidad

El estudio de la cultura debe descansar en buena parte en el conoci-


miento de los distintos procesos de producción cultural, lo que inclu-
ye, obviamente, los procesos de sistematización de elementos. El en-
foque procesual lleva al uso del método comparativo en los distintos
rangos espaciales y temporales de la cultura, pues sólo a partir de la
confrontación de dos o más sociedades, diferentes en el tiempo y en el
espacio, se puede percibir la génesis de los elementos culturales. El eje
de este estudio es la díada de opuestos complementarios unidad/diver-
sidad. Metodológicamente el paso inicial debe ser dirigido a la apre-
hensión de la unidad, ya que la diversidad sólo se puede aquilatar con
referencia a la primera. La inversión de este orden nos perdería en un
océano de particularismos desarticulados (López Austin, 1994: 12-13).

Tras un método comparativo

La comparación debe trascender el simple enunciado de semejanzas y


diferencias. El mero pareado de los rasgos similares es engañoso, pues

194
La unidad de la tradición mesoamericana

puede conducirnos no sólo a casos de paralelismo (que en algunas


ocasiones es asombroso), sino a semejanzas aparentes o a continuida-
des anacrónicas. Aunque sería pantanoso para fincar el arranque de la
investigación, no es desechable, ya que pudiera ser considerado como
una lista previa de pistas primarias que incitarían la búsqueda; sin
embargo, es insuficiente para sustentar una hipótesis.
Ya Carrasco (1985: 182) critica la forma en que los difusionistas
reúnen sus materiales de estudio, diciendo que “se afanan por localizar
geográficamente rasgos individuales, especialmente los de cultura
material, y se ocupan menos de comparar cómo se configuran en su
totalidad las sociedades y culturas correspondientes”. Al concordar
con Carrasco, agrego que este procedimiento simple supone no sólo
el riesgo de tomar como semejanzas reales las meramente aparentes,
sino el de ignorar la equivalencia de rasgos de apariencia diferente que
tienen iguales significados en contextos afines.
El reto es formular hipótesis firmes, basadas no en la existencia de
elementos aparentemente iguales, sino en articulaciones complejas
de elementos culturales, que identifiquen, primero, semejanzas reales, y
que después permitan establecer relaciones jerárquicas y estructurantes
en las entidades culturales que se comparan. Esta búsqueda es indispen-
sable para evaluar los procesos sociales que dieron lugar a la coincidencia.

La comparación de los mitos

Supongamos que nuestra atención se centra en expresiones orales


semejantes que provienen de sociedades diferentes. Es frecuente en-
contrar los mismos cuentos, leyendas, canciones y mitos en dos o más
grupos humanos, tanto cercanos como distantes. Sin embargo, el valor
de la inserción de estas expresiones en la cultura no es el mismo. Un
cuento, por ejemplo, puede transitar sin dificultad de una sociedad a
otra o puede heredarse a través de las generaciones sin que importen
demasiado los cambios históricos. Basta que existan para el paso, ade-
más del necesario contacto directo o indirecto, gustos narrativos simi-
lares, formas parecidas de creación literaria y tópicos que sin necesidad
de contacto están ampliamente distribuidos en el mundo, como son el

195
Alfredo López Austin

castigo por la desobediencia a los padres o la confrontación entre suegra


y nuera. En igual forma, un mito puede pasar de una sociedad a otra o
de una generación a otra cuando es simple obra de divertimento. Así
recibimos los mitos griegos. Pero cuando el relato mantiene su carácter
mítico, la situación es diferente: el traslado sólo se da si se cumplen
requisitos estrictos. Veamos como ejemplo el mito de Homshuk. Se
encuentra, al menos, entre zoques, popolucas, nahuas, tzotziles, toto-
nacos, tepehuas, huastecos y tarascos, con obvias variantes como al-
gunos episodios de las aventuras o los nombres de los personajes.1 Este
mito exige a las sociedades usuarias una misma concepción de la tem-
poralidad mítica, una espacialidad cósmica común, igual necesidad de
justificar el establecimiento de los ciclos pluvial y de generación del
maíz, la coincidencia de personajes, aventuras y símbolos, etc. El mito
ocupa, además, una posición y una jerarquía similares en los contextos
culturales particulares de las sociedades usuarias.
En un trabajo anterior busqué bases metodológicas para comparar
mi­tologías (cfr. López Austin, 1995). Propuse entonces la formulación
de paradigmas cósmicos que sirvieran como unidades básicas en la
comparación. En el caso del mito al que recurro como ejemplo en
esta ponencia, el paradigma cósmico gira en torno a la ciclicidad del
maíz y de la lluvia (López Austin, 1996). ¿Cómo se construye el pa-
radigma? Creo conveniente el paso por dos etapas previas: la búsque-
da de los asuntos míticos nodales y la formación de un complejo de
dichos asuntos nodales.

Los asuntos nodales

Las narraciones míticas, como muchas otras formas de expresión, son


vehículos de asuntos heterogéneos: cosmológicos, estéticos, recreativos,
morales, identitarios, etc. Para las comparaciones que aquí nos inte-
resan se elegirían los asuntos cosmológicos. Éstos no se encuentran

1
La bibliografía sobre el personaje es extensa. Señalo sólo unos cuantos ejemplos: Elson,
1947; Foster, 1945; García de León, 1969; González Cruz y Anguiano, 1984; Guiteras
Holmes, 1965; Ichon, 1973; Law, 1957; Münch, 1983 y Williams García, 1972.

196
La unidad de la tradición mesoamericana

explícitamente enunciados en los mitos, por lo cual el análisis del


relato debe empezar por distinguir tres niveles, que van de lo particu-
lar y concreto a lo general y abstracto del relato. En este orden, en-
contraremos que los asuntos cosmológicos del mito son hazañosos,
nodales y nomológicos (López Austin, 1995: 222-226; 1996: 319-320).
Los asuntos hazañosos son los más patentes. Son las aventuras de
los dioses narradas en el texto. Los dioses —o los personajes que cubren
su condición divina— se odian, se aman, luchan, se mienten, se agre-
den, pasan pruebas y dificultades, obtienen recompensas… en fin, su
actuar es una clara proyección de la vida social mundana, vía que
permite su difusión en la colectividad. Las peripecias míticas culminan
en una incoación. En efecto, los pasajes del relato se revelan como el
camino que conduce a la construcción de un componente del aparato
cósmico, al arranque de un ciclo, a la formación de una criatura pri-
mordial de su especie o al establecimiento de una institución. Este
final incoativo se da en el tránsito del tiempo del mito al tiempo del
mundo.
Las aventuras remiten a un sentido más profundo: los procesos de
creación. Por ello es muy frecuente que distintas versiones de un mito
o incluso distintos mitos se refieran con episodios hazañosos diferentes
a un mismo contenido profundo. Los asuntos nodales son, precisamen-
te, estos procesos de creación, relatados en forma de sucesos emocio-
nantes. Están implícitos, muchas veces demasiado ocultos, tras la
pantalla de las proezas. A su vez, los asuntos nomológicos subyacen en
los nodales: son las leyes cósmicas que rigen los procesos de creación.
Aunque para el estudio del mito son tan importantes las leyes cós-
micas como los procesos de creación y las aventuras con las que éstos
son expresados, para efectos de la construcción de los paradigmas
cósmicos la atención del investigador debe centrarse en lo nodal.

Los complejos de los asuntos nodales

Las aventuras de Homshuk están compuestas por numerosos y varia-


bles episodios del viaje del huérfano a la región de la muerte. El joven
va en busca de su padre difunto. Para volver a verlo debe luchar con-

197
Alfredo López Austin

tra los señores que gobiernan el inframundo. Alcanza la victoria, y


con ella obliga a los señores derrotados a resucitar a su padre. Cuan-
do éste recobra la vida, Homshuk lo conduce a la superficie; pero allí
un accidente le causa una segunda muerte, y el padre regresa al fondo
de la tierra.
Esto es lo hazañoso. La precisión de lo nodal en el mito de Hom­
shuk nos lleva a un proceso que desemboca en la apertura del infra-
mundo. La región de la muerte es el repositorio de las aguas y las
“semillas-corazones” de las criaturas cuando éstas se encuentran sin su
cobertura de materia pesada. La apertura permitió por vez primera —e
incoadota— tanto la salida provisional de la semilla-corazón del maíz
como la de las aguas estacionales que coadyuvarían en la germinación.
El resultado del proceso creador fue, por tanto, la instauración de dos
ciclos fundamentales para la existencia del ser humano en el mundo.
Pasemos a la segunda etapa. Una vez precisados los asuntos nodales,
es necesario buscar mitos, relatos no míticos, ritos, representaciones
pictóricas o expresiones de cualquier otro tipo que contengan asuntos
similares. Estas expresiones aportarán más elementos que, al agrupar-
se, serán recíprocamente aclaratorios. Así es posible reducir la opaci-
dad de las hazañas míticas. Pero, de manera más importante, el con-
junto puede revelar que, pese a la diversidad y aparente desarticulación
de las numerosas hazañas míticas, existe un orden amplio, un comple-
jo de asuntos nodales que están fuerte y lógicamente interrelacionados.

El paradigma cósmico

El complejo de asuntos nodales permite, pues, percibir el sentido ló-


gico de un proceso cósmico más amplio, una especie de macromito
nodal tácito, del cual los mitos particulares son facetas. Esto permite
construir un paradigma cosmológico, la unidad básica de la compara-
ción, guía en la búsqueda de un fondo común en cada una de las en-
tidades culturales que se confrontan. Pero ¿cómo caracterizar el para-
digma cosmológico?
Empecemos con una aclaración terminológica. Como muchos otros
vocablos empleados en la teoría, paradigma es un término demasiado

198
La unidad de la tradición mesoamericana

laxo. Ha sido usado en forma tan libre que se ha cargado de ambigüe-


dad. Es indispensable, por ello, precisar algunas notas del contenido
que aquí se da a paradigma cosmológico:
a) Es un recurso heurístico, destinado al estudio de los elementos
fundamentales de una cosmovisión; es el esquema intelectual que
incluye concepciones básicas sobre fuerzas, estructuras y procesos
cósmicos.
b) Es un modelo en cuanto representación sintética de la realidad;
en cuanto construcción lógica lo suficientemente operable y transpa-
rente como para explicar un extenso acervo de concepciones comple-
jas, fuertemente interrelacionadas y difícilmente comprensibles en su
particularidad.
c) No es ni una mera elaboración arbitraria del investigador ni la
formulación de la cosmovisión por su creador-usuario. Al construir el
paradigma se pretende descubrir y exponer, al menos en parte, una
abstracción que resulta de la lógica inherente a las concepciones que
se estudian.
d) Sin embargo, no se desconoce la influencia que ejerce el ámbito
histórico y cultural del investigador sobre su percepción.
e) Es un recurso destinado a la explicación global de concepciones
similares en sus diversas variantes de manifestación. Dentro de la
larga duración cultural, pretende trascender las particularidades que
se dan en el tiempo, en el espacio y en las culturas específicas de una
gran tradición. Pretende también esclarecer algunas de las formas de
expresión opacas que son comunes en ritos, mitos, metáforas, imágenes
visuales y otras vías de transmisión de los principios fundamentales.
f) Como recurso heurístico formulado en el ejercicio de compren-
sión de una cosmovisión, es perfectible.

Conclusiones

Se ha utilizado el paradigma cosmológico como ejemplo de los para-


digmas. Sin embargo, es posible construir paradigmas de los diversos
campos que integran una cultura. La función principal del paradigma
es servir para la identificación de semejanzas reales entre dos o más

199
Alfredo López Austin

entidades culturales. Sin embargo, es un punto clave de referencia para


distinguir la diversidad y sus matices. En efecto, no es lo mismo la
divergencia entre elementos equivalentes de un mismo complejo que
la diferencia entre elementos disímbolos, y entre unos y otros se forma
toda una gama.
El uso de paradigmas permite el manejo de un volumen conside-
rable de material cultural. En forma correspondiente, el manejo de un
considerable volumen de material cultural permite corroborar de
manera firme la existencia de los lazos de parentesco cultural entre
sociedades históricamente relacionadas. Mientras el paradigma des-
cubra un entramado más tupido de las redes lógicas, aumentará en
el investigador la certeza sobre los componentes del núcleo duro de
una tradición.

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201
Reflexiones históricas

Antropología y geopolítica
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas:
el proyecto Man-in-Nature (1956-1962)

Andrés Medina Hernández*

Dos figuras emblemáticas de la antropología mexicana del siglo xx son


Calixta Guiteras Holmes (1905-1988) y Ricardo Pozas Arciniega
(1912-1994), miembros de la primera generación inscrita en la Escue-
la Nacional de Antropología e Historia (enah) y participantes en el
proyecto de investigación auspiciado por el Gobierno del Estado de
Chiapas, el Departamento de Antropología de la Universidad de Chi-
cago, la Carnegie Institution y la propia enah. Unido a la figura y a
la obra de Ricardo Pozas está Juan Pérez Jolote, su amigo y colaborador,
de Chamula, la comunidad tzotzil donde desarrolló su investigación
etnográfica. Formado como maestro rural y militante cercano al Par­
tido Comunista, Pozas desarrolló una intensa actividad de campo para
hacer una monografía de San Juan Chamula desde una perspectiva
funcionalista, bajo la rigurosa dirección de Sol Tax, director del pro-
yecto. El estricto positivismo de la propuesta funcionalista condujo a
Pozas a una despersonalización de los individuos a los que se refiere en
su descripción y análisis; no aparecen los nombres personales, sola-
mente consigna sus iniciales. La profunda convicción política de
Pozas lo condujo a preparar un texto de denuncia a partir de la bio-
grafía de Pérez Jolote, para lo cual acude a la realización de una histo-
ria de vida, en cuya narración alude a los aspectos significativos de la
cultura de Chamula. Por voz del propio Pérez Jolote conocemos las

* Instituto de Investigaciones Antropológicas, unam.

205
Andrés Medina Hernández

condiciones de pobreza, violencia y discriminación que padecen los


indios chiapanecos (Pozas, 1948).
Por su parte, Calixta Guiteras Holmes, cubana, llegó a México
exiliada por la dictadura; su hermano, Antonio Guiteras, ministro en
uno de los gobiernos democráticos, había sido asesinado por órdenes
de Fulgencio Batista. Llegó acompañada de su esposo, Alberto Ruz
Luhlier, y ambos se inscribieron en la enah, donde fueron al mismo
tiempo alumnos y profesores, pues para sobrevivir impartían clases de
inglés y de francés, respectivamente. Incorporada al primer grupo
de alumnos que hizo trabajo de campo en Chiapas, bajo la dirección de
Sol Tax, Calixta, o “Cali”, como era llamada afectuosamente, se es­
pecializa en los estudios de parentesco y da cuenta de los sistemas
patrilineales de Cancuc y Chalchihuitán, comunidad tzeltal la prime-
ra, y tzotzil la segunda, pero sobre todo apunta la presencia de “cal­pules”
en ambas comunidades, características que también reporta Alfonso
Villa Rojas en otra comunidad tzeltal donde investiga, Oxchuc; con
estos trabajos se abre una novedosa discusión tanto sobre los sistemas
de parentesco de los pueblos indios como sobre la importancia del
calpulli en su organización social (Medina, 1996).
Sin embargo, la contribución más significativa de Cali la realizó en
el pueblo tzotzil de San Pedro Chenalhó, donde por instrucciones de
Robert Redfield, y gracias al apoyo de Sol Tax, ambos de la Universi-
dad de Chicago, desarrolló una original investigación sobre la visión
del mundo, para lo cual estableció un intenso diálogo con su colabo-
rador y compadre Manuel Arias Sojom. En un notable esfuerzo que
podemos llamar polifónico, pues intervinieron decisivamente los
cuatro personajes involucrados, se elaboró una obra fundamental para
los estudios etnográficos de los pueblos indios chiapanecos y se senta-
ron las bases, teóricas y metodológicas, para una discusión que ocupó
activamente a los estudiosos mexicanos desde finales del siglo xx, la
de la cosmovisión mesoamericana; se trata de Los peligros del alma.
Visión del mundo de un tzotzil (Guiteras, 1965).
Junto con Cali Guiteras y Ricardo Pozas, el grupo que condujo
Tax a los Altos de Chiapas, a finales de 1942, estaba formado por
Fernando Cámara, Rosa María Lombardo, Anne Chapman, Gabriel
Ospina, Ricardo Soto y Nabor Camelo. Fernando Cámara Barbacha-

206
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

no hizo trabajo de campo, en 1944, en Tenejapa, Mitontik y Zi­


nacantan y, luego de haberse graduado en la enah, recibió una beca
de la fundación Rockefeller para hacer estancias en varios países de
Sudamérica durante dos años; viajó después a Chicago para continuar
sus estudios y, al retornar a México, se incorporó al cuerpo docente
de la enah como profesor y secretario académico. Anne Chapman
(1922-2008), discípula de Paul Kirchhoff, desplegó una brillante
trayectoria luego de su recepción profesional en la enah como etnó-
loga; colaboró con Karl Polanyi en la Universidad de Columbia,
donde obtuvo su primer doctorado, y posteriormente participó con
el equipo de Claude Lévi-Strauss, en Francia, obteniendo un segun-
do doctorado con sus materiales de los pueblos de Tierra del Fuego
(Medina, 2007).
Gabriel Ospina, alumno colombiano, se integró, luego de su expe-
riencia chiapaneca, al equipo dirigido por George M. Foster, de la
Universidad de California, para hacer investigaciones en la región
purépecha, en Michoacán. Colaborador activo en la preparación de
la monografía clásica sobre Tzintzuntzan (Foster, 1948), no volvemos
a tener noticia de él, como tampoco la tenemos de los otros dos alum-
nos que constituyeron el primer grupo de la enah que fue a Chiapas,
Ricardo Soto y Nabor Camelo. Finalmente, Rosa María Lom­bardo
fallece prematuramente tras su regreso de la experiencia chiapaneca,
aunque alcanza a publicar un libro producto de su estancia en Oxchuc
(Lombardo, 1944).
Este proyecto de investigación antropológica, desarrollado entre
los pueblos mayenses de los Altos de Chiapas, tuvo sin duda repercu-
siones profundas en el proceso de configuración de la antropología
mexicana, y forma parte de las diversas actividades que llevó a cabo
un conjunto de instituciones gubernamentales fundadas en los años
treinta y comienzos de los cuarenta en México; las que articularon a
una entusiasta comunidad que inició la que sería conocida como la
“época de oro” de la antropología mexicana (Téllez, 1987). Conocemos
ahora las circunstancias y resultados de diversos eventos que incidieron
en la constitución de esta comunidad científica, sin embargo se ha
explorado poco la complejidad de las relaciones establecidas entre las
instituciones mexicanas y las estadounidenses, como son en este caso

207
Andrés Medina Hernández

las universidades de Chicago y de California, que emprendieron pro-


yectos conjuntos con las instituciones nacionales y contribuyeron a la
formación de científicos.
Estas relaciones entre las comunidades científicas de Estados Uni-
dos y de México se enmarcan en el complejo ámbito de una larga
historia entre ambos países, caracterizada por una geopolítica en la
que la tendencia dominante ha sido el despliegue de una estrategia
imperial hacia América Latina, cuyo primer eslabón es México, y el
sinuoso proceso de negociaciones diplomáticas, comerciales, políticas
y militares entre ambos países, en condiciones en las cuales México
ha sido sistemáticamente agredido y despojado por los intereses del
capitalismo estadunidense. En este contexto dominado por los inte-
reses imperiales, por un lado, y por un receloso y suspicaz nacionalismo,
por el otro, resulta delicado analizar las relaciones entre ambas comu-
nidades científicas. En el caso mexicano, las respuestas a las iniciativas
de colaboración con Estados Unidos han sido muy polarizadas, sea que
se interpreten como una intervención abusiva, o bien se les reciba con
una actitud colaboracionista y acrítica.
Aunque habría que matizar este señalamiento, pues sin duda es
posible reconocer diferentes etapas en el largo proceso de las relacio-
nes entre México y Estados Unidos, pues mientras en el periodo que
sigue a la etapa armada de la Revolución Mexicana hay una gran
desconfianza por la política intervencionista del gobierno estadu­
nidense, como se expresa bajo la presidencia de Plutarco Elías Calles,
por ejemplo; en las condiciones apremiantes de la Segunda Guerra
Mundial se desarrolla una colaboración intensa entre ambos gobiernos.
La luna de miel termina a inicios de los años setenta, cuando en los
medios progresistas y universitarios nacionales se protesta por la gue-
rra que despliega Estados Unidos en Vietnam, así como por su cre-
ciente intervención en América Latina, al apoyar a las dictaduras
sudamericanas, cuyo momento crítico es el derrocamiento de Salvador
Allende, presidente de Chile elegido democráticamente, y que tiene
como antecedente la invasión a Cuba y la política de bloqueo a las
acciones del gobierno de Fidel Castro. Una nueva etapa se inicia con
la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, en 1994,
cuando se desarrolla un complejo proceso de interrelaciones comer-

208
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

ciales, de rearticulación de las economías y de un diverso intercambio


científico y cultural.
En la historia de las relaciones entre las comunidades antropoló-
gicas de México y Estados Unidos, cuyos antecedentes se remontan
a los comienzos del siglo xx, cuando se constituyó el pequeño grupo
de investigadores en el Museo Nacional, la etapa de mayor intercam-
bio se dio en el periodo 1940-1970, como apuntamos; sin embargo,
poco se ha investigado las diversas implicaciones teóricas, metodo-
lógicas, profesionales y de constitución de redes científicas generadas
en los proyectos en los que intervinieron instituciones de ambos países
(la excepción es la sustanciosa investigación de Mechthild Rutsch,
2007, sobre la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología
Americanas, fundada por Franz Boas y Eduard Seler).
En los años cuarenta hay por lo menos tres grandes proyectos de
investigación en los que participaron instituciones universitarias y
científicas de Estados Unidos; dos de ellos están relacionados con la
enah, el de la Universidad de California y el de la Uni­versidad de
Chicago; en tanto que el tercero, auspiciado por la Carnegie Institu-
tion desde 1914, e instalado en México a partir de 1923, es el dirigi-
do por Sylvanus G. Morley en el área maya, el cual abarcaba también
Guatemala y Honduras. Aunque el inicio de este proyecto se realizó
luego de la firma de un convenio con el gobierno mexicano, en el que
tiene una participación directa Manuel Gamio —como su repre­
sentante, desde la Dirección de Antropología, en la Secretaría de
Agricultura—, la incorporación de investigadores mexicanos es prác-
ticamente nula.
En este ensayo daremos cuenta del proyecto de investigaciones
Man-in-Nature desarrollado por el Departamento de Antropología de
la Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas durante el periodo
1956-1962, en el cual colaboraron el Instituto Nacional Indigenista
(ini), particularmente a través del Centro Coordinador Indigenista de
la Región Tzeltal-Tzotzil, cuyo director era Alfonso Villa Rojas; la
unam, específicamente Mauricio Swadesh, del Instituto de Investiga-
ciones Históricas; y la enah. De la enah había dos grupos: el que
coordinaba Fernando Cámara, cuyo objetivo principal era preparar
ponencias para la VIII Mesa Redonda que se realizaría en San Cristóbal

209
Andrés Medina Hernández

Las Casas en 1959. En este grupo estaban Luis Reyes, Marcelo Díaz de
Salas, Aura Marina Arriola (guatemalteca), Rosendo Escalante (perua-
no) y Manuel Zabala (colombiano). De ellos sólo este último, Zabala,
realizaría una investigación profunda en Zinacantán; su investigación,
sobre el sistema de cargos y el comercio de la sal, le serviría para pre-
parar su tesis profesional. Un resultado de esa investigación es el en-
sayo que publicó en el primer número de Estudios de Cultura Maya
(Zabala, 1961). De hecho fue Zabala quien introdujo a Frank Cancian,
estudiante de la Universidad de Harvard, a la comunidad zinacanteca.
Este primer grupo no tuvo vínculos con el proyecto Man-in-Nature,
por lo menos en su primera etapa (1956-1959), aunque durante la
segunda se incorporaron Marcelo Díaz de Salas y Manuel Zabala, como
se narrará más adelante. El segundo grupo de la enah estaba formado
por quienes participábamos en el proyecto Man-in-Nature en el equi-
po de lingüística, coordinado por N. A. McQuown, la maestra Evan-
gelina Arana de Swadesh, Roberto Escalante y Andrés Medina.
La perspectiva que desarrollo en este texto es la de un participante
activo, lo que sin duda introduce un buen margen de subjetividad, que
evidentemente asumo. En la primera fase del proyecto (1956-1959)
participé solamente durante el verano de 1958, recolectando datos
lingüísticos en la zona fronteriza entre el tzeltal y el tzotzil, y en los
meses de febrero-marzo de 1959 levantando un censo en Chanal,
comunidad tzeltal, luego de lo cual regresé a la ciudad de México para
incorporarme como ayudante de Roberto Weitlaner, en el departa-
mento de Investigaciones Antropológicas del inah. En enero de 1961
me integré nuevamente al proyecto de la Universidad de Chicago,
pero esta vez para realizar una investigación etnográfica en Tenejapa,
una comunidad tzeltal, para lo cual permanecí en el campo durante
ocho meses, pues en el verano realicé un largo recorrido por todos los
parajes de Oxchuc, acompañado por José Gómez, hablante de tzeltal
de Oxchuc, para recoger material lingüístico; específicamente registré,
por escrito y con una grabadora, el vocabulario de 250 oraciones dise-
ñado por Swadesh y adaptado a los requerimientos específicos de la
investigación dialectológica por Norman A. McQuown, lingüista
director del proyecto. En enero de 1962 regresé a la ciudad de México
para dedicarme a la redacción de mi informe final y de mi tesis profe-

210
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

El grupo de investigadores en la Casa Chicago. De izquierda a derecha, de pie: Cali Guiteras, Esther
Hermitte, Nicholas Hopkins, Roberta Montagu, John Hotchkiss, Julian Pitt-Rivers, Eva Hunt, Charles
Mann, Lilo Stern, Norman A. McQuown; hincados: Marcelo Díaz de Salas y Andrés Medina. Archivo
fotográfico Andrés Medina.

211
Andrés Medina Hernández

sional, lo que pude hacer gracias a una beca de seis meses que me fue
otorgada en la enah.

La larga historia que antecede

El trasfondo en el que se definen las relaciones de las instituciones


estadunidenses hacia la cultura y la historia de los pueblos indios
mexicanos es de saqueo y de despojo. No de otra manera podemos
reconocer la participación de Edward H. Thompson, como cónsul de
Estados Unidos para Yucatán y Campeche, en el dragado del cenote
sagrado de Chichén Itzá y el contrabando de los objetos encontrados
hacia los museos de Estados Unidos, quienes lo habían contratado
originalmente para esa misión, pero que gracias a las influencias de
poderosos políticos e investigadores asume un papel diplomático. Con
la colaboración de Alfred M. Tozzer y Sylvanus G. Morley, entre otros,
envía subrepticiamente los objetos encontrados al Peabody Museum,
de la Universidad de Harvard, donde trabajaban ambos estudiosos.
Con el apoyo de un rico mecenas adquiere la vasta extensión de una
hacienda donde se ubica la enorme zona arqueológica de Chichén Itzá,
la cual posteriormente renta a Morley para que se instale el centro de
investigaciones arqueológicas auspiciado por la Carnegie Institution
(Brunhouse, 1989).
No muy diferente fue la actividad que desplegó Carl Lumholtz,
contratado por el Museo de Historia Natural de Nueva York, quien a
lo largo de los años noventa del siglo xix hizo cuatro grandes recorri-
dos por el noroeste y oeste mexicanos, recogiendo una gran diversidad
de objetos, desde piezas arqueológicas que excavaba o compraba ma-
teriales culturales diversos de los pueblos indios por los que pasaba
hasta muestras de cabello, esqueletos y cráneos. De hecho fue expul-
sado de una comunidad purépecha cuando intentaba adquirir el ca-
dáver de una persona recién fallecida. Todas sus adquisiciones las
enviaba periódicamente a Estados Unidos a lo largo de sus recorridos
(Moszowski, 2010).
Una de las más importantes experiencias de colaboración entre
Estados Unidos y México, en el campo de la antropología, es la que

212
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

protagonizó Franz Boas, el más importante antropólogo de la primera


mitad del siglo xx en Estados Unidos, quien desarrolló una perspecti-
va teórica fundada en el relativismo cultural y en la rigurosa investi-
gación empírica. Contratado por el gobierno porfirista, por medio de
Justo Sierra y Ezequiel Chávez, en el Ministerio de Instrucción Pú­blica,
para inaugurar la cátedra de antropología en la Universidad Nacional,
fundada en septiembre de 1910, aprovechó su estancia en el país para
organizar, con la estrecha colaboración de E. Seler y con el apoyo de
varias universidades estadunidenses y varios gobiernos europeos, la
Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas (eiaea).
Esta institución abrió sus puertas en 1911 para formar exclusivamen-
te investigadores en los campos de la antropología; entre sus becarios
mexicanos estaban Manuel Gamio e Isabel Ramírez Castañeda, alum-
nos de antropología del Museo Nacional (Rutsch, 2007).
Desde su ingreso a la Universidad de Columbia, en 1895, Boas
desplegó una enérgica actividad que condujo a la profesionalización
de la antropología en Estados Unidos, pero su más importante objeti-
vo fue el desarrollo de una concepción teórica, basada en el trabajo de
campo intensivo, que se opusiera al evolucionismo y sus vastas gene-
ralizaciones. Comienza así a formar una nueva generación de antro-
pólogos que continuó sus planteamientos teóricos y metodológicos, y
ocupó las plazas de profesores de antropología en diferentes universi-
dades. Alfred L. Kroeber se graduó como doctor en 1901 y fundó el
Departamento de Antropología en la Universidad de California. Boas
fundó, en 1899, la American Anthropological Association (aaa), y
convirtió a la revista American Anthropologist (aa) en su publicación
oficial; esta revista, fundada en 1889, era publicada por la Anthropo-
logical Society of Washington (asw), con una orientación evolucio-
nista. Estas acciones condujeron a una confrontación entre Boas y sus
alumnos y el grupo dominante, constituido por lo que Sydel Silverman
ha llamado el eje Washington-Cambridge, pues sus sedes se encontra-
ban tanto en la Universidad de Harvard como en la ya citada asw. Se
trató de una lucha entre el establishment evolucionista, que mantenía
planteamientos racistas y fundamentalistas, y el grupo boasiano, apoya-
do en una propuesta historicista. Si bien no se trataba solamente de una
disputa teórica, se buscaba el control del National Research Council

213
Andrés Medina Hernández

y otros fondos de la aaa, de su revista, y de los nombramientos en los


nuevos departamentos de antropología. El grupo dominante, entre
quienes estaban los declarados enemigos de Boas (Ales Hrdlicka, Ernest
A. Hooton, Charles B. Davenport), reaccionó tildándolos de “judíos
e inmigrantes” (Silverman, 2005).
Aleš Hrdlicka,
ˇ prestigioso antropólogo físico del National Museum,
en Washington, visitó México al acompañar a Carl Lumholtz en uno
de sus recorridos por el norte del país, y estableció una relación amis-
tosa y profesional con Nicolás León, del Museo Nacional. León, como
el grupo de investigadores del Museo, mantenía una posición teórica
evolucionista, como lo muestran claramente sus numerosos trabajos
publicados. Así que cuando se suscita la confrontación con Boas, el
grupo del Museo encuentra el apoyo de sus colegas evolucionistas,
específicamente de Hrdlickaˇ (este acontecimiento está ampliamente
documentado por Rutsch, 2007).
De los alumnos del Museo becados en la eiaea, destacan Isabel
Ramírez Castañeda, la primera arqueóloga mexicana, y Manuel Gamio.
Como se ha señalado ampliamente en su biografía, Gamio realizó sus
estudios de maestría en la Universidad de Columbia, con el apoyo de
Boas y del propio Museo, donde hizo investigaciones arqueológicas
con Marshall Saville en Ecuador. Graduado en 1911, regresó a Méxi-
co y se incorporó al Museo en momentos en que se reorganizaban las
actividades académicas. La antigua Inspección de Arqueología, diri-
gida por Leopoldo Batres, se había trasladado al Museo, además se
estaban reestructurando las investigaciones y cuidado de las zonas
arqueológicas bajo resguardo. Eran los años convulsos que siguieron
al levantamiento armado de 1910 y a la caída del régimen de Porfirio
Díaz, años de lucha entre los diversos grupos que se disputaban el
control del país. Gamio se integró a una organización masónica en la
que estaban, entre otros, Jesús Silva Herzog, Eduardo Villaseñor, Die-
go Rivera y Gilberto Loyo, y declaró sus simpatías por el carrancismo
(Urías Horcasitas, 2007: 86); para 1916 encabezaba una comisión oficial
a un congreso de demografía que se realizó en Nueva York. Es también
el año en que publicó su emblemática Forjando patria, donde se sientan
las bases de la articulación entre antropología, arqueología y política
indigenista. En 1917 movilizó sus relaciones con los funcionarios ca-

214
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

rrancistas en el poder, algunos de los cuales habían sido sus condis-


cípulos en la Escuela de Ingeniería, y consiguió la aprobación del
Congreso para la creación de la Dirección de Estudios Arqueológicos
y Etnográficos, en la Secretaría de Agricultura y Fomento. Al siguien-
te año cambió su denominación por la de Dirección de Antropología,
atrayendo las funciones anteriores de la Inspección de Arqueología,
es decir, el control de las zonas arqueológicas (Rutsch, 2007: 395).
Desde la Dirección de Antropología, Gamio dirigió la gran inves-
tigación sobre la población del Valle de Teotihuacán, con un equipo
de investigadores que no guardaba relación con el Museo Nacional ni
con la Universidad Nacional. Con la introducción y las conclusiones
de esta investigación obtuvo el doctorado en arqueología en la Uni-
versidad de Columbia, en 1922; para entonces era ya un activo inte-
lectual y político que además dirigía la revista Ethnos, financiada por
el gobierno del presidente Álvaro Obregón. Con el acceso a la presi-
dencia de Plutarco Elías Calles, en 1925, Gamio es nombrado subse-
cretario de Educación, trasladando entonces la Dirección de Antro-
pología a la Secretaría de Educación. Sin embargo, seis meses después
es obligado a renunciar a su puesto por el propio presidente, en un
incidente que se ha presentado como consecuencia de una denuncia
de corrupción, pero que más bien parece consecuencia de una pugna
política entre el secretario Manuel Puig Casauranc y Gamio (como lo
sugiere Rutsch, 2007: 395).
Uno de los mayores proyectos de investigación antropológica de-
sarrollados en México, si no es que el mayor en el periodo de entre
guerras, es el auspiciado por la Carnegie Institution, dirigido por Syl-
vanus G. Morley, para el estudio de la antigua civilización maya. Este
proyecto revela el trasfondo estratégico de las investigaciones, pues se
relaciona con el interés político-militar de Estados Unidos sobre el
mar Caribe, en el contexto de la confrontación con Alemania, pero
también tiene que ver con el proceso de expansión hegemónica sobre
los países del continente americano. En la guerra hispanoamericana
de 1898 Estados Unidos establece las fronteras de su área de influencia
y control militar, en el Pacífico con Filipinas, y en el Golfo de México
con Puerto Rico; posteriormente, al continuar con la construcción del
Canal de Panamá, inaugurado en 1914, fija su frontera sur.

215
Andrés Medina Hernández

Morley se formó como estudioso de la cultura maya en la Univer-


sidad de Harvard, donde se encontraban Alfred M. Tozzer y otros
mayistas, situándose así en el centro intelectual del nacionalismo
fundamentalista que defiende la supremacía blanca, en estrecha re-
lación con la capital federal, Washington, D. C., sede del poder
político, y de la Anthropological Society of Washington, controlada
por el grupo de antropólogos dominante en Estados Unidos, defensor
de la teoría evolucionista, desde la que fundamentan sus posiciones
racistas (Silverman, 2005). Al ingresar a la Carnegie Institution, en
1914, Morley comenzó su proyecto arqueológico como una cobertu-
ra para desarrollar actividades de espionaje en un área que va desde
la península de Yucatán, estableciendo su sede en la ciudad de Mé-
rida, hasta el Canal de Panamá, para lo cual rentó un barco con el
que recorría las costas caribeñas de México y Centroamérica. Su
misión era la de detectar posibles bases de submarinos alemanes y
apreciar las simpatías hacia Alemania en los pueblos de la región
(Brunhouse, 1971).
La buena amistad establecida por Gamio con los miembros de la
ciw rindió sus frutos; cuando renunció a su cargo de subsecretario y se
encontró de pronto sin trabajo, acudió entonces a los buenos oficios
de S. Morley, quien se encontraba en Guatemala. Gamio fue contra-
tado para hacer una investigación sobre la historia y la cultura de ese
país; posteriormente se dirigió a Estados Unidos, donde consiguió la
aprobación, por parte del Social Science Research Council, para rea-
lizar un proyecto de investigación sobre los migrantes mexicanos. El
resultado fue uno de los más importantes trabajos pioneros sobre el
tema, un clásico (Gamio, 1930). Durante su estancia en Chicago,
desde donde realizaba su investigación, conoció a Robert Redfield, a
quien sugirió hacer trabajo de campo en una comunidad mexicana
para conocer las condiciones de los campesinos y las causas de la mi-
gración a Estados Unidos. Redfield viajó a Tepoztlán, Morelos, junto
con su esposa y dos pequeñas hijas, donde realizó un trabajo, no ya
relacionado con la migración, sino con las continuidades culturales
de la población indígena. La monografía que reúne sus datos, presen-
tada como tesis doctoral en la Universidad de Chicago, se convirtió
en un modelo de investigación etnográfica (Redfield, 1930).

216
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

Para finales de los años treinta ingresó al proyecto el arqueólogo


Alfred Kidder como jefe del Departamento de Investigaciones Histó-
ricas de la Carnegie, e impulsó el inicio de un proyecto de etnografía.
A la cabeza de este proyecto se incorporó Robert Redfield, joven in-
vestigador de la Universidad de Chicago, quien diseñó un programa
de investigaciones en el que participaron Alfonso Villa Rojas, maestro
rural en Chan Kom, una comunidad maya de Yucatán, Asael T. Han-
sen, alumno de la Universidad de Chicago, y Margaret Park, esposa
de Redfield. Redfield y Villa Rojas realizaron investigaciones en Chan
Kom, y en 1934 publicaron la primera monografía del proyecto (Re-
dfield y Villa Rojas, 1934); Margaret Park se instaló en Dzitás, un
pequeño centro urbano situado en las cercanías de Chichén Itzá, y A.
T. Hansen se dedicó a realizar sus investigaciones en la ciudad de
Mérida. El interés estratégico de estas investigaciones se relaciona con
los mayas del entonces territorio de Quintana Roo; cercados por el
ejército federal, los mayas rebeldes, autodenominados macehualoob,
rechazaron vincularse con México y mantuvieron una actitud belige-
rante hacia los nacionales, y por otro lado, tendieron relaciones con
la población de Belice, que en ese entonces era una colonia británica,
y en cuyo territorio había una considerable población maya que se
había refugiado para huir de la violencia y la represión desatadas por
la llamada Guerra de Castas, iniciada en 1847.
Al poco tiempo de iniciadas las investigaciones etnográficas en
Chan Kom, Redfield y Villa Rojas comenzaron a hacer incursiones
en el territorio de los mayas rebeldes; posteriormente, y con la reco-
mendación de Morley, quien lo hizo pasar como su representante ante
los dirigentes de uno de los cacicazgos, Villa Rojas se instaló en Tusik,
donde permaneció, junto con su esposa, por varios meses. Realizó
entonces una de las mejores y más importantes investigaciones hechas
entre los mayas peninsulares y, más tarde, contribuyó a la pacificación
de los mayas rebeldes, quienes finalmente reconocieron al gobierno
nacional y se sometieron a las autoridades militares que controlaban
el territorio (Villa Rojas, 1945; 1978).
El proyecto etnográfico se extendió hacia los pueblos mayas de las
tierras altas de Guatemala con las investigaciones de Sol Tax, alumno
de la Universidad de Chicago, quien ingresó en 1933 e inició una

217
Andrés Medina Hernández

Colaboradores mayas tomando un descanso en la Casa Chicago. De izquierda a


derecha: Alonso Méndez, tzeltal de Tenejapa, Salvador López Castellano, tzotzil de
Chamula; Antonio López Tzintán, tzotzil de Zinacantán; José Gómez López, tzeltal
de Oxchuc; Bartolomé Hidalgo Sabanillas, tzotzil de Venustiano Carranza; Alberto
Méndez Tobilla, tzeltal de Villa Las Rosas. Archivo fotográfico Andrés Medina.

Calixta Guiteras. Archivo fotográfico Andrés Medina.


218
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

serie de recorridos por los Cuchumatanes; junto con Redfield realizó


diversas investigaciones en varios municipios guatemaltecos. Villa
Rojas realizó estudios de antropología en la Universidad de Chicago
entre 1934 y 1937, para luego reincorporarse a las investigaciones de
campo, ya como investigador de la Carnegie; así, en 1939, realizó un
recorrido por los pueblos mayenses de los Altos de Chiapas, con la
finalidad de elegir uno para llevar a cabo una investigación etnográfi-
ca en profundidad. En 1942 decidió instalarse en Oxchuc, una comu-
nidad tzeltal a la que consideró con mayores índices de tradicionalidad,
o “primitivismo” en la terminología de esa época (Redfield y Villa
Rojas, 1939).
Un capítulo poco mencionado en esta trama de las relaciones entre
México y Estados Unidos es el de la colaboración entre la Secretaría
de Educación Pública y la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans.
En 1928, cuando era subsecretario de Educación Moisés Sáenz, Carlos
Basauri es comisionado para incorporarse a la John Gedinns Gray
Memorial Expedition, que encabezaba Frans Blom, director del Middle
America Research Institute, para recorrer zonas con poblaciones ma-
yenses de Chiapas y Guatemala. Sin embargo, los resultados de las
investigaciones son publicados separadamente; los de Basauri en un
libro publicado por los Talleres Gráficos de la Nación (Basauri, 1931).
Para los años treinta, buena parte de las relaciones culturales con
México se establecen con la promoción de la Unión Panamericana,
institución gubernamental que coordina la política de Estados Unidos
hacia América Latina, la que para los años cincuenta se convierte en
la Organización de Estados Americanos, con las mismas funciones.
Así, para 1928 promueve la fundación del Instituto Panamericano de
Geografía e Historia (ipgh), cuyo primer congreso se realiza en Río
de Janeiro, en 1932, y el segundo en Washington, D. C., en 1935,
cuando se establecen las cuotas para los países miembros de acuerdo
con la población de cada uno; el presidente de su comité ejecutivo
era John C. Merriam, también presidente de la ciw. Hay, desde luego,
una estrecha relación en sus actividades, que responden a una misma
estrategia de penetración. A partir de 1937 el ipgh publica su revista
Boletín Bibliográfico de Antropología Americana, dirigida por Alfonso
Caso. En esos mismos años, cuando Caso hacía sus excavaciones en

219
Andrés Medina Hernández

Monte Albán, Oaxaca, recibe financiamiento de la ciw, como se


consigna en la citada revista.
Bajo la política del New Deal del presidente F. D. Roosevelt se
introdujeron diversos cambios que redundaron en la política mexica-
na; uno de dichos cambios es el giro en las relaciones con los pueblos
indios de Estados Unidos, a los que se tenía en proceso de desaparición;
sin embargo, ante la evidencia de su vitalidad y presencia, se optó por
crear un organismo que enfrentara la problemática situación en que
vivían, el Departamento de Asuntos Indígenas (Department of Indian
Affairs), cuyo jefe, John Collier, era el secretario general de la Amer­
ican Indian Defense Association. Es desde esta posición que se apoya
la realización del I Congreso Indigenista Interamericano, que tiene
lugar en Pátzcuaro, en 1940, pero sobre todo se impulsa la creación
del Instituto Indigenista Interamericano, en cuyo comité ejecutivo
tendría una posición dominante el representante de Estados Unidos.
Uno de los capítulos más importantes en las relaciones entre Méxi-
co y Estados Unidos es el representado por el Instituto Lingüístico de
Verano, fundado en México en 1933 por William Cameron Townsend
(1896-1982). El punto de partida fue el encuentro de Moisés Sáenz en
Panajachel, Guatemala, con W. C. Townsend, un pastor protestante
dedicado a traducir la Biblia a la lengua cakchiquel, para lo cual había
desarrollado el uso de cartillas para la lecto-escritura en la lengua
mayense. Por su parte, Sáenz, como subsecretario de Educación, había
enfrentado el problema que presentaban las lenguas amerindias en el
programa nacional de educación, iniciado por José Vasconcelos. En
sus recorridos por las regiones interétnicas del país advirtió el fracaso
del programa, con lo que sólo quedaba el viejo recurso de la enseñan-
za directa del español. El encuentro con Townsend le mostraba una
solución, por lo que lo invitó a venir a México y aplicar su método;
además, lo instruyó para establecer los contactos políticos necesarios.
Una vez en México, Townsend encontró las condiciones propicias
para desarrollar su acción proselitista bajo la cobertura de su método
de enseñanza. Renunció a la Central American Mission, a la que
pertenecía, y fundó su propia organización misionera y científica, el
Instituto Lingüístico de Verano. Creó una infraestructura compuesta
por tres instituciones estrechamente relacionadas que le permitieran

220
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

alcanzar sus objetivos religiosos, es decir proselitistas: la Wycliffe Bible


Translators, organización religiosa que recauda donaciones de iglesias
y de personas para fines religiosos; su base social es la clase media es-
tadunidense, los llamados wasp (White Anglo Saxon Protestant); es
decir, la base del fundamentalismo nacionalista. La otra institución
es la de apoyo técnico para comunicar a los misioneros, que provee de
equipos de comunicación y equipos de vuelo, la Jungle Aviation and
Radio Service; finalmente, la tercera, con la que aparecerá pública-
mente, es la dedicada a la investigación lingüística y a la elaboración
de materiales educativos, el Summer Institute of Linguistics (sil), o
Instituto Lingüístico de Verano (ilv) (Hartch, 2006: 7).
Townsend entró en contacto con Rafael Ramírez, educador que
apoyaba el método directo, y recibió su reconocimiento en la búsque-
da de una estrategia educativa para la población indígena; también
entabló amistad con Mariano Silva y Aceves, director del Instituto
Mexicano de Investigaciones Lingüísticas, así como con el director de
educación primaria, Celso Flores; con su apoyo se estableció en Tetel-
cingo, Morelos, para estudiar el náhuatl local y desarrollar un progra-
ma social. Diseñó una primera cartilla, de la cual hizo cinco mil copias
con el apoyo de Celso Flores y de M. Silva y Aceves. En enero de 1936,
el presidente Cárdenas lo visitó; conoció entonces su planteamiento
para una educación bilingüe y lo autorizó para traer a tantos jóvenes
como pudiera para desarrollar su programa, siempre y cuando no hi-
ciera proselitismo y ayudara a los pueblos indios. En una reunión
posterior se estableció el pacto entre el ilv y el gobierno mexicano,
cuando ocho misioneros fueron contratados y Cárdenas aceptó que
Townsend fuera su biógrafo (Hartch, 2006: 11).
El programa que desarrolló el ilv mantuvo tres objetivos generales:
el aprendizaje de lenguas amerindias, la traducción de la Biblia a tales
lenguas y el desarrollo de una acción proselitista. A partir de su pacto,
los misioneros/ lingüistas participaron en diversos eventos académicos,
tal como la Primera Asamblea de Filólogos y Lingüistas, organizada
por el Departamento de Asuntos Indígenas, el Departamento de An-
tropología de la Escuela de Ciencias Biológicas del Instituto Politéc-
nico Nacional (ipn), en 1939, y en la que participa como organizador
el lingüista Mauricio Swadesh. En esta Asamblea se creó el Consejo

221
Andrés Medina Hernández

Nacional de Lenguas y se sentaron las bases de la educación bilingüe


para la población indígena mexicana, pero lo que resulta muy suge-
rente es que se enfrentaron con dos estrategias educativas: la del ilv y
la de Swadesh; esta última era impulsada mediante el llamado Proyec-
to Tarasco, en el que se trataba de adoptar un programa educativo que
no sólo diseñara cartillas, sino que sentara las bases para crear un sis-
tema que construyera toda la infraestructura técnica, la cual permiti-
ría la enseñanza en tarasco y la creación de diferentes recursos didác-
ticos, como libros de texto, carteles, diccionarios, etc. Con el gobier-
no del presidente Manuel Ávila Camacho (1940-1946) se suspende
el Proyecto Tarasco y continúa la acción del ilv.
El programa de enseñanza bilingüe requería una base técnica y
científica imposible de proveer por las instituciones educativas y de
investigación nacionales, por lo que el ilv se mantuvo proporcionando
esa base. El impulso proselitista del ilv se advirtió por la celeridad con
la que dispersaba a sus misioneros-lingüistas por el territorio nacional:
para 1938 había ya 32 de ellos; para 1942 había 45 misioneros traba-
jando en 22 lenguas; y para 1945 el número había aumentado a 91
misioneros actuando en 39 lenguas amerindias. Para subrayar la acti-
vidad científica en las condiciones políticas del gobierno avilacama-
chista Townsend exigió una mayor productividad a sus misioneros, de
tal manera que para 1951 se registraron 381 publicaciones sobre lin-
güística y educación, de 113 autores, relativas a 34 lenguas (Hartch,
2006: 70, 73). Sin embargo, el ilv no mostraba ningún interés en
formar lingüistas mexicanos, no obstante que desde 1942, por lo menos,
existía ya la carrera de lingüística en la enah, donde los misioneros
impartían algunas materias; la primera egresada de esta carrera, María
Teresa Fernández de Miranda, en 1950, era alumna de los profesores
Roberto J. Weitlaner y Wigberto Jiménez Moreno.
A partir de 1940 hay, sin embargo, un corte profundo en las rela-
ciones. La Segunda Guerra Mundial impactó profundamente en las
investigaciones científicas de Estados Unidos, pues el gran involucra-
miento en el conflicto armado condujo a una completa reorganización
de la docencia y de la actividad científica. Tres son las instancias que
se articularon para ejercer un completo control sobre las investigacio-
nes y orientarlas hacia la estrategia militar y la expansión imperial,

222
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

como un medio para imponer la hegemonía de la más poderosa poten-


cia económica y militar que emergió del conflicto. En primer lugar, las
fundaciones fueron coordinadas para orientar su financiamiento hacia
los requerimientos militares y políticos; en segundo, las universidades
reorganizaron sus programas para establecer áreas de investigación espe-
cializadas y formar a los especialistas requeridos, tanto en campos es­
pecíficos como para desplegar la estrategia de ocupación en las zonas
ganadas militarmente; en tercer lugar, se establecieron diversas insti-
tuciones para coordinar las actividades de las fundaciones, de las
universidades y de los proyectos de investigación que se realizaban.
La reorganización impuesta por las necesidades militares de la
guerra mundial desarrolló varias líneas de investigación, una de las
cuales fue el estudio de áreas; para articular el complejo institucional
que se creaba se fundó la Office of Strategic Services, antecesora de la
cia. Las fundaciones que financiaban la investigación científica pro-
pusieron entonces que los pueblos y culturas del mundo fueran orga-
nizados bajo un solo esquema cuyas unidades serían regiones cultura-
les claramente acotadas y delimitadas, las cuales pudieran ordenarse
de acuerdo con su significación geopolítica (Nugent, 2008).
Inevitablemente esta reorganización institucional afectó profunda­
mente al campo de la investigación científica en México; los años
cuarenta constituyeron un momento coyuntural en el desarrollo
econó­mico y en la organización de la ciencia; específicamente en el
ámbito de la antropología, se estaba echando a andar el complejo
institucional que configuría el campo profesional y de investigación.
Por una parte, el Instituto Indigenista Interamericano inició sus ac-
tividades con algunas dificultades, pues cuando se aprobó su fundación,
en el I Con­greso en Pátzcuaro, en 1940, se nombró director a Moisés
Sáenz, embajador de México en Perú, si bien éste no alcanzó a asumir
el cargo debido a un infarto que le cortó la vida; la dirección fue
asumida interinamente por el representante de Guatemala, Carlos
Girón Cer­na, y no fue sino hasta 1942 cuando Manuel Gamio fue
designado co­mo nuevo director, puesto que ocuparía hasta su muerte,
en 1960. El financiamiento por parte de Estados Unidos, que abarca-
ba la mayor parte del presupuesto, se estableció a través de la Unión
Panamericana.

223
Andrés Medina Hernández

Por su parte la Escuela Nacional de Antropología e Historia (enah)


recibió apoyo a través de un programa de becas proporcionadas por
diversas fundaciones de Estados Unidos, como la Viking, la Rockefel­
ler, la Gugenheim, la Carnegie y otras más. Este apoyo se estableció
para beneficiar a un alumnado procedente de diferentes países latinoa-
mericanos, una orientación que se mantendrá, con apoyo de la insti-
tución sucesora de la Unión Panamericana, la Organización de Estados
Americanos (oea), organismo de la Organización de Naciones Unidas
(onu), entidad que emergió después de la guerra e instaló su sede en
Estados Unidos. Con estos apoyos se organizaron los proyectos de
investigación dirigidos por las universidades de California y de Chi-
cago, y posteriormente otro más de la Smithsonian Institution, a
través del Instituto de Antropología Social.
La articulación de las instituciones coordinadoras de la investiga-
ción científica (como el National Research Council, el American
Council of Learned Societies y el Social Science Research Council)
se consiguió a través de la formación de un comité conjunto (Joint
Committee), en 1942. En este mismo año la Smithsonian Institution
organizó un Comité de Guerra (War Commitee) que estableció el
Ethnogeographic Board, como una forma de responder a los requeri-
mientos de los militares (Kemper, 1993: 47). Las acciones específicas
hacia la antropología se iniciaron con la creación de la Sociedad In-
teramericana de Antropología y Geografía, en 1943, dependiente de
la Smithsonian; su revista, Acta Americana, era editada por Ralph
Beals. Posteriormente se fundó el Instituto de Antropología Social,
“como entidad autónoma del Bureau of American Ethnology de la
Smithsonian Institution”, dirigido por Julian H. Steward; más adelan-
te, a partir de 1945, George M. Foster asumió la dirección, y comenzó
su proyecto de investigaciones en la región tarasca con los alumnos de
la enah; fue relevado en el cargo por Isabel Kelly, quien realizó una
investigación en la región totonaca, en Veracruz, también con estu-
diantes de antropología de la enah. Este programa terminó en 1952
(Kemper, 1993:50).
En 1943 Oscar Lewis llegó a México como representante de Estados
Unidos al Instituto Indigenista Interamericano, dirigido por Manuel
Gamio, e inició su reestudio en Tepoztlán, Morelos, en ese mismo año;

224
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

El Dr. Julian Pitt-Rivers, en la Casa Chicago.


Archivo fotográfico Andrés Medina.

Esther Hermitte, Marcelo Díaz de Salas y Nicholas Hopkins en la casa de Esther en


Pinola. Archivo fotográfico Andrés Medina.

225
Andrés Medina Hernández

para ello contó con el apoyo financiero de la Viking Fund. En esta


investigación colaboró Alejandro Marroquín, un economista salvado-
reño que posteriormente hizo importantes contribuciones a la política
indigenista, además participaron cuatro estudiantes de la enah (An-
gélica Castro de la Fuente, Isabel Horcasitas, Anselmo Marino Flores
y Francisco Lima) (Lewis, 1963).
Con el programa diseñado para la formación de antropólogos de la
enah, a partir de 1942, con una orientación culturalista establecida
por la tradición de Franz Boas, es decir con las cuatro especialidades
articuladas por una concepción teórica general de cultura, el Fondo
de Cultura Económica, editorial gubernamental, comenzó a traducir
y publicar textos de los más importantes autores de esta tradición
académica, como la Antropología general de Alfred Kroeber, la Historia
de la etnología de Robert Lowie, El hombre y sus obras y la Antropología
económica de Melville Herskovits, entre otros, títulos con los que se
formarían las primeras generaciones de antropólogos en México.
Como parte de todo este proceso de reorganización tres antropólo-
gos estadunidenses con amplia experiencia en la etnografía de México
y Guatemala, Ralph L. Beals, Robert Redfield y Sol Tax (1943), hi-
cieron un balance de las investigaciones hechas y apuntaron las líneas
a seguir, siempre desde la perspectiva de los estudios de aculturación
y con el enfoque de los estudios de área. En sus reflexiones apuntaron
que las únicas investigaciones que abarcaban un grupo o área por
completo eran las del programa de la Carnegie realizadas en la penín-
sula de Yucatán y Guatemala, así como el programa de la Universidad
de California en el área tarasca; de ambos, encontraban que solamen-
te el correspondiente al área maya había hecho avances sustanciales
que permitirían estudios de mayor profundidad en aspectos específicos.
Los autores citados encontraron que los estudios de lingüística eran
superficiales, por lo que resultaba urgente la realización de nuevas
investigaciones. Esta situación era particularmente interesante en los
pueblos mayas, a los cuales consideraban bastante aislados, con poca
influencia de la cultura europea. Concluyeron que no existía ninguna
etnografía completa publicada sobre las comunidades, salvo los traba-
jos de Oliver La Farge y Byers sobre los chujes y jacaltecos de Guate-
mala; asimismo, recalcaron la necesidad de realizar investigaciones

226
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

entre los mayas chiapanecos, ya que lo existente eran sólo trabajos


breves y notas dispersas. Los autores hicieron referencia al trabajo de
Villa Rojas entre los tzeltales y al proyecto de Sol Tax con los estu-
diantes mexicanos de la enah. Por otra parte, Charles Wagley y Siegel
realizaron trabajo etnográfico entre los mames y los jacaltecos guate-
maltecos (Beals, Redfield y Tax, 1943:12).
La puesta en marcha de estos proyectos, que implicaban una cer-
cana participación conjunta, estableció una red de relaciones que se
mantendría activa, a través de las personas y las instituciones involu-
cradas, prácticamente hasta los años sesenta. En el periodo 1940-1970
se realizó un intenso intercambio entre las comunidades científicas del
campo de la antropología, de Estados Unidos y de México, como se
advierte en la realización de diversas actividades académicas. Ya men-
cionamos la participación de W. C. Townsend y sus misioneros-lin-
güistas en la I Asamblea de Filólogos y Lingüistas, donde M. Swadesh
actuó como organizador y ponente, y donde también encontramos
como participante a Norman A. McQuown, lingüista de la Universi-
dad de Chicago.
Las Mesas Redondas organizadas por la Sociedad Mexicana de
Antropología a partir de 1941, y que constituyeron prácticamente las
reuniones académicas de mayor importancia nacional, por lo menos
hasta 1970, año en el que fallece Alfonso Caso, uno de sus más im-
portantes promotores, muestran la participación de numerosos inves-
tigadores estadunidenses, la mayoría de los cuales hacían trabajo de
investigación en México. La mayor parte de ellos eran arqueólogos,
aunque también participan, en menor medida, etnólogos, lingüistas y
antropólogos físicos.
Una experiencia que muestra las cercanas relaciones entre ambas
comunidades de antropólogos fue la realización del llamado Simposio
de la Viking, por ser esta fundación la que otorgaba el financiamiento.
La reunión tuvo lugar en Nueva York, en 1949, en las vísperas del
XXIX Congreso Internacional de Americanistas; a ella fueron convo-
cados destacados mesoamericanistas de ambos países. En la semana que
se reunieron los participantes, se presentaron 11 ponencias, las cuales
fueron discutidas ampliamente por los autores y por un nutrido grupo
compuesto por 19 especialistas. Como ponentes encontramos a tres

227
Andrés Medina Hernández

mexicanos: Fernando Cámara, que presentó un trabajo sobre los siste­mas


de cargos en Mesoamérica; Julio de la Fuente, que remitió a las rela­ciones
interétnicas, y Calixta Guiteras, quien se refirió a los sistemas de paren­
tes­co. Por su parte Paul Kirchhoff, etnólogo alemán naturalizado
mexicano, presentó la traducción al inglés de su ensayo seminal sobre
Mesoamérica, publicado originalmente en la revista Acta Americana
(1943). En el grupo de invitados para discutir las ponencias presentadas
estuvieron Wigberto Jiménez Moreno, Gabriel Lasker, Daniel F. Rubín
de la Borbolla, Frances Toor y Alfonso Villa Rojas. El conjunto de las
ponencias y la transcripción de las discusiones habidas fueron publica-
dos por Sol Tax, organizador de este evento académico (Cámara, 1952).
Finalmente, otro caso de colaboración entre las dos comunidades
fue la publicación del Handbook of Middle American Indians, un gran
esfuerzo que se reúne en 16 volúmenes, publicados por el Middle
America Research Institute de la Universidad de Tulane, con el finan-
ciamiento de la Fundación Nacional de Ciencias, a través del Comité
de Antropología de América Latina. El editor general fue Robert
Wauchope, y en el Consejo Editorial encontramos a Ignacio Bernal,
arqueólogo y funcionario mexicano, y a nuestros conocidos Norman
A. McQuown, Manning Nash y Evon Vogt, especialistas en los estudios
de los pueblos mayenses. Participaron 36 investigadores mexicanos
con sendas síntesis de temas especializados, algunos de ellos con varias
contribuciones, como Alfonso Caso, Alfonso Villa Rojas, Miguel León
Portilla e Ignacio Bernal, entre otros. Aquí el referente no es ya Meso-
américa, sino Middle America, una concepción estrictamente geopolí-
tica, pues se refiere a la región comprendida entre el Río Bravo y Pa-
namá, es decir México y Centroamérica (Wauchope, 1964-1976). Bajo
la misma orientación teórica, que permea esta obra enciclopédica, se
elaboraron los guiones científicos para el diseño de las salas de etno-
grafía del Museo Nacional de Antropología —cuya coordinación
corrió a cargo de Alfonso Villa Rojas—, inaugurado en 1964 por el
presidente Adolfo López Mateos, en el último año de su presidencia.
Este es, pues, el entorno y los antecedentes del proyecto Man-in-
Nature, auspiciado por el Departamento de Antropología de la Uni-
versidad de Chicago, que se llevó a cabo entre 1956 y 1962 en los
Altos de Chiapas, con la colaboración de diversas instituciones

228
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

mexicanas de investigación y docencia, de lo cual daremos cuenta


en el cuerpo principal de este ensayo.

El proyecto Man-in-Nature. Primera etapa (1956-1959)

Desde los años cuarenta del pasado siglo ha llamado la atención, en


México, el gran número de investigadores que centraron su atención
en los pueblos mayenses de Chiapas; por una parte fue la presencia en
su territorio de notables testimonios arqueológicos, como los restos de
las antiguas ciudades mayas, entre las que destaca Palenque; por otra,
la curiosidad suscitada por los que se suponía eran los últimos mayas,
habitantes de alguna “ciudad perdida”, en el corazón de la selva, co-
nocidos como lacandones o caribes. Sin embargo, lo que habría de
convocar a una buena cantidad de estudiosos, y de diversas institucio-
nes, sería el conocimiento de la cultura de las comunidades mayenses
de los Altos de Chiapas, a partir del argumento etnográfico de esa
época que creía encontrar en tales comunidades contemporáneas el
secreto de las relaciones sociales y las concepciones político-religiosas
de las antiguas ciudades mayas. La premisa era que esas culturas estaban
poco contaminadas por la tradición cristiana occidental de los europeos
invasores, y por lo tanto podrían revelarnos desde sus “supervivencias”
las características originales de ese antiguo pueblo.
El cúmulo de investigaciones etnográficas llevó a un estudioso
alemán a afirmar que cerca de la mitad de las investigaciones etnográ-
ficas realizadas en México, entre 1965 y 1995, correspondían a la región
chiapaneca (Köhler, 2000). Lo cierto es que en el lapso entre 1940 y
1965 se mantenía la idea, entre los estudiantes y profesores de la enah,
de que las comunidades más tradicionales se encontraban en Chiapas
y de que eso mismo había atraído a un gran número de investigadores.
Sin embargo, lo que aparece como trasfondo es la pertenencia de las
comunidades chiapanecas a una región más amplia, la de los pueblos
mayenses, ocupantes de un vasto territorio que abarca la mayor parte
de Guatemala, Belice, una porción de Honduras, y de los estados de
Tabasco, Campeche, Quintana Roo y Yucatán; es decir, el territorio
que constituye la materia de las investigaciones de la Carnegie Insti-

229
Andrés Medina Hernández

tution, de las Universidades de Chicago, Tulane, Pennsylvania y


Harvard, principalmente, en Estados Unidos.
En este escenario institucional, y en esta tradición académica, se
sitúa el proyecto Man-in-Nature, el cual se inició gracias a un presu-
puesto otorgado por la National Science Foundation, en julio de 1956,
a un equipo de investigadores del Departamento de Antropología de
la Universidad de Chicago. El grupo inicial estaba compuesto por el
geógrafo Philip Wagner, el arqueólogo Robert M. Adams y el antro-
pólogo social Sol Tax, que fungió como coordinador; posteriormente
se incorporan Manning Nash y Calixta Guiteras, antropólogos socia-
les, Lawrence Kaplan, botánico, y Norman A. McQuown, lingüista.
El presupuesto original era para dos años, sin embargo, se consiguió
financiamento de diversas fuentes para un año más. Al poco tiempo
de iniciado el proyecto, la coordinación del mismo quedó en manos de
Norman A. McQuown (McQuown, 1959).
Como lo planteó el coordinador, en el informe presentado en 1959
(McQuown, 1959), el eje del proyecto fueron las relaciones entre el
hombre y la naturaleza, específicamente en las comunidades tzeltales
y tzotziles de un área definida. Ésta correspondió a una parte al sur de
la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, es decir, un área donde se
encontraban comunidades no estudiadas, distantes de aquellas emble-
máticas de los Altos de Chiapas, como son Chamula, Zinacantan,
Oxchuc y Tenejapa (que habían sido visitadas por el grupo comanda-
do por Sol Tax y Alfonso Villa Rojas en los comienzos de los años
cuarenta).
Sin duda el proyecto Man-in-Nature estuvo asentado sólidamente
en las características teóricas y metodológicas de los estudios de área
establecidos a partir de la Segunda Guerra Mundial, pues conjugó
tanto la diversidad de las especialidades antropológicas como las de
otros campos del conocimiento, como son la geología, la geografía y
la botánica. Por otro lado, el proyecto fue desplegado en dos etapas:
la primera correspondió al periodo 1956-1959 y la segunda al de 1959-
1962. Mientras que en la primera el área de investigación estaba
acotada a la mitad sur de la región tzeltal-tzotzil, en la segunda se
extendió a toda ella; y no sólo eso, sino que se extendió también hacia
Guatemala, con particular énfasis en las comunidades que se encon-

230
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

traban divididas por la línea fronteriza que separa a ambos países, como
son las compuestas por los hablantes de chuj, jacalteco y kanjobal.
Estos eran los años en que entraba en función toda la estrategia de
ocupación, diseñada durante la Segunda Guerra Mundial, para con-
trolar las áreas ganadas al “enemigo”. En Guatemala se vivía entonces
una época de contrarrevolución, luego del golpe instrumentado por la
cia en 1954 contra el gobierno democráticamente elegido de Jacobo
Árbenz; por lo tanto esta situación requería toda la información posi-
ble tanto de la propia Guatemala como del área maya, recorrida in-
tensamente por Sylvanus G. Morley desde la Primera Guerra Mundial,
pero cuyo reconocimiento etnográfico comenzó con el proyecto de la
Carnegie en Yucatán, con Redfield y Villa Rojas, y que, como apun-
tamos antes, se extendió a Guatemala con los recorridos e investiga-
ciones de Sol Tax.

Una narrativa personal


Llegué a San Cristóbal Las Casas junto con Roberto Escalante en
junio de 1958; ambos éramos estudiantes de la enah, alumnos de
Mauricio Swadesh, y habíamos sido invitados a participar para reali-
zar trabajo lingüístico. Al día siguiente de haber llegado a la ciudad
fuimos convocados por el coordinador del proyecto, Norman A.
McQuown, para asistir a un evento académico que se realizaría en la
casa de Frans Blom, conocida como Na Bolom (la “casa del tigre”, en
tzotzil), en la que los miembros del equipo en el campo harían pre-
sentaciones. Esta reunión fue conocida coloquialmente como la
“Mesilla Redonda Chiapaneca”, lo que aludía a la Mesa Redonda de
la Sociedad Me­xicana de Antropología que se realizaría en San Cris-
tóbal el año siguiente, 1959. A esta Mesilla acudieron, por parte del
ini, Alfonso Villa Ro­jas y Julio de la Fuente; por parte de la enah
Fernando Cámara y sus alumnos Luis Reyes y Susana Drucker. Del
proyecto Man-in-Nature estuvieron su coordinador, N.A. McQuown,
June y Manning Nash, Barbara y Duane Metzger, Joan Ablon, Eva
Verbitsky, John C. Hotchkiss, Lawrence Kaplan, Philip Wagner, John
Baroco y otros más. Además, estuvieron Evon Z. Vogt y Frank Miller,
de la Universidad de Harvard. En el primer día del evento, Gertrude
Duby, esposa de Frans Blom, tomó una fotografía al conjunto de

231
Andrés Medina Hernández

Reunión de trabajo en Na Bolom (de izquierda a derecha: Charles Mann, Eva Hunt, Esther
Hermitte, Roberta Montagu y Lilo Stern; atrás: Manuel Zabala y su hija Siomara Zabala.

Terrence Kaufman en Casa Chicago. Archivo fotográfico


Andrés Medina.

232
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

asistentes en el patio de la casa, una copia de la cual estaba en el cubo


de entrada de Na Bolom.
El trabajo que hicimos Roberto Escalante y yo fue recorrer dos
rutas de pueblos recogiendo vocabularios en todas las poblaciones por
las que pasábamos. El objetivo de tales recorridos era ubicar con pre-
cisión la frontera entre el tzeltal y el tzotzil, para lo cual Roberto re-
correría las poblaciones de la parte baja, situadas en el valle de Teo-
pisca, en tanto que yo recorrería las de la parte alta. Inicié mi ruta en
Chilil, una comunidad tzotzil del municipio de Huistán; ahí me en-
contré con un estudiante de la Universidad de Harvard que tenía como
proyecto estudiar los sueños de los tzotziles; se trataba de Robert M.
Lughlin. Visité después Yalcuc, El Carmen Yalchuch y San Pedro
Pedernal, parajes de Huistán; seguí hacia una ranchería, Siberia, para
asentarme por varios días en Chanal, cabecera del municipio del mis-
mo nombre. En 1959 estuve desde enero hasta marzo en Chanal, re-
cogiendo vocabularios y levantando un censo de los habitantes de la
cabecera. Por su parte Roberto Escalante recorrió varias poblaciones
del valle de Teopisca y permaneció varias semanas en Villa Las Rosas.
La Mesilla Redonda, de junio de 1958, fue una buena ocasión para
conocer los avances del proyecto Man-in-Nature; las reuniones se
rea­lizaron en el amplio comedor de Na Bolom, en un entorno tran-
quilo y fresco. Julio de la Fuente presentó una primera versión de
la po­nencia que posteriormente llevaría a la VIII Mesa Redonda de la
So­ciedad Mexicana de Antropología (Fuente, 1961), Calixta Guiteras
ofreció una síntesis de la visión del mundo de los pedranos (Guiteras,
1961), y César Tejeda Fonseca, antropólogo guatemalteco, presentó
un trabajo sobre las poblaciones mayenses de la zona fronteriza de
Chiapas y Huehuetenango; es decir, una primera relación de la situa-
ción que guardaban las comunidades de habla chuj, jacalteca y kan-
jobal de ambos lados de la frontera; la información era resultado de
una temporada de trabajo de campo propuesta por Sol Tax y financia-
da por la Universidad de Chicago, en los primeros meses de 1958
(Tejeda, 1961).
Otros trabajos interesantes fueron los de June Nash, sobre la orga-
nización social de Oxchuc, basado en los materiales de Alfonso Villa
Rojas, y una comparación de tres sistemas de parentesco de sendas

233
Andrés Medina Hernández

comunidades tzeltales (J. Nash,1959; B. Metzger, 1959). Arthur Rubel


presentó una sugerente correlación entre los grupos de trabajo agríco-
la y las pautas de liderazgo entre los tzotziles de Venustiano Carranza
(Rubel, 1959).
El trabajo que hacían los estudiantes y los profesores del proyecto
Man-in-Nature en el campo era por equipos; en Aguacatenango rea-
lizaban sus investigaciones Eva Verbitsky y la pareja Barbara y Duane
Metzger; en Amatenango Joan Ablon y los esposos June y Manning
Nash; en Teopisca solamente trabajaba John C. Hotchkiss, en tanto
que en Venustiano Carranza lo hacían Arthur Rubel y Michael Salo-
vesh; todos ellos alumnos graduados, excepto el profesor M. Nash,
quien los dirigía; en Chanal trabajó Mark Gumbiner, pero no estuvo
en la Mesilla Redonda. Las investigaciones arqueológicas las hacían
Robert M. Adams y Patrick T. Culbert; las botánicas estaban a cargo
de Lawrence Kaplan y Edward Davis; en tanto que el grupo de geógra-
fos estaba compuesto por Philip Wagner, Luis Guzmán y Virginia
Vanderwalker. Investigadores solitarios eran John Baroco, que reali-
zaba su trabajo en el campo de la etnohistoria, y James E. Knustad
dedicado a la arquitectura; en el equipo de lingüística estuvimos N.
A. McQuown, Michael Salovesh, Roberto Escalante y yo, Andrés
Medina (McQuown, 1959).
Como miembros del Seminario de Estudios Mayenses de la Uni-
versidad de Chicago, que realizaban trabajo de campo con financia-
miento diferente al del proyecto Man-in-Nature, en el informe se
menciona a Christopher Day, lingüista, y a los antropólogos sociales
Albert Wahrhaftig y María Esther Hermitte. Otros miembros del se-
minario que colaboraban en la preparación del informe, desde Chica-
go, son Edward Calnek, Yvonne Hadja, Marvin K. Mayers y Kent V.
Flannery (McQuown, 1959).
Para esta primera fase del proyecto se preparó un resumen sobre el
trabajo realizado en Pinola, donde se informó que Robert M. Adams
estuvo varios días durante su reconocimiento arqueológico (1958-
1959); John Hotchkiss permaneció tres días en octubre de 1958 para
recoger datos en un reconocimiento etnográfico. Por su parte, Ro­berto
Escalante hizo numerosas visitas en 1958 y permaneció dos meses en
1959 recogiendo información lingüística y levantando un censo etno-

234
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

gráfico con sus informantes. Finalmente, Philip Wagner hizo un reco-


nocimiento de los tipos y los materiales de construcción de las vi-
viendas de la comunidad durante su trabajo de campo de 1957
(Hotchkiss, 1959).
La realización de la VIII Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana
de Antropología, en la ciudad de San Cristóbal Las Casas, Chiapas
—en septiembre de 1959–, sería una buena ocasión para que varios
investigadores del proyecto Man-in-Nature presentaran trabajos que,
en cierta manera, resumían los avances logrados por el equipo de in-
vestigadores, los cuales fueron consignados en un volumen publicado
por la Sociedad Mexicana de Antropología (1961). Así, Robert M.
Adams presentó un informe del reconocimiento arqueológico realiza-
do en el invierno de 1958 (Adams, 1961). Calixta Guiteras hizo una
apretada síntesis de la visión del mundo de los tzotziles de Chenalhó
(Guiteras, 1961), en tanto que Norman A. McQuown realizó un ba-
lance de los resultados de las investigaciones lingüísticas.
Evidentemente McQuown enfrentaba la tarea de sentar las bases
de un vasto proyecto de estudio de las lenguas tzeltal y tzotzil, para lo
cual partió de los trabajos disponibles para los años cincuenta: los
materiales lingüísticos reunidos en sus actividades proselitistas de
traducción del Nuevo Testamento por las dos misioneras que trabaja-
ban en los Altos de Chiapas, Mariana Slocum y N. Weathers, así como
el manual preparado por Carlo Antonio Castro, del Instituto Nacional
Indigenista, para los técnicos del Centro Coordinador Indigenista.

Algunos detalles de la descripción gramatical se elaboraron más ampliamen-


te en el curso de este esfuerzo y se compiló un glosario completo (McQuown,
1958) de los materiales tzeltal incorporados en el curso. En septiembre de
1957 se prepararon breves prontuarios para el empleo de los trabajadores
de campo del verano de 1958; se elaboraron análisis fonémicos de los dia-
lectos de Chanal, Yalcuc, Aguacatenango y Venustiano Carranza (McQuown,
1961a: 137).

Una aportación que resulta de las investigaciones lingüísticas, al


analizar las relaciones entre las diferentes lenguas con índices lexico-
estadísticos de distancia, es la propuesta de subgrupos dentro de la gran
familia de lenguas mayenses.

235
Andrés Medina Hernández

Por ejemplo, del lado tzotzil, San Andrés Chamula y los Llanos forman
un grupo relativamente estrecho, como lo forman igualmente Yalcuc y
Chilil. Del lado tzeltal, Amatenango y Aguacatenango se aproximan
bastante como también se acercan Aguacatenango y El Puerto. Estas co-
munidades juntas con Villa las Rosas, se agrupan frente a Chanal
(McQuown, 1961a: 141).

Por su parte la ponencia de Eva Verbitsky resume los resultados de


las investigaciones en el campo de la antropología social; con esto da
cuenta también de las orientaciones teóricas seguidas en el trabajo de
campo y en la realización de los diferentes textos elaborados por los
miembros del proyecto. Recordemos que en esta primera parte del
proyecto el área abarcada se situaba en la parte meridional de la región
tzeltal-tzotzil, en la que se realizaron investigaciones en las comuni-
dades de Chanal, Aguacatenango y Amatenango, tzeltales, en Venus-
tiano Carranza, tzotzil, y en Teopisca, formada por una población
llegada recientemente de diferentes partes de la región, entre quienes
había algunas familias tzotziles, pero sin huella de su población origi-
naria tzeltal.
Eva Verbitsky era una estudiante argentina que había iniciado su
formación profesional en la enah, donde se integró al grupo de estudios
Miguel Othón de Mendizábal, del que formaban parte Guillermo
Bonfil, Mercedes Olivera, Leonel Durán, Rolf Stavenhagen y otros
más. Posteriormente se incorporó al Programa de Estudios Mayas del
Departamento de Antropología de la Universidad de Chicago y al
proyecto Man-in-Nature. Trabajó con los esposos Duane y Barbara
Metzger en Aguacatenango, sus materiales de investigación le permi-
tieron preparar su tesis de maestría sobre los patrones de residencia y
sus relaciones con las fases del ciclo de vida del grupo doméstico, con
una orientación funcionalista en la que aplicó las propuestas del an-
tropólogo británico Meyer Fortes. Eva era una mujer dinámica, inquie-
ta, procedente de una prestigiada familia judía argentina, que recor-
daba con alegría sus días en la enah. En los años en que participaba
en las investigaciones chiapanecas, en la segunda fase del proyecto
Man-in-Nature, contrajo matrimonio con el antropólogo Robert Hunt,
por lo que a partir de entonces su nombre sería Muriel Hunt, en el que
usaba su segundo nombre original como el principal.

236
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

Pero, volviendo a las concepciones teóricas manejadas en ese en-


tonces, para el análisis de los datos de la organización social se siguie-
ron los planteamientos de G. P. Murdock, en tanto que el concepto
que dominaba la caracterización de las comunidades era el de corpo-
ración, procedente de las concepciones teóricas de Max Weber y
Meyer Fortes, adecuadas para la población campesina de América
Latina por Eric Wolf. Toda esta construcción teórica se ubicaba en la
perspectiva general del funcionalismo.
Para Wolf la homogeneidad de las comunidades corporativas ce-
rradas se establece a partir de los mecanismos de nivelación de la ri-
queza y de los sistemas de control social.

Los elementos que funcionan para nivelar la economía y la riqueza, son: a)


el sistema de herencia que fragmenta la propiedad de la tierra, b) la tecnolo-
gía de nivel bajo que limita la producción absoluta, c) la obligación forzada
a participar en fiestas y actividades comunales que inhibe la acumulación de
capital, distribuyéndolo de nuevo entre los miembros de la comunidad en
forma de alcohol, que es una mercancía sin desperdicio de consumo (Verbits-
ky, 1961: 299).

El sistema de sanciones opera en varios niveles a través de la es-


tructura social, “pero recibe la marca de legitimidad por las autoridades
comunales que aceptan y juzgan casos de enfermedad por brujería y
castigan de acuerdo a los posibles brujos” (Verbitsky, 1961: 299).
Comparando las cinco comunidades en estudio se encontró que
tres de ellas eran evidentemente corporadas, Chanal, Aguacatenan-
go y Amatenango, tzeltales, en tanto que Venustiano Carranza man-
tenía solamente algunos aspectos. Teopisca, finalmente, carecía de
tales características, e incluso de una identidad étnica local (Verbitsky,
1961: 300).
Finalmente, N. A. McQuown presentaría un balance general de
las investigaciones realizadas en el proyecto Man-in-Nature, que bien
podemos considerar como los resultados logrados en la primera etapa,
con base en los cuales se continuaría la segunda, con una mayor mag-
nitud, tanto en el personal implicado como en el área abarcada. Tales
resultados se agrupan en tres grandes rubros: los sustantivos, los me-
todológicos y los teóricos.

237
Andrés Medina Hernández

Las contribuciones sustanciales remitieron, primeramente, a resul-


tados en el campo de la geografía y la biología en relación con la
agricultura; en el campo específico de la flora se obtuvieron datos
novedosos. En relación con la lingüística se reconoció la proximidad
del tzeltal y el tzotzil con los grupos mayenses del occidente de Gua-
temala, asumiendo así una separación lingüística y cultural entre las
Tierras Altas y las Bajas del área maya. Asimismo en los materiales
lingüísticos recogidos se encontró poca influencia del español sobre el
tzeltal y el tzotzil, lo que en términos culturales corresponde a la vi-
gencia de una organización social y una visión del mundo profunda-
mente mayenses (McQuown, 1961b: 333).
En cuanto a las contribuciones metodológicas, McQuown subrayó
la importancia del enfoque multidisciplinario, así como las ventajas
del estudio intensivo de un área relativamente pequeña (McQuown,
1961b: 334). Las contribuciones teóricas se refirieron a la constatación
específica del carácter corporado de las comunidades alteñas, aunque
para esto hubo que reformular las definiciones originales; lo que resul-
tó evidente fue la ambigüedad de la brujería entre los mecanismos de
control social; además, se pudo probar la teoría funcional de Murdock
que atribuye un papel decisivo a la residencia

en la determinación de las normas sociales y en el fomento del desarrollo de


las instituciones sociales específicas: ahora podemos sugerir que en el empleo
de la terminología de parentesco, en la práctica de ciertas reglas de conduc-
ta para los papeles de parentesco, en las reglas para el casamiento y en los
grupos de trabajo cooperativos, la filiación residencial juega un papel decisi-
vo, y la residencia, además, se interrelaciona estrechamente con los sistemas
de herencia y tenencia de la tierra (McQuown, 1961b: 337).

Las hipótesis no comprobadas, concluyó McQuown, requirieron de


las siguientes condiciones: una mayor amplitud geográfica para probar
el grado de variación regional; una perspectiva histórica más extensa
y un énfasis más acentuado en los datos cuantitativos sobre la produc-
ción agrícola y las redes comerciales. Finalmente, faltó mostrar la
manera en que se expresa la mayor diversidad lingüística de las comu-
nidades tzotziles, frente a las tzeltales, en los datos de la antropología
social (McQuown, 1961b: 339).

238
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

A esta Mesa Redonda acudieron los miembros del equipo de la


enah coordinado por Fernando Cámara; así, Luis Reyes presentó una
lista de palabras del náhuatl pipil hablado en Soyaló y una relación de
documentos históricos, en diferentes archivos, escritos en náhuatl
colonial. Aura Marina Arriola preparó un texto histórico también
sobre demografía en Chiapas en el siglo xvii y comienzos del xviii.
Tres destacados intelectuales de la sociedad sancristobalense pre-
sentaron sendas ponencias: Eduardo Flores Ruiz, Prudencio Moscoso
y Mariano Trujillo Robles. Por parte de los misioneros lingüistas del
Instituto Lingüístico de Verano participaron Marion Cowan y Enrique
Aulie, con materiales del tzotzil y del chol, respectivamente. Por par-
te del ini, Julio de la Fuente presentó la misma ponencia leída en la
Mesilla Redonda del año anterior, referida a las creencias presentes en
las comunidades tzeltales y tzotziles sobre un personaje mítico de la
narrativa: el ijk’al, el “negro”.
Para esta primera fase del proyecto Man-in-Nature la orientación
teórica dominante entre los antropólogos sociales la señalaría Manning
Nash, profesor de la Universidad de Chicago, quien con su entonces
esposa, June Nash, había trabajado en 1953 en una comunidad quiché
de Guatemala, Cantel. De hecho, Manning Nash publicó un libro
acerca de esta comunidad analizando el impacto de la industrialización
sobre la organización político religiosa (M. Nash, 1958a).
La orientación de Manning Nash tuvo una fuerte influencia de los
planteamientos de Eric Wolf sobre las comunidades campesinas de
América Latina; así, publicó un artículo en que sintetizaba las pro-
puestas de Wolf sobre la jerarquía político-religiosa en las comunida-
des mesoamericanas (M. Nash, 1958b), texto que se ha convertido en
referente obligado para los estudiosos del tema. Si bien el concepto
que tuvo un papel central en los trabajos etnográficos fue el de comu-
nidad corporada cerrada, definido por Wolf en su artículo clásico en
que compara tales comunidades en Java y Mesoamérica (Wolf, 1957).
Esta perspectiva sitúa la economía de las comunidades mayenses,
y mesoamericanas en general, como un mecanismo de nivelación que,
por su entramado con la organización social, impide la acumulación
de riqueza; lo que el propio Wolf llamaría la “democracia de la pobre-
za”. La propuesta general de Nash fue planteada en el ensayo sobre

239
Andrés Medina Hernández

economía contenido en el VI volumen de antropología social del


Handbook of Middle American Indians, volumen del cual es el editor
(M. Nash, 1961; 1967a). Este papel nivelador de la organización social
lo encontró también en la práctica del nahualismo entre los miembros
de Amatenango, comunidad tzeltal, como lo describe posteriormente
en su texto publicado en América Indígena (M. Nash, 1960).
Por su parte, June Nash analizó el papel de los hombres de cono­
cimiento acusados de brujería en Amatenango; al darse cuenta del
crecimiento del número de asesinatos de personas acusadas de brujería,
encontró que una de las razones era la alteración del equilibrio de la
organización social dual por efecto del cambio social; es decir, un cam-
bio en los requerimientos de las autoridades municipales, entre los
cuales estaban el saber leer y escribir, así como conocer el medio admi-
nistrativo en las relaciones con las autoridades regionales y esta­tales.
La ruptura del equilibrio político de la organización dual por los nuevos
requerimientos dio pie, entonces, a una situación en la que los conflic-
tos fueron atribuidos a los acusados de brujería, quienes fueron consi-
derados una amenaza a la seguridad de los miembros de la comunidad,
por lo que el homicidio en tales circunstancias era estimado como una
ejecución sancionada positivamente por las autoridades (J. Nash,1967).

El proyecto Man-in-Nature, segunda etapa (1959-1962)

La segunda etapa del proyecto abarcó toda el área tzeltal-tzotzil con


incursiones, por parte de los arqueólogos y de los lingüistas, en las
regiones adyacentes de Guatemala. El número de investigadores fue
mayor, con una diversificación profesional más amplia, además de que
se capacitó a un grupo de jóvenes tzeltales y tzotziles en la escritura y en
la transcripción de sus respectivas variantes dialectales. El grupo de
antropólogos sociales fue dirigido por Julian Pitt-Rivers, con el apoyo
de Calixta Guiteras y de Muriel E. Hunt (antes Eva Verbitsky); el de
los arqueólogos lo sería por Robert M. Adams y el de los lingüistas por
el propio McQuown.
En términos de financiamiento y organización de la información
se formaron dos grandes grupos; el primero, financiado por la National

240
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

R. Radhakrishnan y Gerald Williams trabajando en Casa Chicago. Archivo fotográfico Andrés Medina.

241
Andrés Medina Hernández

Science Foundation, trabajaba sobre el cambio social y cultural en el


escenario contemporáneo; el segundo, con financiamiento del National
Institute of Mental Health, se propuso estudiar el proceso histórico de
veinte siglos en el área bajo estudio (Pitt-Rivers y McQuown, 1970).
El equipo de traductores y transcriptores estuvo integrado por diez
jóvenes tzeltales y tzotziles. El mejor de todos ellos, y quien produjo
un rico material lingüístico, fue Mariano Juárez Aguilar, tzeltal de
Aguacatenango; también tzeltales, estaban: Alonso Méndez Ton y
Pedro Jiménez Wakax, de Tenejapa, José Gómez López, de Oxchuc,
Alberto Méndez Tobilla, de Villa Las Rosas, y Juan Álvaro, de Sivacá.
Los hablantes de tzotzil fueron Antonio López Tzintan, de Zinacantán,
Bartolomé Hidalgo Sabanillas, de Venustiano Carranza, Salvador
López Castellano y Juan Méndez Tzotzec, de Chamula.
El trabajo de investigación en las comunidades se hizo conjuntan-
do el esfuerzo de antropólogos sociales y lingüistas; así, en Venustiano
Carranza se coordinaron Marcelo Díaz de Salas, antropólogo social de
la enah, y Harvey B. Sarles, lingüista; en Tenejapa, Andrés Medina,
también de la enah, y Brent Berlin; en Sivacá, Manuel Zavala, antro-
pólogo social de la enah, Evangelina Arana y Mauricio Swadesh,
lingüistas y profesores de la enah; en Villa Las Rosas trabajaron Esther
Hermitte, antropóloga social, y dos lingüistas, sucesivamente: Christo-
pher Day y R. Radhakrishnan. En Ocosingo colaboraron dos antropó-
logos sociales, Julian Pitt-Rivers y Charles E. Mann; y en Chiapilla,
una antropóloga social, Lilo Stern, alumna de Pitt-Rivers; entre otros.
Estos fueron los que hicieron el trabajo más intensivo. Otros investi-
gadores presentes fueron el antropólogo social John C. Hotchkiss, que
había estado en la primera etapa, así como Roberta Montagu; los
lingüistas Nicholas Hopkins, Gerald Williams, Terrence Kaufman y
Carlos Robles, jesuita, alumno de Swadesh.
Fueron organizados, como parte del trabajo de equipo, seis semina-
rios especiales, con duración aproximada de una semana: dos en 1960,
en septiembre y en diciembre, y cuatro en 1961 (en marzo, junio, sep­
tiembre y diciembre); en cada uno se presentaban los avances logrados
en el trabajo de campo, pero también respondían a tópicos sugeridos
para cada reunión. Estas fueron las mejores ocasiones para establecer
relaciones amistosas entre los investigadores del proyecto, no solamen-

242
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

te por compartir puntos de vista semejantes, sino también por compa-


rar los resultados de cada investigación y compartir las dudas que iban
surgiendo.
En la Casa Chicago había cocineras, lavanderas y recamareras
(todas ellas del barrio Mexicanos), es decir todo un equipo que aten-
día a los colaboradores procedentes de las comunidades mayenses, así
como a los estudiantes y profesores que temporalmente pasaban algu-
nos días ahí, particularmente en las reuniones académicas menciona-
das. Entonces compartíamos las comidas y por las tardes nos reuníamos
con quienes encontrábamos cercanía para narrar y escuchar nuestras
experiencias de campo. Yo establecí pronto una amistad cercana con
Marcelo Díaz de Salas, al que si bien conocía desde la enah, no fue
sino en la experiencia chiapaneca cuando establecimos un sólido
vínculo. Marcelo y Esther Hermitte también establecieron una muy
buena amistad, dado que trabajaban en pueblos cercanos, San Barto-
lomé de los Llanos y Pinola, respectivamente; se visitaban con fre-
cuencia y comparaban los resultados de sus investigaciones. A través
de Marcelo fue que yo también establecí una muy grata relación amis-
tosa con Esther. Ella era argentina, una persona atractiva y muy aguda
en sus observaciones, con un reconocible acento porteño y finura en
su trato. Con su trabajo en Pinola, durante la primera fase del proyec-
to, realizó su tesis de maestría en la Universidad de Chicago; con su
investigación en la segunda fase, elaboró su tesis de doctorado, ambas
publicadas en español (Hermitte, 1968).
También establecí una gran amistad con John C. Hotchkiss, an-
tropólogo social, y con Nicholas Hopkins, lingüista. John, a quien
afectuosamente llamábamos Juanito, era una persona muy afable y
colaboradora; su trabajo de campo lo hacía entre la población de
Teopisca, compuesta de ladinos y tzotziles, todos ellos recién llegados,
pues la comunidad tzeltal original había sido expulsada. Pero me
parece que el trabajo más importante de Juanito en el proyecto era el
de la coordinación entre los investigadores; él tuvo una participación
amplia en la preparación del primer informe, editado en forma mi-
meografiada al final de la primera fase del proyecto. Fue él también
quien ayudó a Eva Verbitsky en la redacción en inglés de su tesis de
maestría y quien preparó uno de los primeros resúmenes etnográficos

243
Andrés Medina Hernández

sobre Pinola, antes de que llegara Esther Hermitte. Por su parte Nick
Hopkins trabajaba con las variantes dialectales del tzotzil, en estrecha
colaboración con McQuown, director del proyecto y especialista en
las lenguas mayenses; como Juanito, era también una persona afable
y cálida, y tuvo un papel importante en la coordinación de los traba-
jos de lingüística, tanto de los investigadores como de los colabora-
dores mayas.
Una investigación específica diseñada por Muriel E. Hunt fue la de
percepción cultural, en la que se usó un juego de fotografías preparadas
por Alfred Wahrhaftig, antropólogo social que tendría una breve es-
tancia en San Pablo Chalchihuitán.

Se les pidió a cada uno de los sujetos de la prueba que integraran una serie
de fotografías, y sus respuestas, algunas en tzeltal o tzotzil, y otras en español,
fueron grabadas en cinta magnética. El material grabado proveniente de más
de setenta y cinco sujetos después de haber sido transcrito y traducido, ha
servido como evidencia de la percepción y la proyección, y como dato para
un análisis lingüístico (Pitt-Rivers y McQuown, 1970: 18).

En esta segunda fase del proyecto Man-in-Nature todos los campos


abarcados en la versión original se ampliaron y se intensificaron; las
presentaciones y discusiones periódicas permitieron una socialización
de los resultados que se iban obteniendo, así como establecer inter-
cambios de puntos de vista y respuestas a las indicaciones temáticas
de los coordinadores. En el campo de la lingüística se abrió la perspec-
tiva a toda la región y se plantearon diversas temáticas sociolingüísti-
cas; las investigaciones se ampliaron a las lenguas mayas que están en
la franja fronteriza con Guatemala, particularmente de las zonas alte-
ñas, como son el chuj, el jacalteco, el kanjobal y el mame.
Un momento significativo fue la intensificación del trabajo lingüís-
tico durante el verano de 1961, pues se hicieron recorridos extensos
para cubrir la mayor parte de la región tzeltal-tzotzil, y se obtuvieron
abundantes materiales. Para estos recorridos se formaron equipos de
etnógrafos y lingüistas, muchos de los cuales ya colaboraban con an-
terioridad, aunque en otros casos se formaron otros ad hoc para cubrir
áreas específicas; tal es el caso de Oxchuc, en el que yo, Andrés Me-
dina, etnógrafo, y José Gómez López, tzeltal del equipo de transcrip-

244
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

tores y traductores, originario del paraje de Tzopiljá, recorrimos todos


los parajes del municipio, recogiendo y grabando en cinta magnetofó-
nica vocabularios especialmente diseñados por el equipo de lingüistas,
encabezado por Norman A. McQuown.
Sin embargo, el mayor esfuerzo correspondió a las investigaciones
planteadas a largo plazo, en las que colaboran diversos especialistas.
Aquí me interesa destacar la presencia de estudiantes e investigadores
de la enah y de la unam. Así, Marcelo Díaz de Salas, etnólogo discí-
pulo de Fernando Cámara, se asentaría en el Barrio del Convento, de
Venustiano Carranza, donde estaba como lingüista Harvey Sarles; en
el Barrio de La Pimienta estaba Michael Salovesh. Manuel Zabala,
también alumno de la enah y de Fernando Cámara, se establecería en
Sivacá, una comunidad tzeltal cercana a Ocosingo, en donde colabo-
raría con Mauricio Swadesh, investigador de la unam, y con Evange-
lina Arana de Swadesh, del inah, ambos lingüistas. En Bachajón
realizaron investigaciones Calixta Guiteras, Roberta Montagu y el
lingüista de la enah Carlos Robles, discípulo de Swadesh. Por mi
parte, mi mayor trabajo se realizó en Tenejapa, en el paraje de Kulaktik,
donde también estuvo Brent Berlin, lingüista.
En Ocosingo se establecieron Charles E. Mann, estudiante del
Mexico City College, ahora Universidad de Las Américas, y Julian
Pitt-Rivers, con sus respectivas esposas. En Pinola Esther Hermitte
compartiría su investigación, en 1961, con D. Radhakrishnan, estu-
diante tamil de la Universidad de Chicago; y en Chiapilla realizaría
una larga investigación etnográfica Lilo Stern, alumna inglesa de
Pitt-Rivers.
En esta segunda fase la orientación teórica dominante fue la fun-
cionalista, y uno de los temas centrales fue el de las sanciones y el
control social en las comunidades tzeltales y tzotziles. A todos los
antropólogos sociales se nos exigió que lleváramos un diario de campo,
del cual se daba una copia a los coordinadores, Muriel E. Hunt y Ca-
lixta Guiteras; asimismo la temática funcionalista se imponía a través
de las guías que se nos daban en las reuniones periódicas que teníamos
en San Cristóbal Las Casas, a las cuales había que responder por las
presentaciones que se hacían en tales seminarios. Sin embargo, no
había una presión para plegarnos a esta perspectiva teórica, teníamos

245
Andrés Medina Hernández

toda la libertad para dar a nuestras investigaciones el énfasis teórico y


metodológico que cada quien eligiera. Para los estudiantes mexicanos
la relación más directa fue con Muriel Hunt, aunque también apren-
díamos de las indicaciones y los comentarios de Julian Pitt-Rivers y
de Cali Guiteras, muchas veces hechos en corto, es decir en conver-
saciones personales.
La figura central en las reuniones sociales era sin duda el director
del proyecto, Norman A. McQuown, al que la mayor parte de los
colaboradores mayas llamaban don Antonio, en tanto que para los es­
tudiantes y algunos profesores era Mac (y ya en las conversaciones en
corto lo llamábamos también super Mac). Él era una persona afable y
sencilla en el trato cotidiano, pero duro y riguroso en las discusiones
académicas; en las reuniones sociales tomaba al parejo de todos noso-
tros pero nunca perdía la compostura, al contrario, asumía una actitud
seria. Hablaba un español elegante, sin acento, y le gustaba mostrar
su alemán. En una ocasión en que fuimos a comprar embutidos a una
conocida tienda de San Cristóbal, El Engrane, nos encontramos con
el dueño y fundador de la misma, Otto Schlie, y don Antonio se diri-
gió a él en alemán, pero el anciano, enfundado en un grueso abrigo y
con su sombrero de fieltro, contestó en español: “ya olvidé el alemán,
sólo hablo español”.
Por otra parte, don Julian Pitt-Rivers era una curiosa combinación
de intelectual británico que hablaba español con un fuerte acento
andaluz; recién se había publicado su libro The People of the Sierra, una
investigación realizada en un pueblo serrano español. Era sin duda
afable, pero mantenía una distancia respetable con todos nosotros;
siempre iba bien vestido, con elegancia y propiedad. En alguna ocasión
en que hubo de empujar al Landrover del proyecto para sacarlo del
lodo, don Julián, como le llamábamos, se quitó el elegante saco para
sumarse al grupo y dejó ver la banda roja con la que ceñía su cintura,
como buen andaluz. A Chiapas llegó acompañado de su esposa doña
Margot, española, de la nobleza ibérica y prima del dictador Francisco
Franco. En una de las reuniones sociales de los miembros del proyecto,
cuando cantábamos melodías que entonaban los republicanos durante
la guerra civil española, acompañados por Michael Salovesh a la gui­
tarra, éste le preguntó a doña Margot que por qué no cantaba, a lo que

246
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

respondió, con un gesto un tanto altanero: “yo estoy del lado de los
triunfadores”.
En contraste con estos distinguidos académicos, Cali Guiteras era
una mujer extremadamente sencilla y simpática, sonriente, que habla-
ba español con un notable acento cubano; en las reuniones acadé­
micas narraba sus experiencias de investigación con bastante elocuen-
cia, y como era perfectamente bilingüe, cambiaba ocasionalmente al
inglés de una frase a otra. No escatimaba comentarios y consejos para
nosotros, los estudiantes, y su fuerte presencia no impedía percibir su
calidez. Era una persona ampliamente conocida en la enah, yo me
inscribí a su curso de etnología, al que se presentó solamente el primer
día para avisarnos que no podría dar la clase por estar haciendo in­
vestigaciones en Chiapas; el curso lo impartiría Arturo Monzón, uno
de los jóvenes profesores, brillante y elocuente. Así que fue hasta que
nos encontramos en el proyecto cuando pude conversar con ella, y
sobre todo admirar sus dones personales. Cuando estábamos en la
etapa más intensiva de nuestras investigaciones, en 1961, apareció en
inglés su obra clásica, Perils of de Soul.
Por su parte, Muriel E. Verbitsky asumió su papel de coordinadora
de las investigaciones de etnografía, en esta segunda fase del proyecto,
y estableció una cierta distancia con nosotros, los estudiantes; ella era
nuestro contacto directo para entregar los informes, las copias del
diario de campo, así como para recibir los guiones temáticos y otros
materiales de investigación.
La intensidad y la diversidad de los trabajos de investigación rea-
lizados en esta segunda fase se advierten en el conjunto de ensayos
contenidos en el volumen publicado por el Instituto Nacional Indi-
genista, Ensayos de antropología en la zona central de Chiapas (Pitt-
Rivers y McQuown, 1970); aunque no necesariamente son trabajos
que sinteticen los resultados logrados en cada una de las investigacio-
nes; se trató más bien de textos en que los autores eligieron un tema
específico que mostraba sus intereses en términos teóricos y metodo-
lógicos. Algunos de ellos, como los de Robert M. Adams y de Philip
Wagner, fueron traducciones de sendos artículos publicados en revis-
tas de Estados Unidos, otros fueron avances de las respectivas tesis
doctorales, como sucede con el ensayo de Edward Calnek, en el que

247
Andrés Medina Hernández

hizo una reconstrucción de las poblaciones tzeltales y tzotziles existen-


tes en el periodo colonial con base en investigaciones documentales
(Calnek, 1970).
Con respecto a las investigaciones arqueológicas, se dio el siguien-
te resumen:
Las excavaciones arqueológicas se llevaron al cabo en los sitios de tierra baja
(Copanaguastla) por Robert M. Adams, Donald E. McVicker, y Kent V.
Flannery, y en los Altos (Cerro Ecatepec, Cerro Cuchum Ton, cerca de Mi-
tontic) por Adams, McVicker, Flannery y Edward E. Calnek. Se hicieron
sondeos de superficie en otras partes. […] El estudio arqueológico abarcó el
valle del Río San Vicente, cerca de Copanaguastla, las tierras altas situadas
inmediatamente al norte de San Cristóbal, el valle de Ixtapa, y las cercanías
de Ocosingo. Robert M. Adams estudió cinco sitios: uno cerca de San Andrés,
otro cerca de Jacaltenango, otro cerca de San Miguel Acatán, y otro en los
alrededores de San Mateo Ixtatán y otro en el pueblo del mismo nombre
(McQuown y Pitt-Rivers, 1970: 18).

La parte más sustanciosa, sin embargo, correspondió a los trabajos


de lingüística y de antropología social; así, Terrence Kaufman estable-
ció la posición del tzeltal y del tzotzil en relación con las otras lenguas
mayas a partir de estimaciones lexicoestadísticas y glotocronológicas;
además modificó la propuesta de McQuown, proponiendo agrupar
separadamente al chuj y al tojolabal de las lenguas tzeltal y tzotzil
(Kaufman, 1970); en tanto que Nick Hopkins desplegó un cuidadoso
análisis para establecer las variantes dialectales de las mismas dos
lenguas, apoyado en el abundante material lingüístico recogido por el
equipo, tanto en la parte correspondiente a la primera etapa del pro-
yecto (1956-1959), como a la temporada de recolección intensiva
realizada en el verano de 1961, en la que participaron todos los miem-
bros del proyecto que estaban en el trabajo de campo (Hopkins, 1970).
De los tres ensayos de sociolingüística, el de N. A. McQuown fue
un análisis de las influencias mutuas entre el español y las dos lenguas
mayenses de los Altos de Chiapas, el tzeltal y el tzotzil (McQuown,
1970); en tanto que Chris Day estableció una correlación entre varia-
ciones en el habla de los tzeltales de Villa Las Rosas y su posición social,
en términos del proceso de ladinización. Como lo indica en su texto,
fue fundamental el apoyo que le proporcionó Esther Hermitte, rela-

248
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

cionándolo con colaboradores y ofreciéndole la información etnográ-


fica necesaria (Day, 1970). Finalmente, Harvey Sarles trabajó con la
construcción de preguntas y respuestas en el tzotzil de Venustiano
Carranza (Sarles, 1970).
De los cinco ensayos de antropología social, don Julian Pitt-Rivers
hizo un muy sugerente análisis de aquellas características que compar-
ten indios y ladinos en los Altos de Chiapas, pues mientras buena
parte de los ensayos sobre las relaciones interétnicas en la región des-
tacaban las diferencias entre unos y otros, y los propios actores regio-
nales se encargan de subrayarlas enfáticamente, la aproximación de
Pitt-Rivers destacaba sus mutuas influencias y el grado en que se han
transformado en una interacción secular; es decir, contrastaba lo que
se decía sobre las identidades étnicas con los hechos que el etnógrafo
percibía (Pitt-Rivers, 1970).
Roberta Montagu hizo una descripción de las comunidades tzelta-
les asentadas dentro de las fincas de Ocosingo, las cuales eran origi-
nalmente propiedad de los dominicos, que al ser expulsados a media-
dos del siglo xix, las dejaron en manos de grandes propietarios; en ellas
las comunidades tzeltales constituía la fuerza de trabajo, eran de hecho
una especie de peones acasillados, pero mantenían una organización
social y político-religiosa comunitaria (Montagu, 1970). Este texto se
ha convertido en un testimonio con valor histórico, pues esas fincas y
sus peones desaparecieron en el proceso de movilizaciones agrarias que
alcanzan su apogeo con el levantamiento zapatista de 1994.
John C. Hotchkiss presentó un muy interesante ensayo sobre la
importancia de los niños como mensajeros en Teopisca, una población
mayoritariamente ladina; ellos jugaban un papel estratégico en la red
de comunicaciones comunitarias, no sólo por ser mensajeros, sino
también por actuar en situaciones que son comprometedoras en diver-
sos sentidos para los adultos (Hotchkiss, 1970).
El cuarto ensayo, hecho por un lingüista, Gerald Williams, y por
un antropólogo social, Duane Metzger, es una exploración de las prácti­
cas de los curanderos en una comunidad tzeltal, Tenejapa, a partir de
materiales lingüísticos obtenidos por un cuestionario al que respondie­
ron siete colaboradores. Los resultados que se presentan en el texto
están muy acotados por la técnica lingüística de preguntas y respuestas;

249
Andrés Medina Hernández

Al centro Robert Adams y a la derecha Kent Flannery, en la fuente de la Casa Chicago.


Archivo fotográfico Andrés Medina.

El histórico Land Rover atascado, por el rumbo de Pujiltik. Archivo fotográfico Andrés
Medina.

250
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

pues al hacer una pregunta, se buscan las posibles respuestas dentro de


la estructura lingüística establecida (Metzger y Williams, 1970).
El quinto texto corresponde a Esther Hermitte, en el que inició una
exploración con sus materiales etnográficos de Pinola para contrastar-
los con una rica discusión que se da entre los estudiosos mesoameri-
canistas sobre las concepciones en torno al fenómeno conocido como
“nahualismo”. A partir de los planteamientos que hacen otros etnó-
grafos contemporáneos, Esther Hermitte presentó sus materiales de
campo y realizó una primera discusión mostrando la complejidad del
fenómeno en consideración; hizo aquí un primer aporte conceptual,
al proponer el término de “coesencia” para definir la relación del in-
dividuo con su contraparte anímica, pero sobre todo nos mostró un
sistema simbólico que expresa con originalidad sus raíces mesoame-
ricanas (Hermitte, 1970a). Este es el primer paso de una aportación
mu­cho más amplia contenida en la tesis doctoral que presentó en la
Universidad de Chicago, la que se tradujo y publicó en español el
mis­mo año en que apareció el volumen compilado por McQuown y
Pitt-Rivers, 1970.

Las contribuciones a la antropología mexicana

Para ponderar los aportes que el proyecto Man-in-Nature legó a la


antro­pología mexicana necesitamos partir de la base que establecieron
los investigadores de la primera generación que fueron a Chiapas bajo
la guía de Sol Tax; bien podemos decir que con sus trabajos se sentaron
las bases de una etnografía bajo una perspectiva teórica funcionalista
que incidió en los trabajos posteriores; esta impronta teórica fue im-
puesta por el propio Sol Tax y Alfonso Villa Rojas, ambos formados
profesionalmente en el Departamento de Antropología de la Univer-
sidad de Chicago en los tiempos en que impartía sus enseñanzas Alfred
R. Radcliffe-Brown, el fundador teórico del funcionalismo. Tax fue el
gran animador y organizador, pues no solamente consiguió finan­
ciamiento de la fundación Rockefeller para sus alumnos que fueron a
la re­gión mayense de los Altos de Chiapas, sino que posteriormente
pro­pició el Seminario de la Viking Fund, realizado en Nueva York en

251
Andrés Medina Hernández

1949, donde se presentaron con sendos trabajos dos de sus estudiantes


—Fernando Cámara y Calixta Guiteras—, e incluso fue quien gestionó
los fondos y coordinó la propuesta inicial del proyecto Man-in-Nature.
Alfonso Villa Rojas, por su parte, se encontraba en los Altos de
Chiapas en los mismos años en que se desarrollaban las primeras in-
vestigaciones de los estudiantes de Tax; instalado en un paraje del
municipio de Oxchuc, no dudó en apoyarlos de diferentes maneras,
particularmente asesorándolos en el campo. Como investigador de la
ciw realizó una extensa investigación de campo que continuaba el
programa trazado junto con Redfield a finales de los años treinta.
Desde su campamento en Yochib, como se llama el paraje de Oxchuc
donde se instaló, apoyaba también a las dos misioneras del ilv que
llegaron a Chiapas a finales de los años treinta, Mariana Slocum y
Florence Gerdel, quienes fueron rechazadas en las diferentes comuni-
dades de la región, por lo que las acogió en su campamento, desde
donde finalmente lograron organizar una comunidad de creyentes
conversos y fundar una pequeña comunidad protestante, semilla de
un largo y fructífero esfuerzo de proselitismo en los Altos de Chiapas
(Hartch, 2006).
Durante los años en que comenzó el proyecto de la Universidad de
Chicago Alfonso Villa Rojas era el director del Centro Coordinador
Indigenista de la región tzeltal-tzotzil y abrió las puertas de sus insta-
laciones a los investigadores estadunidenses, con algunos de los cuales
tenía ya una larga amistad, tal es el caso de Sol Tax y Norman A.
McQuown, directores sucesivos del proyecto Man-in-Nature, además
de su antiguo vínculo institucional con la Universidad de Chicago.
Para entonces ya había publicado su clásico ensayo sobre las relaciones
de parentesco y el nahualismo, basado en sus datos de Oxchuc, en
American Anthropologist (Villa Rojas, 1947), donde conjugó dos ver-
tientes teóricas que incidirían en los trabajos posteriores: por una
parte el funcionalismo ortodoxo en la propuesta sobre clanes y linajes,
por la otra la línea culturalista que procede de Redfield y de Boas, con
un énfasis en las concepciones ideológicas de los mayas tzeltales, base
sobre la que emergería años después el gran tópico de la cosmovisión
mesoamericana. Lo que Villa Rojas hizo en este ensayo fue una crítica
a la concepción dominante sobre las nociones de nahualismo y tona-

252
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

lismo propuestas por George M. Foster en un ensayo publicado en la


revista Acta Americana (Foster, 1944), y que se mantendrían en los
medios antropológicos mexicanos gracias a la importancia que les
otorgó Gonzalo Aguirre Beltrán —principalmente en su libro Medici-
na y magia (1963)—, uno de los más importantes teóricos nacionales.
Calixta Guiteras se ocupó inicialmente de los estudios de paren-
tesco, en la línea funcionalista, y realizó investigaciones en Cancuc,
comunidad tzeltal, y en Chalchihuitán (Guiteras, 1947, 1951); pos-
teriormente elaboró sus materiales para hacer propuestas de mayor
generalidad, como el ensayo que publicó en América Indígena (1948)
y el que apareció en una revista cubana, pero que circulaba en forma
mecanoescrita desde los años cuarenta (1966). Sin embargo, la con-
tribución más importante en este tópico es la que hizo en la ponencia
que presentó en el Seminario de la Viking (Guiteras, 1952), donde
empleó un marco teórico diferente al funcionalista para resumir el
estado de la cuestión en los estudios de parentesco en Mesoamérica y
siguió más bien un planteamiento hecho por dos antropólogos, inde-
pendientemente uno del otro: Robert Lowie y Paul Kirchhoff.
Fernando Cámara tuvo su mayor contribución en el ensayo que
presentó en el Seminario de la Viking, en el que no sólo resumió la
discusión sobre los sistemas de cargos en Mesoamérica, sino que hizo
una propuesta teórica inspirada en los planteamientos de Redfield
sobre el continuum folk-urbano, estableciendo dos categorías polares:
sistemas centrífugos y centrípetos (Cámara, 1952). De sus investiga-
ciones en Zinacantán y en Mitontik sólo son conocidos sus diarios de
campo, que se mantienen en forma microfilmada; la tesis que presen-
tó en la enah para graduarse como etnólogo fue publicada años después,
sin mayores repercusiones en las discusiones sobre el tópico (Cámara,
1966). Sin embargo, quien continuó con esta línea de reflexión fue su
alumno Manuel Zabala, quien hizo una investigación sobre el sistema
de cargos en Zinacantán; sin embargo, publicó un ensayo con sus
datos históricos (Zabala, 1961). Cuando ingresó al proyecto Man-in-
Nature, Zabala hizo una investigación etnográfica en profundidad
en Si­bacá, una comunidad tzeltal relativamente cercana a la ciudad
de Oco­singo, pero no llegó a publicarse; ésta reposa en los archivos de
la Universidad de Chicago.

253
Andrés Medina Hernández

El trabajo de Ricardo Pozas, inscrito en esta línea de reflexión, es


su monografía sobre Chamula (1959), particularmente en la minucio-
sa descripción de lo que llamará el Ayuntamiento Regional, es decir,
la estructura político-religiosa de origen colonial, a la que se opone,
generando conflictos diversos, el Ayuntamiento Constitucional. Este
planteamiento fue retomado por Aguirre Beltrán en uno de sus textos
más importantes, Formas de gobierno indígena (1953), donde también
incorporó los ricos datos de Alfonso Villa Rojas sobre Oxchuc, así
como los de Fernando Cámara sobre el sistema de cargos. En este libro
Aguirre Beltrán funda una discusión sobre el poder y la política en las
comunidades indígenas, en la que resume los datos de las comunidades
mayenses de los Altos de Chiapas y los generaliza como una fase de
un proceso que conduce a la modernidad. Aquí tenemos, pues, una
repercusión de los estudios etnográficos de Chiapas sobre la política
indigenista nacional, en los que las investigaciones de Tax, Villa Ro-
jas y sus alumnos tuvieron una contribución significativa.
Un eslabón que articuló las contribuciones y las reflexiones de la
primera generación de antropólogos que trabajó en las comunidades
mayenses con los estudios de los investigadores del proyecto Man-in-
Nature es el trabajo que Calixta Guiteras desarrolló en San Pedro
Chenalhó, una comunidad tzotzil, siguiendo las indicaciones que
Redfield le hizo, a fines de 1952, para acceder a la visión del mundo
de un pensador local, nativo pues. Cuando comenzó este segundo
proyecto, en 1956, Cali continuó elaborando los ricos materiales ob-
tenidos en sus diálogos con su compadre Manuel Arias Sojom, diri-
gente de su comunidad. Para continuar con el apoyo institucional de
la Universidad de Chicago, luego de la muerte de Redfield en 1958,
Calixta se integró en el staff del proyecto, pues su mayor involucra-
miento en las actividades de investigación fue en la segunda parte.
Esta es una apreciación personal, subjetiva desde luego, que hago
desde mis propias percepciones durante mi participación. Lo cierto es
que ya en la Mesilla Redonda, organizada por la Universidad de Chi-
cago, el Instituto Nacional Indigenista y la enah en San Cristóbal
Las Casas, en 1958, Calixta presentó una síntesis sobre la visión del
mundo con sus datos de Chenalhó, lo que volvió a hacer en 1959, en
la VIII Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología,

254
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

realizada en la misma ciudad. En 1961 apareció, en inglés, su trabajo


clásico Perils of the Soul.
Sin embargo, la influencia de Cali Guiteras sería más evidente en
la segunda etapa del proyecto Man-in-Nature, pues en la primera
predominó el planteamiento teórico funcionalista, en la versión de
Eric Wolf, que propuso Manning Nash, director de los trabajos de an-
tropología social de los estudiantes graduados en las comunidades del
área restringida que abarcaba la primera etapa del proyecto. June y
Manning Nash realizaron sus investigaciones en Amatenango del
Valle, una comunidad tzeltal situada al sur de San Cristóbal Las Casas,
en el valle de Teopisca. Esta comunidad está estrechamente relacio-
nada con otras dos, relativamente cercanas, Aguacatenango y Pinola,
todas ellas con un asentamiento nucleado, y las tres hablantes de
variantes dialectales muy cercanas del tzeltal. En Aguacatenango
trabajaron Barbara y Duane Metzger, con la colaboración de Eva Ver-
bitsky. De todas estas investigaciones, solamente June Nash y Eva
Verbitsky publicaron sus resultados. Eva hizo un resumen de las in-
vestigaciones etnográficas para la VIII Mesa Redonda (Verbitsky,
1961), y June Nash publicó una elaborada monografía sobre Amate-
nango, Bajo la mirada de los antepasados (1975). La tesis de maestría de
Eva Verbitsky, presentada en el informe de la primera etapa del pro-
yecto (McQuown, 1959), hizo un novedoso planteamiento sobre las
pautas de residencia apoyándose en una propuesta de Meyer Fortes,
uno de los más importantes funcionalistas británicos. Aunque no se
publicó, ésta tuvo una considerable influencia en mi propia investiga-
ción, realizada en Tenejapa (Medina, 1991). June Nash tendría una
notable presencia en la antropología de Estados Unidos, y uno de sus
textos, elaborado con sus datos de Amatenango, sobre homicidio por
brujería (J. Nash, 1967), se convirtió en un clásico que es reproducido
en diversas antologías, como la de T. Weaver (1973).
Durante la segunda etapa del proyecto hubo mayores contribucio-
nes a la antropología mesoamericanista, es decir que incidieron en las
discusiones y en el desarrollo teórico que se realizaron posteriormente
en México. En este campo se sitúan las contribuciones de Esther Her-
mitte y Marcelo Díaz de Salas, a las que nos referiremos en seguida,
pero antes es necesario aludir, así sea en términos muy generales, a la

255
Andrés Medina Hernández

situación que guardaba la discusión teórica en México. Mientras que


en la tradición funcionalista el tema de la “brujería” se sitúa en el
campo teórico del control social, en una línea fundada por Radcliffe-
Brown, y en esa dirección están enfocados los ensayos de Manning
Nash (1960) y June Nash (1967) ya aludidos antes, en México la
discusión teórica remite al tema general del nahualismo, para abordar
después el más general campo de la cosmovisión.
El punto de partida ha sido el ensayo de George M. Foster (1944),
donde estableció una distinción entre nahualismo y tonalismo, mis-
ma que, como lo indicamos antes, es asumida por Aguirre Beltrán
(1963) y convertida en la posición dominante. Sin embargo, Alfon-
so Villa Rojas (1947) había comenzado a abrir otra línea de reflexión
con sus datos de Oxchuc, si bien lo hacía desde una perspectiva fun-
cionalista, apuntaba ya al campo de lo simbólico, a partir de lo que
Aguirre Beltrán denominaría el “gobierno de principales”, que tiene
como su mecanismo principal al nahualismo, una condición que ex­
presa la capacidad política de los dirigentes de la comunidad (Agui-
rre Beltrán, 1953). En esta misma línea de reflexión se sitúan las
contribuciones de Calixta Guiteras, pues en sus datos aparece una
distinción fundamental, la que separa analíticamente una entidad
anímica inmortal, el ch’ulel, el cual reside en el cuerpo humano, y
otra mortal, ubicada en el cerro principal de la comunidad, el wayjel
(Guiteras, 1961). Por los mismos años en que se desarrollaba la se-
gunda etapa del proyecto Man-in-Nature, un estudiante de la Uni-
versidad de Arizona, William Holland, encontraba entre los tzotziles
de San Andrés Larrainzar concepciones semejantes, con los mismos
términos que refiere Cali Guiteras (Holland, 1963:100). En la comu-
nidad tzotzil de Zinacantán, por otro lado, Evon Z. Vogt, de la Uni-
versidad de Harvard, que también hacía trabajo de campo por ese
tiempo, reconoce una situación semejante, lo que llama un alma
personal, ch’ulel, y un espíritu animal, chanul (Vogt, 1966). El avance
hacia las concepciones más generales relacionadas con la cosmovisión,
y desde una perspectiva histórica, es planteado por Villa Rojas al
referirse a las concepciones espacio-temporales de los mayas (Villa
Rojas, 1968). Desde luego lo hace apoyado en los planteamientos que
hace Cali Guiteras basada en sus datos de San Pedro Chenalhó en su

256
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

libro clásico (Guiteras, 1965). Este es el escenario donde hace sus


contribuciones Esther Hermitte.
Una primera contribución a la compleja discusión sobre el llamado
nahualismo es su propuesta sobre el carácter coesencial del vínculo
entre el individuo, sus nahuales y su ch’ulel. Este vínculo existencial
entre tales componentes le permite entonces reconocer la teoría de la
enfermedad entre los pinoltecos. Sin embargo, la propuesta más im-
portante en este tema es el reconocimiento de las especificidades que
distinguen a las dos entidades anímicas, nahual y ch’ulel: por una par-
te: “el ch’ulel parece ser el centro del lenguaje, de la inteligencia y de
la voluntad. Queda expresado con sus propias palabras muy claramen-
te: ‘Lo miró en su espíritu y entonces su nahual atacó’ ”; por la otra,
apunta: “Los datos que reuní en Pinola muestran definitivamente que
el ataque se hace al ch’ulel más bien que al nahual. Es uno de los con-
textos en el que podemos deslindar esferas distintas de acción para el
ch’ulel y el nahual. El primero es, en este caso, la víctima pasiva de la
brujería, mientras que el segundo es el agente activo sobrenatural”
(Hermitte, 1970b: 100).
Otra aportación se refiere a la distinción fundamental entre los
ancianos guardianes, llamados me’iltatil, y el resto de los pinoltecos a
partir de la posesión de un mayor número de nahuales —el máximo
son trece— de diferente tipo. Los primeros son fenómenos meteoro-
lógicos (rayo, centella y torbellino), en tanto que el resto son diversas
clases de animales; pero lo que resulta novedoso es el reconocimiento
de una jerarquía cromática y de altura: entre más alto se sitúe el fenó-
meno mayor fuerza posee. El rayo es el nahual de mayor importancia,
siguiéndoles la centella (paslam) y el torbellino; cada uno de ellos, a
su vez, tiene una jerarquía establecida por los colores que poseen. Los
nahuales pueden ser, en orden de importancia, negros, rojos o blancos;
la centella, o meteoro, es verde, roja o blanca. El torbellino, por su
parte, es “el nahual que camina con los pies en alto y la cabeza abajo,
cerca del fuego. Por eso los hombres que son Torbellino tienen calva”
(Hermitte, 1970b: 48). Aquí, sin duda, hay una referencia a las con-
cepciones espaciales en la cosmovisión mesoamericana, tanto por lo
que se refiere a los niveles del cielo como a los colores, que identifican
los rumbos del mundo. Esta misma relación vuelve a aparecer en la

257
Andrés Medina Hernández

organización del espacio simbólico en Pinola: en secciones y subsec-


ciones, aludiendo al quincunce (que sintetiza las concepciones espacio-
temporales del pensamiento mesoamericano).
La descripción del papel central que tienen las experiencias oníricas
es otra contribución, no tanto por la presencia misma del fenómeno, ya
apuntada por otros autores anteriores, sino por la incorporación del rico
material reunido en su investigación, que remite a casos específicos. Este
es el camino real para ingresar al campo de las enfermedades, de las
relaciones de poder y, por lo tanto, a lo que es su mayor contribución:
al gobierno sobrenatural, al que caracteriza de la siguiente manera:

Las autoridades formales de los indios cuya responsabilidad pudo ser la apli-
cación de sanciones, han desaparecido (por ejemplo, la jerarquía religiosa) o
bien están totalmente subordinadas a los funcionarios municipales ladinos,
como la jerarquía civil. A los indios no se les concede el derecho de gober-
narse a sí mismos, ni forman una comunidad moral con los ladinos. Estos
factores han producido un fenómeno interesante: “mover hacia arriba”, a un
nivel metafísico, al consejo de ancianos, pero conservando la estructura y
funciones de los organismos tradicionales de funcionarios indios. Este gobier-
no sobrenatural —que no tiene correspondencia con ningún grupo indio a
nivel terrenal— consta de un presidente, un secretario, un juez y varios po-
licías. Pero nadie sabe quiénes son (Hermitte, 1970b: 142).

Sin duda, Esther Hermitte sabía la importancia de sus contribucio-


nes, tal como lo demuestra la forma en que resumió los temas centra-
les de su análisis: los conceptos ontológicos, la etiología de las enfer-
medades, la teoría de los sueños y el gobierno sobrenatural (Hermitte,
1970: 164); tales son precisamente algunos de los grandes temas que
serán parte de la rica discusión teórica en torno a la cosmovisión
mesoamericana, que se suscita en la comunidad antropológica mexi-
cana, a partir de los libros Cuerpo humano e ideología y Los mitos del
tlacuache (López Austin, 1980 y 1990). El primer paso hacia el estudio
del campo simbólico de las comunidades tzeltales y tzotziles de los
Altos de Chiapas lo expresó Evon Z. Vogt al incorporar en sus plan-
teamientos las propuestas teóricas de Edmund Leach, Victor Turner y
Clifford Geertz, pero sobre todo de quien funda la perspectiva estruc-
turalista en la antropología, Claude Lévi-Strauss.

258
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

Esther Hermitte, Roberta Montagu y Lilo Stern durante una sesión de trabajo en Na Bolom, San
Cristobal de Las Casas. Archivo fotográfico Andrés Medina.

259
Andrés Medina Hernández

Así, el trabajo de Esther Hermitte, al apoyarse en las originales


contribuciones de Alfonso Villa Rojas y de Calixta Guiteras, a quienes
no solamente leyó, sino también con quienes entabló largas conver-
saciones y consultas durante su estadía en Chiapas, sitúa sus contribu-
ciones en una línea de pensamiento que condujo a las grandes discu-
siones sobre la cosmovisión, y al mismo tiempo la instala en el
ámbito de los estudios mesoamericanos. Por su parte, Marcelo Díaz de
Salas realizó un espléndido bosquejo de la cosmovisión de la comuni-
dad tzotzil de Venustiano Carranza, pequeño centro urbano que era
mejor conocido como San Bartolomé de los Llanos. Marcelo hizo una
descripción de las creencias relacionadas con la matriz espacio-tem-
poral, así como de las dos entidades anímicas reconocidas en otras
comunidades de la región (Díaz de Salas, 1963). Sin embargo, la ma-
yor aportación de Marcelo fue la publicación, póstuma, de su diario
de campo (1995). Durante su estancia en San Bartolomé, Marcelo
enfermó de brucelosis, llamada también fiebre de Malta, adquirida por
la ingestión de queso de cabra sin pasteurizar. A partir de entonces
comenzó una larga cadena de padecimientos que finalmente le produ-
jeron la muerte, diez años después, en 1971. Yo recibí el diario de
campo y lo entregué para que fuera publicado por la Universidad de
Ciencias y Artes de Chiapas, con una breve presentación donde doy
cuenta de la importancia del diario y de las condiciones de su produc-
ción (Díaz de Salas, 1995). Es el primer diario de campo que se publi-
ca tal como fue escrito; esta aclaración es necesaria porque un poco
antes Villa Rojas había publicado las notas de campo que hizo en
Oxchuc en los años cuarenta; sin embargo no están en orden crono-
lógico, sino que están arregladas por temas, lo que facilita su consulta
pero no permite reconstruir el proceso de construcción de sus datos y
planteamientos (Villa Rojas, 1990).
Eva Verbitsky hizo su más importante contribución con la ponen-
cia que preparó para la VIII Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana
de Antropología, realizada en 1959 en San Cristóbal Las Casas; en
ella sintetizó los planteamientos teóricos y los resultados de las inves-
tigaciones en cinco comunidades del área bajo estudio (Verbitsky,
1961). Posteriormente, y ya con su nombre de casada, Eva publicó un
muy buen ensayo, en colaboración con June Nash, sobre las unidades

260
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

territoriales y sociales de las comunidades mesoamericanas, con un


fuerte apoyo en los materiales del proyecto Man-in-Nature; sin em-
bargo, este trabajo no tiene mayor relevancia en las discusiones na-
cionales (Hunt y J. Nash, 1967).
Finalmente, la investigación que yo realicé en Tenejapa, una co-
munidad tzeltal, sobre la relación entre las unidades territoriales y las
unidades de parentesco, no tuvo mayor trascendencia por su tardía
publicación, y en buena medida por la pérdida de importancia del
estudio de las relaciones de parentesco en las investigaciones etnográ-
ficas del tiempo en que apareció. A diferencia de los trabajos de Cali
Guiteras, y de otros autores sobre el tema, la propuesta que desarrollé
es resultado de una larga estancia en la comunidad, y se sitúa en la
línea de los trabajos de Villa Rojas y la propia Guiteras sobre las rela-
ciones de parentesco y las unidades reportadas como calpules, con
materiales sobre Cancuc, Oxchuc, Chalchihuitán y Chenalhó. Por mi
parte realicé un cuidadoso registro censal de las familias que vivían en
uno de los parajes de Tenajapa, Kul’ak’tik. El resultado fue el recono-
cimiento de la ausencia de unidades territoriales definidas, el espa­cio
que constituía al paraje fue establecido a partir del grupo de familias que
reconocían a un mismo funcionario que los representaba ante el Ayun-
tamiento, el llamado “fiador”; el aporte se sitúa entonces en el análisis
de las variaciones en la composición de las familias a partir del plan-
teamiento de M. Fortes, que retomé del trabajo de E.Verbitsky en
Aguacatenango (Medina, 1991).
El otro campo en el que se realizaron notables contribuciones fue
el de la lingüística, en buena parte por el interés que tuvo el director
del proyecto, Norman A. McQuown, un reconocido especialista en el
estudio de las lenguas mayenses. El abundante material recogido a lo
largo de los seis años que duró el proyecto ofrece un rico y detallado
panorama de la variabilidad dialectal del tzeltal y el tzotzil de las Tie-
rras Altas, y esto se aprecia bien en el informe presentado en 1959
(McQuown, 1959). Las dos ponencias que presentó en la VIII Mesa
Redonda dan cuenta de los resultados en el campo de la lingüística y
del proyecto Man-in-Nature en general, en su primera etapa (McQuown,
1961a y 1961b). Posteriormente hizo una contribución semejante en
el volumen que publicó el Instituto Nacional Indigenista, donde dio

261
Andrés Medina Hernández

cuenta de los resultados generales del proyecto, junto con Julian Pitt-
Rivers (McQuown y Pitt-Rivers, 1970), y además contribuyó con un
ensayo sobre el bilingüismo en los Altos de Chiapas (McQuown, 1970).
En cuanto a la lingüística histórica, McQuown presentó una muy
sugerente ponencia sobre las lenguas mayas —en el simposio organi-
zado por la Fundación Wenner-Gren en Austria, en 1962— en la que
reconstruyó el proceso de su separación, en términos espaciales y
temporales (McQuown, 1964); otro investigador del proyecto, y dis-
cípulo de McQuown, publicó en el mismo volumen un ensayo en el
mismo campo, sobre las relaciones internas y externas de la familia
mayense (Kaufman, 1964). Este mismo investigador ha continuado
esa línea de reflexión y ha hecho contribuciones significativas, como
la que publica en el volumen del ini, y otros trabajos que ha dado a la
imprenta de la unam (Kaufman, 1970, 1972).
Por supuesto que hay más contribuciones del proyecto Man-in-Na-
ture a los estudios antropológicos; sin embargo, aquí sólo doy cuenta
de aquellas que a mi parecer incidieron en la antropología mexicana.

Conclusiones

Las relaciones entre las comunidades científicas de Estados Unidos y


de México son algo más que intercambios de buena voluntad estable-
cidos por “intermediarios intelectuales” (Peña, 1996); las influencias
de un centro hegemónico que exporta teorías a los países periféricos
del Sur, como apuntaría Esteban Krotz (1997), adquieren una enorme
complejidad cuando nos acercamos y observamos con mayor detalle,
en situaciones específicas, como las que aquí hemos descrito a partir
de un proyecto de investigación en que participaron colaboradores de
diferente nacionalidad, a través de instituciones de los dos países im-
plicados. No se trata simplemente de intercambios entre científicos,
pues la comunidad de cada país se inserta en una trama de poder que
facilita el acceso, o bien lo niega, a los recursos necesarios para su
actividad científica. A su vez, esa trama se sitúa en estrategias políticas
que, como en el caso de Estados Unidos, corresponden a la geopolíti-
ca del conocimiento, como le ha llamado David Nugent (2008). Sin

262
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

embargo, el que los investigadores extranjeros definan su trabajo “en


términos puramente académicos” (Peña, 1996: 43) no garantiza que
sus acciones no se articulen a una estrategia hegemónica, incluso es-
trictamente militar, como el referido caso de Sylvanus Morley en el
área maya, cuyo proyecto sirvió de cobertura para una acción conjun-
ta de espionaje en la que participaron varios científicos. Así, la expe-
riencia mexicana con Estados Unidos ofrece numerosas situaciones en
que se conjugan muy diversos factores, y se llega a variados resultados.
Sin duda las relaciones entre las comunidades antropológicas de
los dos países muestran una clara influencia de las concepciones teó-
ricas y metodológicas desarrolladas en Estados Unidos sobre el queha-
cer de los antropólogos mexicanos; es decir, el modelo centro-periferia
nos ofrece un buen referente general de entrada para analizar las rela-
ciones de intercambio. Sin embargo, la trama del poder atraviesa de
muchas maneras el accionar de los programas de investigación.
En la experiencia de Franz Boas en México se cruzan varias tensio-
nes; por una parte la que se generó con el grupo de investigadores del
Museo Nacional, por la otra, la que mantuvo con el eje Washington-
Massachusetts en Estados Unidos, que tuvo un episodio sintomático
en la denuncia del espionaje y la respuesta condenatoria de los miem-
bros de la American Anthropological Association. Por otro lado, en
los años treinta, la situación estuvo entramada con diversos vínculos
que desarrollaron tensiones en varias direcciones. Así, la emergencia y
despliegue del ilv en el área de los programas de educación indígena
neutralizó otras opciones, como sucedió con el Proyecto Tarasco,
promovido por el Consejo de Lenguas Indígenas y dirigido por Mau-
ricio Swadesh. La presencia creciente de la Unión Panamericana, en
conjunción con la Carnegie Institution, se articuló a varias institucio-
nes a través del Instituto Panamericano de Geografía e Historia y las
revistas Boletín Bibliográfico de Antropología Americana y Revista de
Historia de América.
La reorganización de la estructura institucional de la ciencia en
Estados Unidos afectó sus relaciones con México; por una parte creció
la presencia de toda esa estructura, sólidamente articulada para fines
militares, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, así como para
respaldar el proceso de expansión de su hegemonía en México y Amé-

263
Andrés Medina Hernández

rica Latina. Un aspecto de este movimiento es la rápida expansión del


ilv —vinculado profundamente con el fundamentalismo protestante
que subyace al proyecto imperial—, cuya acción proselitista afectó
principalmente a las comunidades indígenas, además su incidencia en
la política del lenguaje generó un impacto profundo en el proceso de
castellanización. Uno de los resultados de sus actividades en el campo
de la lingüística fue la consolidación de la corriente teórica estructural,
que tuvo a uno de sus más importantes autores en Kenneth Pike.
Los efectos de la presencia de antropólogos financiados por las
fundaciones y adscritos a universidades en la docencia y la investigación
en México, en el periodo 1940-1970, dentro del que se desarrolló el
proyecto Man-in-Nature, son muy diversos; ciertamente actualizó las
concepciones teóricas de la comunidad antropológica mexicana, pues
introdujo el funcionalismo británico y el culturalismo boasiano. Este
último manifestado en el plan de estudios adoptado por la enah desde
1942 y en la presencia de profesores investigadores con esa filiación
teórica, tales como Ralph Beals y George M. Foster, de la Universidad
de California. El funcionalismo llegó con los investigadores de la
Universidad de Chicago, financiadas por las fundaciones Carnegie y
Rockefeller. Lo cierto es que a través de los cursos impartidos y de las
investigaciones desplegadas a través de equipos de trabajo, se implan-
tó una rigurosa metodología de trabajo de campo y una amplia gama
de recursos técnicos.
Sin duda esta presencia de investigadores y de instituciones es­
tadunidenses nutrió de muchas maneras la configuración y el desarro-
llo de la antropología mexicana. Por una parte introdujo teorías y
métodos, por la otra estableció diversos diálogos entre ambas comu-
nidades científicas, hecho expresado en las diversas reuniones cientí-
ficas, realizadas tanto en México —como las Mesas Redondas de la
Sociedad Mexicana de Antropología— como en Estados Unidos, según
consta en el Seminario de la Viking que organizó Sol Tax, así como
en la participación conjunta en el Handbook of Middle American Indians.
Pese a ello, no puede decirse que la antropología mexicana sea una
escuela plegada a las propuestas teóricas y metodológicas procedentes
de Estados Unidos, ya que por un lado desarrolló sus propias tendencias,
que tienen en el concepto de Mesoamérica un paradigma que impulsó

264
La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas

muy activamente las investigaciones; por el otro, este paradigma se


articuló de diversas formas al nacionalismo mexicano configurado en
el periodo 1940-1970. Dicha articulación provocó una profunda dis-
torsión en el quehacer de los antropólogos, pues la política naciona-
lista privilegió el desarrollo de una arqueología monumentalista, la
cual requirió de elevados presupuestos para llevar a cabo sus objetivos
de investigación y restauración. Esta orientación subordinó el desa-
rrollo de la antropología física a las necesidades de los grandes proyec-
tos arqueológicos.
Por otro lado, los recursos destinados a las investigaciones en los
campos de la etnografía y de la lingüística fueron muy limitados. Una
opción novedosa la ofreció la política indigenista, que propició el
desarrollo del campo de la antropología social, pero con un efecto
distorsionante por los requerimientos y las presiones de la burocracia,
sobre todo por abrir el espacio a intereses del aparato de Estado. Esta
limitación en la disponibilidad de recursos afectó necesariamente a las
investigaciones etnográficas; aunque ciertamente las acotó, finalmen-
te estableció las condiciones efectivas para la generación de conoci-
miento. En el periodo al que nos referimos aquí, las investigaciones
etnográficas se realizaron principalmente en el inah, y en menor me-
dida en la enah, donde prácticamente no había recursos. Igualmente
un grupo pequeño, todavía incipiente, trabajó en la unam, con muy
escasos recursos. Sin embargo, todo esto no impidió que se realizaran
investigaciones etnográficas y que se perfilara un estilo propio de ge-
nerar conocimiento. De hecho bien podemos afirmar que en los años
cuarenta se configuró el núcleo original de una tradición académica
mesoamericanista que subsiste hasta nuestros días. Ciertamente, no es
ya la única, pues ha habido un largo proceso de diversificación, preci-
samente después de 1970, cuando se fundaron otras escuelas de antro-
pología y otros centros de investigación en todo el país.
Finalmente, la intención principal que motivó la presentación de
este ensayo ha sido abrir a la reflexión el desarrollo de la antropología
mexicana como una experiencia en la que participaron instituciones
de México y de Estados Unidos, pero particularmente en la que encon-
tramos estudiantes y profesores de diferentes nacionalidades. Esta es,
me parece, la mejor manera de romper los estereotipos que han domi-

265
Andrés Medina Hernández

nado por mucho tiempo este tópico, el de la presencia e influencia de


las investigaciones de Estados Unidos. Ciertamente, es una presentación
que tiene una dosis considerable de subjetividad, por el hecho de que
quien escribe y reflexiona sobre ello ha sido también actor, si bien
menor, en uno de estos proyectos de investigación, el Man-in-Nature
del Departamento de Antropología de la Universidad de Chicago.

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La práctica de la arqueología
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El caso de Leopoldo Batres

Rosa Brambila Paz*
Rebeca de Gortari**

En las historias de la arqueología mexicana poco se habla de Leopoldo


Batres. Las escasas referencias no son halagüeñas. Ignacio Bernal, en su
Historia de la arqueología en México, afirmó que Batres era un individuo
impreparado, que su técnica de excavación era cruda, y consideró su
reconstrucción de la pirámide del Sol como un ejemplo del daño que
un autodidacta produce cuando actúa por encima de sus posibilidades
científicas (Bernal, 1952: 125-126; Bernal 1980: 149 y ss.). Bernal plas-
mó las opiniones asentadas, de manera contundente, desde 1922. Junto
con Marquina (Marquina, 1922: 106-110), Manuel Gamio califica las
descripciones de Batres sobre el sistema constructivo de Teotihuacan
como erróneas, y a sus observaciones las adjetiva como “completamen-
te imaginarias”. Ideas apoyadas por los estudios de Rémy Bastian de
1947, quien concluyó que el cuarto cuerpo del edificio fue intencional-
mente falseado. Tompkins, en su particular recuento, va más lejos al
juzgar a Batres. Considera que su ocupación como arqueólogo era “un
pasatiempo tan fuera de lo común y costoso”. La pudo desempeñar
sólo por la influencia particular que ejercía con el dictador, con quien lo unía
un parentesco ilegítimo. El padre natural de Batres era Manuel Romero Rubio
[…]. Como hijo bastardo del jefe de los todopoderosos científicos, [combinó]
su interés en los tesoros escondidos en el subsuelo de México con el negocio
de venta al mayoreo y menudeo de las antigüedades (Tompkins, 1981: 185).

* Dirección de Etnohistoria, inah.


** Instituto de Investigaciones Sociales, unam.

277
Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

A pesar de estas descalificaciones, Bernal, Díaz y de Ovando, Matos


y Hernández Sánchez le reconocen como mérito el haber logrado que
el Estado aportara fondos para la excavación de los monumentos an-
tiguos, alejándolos de mecenazgos dudosos y fortunas particulares.
Sonia Lombardo es más puntual al señalar que tres fueron los grandes
actos que contribuyeron al conocimiento y la conservación del pasado
prehispánico de México durante el gobierno de Díaz. El primero fue
la creación, en 1885, de la plaza de inspector y conservador de monu-
mentos arqueológicos de la República; el segundo, la aprobación de la
Ley sobre Monumentos Arqueológicos en 1887; y el tercero fue el
acuerdo de expropiación de los terrenos de Teotihuacan con el fin de
garantizar su total protección, el 24 de junio de 1907. En todos ellos
Leopoldo Batres fue el actor principal.1
Las controversias en torno a este personaje recuerdan la distinción
actual que hacen algunos historiadores de la disciplina. Algunos estu-
diosos distinguen la arqueología academicista de la patrimonialista;
ubican a Batres en la génesis de la segunda al tiempo que lo apartan
de la primera (Vázquez, 1995; Rodríguez, 1996; López Aguilar, 2001).
A continuación nos concentramos en el trabajo de Batres para cono-
cer su papel en la transformación de los objetos arqueológicos de
“antigüedades” a “patrimonio nacional”.

Leopoldo Batres

Los biógrafos de Batres se apoyan en un borrador autobiográfico con-


servado por sus descendientes y en los papeles de la familia Pruneda-
Batres resguardados en la Biblioteca Nacional de Antropología.2 A
manera de extracto, se puede decir que nació en la ciudad de México
el 30 de diciembre de 1852; sus padres, Salvador Batres y Francisca
Huerta, como muchas familias de la época, participaban de los con-
flictos entre liberales y conservadores. La casa de doña Francisca era

1
Bernal, 1952: 126; Matos, 1997: 47; Díaz y de Ovando, 1990; Hernández Sánchez, 2004;
Lombardo, 1994, vol. 1, pp. 36-37.
2
En especial están los trabajos de Leonardo Manrique, 1988, y Eduardo Matos, 1994.

278
La práctica de la arqueología durante el porfiriato

frecuentada por personalidades como Lucas Alamán, Miguel Lerdo de


Tejada, Melchor Ocampo y Antonio López de Santa Anna. También
cultivaban las artes y las ciencias; así, en la casa del abuelo paterno
había una biblioteca y un verdadero museo con colecciones de mine-
rales, aves, pintura, cerámica, escultura y numismática.3
Dados los conflictos políticos y militares del país, el joven Leopol-
do ingresó como lancero en los ejércitos de Juárez. Más tarde trabajó
en la aduana de Tecomapan, Veracruz. En 1873 fue escribiente de la
aduana marítima de Manzanillo, y tres años después obtuvo el nom-
bramiento de capitán de puerto en la Bahía de la Magdalena. En 1877
se le otorgó licencia como capitán de caballería y fue dado de alta en
1881. De esos años sólo se tienen noticias de que cursó la Academia
de Telegrafía en 1879 y de que impartió una clase de geografía, en
1882, en la Escuela Teórica Práctica Militar.
No conocemos, a ciencia cierta, cómo surgió su interés por la an-
tropología en general, ni por la arqueología en particular. Desde que
ingresó a la vida civil, en 1881, está registrado que vendía objetos a
museos, actividad que continuó en 1882 y que se volvió más frecuen-
te al año siguiente. No sólo vendía piezas arqueológicas, pues en una
ocasión entregó, por la cantidad de noventa y dos pesos, “... tres mapas
mexicanos copias de antiguos con caracteres, un vaso de barro deco-
rado mexicano antiguo; dos cruces de oro esmaltadas de la indepen-
dencia y dos medallas de plata”, con visto bueno del director del Museo
Jesús Sánchez (ahmna, vol. 6, f. 72). En junio de 1885 es nombrado
colector y ayudante interino de la Sección de Arqueología del Museo
Nacional y, en octubre, designado inspector de los Monumentos Ar-
queológicos de la República, dependiendo del Ministerio de Justicia e
Instrucción Pública, cargo en el que permaneció hasta 1911 (ahmna,
vol. 7, ff. 206-217). En 1888 fue comisionado por el gobierno de Díaz
para visitar los principales museos europeos y conocer su organización,
métodos de clasificación y el conjunto de sus características que pu-
dieran ser útiles para el Museo Nacional (ahmna, vol. 6, f. 83).

3
Los datos biográficos resumidos fueron tomados del Archivo Leopoldo Batres, rollo 1 y
Antología Leopoldo Batres, rollo 1. Los datos de su trayectoria como antropólogo se to-
maron del Archivo Histórico del Museo Nacional de Antropología (ahmna).

279
Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

Una vez establecida su relación con la antropología comenzó a es-


cribir sobre diversos aspectos. Su obra impresa abarca poco más de
medio centenar de títulos.4 Sus primeros trabajos aparecen en publi-
caciones periódicas, tanto nacionales como extranjeras. En revistas
francesas especializadas, ya consagradas en el campo de la antropología,
pronto se da noticia de sus estudios. Nos referimos, sobre todo, a la
Revue d’Ethnographie, editada por Ernest Leroux y dirigida en el mo-
mento de la publicación por T. Hamy, quien da a conocer las investi-
gaciones de Batres en Teotihuacan, mismas que ya habían sido reseña-
das en el Diario del Hogar, periódico de la ciudad de México. La otra
revista gala en donde participa es La Nature, revista de ciencia y sus
aplicaciones a las artes y a la industria, cuyo editor era, en ese entonces,
G. Masson. Otra revista en la que participó fue La Ilustración Artística,
con pie editorial en Barcelona, donde publicó un artículo. Respecto a
las publicaciones periódicas mexicanas especializadas en las que cola-
boró, pueden mencionarse la Revista Nacional de Letras y Ciencias y el
Boletín de la Sociedad de Geografía y Estadística de la República Mexicana.
Asimismo, dio a conocer sus trabajos en las Actas de los Congresos
de Americanistas. Es de notar, sin embargo, la ausencia de colabora-
ciones suyas en los Anales del Museo Nacional, aunque su trabajo The
Pyramids of San Juan Teotihuacan, de 1906, tiene como pie editorial el
National Museum Printing Press; no hay que olvidar que en esa época
el Museo contaba con su propia imprenta. Usualmente escribió en es­
pañol, aunque varios de sus trabajos están en francés y otros son edi-
tados, a dos columnas, en inglés y en español, como Teotihuacan o la
ciudad sagrada de los toltecas, de 1889, o bien publicadas las dos versio-
nes, como sus trabajos de las Escalerillas, dados a la prensa en 1902.
Buena parte de su producción escrita se encuentra en folletos de
diversas imprentas: la Agencia Tipográfica de F. Díaz de León y su
sucursal; la Tipografía de J. I. Guerrero y León; la Tipografía y Litogra-
fía La Europea, de J. Aguilar Vera y Compañía; la de Fidencio Soria; la
Imprenta de Hull; la Buznego y León; por supuesto aparecen como sus
editores agencias gubernamentales como la Tipografía o los Talleres
de la Escuela Nacional de Artes y Oficios (1889) y la Secretaría de

4
Las referencias bibliográficas de las obras de Batres se encuentran en el anexo.

280
La práctica de la arqueología durante el porfiriato

Leopoldo Batres fue uno de los actores principales en la vida cultural y


social de México en la época porfiriana. Marius de Zayas en su Caricatura
del Viernes en El Diario, vol. II, núm.140, del 1 de marzo de 1907, publicó
un dibujo con el título “Nuestros Arqueólogos: Don Leopoldo Batres”.

Justicia e Instrucción Pública. Sus escritos laudatorios al general Díaz,


entre 1917 y 1920, aparecen sin editor. En 1935 se publicó una versión
en inglés de su guía histórica de la ciudad de México, con los derechos
de autor para Dolores Batres de Pruneda.
La bibliografía de Leopoldo Batres recopilada hasta ahora abarca
de 1885 a 1923. Los temas son de diferente índole, aunque indiscuti-
blemente predomina su descripción de los vestigios arqueológicos que
visitaba como correspondía a su cargo de inspector y conservador de
los monumentos arqueológicos de México: Teotihuacan, en primerísi-
mo lugar. También publicó sus reflexiones sobre Tula, Xochicalco, la
región de Texcoco, La Quemada, Casas Grandes y de varias regiones de
Veracruz, Oaxaca, Yucatán, Chiapas y Tabasco, así como de la ciudad
de México. Según su propia versión participó en investigaciones de
campo en importantes zonas de Colorado y Nuevo México. Durante

281
Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

sus recorridos por la República, también observó los rasgos físicos de


distintos grupos étnicos y estableció las diferencias entre mayas, za­
potecas, mixtecas de Oaxaca, aztecas y otros grupos. Además, estudió
los cráneos del Hospital San Andrés, del Distrito Federal, y otros dos
mil más en los osarios de los pueblos indígenas en las cercanías de la
capital; también midió algunos miles de soldados de tres batallones de
infantería. Las mediciones las hizo siguiendo el método de Broca para
obtener el índice de la cabeza de los indios de raza pura y así caracte-
rizar a los grupos indígenas. Participó también como perito en antro-
pología en un caso de asesinato y en el estudio de los restos de los
héroes de la nación en construcción.
Perteneció a diferentes instituciones académicas: miembro de nú-
mero de la Sociedad de Geografía y Estadística, de las sociedades de
Antropología y Geografía de París, así como de la Missouri Historical
Society. Recibió la medalla de oro de la Sociedad Mexicana de Geo-
grafía y Estadística por su trabajo Civilización de algunas de las diferentes
tribus que habitaron el territorio hoy mexicano en la antigüedad; fue galar-
donado con las Palmas Académicas de Francia y la condecoración de
comendador de la Orden Imperial del Águila Real de Prusia. Asistió a
los Congresos de Americanistas de Nueva York, Quebec y Viena y fue
vocal del celebrado en México, entre el 8 y el 14 de septiembre de 1910.
Con este historial dentro de la profesión, veamos un poco de cerca el
contexto que lo determinó y que al mismo tiempo ayudó a construir.

Leopoldo Batres y la conservación


del patrimonio como un bien público

En el siglo xix no existía la profesión de arqueólogo. Dentro de la


visión ilustrada, imbuida por el pensamiento liberal, los objetos anti-
guos eran afirmados en su condición de artísticos y separados de su
contexto histórico cultural. Frente a la posición “estetizante” del
pasado, la implantación del positivismo influyó para que el estudio
del periodo prehispánico pasara al ámbito de la razón, lo que requería
transformar las curiosidades acumuladas en los gabinetes de coleccio-
nistas en objeto de estudio. En este proceso de construcción de un

282
La práctica de la arqueología durante el porfiriato

conocimiento científico sobre los pueblos antiguos, era necesario que


los restos arqueológicos salieran del ámbito de lo particular para in-
gresar al social, mediado por el nacional. La dinámica de mutar los
objetos arqueológicos de un uso privado a uno social tomó forma en
la legislación porfiriana. En 1862, desde la Sociedad de Geografía y
Estadística se propuso una legislación, si bien no fue sino hasta el
nombramiento de inspector y conservador de los monumentos ar-
queológicos que se fincó un intento por controlar el saqueo y la des-
trucción, costumbre establecida por el quinto real de la Corona espa-
ñola. Esta reglamentación se transformó en la medida en que se fue
identificando y consolidando la idea de que los vestigios arqueológicos
pertenecían a la nación. Conjuntamente, se empezaron a impartir
cursos en el Museo Nacional dirigidos a crear una nueva profesión.
Con la creación de un órgano ejecutivo se fijaron algunas de las
atribuciones del cargo. Desde que tomó ese puesto, Leopoldo Batres
asumió como una de sus responsabilidades la elaboración de un atlas
arqueológico, con el objetivo principal de ubicar tanto los lugares en
los que había mayor concentración de edificios, como aquellos donde
abundaban objetos codiciados por coleccionistas. Asimismo, la admi-
nistración nombraba a los vigilantes o conserjes “que en cada depar-
tamento fueren necesarios para que lo secunden en esa comisión, pero
bajo el concepto de que esos vigilantes no gozan de sueldo alguno;
pues su cargo será puramente honorífico”(ahmna, vol. 7). Batres es-
tableció, además, que para hacer cualquier excavación o traslación de
objetos arqueológicos era necesaria la autorización de la Secretaria
de Justicia. También que el inspector tendría el control de los movimien-
tos de todas las piezas del Museo a través de compra o donación de los
estados, del extranjero o de particulares, al igual que de los objetos de-
comisados en las aduanas (ahmna vol. 7, f. 206-217). Al ser Leopoldo
Batres artífice y ejecutor de estos mandamientos, afectó los intereses
de quienes extraían objetos arqueológicos, históricos y artísticos, pro-
tegidos por autoridades gubernamentales nacionales y aun extranjeras.
Tras diez años de experiencia en los trabajos de la Inspección, se
puntualizaron sus actividades en 1908, ya con la autorización de Justo
Sierra (ahmna, vol. 13, exp. 2, ff. 2-4). En este nuevo reglamento se
limitó aún más la participación de privados, y se aumentaron las obli-

283
Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

gaciones y derechos del Estado. Se definió que, además de ser indis-


pensable para la realización de excavaciones y traslaciones de monu-
mentos, la autorización expresa también era necesaria para reparar
vestigios arqueológicos. Se explicitó que de todos los reconocimientos
y exploraciones en las zonas arqueológicas se tendría que entregar un
informe por escrito, además del anual correspondiente. Un factor a
resaltar es que al inspector se le confirió autoridad para tratar directa-
mente con las autoridades políticas de las localidades.
Esta normatividad impulsó la idea de que estos objetos formaban
parte de la historia nacional y, por tanto, eran bienes colectivos y
públicos, además de objetos de estudio científico. La restauración de
los monumentos fue otro mecanismo para hacer de uso social los ves-
tigios arqueológicos. Su difusión era vista como ejemplo de la cultura
nacional y símbolo de la nueva identidad colectiva que estaba en
construcción. Así, la recuperación y valoración del patrimonio histó-
rico comprende una “interpretación ideológica que dotó a los monu-
mentos del pasado de una fuerte carga emocional y simbólica según la
cual empezaron a ser considerados como manifestaciones gloriosas de
la cultura nacional” (Llull Peñalba , 2005: 178).
La restauración, además de dotar a los vestigios de un valor simbó-
lico para el régimen y científico para los especialistas, también implicó
la apertura de los sitios arqueológicos al público. De ahí que se hiciera
necesario que el Estado dotara a la Inspección de presupuesto. En 1905,
Batres recibió un monto considerable para abrir al público, extranjero
y nacional, la pirámide del Sol y algunos edificios cercanos con motivo
del centenario de la Independencia. En esa ocasión, dentro del proce-
so de conservación Batres ideó una infraestructura que incluía el museo
de sitio en Teotihuacan, en donde se expondrían todos aquellos objetos
encontrados en sus exploraciones, así como talleres y bodegas para
proteger y mantener las herramientas, además de un espacio agradable
para los turistas, en donde construiría baños y paraderos. La casa co-
mercial italiana Pellandini hizo, por su encargo, unos cristales de fabri-
cación francesa para colocarlos sobre los frescos descubiertos en 1909
con el objeto de preservarlos. Al mismo tiempo, la zona arqueológica
fue provista de un puesto de guardia para la custodia de las ruinas, un
local para fotografía con su laboratorio, un departamento de dibujo,

284
La práctica de la arqueología durante el porfiriato

una escuela para niños, niñas y adultos y un parque con un lago “para
que se le quite el aspecto árido que tiene la región y sea un atractivo
para los turistas”. El impacto de los trabajos en Teotihuacan sobre la
nación fue muy grande. En los registros de la Secretaría de Instrucción
Pública y Bellas Artes, conservados en el Archivo General de la Nación
(agn), el mismo Batres registraba “una romería constante todos los
días en el sitio de los monumentos, compuesta por extranjeros y nacio-
nales que van a aquellos lugares a admirar los restos de esa gran ciudad”.
El interés por hacer accesible el México prehispánico al público
general no fue limitado al caso de Teotihuacan. En Xochicalco también
intentó crear instalaciones adecuadas, higiénicas y modernas para los
visitantes de la zona. Otro elemento dirigido a este objetivo fue su
Guía para visitar los monumentos arqueológicos situados entre Puebla
y Mitla, Oaxaca; e incluso fue mas allá al hacer una “Cartilla históri-
ca de la ciudad de México”, texto aprobado por el Consejo Superior
de Instrucción del Distrito Federal, en el que planteó de forma didác-
tica la conformación de la antigua México Tenochtitlan.
Al revisar la trayectoria de Batres y la transformación del contexto
legal de la arqueología durante el porfiriato, podemos observar que en
este periodo se asentó un patrimonio social con raíces profundas en el
régimen liberal que adquirió cuerpo en las dos últimas décadas del
siglo xix. Al volver público lo que era privado, México afectaba los
intereses particulares de mecenas, instituciones y coleccionistas de
otras partes del mundo al intentar sacar sus objetos arqueológicos del
mercado internacional. Este conflicto de la modernidad decimonóni-
ca nos recuerda la reciente puesta en duda de la legislación vigente,
que concibe a la arqueología como nacional y, por tanto, bien público
y objeto de conocimiento.

Anexo

Leopoldo Batres (1852-1926)


Obra recopilada por Genaro Díaz Fuentes
s.f. Explorations of Mount Alban, Oaxaca, México, 1902, México,
Gante St. Press, 37 p.

285
Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

s.f. Exploraciones de Monte Albán, 1902, México, Casa Editorial


Gante, 37 p.
s.f. Visita a los monumentos arqueológicos de La Quemada, Zacatecas,
1903. México. Imprenta de la Vda. de Francisco Díaz de León,
43 p.
1886 “Nouvelles fouilles de Téotihuacan”, en París, Revue D’Etnographie,
vol. 5, núm. 5, Ernest Leroux (ed.), septiembre-octubre, p. 478.
1886 “Les Ruines de Xochicalco au Mexique”, en La Nature: Revue des
sciences et de leurs applications aux arts et a l’industrie. Journal hebdo-
madaire illustré. G. Masson (ed.), París, vol. 14, pte. pp. 308-310.
1886 “Inspection et conservation des antiquités mexicaines”, en
Revue D’Ethnographie, Ernest Leroux (ed.), París, vol. 5, núm.
1, enero-febrero, pp. 93-94.
1887 “L’age des métaux au Mexique”, en La Nature: Revue des sciences
et de leurs apllications aux arts et a l’industrie. Journal hebdomadai-
re illustré, G. Masson (ed.), París, vol. 15, pte. I, pp. 49-50.
1888 IV Tlalpilli: ciclo o período de 13 años: Piedra del agua, México,
Imprenta del Gobierno Federal, en el Ex-Arzobispado, (Mono-
grafías de Arqueología Mexicana), 28 p.
1888 “Les races mexicaines”, en La Nature: Revue des sciences et de
leurs applications aux arts et a l’industrie. Journal hebdomadaire
illustré, G. Masson (ed.), París, vol. 16, pte. I, pp. 87-90.
1889 “Antropología mexicana: clasificación del tipo antropológico
de las principales tribus aborígenes de México”, en Revista Na-
cional de Letras y Ciencias, vol. 1, contiene: láminas I, II, Méxi-
co, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, pp. 191-196.
1889 Teotihuacan o la ciudad sagrada de los toltecas = Teotihuacan; or
the sacred city of the Toltecs, México, Talleres de la Escuela
Nacional de Artes y Oficios (Monografías de Arqueología
Mexicana), 18 p.
1889 Momia tolteca, México, Tipografía de la Escuela Nacional de
Artes y Oficios, 1889 (Antropología Mexicana), 6 p.
1890 “Arqueología mexicana: El monumento a la diosa del agua”, en
La Ilustración Artística, Barcelona, vol. 9, núm. 464, 17 de no-
viembre, pp. 322-323.
1891 “El cascabel de la culebra mitológica de Teotihuacán”, en Bole-

286
La práctica de la arqueología durante el porfiriato

tín de la Sociedad de Geografía y Estadística de la República Mexi-


cana, México, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística,
4ª época, vol. 2, núm. 4, pp. 199-201.
1897 “El Sr. Batres, por medio de figuras reproducidas por La Linter-
na Mágica, emite algunas opiniones sobre los monumentos
antiguos que se conservan en Yucatán”, en Congreso Internacio-
nal de Ame­ricanistas. Actas de la undécima reunión, México 1895,
México, Agencia tipográfica de F. Díaz de León, pp. 271-275.
El décimo Congreso Internacional de Americanistas, reunido
en Estocolmo en agosto de 1894, acordó que se celebrara en la
ciudad de México un periodo extraordinario de sesiones en 1895.
1897 “El Sr. Dr. Seler ofrece al Congreso su obra sobre Mitla, emi-
tiendo con este motivo algunas observaciones los Sres. Leopol-
do Batres y D. Antonio Peñafiel”, en Congreso Internacional de
Americanistas. Actas de la undécima reunión, México 1895, Méxi-
co, Agencia Tipográfica de F. Díaz de León, pp. 87-89.
1897 “Observaciones del Sr. D. Leopoldo Batres sobre la anterior
memoria y contestación del Sr. Salazar”, en Congreso Internacio-
nal de Americanistas. Actas de la undécima reunión, México 1895,
México, Agencia Tipográfica de F. Díaz de León, pp. 148-149.
1897 El Sr. Batres presentó una colección de objetos antiguos, en su
mayor parte de barro, hallados en las ruinas de Mitla”, en Con-
greso Internacional de Americanistas. Actas de la undécima reunión,
México 1895, México, Agencia Tipográfica de F. Díaz de León,
pp. 148-149.
1900 Osteologie, 1898, México, Tip. y Lit. La Europea de J. Aguilar
Vera y Ca. (Anthropologie Mexicaine), 25 p.
1900 “Un árbol gigantesco: sabino de México en el Tule”, en Manuel
Francisco Álvarez, Las ruinas de Mitla y la Arquitectura, México,
Talleres de la Escuela Nacional de Artes y Oficios para Hombres,
cap. IV, pp. 15-16.
1902 Archaeological Explorations in Escalerillas Street, City of México,
1900, México. J. Aguilar Vera & Co., 58 p.
1902 Exploraciones arqueológicas en la calle de las escalerillas, 1900,
México, Tip. y Lit. La Europea, de J. Aguilar Vera y Compañía,
1902, 58 p.

287
Rosa Brambila Paz y Rebeca de Gortari

1903 Tlaloc. Exploración arqueológica del oriente del Valle de México,


México, Secretaría de Justicia e Instrucción Pública/Inspección
y Conservación de Monumentos Arqueológicos, 19 p.
1904 Exploraciones en Huexotla, Texcoco y El Gavilán, México, Tip.
de J. I. Guerrero y Comp., Sucs. de F. Díaz de León, 15 p.
A la cabeza: Inspección y Conservación de los Monumentos
Arqueológicos de la República Mexicana.
En la pasta: Mis exploraciones en Huexotla, Texcoco y mon­
tículo de “El Gavilán”.
1905 La lápida arqueológica de Tepatlaxco-Orizaba, México, Tipografía
de Fidencio Soria, 14 p.
A la cabeza: Inspección y Conservación de los Monumentos
Arqueológicos de la República Mexicana.
1906 The Pyramids of San Juan Teotihuacan, English version revised by
H. N. Branch, México, National Museum Printing-Press, 8 p.
Teotihuacan o la ciudad sagrada de los toltecas. México, Imprenta
de Hull, 27 p. Texto en español e inglés.
Teotihuacan: memoria, México, Imprenta de Fidencio S. Soria,
30 p.
1908 Reparación y consolidación del edificio de las columnas en Mitla,
México, Imprenta de Buznego y León, 8 p.
1908 Exploraciones y consolidación de los monumentos arqueológicos de
Teotihuacan, México, Imprenta de Buznego y León, 6 p.
1908 Civilización prehistórica de las riberas del Papaloapam y costa de
Sotavento estado de Veracruz, México, Imprenta de Buznego y
León (Monografía), 6 p.
1910 Guía para visitar los monumentos arqueológicos situados entre Pue-
bla y Mitla, Oaxaca, México, Tip. de F. S. Soria, 18 p.
1910 La Isla de Sacrificios, la señora Zelia Nuttall de Pinard y Leopoldo
Batres, México, Tipografía Económica, 10 p.
[1910] Antigüedades mejicanas falsificadas: falsificación y falsificadores,
México, Imprenta de Fidencio S. Soria, [1910?], 30 p.
1910 Carta arqueológica de los Estados Unidos Mexicanos, 1er. Centena-
rio de la Independencia Nacional, México, Secretaría de Instruc-
ción Pública y Bellas Artes/Inspección General y Conservación
de monumentos arqueológicos, Escala 1:2,500,000, 1.35 x .94 m.

288
La práctica de la arqueología durante el porfiriato

1911 Dato arqueológico, Barcelona, Imp. Vda. Cunill, 3 p.


1911 Memorandum dirigido al Sr. Lic. D. Miguel Díaz Lombardo, Mi-
nistro de Instrucción Pública y Bellas Artes, México-Barcelona,
Imprenta-Litografía Viuda de J. Cunill, 23 p.
1912 “Las ruinas de Xochicalco”, Reseña de la Segunda Sesión del XVII
Congreso Internacional de Americanistas, efectuada en la Ciudad
de México durante el mes de septiembre de 1910. Congreso del
Centenario, México, Imp. de Museo Nacional de Arqueología,
Historia y Etnología, pp. 406-410.
1913 “Descubrimientos y consolidación de los monumentos arqueo-
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Harrison and Sons, pte. I, pp. 188-193.
1917 Gloriosa Batalla de Champoton, marzo 28 de 1517: Los bronces de
la fama a través de los siglos te glorifican, México, s.e., 4 p.
1919 El ángel del destino trajo a la tierra a Porfirio Díaz el 15 de septiem-
bre de 1830 para redimir y engrandecer a su pueblo, México, s.e.,
1919, 16 p.
1920 Historia administrativa del Sr. Gral. Porfirio Díaz, 1877-1880,
México, s.e., 45 p.
En la pasta: Homenaje al Sr. Presidente Benemérito General D.
Porfirio Díaz en el V. Aniversario de su muerte.
1920 “Memoria en extracto de las exploraciones llevadas a cabo por
mandato oficial en las ruinas de Teotihuacan, durante los años
de 1905 a 1911, y que fue sometida a la docta Sociedad Mexi-
cana de Geografía y Estadística”, Boletín de la Sociedad Mexicana
de Geografía y Estadística, 5ª. época, México, smge, vol. 9, núm.
2, pp. 253-261.
1922 Crítica científica de la devastación de los monumentos arqueológicos
de Teotihuacan, México, Imprenta Artística (Monografías de
arqueología mexicana), 2 p.
A pie de portada: Clasificación antropológica de Leopoldo Batres.
1923 En memoria del Sr. General Don Porfirio Díaz, VIII Aniversario de
su tranquila muerte. Homenaje, México, ag, Casas. Imp., XVI p.

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Archivo Histórico en micropelícula de la Biblioteca Nacional de
Antropología e Historia, inah (ahbna).
Antología Leopoldo Batres, rollo 2, 1994.
Archivo General de la Nación (agn).

291
¿Antropologías en conversación?
Una reflexión sobre dos proyectos internacionales
en la antropología de México (1910 y 1961)

Mechthild Rutsch*

Usually theory is claimed as a place above or upstream


of that which becomes the object of knowledge. Thus it
has been denounced as power relations. But we must
take a further step: theory has no place in this world,
unless it has time, so it means that theory happens.
Johannes Fabian, 2006

La reciente propuesta de creación de una “antropología mundial” (Lins


Ribeiro, 2005 y 2006; Krotz, 2006) ha suscitado discusiones acerca de
las limitaciones, alcances y objetivos de la interrelación de antropo-
logías nacionales diversas, las posibilidades de un diálogo cognitivo y
sus términos geopolíticos, políticos y sociales (cfr. también Ramírez
Barreto en este mismo volumen). Este escrito se propone examinar
esta preocupación en relación con la posibilidad de una “conversabi-
lidad” entre antropologías diversas (por lo regular concebidas en bi-
nomios tales como centro-periferia, norte-sur, dominante-dominada,
antropologías sin historia-antropologías con historia). Según sus pro-
motores (Lins Ribeiro y Arturo Escobar, 2006: 6), el concepto y el
proyecto de “antropologías mundiales” intentan contribuir a una an-
tropología crítica que descentraliza, rehistoriza y pluraliza lo que
hasta ahora se ha entendido como antropología. En este esfuerzo se
inscribe este ensayo, ya que la rehistorización pasa por nociones del
pasado de la disciplina, el que confirma, entre otras cosas, la jerarqui-
zación de conocimientos y sus dimensiones geopolíticas.
* Dirección de Etnología y Antropología Social, inah.

293
Mechthild Rutsch

El presente ejercicio se realiza con base en dos proyectos interna-


cionales que podemos encontrar en el pasado de la antropología
mexicana, cuya repercusión es notable hasta hoy. Las empresas cogni-
tivas y políticas aludidas aquí son, por una parte, la creación de la
Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas a prin-
cipios del siglo xx y, por otra, el proyecto llamado Puebla-Tlaxcala que
duró de 1963 a 1978.1
¿En qué términos puede hablarse de un encuentro o una posibilidad
de conversación entre antropologías y antropólogos? A la luz de estas
experiencias históricas ¿puede hablarse de la posibilidad de “antropo-
logías mundiales”? Este escrito intentará ofrecer una breve reseña de
ambos proyectos, reflexionando después en torno a las preguntas arri-
ba expuestas. Llega a una conclusión: la condición de posibilidad de
una tal conversabilidad no sólo toma lugar en un espacio político e
institucional generalmente “asimétrico”, sino que además existe siem-
pre un factor subjetivo, esto es el compromiso intelectual y las carac-
terísticas personales de los antropólogos involucrados.

La Escuela Internacional de Arqueología


y Etnología Americanas

Durante el periodo de 1810 a 1910 el mapa político y los centros de


poder del mundo habían cambiado notablemente: si al principio de
este periodo México conquistó su independencia política del poder
colonial de España, 100 años más tarde el país se encontraba bajo la
influencia de su muy poderoso vecino del norte. Naciones europeas
como Francia, Prusia e Inglaterra tenían un interés económico, geopo-
lítico y científico en la región, pero a pesar de ello las consecuencias

1
Desde el viernes 26 de febrero de 1960, los americanistas alemanes Franz Termer, Heinrich
Ubbelohde-Doering, Wolfgang Haberland, Günter Zimmermann, Adolf Ellegard Jensen,
Udo Oberem, Peter Tschohl y Hans Dietrich Disselhoff se reunieron en Hamburgo a ins-
tancias de Franz Termer y Treue, el representante de la dfg (Deutsche Forschungsgemeins-
chaft), para discutir sobre el Proyecto de Arqueología y Etnología Centro y Sudamericanos,
el cual más tarde se convertiría en el Proyecto Puebla-Tlaxcala —o “Mexiko-Projekt”,
como fue conocido en alemán—. (ba, 322903, Mexiko-Projekt, Band 2, Acta 1, s.n.fs).

294
¿Antropologías en conversación?

de la Primera Guerra Mundial sólo fortalecieron la influencia de Es-


tados Unidos sobre México.
El 12 de septiembre de 1910 se convocó a una junta en la Secreta-
ría de Instrucción del Estado porfirista en la ciudad de México. A ella
asistieron Franz Boas, el subsecretario del Ministerio de Instrucción y
Bellas Artes, Ezequiel A. Chávez, y el profesor Eduard Seler. Su mo-
tivo fue la discusión de términos y condiciones para el establecimien-
to de la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas
(eiaea). Al poco tiempo, los estatutos de esta institución fueron acep-
tados y firmados por los gobiernos de México y Prusia, las universida-
des de Columbia, Filadelfia y Boston, además de la Hispanic Society
of America. Estos términos establecían que las excavaciones arqueo-
lógicas y los productos esperados del trabajo de campo de la escuela
seguirían siendo propiedad de la nación mexicana, representada por
el entonces Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología. Al
mismo tiempo, se acordó que el consejo directivo de la escuela tendría
su sede principal en la ciudad de Nueva York. Como sabemos, sep-
tiembre de 1910 también fue el mes de la celebración del primer
centenario de la independencia política de México.
Es conocido que la antropología como ciencia moderna se definió
durante el siglo xix. En el continente americano la profesionalización
de la disciplina estaba en pleno desarrollo alrededor de 1910. En
México, la antropología tuvo un pasado colonial en los estudios lin-
güísticos, etnográficos y arqueológicos. En 1910 se había convertido
en una ciencia moderna fomentada por el gobierno mexicano, al cual
aportó gran parte del imaginario nacional. De manera simultánea, y
como primer país del continente, México había establecido una legis-
lación para proteger los monumentos arqueológicos como propiedad
de la nación; asimismo, el país contaba con sus primeras instituciones
antropológicas y sus propios planes de profesionalizar la disciplina. En
realidad, ya existía una comunidad científica ocupada de estudios
antropológicos del pasado prehispánico y desde 1906 también se habían
formalizado la enseñanza y los estudios del presente indígena.
En los procesos de profesionalización de la disciplina en Estados
Unidos el inmigrante alemán Franz Boas jugó un papel decisivo. Boas
era jefe del Departamento de Antropología en la Universidad de Co-

295
Mechthild Rutsch

lumbia, Nueva York, y estaba interesado en extender su influencia y


formar la disciplina de acuerdo con sus propios preceptos, no sólo en ese
país y en Canadá, sino también en América del Sur. A iniciativa suya se
estableció la escuela mencionada en la ciudad de México, donde desem-
peñó el cargo de segundo director durante el año escolar 1911-1912.
En este contexto, la Escuela Internacional —cuya labor fue inte-
rrumpida en 1914— puede verse como una empresa que trató de unir
diferentes antropologías, inspiradas por ideales y estándares científicos
del siglo xix. Estos estándares fueron casi siempre de naturaleza posi-
tiva y empírica, en los que la cientificidad y la validación científica se
definían por “hechos” a los que cabía descubrir, catalogar y analizar de
manera objetiva. Tanto en la antropología norteamericana como en
la mexicana, el origen del ser humano (en América) fue uno de los
mayores problemas de la agenda científica que debía resolverse. Lo que
hoy día llamaríamos “historia profunda” constituía entonces uno de
los temas más importantes, además de los problemas de la migración
del ser humano en el continente; la definición de áreas culturales y la
relación de las culturas “altas” entre sí y con las culturas circundantes
de cazadores-recolectores; la evolución de fenómenos físicos y sociales,
tales como la raza, la relación entre caracteres físicos y estructuras
sociales, lenguas, cronologías, folklore y otros.
Los antropólogos mexicanos compartían estos problemas y nociones
a nivel internacional en congresos, correspondencias y sociedades
científicas. Sin embargo, la solución de estos problemas se enfocaba
sobre todo en términos de la realidad nacional, en la cual la educación
de la mayoría, la integración cultural y social de la población y la
creación de una conciencia nacional unificada y homogénea eran una
meta importante. En el contexto de este ideal educativo puede enten-
derse el desarrollo de la antropología moderna en México, además de
la importancia de los monumentos arqueológicos para el prestigio
nacional y sus narrativas del pasado, así como el turismo internacional.
Esto también explica gran parte del apoyo financiero e ideológico del
Estado porfirista a la disciplina. Al contrario de lo sucedido en otros
países, como por ejemplo Argentina (Guber, 2005), también cabe
mencionar que más tarde, a finales del decenio de 1920 y principios
del de 1930, la antropología dio nacimiento a la sociología.

296
¿Antropologías en conversación?

Si en 1910 la docencia institucionalizada de la disciplina llevaba


cuatro años, la antropología norteamericana en cambio había forma-
do para entonces la primera generación de antropólogos profesionales,
la mayoría de los cuales fueron estudiantes de Franz Boas formados en
universidades del este de Estados Unidos. No obstante, a diferencia
de lo que sucedió en México, en Estados Unidos muchos de los depar-
tamentos de antropología nacieron como parte de departamentos
universitarios de psicología y sociología que en aquel entonces habían
recibido la influencia de modelos germanos y de científicos inmigran-
tes alemanes. Aunque también se había fomentado la investigación
en los museos, en Estados Unidos la disciplina no tenía la marcada
impronta de un ideal educativo para forjar una nación, como sí suce-
dió en el caso de México.
En estas circunstancias no sorprenderá que, en concordancia con
la propuesta de Stocking, la antropología mexicana pueda caracte-
rizarse como nation building, opuesta en este sentido a la norteame-
ricana cuya característica sería la de empire building. A pesar de que
los antropólogos extranjeros involucrados en la Escuela Internacional
no suscribían abierta o conscientemente propósitos como el hurto y
la subordinación de los conocimientos de sus colegas mexicanos,
puede argumentarse que este fue el caso. En ocasiones, las actitudes
de los alumnos de la eiaea Paul Radin, Alden J. Mason, además de
los directores temporales Eduard Seler, Franz Boas y Alfred M. Tozzer,
pueden describirse como oportunistas y despreciativas hacia sus cole-
gas mexicanos.2 Recientes investigaciones comprobaron además que
se cometió el hurto de joyas arqueológicas y que incluso se realizó
espionaje a algunos alumnos de esta escuela, hecho que fue denuncia-
do por el mismo Boas en 1919 (Leysinger, 2006; Pinsky, 1992).

2
Así, por ejemplo, el consejero imperial Seler no cumplió el contrato que contrajo con
el gobierno mexicano, por el cual se le pagó una suma apreciable, para establecer la cla-
sificación de las piezas del Museo Nacional, pues salió del país sin haberlo concluido. En
correspondencia privada con Boas describió a Justo Sierra como “der alte Trottel” (el
viejo imbécil), etc. Boas se expresó despectivamente de los “señores del Museo” y Tozzer,
de plano, no tuvo empacho en ser instrumento en el saqueo de las joyas arqueológicas de
Chichén Itzá (cfr. Leysinger, 2006).

297
Mechthild Rutsch

En el transcurso del trabajo de la escuela en México hubo dificul-


tades varias. Los antropólogos mexicanos del Museo mostraron su
descontento con la diferencia salarial y su desacuerdo con los cam-
biantes paradigmas y los métodos de enseñanza que los antropólogos
estadounidenses y otros extranjeros trataron de introducir. En este
contexto, debe añadirse que fue el gobierno mexicano el que mayores
recursos aportó para sostener dicha escuela. Todo ello aconteció en un
ambiente que favorecía los acuerdos entre las élites estadunidenses y
mexicanas, a pesar de un sentimiento decididamente antinorteame­
ricano por parte de muchos intelectuales y del pueblo mexicano en
general.
Si por un lado es cierto que los resultados del trabajo de esta escue-
la fueron buenos, sobre todo en lo referente a la arqueología y la lin-
güística, es igualmente cierto que la existencia de esta institución, en
la que también se formaron alumnos mexicanos, no llevó a una con-
versación igualitaria entre las antropologías vecinas.3
En México prevaleció la tradición evolucionista local, aun después
de los movimientos revolucionarios. Examinada de cerca, la continui-
dad tan señalada entre el relativismo crítico de Boas y su alumno
Gamio se desvanece y, en realidad, puede sostenerse lo opuesto. Gamio
ciertamente representó el primer doctorado en arqueología otorgado
por la Universidad de Columbia en 1921 y en la mayor parte de la his­
toriografía antropológica se le considera el “padre fundador” de la
disciplina en México. No obstante, en gran parte del trabajo y la in-
fluencia política posrevolucionarios de Gamio prevalece la tradición
prerrevolucionaria local del evolucionismo social (Saade Granados,

3
Quetzil Castañeda (2003) argumentó que la historiografía de Stocking no otorgaba un
lugar activo a los antropólogos latinoamericanos los que, como Gamio, contribuyeron a la
arqueología del continente, concretamente con el método de la estratigrafía. Acepta,
además, que Stocking escribió una historiografía que mucho se asemeja a la historia de los
big men. Pese a estar de acuerdo con Castañeda en que la historiografía de Stocking tiene
un carácter en ocasiones marcadamente conservador, es cierto, no obstante, que la contri-
bución original de Gamio debe buscarse más bien en la entonces naciente antropología
social de México. Las fuentes documentales disponibles establecen claramente que la
primera excavación estratigráfica que llevó a cabo Gamio en el Valle de México fue hecha
a instancias de Boas, así como que fue este último quien estuvo interesado en que tal es-
tratigrafía se ampliara mediante el trabajo posterior de Georges Engerrand (Rutsch, 2010).

298
¿Antropologías en conversación?

2009; Rutsch, 2007; Urías Horcasitas, 2001). En esta tradición y des-


de la independencia política del país no se estimaba a la población
indígena como un sujeto político en su propio derecho sino como un
“problema” que debía resolverse mediante la integración en una so-
ciedad mestiza, homogénea y corporativa de regímenes posrevolucio-
narios.4 Dicha tradición local hacía énfasis en que la población mexi-
cana debía ser educada para este fin, suprimiendo las diferencias
raciales, lingüísticas, sociales y económicas.
En los estudios sobre la corta existencia de la Escuela Internacional,
muchas veces se han mencionado los equívocos de Boas y de otros
antropólogos extranjeros en su percepción de la situación política
mexicana como un factor que llevó a su clausura de facto durante los
procesos revolucionarios. Sin embargo, este es un argumento algo
débil si se considera que tales equívocos ciertamente fueron compar-
tidos por la mayoría de la élite mexicana en el poder. Visto desde otra
óptica, la falla de la escuela en promover una conversación entre di-
ferentes antropologías debe considerarse como consecuencia de fac-
tores que no competen a la Revolución Mexicana. En primer lugar,
las así llamadas “guerras de ciencias” no son un privilegio de tiempos
recientes; parte de lo aquí descrito y sus luchas no sólo tuvieron lugar
dentro de las comunidades científicas mexicanas sino también en las
estadunidenses. En estas últimas, la pretensión boasiana de guiar el
destino de la antropología en el hemisferio sur, así como su propósito
de profesionalizar la arqueología, causó resentimientos y competencias
entre universidades y museos del este y entre éstos y las del oeste.
Puede agregarse aquí que, durante la Primera Guerra Mundial y de
acuerdo con la correspondencia privada de Boas, la “libertad de ex-
presión” no fue un atributo de las instituciones científicas estaduni-
denses (Rutsch, 2000). En segundo lugar, el escenario de las luchas
ideológicas y la lucha por posiciones en las instituciones antropológi-
cas mexicanas y de sus comunidades científicas durante los años pre­
revolucionarios y posrevolucionarios fueron un factor decisivo que

4
Para un análisis bien documentado de esta cuestión, además del racismo implicado en
las políticas gubernamentales de inmigración y la discriminación de inmigrantes de color,
véase Saade Granados, 2009.

299
Mechthild Rutsch

no permitía el liderazgo de un solo “gran hombre”, especialmente si


este era extranjero. En este contexto debe notarse que las críticas de
Boas a teorías extremistas como el racismo y ciertos métodos emple-
ados en la antropología física tradicional, que fueron enunciados
también en las lecciones que ofreció en la Universidad Nacional, en
muchos círculos de intelectuales mexicanos no se consideraban como
un problema prioritario a resolver. Por último, ni Boas mismo ni nin-
guno de los académicos ligados a la escuela lograron involucrarse
realmente en el sistema educativo nacional. Si bien, hay que destacar
una sola excepción, Georges Engerrand, quien se nacionalizó mexica-
no y trabajaba como investigador del Instituto de Geología y como
profesor del Museo Nacional; aun así fue considerado extranjero por
sus colegas mexicanos y nunca poseyó mucho prestigio intelectual en
México ni sostuvo un liderazgo académico claro.

El proyecto Puebla-Tlaxcala

Medio siglo más tarde, el 12 de febrero de 1963, se reunieron los re-


presentantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam)
y el del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah), organis-
mo que para entonces cumplía sus primeros veinte años de existencia.
El motivo fue nombrar la cabeza de un comité para el llamado Proyec-
to (de investigación) Puebla-Tlaxcala. Se acordó que para este puesto
se nombraría al doctor Paul Kirchhoff (1900-1972), entonces inves-
tigador del Instituto de Historia de la unam. En esta reunión y después
de una larga discusión se acordó que Kirchhoff sería “la persona ade-
cuada” para encabezar al comité, que tenía su contraparte alemán en
la Fundación Alemana para Investigaciones Científicas (Deutsche
Forschungsgemeinschaft, dfg)/(adi, vol. 196, 1962-1963, f. 101).
Kirchhoff era inmigrante alemán en México desde 1936 y había
adoptado la nacionalidad mexicana en 1941. A finales del decenio de
1920 había trabajado como asistente de Karl Theodor Preuss en el Mu-
seo Etnográfico de Berlín; en 1929 había concluido su disertación
sobre “Matrimonio, parentesco, familia y clan entre las tribus indias
del territorio norte no-andino de América del Sur”, escrito bajo la

300
¿Antropologías en conversación?

supervisión de Fritz Krause de la Universidad de Leipzig. Krause lo


había recomendado a Boas, quien al conocerlo dijo de él que era “la
nueva promesa en la antropología alemana” (Johanna Faulhaber,
primera esposa de Kirchhoff, comunicación personal). En Estados
Unidos, Kirchhoff estudió con Franz Boas, Robert H. Lowie y Alfred
Kroeber e hizo trabajo de campo bajo las órdenes de Edward Sapir
sobre las lenguas atapascanas. Tras su regreso a Alemania, viajó con
su esposa Johanna a Londres, donde conoció el funcionalismo de
Bronislaw Malinowski, teoría que rechazaba por razones políticas. En
1936 emigró a México y en 1937 dio su primera cátedra sobre “El origen
del Estado y las clases”. Junto con los mexicanos Daniel F. Rubín de
la Borbolla y Alfonso Caso fue cofundador de la Escuela de Antropo-
logía, una escuela que, como escribió a Boas, debía realizar el sueño
de aquél, de preparar estudiantes mexicanos en antropología, ya que
los intentos de Boas por reabrir la Escuela Internacional durante los
años veinte habían fracasado.
Según su hijo Martín, el doctor Kirchhoff solía decir jocosamente
que él era “un hombre del siglo xix” (Martín Kirchhoff, comunicación
personal). No estaba equivocado si atendemos a sus intereses de inves­
tigación. Kirchhoff había sido educado en la tradición alemana del
difusionismo e intentaba comprender el cambio y transmisión cultu-
ral en términos de definición de áreas culturales, además estaba inte-
resado en los orígenes de las culturas. Estos intereses lo llevaron a
someter una definición inicial de lo que podía entenderse como
“Mesoamérica”, un área que compartía ciertos rasgos culturales que
sistematizó para el siglo xvi. Su definición y el término se incorpora-
ron ampliamente a la investigación antropológica en México y allende
sus fronteras; su influencia ha sido tal que éstas perviven hoy día,
aunque diversos estudiosos han resaltado las limitaciones científicas
y políticas de este concepto.5
Durante los años de 1946 a 1954 Kirchhoff tuvo un puesto en la
Universidad de Washington, donde encabezó un equipo internacional
de investigación sobre relaciones interétnicas del Tíbet; también se

5
El lector interesado puede encontrar diversas posiciones al respecto, por ejemplo en la
Revista Dimensión Antropológica, año 7, vol. 19, mayo-agosto, 2000, México, inah.

301
Mechthild Rutsch

dedicó a traducir textos tibetanos antiguos. Mientras estuvo en Méxi-


co en 1954, en su año sabático —recordemos que fue el periodo de
McCarthy—, su regreso a Estados Unidos fue denegado con el argu-
mento de poseer un pasado político subversivo y afiliaciones políticas
indeseables.6
En su próximo año sabático de la unam (1960-1961) Kirchhoff
enseñó en diferentes universidades de Alemania y Austria. En esta
ocasión, Kirchhoff entró en contacto con la Fundación Alemana para
la Investigación Científica, cuyo consejo directivo para entonces tenía
mucho interés en abrir y financiar un proyecto de arqueología y etno-
logía latinoamericanas. Aunque la Fundación no quería entrar desde
un inicio en competencia o conflicto con los colegas norteamericanos,
Kirchhoff tenía en mente ganar el apoyo de los alemanes para el esta-
blecimiento de un instituto científico alemán para México y América
Central, plan que por otra parte se adelantaría a los franceses, que en
aquel entonces habían dado ya los primeros pasos para crear en el país
—aparte de la Alianza Francesa, que existía hacía años— un instituto
científico francés.7 En apariencia, el entonces director del inah, el
doctor Eusebio Dávalos Hurtado, durante la visita de un alto funciona-
rio alemán, había hablado de su deseo de que arqueólogos alemanes
trabajaran en el país. De ello se enteraron los franceses, “tal vez por
parte de su muy activo agregado cultural”, y procedieron rápidamente
con sus propios planes. No obstante, Franz Termer, el americanista
decano alemán y director del Museo Etnológico de Hamburgo, sugirió
que un instituto de tal naturaleza sería mejor establecerlo en Guatema-
la, ya que la relación con los mexicanos, a diferencia de la relación con
los guatemaltecos, tendría que ser “entre colegas iguales”.8 En con­
secuencia, la competencia diplomática-geopolítica y entre comunida-
des científicas nacionales y europeas —algunos de cuyos miembros
defendían una ideología plenamente eurocéntrica— siguió incólume,
medio siglo después del primer proyecto internacional en México.

6
En relación con la persecución de muchos antropólogos durante esta época, véase
Price, 2004.
7
Kirchhoff a Treue, 11-09-1961, BA, 322903, Mexiko-Projekt, band 2, acta 1, s.n.fs.
8
Memorandum de Treue a su entonces jefe en la dfg, el doctor Hesse, 1961, ba, 322903,
Mexiko-Projekt, band 2, acta 1, s.n.fs.

302
¿Antropologías en conversación?

Justo antes de que el doctor Kirchhoff volviera a México en febre-


ro de 1962 se acordó en una junta celebrada el día 12 de febrero que
para el proyecto se debía realizar primero una expedición exploradora
en el Valle de Tehuacán. Dicha expedición incluiría al menos un
científico de ciencias humanas y otro de ciencias naturales, quienes
recorrerían el terreno en compañía de Kirchhoff. En principio se
acordó que este proyecto comprendería las siguientes disciplinas:
arqueología, etnología, historia colonial y económica, sociología,
historia de las religiones, lingüística, historia del arte, botánica, geo-
grafía, geología y ciencias de la nutrición (desde un punto de vista
histórico). Al parecer, Kirchhoff logró convencer a Termer de una región
distinta a la que en un inicio se había propuesto, es decir, la región del
nor­oeste de México.
Por consiguiente, el proyecto se propuso investigar un área que
había sido importante para la historia precolombina mexicana y aún
lo era en el presente. Según el número 4 de una publicación seriada
de la fundación:

El Profesor Kirchhoff, quien labora desde hace casi tres décadas en la Uni-
versidad Nacional y es uno de los iniciadores de este proyecto, es el indispen-
sable hombre mediador entre los diferentes participantes, administra los pre-
supuestos, la biblioteca y colecciones y presta ayuda indispensable a los
científicos alemanes que han ido a México (dfg, 1965: 3).

En la misma publicación encontramos que el proyecto no sólo se


habría de ocupar de la historia de las relaciones étnicas sino que tam-
bién se ocuparía de un diagnóstico histórico de los periodos de inde-
pendencia, movimientos revolucionarios y el presente del área. Tam-
bién se proponía estudios de ciencias naturales, particularmente en
medicina y conservación de bosques.
Aunque participaba en el proyecto un gran número de científicos
alemanes y mexicanos que recibieron su formación inicial en ame­
ricanística o mexicanística en el campo, había también grandes difi­
cultades. Una de ellas se debía a las características de las instituciones
participantes: mientras que las instituciones de la parte mexicana, el
inah y la unam, eran directa o indirectamente dependientes del go-
bierno, la fundación alemana tenía un carácter administrativo más

303
Mechthild Rutsch

independiente, y por ello mismo al parecer más expedito en sus deci-


siones. También se advierte en los documentos que, en términos de
los estudios arqueológicos, la parte mexicana estuvo más renuente a
otorgar permisos. En realidad, como detallaré en otra parte, una difi-
cultad para las relaciones entre las dos antropologías nacionales estu-
vo constituida por las excavaciones del arqueólogo alemán Bodo
Spranz, a quien el Consejo de Arqueología del inah finalmente retiró
el permiso de excavación.9
Todo ello ocurrió en una situación mundial en la que desde la
primera iniciativa de Boas por establecer la Escuela Internacional, y
sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, había tomado lugar
lo que es conocido como la “americanización” de la ciencia en general;
además, la ciencia alemana había perdido su posición de puntera,
sobre todo en lo que se refiere a la mexicanística. La razón fundamen-
tal para establecer este proyecto fue enunciada así por el mismo Kirch­
hoff en uno de los memorandos enviado a sus colegas alemanes, suizos
y austriacos:

El punto focal de todas nuestras preocupaciones debe ser el hecho lamentable,


pero muy claro, que los estudios alemanes en mexicanística han perdido su
posición internacional de liderazgo y debemos preguntarnos si esta posición
puntera puede ser de nuevo establecida. Mis propuestas y comentarios si-
guientes se basan en la tesis de que esto es posible (abfi, 1966, s.n.fs.).

Por último, la enfermedad y la muerte prematura de Kirchhoff en


1972 pusieron fin a su intervención en este proyecto, concluido en 1978.
Fue el proyecto más largo que hasta la fecha financiara la dfg. Habrá
que escribir la fascinante historia de este proyecto, que puede también
verse como un esfuerzo por establecer un diálogo entre antropologías
nacionales distantes, esfuerzo que según el representante alemán, el
doctor Wolfgang Treue, apuntaba a sacar la ciencia alemana, concreta­
mente la americanística, del aislamiento de la posguerra y estuvo ba-
sado “en el entendimiento y hasta la amistad entre sus participantes”.10

9
ata, C/311.42(F)/7-6, oficio 401-2-0086, 13 de enero de 1978.
10
Discurso del doctor Wolfgang Treue en México, ba, 322903, Mexiko-Projekt, band 2.1,
acta 4, s.n.fs.

304
¿Antropologías en conversación?

Desde luego, el tono político del discurso de Treue no relevó las dificul­
tades que tuvo este proyecto, las cuales apuntamos aquí brevemente.

¿Una antropología mundial?

Como anoté antes, en 2006 Lins y Restrepo editaron un libro llama-


do Antropología mundial con el sugerente subtítulo Transformaciones
disciplinarias en un sistema de poder. En su introducción, los editores
escriben que el conocimiento antropológico se ha definido desde el
punto de vista geopolítico, pero que actualmente existe la necesidad
de fomentar una red más heterodoxa de intercambio de este tipo de
conocimiento “si es que queremos beneficiarnos de la diversidad inhe­
rente a nuestra disciplina”, para que de esta manera podamos conti­nuar
enriqueciendo la antropología a escala mundial. El evento, cuyo resul­
tado es el libro, fue financiado por la Fundación Werner Gren y su
intención fue la de inscribir en la antropología crítica un proceso re-
novado de descentralización, rehistorización y pluralización que fuera
más allá de las nociones de Stocking —arriba aludidas— de una disci­
plina que se orienta ya sea hacia la construcción de un imperio o de una
nación. Porque una antropología orientada a la construcción de un im­
perio también construye una nación, mientras que no todas las antro-
pologías orientadas hacia una nación pretenden construir un imperio.
Según los autores, el provincialismo metropolitano y el metropolita-
nismo de la provincia o periferia se sustentan en relaciones económi-
cas desiguales del sistema global y constituyen un obstáculo fuerte a
su proyecto. Pero, escriben los autores, si uno toma en serio su pro-
puesta, esta antropología mundial “puede abrir nuevas posibilidades
de diálogo”, ya que tal antropología mundial “pretende construir mar-
cos policéntricos de referencia teórica” y hace “un llamado a la recon-
ceptualización de las relaciones entre comunidades antropológicas”.
Aunque podemos estar de acuerdo en que el desarrollo mayor de
un proyecto de antropología mundial crítico es muy deseable en estos
momentos, tal proyecto necesita, como argumenta Krotz (2006): “un
amplio respaldo de investigación a fin de desarrollar un análisis histó-
rico y analítico de todas aquellas antropologías que todavía nos per-

305
Mechthild Rutsch

manecen invisibles”. A esta afirmación agregaría que no sólo necesi-


tamos el análisis amplio de tales antropologías, sino también el
análisis de sus historias e interrelaciones, esto es, un análisis de sus
condiciones de producción de conocimientos para que, en seguida,
nos podamos formular preguntas relevantes acerca de las condiciones
de posibilidad de este nuevo diálogo que se promueve entre antropo-
logías mundiales o las intenciones de establecerlo.
Después de la lectura de los dos primeros apartados de este escrito,
espero que tales consideraciones se reconozcan como necesarias; en
primer lugar, porque nuestra historia como disciplina antropológica
en México ha sido invisible hasta para nosotros mismos: no se ha fo-
mentado su docencia —mucho menos su crítica— y, cuando existe,
en gran parte adolece de apologías o búsquedas de padres o madres
fundadoras, más que de análisis orientados hacia las relaciones internas
y entre sociedades o comunidades científicas. En este sentido, carece-
mos de una temporalización o una historiografía crítica y sistemática
de nuestra propia disciplina. Como le consta a la autora de este escri-
to, la crítica, ya ni siquiera del presente, sino del pasado antropológi-
co, se enfrenta con preconcepciones ideológicas (por ahistóricas y
razones de legitimación) de una parte de la comunidad científica de
la antropología en México, como si la “tribu” de los científicos antro-
pólogos estuviera afuera, al margen o más allá de las mismas reglas,
comportamientos, costumbres, contradicciones, facciones políticas y
sociales, culturas y demás tópicos que pretende estudiar en aquello
denominado “el otro” o “los otros”.
Por otra parte, como muestra la historia de la Escuela Internacio-
nal, las buenas intenciones no son suficientes para producir un diálo-
go aproximadamente plural e igualitario entre antropologías nacio-
nales. Después de todo, estas están inmersas en estructuras culturales,
políticas y socioeconómicas muy diferentes entre sí: tenemos una si-
tuación de jerarquía geopolítica de la que forma parte la búsqueda
estadunidense por el dominio ideológico y la explotación de recursos
naturales, tal como también sucede en otras partes de América Lati-
na y del mundo.
En contraste, la historia del segundo caso brevemente revisado aquí
muestra que un diálogo relativamente más igualitario es posible. En

306
¿Antropologías en conversación?

primer lugar, las condiciones históricas a nivel mundial y en Europa


habían cambiado. Pese a ello, esto fue sólo uno de los factores; el otro
fue la condición de un involucramiento a largo plazo de los actores
específicos, tal como fue el caso de Kirchhoff. Ésta parece ser también
una de las condiciones para que una tradición local acepte alguna
influencia, o aun, si fuere el caso, un liderazgo intelectual. Después de
todo, y como remarcó Carlos López Beltrán, las comunidades cientí-
ficas son una de las “tribus” que se rigen, asimismo, en términos de
pertinencia y exclusión con base en términos y conceptos que se es-
tablecen culturalmente. En este sentido, el éxito de un proyecto in-
ternacional depende de la sensibilidad y de un proceso de transcultu-
ración de todos los científicos participantes.
En relación con la noción de Mesoamérica, Kirchhoff tuvo éxito
en hacer una impronta en la tradición local de la antropología en
México de acuerdo con las reglas de instituciones locales, como ates-
tiguan su trayectoria, sus alumnos y, para bien o para mal, la perma-
nencia del concepto. En cambio, la impronta teórica boasiana fue muy
limitada, aunque el modelo de profesionalización parecía renacer, años
después, en los inicios de la Escuela Nacional de Antropología e His-
toria. Pero, tal y como muestra el caso de Kirchhoff, las tradiciones
científicas locales rechazan aquello que parece ofender sus referentes
nacionales, dado que mientras el concepto de Mesoamérica fue aco-
gido en su tiempo, no pasó lo mismo con las teorías difusionistas del
etnohistoriador alemán.
Podemos entonces asumir que las posibilidades de conversabilidad
entre antropologías están también basadas en un compromiso de
naturaleza subjetiva. Como muestra la historia de los proyectos ya
reseñados, una de las condiciones de posibilidad de una “antropolo-
gía mundial” depende de muy reales hombres y mujeres que tengan
capacidad, compromiso y hayan pasado por un proceso de sensibili-
zación cultural para actuar como intermediarios entre diferentes
antropologías.
A la luz del análisis de una parte del pasado de la antropología en
México, puede verse con escepticismo la utopía de una antropología
mundial. Sin embargo, el horizonte de tal antropología, como remar-
ca Fabian (2006), en términos de un “concepto flotante”, puede

307
Mechthild Rutsch

constituirse en un referente crítico e instigador de conocimientos de


otras antropologías y conocimientos hasta hoy invisibles.

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Archivos citados y abreviaturas


ahdi Archivo Histórico de la Dirección del inah, México.
ata Archivo Técnico de Arqueología, México.
ba Bundesarchiv, Koblenz, Alemania.
dfg Deutsche Forschungsgemeinschaft
avbfi Archivo Völkerkundliche Bibliothek, Frobenius Institut, Frankfurt/
Main, Alemania.
s.n.fs. sin número de fojas.

310
Folklore charro y segundas
antropologías
La visibilización in/tolerable*

Ana Cristina Ramírez Barreto**

A finales de 1999, recién ingresada al doctorado en antropología social


en El Colegio de Michoacán, detuve en su paso a José Lameiras para
presentarme, pues el coordinador del Centro de Estudios Antropoló-
gicos me notificó que él sería mi asesor.
—¿Cuál es tu proyecto de investigación? —me preguntó.
—Charrería...
—¡Puaff! ¡Lo que me están mandando ahora!
No dijo más y siguió caminando. El tiempo mostró que Pepe era un
excelente lector y comentarista para este proyecto, pues entre otras
razones, él mismo había trabajado en la instalación del Museo Nacio-
nal de la Charrería en el exconvento de Montserrat (DF), tenía algu-
nos años estudiando el fenómeno de la violencia en la literatura cos-
tumbrista mexicana del xix (donde han surgido los términos charro y
jaripeo, especialmente en la obra de Luis G. Inclán, Astucia —1867—),
no le resultaba extraño el lenguaje ni acciones descritas, pues había
practicado equitación bajo la instrucción de militares (como todos los

* Una versión de este trabajo fue presentada en el Coloquio Internacional Senderos de


la Antropología: Historias y Epistemologías, iia-unam, 18 y 19 de noviembre, 2008. No
habría sido posible terminar este artículo sin el apoyo del Conacyt a mi estancia sabática
en la Universidad de California en Santa Cruz, en el proyecto “Charrería, relaciones de
poder y cultura popular. El contexto desde el otro lado” (2009-2010). Por sus comentarios
y sugerencias, gracias a Mechthild Rutsch, a los colegas del Seminario de Filosofía, His-
toria y Sociología de la Antropología Mexicana (deas-inah), a Gabriela Arredondo y a
Olga Nájera-Ramírez de ucsc.
** Facultad de Filosofía, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

311
Ana Cristina Ramírez Barreto

que a la fecha son mayores de 60 años) y, finalmente, porque era afi-


cionado a las corridas de toros, con las cuales la charrería comparte
algunos elementos materiales y simbólicos.
Sin embargo, en ese primer encuentro su reacción fue la misma que
han tenido buena parte de connacionales haciendo antropología: la
charrería (los charros, las charras, el juego, su política) no era un ob-
jeto o tema de interés antropológico en ningún sentido. ¿Por qué? Algo
interesante sucede cuando se exponen “ideas” virtualmente presentes
pero que, desde esa virtualidad, orientan las miradas. La reacción de
Pepe fue uno de los primeros signos que he venido recogiendo con los
años y que me permiten atisbar en el tema que aquí presento: cómo
acercarse, desde un proyecto epistemológicamente pluralista como el
de las segundas antropologías (Krotz, 2008),1 a la visibilización de
agentes, discursos y testimonios paraantropológicos que pueden resul-
tar incómodos, casi intolerables, por razones que no han sido someti-
das a examen.
Una de esas razones para la invisibilización, según se me ha dicho,
“es que no hay bibliografía al respecto”, lo cual sólo refuerza la circu-
laridad del argumento que invisibiliza porque no ve “algo” que inves-
tigar. Otra razón apunta a una estructura básica del trabajo antropo-
lógico: su asimetría moral. Con esto me refiero a que el antropólogo
se asume como un mediador entre un ámbito racial, política y econó-
micamente hegemónico (el de la sociedad “mayoritaria”, donde no se
hace antropología) y sus sujetos de estudio, generalmente vulnerables
y dignos de simpatía, cuyas concepciones folk no serán criticadas por
el antropólogo sino sólo exploradas, explicadas, comprendidas y pro-
yectadas, para su mejor sobrevivencia y empoderamiento. La antro-
pología militante, comprometida ética y políticamente, ha asumido
que trabaja con gente vulnerable para contribuir a su sobrevivencia
real y simbólica.
Los charros no se ajustan bien a esta estructura moralmente asimé-
trica de cierto estereotipo de trabajo antropológico. También víctimas

1
Krotz escribe “antropologías segundas”; yo me permito cambiar el orden de los términos
para ponerlos en consonancia con “segundo sexo”, término de larga genealogía y crítica,
que, como sabemos, se refiere al “sexo débil”, es decir, a las mujeres.

312
Folklore charro y segundas antropologías

de su propio estereotipo, se les representa en su expresión más osten-


tosa y ornamental: caballos finos mantenidos en ciudades, atuendos
costosos, ocio y derroche.2 Además de no pasar por pobres ni margi-
nados, con un poco de memoria histórica se les podría reprochar el
haber estado del lado del poder político y económico, en contra del
reconocimiento de la diversidad cultural mexicana, y reforzar el dis-
curso mestizofílico y la homogenización cultural del Estado-nación
mexicano. Es difícil contribuir a la creación de nuevos modelos de
coexistencia de la diversidad cultural (Arizpe, 2006: 26) con agentes
que parecen ser no sólo políticamente incorrectos sino incorregibles,
como veremos enseguida.3
Los antropólogos mexicanos consideran que los charros más bien
podrían ser estudiados por folkloristas. Pero ¿qué opinión les merece
el trabajo de folklore? Folklore es ya una mala palabra para la antro-
pología hegemónica,4 no sólo para la sustancializada, “originaria”,
metropolitana, sino también para las antropologías “derivadas”. Pare-
ce peor todavía si el folklore lo escriben y promueven los mismos su-
jetos folklorizados, sin intermediarios académicamente legitimados.
Aún peor: si los sujetos folklorizados se representan “empoderados” y
abusivos —que es el entendimiento común de “charro”—. ¿Puede
haber algo peor todavía? Sí: que se adjudique de manera espuria el
2
En varias películas del nuevo cine mexicano el lienzo charro del Pedregal de San Angel
aparece como escenario de opulencia y vanidad mexicanista. Véase, por ejemplo, el
inicio de Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001).
3
La corrección política ha sido una estrategia de lucha antidiscriminatoria, la cual de-
manda que, empezando por el lenguaje, observemos críticamente las etiquetas que distin-
guen a individuos y poblaciones en función de su sexo, color de piel, etnicidad, religión,
posición económica, labor, preferencias sexuales o condiciones físicas. La reacción de
quienes son llamados a la corrección política eventualmente es visceral y desproporcio-
nada: “Aunque ahora esté de moda decirles afromexicanos, sexoservidoras y homosexua-
les, para mí no dejan de ser negros, putas y jotos” —me decía entre bromas y veras un
defensor de la incorrección política—. Por otra parte, también se ha señalado la superfi-
cialidad de corregirse lingüísticamente al tiempo que se conserva la lógica discriminato-
ria —el famoso “chiquillos y chiquillas” en el sexenio del presidente Vicente Fox.
4
“Hegemónica” porque prevalece un juicio previo así como las prácticas que naturalizan
su condición de referente obligado, dándole un blindaje a prueba de cuestionamientos.
La capacidad para cuestionar y relativizar lo asumido como “buena antropología”, en este
caso, depende de nuestra aptitud para poner en suspenso el convencimiento “inmediato”
del que ésta goza.

313
Ana Cristina Ramírez Barreto

rango de “emblema nacional viviente” y que en la práctica esta repre-


sentación distorsionada funcione muy bien.5
Acaso la visibilidad del conocimiento folklórico del charro mexi-
cano y sus prácticas resulte intolerable para las antropologías primeras
y segundas, locales y del mundo, del norte y del sur, del centro y la
periferia; visibilizar ese conocimiento no parece justificable ni por la vía
de la “vinculación social” de la disciplina ni por la vía del interés
científico. Con respecto a lo primero, no es justificable porque el cha-
rro no es miserable, despojado, en vías de perder su lengua, usos y
costumbres, no necesita apoyo asistencial del gobierno; la suya es una
“diversidad” que no estaría en riesgo o que, de estarlo, sería prescindi-
ble a priori. Con respecto a lo segundo, no es justificable porque es
imposible confiar en lo que los charros han escrito de la charrería; su
visión de la historia de México y el mundo es una caricatura, oligár-
quica, nostálgica, retrógrada y conservadora. ¿Cómo es que todo esto
es ya sabido, si no existe todavía un tratamiento antropológico de la
charrería en México? Así suele funcionar un mecanismo hegemónico:
con una parte de razón y tres de poder sedimenta una visión de la
realidad que resulta convincentemente incuestionable.
Una exploración seria en este campo muestra una dimensión de la
historia cultural de la antropología en México que hasta ahora perma-
nece como ruido de fondo, sin materializarse como un tema de análisis
y discusión disciplinaria, si bien este hecho ya se ha mencionado antes.
Me refiero a la sistemática invisibilización y marginación de ciertos
testimonios y saberes que pueden tener relevancia antropológica en
5
El 24 de marzo de 2009 la Cámara de Diputados aprobó una iniciativa que demanda que
todos los niveles de gobierno otorguen total apoyo y facilidades fiscales para promover la
práctica de la charrería. El acuerdo fue aprobado por unanimidad, sin discusión ni objeción
alguna (véase la nota en la página de la Federación Mexicana de Charrería: http://www.
charreriafed.com/noticias/mar09/bol_mar24.htm). En ese mismo año, la Federación
Mexicana de Charrería le otorgó a Mario Marín, gobernador de Puebla, la Espuela de Oro,
el máximo honor que concede a varones, por su “apoyo incondicional a la charrería” (http://
www.charreriafed.com/eventos/2009/pueaniv_dic12.htm). Durante su periodo como
gobernador, Mario Marín estuvo involucrado en la detención ilegal de la periodista Lydia
Cacho, luego de que ella expusiera redes de pedofilia vinculadas con grandes empresarios
y políticos en México. Implicado en este delito, Kamel Nacif pidió a Mario Marín, “mi
gober precioso”, que le dieran “una lección a la cabrona” (audio disponible en http://www.
eluniversal.com.mx/graficos/animados/EUOL/kamel-ok.html).

314
Folklore charro y segundas antropologías

algún sentido. Por ello, recurro al marco interpretativo de las propuestas


de Escobar y otros sobre las antropologías del mundo, o la de Esteban
Krotz, antropologías del sur, propuestas que cuestionan las formas más
o menos veladas de exclusión del discurso antropológico no hegemónico.
En lo general y en múltiples detalles comparto plenamente esta
base de entendimiento de la Red de Antropologías del Mundo (wan
por sus siglas en inglés) y de la exposición que hace Krotz (2008). Creo,
además, que lo que enriquece una revolución epistemológica de voca-
ción pluralista, rizomática y dinamizadora de las formas estratificadas,
no reside en la contemplación de la crítica a la diferencia y la jerarquía
en abstracto, sino en poner a discusión las formas concretas en que se
construyen los estratos y se invisibilizan o silencian ciertos agentes y
sus saberes mientras se sobredimensionan las voces de otros. La forma
concreta que expongo aquí no incluye tanto las voces poderosas de la
antropología central como las voces desafortunadas, irritantes o fran-
camente exasperantes, los gestos, ridículos a veces, de quienes final-
mente fueron dejados atrás por la disciplina reconocida.
Me parece que el aporte que este trabajo hace a la discusión sobre
el proyecto de antropologías del mundo es su contribución al inven-
tario antropológico concreto con algunos datos poco conocidos toda-
vía, además de traer a discusión un prejuicio que eventualmente se
tiene al hablar de las formas de silenciamiento: con los así silenciados
quizá no haya empatía ni inmediata ni mediatamente. Cabría, pues,
criticar la espontánea categorización de los marginados de la política
epistemológica como siempre dañados por una injusticia que debe ser
reparada. No se trata de darle un tratamiento moral o justiciero a la
historia de la antropología en México y sus relaciones con la no-an-
tropología. Se trata, por el contrario, de empezar a comprender un caso
límite que pone a prueba la capacidad dialógica de unos y otros.
En la primera parte de este trabajo hago un somero recuento del
sur­­gimiento y decadencia de los estudios de folklore en México; a la
par, destaco la polémica situación en la que perviven con respecto a
la academia consolidada. En la segunda parte me enfoco en los folklo-
ristas-historiadores charros de la primera mitad del siglo xx y cómo su
visibilización raya en lo intolerable incluso para los empeños más
pluralistas, planteando así un reto específico para el proyecto antro-

315
Ana Cristina Ramírez Barreto

pologías del mundo, que, con pocas excepciones,6 supone una simpa-
tía inmediata con los agentes invisibilizados y el consecuente anhelo
de hacerles justicia.
Expresando esto de manera gráfica en el polo opuesto a los testi-
monios del folklore charro, tomado muy permisivamente como un
bloque homogéneo, se encuentran las epistemologías alternativas
fuera de la academia, usualmente silenciadas y generalmente susten-
tadas por mujeres indígenas, en condición de pobreza y víctimas de las
nuevas formas de desaparición a principios del siglo xxi (Stephen,
2007: 65-68). Si la intervención pluralista del proyecto quiere ser
consistente, debe reconocer ambos testimonios, no sólo el que sería
“objeto de justicia” desde el actual horizonte ético y político. Es pre-
ciso matizar dialógica y pragmáticamente las circunstancias y metas
de este reconocimiento.
Este trabajo ha sido escrito desde la experiencia y perspectiva de
una mujer feminista familiarizada con la charrería de manera previa a
elegirla para el trabajo de campo, con estudios profesionales en filoso-
fía (en Morelia, Michoacán) y con estudios de posgrado en antropolo-
gía social (en Zamora, Michoacán). Las limitaciones de mi experiencia
y perspectiva me sitúan en el cruce de varias líneas de “secundización”.
Como toda otra posibilidad, tiene sus desventajas, mismas que elijo
también sin reproche porque aprecio la visión del mundo que estos
márgenes me dan.

Antropologías del Mundo y la visibilización


de los otros agentes

Me resulta imposible hacer aquí un comentario a toda la literatura


que se ha venido gestando sobre las llamadas antropologías del mun-
do, “segundas”, periféricas o del sur, por emplear los términos más

6
Es el caso de Josiah Heyman, “Activism in Anthropology: Exploring the Present Through
Eric R. Wolf ’s Vietnam-Era Work” (ponencia presentada en un congreso de la aaa, Fi-
ladelfia, 2009), cuyo trabajo con militares y policías fronterizos norteamericanos cuestio-
na los supuestos antropológicos de empatía y solidaridad hacia los sujetos de estudio,
presentes en el código ético de la American Anthropological Association.

316
Folklore charro y segundas antropologías

usuales.7 En una apretada síntesis, éstas se caracterizan por pretender


la conciencia de la diversidad genealógica y la jerarquización políti-
co-epistemológica en el campo disciplinario de la antropología; por
conocer e intervenir en los mecanismos de invisibilización o silen-
ciamiento que operan en el seno de las comunidades antropológicas
del sur (Krotz, 2006: 9). Esta autoconciencia, asumida desde situa-
ciones no hegemónicas (o periféricas), devuelve a las antropologías
“primeras” o del centro una visión de su propia contingencia,8 su
no-naturalidad como la antropología.
Cabe subrayar la dimensión práctica y política de esta revolución
epistemológica. Se está interviniendo, afectando, el campo socioepis-
temológico al reconocer de manera crítica que el saber se legitima (o
no) en función de relaciones de poder, que la trama de distinción e
invisibilidad se perpetúa en la medida en que las diversas formas de
hacer antropología resienten su condición como disminuida o deriva-
da de otra a la que dan el valor de central o substancial —antropolo-
gía per se—. Según el colectivo Red de Antropologías del Mundo
(ram), el principal objetivo de la Red es

situar constantemente los horizontes epistemológicos, teóricos, metodológi-


cos y políticos de la disciplina […] visualizar y fomentar modalidades de
antropología en toda su multiplicidad, dentro y fuera de la academia. Antes
que “mejorar” una antropología única al “corregir” sus “errores”, queremos
hacer visible las tensiones que hacen a la antropología posible (Colectivo
ram/wan, 2005).

Andrés Medina (1993) y Mechthild Rutsch (1996a, 1996b, 2007)


han contribuido al conocimiento de la historia inicial de la antropo-
logía en México, a finales del xix y principios del xx, lo cual permite
7
Véase al respecto Cardoso (1988), Krotz (1993, 2006, 2008), Escobar y Ribeiro (2006),
Medina (2004: 232-234), y Restrepo y Escobar (2005).
8
Podría explorarse esta propuesta al hilo del Análisis del ser del mexicano, de Emilio Uran-
ga, quien empleó el par categorial de sustancia/accidente para mostrar que la accidenta-
lidad como marca de identidad del mexicano frente al europeo revela que la
sustancialidad del otro (el europeo) es una ilusión. Apuntaríamos hacia una reflexión que
reconoce su historia al margen de la Historia y, cuestionando esta centralidad, no escribe
desde el sentimiento de inferioridad (o resentimiento) ni se queda “patinando” en esa
relación jerárquica. Véase Vieyra (2008).

317
Ana Cristina Ramírez Barreto

anclar en referencias concretas las reflexiones sobre los momentos


iniciales de los estudios antropológicos, sus contextos, la dialéctica
entre lo local y lo global, y la consolidación del Estado nacional.

Antropología y folklore: una matriz común


y dos destinos divergentes
Una expresión contundente del sentido peyorativo del término “fol­
klore” la tenemos en el texto de Krotz (2006: 10 y 16; 2003: 86-87),
donde acuña el sustantivo “folklorización” para referirse a un resultado
de los mecanismos de invisibilización de las antropologías del sur. Da
a entender que “lo folklorizado” es, lógicamente, de escaso valor epis-
temológico. Asimismo, el estatus de los estudios de folklore es polémi-
co, al punto que a la unesco le tomó más de 30 años (desde 1972
hasta 2003) formular un concepto que permitiera ampliar la noción de
patrimonio cultural más allá de las monumentales piedras con valor
histórico, y visibilizar así los cambiantes hechos culturales de la coti-
dianidad vivida; para ello echó mano del concepto de “patrimonio
cultural inmaterial o intangible” (Arizpe, 2006: 22). Éste intenta su-
perar los escollos que representan los términos “tradición” y “folklore”:

El término “tradición” opaca las raíces contemporáneas o multiculturales de


muchas prácticas y detiene las habilidades creativas de los grupos que de forma
legítima demandan una libertad cultural para cambiar lo que decidan. Peor
aún, al omitir el contexto que le confiere significado a los objetos y actividades
rituales y festivas, el concepto “folklore” fragmenta las prácticas culturales
hasta volverlas sólo piezas de museo (Arizpe, 2006: 23; véase también la dis-
cusión de “patrimonio cultural intangible” que hace Herrejón, 2007: 322-324).

Desde luego, la misma comunidad de estudiosos del folklore ha


tematizado su estatus como mala antropología o no-antropología. En
América Latina esta comunidad vivió una fuerte escisión y se planteó
la necesidad de su renovación (Paredes, 1972). Pero el problema per-
siste. Doy otro ejemplo: en 2005, a través de la lista H-Mexico
(28/09/2005) se nos informaba que

El Instituto Panamericano de Geografía e Historia, organismo especializado


de la oea, nombró recientemente al historiador mexicano, [doctor] Boris

318
Folklore charro y segundas antropologías

Berenzon, como nuevo director de la revista Folklore Americano, reafirmando


con ello la continuidad del esfuerzo realizado desde hace más de 20 años para
la publicación de esta revista. Con este nombramiento se estableció una
nueva organización y un prestigioso comité editorial [Miguel León Portilla,
Lourdes Arizpe, Georgina Calderón, Catherine Walsh, Walter Mignolo,
Carlos Barros, Norman Simms, Nelson Maldonado-Torres].

Al tiempo que asentaba el nuevo entendimiento que el comité


editorial quería darle al concepto de folklore:

En esta nueva etapa Folklore Americano intenta rebasar los límites establecidos
por la propia etimología de la palabra y de antiguos conceptos antropológicos para
adentrarse en una más amplia y plural visión de la cultura que se produce
en todo el continente americano, que incluya también la mirada retrospec-
tiva y contemporánea de los campos intelectuales, la comunicación, la
cultura de masas, el dialoguismo, la vida cotidiana, la identidad, el género,
la hegemonía y la globalización, la literatura, la religión, la teoría crítica,
hasta la concepción de la cultura como objeto intangible, como formas capaces
de inspirar y aprehender tanto una visión de conjunto y de comparación de la
producción cultural americana, así como de la divulgación de las nuevas formas
de entender las ciencias sociales [las cursivas son mías].

Varios autores han desarrollado ya el tema de la raíz ilustrada y


romántica de una matriz común a la antropología y a los estudios de
folklore, remitiendo esta raíz de manera más o menos directa a la obra
de J. G. Herder (1744-1803), misma que se configuró en un diálogo
difícil con sus maestros Hamann, Rousseau y Kant.9 De manera explí-
cita, Andre Gingrich (2005) sostiene que

La obra de Herder dejó un legado contradictorio para la antropología,


tanto local como internacionalmente […] enfatizó el lenguaje, las costum-
bres y mentalidades de una manera particularista, pero no incluyó ninguna
consideración de la raza u otras propiedades supuestamente eternas. Además,
el concepto de Kultur de Herder enfatizó la observación y la experiencia.
Todas estas prioridades contribuyeron posteriormente a inspirar el surgi-
miento de los estudios de folklore o Volkskunde, y, desde luego, de algunos

9
Al respecto véase Dempf (1932), Spencer (1997), Mayos Solsona (2004), Heinz (1999),
Hausheer (1996), Galinier (2007), Denby (2005) y Zammito (2002).

319
Ana Cristina Ramírez Barreto

antropólogos alemanes de inicios del siglo xix, como Theodor Waitz y, más
tarde, el joven Boas (Gingrich, 2005: 73).

El mismo autor sigue la trayectoria, a mediados del siglo xix, a la


bifurcación entre los estudios de folklore y la etnología/etnografía
(Völkerkunde) y el auge de los estudios de folklore, académicos o de
amateurs, que recogían el habla del pueblo en las zonas rurales. Hacia
principios del siglo xx se destaca la figura de Leo Frobenius, exponien-
do una noción “mística” de morfología cultural que, sin embargo, se
asentaba en el trabajo de campo y la recolección de información “viva”
(Gingrich, 2005: 107-109).10

Inicios de los estudios de folklore en México


En su artículo de revisión sobre 50 años de investigación folklórica en
México (1953), Vicente T. Mendoza reconoce el impulso pionero de
García Izcalbaceta11 y, muy notablemente, el de Nicolás León (n.
Quiroga, Michoacán, 1859-1929). Este último publicó en 1907 su
lección 56 de la cátedra de Etnología en el Museo Nacional de Mé­xico,
un cuadernillo-guía basado en la definición de folklore de la Asociación
Folklórica de Londres, que abarcaba sus rubros, temas, bibliografía
básica y metodología para la recolección en campo de material folkló-
rico. Con esta guía se despertó cierto auge de los estudios de folklore
que, si bien no eran profesionales, trataban de apegarse a los cánones
de las asociaciones científicas.
Mendoza (1953: 88-93, 105) da noticia de tres fundaciones de la
Sociedad Folklórica Mexicana. La primera en 1914, a consecuencia
de la cátedra sobre folklore general que impartió de 1913 a 1915 Pedro
Henríquez Ureña; se fundó por iniciativa del poeta Severo Amador y
del profesor Higinio Vázquez Santa Ana. En 1916 se fundó por segun-

10
Parkin (2005: 180-232) y Burke (2004) también destacan la matriz común, la bifurca-
ción, la invisibilización (p.e. de Arnold van Gennep) y la deseable revinculación de
antropología e historia con los estudios de folklore.
11
Autor de obras de provincialismos o mexicanismos, para cuya recopilación fue central
el libro de Luis G. Inclán, Astucia (1865). Como en otros países, en el siglo xix la litera-
tura costumbrista asumió el papel de registro y puesta en valor del habla popular, even-
tualmente calificada de inculta. Véase Novo (1946), Castro (1994), Glantz (2010).

320
Folklore charro y segundas antropologías

da vez, “a la sombra de la redacción de Revista de Revistas”, promovida


por Nicolás Rangel (fundador de la Academia Mexicana de la Histo-
ria, impulsor del teatro popular y a quien se debe la historia del toreo
en México), Rubén M. Campos y Miguel Othón de Mendizábal. Fi-
nalmente, en 1938 se funda por tercera ocasión la Sociedad Folklóri-
ca de México, primero como una sección dentro de la Sociedad
Mexicana de Antropología y luego independizada. Publicó su Anuario
desde 1940 hasta 1957.
Mendoza destaca la especialización y la continuidad entre los logros
de la revista:
pueden distinguirse desde modestas aportaciones y recuerdos hasta trabajos
que acusan ya una técnica, notándose en los ocho volúmenes publicados [en
1950] una mejoría gradual a medida que el estudio, la observación, la lectura
de obras especializadas y sobre todo la enseñanza de verdaderos maestros de
folklore, han ido perfilando a los miembros de esta Sociedad como verdade-
ros investigadores en la materia, ya en el campo, ya en las bibliotecas, ya en
los archivos (Mendoza, 1953: 106).

El marco teórico de las investigaciones folkloristas de la Asociación


se nutrió con los aportes de la disciplina en la época: el argentino Raúl
Augusto Cortázar, Ralph Steele Boggs12 y, desde luego, Leo Frobenius
y su noción de cultura como paideuma (Rodríguez, 1953: 45). Virginia
Rodríguez de Mendoza, destacada folklorista mexicana y secretaria
perpetua de la Sociedad Folklórica de México, cierra su contribución
en Aportaciones a la investigación folklórica de México reforzando la es-
tratificación de saberes y funciones:
La materia folklórica es del pueblo, de él emana y vuelve a él ya debidamente
catalogada, clasificada, comparada y estudiada por los técnicos. El informante,
por excelente que sea, jamás podrá llegar a ser un técnico; sabe de memoria
sus materiales, pero no comprende cómo pueden ser utilizados dentro del
campo de la ciencia del folklore, ni necesita saberlo (Rodríguez, 1953: 46).

12
Destacado bibliógrafo y curador de Folklore of/de/las Americas; fundó el primer docto-
rado interdisciplinario con opción en estudios de folklore en la Universidad de Carolina
del Norte (1944). En los años cuarenta impulsó la creación, resurgimiento y comunica-
ción de sociedades folklóricas en Iberoamérica; la de México fue la primera (1938). Fue
también miembro del comité editorial de Folklore Americano, del Instituto Panamerica-
no de Geografía e Historia.

321
Ana Cristina Ramírez Barreto

Esta estratificación ya pone en problemas a quienes, como los


charros folkloristas, ocupan ambas posiciones, por gusto o por nece-
sidad, pues no hay otro técnico que le dé valor a lo que saben como
informantes. Así, con las luces y sombras con que cuente, hace sus
aportaciones, a veces muy pertinentes y casi siempre políticamente
incorregibles; es decir, ofensivas, como veremos enseguida en el “te-
soro” de refranes charros.

Charro, políticamente incorregible

Los charros han sido apasionados promotores del folklore campirano


desde un imaginario que pone sus puntos de referencia en unos cuan-
tos pilares: ellos han sido los héroes de todas las gestas patrióticas, han
sido miembros de la aristocracia cuando México fue reino de España
y la nobleza del pueblo desde que es República mestiza. Las fiestas
patrias, charreadas y jaripeos que frecuentemente se realizan en nues-
tro país son momentos propicios para repetir este dogma nacionalista
que adquiere diversos tonos y coloraciones dependiendo de las circuns-
tancias y la cantidad de alcohol ingerida. Esto no resulta extraño,
tratándose de un espectáculo agonístico, de lucha, centrado en la
valoración estética y deportiva de los efectos de la violencia ejercida
hacia el ganado mayor.
Algunos charros, los menos, con estudios antropológicos formales
han incursionado en lenguas indígenas y ubicado los nahuatlismos y
otros provincialismos con los que se construye semánticamente la mul-
tifacética práctica charra. Soportan mal las interpretaciones que hacen
los “tinterillos catrines”, cuando las hacen (Rincón, 1939). Así por
ejemplo, Leovigildo Islas Escárcega, charro y miembro de la Asociación
Folklórica de México, luego de mucho batallar para conseguir los recur-
sos necesarios pudo publicar su Vocabulario campesino nacional. Objecio-
nes al Vocabulario Agrícola Nacional publicado por el Instituto Mexicano de
Investigaciones Lingüísticas en 1935.13 Diez años pasaron entre la publi-

13
Esta obra recibió el apoyo del entonces titular de la Secretaría de Agricultura y Fomen-
to, ingeniero Marte R. Gómez.

322
Folklore charro y segundas antropologías

cación de la obra del “lingüista catrín que sabe sólo de oídas de lo que
escribe” y las correcciones que le hace Leovigildo Islas desde la “certeza
de la vivencia”, es decir, gracias al trabajo de campo en el campo.
Las charreadas, las competencias donde los charros muestran su
destreza para dominar ganado en fuga, son eventos deportivos donde
el locutor ameniza los prolongados “tiempos muertos”14 leyendo al
micrófono todo eso que ha constituido el material folklórico por ex-
celencia: los dichos y refranes charros. Los libros de charrería los han
atesorado al punto que ya contamos con varios cientos de ellos. La
sabiduría charra está plagada de alusiones al dominio de unos sobre
otros; el dominio del charro (que siempre es el sujeto emisor y el des-
tinatario del refrán) sobre las bestias, sobre algunos otros varones
(catrines, pendejos, tinterillos, indios, mulatos) y sobre todas las mu-
jeres. Cito algunos tomados de la sección de refranes en Islas Escárce-
ga (1969: 137-179). No creo necesario glosarlos:
A la mujer y a la mula, a palos se han de vencer.
Al mal caballo pega la espuela y a la mala mujer, palo que duela.
A mujer y mula, dar duro si no recula.
Caballo manso tira a penco, mujer coqueta tira a puta y hombre
prudente a pendejo.
Caballo que al ver la yegua no relincha, o está cansado o le aprieta
la cincha.
Con mulos y mulatos, sólo a ratos.
De que la madre es de paso la hija hasta el cincho azota.
El caballo para el caballero, la mula para el mulato y el asno para
el indio.
El que presta a la mujer para bailar o el caballo para torear no tiene
nada que reclamar.
Gallo, caballo y mujer, por la raza has de escoger.
Indio que fuma puro, ladrón seguro.
Indio llorón, siempre bribón.
Injurias de puta y coces de mulo, no implican agravio alguno.
La mujer y el caballo, más quieren freno que espuelas.

14
El tiempo en que “no pasa nada” pues los arreadores o los corraleros están poniendo en
suerte a las bestias.

323
Ana Cristina Ramírez Barreto

La mujer vale por la honra, el buey por las astas y el hombre por la
palabra.
Las coces de la yegua son amores al caballo.
No hay mujer fea, lo que hace falta es más tequila.
Sin espuelas y sin freno, no hay caballo bueno.

Una historia de la discriminación en México, por condiciones de


raza, sexo y especie, debería incluir las locuciones que públicamente
se han recitado en estos eventos charros, con frecuencia ante autori-
dades civiles, militares y religiosas, con el beneplácito y fruición de
buena parte del auditorio. De ninguna manera debe entenderse que
personas concretas puedan ser señaladas de racistas o sexistas. No me
atrevería a sostener esto ni aun tratándose de los locutores de las cha-
rreadas, quienes en un ejercicio de dedicación concienzuda se dan a la
tarea de colectar folklore charro y leerlo en público. Estas lecturas y
formas políticamente incorrectas de amenizar las charreadas han pro-
piciado debates dentro del cuerpo colegiado de locutores de la Fede-
ración Mexicana de Charrería; con el tiempo se han dado directrices
para la locución de las charreadas (no decir groserías, no hablar de
indios), que se respetan o no dependiendo de la hora, lugar, y bebidas
ingeridas (Ramírez, 2005: 144-145); así, se reconocen ya diversos
matices regionales, donde el ambiente de las charreadas es “más fami-
liar” o donde es más bravo e irrespetuoso. Es posible que en las cha-
rreadas se corrija con mayor eficacia el discurso racial o étnicamente
ofensivo, pero el sexismo en diferentes grados sigue siendo un elemen-
to que muchos locutores consideran irrenunciable si se trata de armar
un ambiente festivo y no sólo dar puntuaciones de la competencia.15

Nota sobre la literatura charra en México


A grandes rasgos, sobre la charrería mexicana se ha escrito en tres tipos
de documentación histórico-antropológica: la escritura de los mismos
charros o afines, la de historiadores y la de antropólogos culturales.
Los participantes en la charrería han escrito con pasión e intención
de que aparezcan en su relato los referentes que el autor aprecia más

15
Sobre vaquería y machismo en México véase Gutmann (1998).

324
Folklore charro y segundas antropologías

y que o bien reitera de otras fuentes (sin citarlas) o bien le parecen


injustificadamente marginados. Aunque este es el más abundante de
los tres tipos de literatura sobre charrería, enfrenta varias dificultades:
una es la rareza con que la pasión por escribir finalmente cristaliza
en una publicación; otra es que no existe una comunidad epistémica
charra que genere, lea, critique y difunda las obras. Así, este tipo de
documentos son principalmente refritos de las pocas “historias” o
tratados de charrería publicadas en la que llamo “primera generación”:
un periodo corto de tiempo —1923 a 1950, aproximadamente— en
el cual se dio un esbozo de dicha comunidad epistémica charra, ligada
con la Sociedad Folklórica de México y con los estudios ecuestres de
los militares (especialmente los promovidos bajo el auspicio del gene-
ral Joaquín Amaro) que tenían una meta afín a la política cultural de
la época. Tal meta era posicionar la equitación mexicana —charra,
militar o civil— en el mapa “universal” de las tradiciones ecuestres
con expresiones vivas y en competencia, y que como tal fuera recono-
cida en México y el mundo. En esta primera generación de escritores
charros ubico los trabajos de Rincón Gallardo (1923, 1939), Cuéllar
(1931), Lepe (1939, 1951), Álvarez (1941) e Islas Escárcega (1945).
Estos autores publicaban con más frecuencia en periódicos, semanarios
y revistas especializadas en temas charros, folklóricos y ecuestres.
Por otra parte, algunos de los reconocidos victoriosos militares
revolucionarios estuvieron vinculados al ethos charro (Palomar, 2001)
de manera muy directa por afinidad deportiva o profesional. Algunos
fueron charros, de práctica y atuendo, como los generales de división
Manuel, Maximino y Rafael Ávila Camacho, Roberto Cruz, Calixto
Contreras y Pascual Ortiz Rubio (Asociación de Charros de Puebla,
1982; Rodríguez, 1988). El general Emiliano Zapata también fue cha-
rro de práctica y atuendo pero no salió vivo de la democracia milita-
rizada posrevolucionaria y, consecuentemente, no resultó un persona-
je cómodo para los cronistas charros de las décadas nacionalistas ni
los de las décadas antiagraristas.16

16
Sólo dos de entre trescientas asociaciones de charros registradas en 2002 en la Federa-
ción Mexicana de Charrería llevaban el nombre de “Emiliano Zapata”, una de ellas en
Estados Unidos.

325
Ana Cristina Ramírez Barreto

Para otros militares, la charrería estuvo dentro del amplio rango de


sus intereses profesionales y aficiones. Entre ellos destaca el general
Joaquín Amaro, apasionado de todo lo ecuestre pero especialmente
del polo (Revista de Equitación, 1930-1931). A inicios de 1921, Amaro
contrató al profesor Higinio Vázquez Santa Ana como su maestro y
“asesor en todo tipo de lecturas” (Loyo, 2003: 95). Vázquez Santa Ana
fue un impulsor del folklore como cultura nacional; consideró que “el
folklore patriótico ha sido un medio propicio para mantener en el alma
del pueblo culto a todos los héroes que nos han dado patria y libertad”
(Vázquez, 1940: 166). Otro fue Alfredo B. Cuéllar (n. Piedras Negras,
Coahuila, 1892-1964), probablemente familiar del general Rafael
Cuéllar, inspector general de Rurales, jefe muy acreditado “por su
lealtad y su valor” desde la guerra de intervención (Torrea, 1955: 47).
Alfredo B. Cuéllar fue presidente de la Asociación Nacional de Cha-
rros, del Comité Olímpico Mexicano y miembro de la Sociedad Fol­
klórica de México; junto con Moisés Sáenz propuso que previo a la
realización de los Juegos Olímpicos se realizara una competencia re-
gional: los Juegos Centroamericanos y del Caribe. Los primeros se
realizaron en México en 1926; Moisés Sáenz era entonces subsecreta-
rio de Educación Pública de México (González, 1964: 26-27; Pérez
Montfort, 2000a: 43-50).
Después de la primera generación de escritores charros, con los
estudios de folklore relativamente sumidos en el descrédito académico
a nivel mundial17 y con la charrería en un limbo entre el arte popular
y el deporte, la siguiente generación no atinó sino a repetir las viejas
historias/tratados de su afición y sus mismos puntos ciegos, justificada
en el mismo estribillo: por amor a México, por amor a la tradición. Si
hay conflictos de paradigmas interpretativos o debates sobre las narra-
tivas y las políticas charras —que sí los hay, en abundancia y muy
enconados— éstos no han aparecido en los libros que de vez en cuan-

17
La bibliografía referida a este proceso histórico-epistemológico es ya amplia, muy rele-
vante y a veces apasionada. Véase por ejemplo Paredes y Bauman (1972); Carvajal (1990);
Bialogorski y Cousillas (1992); Nájera-Ramírez (1997); Johnson (2002); Burke (2004).
Sobre los estudios de folklore en México véase también: Rincón (1939); Islas Escárcega
(1945); Mendoza (1953); Rodríguez Rivera (1967) y las varias obras de Herón Pérez
Martínez, entre ellas, la más reciente (2005).

326
Folklore charro y segundas antropologías

do escriben y publican los charros y sus afines. Cada libro empieza la


misma historia desde cero abordada con más ánimo laudatorio que con
la intención de confrontar perspectivas teóricas o aportar información
nueva, especialmente sobre mujeres, bestias y conflictos. Con todo,
este tipo de obras merecen una lectura atenta por parte de los inves-
tigadores, de tal forma que su insistencia en el valor cultural, histórico,
nacional, personal, etc., también quede comprendida y no devaluada
a priori por ser, supuestamente, tan sólo la versión de los involucrados,
finalmente amateurs del folklore.
Más recientemente se ha venido desarrollando un segundo tipo de
literatura sobre charros en la línea de la historia deportiva, la historia
cultural y la historiografía de la cultura popular. Joseph Arbena (1986,
1988, 1991) ha seguido con cuidado la “evolución” del deporte mo-
derno en México analizando su conexión con el sistema mundial ca-
pitalista y con las costumbres y referencias morales de las naciones.
Por su parte, Mary Lou LeCompte (1985, 1986, 1994) ha subrayado,
con precisión y acuciosidad, las raíces hispano-mexicanas —y charro-
taurinas— del rodeo (norte)americano. Richard Slatta (1990) ha
elaborado un mosaico histórico y comparativo de las diversas prácticas
vaqueras en el continente americano. Los trabajos de Ricardo Pérez
Montfort (1994a, 1994b, 1994c, 1998a, 1998b, 2000a, 2000b) y Tania
Carreño King (2000a, 2000b) revisan críticamente el contexto histó-
rico, político y social de las narrativas charras en México, advirtiendo
la conexión entre la construcción de los estereotipos nacionalistas
(entre ellos, el del charro y la china poblana en un lugar preponde-
rante) y las empresas de la cultura popular (cine, radio, prensa, festi-
vales y conmemoraciones orquestadas por la Secretaría de Educación
Pública) en la primera mitad del siglo xx en México. Se trata de tra-
bajos originales basados en investigaciones serias que arrojan luz sobre
las condiciones, medios y personajes que elaboraron el discurso nacio-
nalista mexicano.
Un tercer tipo de literatura sobre charros tiene orientaciones an-
tropológicas y, salvo excepciones, la realizan investigadores en centros
académicos del extranjero. Estos estudios antropológicos que han
abordado la charrería mexicana lo han hecho desde un amplio y he-
terogéneo marco teórico “interpretativista”. Con trabajo de campo

327
Ana Cristina Ramírez Barreto

realizado entre 1990 y 1991 en Arizona, Texas —Estados Unidos—,


Saltillo y el Pedregal de San Angel —México—, Kathleen Sands
(1993, 1994, 1997) se ha apoyado en la antropología del performance
impulsada por Victor Turner, para ver la charreada como una drama-
tización de eventos y conflictos importantes donde se enarbolan los
elementos más valorados de la historia y cultura mexicanas (Sands,
1993: xiv-xv). Olga Nájera-Ramírez (1994, 1996, 2000, 2002) ha
seguido una línea antropológica que combina los estudios de folklore
con la crítica cultural atenta al ejercicio del poder en cuanto a clase,
género —“la construcción social de la diferencia sexual”— y nación
en el contexto de los méxico-americanos aficionados a la charrería en
California. En una línea semejante, Cristina Palomar Verea (2000a,
2000b, 2001, 2004) explora en Los Altos de Jalisco cómo en el perfor-
mance charro la mexicanidad y el género son construidos y puestos en
escena como ideales a encarnar, incorporándose así a los procesos
actuales de subjetivación y de identificación. En esta línea hacen otro
tanto Vaca y Alarcón (2006) y Medina (2009). Por su parte, los an-
tropólogos franceses Dominique Fournier (1995, 2000) y Frédéric
Saumade (2001) han interpretado diacrónicamente la información
obtenida tanto de fuentes secundarias como en su trabajo de campo
(en Puebla, Hidalgo, Tlaxcala, Nayarit y D.F.) y han elaborado inte-
resantes esquemas que vinculan etnicidades, jerarquías y regiones de
México con las “lógicas culturales” de las tres tauromaquias que iden-
tificaron: corrida de toros (según el canon andaluz), charreada y jaripeo.

Valores cambiantes: de rusticidad a hombría


de bien y de ahí a corrupto, abusivo
Charro/a según el Diccionario de Autoridades (1729) es un término
euskera empleado ya en el siglo xviii para referirse a la gente aldeana,
rústica, de “mala crianza y sin policía”. A mi parecer, el nuevo valor
del término “charro” (casi sinónimo de héroe nacional) arraigó, se
resignificó y difundió en el territorio americano durante la primera
mitad del siglo xix, gracias a los varones Rincón Gallardo de ese pe-
riodo; especialmente José María Rincón Gallardo (1793-1877), charro
realista en tiempos de insurgencia, charro mexicano en el Primer
Imperio, la República y el Segundo Imperio (Ramírez, 2005).

328
Folklore charro y segundas antropologías

Ahora bien, en esta línea de narrativas doy un par de ejemplos que


ilustran el orgullo de ser buen charro. El primero está tomado del
Diccionario de Asuntos Hípicos y Ecuestres (1951), del mayor José Igna-
cio Lepe, hijo de Filemón Lepe, notable charro originario de Jalisco y
que tuvo a su cargo el Cuerpo de Rurales del bosque de Chapultepec,
entre otros méritos (Agraz, 1986). La entrada de charro en el Diccio-
nario de Lepe es, sin duda, la más extensa, lírica e ilustrada con imá-
genes de charros y charras, entre quienes destacan las fotografías de
Filemón Lepe y Rosita (padre y hermana del autor):

la charrería, el conglomerado de hombres de a caballo del campo, ha participado


e influido directa o indirectamente, al logro del incremento en general de
todo lo que significa prosperidad. Hojeando las páginas de la Historia, segu-
ramente encontraremos la confirmación de estas aseveraciones y será fácil
comprobar cómo a la par, hombro con hombro con los más altos valores
humanos de la República, siempre se han encontrado a charros ocupando su
lugar de hombres de bien, de hombres conscientes de sus deberes y sus dere-
chos (Lepe, 1951: 94).

Advirtamos que Lepe centra la atención en una condición de vida


y trabajo (diríamos ethos en su sentido originario griego, como se re-
cupera en el prefijo del término “etología”) que no es otra sino la que
ya se registraba desde el Diccionario de Autoridades (1729), es decir, la
condición rústica, de vida en el campo. Asimismo, Lepe vincula a este
modo de vida y trabajo, virtudes y valores que considera justamente
reconocidos en el carácter de emblema nacional:

No es una simple casualidad, por emoción de carácter romántico o de leyen-


da popular, que la apuesta y gallarda figura del típico jinete ha llegado a ser
el símbolo y el emblema de la nacionalidad mexicana, sino como resultado
de colocar justamente en el sitio que merece, a quien ha sabido ganarse la
simpatía y el afecto populares, por derecho propio. –la moral del charro.
Es fácil entender y deducir que la vida que el ranchero lleva en el campo
acometiendo faenas rudas y a veces peligrosas, teniendo que defenderse y
bastarse a sí mismo, siempre en contacto directo con la naturaleza, su mag-
nificencia y sus bellezas, con los potros cerreros y los novillos bravos, hagan
de él un hombre decidido y arrojado, pero a la vez cuidadoso de sortear los
peligros y problemas con buen juicio (Lepe, 1951: 94).

329
Ana Cristina Ramírez Barreto

Los elementos de esta caracterización acercan nítidamente virtud


y virilidad (que ya de por sí tienen la misma raíz etimológica) y hacen
de la rusticidad del vaquero una fuente de masculinidad ejemplar:
autosuficiente, decidido, arrojado, cuidadoso y de buen juicio.
Advirtamos también que en este discurso sobre la hombría de bien
del varón de campo están presentes las bestias. Las mencionadas en la
cita anterior introducen los elementos de salvajismo, bravura y peligro
contra los cuales se templan las virtudes del charro. Pero enseguida
introduce en otro tenor la presencia activa del caballo domado y
arrendado:

El trato y convivencia constante con el caballo, animal cuyas características


psicosomáticas son de nobleza y de lealtad legendarias, se refleja sin duda
sobre el carácter y la psicología de este caballero de la llanura y de la serranía,
del rancho y de la población, haciéndolo reflexivo, desarrollándose instinti-
vamente su sentido de dignidad y de responsabilidad (Lepe, 1951: 94).

En estas líneas Lepe atribuye cualidades al caballo de las que pueden


beneficiarse los caballeros. Esta es una perspectiva que si bien tipifica
antropomórficamente dichas características equinas (“nobleza” y
“lealtad”) da a entender, no obstante, que la influencia psicosomática
no es unidireccional, no va sólo del caballero hacia el caballo sino que
del caballo también aprende el caballero “su sentido de dignidad y de
responsabilidad”.
Finalmente, observemos que Lepe aborda las actividades y el modo
de ser dentro del “escalafón” charro: el caporal, el arrendador, el va-
quero y el arriero. Introduce a este último con mucha convicción,
como si respondiera a las objeciones que le restan al arriero “significa-
ción social” (Lepe, 1951: 97) o carácter de charro, por considerarlo
empobrecido y “de a pie”. Destaco así que en este discurso el tema del
atuendo y la región (Jalisco en México o Salamanca en España) ni
siquiera sale a relucir frente a los puntos que Lepe avanza como capi-
tales: la hombría de bien ligada al ethos rústico y a la convivencia con
el ganado mayor, bruto o amansado. La obsesión por el atuendo regla-
mentario y estandarizado se volverá asunto de los mismos charros
hasta la segunda mitad del xx.

330
Folklore charro y segundas antropologías

El segundo ejemplo va en el mismo sentido pero resulta ligeramen-


te distinto al anterior, por cuanto no viene de alguien de quien po-
dríamos sospechar que es un charro con el entendimiento ofuscado,
sino que son palabras de un intelectual disciplinado y reconocido. El
siguiente argumento está tomado de Daniel Cosío Villegas, el fundador
de El Colegio de México, según la biografía intelectual que, mediante
entrevistas, le escribió Enrique Krauze:

En Colima, donde la familia Cosío Villegas vivió entre 1906 y 1910, el primer
adiestramiento fue la charrería: “Colima, mucho más que Jalisco, era tierra
de charros y de buenos charros. Los mejores charros de Jalisco eran de Coli-
ma... A mí mi padre me compró un caballo y me enseñó cómo se atendía,
cómo se mantenía limpio, cómo se trababa una relación de amistad con la
bestia, cómo se la manejaba, cierto orgullo de ser buen charro, una gente bien
plantada que manejaba con destreza al caballo”. Del montar a caballo, del
cuidarlo y servirse de él como medio de transporte y lucimiento, se habría
derivado, según la autoteoría de Cosío, una noción de independencia y do-
minio de sí mismo, la formación de una personalidad propia que siguió
moldeándose a través de pequeños trabajos asignados por el padre, más que
por efecto de la educación formal (Krauze, 1980: 13-14).

Desde luego, esto es parte puntual de una biografía intelectual y no


una extrapolación de su experiencia personal a la historia de la sobe-
ranía nacional como salida esta última de las reatas de los charros; pero
incluso a este nivel se reiteran algunos de los elementos que ya había-
mos destacado del discurso de Lepe: “una relación de amistad con la
bestia”, “una noción de independencia y dominio de sí mismo”. Podría
resultar aristotélicamente imposible esto de trabar “una relación de
amistad con la bestia”, por cuanto según Aristóteles la amistad sólo es
posible entre hombres iguales; no es posible con esclavos, con mujeres
o con brutos irracionales. Entre desiguales la forma general de relación
es la dominación de uno al otro, el sometimiento por medio de vio-
lencia legítima que ejerce quien sea superior así como la resistencia y
necia rebeldía de quien sea inferior. En el caso que nos ocupa, la rela-
ción es innegablemente de dominio; es precisamente doma y educación
del caballo, el “hacerlo a la rienda” y que obedezca prontamente al
jinete. ¿Cómo podría hablarse de “amistad”? Krauze sólo da testimonio

331
Ana Cristina Ramírez Barreto

de lo que dijo Cosío Villegas; tenemos que interpretar cómo podría ser
una relación entre desiguales análoga a la amistad aristotélicamente
perfecta, la cual no sabe de domesticaciones, coerciones, fuerzas ni
violencias... —dicho esto irónicamente.
Así, le concedo a la “autoteoría” de Cosío Villegas el crédito sufi-
ciente como para no devaluarla a priori. Es una referencia problemá-
tica de elucidar, una interesante ficción con rastros de verdades situa-
das y parciales, mucho más mesurada que el discurso de Lepe pero que
corre al hilo del mismo por lo menos en cuanto a las virtudes forma-
tivas del aprender a relacionarse adecuadamente con una bestia.
Al parecer, los desaires en acto o por omisión darían el principal
aliento tanto para la organización de los clubes nacionalistas o asocia-
ciones charras (Rodríguez, 1988: 267; Chávez, 1991: 52) como para
la investigación folklórica y comparativa en el tema de la charrería
mexicana. Así, “Los primeros caballos y los jinetes en México”, un
extenso artículo de Alfredo B. Cuéllar, fue publicado en la Revista de
Equitación (1931) dirigida por el general Joaquín Amaro, al cual se
anexó el siguiente mensaje del editor:

Nos permitimos hacer nuestras las galanas y emotivas líneas del anterior
artículo […] para fundar una justa observación a la obra del Sr. Gustavo Le
Bon titulada “La equitación actual y sus principios” [1923]; que al hablar de
muchos jinetes notables por el regionalismo de su equitación, por sus cono-
cimientos, por ser hombres de a caballo por tradición, y por su gran cariño a
este noble animal, omitió, no sabemos por qué motivo, el referirse a nuestros
jinetes mexicanos —de renombre y fama mundiales (en Cuéllar, 1931: 27).

Gustave Le Bon (1841-1931), el famoso médico y psicólogo social


que desde finales del xix hizo de la investigación en la “psicología de los
pueblos” un programa científica y políticamente relevante, no expuso
en su obra el estereotipo del charro mexicano. Su obra y esta omisión
influyeron al punto que tendrían que ser los propios intelectuales mexi-
canos, charros o afines a ellos, acompañados por algunos militares,
políticos y artistas, quienes se dieran a la tarea de llenar esta laguna
construyendo el estereotipo del charro para representar a la identidad
nacional mexicana. En parte, esta fue según Bartra la “nefasta influen-
cia [de Le Bon] que se dejó sentir en México” (Bartra, 1987: 18).

332
Folklore charro y segundas antropologías

La construcción estereotípica del charro podría efectivamente


colocarlo en la cabalgata universal, pero el precio fue reducir la diver-
sidad de rusticidades (charrerías) mexicanas a un solo modelo. Esto
no debería extrañarnos, pues formaba parte de los logros disciplinarios
del folklorismo en México, como sostuvo Virginia Rodríguez: “el fol­
klore, la tradición, no lo popular, pues sobre esto ya se ha discutido
bastante y tenemos que ajustarnos a lo que significa pueblo en el fol­
klore, o sea no precisamente la masa heterogénea, sino aquel sector
que conserva mejor su cultura tradicional” (V. Rodríguez, 1967: 71).
Al esculpir la imagen emblemática del charro mexicano fue posible
darle un lugar central en los espectáculos nacionalistas; pero ahí ya no
tuvo cabida la masa heterogénea. La gente de a caballo empezó a ser
charra principalmente por conservar el atuendo y la tradición que
definían como tales los folkloristas y los espacios de exhibición de la
elegancia mexicana, como el lienzo charro del Pedregal de San Angel.
Con todo, la exclusión realmente no puede ser completa en tanto los
charros hagan algo más que vestirse y fotografiarse.
Eric Wolf aporta otra hipótesis sobre cómo y por qué se montó la
figura del charro en caballo de hacienda, convirtiéndolo en “la perso-
nificación de la ‘mexicanidad’ ” (Wolf, 1972: 72). Su marco de refe-
rencia es la teoría de los niveles de integración cultural. Ésta postula
que los elementos de carácter eminentemente cultural son resultado
de la construcción de un sistema productivo regional. En el caso de la
región Bajío (el área central de México), el sistema productivo integró
la minería, la agricultura comercial, la ganadería, el comercio y la
industria. En estas condiciones de producción capitalista y actividad
comercial, con fuerza de trabajo libre y movilidad geográfica, en el
Bajío vaquerizo se vio favorecida una actitud “individualista” y “cos-
mopolita” muy contrastante con la región del sur (indígena en el
vestir y hablar y no tan integrada al sistema mundial) y la del norte
(chichimeca y aislado). Según Wolf, esta actitud viril y “mestiza” ca-
racterística del Bajío sería elegida entre los estereotipos del xx para
representar el tipo mexicano.
Esta hipótesis enfoca una extensa región (el Bajío) y sus niveles de
integración cultural con el sistema productivo nacional y mundial
desde el siglo xviii. Desde la distancia de un satélite nos permite ver

333
Ana Cristina Ramírez Barreto

por dónde andan más los caballos, las mulas, el resto del ganado, la
plata, los plateados y sus reatas; es decir, valores y poderes. Desafortu-
nadamente a esa distancia no se perciben los detalles que mucho más
concretamente perfilaron la presencia “emblemática” del charro, como
sus rostros, sus nombres y sus posiciones en el campo social y político.
Tampoco se perciben las dificultades para efectivamente encumbrar
al charro mexicano como héroe y emblema vivo de la mexicanidad,
siendo que charros los hubo en todos los bandos y en casi todas las
facciones dentro de cada bando.
Carreño (2000a) ha argumentado que el encumbramiento del
charro como estereotipo nacionalista respondió a varios factores:

la influencia de los grupos conservadores que buscaron en el tradicionalismo


y en las costumbres una justificación para afirmar su nacionalismo y así opo-
nerse con cierta legitimidad a los regímenes posrevolucionarios; la necesidad
de los mismos gobiernos posrevolucionarios de unificar el país y atraer hacia
un proyecto común de nación a los distintos regionalismos que se resistían
al poder que ejercía el Estado nacional […] y el sentimiento de nostalgia
hacia la vida rural y provinciana que invadía a los recién llegados a la capital,
quienes veían en la figura del charro la reivindicación de aquel México rural
porfiriano que parecía perderse con los nuevos tiempos revolucionarios (Ca-
rreño, 2000a: 13).

Estas hipótesis resultan plausibles y, efectivamente, constituyen


parte del “guión confiable” al que recurren tirios y troyanos para tratar
de explicar por qué el charro es o se pretende que sea emblema nacio-
nal. Carreño construye el argumento observando el carácter jánico de
la charrería mexicana: el estereotipo del charro pudo unificar al “na-
cionalismo de los conservadores” (los perdedores tras la caída del ré-
gimen porfirista) y al “nacionalismo de los revolucionarios” (que en-
frentaron la disyuntiva de unificarse en algo así como el “proyecto
nacional” o seguirse matando), al cual integra la hipótesis de que los
migrados a la ciudad sintieron nostalgia por la vida campirana perdida.
Pero los supuestos de esta hipótesis no incluyen los aspectos menos
nítidos de estos dos ejes de polarización planteadas por Carreño, a
saber: que no siempre es clara la diferencia entre conservadores porfi-
ristas y revolucionarios, y que las ciudades, en tanto centros de con-

334
Folklore charro y segundas antropologías

sumo cárnico, comercio y transformación industrial, fueron desde


siempre los centros de reunión y difusión de los buenos oficios charros.
Podremos ver que la motivación nostálgica fue una entre varias en la
medida en que podamos ampliar la idea de la provincia mexicana como
una gran e ideal hacienda porfiriana para ver un mosaico rural-urbano
mucho más variado (Alexander, 2003).
Sobre este punto Nájera-Ramírez (1994) hace una revisión histó-
rica de la construcción de la figura del charro como emblema de la
mexicanidad (trans)nacional y de la masculinidad en tanto producto
de varias tecnologías sociales, las cuales lo han venido perfilando
desde la conquista de América, por ejemplo, a través de los discursos
instituidos, la práctica cotidiana y el cine. Nájera-Ramírez enfatiza
que esta construcción del símbolo de la mexicanidad revela un cons-
tante intercambio entre varias instancias sociales que han pugnado
por controlar y fijar los significados de lo mexicano; de tal forma que
la significación no puede verse de manera ahistórica ni como un dato
fijo. Por el contrario, Nájera muestra que “la significación es constan-
temente creada y recreada, negociada, debatida y, en cualquier mo-
mento dado o en cualquier versión, está disponible para su consumo”
(Nájera-Ramírez 1994: 2).
¿Cómo fue que “charro” pasó a significar “abusivo e ilegítimo líder
gremial vendido a la patronal”? Hay otro lado de la historia hasta aquí
contada, con varios personajes relativamente bien detectados (Cock-
croft, 1983) que, siendo efectivamente charros deportistas, también
participaron en la política sindicalista posrevolucionaria. Este es real-
mente el significado que prevalece incluso ante la evidencia de que
muchos practicantes de este deporte, o sus varias versiones menos
formales (jaripeos), no corresponden a este estereotipo.

Autorizarse a sí mismo.
Las pistas de su propio hacerse visibles
Como ha señalado en varios trabajos Ricardo Pérez Montfort, los
estereotipos nacionalistas mexicanos, específicamente el charro y la
china poblana, se forjaron en el martilleo constante de los medios
de comunicación, la Secretaría de Educación Pública y la políti­ca de
unificar a la nación bajo la égida de una forma-síntesis mestiza.

335
Ana Cristina Ramírez Barreto

A esta descripción general cabría añadir al ejército y al Comité


Olímpico Mexicano.
La historia crítica que sobre ellos hacen Ricardo Pérez Montfort y
Tania Carreño King muestra cómo estaban vinculados con proyectos
del Estado que planteaban la homogeneización cultural de México y
la instalación de valores nacionalistas, lo cual los charros tomarían a
mérito; pero ¿recibían crédito más allá de su círculo de élite política y
económica? Llama la atención un dato que encuentro en varios libros
de estos y otros autores más o menos afines: incluyen en una presen-
tación o apéndice su curriculum vitae (completo, con premios y distin-
ciones), y además las opiniones elogiosas que han merecido, hayan
sido expresiones publicadas o epístolas privadas. Creo que estamos
ante un signo claro de procedimiento de autolegitimación o autoau-
torización, probablemente motivado por la falta de reconocimiento o
por la marginación de sus saberes.
Ballesteros, charro y cronista de charrería, también fue alumno de
Ralph Steele Boggs y, en la presentación autobiográfica con que abre
su libro Origen y evolución del charro mexicano, pueden entreverse los
avatares del folklore charro en México: fue socio de la Sociedad Fol­
klórica de México desde 1940 hasta su disolución (no da la fecha);
socio fundador de la Sociedad Costumbrista, académico de número de
la Agrupación Folklórica Mexicana (y socio fundador en 1950), asesor
del Grupo Tlalpan (especializado en pintura) y socio fundador de la
Academia Folklórica Mexicana (Ballesteros, 1972).
Otro ejemplo, el Libro del charro mexicano, de Carlos Rincón Ga-
llardo y Romero de Terreros, Duque de Regla, Marqués de Guadalupe
y Marqués de Villahermosa, en su quinta edición de 1977 (1ª de 1939,
Porrúa), abre con elogiosos artículos de Carlos González Peña, Luis G.
Basurto, Eduardo N. Iturbide y Federico Gamboa, además de las cartas
personales dirigidas al autor y poemas de amigos personales, todos
ellos personajes de élite social, cultural y política de la época. Luego
se incluye una lista de las condecoraciones que ha recibido el autor (p.
LX) por coleaderos de postín desde 1919 (lo cual da evidencia de que
es charro de práctica y no sólo de escritorio). Para cerrar la obra, Rin-
cón Gallardo nos da “Opiniones de autores extranjeros con respecto
a nuestros charros” y aporta algunas citas del siglo xix (desde Beullok,

336
Folklore charro y segundas antropologías

Le Mexique, 1823) específicamente referidas a los caballos, los jinetes


mexicanos y el Cuerpo de Rurales —que él contribuyó a formar.
Otro tanto cabe decir del libro de Virginia Rodríguez, Mujeres fol­
kloristas, si bien ella no era charra, ni al parecer tenía una opinión
favorable sobre sus colegas folkloristas charros. Vemos en su libro el
contraste entre los magros párrafos dedicados a Frances Toor y la in-
clusión de un artículo de la autoría de Ralph Steele Boggs sobre Vir-
ginia Rodríguez, seguido de un amplísimo currículum y selección de
opiniones de famosos historiadores, antropólogos y eugenetistas18
acerca de su trabajo. Para entonces, la Sociedad Folklórica de México
(de la cual ella era secretaria perpetua) había decaído completamente.

Conclusiones:
el reto de las prácticas efectivamente críticas
y plurales en antropología

Es posible que esta estrategia de autorrepresentación de los charros


folkloristas y mujeres folkloristas de finales de la primera mitad del
siglo xx se explique por la falta de espacios formalmente legítimos,
siendo entonces un signo de una posible desautorización o deslegiti-
mación sistémica. Si esto es así, el proyecto de antropologías del
mundo enfrentaría un interesante límite ante el cual debe actuar re-
flexivamente. Una práctica efectivamente plural no puede dejar de
ver a quienes son silenciados, no importa que parezcan merecerlo. Es
otro asunto independiente si se les reconoce daño, si se hace justicia,
quién y cómo.
Por otra parte, el discurso desde la pluralidad y para la pluralidad
tiene que mantenerse atento a cómo se busca construir el espacio
de legitimidad desde el cual hablar; no puede asentar un principio de

18
En 1963 Virginia Rodríguez se afilió a la Sociedad de Eugenesia. No tengo más expli-
cación al respecto que el interés por determinar y ubicar los “tipos” nacionales. La refe-
rencia que ella incluye en el libro Mujeres folkloristas es un fragmento elogioso de la obra
que publicó en coautoría con su esposo, Vicente T. Mendoza, hecho por el doctor Alfre-
do M. Saavedra, secretario perpetuo de la Sociedad de Eugenesia, y publicado en 1952
(Rodríguez, 1967: 213-214). Sobre eugenesia en México véase Suárez y López (2005).

337
Ana Cristina Ramírez Barreto

daño-justicia sin más y no debe obviar una forma inferiorizada como


si jamás hubiera existido.
Este caso límite destaca un punto que no se discute dentro de las
antropologías del mundo: una vez restituida/reconocida la voz del otro
¿es que debe o puede seguir hablando?, ¿para decir qué? El amplio
rango teórico donde creo que es aceptable moverse es el pragmatismo
filosófico (Fraser, 1995). Este es un posicionamiento político con res-
pecto a la verdad y al bien. El pragmatismo asume que nuestra condi-
ción de sujetos de conocimiento es vulnerable, frágil, finita, y que esto
no es ningún defecto remediable sino una condición de existencia
animal. Podemos, si queremos, “hacernos cargo” de lo que está en
nuestras manos. Desde ahí, trataríamos de actuar de manera “local”
sin asumir principios generales de inclusión ni exclusión. Para el caso
que nos ocupa, ni todos los saberes silenciados merecen ipso facto su
restitución, ni todos los folkloristas charros tendrían que resultar in-
tolerables por igual. No se trata de rechazar los principios generales
(lo cual es la razón por la cual vulgarmente se iguala pragmatismo con
desvergüenza o vileza) sino de reconocer su factura histórico-cultural
concreta, desmitificarlos y permitir que sean vistos como artefactos
para la buena o mala convivencia.

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348
Contribuciones de la antropología
a la educación indígena
(1939-1969)

Nicanor Rebolledo Recéndiz*

No es casual ahora que cuando se habla de educación indígena se


aluda a un quehacer nacido del seno mismo de la antropología social,
mas no de la pedagogía. Incluso se le suele asociar frecuentemente con
prácticas tradicionales enmarcadas dentro de la antropología aplicada,
la lingüística aplicada y la socioloingüística, pero escasamente con la
pedagogía. Por ejemplo, en los múltiples intentos por definir el área
en la cual se ubica la eduación indígena como campo y en la constan-
te búsqueda de sus rasgos principales, inevitablemente se acude a la
historia del indigenismo y consecuentemente a la historia de la an-
tropología mexicana. Sin embargo, no es que la educación indígena
haya nacido desligada de la pedagogía, por el contrario, su origen se
haya precisamente en el desarrollo de la escuela rural mexicana y de
la crítica a ésta, de la cual surgieron los primeros planteamientos que
dieron comienzo a la educación indígena, y que en gran parte cons-
tituyen uno de los capítulos de la educación comunitaria y de ac-
ciones calificadas como extraescolares. A propósito de la labor de
los pedagogos en las regiones rurales indígenas, incluso poco tiempo
antes de que el propio Moisés Sáenz escribiera en 1933 un artículo
publicado con el título de “El fracaso de los pedagogos”, donde hace
referencia a los fracasos de la escuela rural y de los maestros rurales
en las regiones indígenas, podemos percibir la distancia insuperable
entre la eduación indígena y la pedagogía de la escuela rural mexi-

* Universidad Pedagógica Nacional.

349
Nicanor Rebolledo Recéndiz

cana.1 En suma, a la educación indígena se le identifica con la prác-


tica indigenista y con un campo relacionado con el desarrollo de la
comunidad y la acción extraescolar, y no como un área de la pedagogía
y la educación rural. La educación indígena se ha desarrollado, pues,
utlizando las herramientas de la antropología social y la sociolingüística.
En este texo trataremos de exponer los principales aportes de la
antropología mexicana a la eduación indígena, también abordaremos
de modo particular algunas de las discusiones que se dieron en torno a
la escritura y alfabetización en las lenguas indígenas, la enseñanza in-
tercultural y el aprendizaje vernacular. Ambas cuestiones se relacionan
con el quehacer de la antropología social y la lingüística aplicada, de-
sarrolladas dentro de un periodo que nos proponemos estudiar en este
ensayo, el cual comprende desde la Asamblea de Filólogos y Lingüís­
tas (afl) de 1939 hasta la fundación del Instituto de Investigación e
Integración Social del Estado de Oaxaca (iiiseo) en 1969, periodo en
el que incluimos varios pasajes importantes del indigenismo, como el
Congreso de Pátzcuaro de 1940; la implantación formal de la educación
escolar indígena mediante promotores culturales y castellanizadores;
el desarrollo de la teoría de la educación intercultural; el proceso do-
minical y vicarial; la aceptación oficial del Consejo Nacional Técnico
de la Educación, en 1963, del enfoque integral en educación indígena;
la alfabetización en lenguas vernáculas y los principios y métodos de la
antropología social como los instrumentos para el desarrollo de la comu-
nidad; la declaración “¿Ha fracasado el indigenismo?”; el surgimiento
de la nueva antropología y la aparición de una corriente crítica protago-
nizada por los autores de la obra De eso que llaman antropología mexicana.
¿Por qué consideramos importante este periodo? En primer lugar
porque en 1939, con la afl, se plantea por primera vez la enseñanza
de la lengua indígena como una etapa previa a la enseñanza del espa-
ñol; ello, junto con otras iniciativas, produce un cambio radical en
varias áreas del pensamiento social y educativo; y segundo, porque

1
El 3 de enero de 1933 se publicó en El Universal el artículo de Moisés Sáenz “El fracaso
de los pedagógos”. Aunque el artículo se centra en la crítica a la sep y a su titular en rela-
ción con el cese de los maestros no titulados, a los que no tenían certificado de primaria
y a los que tuvieran menos de un año de servicio, en el fondo alude a la dificultad de los
pedagogos de percibir la realidad de las pobalciones indígenas (N. Pérez, 1992: 53).

350
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

en 1969 se funda el iiiseo, con el fin de crear una institución encarga-


da de promover la investigación lingüística especializada y los ensayos
regionales de integración sociocultural, el estudio de las lenguas indí-
genas y la experimentación de métodos de enseñanza del español en
contextos interétnicos. Además, este hecho resulta trascendente, no
sólo porque gana terreno la discusión sobre la enseñanza de la lengua
indígena como lengua de alfabetización y la experimentación de un
modelo bilingüe sustractivo, sino por la aparición de un movimiento
de protesta de profesores indígenas contra el empleo de métodos de
castellanización directa, que además trae aparejado el súbito cuestio-
namiento de la educación tradicional en el medio indígena, por su
tendencia etnocida y colonialista.

Antropología social y educación indígena

La educación indígena no sólo ha sido apoyada por la antropología


mexicana, sino que ha sido considerada parte constitutiva de la misma
disciplina antropológica desde su nacimiento en México; de hecho
desde que el indigenismo como ideología de la integración nacional
se hizo presente en el ejercicio de la disciplina, la educación indígena
fue concebida como uno de sus capítulos principales. Según esta pers-
pectiva podemos identificar tres grandes aportes de la antropología
social a la educación indígena: el primero se relaciona con la cons-
trucción de una teoría cultural de la integración social, del mestizaje
y el reforzamiento de la identidad nacional; el segundo gran aporte
comprende los conceptos que ayudan a explicar la tensión existente
entre la cultura indígena y la escuela, aquello que Moiséz Sáenz deno-
mina la “pugna íntima entre la escuela y la idiosincracia del pueblo”
y la formación de un aparato cívico; y el tercero se refiere a los ele-
mentos conceptuales de los métodos de alfabetización en lenguas in-
dígenas y enseñanza vernacular.
De ese modo, la educación indígena de este periodo, definida como
la acción educativa integral y formal que abarca aspectos escolares y
extraescolares, es concebida como un proyecto de gobierno cuyos
objetivos están encaminados a mejorar de manera integral la situación

351
Nicanor Rebolledo Recéndiz

de la población indígena, sustentado en los métodos de la antropolo-


gía social y la etnografía. Manuel Gamio, en una pequeña sección de
su texto Forjando patria, publicado por primera vez en 1916, dedica
unas cuantas líneas a la necesidad de implantar una educación integral,
dada la gran hetreogeneidad cultural y lingüística del país, después, en
un trabajo posterior, publicado en 1935, Nuestra estructura social, el
nacionalismo y la educación, expone ampliamente el valor positivo de
la educación para la integración nacional. En esta última obra encon-
tramos un diagnóstico de la población indígena según el cual la hete-
rogeneidad étnica impide el establecimiento de programas educativos
homogéneos, un modelo de educación nacional único; sin embargo,
Gamio consideraba que para poder lograr la homogeneización debía
intensificarse el mestizaje, unificar el estándar cultural de vida de las
comunidades indígenas y generalizar el uso de un idioma común a
través de la educación.2
Por otra parte, Moisés Sáenz, en una serie de ensayos publicados
entre los años de 1926 y 1933, esboza la noción de que México es un
país de muchas razas, idiomas y desigualdades, y que la escuela debe
cambiar esta situación tornando al país en una nación única a través
de la educación y de la enseñanza del castellano a la población indí-
gena.3 Sáenz pensaba que la educación debía ser una de las herramien-
tas principales en la tarea de unificación nacional; por tanto, todo
esfuerzo educativo debía, según él, contribuir a formar patria, de tal
modo que la educación integral planteada metodológicamente en
el ensayo de Carapan podía llevarse a cabo mediante la enseñanza del
castellano y la fusión de elementos de la cultura indígena y la mestiza.
De la Fuente (1973) estima que si algo de original tiene la antro-
pología aplicada mexicana es la contribución de Manuel Gamio; la
instrumentación de la política indigenista y la fundamentación con-
ceptual de la educación indígena son dos claros aportes, “teniendo así

2
Este trabajo de 1935 aparece publicado por el Instituto Nacional Indigenista, primero
en 1986, dentro de un texto que introduce y seleecciona Eduardo Matos Moctezuma, con
el título Arqueología e indigenismo; luego, en 1987, aparece nuevamente publicado en otro
texto, intitulado Hacia un México nuevo, con una introducción de Luis Villoro.
3
No obstante que muchos de estos ensayos fueron escritos a lo largo de los años de 1926 a 1933,
fueron publicados en Lima, Perú, primero Carapan en 1936 y lugo México íntegro en 1939.

352
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

un temprano caso en que la antropología proporciona mucho de su


contenido y justificación a todo un vasto movimiento indigenista de
renovación social” (De la Fuente, 1973: 148). Si bien hay elementos
comunes en el pensamiento antropológico de Manuel Gamio y de
Moisés Sáenz, también podemos encontrar muchos aspectos distin-
tivos; uno de los más notables es probablemente la experimentación
basada en el modelo clínico desarrollado por Sáenz, el cual consiste
basicamente en la retroalimentación como método de trabajo. El en­
sayo de Carapan es uno de los primeros ensayos conocidos con el
nom­bre de antropología aplicada; en él se utiliza centralmente la
evaluación clínica como método de investigación etnográfica.
Sin duda la afl de 1939 y luego el Congreso de Pátzcuaro de 1940
dan lugar a cambios muy importantes en el indigenismo mexicano,
pues a partir de estos dos grandes sucesos aparecen en escena una serie
de planteamientos que revolucionan el pensamiento indigenista, los
cuales tienden a buscar nuevas formas de integración cultural del
mundo indígena, con el objetivo de hacer frente a la asimi­lación im-
plantada como método directo de sustitución de las cultu­ras y lenguas
indígenas, y buscar, en contraparte, mejores alternativas de inclusión
y composición de las variedades indígenas dentro del con­texto nacio-
nal. Se comenzaron a preguntar, por ejemplo, si las cul­turas indígenas
podían ser tomadas en cuenta como base para la educación; si la edu-
cación debía impartirse en las lenguas indígenas, sólo en espa­ñol o
utilizando ambas lenguas; si el personal docente debía ser necesaria-
mente indígena, bilingüe o monolingüe. Si la educación indígena
debía ser diferente a la educación nacional en cuanto a su organización
y contenido. Las respuestas, claro está, iban en el sentido de fortalecer
a la comunidad indígena a partir de la escuela y de introducir métodos
de alfabetización en las lenguas indígenas y el castellano.
Esta tendencia parece estar mejor expresada en una conferencia
dictada en 1939 por Julio de la Fuente con motivo de la Conferencia
Nacional de Educación, a la que tituló El problema indígena y la escue-
la, con la que llama a corregir aquella visión erronea utilizada para
referirse a la condición del indio como problema y como sinónimo de
“vergüenza nacional”. En gran medida esta conferencia ofrece ideas
claras respecto a la propuesta de creación de un sistema diferenciado

353
Nicanor Rebolledo Recéndiz

de educación nacional indígena. Por otra parte tiene un significado


especial tanto para el indigenismo como para la antropología mexi­
cana, en tanto que convoca a los antropólogos y maestros rurales a
reivindicar al indígena utilizando la educación como principal herra-
mienta. En dicha conferencia Julio de la Fuente (1973) decía que la
“educación indígena debiera ser una”; se refería desde luego a la nece-
sidad de construir un sistema educativo unitario conformado por
programas, métodos y un personal capacitado propio compuesto prin-
cipalmente por indígenas, que integrara los distintos aparatos para la
educación formal y la educación no formal, promovida por la familia
y la comunidad. Pero también se refería a la implantación de un sis-
tema de educación indígena diferenciado, donde la “educación indí-
gena como una sola” pudiera comprender una entidad separada de la
administración pública del gobierno que buscara de forma especial
alternativas respecto a la alfabetización en lenguas indígenas, así como
la instrumentación y aplicación de métodos bilingües en la enseñanza.
De acuerdo con esta perspectiva, la educación indígena compren-
día un área sumamente compleja de relación entre la cultura nacional
y la enseñanza en la comunidad, la cual buscaba alcanzar el cambio
social y la creación de una ideología que reforzara el mestizaje, la
aculturación y la interdependencia entre el indígena y el mestizo. Los
esfuerzos por crear “una educación para indígenas” que incluyera el
empleo de las lenguas indígenas y otros elementos igualmente impor-
tantes de las culturas aborígenes, además de representar los elementos
diferenciadores de la educación rural (urbana y nacional) y la educación
indígena, suponían la instauración de un tipo de relación generada
por los contenidos de aprendizaje escolar. El objetivo más importante
de este tipo de educación, según De la Fuente, era traducir las reali-
dades culturales de la sociedad nacional en las formas de vida de la
comunidad indígena, para enriquecerlas con préstamos que fundamen-
taran su desarrollo (De la Fuente, 1973: 68).
Como se mencionó con anterioridad, la “educación indígena como
una sola” alude, por otra parte, a la creación de una entidad separada
de la administración pública del gobierno que buscaría de forma espe-
cial alternativas respecto a la alfabetización en lenguas indígenas, a la
instrumentación y aplicación de métodos bilingües en la enseñanza,

354
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

situación que se justificaba por la inminente necesidad de que la po-


blación indígena aprendiera español como vía para su integración
cultural, sin que abandonara su lengua, hecho en que no sólo impor-
taba el tipo de textos (en español) y letras (palmer) empleadas para la
enseñanza, sino también el método con el cual el estudiante aprendía.
El ensayo en las escuelas del Proyecto Tarasco es uno de los primeros
ejemplos de las aportaciones científicas de la lingüística a la educación
indígena, en tanto que se estudiaron las variedades tonales de las
lenguas en el ámbito regional, con el fin de construir alfabetos y siste-
mas de escritura estandarizados, que hicieran posible, entre otras cosas,
la alfabetización en las lenguas indígenas y el castellano. Así, la edu-
cación indígena es concebida para jugar un papel integrador, en tanto
que se le atribuye la capacidad de innovación y es receptora de un
patrimonio básico de culturas en contacto; cuanto mayor sea la com-
prensión intercultural proyectada por la acción integradora, más eficaz
será su labor de innovar ambas culturas y las relaciones entre ellas.
De hecho este planteamiento es enriquecido posteriormente por
Aguirre Beltrán (1973), quien introduce la noción de educación en
situación intercultural, noción que abarca un campo muy extenso,
pues comprende la edición de una teoría de la educación nacional
despojada de todo etnocentrismo y la elaboración de un pensamiento
pedagógico local sustentado en la comunidad; además incluye un con­
junto de acciones tendientes a ajustar la escuela a la comunidad y las
ne­ces­idades impuestas por el medio. En las sociedades indígenas la
educación según esta nueva postura no constituye una actividad dife-
renciada del resto de actividades que la comunidad realiza, ni busca
dif­e­renciar a las personas que se educan a través de ella. Más bien,
busca estabilizar los procesos desintegradores de las culturas en contac­
to, objetivo que la escuela busca impulsar. Al respecto, Aguirre Beltrán
(1973) sostiene que el indigenismo, además de ser la expresión de un
fe­nó­meno de mestizaje, es una reivindicación que los mestizos hacen
pa­ra sí de los valores de las culturas amerindias, es una ideología que se
opone al indianismo y al occidentalismo, y que no se integra a nin­guno,
más bien se fusionan a través de un dilatado proceso de aculturación.
En resumen, en este periodo la educación indígena adquiere otras
características y otros objetivos; además de emprender un propósito

355
Nicanor Rebolledo Recéndiz

de gran alcance, busca erigirse como una causa indígena distinta in-
cluso a la del Estado, a través de la cual puedan concurrir otros actores,
como el gobierno y las propias poblaciones indígenas, para la solución
de los problemas inherentes a la educación y el desarrollo. En esta
nueva empresa “los antropólogos han encabezado la campaña, dando
justificación erudita a la creencia popular de que los indios pertenecen
a culturas diferentes […] juzgan que, antes de poder ayudar a resolver
este problema‘indio’, deben decidir quiénes son los indios”. En este
sentido, el indigenismo es considerado como una empresa, forjada por
los antropólogos, para mantener viva la condición indígena y el cam-
po de acción de la antropología social (Friedlander, 1977: 241). De
acuerdo con esta tesis, el indigenismo se renueva no sólo para forjar
la identidad nacional como único objetivo, sino también para crear
nuevas imágenes representacionales sobre lo indígena, las cuales in-
cluyen las imágenes construidas por los propios indígenas, tanto de sí
mismos como de los otros segmentos de población mestiza.

Culturas indígenas y escuela

Cuando Moisés Sáenz hablaba de la “pugna íntima entre la escuela y


la idiosincracia del pueblo”, se refería a las contradicciones que expe-
rimentaba la escuela en el seno de las comunidades indígenas, desde
luego mucho más evidentes comparadas con las de otros contextos,
debido a que en ellas se palpa con mayor nitidez una sistemática opo-
sición a su institucionalidad, sus valores, reglas, formas de enseñanza
y evaluación. Ante todo se trata de comunidades no letradas cuyas
culturas están marcadas precisamente por fronteras trazadas por la
misma escuela, donde la cultura y la educación, más que complemen-
tarse, parecen formar polos opuestos, donde la distancia que pueda
haber entre ellos dependerá de la profundidad de las relaciones de la
escuela como aparato cívico con la comunidad indígena y de su capa-
cidad de influir en la comunidad para inculcar una nueva visión del
mundo y una cultura diferente a la ancestral y tradicional.
La utilización de las culturas indígenas como marco general de la
enseñanza escolar es quizá una de las más ruidosas cajas de resonancia

356
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

de la educación indígena, lo cual equivale a decir que las escuelas


tropiezan con la posibilidad de manejar las culturas indígenas para
fines académicos, mucho menos que para propiciar aprendizajes signi-
ficativos inscritos dentro de las esferas de las culturas indígenas. Menos
aún para ser tomadas como contenidos escolares en la educación pú-
blica para los no indígenas; cuando son abordados contenidos de
aprendizaje relacionados con las culturas indígenas, la lengua y las
costumbres ancestrales, casi siempre se hace en términos de la exis-
tencia de un pasado indígena glorioso y monumental, pero no para ser
vistas como parte de una situación viva y de una realidad actual.
Cuando las culturas indígenas son tomadas como contenidos esco-
lares, que se pueden enseñar incluso a los propios indígenas, pueden
acarrearse varios equívocos, debido a que las culturas indígenas son
cosificadas, naturalizadas y entendidas como totalidades integradas
(como unidades orgánicas y totalidades operacionales), como recipien-
tes dentro de los cuales la educación es parte constitutiva y debe dar
sentido a todas las actividades que desarrolla la escuela. En tal sentido
se plantea la exigencia de la escuela a integrarse a la cultura en donde
la enseñanza se lleva a cabo y el imperativo de las culturas indígenas
a adaptarse a la educación y la institución escolar.
La educación escolar puede ser vista desde otro ángulo, por ejem-
plo, como proceso de “transmisión y renovación cultural” y sólo
puede ser entendida a partir de su relación con los distintos aspectos
de las culturas indígenas. Esta perspectiva nos lleva a considerar que
la educación es la parte diferenciada de las culturas indígenas, y al
mismo tiempo nos induce a percibir que es portadora de un proceso
de transmisión cultural, en cuya intención está presente el objetivo de
cambio cultural, el cual es concebido como elemento diferenciador
de la cultura con respecto a la educación. Hay un viejo argumento
sostenido por Linton (1945) de que en el cambio cultural se descar-
tan ciertos elementos de la cultura y se asimilan otros, experimen-
tando formas nuevas en los patrones culturales y la cultura como un
todo que experimenta algunas fisuras en las que se manifiestan algunas
de las formas comunes de desintegración de la cultura. La expresión
“compartir y transmitir” limita aún más el contenido de las configu-
raciones culturales y aumenta la distancia entre la cultura y la edu­

357
Nicanor Rebolledo Recéndiz

cación; en este sentido “compartir” no significa necesariamente


coo­perar, sino una determinada forma de conducta, actitud o co­no­
cimiento, común a dos o más miembros de una sociedad; y el término
“transmitir” implica instrucción o imitación, donde la mayoría de los
elementos que componen las configuraciones culturales se transmiten
de generación en generación y duran más que cualquier miembro de
la sociedad.
Siguiendo esta misma línea de argumentación, Herskovits (1974)
plantea que la educación es aquella parte de la experiencia endocul-
tural que a través del proceso de aprendizaje forma a un individuo para
ocupar su lugar como miembro adulto de la sociedad. La endocultura-
ción y la educación son universales en toda cultura, mientras que la
enseñanza no lo es; es más bien un proceso diferenciador particular.
La endoculturación es por tanto un concepto más amplio que el con-
cepto de educación; la educación, también en su sentido etnológico
de aprendizaje dirigido, tiene mayor amplitud que la enseñanza. La
endoculturación se logra sin una dirección formalizada, en cambio la
educación sí requiere de una dirección y del empleo de ciertas herra-
mientas específicas para la enseñanza. Es así que la educación empie-
za a ser concebida como una configuración separada de los elementos
comunes de la cultura, es decir, la enseñanza no se integra a la vida
del educado, más bien el profesor es portador de una cultura diferente
de aquella que presentan los estudiantes; tal diferenciación cultural
será mayor cuando un forastero enseña en una comunidad nativa, sin
importar si la comunidad es urbana o de indios, o de gente de las pra-
deras. Un mejor ejemplo de ello puede ser la enseñanza llevada por
los misioneros, porque no se relaciona con la cultura local y se impo-
ne como cultura de conquista; “pero el mismo peligro existe para las
escuelas urbanas, donde los niños no representan una cultura integra-
da sino muchas culturas desintegradas, y el profesor no podría enseñar
a desarrollar una integración coherente aunque quisiera hacerlo”
(Redfield, en Pérez, Ochoa y Soriano (eds.), 2002: 279). Para com-
prender mejor tal idea Redfield nos dice que:

Para cuando el niño llega a la etapa escolar y está con el maestro, el primero
ha pasado sus primeros años de formación en que los instrumentos informa-

358
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

les de la educación han moldeado su mundo. Lo que la escuela puede hacer


después de este proceso es limitado. Además, lo que puede hacer posterior-
mente continúa siendo limitado por la fuerte influencia del hogar, del grupo
de juego y del vecindario. No esperes realizar más de lo que es posible —dicen
los antropólogos a los maestros— y entonces podrás enseñar con buen resul-
tado aquello que esté respaldado, que tenga una base consistente con la
cultura, tal como se trasmite una comunicación informal fuera del salón de
clase […] El salón de clase solamente es importante si su relación con la so-
ciedad y la cultura son entendidas por el niño que lo ocupa. Sólo de esta
manera se puede hablar de que la enseñanza es efectiva (Redfield, en Pérez,
Ochoa y Soriano (eds.), 2002: 278).

Por otro lado, la principal contribución de la antropología a la


educación es reunir un conjunto de conocimientos empíricos verifi-
cados, mediante el análisis de los distintos aspectos del proceso edu-
cativo en el medio sociocultural de los grupos en cuestión. Esta misma
idea fue desarrollada por Foster (1974), al señalar que las teorías an-
tropológicas particulares y los experimentos aislados no podrán desa-
rrollar en sí mismos una disciplina de la antropología. En lo funda-
mental, la antropología debe ser una empresa sistemática de estudio,
no solamente de la práctica de la educación en una perspectiva cul-
tural, sino también de los supuestos de que la antropología proporcio-
na a la educación ele­mentos de transformación de las prácticas edu-
cativas. En educación, generalmente, hay valores que los profesores
transmiten de manera invo­luntaria que afectan de manera bien defi-
nida a la enseñanza. Por ello, la responsabilidad de los profesores no
consiste sólo en explorar esos valores, sino también en relacionarlos
con el pensamiento y la práctica educativa como proceso cultural. Si
la educación es parte de la cultura, y al mismo tiempo es un proceso
de transmisión cultural, es posible entonces determinar los elementos
diferenciadores de la cultura con respecto a la educación. Esta dife-
renciación entre la educación y la cultura puede percibirse en el
cambio cultural, dentro del cual podemos fácilmente observar los
elementos culturales que son descartados en la educación y la asimi-
lación de otros, experimentando formas nuevas en la cultura y, a
través del cambio cultural, podemos a su vez observar las fisuras en las
que se manifiestan algunas de las formas comunes de desintegración

359
Nicanor Rebolledo Recéndiz

de la cultura, por ejemplo, cuando la escuela introduce hábitos de


alimentación o de crianza provoca rupturas en la cultura.
En cuanto a los contenidos de la cultura indígena en la práctica de
la educación indígena, siguiendo estas ideas, hay que decir que Julio
de la Fuente introdujo el análisis antropológico a la práctica escolar;
a lo largo de su obra se observan varias tentativas de cruzar las fronte-
ras de la educación para llegar al terreno de las culturas indígenas, por
ejemplo propone estudiar a fondo las culturas indígenas antes de iniciar
cualquier programa de desarrollo y sugiere aprovechar la tradición
indígena conjugándola con los propósitos de progreso.
De la Fuente sugería a los maestros que entendieran a la comunidad
donde se lleva a cabo la enseñanza y el entorno social de la escuela,
práctica que él denominaba “entender la situación para actuar en ella”,
antes de entrar a tratar los métodos educativos. Para ello debían no
sólo adaptar sus métodos educativos, sino integrar la escuela a la co-
munidad. La escuela debía verse como instrumento de cambio cultural,
pero también como elemento de continuidad de la cultura, así como
de la perpetuación de algunas condiciones sociales de la comunidad
consideradas necesarias para la sobrevivencia.
La incursión de Julio de la Fuente en las polémicas acerca de la
integración del indio lo llevan a postular que la existencia del llama-
do “problema indígena” no es más que la ideología que pretende jus-
tificar la incorporación del indio a la sociedad nacional, volviéndolo
mexicano. En estos casos, para él, la educación formal como empresa
de integración del indio es ajena a las comunidades indígenas, porque
no existen en ellas antecedentes de instrucción semejante; muchas
veces el maestro llega a aislar la escuela de la vida comunal y hace de
ella una institución desculturizadora. Por ello recomendaba “conocer
bien la situación” antes de actuar; la educación indígena “debe tomar
en cuenta la cultura y la personalidad del educando” antes de actuar.
La educación indígena debía contemplar, además, la capacitación de
los educadores en las teorías educativas para guiar a los niños en la
percepción del ambiente, para profundizar y sistematizar los conoci-
mientos, incorporando la imaginación, la experiencia y la cultura del
educando. Los temas de enseñanza deben estar relacionados con las
experiencias de los alumnos; la alfabetización, la lectura y la escritura,

360
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

así como la comprensión lectora, deben estar asociadas a las formas de


vida, costumbres, manera de entender el mundo, y las relaciones hu-
manas del grupo al que pertenece el niño. En cuanto a la enseñanza
de la lengua indígena, encontraba una discrepancia con los métodos
empleados por los lingüistas impulsores de la enseñanza de las lenguas
indígenas y la elaboración de los alfabetos,4 hallaba en sus métodos
una intención que consideraba errónea, al inducir a los niños a apren-
der muy tempranamente el español con independencia de la lengua
indígena. Para él, la enseñanza de la escritura y la lectura en las lenguas
indígenas era un procedimiento “puente” que debía utilizarse para
enseñar el español como lengua meta. Este método recibió el nombre
de método indirecto para la enseñanza del español.
Los programas de cambio dirigido suponen distintas escalas de in-
cidencia, van de lo nacional a lo local, pasando por lo regional. La
educación es un programa de cambio dirigido de escala nacional y
eventualmente provoca heterogeneidad interna e incrementa el ra-
cionalismo, ya que al poner el acento en formas superiores de educación
conduce a la aceptación de la educación escolar. El cambio dirigido,
concebido como una actividad integral y múltiple, planificado bajo la
óptica de transformar todos los aspectos de la cultura, conducido por
el antropólogo, está enfocado no sólo a eliminar barreras de cambio,
sino también a incrementar la movilidad horizontal y la comunicación
intercultural (De la Fuente, 1973: 245). La inserción de la escuela en
la comunidad ha sido parte del esfuerzo que las instituciones indige-
nistas han logrado gracias a la extensión del uso de la lengua indígena
en la enseñanza, así como por el hecho de tomar a las culturas indíge-
nas como marco de referencia para el desarrollo de la educación esco-
lar y a los profesores bilingües de origen indígena como los impulsores
de este tipo de educación.
Julio de la Fuente, al exponer la situación de la educación rural
indígena, anota que muchos maestros llegaron a las comunidades in-
dígenas como si llegasen a un “mundo ajeno al suyo, en el que se habla,
4
Nos referimos a los lingüistas del Instituto Lingüístico de Verano, que vinieron a Méxi-
co por invitación del presidente Cárdenas para hacerse cargo de los estudios de las lenguas
indígenas, quienes propusieron un método de enseñanza de las lenguas indígenas y la
elaboración de alfabetos (véase Hartch, 2006: 52-61).

361
Nicanor Rebolledo Recéndiz

se piensa, se viste, se actúa de manera diferente” (De la Fuente,


1973:46) a lo acostumbrado por ellos, porque el discurso antropológi-
co les dictaba que estaban frente a una cultura diferente, y que debían
conjugar los intereses de la cultura nacional y los de las culturas indí-
genas. La pedagogía construida con base en la conjunción de los inte-
reses del individuo y de la comunidad (en algún sentido como peda-
gogía intercultural) podía mediar en este conflicto en el que
comúnmente caía el profesor.
La polémica encabezada por De la Fuente sobre la integración del
indio es retomada por Aguirre Beltrán hasta muy entrados los años
setenta, en una de sus intervenciones en la Sesión extraordinaria del
Consejo Consultivo del ini en 1971, que aparece publicada con el
título ¿Ha fracasado el indigenismo?5 El texto recopilado como número
especial dedicado a exponer la polémica que suscitó la intervención
de Fernando Benítez en la mencionada sesión, recoge los planteamien-
tos que cuestionan la política indigenista. En esta ocasión los antro-
pólogos críticos que intervinieron preguntan sobre el carácter de la
educación indígena e impugnan la tendencia etnocida de la escue­
la. Se perfila una crítica generalizada contra el indigenismo basado en la
integración, una integración de las culturas indígenas a la cultura
nacional que supone antes que otra cosa subordinación, asimilación y
discriminación del indio.
El papel asignado a la educación intercultural en este proyecto de
integración sociocultural es el de sustituir los contenidos tradicionales
del proceso de endoculturación, gracias a los cuales los indígenas se
transforman en miembros integrales de sus comunidades, por los conte-
nidos racionales de la cultura nacional, mismos que los introducirán a
una corriente de pensamiento común propio a todos los mexicanos.
Pero, en tales circunstancias, la educación escolar difícilmente puede
ser considerada un instrumento de cambio dirigido hacia este punto,

5
En su informe en la sesión extraordinaria del consejo del Instituto Nacional Indigenis-
ta de 1971, presidida por el presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez, el titular
del ini, Aguirre Beltrán (1971: 13-28), expone que la acción indigenista llevada hasta ese
momento, en términos del avance logrado mediante el establecimiento de once centros
coordinadores indigenistas, bajo el principio de solución de los problemas de integración
de los grupos indígenas, debe resolverse en su propio contexto.

362
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

dada la preponderancia de la cultura indígena, que se coloca por enci-


ma de la educación y actúa en muchos casos como fuerza contraria.

Sólo cuando la educación va acoplada a un programa de acción múltiple, que


contemple los variados aspectos de la cultura indígena, puede llegar a reali-
zarse como un instrumento efectivo de cambio. No se puede esperar que la
educación soporte todo, ella sola, el peso total de la trasmisión cultural, de
estabilidad y su cambio (Aguirre Beltrán, 1973: 25).

En este marco, la educación intercultural definida por Aguirre


Beltrán (1973) presupone la integración de la cultura nacional y las
culturas indígenas en una asociación estratégica llevada a cabo por la
pedagogía (que pone el acento en el aprendizaje del individuo) y las
disposiciones de la vida comunal (que ponen el acento en la cultura
indígena). La educación intercultural deberá ser concebida como un
proyecto integral de desarrollo de la comunidad, donde sea posible
establecer la unidad entre el hombre y su medio, la cultura indígena
y la educación nacional, la educación indígena y la cultura nacional,
a fin de inducir nuevos hábitos de trabajo y nuevos valores universales.
La integración por medio de la educación entraña la complementación
de la cultura nacional y las culturas indígenas, y plantea la comprensión
sin borrar las fronteras culturales y los valores de identidad indígena.

La alfabetización en lenguas indígenas

Respecto a la alfabetización en lenguas indígenas resulta crucial la afl


de 1939, dado que de esa reunión de especialistas dedicados a la in-
vestigación lingüística se obtuvieron como resultado recomendaciones
respecto al lugar que deben ocupar las lenguas indígenas en la educa-
ción, así como argumentos claros respecto a las funciones de las lenguas
indígenas en la alfabetización y en la educación indígena en general.
Con tales recomendaciones los lingüistas habían dado un giro a las
tesis que sostenían la castellanización directa y la enseñanza directa
del español sin tomar en cuenta las lenguas indígenas en el mismo
proceso de enseñanza, pasando por una necesaria crítica a esos méto-
dos utilizados por la escuela rural mexicana.

363
Nicanor Rebolledo Recéndiz

Es innegable la influencia de la teoría lingüística de Kenneth Pike


tanto en la reunión de 1939 como en los estudios posteriores sobre las
lenguas indígenas, sobre todo en los estudios sintácticos de los idiomas
tonales (como el otomi, el mazateco, el zapoteco, entre otros). El
análisis lingüístico que propone Pike comprende un proceso de des-
cripción léxica, el estudio fonológico y el gramatical (donde el com-
ponente menor es el tagmema).6 Esta influencia está presente en los
estudios que realizó Mauricio Swadesh en los años cuarenta, en la
glotocronología del nahua y el chiapaneco, y sobre todo en la meto-
dología de enseñanza del español como segunda lengua.
Al establecerse formalmente el Proyecto Tarasco en 1939 en la
Cañada de los Once Pueblos de la meseta purépecha, en Michoacán,
suceden visitas escalonadas de importantes antropólogos extranjeros,
como Bronislaw Malinowski, Norman McQuown, Jules Henry, Mau-
ricio Swadesh, Ralph Beals, Robert Redfield y George Foster, entre
otros, que sin lugar a dudas vinieron a enriquecer la discusión y apor-
taron nuevas ideas para el estudio de las lenguas a nivel regional.7 Bien
podemos decir que es un periodo de gran efervescencia en el indige-
nismo mexicano y la investigación antropológica sobre el cambio
cultural y la planificación regional de las lenguas indígenas. El caso de
Mauricio Swadesh ilustra un suceso interesante; desde su llegada a
México en 1939 su presencia cobra vigor e influencia en los trabajos
descriptivos de las lenguas indígenas; también hay que decir que es
una figura polémica, en cuanto a sus supuestas ligas con el Instituto
Lingüístico de Verano (Hartch , 2006: 52-61).

6
El tagmema es la unidad gramatical básica determinada por la relación que existe entre
una función gramatical y una clase de elementos mutuamente sustitituibles, capaces de
ejercer dicha función. La teoría lingüística de Kenneth Pike se basa en la idea de que los
enunciados son analizables, simultáneamente, de acuerdo con tres jerarquias: una lexica
(cuya unidad mínima es el morfema), otra fonológica (cuya unidad mínima es el fonema)
y otra gramatical (cuya unidad mínima es el tagmema). Cfr. Elizabeth Luna et al., Dicc-
cionario básico de lingüística, México, unam, 2007.
7
Dice Aguirre Beltrán (1983) que la influencia de la Escuela de Yale es notoria, Julio de
la Fuente en 1939 investiga entre los zapotecos la percepción cromática y ese mismo año
llegan a México Mauricio Swadesh, Norman McQuown, Jules Henry y Bronislaw Mali-
nowski.

364
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

Los aportes de Mauricio Swadesh son particularmente significati-


vos respecto a los nuevos perfiles que adquirió la educación indígena
y el alto valor que le otorgó a los estudios de las lenguas indígenas. La
lingüística pedagógica de Swadesh es importante, tanto a nivel teó-
rico como en la construcción de los métodos de alfabetización y la
integración étnica regional.8 Hay en la lingüística mexicana una
profunda huella de la lingüística aplicada y la educación indígena
contemporánea desarrollada por Swadesh. El propio Aguirre Beltran
(1983: 233) re­conoce la influencia perdurable de Swadesh en la es-
critura y la alfa­betización en las lenguas indígenas, y sobre todo en las
ideas que llevaron a plantear el diseño de los Centros Coordinadores
Indigenistas en 1951, en los Altos de Chiapas, y ante todo en sus
contribuciones en la experiencia que arrojaron los Proyectos Tarasco
y el Consejo de Lenguas Indígenas. Aunque los mencionados proyec-
tos se nutrieron de disciplinas diferentes, la influencia de Swadesh
fue crucial.
Los primeros aportes de Swadesh a la lingüística aplicada en gene-
ral son: el planteamiento según el cual es imprescindible la investi­
gación dialectal a fin de descubrir la tasa de diferencias locales y la
posibilidad de lograr la detección de un sistema común de habla es-
tándar a nivel regional, mucho antes de proyectar cualquier propósito
educativo. A esta etapa de su obra, según Rendón (1967), correspon-
de un periodo teórico-práctico bastante productivo, ligado al enfoque
cultural de la lingüística y a la aplicación de los conocimientos lin-
güísticos en la enseñanza de la escritura; la experiencia en el Proyecto
Tarasco ilustra la propuesta práctica de su enfoque. La elaboración de
alfabetos regionales partiendo de la integración de las variedades dia-
lectales se convierte en una tarea central en su propuesta, ante todo
el diseño del material didáctico. En estos casos, de acuerdo con sus
planteamientos, la investigación lingüística debe ir acompañada de
un objetivo político, sin el cual la educación puede resultar una tarea
banal; la construcción de alfabetos basados en la adopción de una
8
Mauricio Swadesh viene a México en 1939 para participar en la Asamblea de Filólogos
y Lingüistas, y ese mismo año es llamado por el presidente Lázaro Cárdenas para hacerse
cargo del Proyecto Tarasco e iniciar su propuesta de alfabetización en lengua purépecha
(Rendón, 1967: 737).

365
Nicanor Rebolledo Recéndiz

variedad estandarizada puede llegar a ser una plataforma sólida de


alfabetización y educación para las comunidades indígenas.
El segundo aporte se refiere a la preparación pedagógica de los
maestros en servicio en el manejo del llamado método psicofonético,9
que consiste principalmente en un procedimiento de enseñanza de la
lectura y la escritura, basado en las denominadas “cartillas murales”,
las cuales eran diseñadas con el propósito de introducir unas cuantas
palabras sencillas, de una o dos sílabas, para ser exhibidas a los alumnos.
El uso de dibujos con sus nombres rotulados en la parte inferior era
parte del procedimiento que empleaban en la alfabetización, median-
te el cual reforzaban el ejercicio de comparación de palabras, sílabas,
y de palabras y sílabas; a través de este recurso los alumnos identifica-
ban las sílabas que componían una palabra y llegaban a comprender
al mismo tiempo el significado de la palabra, asociando el nombre del
dibujo con la palabra. Se supone que con este método los estudiantes
logran aprender a escribir en corto tiempo. Swadesh considera cua-
renta y cinco días como tiempo máximo para que un alumno empiece
a leer pequeños textos, y dos semanas más para aprender a escribir,
siempre y cuando haya un ejercicio constante de copiado de letras
expuestas en el muestrario de las cartillas.
La formación de misiones alfabetizadoras encabezadas por un lin-
güista es otra de las importantes contribuciones de Swadesh a la pla-
nificación regional de la educación. Es una estrategia que combina
objetivos educativos, planificación del lenguaje, integración regional
y formación de los educadores. En sus objetivos educativos trata de ir
más lejos de la castellanización directa promovida por la escuela rural,
proponiendo que los indios se alfabeticen en sus propios idiomas y
luego aprendan español en una fase superior. La contribución de la
lingüística ayudará a descubrir los montos de las diferencias dialectales
a nivel regional y las posibilidades de tomar uno de los dialectos como
el idioma estándar de comunicación regional,10 que mejor sirva al

9
Este método fue diseñado por William Townsend (1956) con el fin de facilitar la ense-
ñanza del español a los indígenas.
10
Aguirre Beltran (1983: 275) refiriéndose a la labor de los lingüistas en el Proyecto
Tarasco apunta “que los lingüistas se distribuyeron en pares y realizaron un recorrido
penoso por los pueblos de la sierra inhóspita; un relato del reconocimiento que llevan a

366
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

objetivo de la educación. La corta experiencia del Proyecto Tarasco


llevaba a suponer que los profesores formados en la tradición de la
escuela rural mexicana y la castellanización directa no eran los más
indicados para hacerse cargo de la alfabetización de los indígenas;
debían instruir a los jóvenes indígenas más avanzados en los métodos
de escritura y alfabetización.

La enseñanza del español a los indígenas

Después de las críticas a la castellanización directa formuladas en 1939


y la adopción de enseñar primero en lengua indígena y luego en espa-
ñol, parecía que éste podría seguir siendo el método a desarrollar y
perfeccionar; sin embargo, no tardaron en salir a la luz algunos de los
problemas que implicaba enseñar la lengua indígena incorporando el
español. El ensayo del Papaloapan11 es el mejor ejemplo donde sale a
relucir esta problemática; el proyecto dio lugar a una serie de contro-
versias centradas en la enseñanza de las lenguas indígenas. La contro-
versia fue suscitada por Isabel Horcasitas tras la dura crítica formulada
contra los planteamientos de Swadesh, donde se le incrimina la ten-
dencia a enseñar la lengua indígena enclaustrando a las poblaciones

cabo Alfredo Barrera Vázquez e Ignacio del Castillo por el rumbo de Urapicho y Poma-
cuarán lo conocemos por las narraciones que de él hace Del Castillo. Se identificaron, al
parecer, tres variaciones dialectales mayores y se elige el tarasco de Cherán como idioma
estándar…”
11
Isabel Horcasitas y Ricardo Pozas escribieron un capítulo en homenaje a Julio de la
Fuente con el título “Del monolingüismo en lengua indígena al bilingüismo en lengua
indígena y nacional”. En estee capítulo exponen parte de la discusión y los objetivos de
lo que llamaron el Ensayo del Papaloapan. Dicen que “por los años cincuenta, el gobier-
no construyó la presa Presidente Alemán, con el fin de evitar las inundaciones que pro-
vocaba el desbordamiento de las aguas del Papaloapan, en el Estado de Veracruz. A
causa de esto los indios mazatecos que habitan el lugar tuvieron que trasladarse de sus
asentamientos porque sus tierras iban a ser inundadas. Para resolver los problemas creados
por la movilización de los mazatecos, se creó un Centro Coordinador Indigenista en el
que funcionaba una Dirección de Educación encargada de enseñar mazateco a los niños
indígenas. Las dificultades para enseñar a leer y escribir el mazateco y la resistencia de los
indios a la enseñanza de su lengua materna indujo a las autoridades del Centro a buscar
y experimentar con los promotores de educación un método para la enseñanza del espa-
ñol…” (Isabel Horcasitas y Ricardo Pozas, 1980).

367
Nicanor Rebolledo Recéndiz

en sus culturas y promoviendo la propagación del protestantismo. Las


críticas estaban dirigidas a revertir la idea de enseñar español a los
indios tomando como bases sus propias lenguas y enfatizar la necesidad
de construir un método de enseñanza del español sin incluir la lengua
indígena. El método indirecto para la enseñanza del español a los in­
dígenas era conocido como un procedimiento “puente”, según el cual
se plantea iniciar la alfabetización en la lengua indígena y luego dar
el salto gradual hacia la introducción del español oral. En educación
bilingüe a este método se le conoce ahora con el nombre de método
transicional, que supone una variedad de alternativas de asimilación
y en todo caso la lengua indígena aparece como “pantalla” para la
enseñanza del español como verdadera meta.
El proyecto del Papaloapan buscaba unificar los métodos de ense-
ñanza del español de acuerdo a los postulados del Instituto Nacional
Indigenista (ini) y en ese intento pusieron a debate la propuesta de
Swadesh. La reunión que se realizó ex profeso en Temascal, Oaxaca,
para unificar los métodos dio lugar a acalorados debates entre Swadesh
y Horcasitas y tuvo como resultado un informe en el que se recomien-
da la enseñanza directa del español y la sustitución de los materiales
pedagógicos utilizados para la enseñanza de una lengua indígena. A
este informe se le agregaron comentarios alusivos a la reunión, desta-
cando algunas de las críticas interpretadas como intentos por destruir
el experimento pedagógico y la obra indigenista basada en la investi-
gación científica. Se referían al rechazo que había sufrido la propuesta
de Swadesh y a la imposición del método de castellanizción directa.
Juan Comas llegó a comentar que nunca había visto tanta saña para
destruir un trabajo científico, como tampoco había visto defender un
trabajo con tanto valor y seguridad como lo hacía Swadesh (citado en
Horcasitas y Pozas,1980: 160).
La discusión no paró con el informe; en 1958 la Escuela Nacional
de Antropología e Historia (enah) organizó un encuentro con antro-
pólogos, lingüistas, historiadores y maestros, para discutir en tres se-
siones las tesis sobre la enseñanza de las lenguas indígenas. En esa
ocasión la ponencia magistral fue presentada por Swadesh y los co-
mentarios críticos al mismo trabajo fueron hechos por Horcasitas.
Swadesh seguía sosteniendo en su ponencia el método que había ex-

368
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

perimentado en la Meseta Tarasca, el Valle del Mezquital y en los


Altos de Chiapas. Swadesh utilizaba como marco principal el estudio
de las variedades dialectales y el descubrimiento de las formas estan-
darizadas, para arribar a un sistema de escritura uniformizado regional-
mente e iniciar la alfabetización basada en el dibujo y el copiado de
palabras, usando su método indirecto para enseñar español. Las críti-
cas de Horcasitas tampoco variaron, seguía sosteniendo que el método
indirecto era peligroso para la educación de los niños indígenas, adu-
ciendo que el procedimiento conducía sólo a la alfabetización de la
lengua indígena y dejaba de lado el español, es decir, aunque los niños
aprendieran a leer y escribir en sus propias lenguas maternas, el pro-
ceso no garantizaba una educación nacional y la exigencia de los indios
de entender a su propio país. En el texto Horcasitas refiere la tercera
sesión del citado encuentro en la enah:

se planteó al Dr. Swadesh la siguiente cuestión: Ud. dice que el niño indí-
gena, que se alfabetiza en su lengua materna puede leer el español utilizan-
do el co­nocimiento del alfabeto latino que domina, mediante la lectura y
la escritura de su propia lengua; si esto es cierto, también lo es su expresión
contraria, es decir, que cualquier persona que sea alfabeta en español, pue-
de leer cualquier idioma indígena que se escriba también con un alfabeto
igual al español. Si esta afirmación es cierta usted puede leer este texto en
mazateco copiado del Evangelio según San Mateo y traducido a esta lengua
indígena por los lingüistas del ilv. No se duda ni un instante que usted sea
capaz de leer ese texto en mazateco, tan bien como lo leyera un hablante
nativo de esta difícil lengua, por los cinco tonos que tiene (Horcasitas y
Pozas, 1980: 16 ).

Era de suponerse que Swadesh no podía dar respuesta a la crítica


que se le hacía en una sesión que más parecía un interrogatorio que
una discusión entre investigadores, según comenta Juan Comas (cita-
do en Horcasitas y Pozas, 1980: 16). Swadesh no hacía ningún diag-
nóstico respecto a las criticas que le habían formulado, sin embargo,
era consciente de que se trataba de una corriente de pensamiento
ortodoxo marxista que favorecía la castellanización directa y una edu-
cación cargada de fuertes contenidos nacionales. Por su parte Horcasi-
tas y Pozas (1980) concluyen que las opiniones vertidas en el encuentro

369
Nicanor Rebolledo Recéndiz

de la enah fueron de gran valor en cuanto que pusieron fin a las fala-
cias de la enseñanza del español pasando por las lenguas indígenas.
Dado que esta controversia no concluyó, ni terminaba por resolver
la demanda del ini de lograr de forma satisfactoria construir una pro-
puesta metodológica de enseñanza del español como segunda lengua
y la alfabetización en lengua indígena, acompañadas de un programa
integrado de formación de profesores y la elaboración de material de
enseñanza, Alfonos Caso, entonces director del ini, llamó a lingüistas
del ilv a que tomaran en sus manos esa tarea. Al respecto, Aguirre
Beltrán anota que la mencionada reunión “concluye sin alcanzar
consenso y Caso acude al ilv en solicitud de ayuda. Sarah Gudschin-
sky, estrella del ilv en materia de alfabetización en lenguas indígenas,
emite su parecer en dos artículos muy bien pensados que se publican
en Word y más tarde quedan incorporados en el Manual de Alfabetiza-
ción para Pueblos Indígenas” (1983: 238).
La controversia de fondo no consistía únicamente en los métodos
y su aplicación ortodoxa, sino en los efectos que podían llegar a pro-
ducir la expansión de las lenguas indígenas y la introducción de con-
tenidos de la enseñanza mediados por las culturas indígenas. Los mé-
todos eran el pretexto para reorientar la discusión hacia los terrenos
de la castellanización y la educación bilingüe transicional, que era la
apuesta que promovía el ini.
La propuesta de alfabetización contenida en el Manuel de Alfabeti-
zación para Pueblos Indígenas del ilv fue retomada por el iiiseo para ser
desarrollada, como parte de sus objetivos, desde su fundación en 1969,
a cargo de Gloria Ruiz de Bravo Ahuja. Una de las primeras tareas del
iiiseo fue lanzar un programa de castellanización oral dirigido a grupos
de nivel preescolar, por medio de lo que llamó Método Audiovisual
para la Enseñanza del Español a Hablantes de Lenguas Indígenas, que
se dio en llamar Método iiiseo, dentro del cual quedó integrado de
manera marginal el material elaborado por Mauricio Swadesh, Juegos
para aprender español. De acuerdo con Bravo Ahuja (1976), el Méto-
do Audiovisual, de su autoria, y Juegos para aprender español, de
Mauricio Swadesh, “eran los únicos dos métodos de castellanización
oral existentes, que están dirigidos a los hablantes de lenguas indíge-
nas en general” (Bravo Ahuja, 1976: 43), y que, por lo tanto, el

370
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

material de Swadesh debía ser evaluado para ser incorporado como


parte del Método iiiseo.
Al parecer con el Método iiiseo la corriente de la castellanización
se instala como vertiente dominante bajo la denominacion de ense-
ñanza del español como segunda lengua, corriente amparada en las
teorías bilingües de asimilación lingüística, que sostienen construir
condiciones lingüísticas a través de la enseñanza de la lengua materna
para transitar a la segunda lengua, donde la lengua meta es el español
y las lenguas indígenas podrán ser estrategicamente sustituidas gra-
dualmente. Sus bases están sostenidas en la idea, ya vieja, de combatir
la fragmentación lingüística, la desigualdad de la educación y la mar-
ginación, creando condiciones para el empleo de una lengua común.
En este sentido, la castellanización, según Bravo Ahuja (1977: 108),
debe ser entendida como una tarea única y debe ser compartida con
la alfabetización de la lengua indígena, pero sólo como una etapa en
la enseñanza de la lengua nacional.
La castellanización, o más bien la enseñanza bilingüe transicional,
encabezada por un importante grupo de misioneros y lingüistas del ilv,
profesores indígenas y funcionarios indigenistas, produjo una gran
cantidad de materiales, entre cartillas, alfabetos, diccionarios y ma-
nuales, que sumados para 1972 eran alrdedor de 222 cartillas (inclu-
yendo métodos de aplicación); el 70 por ciento de este material había
sido producido entre varias instituciones (invariablemente entre el ini
y el ilv) y el 65 por ciento había sido produido por una sola institución,
o sea, el ilv había producido por sí solo el 80 por ciento de este mate-
rial, 52 cartillas de alfabetización en lengua indígena y español, y
castellanización oral (Bravo Ahuja, 1976: 30).
No obstante que el Método iiiseo se venía aplicando desde 1969, no
era reconocido como el método oficial para la enseñanza del español
a los indígenas (más bien, a falta de un método oficialmente recono-
cido el que se aplicaba era éste). Cuando se funda la Dirección Gene-
ral de Eduación Indígena, en 1978, se crea oficialmente el programa
de castellanización, y es entonces que autorizan el uso del Método ciis
(Centro de Investigación para la Integración Social), nombre de la
institución que absorbió al iiiseo, para aplicarlo en 35 regiones, y
junto a éste se autoriza también la aplicación del Método Swadesh,

371
Nicanor Rebolledo Recéndiz

para 19 regiones (cfr. Modiano, 1982). Luego de la aplicación de ambos


métodos la dgei ordenó la aplicación de una evaluación que se realizó
durante el ciclo escolar completo para determinar las ventajas de cada
uno en la castellanización; el resultado fue la detección de diferencias
en cuanto a los enfoques: se encontró que el Método ciis se enfocaba
más a conseguir ventajas escolares, mientras que el Método Swadesh
se interesaba más en la conservación de la lengua indígena. Ambos
métodos reportaron muy bajos resultados en el aprendizaje del español,
pocos niños aprendieron sólo nociones elementales de la lengua. Sin
embargo, el Método Swadesh es el que dio mejores resultados en el
aprendiazaje del español. Creo que tanto la evaluación realizada por
la dgei de ambos métodos, como la naciente protesta de los profesores
indígenas contra la educación indígena, enajenante y etnocida, dieron
suficientes herramientas a las autoridades para justificar la cancelación
de los convenios que promovían la aplicación de ambos métodos de
castellanización directa e indirecta, y dar paso de ese modo a la pro-
puesta de una educación bilingüe bicultural.
Creemos que esta ola castellanizadora es enfrentada finalmente por
un naciente movimiento de profesores bilingües durante la primera
mitad de los años setenta, la que impugna tanto el tipo de educación
que han venido recibiendo del Estado, por considerarla etnocida y
reproductora de la colonización, así como por la injerencia del ilv en
las comunidades, calificada de espionaje y penetración protestante. A
partir de este proceso amplio de inpugnación y protesta, las organiza-
ciones de profesionistas indígenas bilingües plantean construir una
educación bilingüe y bicultural, inspirada en la descolonización inte-
lectual y la democratización de la educación.

Conclusiones

Ciertamente el indigenismo del periodo (1939-1969) que hemos es-


tudiado en este ensayo nació ligado a la antropología y la lingüística,
y ambas disciplinas no tenían otra precocupación que su empeño por
entender el proceso de cambio cultural y lingüístico, y las posibiliades
de inducir cambios mediante la acción indigenista. El trabajo de cam-

372
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

po que se realizaba con fines antropológicos servía a su vez para la


planificación de la acción indígenista, o dicho de otra manera, la acción
indigenista debía estar acompañada de la realización previa de un
diagnóstico antropológico y lingüístico.
En ese sentido, la educación indígena nació de la antropología
so­cial y de la lingüística aplicada, se nutrió de las dos disciplinas, y
podríamos decir que se convirtieron en sus principales soportes. Jun-
to con la cuestión agraria, la educación fue un tema central del indi-
genismo, y por lo tanto, de la antropología social y la lingüística. A
través de la edu­cación indígena como uno de los capítulos del indi-
genismo, fueron pro­yectadas varias acciones de alcance nacional,
algunos programas regionales y ensayos educativos locales en diferen-
tes regiones indígenas.
Los paradigmas de la antropología social de este periodo estuvieron
enfocados a explicar el cambio cultural, la aculturación indígena y el
pa­pel de la educación formal en el cambio dirigido, sobre todo en la
búsqueda de soluciones prácticas para la enseñanza, la alfabetización
y la educación escolar. En este sentido, la antropología aportó a la edu­
cación indígena un sistema explicativo que en buena medida ayudó a
reconocer la naturaleza de la enseñanza y el aprendizaje intercultural y,
ante todo, el papel que vendría a jugar la educación dentro de este cam­
bio cultural inducido. En esta empresa se buscaba un doble propósito:
por un lado, que la escuela pudiera en corto tiempo aculturizar y pro-
mover la cultura nacional, y por otro, que la cultura indígena entrara
a la escuela y que, a través de ésta, los estudiantes adquirieran nuevos
conocimientos. Aportó, por otra parte, herramientas para integrar la
institución escolar a la comunidad; en muchos casos la escuela se con­
virtió en palanca de desarrollo de la comundiad. La educación indí-
gena utilizó a la antropología social como herramienta indispensable
para la realización del examen específico de la cultura y el cambio
cultural, la resistencia al cambio y la ejecución de proyectos de área.
No obstante su carácter de antropología aplicada, el ejercicio de la
educación indígena como acción indigenista por excelencia, sin dejar
de reconcocer el área de la salud y la problemática agraria dentro de
sus intereses, requería de operaciones teóricas y la introducción de ele-
mentos predictivos. Al analizar los efectos del cambio inducido, uno

373
Nicanor Rebolledo Recéndiz

podía suponer que la antropología aplicada entraba de lleno a operar


sus teorías del cambio cultural. Sin embargo, la cuestión era un tanto
diferente, pues la experiencia de campo constituía el núcleo funda-
mental en la construcción del conocimiento antropológico. En este
sentido, el conocimiento antropológico no estaba enfocado unicamen-
te a producir conocimientos científicos, sino que debía servir como
instrumento para mejorar la vida de los indígenas y lograr su adecuación
al ambiente cultural de la nación.
Por otra parte, la lingüística aplicada se enfocó a explicar las varia-
ciones dialectales y los problemas de la escritura de las lenguas indígenas
así como la construcción de métodos de alfabetización y la elaboración
de material educativo. Aportó a la educación indígena los elementos
más apreciados para acercarse al estudio de las lenguas indígenas y la
enseñanza; contribuyó con algunos modelos de enseñanza de las lenguas
indígenas y del español, hoy conocidos y aplicados; en gran medida
definió los grandes problemas de la educación indígena en términos de
la falta de material de lectura y escritura en lenguas indígenas, y la
falta de planificación del lenguaje para la enseñanza del español.
La historia del debate en la enseñanza de la lengua indígena y del
español, así como del bilingúismo y la interculturalidad, no inicia en
1939 ni termina en 1969. Creo que es una etapa sumamente impor-
tante, de despegue y desarrollo, y como tal hay que analizarla, utili-
zando ese corte, tanto para acercarnos a los aportes de la antropología
social y la lingüística, como para dar seguimiento a una polémica que
sin lugar a dudas no ha concluido, sino que continúa reeditándose de
una manera inusitada, utilizando incluso el mismo lenguaje. En otras
ocasiones la misma discusión es reeditada por disciplinas diferentes,
por ejemplo, la teoría educativa suele discutir en la actualidad los
enfoques interculturales como si fueran temas nuevos, desconociendo
el tratamiento que le dio la antropología social o la lingüística, y en
otros casos extremos las discusiones son obviadas porque creen que se
trata de un viejo problema y argüyen que no corresponde con la rea-
lidad actual. Lo cierto es que los enfoques educativos sobre el bilin-
güismo y la interculturalidad tendrán que releer la antropología social
contempránea y la lingüística aplicada para buscar claves que faciliten
el trabajo educativo y la reflexión.

374
Contribuciones de la antropología a la educación indígena

Bibliografía

Aguirre Beltrán, Gonzalo


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377
La educación escolar indígena
en el contexto de la antropología
brasileña

Antonella Maria Tassinari*

Las iniciativas de educación escolar orientadas a los indígenas tuvieron


lugar en Brasil desde épocas coloniales y, de forma sistemática, han
sido promovidas como política pública desde las primeras décadas del
siglo xx con el objetivo de nacionalizar ese contingente de la población,
a través de la enseñanza de la lengua portuguesa y de permitir su asi-
milación a la sociedad brasileña. A partir de los años setenta, comienza
a haber un cambio de paradigma orientado a las políticas de educación
escolar para indígenas, que culmina en la Constitución de 1988 y en
las subsecuentes políticas de enseñanza que reconocen la diversidad
cultural de los pueblos indígenas y proponen ofrecer condiciones para
el mantenimiento de ese patrimonio étnico cultural.
Este trabajo pretende analizar el proceso histórico de las políticas
educativas dirigidas a los indígenas en el siglo xx en relación con la
historia de las investigaciones antropológicas en el área de etnología
indígena, destacando los pocos trabajos que se dedicaron al tema de
la educación indígena, en especial a su educación escolar, como la
contribución pionera de Silvio Coelho dos Santos.
Un análisis realizado por Lopes da Silva (2001) reveló una laguna
entre el desarrollo intensivo de investigaciones sobre los pueblos in-
dígenas de las últimas décadas, enfocados en los temas de parentesco,
cosmología, corporalidad y ritual, que fueron capaces de producir re-
finados análisis sobre las especificidades sociocosmológicas de las po-

* Departamento de Antropología, Universidad Federal de Santa Catarina, Brasil.

379
Antonella Maria Tassinari

blaciones estudiadas y significativos avances teóricos, y los estudios


sobre experiencias concretas de educación indígena, los cuales gene-
ralmente discuten cuestiones prácticas e inmediatas dirigidas a la
educación bilingüe y la enseñanza diferenciada, pero no incorporan los
temas desarrollados por las otras investigaciones. Esta laguna entre
los trabajos teóricos sobre pueblos indígenas (sus historias, cosmologías,
rituales, organización social) y aquellos sobre escuelas indígenas (sus
prácticas pedagógicas, uso de lenguas nativas) es también fruto del
silencio de la etnología nacional respecto a cuestiones educativas.
De hecho, esta laguna no apunta sólo a las dificultades de la “ope-
racionalización” del discurso académico para la solución de problemas
concretos en el aula. Al considerar la historia de las políticas educa-
cionales volcadas hacia los indígenas y la historia de la etnología in-
dígena en Brasil, verificamos que las contribuciones de ésta siempre
estuvieron orientándose a las políticas públicas, aunque con algunas
décadas de retraso. Sin embargo, las contribuciones de la etnología
indígena versaron sobre tipologías de las sociedades, culturas y proce-
sos históricos de las poblaciones indígenas, sin considerar los fenóme-
nos propios de la educación, de la transmisión de saberes, de los pro-
cesos nativos de enseñanza y aprendizaje.
A continuación, procuraré analizar tres momentos medulares del
siglo xx, no por reunir características definidoras de un periodo, sino por
servir como parteaguas, por marcar rupturas entre momentos anteriores
y subsecuentes. Se trata de fases importantes en el proceso de institucio­
nalización de la antropología en Brasil, que marcan también rupturas
de modelos de políticas educativas hacia los indígenas en el país.

LOS AÑOS TREINTA y el modelo del spi

Según Souza Lima (1995), en el siglo xix, bajo el régimen imperial en


Brasil, el Ministerio de Negocios del Imperio legislaba sobre la ocupa-
ción de las tierras y las políticas referentes a las poblaciones nativas,
nombrando directores generales de indios, directores de aldeas y va-
liéndose de misioneros capuchinos para administrar los asentamientos,
volviéndolos autosustentables a través de la enseñanza de oficios a los

380
La educación escolar indígena

indígenas. Esas atribuciones fueron transferidas al Ministerio de Agri-


cultura, Comercio y Obras Públicas en 1860 y, en la víspera de la
proclamación de la República, en 1889, las responsabilidades sobre los
asentamientos indígenas se pasaron directamente a las provincias.
Con la República y el advenimiento de una élite cafetera paulista,
en el sudeste de Brasil, se desarrolla la idea del atraso del mundo rural
—de sus técnicas agrícolas y de sus poblaciones—, que debe ser inte-
grado a la nación a través del desarrollo de técnicas disciplinares. Esa
es la propuesta del Ministerio de Agricultura, Industria y Comercio
(maic), que plantea extender técnicas disciplinares de la industria al
medio rural y sus poblaciones, con la perspectiva de integrarlas en un
proyecto de nación. Según De Souza Lima (1995), esa forma de cons-
truir imaginariamente el mundo rural en Brasil estuvo en consonancia
con aquella usada para pensar a los indígenas como materia de la acción
gubernamental. Con esa perspectiva, fue creado en 1910, en el ámbi-
to del maic, el Servicio de Protección a los Indios y Localización de
Trabajadores Nacionales (spiltn).
Creado por el militar Cândido Mariano da Silva Rondon, el spiltn
se basaba en el ideario positivista laico, e implicaba un alejamiento
entre la política indigenista y la acción catequísta. Al considerar a
los indígenas como “brasileños pretéritos”, las acciones del spiltn
planteaban “proteger” esas poblaciones en su situación transitoria
rumbo a su incorporación a la sociedad nacional. Como demuestra De
Souza Lima (1995), las políticas que producían cierta forma de “in-
dianidad” eran también aquellas que creaban una idea de “sociedad
nacional”.
Bajo la marca de la “tutela”, las políticas indigenistas en Brasil
fueron desarrolladas por el spiltn, que pasó a ser denominado Servicio
de Pro­tección al Indio (spi) a partir de 1918, y en 1930 dejó de ser in­
tegrante del Ministerio de Agricultura, Industria y Comercio para
formar parte del Ministerio del Trabajo, Industria y Comercio. El ór-
gano se extinguió en 1967, cuando fue creada la Fundación Nacional
del Indio (Funai).
Las poblaciones indígenas eran entonces clasificadas como “mansas”
(o aliadas) y “bravas” (hostiles). La propuesta del spiltn era establecer
alianzas con los indios “mansos” y llevar la paz a los “bravos”, a partir

381
Antonella Maria Tassinari

de la estrategia de producir “un gran cerco de paz”. Según De Souza Lima


(1995), se trata de una técnica militar que consiste en presionar a una
población hostil a aceptar una alianza que se les presenta como única
alternativa. Si, por un lado, el “cerco de paz” crea una zona de protec-
ción a los enemigos externos (las presiones de la sociedad envolvente),
también corta la libertad de circulación, establece vigilancia y control.
Las acciones del spiltn variaban según la situación de contacto y
alianza con la población indígena. La primera fase de acción, frente a
los indios considerados ariscos u hostiles, se denominaba “pacificación”.
A través de la donación de bienes, los agentes del spiltn procuraban
establecer los primeros contactos y “atraer” poblaciones hacia un te-
rritorio delimitado, las “reservas indígenas”, con el planteamiento de
iniciar un proceso de sedentarismo. La segunda fase era propiamente
la de la “educación”, a través de la implantación de escuelas y de la
fijación de los indígenas en un territorio administrado por un Puesto
Indígena. La tercera fase desarrollaba acciones para la “civilización”
de los indígenas preparándolos para ser “trabajadores nacionales”:
además de la educación escolar, que proponía la enseñanza de la lengua
portuguesa y nociones de matemática para el comercio, también se
transmitían técnicas agrícolas, pecuarias e industriales. Una cuarta y
última fase preveía la emancipación definitiva de los indígenas y su
introducción en la “vida civilizada”, según el ideario positivista.
Se percibe que la educación escolar era una importante estrategia
para la “civilización” de los indios dentro de una política de integración
de la nación. Eso fue especialmente importante en regiones de fron-
tera, donde la escuela cumplió el papel de incentivar un ideario na-
cionalista brasileño en los indígenas, cohibiendo manifestaciones
culturales que los aproximaran a los países vecinos. En un trabajo
anterior (Tassinari, 2001a), describo ese proceso entre los indios del
valle del río Uaçá, en la región de frontera con la Guayana Francesa.
Sobre la misma región, la disertación de maestría de Assis (1981) —la
primera en tratar el tema de la educación escolar— define las escuelas
indígenas como “frentes ideológicos”.
Los años treinta pueden ser considerados delimitantes en ese pro-
ceso de ruptura de una política indigenista descentralizada y anclada
en la acción catequísta del siglo xix, para una política que planteaba

382
La educación escolar indígena

la integración nacional, laica y militarizada. El contexto político del


Estado Nuevo (bajo la presidencia de Getúlio Vargas, de 1937 a 1945)
consolida ese movimiento a través de la “Marcha hacia el Oeste”,
proponiendo la ocupación e integración del territorio nacional.
¿Y qué ocurría en el campo de la antropología brasileña en ese mismo
periodo? Al analizar la producción de la antropología en Brasil, Mela­tti
(1984) apunta los años treinta como un marco en la institucionalización
de esa área del conocimiento, antes practicada por ingenieros, médicos,
militares y periodistas, entre varios autores que se dedicaron a registrar
el modo de vida de indios, negros y sertanejos. Según Melatti, los tra-
bajos de etnología indígena realizados en el siglo xix, hasta los años
treinta, revelaban una contradicción entre cierta simpatía de los
autores por las poblaciones estudiadas y las ideas racistas de la época,
que las colocaban en situación de inferioridad, como el indianista An-
tonio Gonçalves Dias, el militar José Vieira de Couto Magalhães, el
ingeniero Antonio Manuel Gonçalves Tocantins, entre otros.
Las ideas racistas y evolucionistas que movilizaron esas primeras
investigaciones etnológicas, desarrolladas antes de los años treinta,
estaban muchas veces subyacentes al ideario positivista de las políticas
públicas descritas anteriormente. Sin embargo, el gran debate a inicios
del siglo xx respecto de las poblaciones indígenas ocurría entre los
partidarios de Herman von Ihering, que defendía el exterminio de
éstas, consideradas un obstáculo al progreso y a la civilización; y las
ideas de Rondon, basadas en ideales humanitarios, al ser este un de-
fensor de una integración progresiva y pacífica. Es en el ámbito de ese
debate donde etnólogos como Curt Nimuendaju toman el partido de
Rondon y colaboran con los trabajos del spi (Gonçalves, 1993).
Los años treinta marcan el momento de institucionalización de la
antropología en Brasil, con la creación de facultades para la formación
de profesionales del área. En 1934, se crea la primera Facultad de Filoso­
fía, Ciencias y Letras en Brasil, en la Universidad de São Paulo, donde
trabajaron como profesores Roger Bastide, Emilio Willems y Lévi-
Strauss. También en esa época, en la misma ciudad, se funda la Escuela
de Sociología y Política (esp), que tuvo como profesores a Herbert
Baldus, Donald Pierson y Radcliffe-Brown, haciendo de São Paulo el
principal foco de irradiación de la etnología en el periodo. En 1935,

383
Antonella Maria Tassinari

se crea la Universidad del Distrito Federal, en Río de Janeiro, donde se


desempeñaron como profesores Gilberto Freyre y Arthur Ramos.
Desde entonces, las investigaciones en etnología se vuelcan hacia
estudios más sistemáticos e intensivos sobre las poblaciones estudiadas,
perdiendo el interés en las explicaciones evolucionistas. Melatti (1984)
destaca, en ese periodo, la contribución de investigadores alemanes,
como Herbert Baldus y Curt Nimuendaju, o de ascendencia alemana,
como el brasileño Egon Schaden, y de investigadores franceses, como
Lévi-Strauss y Alfred Métraux. Nimuendaju produjo obras extensas
sobre los pueblos guaraníes, xerente, canela, apinajé, tukuna, y realizó
descripciones de lengua, mitología, organización social e historia de
varias poblaciones indígenas. Esa producción etnológica, por lo tanto,
estaba en diálogo con la tradición alemana (en aquel periodo desarro-
llada por Franz Boas y sus colaboradores en Estados Unidos) y con el
campo de los americanistas franceses.
Dos autores centraron su atención en la educación indígena en
Brasil, con artículos que podríamos llamar “inaugurales” sobre el tema:
Willems (1938) y Schaden (1945). El artículo de Willems se basa en
supuestos evolucionistas y compara “pueblos civilizados” y “pueblos
de cultura pobre”, “culturas superiores” y “pueblos periféricos” o “pue-
blos naturales”. Con tales premisas, no es de extrañarse que llegue a
la conclusión de que “no hay un sistema educativo objetivo entre los
llamados pueblos primitivos; existe apenas educación como transmi-
sión. No hay pedagogía” (Willems, 1938: 6). Aun así, vienen de Wi-
llems las primeras críticas a las escuelas en aldeas indígenas. Según el
autor, “la escuela no respeta a la vida nativa y no permite la inserción
en la vida colonial” (Willems, 1938: 34). Ella hace que los alumnos
pasen a despreciar la vida y los conocimientos de sus antepasados, sin
por ello conseguir espacio fuera de la aldea. El trabajo de Schaden ya
utiliza conceptos funcionalistas y parte de la premisa de que hay otras
formas de educación además de aquella sistemática y basada en la
escritura que caracteriza a la educación escolar. Schaden analiza cómo
la “función educativa”, es decir, la “constante preocupación de trans-
mitir a las nuevas generaciones el patrimonio cultural elaborado du-
rante un largo periodo de vida comunitaria”, puede ser realizada en las
sociedades indígenas por las ceremonias de iniciación.

384
La educación escolar indígena

Melatti (1984) también destaca que los años treinta fue el momen-
to de producción de las primeras interpretaciones generales de Brasil,
como las obras de Gilberto Freyre y de Sérgio Buarque de Holanda.
Como se ha mencionado más arriba, esas interpretaciones de Brasil,
al crear una idea de “sociedad nacional”, también establecían en ella
un lugar para las poblaciones indígenas, notoriamente un lugar preté-
rito de “matriz” de una civilización que vendría a sustituirlas.
Si observamos las políticas públicas enfocadas hacia los indígenas
en Brasil, podemos decir que las escuelas en funcionamiento en las
aldeas, bajo tutela del spi, se pautaban sobre la base de ideas positivis-
tas y evolucionistas (en especial el proyecto de “civilización de los
salvajes”), presentes en la producción etnológica del periodo anterior.
Al mismo tiempo, el proyecto de “integración nacional” a través de
la educación escolar estaba en consonancia con contribuciones de la
antropología que se desarrollaba a partir de los años treinta.

los años sesenta y el modelo de la Funai

En el campo de la etnología indígena, las décadas que siguieron al


periodo de institucionalización académica vieron crecer los estudios
sobre cambio cultural o “aculturación”, desarrollados por Herbert
Baldus, Egon Schaden, Charles Wagley, Eduardo Galvão, entre otros.
Según Melatti (1984), a fines de los años cincuenta, Darcy Ribeiro y
Roberto Cardoso de Oliveira comienzan a repensar los abordajes clá-
sicos de aculturación, insertando algunas variantes atentas al carácter
de los “frentes de expansión” o de las “transfiguraciones étnicas”. El
autor también apunta, en ese periodo, la influencia del abordaje fun-
cionalista en los estudios sobre poblaciones indígenas.
Ese es el enfoque del trabajo de Florestan Fernandes (1966) sobre
la educación entre los tupinambás. A pesar de basarse en relatos de
cronistas, puede ser considerado el primer trabajo sistemático sobre
educación indígena en Brasil. Mientras califica a la sociedad tupinambá
como “tradicionalista, sagrada y cerrada”, el autor describe los cuidados
con los niños, las clasificaciones de las franjas etarias femeninas y
masculinas y sus posiciones de estatus; apunta algunas características

385
Antonella Maria Tassinari

del proceso educativo, con énfasis en el “valor de la tradición, de la


acción y del ejemplo”. Identifica ciertas esferas de transmisión de
conocimientos específicos, como las “escuelas matrimoniales” (como
denomina el aprendizaje de técnicas sexuales), o el aprendizaje de los
conocimientos de los pajés. Aun así, prefiere calificar la educación
tupinambá como “enseñanza informal y no sistematizada”.
La actuación de algunos investigadores junto con el spi, hasta el
final de los años cincuenta, contribuyó a la formación de una genera-
ción de indigenistas con sólida capacitación etnológica. Melatti (1984)
menciona los “Cursos de Perfeccionamiento/Especialización en An-
tropología Cultural”, iniciados en 1955 en el Museo del Indio, órgano
ligado al spi, y coordinados por Darcy Ribeiro.1
Esos cursos también fueron importantes para la formación de una
generación de antropólogos que consolidará el posgrado en antropo-
logía durante las décadas siguientes en varios centros brasileños, te-
niendo a Río de Janeiro como foco irradiador. Según Melatti (2002:181):

Todo comenzó con los cursos de especialización en Antropología Cultural


dictados por Darcy Ribeiro en la segunda mitad de los años cincuenta, dos
de ellos en el Museo del Indio. Inspirado en esos cursos, Roberto Cardoso de
Oliveira, que en ellos había participado como profesor auxiliar, organizó en
el Museo Nacional el primer “Curso de Teoría e Investigación en Antropo-
logía Social”, en 1960.

Esos cursos de especialización ofrecidos en la entonces Universidad


del Brasil, en el Museo Nacional, coordinados por Roberto Cardoso
de Oliveira, son recordados por sus alumnos como experiencias deter-
minantes y definidoras de un ethos profesional que los hizo consolidar
sus carreras. Es el caso de Silvio Coelho dos Santos, que ingresó en el
grupo de 1962 y se recibió al año siguiente, prosiguió los estudios con

1
De hecho, la actuación de Darcy Ribeiro en el campo de la educación en Brasil fue
mucho más allá de la educación para indígenas y de su contribución para la formación de
antropólogos e indigenistas. Después de salir del cuadro del spi, en 1958, Darcy Ribeiro
trabajó en el Centro Brasileño de Investigaciones Educativas y tuvo un importante papel
en la definición de políticas públicas educativas en el país. La Ley de Directrices y Bases
de la Educación Nacional, de 1996, también llamada Ley Darcy Ribeiro, fue elaborada
bajo su coordinación como senador de la República.

386
La educación escolar indígena

un doctorado en la usp y actúo en la Universidad Federal de Santa


Catarina, en Florianópolis, su ciudad natal, donde lideró la institucio-
nalización de un programa de posgrado en la década siguiente.
Para Correa (1995), los años sesenta pueden ser considerados un
mar­co en la institucionalización de la antropología en Brasil según nue­
vos planes que pasan a orientar la creación de cursos de posgrado en el
país. Si hasta el inicio de esa década la formación del posgrado de an­
tro­pología sólo era ofrecida por la Universidad de São Paulo, cinco
nue­vos cursos son fundados hacia el final de la década siguiente. En
1968, se crea el Programa de Posgrado en Antropología Social del Mu­
seo Nacional, en Río de Janeiro, siguiendo la nueva legislación. En
1970, el posgrado de la Universidad de São Paulo es remodelado para
adecuarse a las nuevas exigencias de la reforma universitaria. En 1971,
se crea la maestría en la Universidad Estatal de Campinas; en 1972 en
la Universidad de Brasilia; en 1977 en la Universidad Federal de Per-
nambuco y en 1979 en la Universidad de Río Grande do Sul.
En otros centros, la formación en antropología pasa a ser ofrecida
como “especialización”, como en la Universidad Federal de Paraná en
1972 y en la Universidad de Santa Catarina en 1976, para luego trans-
formarse en “área de concentración” de la maestría en ciencias socia-
les en 1978. Se trata de un proceso que institucionaliza, dentro de una
nueva configuración, la producción y la enseñanza de la antropología,
que ya venían llevándose a cabo en esos centros, algunas veces en el
ámbito de museos o institutos universitarios, según describe Santos
(2006) en relación con el sur de Brasil.
A partir de los años sesenta, además de los cambios en el ámbito de
la organización de las universidades brasileñas, hay significativas modi-
ficaciones en las orientaciones teóricas de la etnología. Según Melatti

los estudios de contacto interétnico, antes volcados hacia las modificaciones


culturales, ahora se enfocan más hacia el conflicto entre intereses, reglas y
valores de las sociedades en confrontación. Preocupaciones de carácter es-
tructuralista y etnocientífico sustituyen las interpretaciones funcionalistas
(Melatti, 2002: 153).

De acuerdo con Melatti (2002), comienzan a desarrollarse proyec-


tos de equipo que apuntan a análisis comparativos sobre situaciones

387
Antonella Maria Tassinari

de contacto interétnico (Estudios Comparativos de Sociedades Indí-


genas en Brasil y Proyecto Áreas de Fricción Interétnica, coordinados
por Roberto Cardoso de Oliveira, en el Museo Nacional) y otro sobre
estructura social centrado en los pueblos de habla Jê (Proyecto Harvard/
Museo Nacional, coordinado por David Maybury-Lewis y Roberto
Cardoso de Oliveira). La intensificación de las investigaciones de
campo, la diversificación de las áreas investigadas (además de los gru-
pos de habla Jê del Brasil central, se renuevan también las atenciones
sobre el alto Xingu, el alto río Negro y Roraima) y el diálogo con las
contribuciones recientes de antropólogos estadunidenses, ingleses y
franceses (especialmente la influencia de Claude Lévi-Strauss) produ-
cen un cuerpo de datos sustanciales sobre los pueblos indígenas brasi-
leños que es la base de importantes cambios ocurridos en la etnología
indígena sudamericana a finales de los años setenta.
Las conclusiones de los debates ocurridos en el Congreso de Ame-
ricanistas en París en 1976 y en Río de Janeiro en 1978 sugieren la
importancia de comprender esas sociedades en sus propios términos,
alejándose de aquellos construidos para las sociedades africanas (lina-
jes, segmentos, reinos) y apuntando hacia el rendimiento de las cate-
gorías “tiempo, espacio, persona y corporalidad”. Con ese enfoque, se
destacan dos trabajos pioneros sobre educación indígena: Métraux y
Dreyfus-Roche (1958), y Melatti y Melatti (1979). Éste, sobre los
marubos, y aquél, sobre los kayapós del Xingu, son los primeros en
focalizar propiamente al niño indígena en Brasil. Ambos describen los
cuidados corporales dedicados a la gestante y al recién nacido, las
categorías nativas de “niñez”, algunas vivencias infantiles y las actitu-
des educativas de los adultos.
¿Y qué ocurría en ese periodo con las políticas educativas hacia los
indígenas? Arnaud (1989), al analizar la acción indigenista en varias
regiones de Brasil, demuestra que, de hecho, a lo largo de los años
cuarenta y cincuenta, la política desarrollada por el spi produjo una
nueva configuración de asentamientos indígenas en torno a los Pues-
tos de Atracción, Puestos de Vigilancia, Puestos Indígenas, que con-
tribuyó a una situación de dependencia de estas poblaciones en relación
con el órgano de protección. Mientras la educación escolar fue estra-
tégica en el proceso de pacificación, civilización y nacionalización de

388
La educación escolar indígena

esas poblaciones, la escuela deja de ser una inversión prioritaria en


la medida en que éstas se volvieron sedentarias y dependientes de la
acción gubernamental. A lo largo de las décadas de 1950 y 1960, varias
escuelas y puestos establecidos dejan de recibir atención y financia-
miento, mientras el spi atiende las demandas de los conflictos y nuevos
frentes de atracción en el sur del Pará.
En todo el país, comienza a haber denuncias de abusos de jefes de
Puestos en la explotación del trabajo de indígenas y en el estableci-
miento de alianzas con políticos locales, como alternativas para obte-
ner alguna autonomía financiera. Es en ese contexto en el cual el spi
se extingue en 1967, y la política indigenista del Estado brasileño pasa
a ser implementada por la Fundación Nacional del Indio (Funai).
Como vimos, la actuación de Darcy Ribeiro y de sus alumnos en la
reformulación y expansión del posgrado en antropología en Brasil es
también fundamental para la formación de profesionales indigenistas,
con los cursos ofrecidos en el Museo del Indio. De hecho, la teoría de
Darcy Ribeiro sobre el proceso de transfiguración étnica y su clasifica-
ción de las etapas de la integración son importantes fundamentos de
la actuación de la Funai.
Ribeiro (1970) defiende que, “en el proceso inexorable de integra-
ción de los indígenas a la sociedad nacional” (todavía definida como
“civilización”), algunas etapas son identificables: la primera es la de
los indios “aislados”, que viven en zonas no alcanzadas por la sociedad
brasileña y sólo experimentaron contactos raros y accidentales con
“civilizados”. La segunda es la de los grupos que mantienen “contactos
intermitentes con la civilización”, viviendo en regiones que comienzan
a ser ocupadas por frentes de expansión, pero que todavía mantienen
cierta autonomía cultural y económica. La tercera etapa es la del
“contacto permanente”, vivida por poblaciones indígenas en comuni-
cación directa y permanente con segmentos variados y numerosos de
la sociedad nacional, ya dependientes de artículos industrializados e
insertados en la economía mercantil de la región, aunque consiguien-
do mantener ciertas costumbres tradicionales. La cuarta y última
etapa es de los grupos “integrados”, confinados en parcelas ínfimas de
sus antiguos territorios, ya totalmente insertados y dependientes de la
economía regional, hablantes del portugués, mestizados, que mantienen

389
Antonella Maria Tassinari

sólo como distinción su “lealtad étnica”. Según el autor, “aparen­


temente habían recorrido todo el camino de la aculturación, pero
para que fueran asimilados faltaba alguna cosa imponderable, sólo
un paso que no podían dar” (Ribeiro, 1970: 262).
Con esa perspectiva fundamentando las acciones de la Funai, la
educación escolar promovida por el órgano se caracterizó por una serie
de ambigüedades, marcadas por continuidades y rupturas con el mo-
delo del spi. Había continuidad con el objetivo de utilizar la educación
como estrategia auxiliar para el proceso de asimilación de los indígenas
a la sociedad brasileña. Pero había una diferencia en relación con la
actitud de la escuela frente a las lenguas nativas. Mientras las escuelas
del spi utilizaban sólo la lengua portuguesa, desalentando o prohibiendo
el uso de lenguas nativas, la política educativa desarrollada a partir de
los años sesenta reconocía la importancia del uso de la lengua mater-
na para la alfabetización y la incorporaba en los grados iniciales, como
etapa intermediaria de un proceso que también debería llevar a la
asimilación.
La necesidad de utilizar las lenguas maternas en los primeros grados
escolares llevó a la Funai a establecer un convenio con el Instituto Lin-
güístico de Verano en 1969. Organización protestante, el Summer Ins-
titute of Linguistics (sil), fundado en México en 1935, congrega lingüis-
tas preparados para escribir lenguas indígenas con la intención de
realizar proselitismo religioso y traducir la Biblia a varios idiomas. Según
Mindlin (2004), la Funai redactó un convenio con el sil todavía en
1983, dándoles la incumbencia educativa de 53 pueblos. Solamente en
1999, una opinión del Ministerio de Educación y Cultura (mec) sobre
el sil refuerza la necesidad de la enseñanza laica en las aldeas indígenas.
Por otro lado, esa integración progresiva de las lenguas nativas en
el proceso escolar y la contratación de indígenas como profesores
auxiliares (llamados monitores bilingües) fue el inicio de una movili-
zación indígena que llevó al desarrollo del proyecto de la educación
escolar diferenciada, bilingüe e intercultural que apuntara a la auto-
determinación, a la valorización de las lenguas y culturas indígenas, y
al mantenimiento de sus diferencias étnicas.
Este momento de la educación escolar indígena en Brasil es anali-
zado por el trabajo pionero de Silvio Coelho dos Santos, Educación y

390
La educación escolar indígena

sociedades tribales, de 1975. Con el objetivo de “esclarecer las posibi-


lidades y límites de la educación formal para que los indígenas del sur
del país encuentren mejores condiciones de vida, considerada su situa­
ción de convivencia con componentes de la sociedad nacional” (San-
tos, 1975: 9), el autor investigó 28 escuelas situadas en los 19 puestos
indígenas de la Región Sur de Brasil, configurando el primer proyecto
de investigación sistemática sobre el tema. Santos suministra un cua-
dro vivo de las escuelas y su estancamiento al describir los espacios
físicos de las escuelas, la formación y la motivación de los profesores
no indios que en ellas actuaban, así como las dificultades de diálogo de
éstos con los niños y las expectativas de los indios. Con eso, demues-
tra cómo su funcionamiento contribuyó a la reproducción de prejuicios
y estereotipos de inferioridad de los indios y de una situación de sub-
ordinación de los indígenas en el cuadro económico y político regional.
O sea, si las escuelas no cumplen mínimamente su función educativa,
al llevar en forma constante a los niños indígenas al fracaso escolar,
acaban cumpliendo otra función: “la de convencer a los integrantes
de las camadas dominantes de la sociedad envolvente de que los indí-
genas están siendo adecuadamente cuidados y que ‘si más no aprove-
chan es porque no quieren o son incapaces” (Santos, 1975: 55).
Silvio Coelho dos Santos también analiza la primera experiencia
sistemática de enseñanza bilingüe para indígenas, ideada por la misio-
nera Úrsula Wiesemann para los kaingang. Aun resaltando el mérito
de esa iniciativa, el autor destaca algunos desafíos todavía presentes,
como el cuestionamiento de las consecuencias del “letramento” de
poblaciones no ágrafas y de la creación de un segmento “asalariado”
dentro de la aldea, generalmente ocupado por familias de prestigio.
Es importante resaltar que esa obra, como otras del autor (Indios y
blancos en el Sur de Brasil, de 1973, por ejemplo), es acompañada de
un “plan de acción” en el cual son presentadas propuestas concretas
para una política indígena a la luz de las conclusiones obtenidas con
las in­vestigaciones. En el caso de la educación escolar, Santos consi-
dera que

imaginar la utilización de la educación formal como solución para conducir


una sociedad a mejores condiciones de vida socioeconómica es ingenuo […].

391
Antonella Maria Tassinari

Hay que utilizar la educación como parte integrante de las acciones promo-
vidas por el indigenismo oficial, cuyos objetivos merecen ser mejor definidos
y elegidos frente a las condiciones presentadas por las poblaciones a las que
pretende servir (Santos, 1975: 71).

En ese sentido, el autor propone un programa de “educación per-


manente” que sólo podría realizarse a partir de una reformulación
global de las políticas indigenistas. El programa también abarcaría a
los indios residentes fuera de las aldeas, contribuyendo a diseminar
nuevas condiciones de relación con los no indios y promoviendo la
desaparición de estereotipos sobre las poblaciones indígenas. Propues-
ta que, infelizmente, nunca fue desarrollada:
… una programación que denominamos de educación permanente, dedica-
da a dotar a los indígenas de los instrumentos necesarios para participar de
la elección de las soluciones de los problemas que se originaron de su convi-
vencia con la sociedad nacional, volviéndolos conscientes del proceso his-
tórico que están viviendo y habilitándolos para decidir sobre su destino [...],
promovida por todos los elementos “civilizados” en trabajo en los puestos y
dedicada a ofrecer a los indígenas enseñanzas e informaciones destinadas a
su utilización práctica, en forma de respuestas a los problemas de lo cotidia-
no (Santos, 1975: 71).

En resumen, se verifica, también en ese periodo, la contribución


de la etnología indígena en la construcción de tipologías usadas por el
Estado para clasificar las poblaciones indígenas y definir sus estrategias
de actuación. Hay también una inversión de la formación de cuadros
indigenistas para el Estado. Por otro lado, las críticas a las acciones del
Estado pasan a formar parte de la producción etnológica brasileña.

los años noventa y las transformaciones promovidas


por la Constitución de 1988

En el campo de las políticas públicas, el sistema de enseñanza brasile-


ño pasó por una amplia reformulación a partir de que se promulgara
la Constitución Federal en 1988, seguida por la aprobación de la nue-
va Ley de Directrices y Bases de la Educación Nacional en 1996. La
educación escolar hacia los pueblos indígenas pasó progresivamente a

392
La educación escolar indígena

tener prerrogativas diferenciadas del sistema de enseñanza nacional.


Por primera vez en la historia de Brasil, la Constitución reconoce la
diversidad cultural indígena y establece derechos diferenciados para
los pueblos indígenas.2 Entre éstos, el derecho a una educación escolar
que utilice sus lenguas maternas y procesos propios de aprendizaje.3
Estos dispositivos constitucionales están en conformidad con aquellos
expresados en el Convenio 169 de la oit (aunque la Constitución haya
sido promulgada un año antes del Convenio, esta sólo fue ratificada
por Brasil en 2002).
Es necesario considerar que la Constitución fue elaborada y apro-
bada en un contexto de redemocratización del país. Líderes indígenas
de distintos pueblos, con el apoyo de intelectuales y religiosos, a lo
largo de los años ochenta, actuaron en la Asamblea Constituyente,
reivindicando el reconocimiento de derechos que aseguraran su con-
tinuidad como grupos étnicos diferenciados. De esta movilización
participó activamente Silvio Coelho dos Santos, que analizó sus re-
sultados en la obra Los indígenas y la Constituyente, de 1989.
En ese sentido, podemos considerar los años noventa como un
parteaguas en la historia de la educación escolar indígena en Brasil.
Aunque autores como Ferreira (2001) y Lopes da Silva (2001) apun-
ten a los años ochenta como ese parteaguas, considerando los cambios
en curso desde los años setenta, promovidos por el movimiento indí-
gena, y en virtud del marco de la fecha de la promulgación de la
Constitución, considero que es solamente a partir de 1990 que los
principios constitucionales tienen efectos concretos. En ese escenario
legal y de proyecto de Estado, las escuelas indígenas contemporáneas

2
Art. 215: “El Estado garantizará a todos el pleno ejercicio de los derechos culturales y
acceso a las fuentes de la cultura nacional, y apoyará e incentivará la valorización y la
difusión de las manifestaciones culturales”.
§ 1º: “El Estado protegerá las manifestaciones de las culturas populares, indígenas y afro-
brasileñas, y las de otros grupos participantes del proceso civilizador nacional”.
Art. 231: “Son reconocidos a los indios su organización social, costumbres, lenguas,
creencias y tradiciones, y los derechos originarios sobre las tierras que tradicionalmente
ocupan, cabiendo a la Unión demarcarlas, proteger y hacer respetar todos sus bienes”.
3
Art. 210 § 2º: “La enseñanza fundamental regular será ministrada en lengua portuguesa,
asegurada a las comunidades indígenas también la utilización de sus lenguas maternas y
procesos propios de aprendizaje”.

393
Antonella Maria Tassinari

fueron definidas como “diferenciadas”, “bilingües” e “interculturales”.


Cada comunidad indígena tiene garantizada la libertad de definir sus
proyectos pedagógicos y curriculares que, sin embargo, tienen que ser
reconocidos por el Ministerio de la Educación de modo que pueda
garantizar a los alumnos egresados la continuidad de sus estudios.
Al principio, hubo una innegable inversión gubernamental para
poner en práctica las exigencias de la legislación. Luego, en 1991, la
educación escolar indígena deja de estar bajo la responsabilidad de
la Funai y pasa a formar parte del sistema nacional de enseñanza, y su
formulación e implementación como política pública está a cargo del
Ministerio de la Educación (Decreto 26, 4/2/1991). La Ley de Direc-
trices y Bases de la Educación Nacional de 1996 prevé la oferta de
“educación escolar bilingüe e intercultural” a los pueblos indígenas.4
En virtud de la posibilidad de elaboración de currículos escolares di-
ferenciados, las iniciativas orientadas hacia la concretización de esta
oferta son denominadas “educación diferenciada”, a pesar de las am-
bigüedades del término.
En el Ministerio de Educación y en las secretarías estatales de edu-
cación, se crearon departamentos dirigidos al desarrollo de políticas
educacionales para los indios. Se elaboraron los Referenciales Curricu­
lares Nacionales para las Escuelas Indígenas (1998) y los Referenciales
para la Formación de Profesores Indígenas (2002), sobre la base de los
cuales se implementaron diversos programas de formación de profeso-
res indígenas para actuar en las escuelas. Se publicaron libros didác­
ticos en lenguas nativas. Se creó la categoría “escuela indígena” (a
través de la Resolución CEB03/1999 y del Plan Nacional de Educa-
ción/2001), garantizando a los indios autonomía en la definición y

4
Art. 78: “El Sistema de Enseñanza de la Unión, con la colaboración de las agencias fe-
derales de fomento a la cultura y de asistencia a los indios, desarrollará programas inte-
grados de enseñanza e investigaciones, para oferta de Educación escolar bilingüe e
intercultural a los pueblos indígenas, con los siguientes objetivos:
I – proporcionar a los indios, sus comunidades y pueblos la recuperación de sus memorias
históricas; la reafirmación de sus identidades étnicas; la valorización de sus lenguas y
ciencias;
II – garantizar a los indios, sus comunidades y pueblos el acceso a las informaciones, co-
nocimientos técnicos y científicos de la sociedad nacional y demás sociedades indígenas
y no indígenas”.

394
La educación escolar indígena

gestión de sus proyectos escolares. Se estimuló la formación de profe-


sores indígenas, de modo que hoy hay un importante número de do-
centes indígenas con formación superior (Grupioni, 2006). Las uni-
versidades públicas brasileñas han creado carreras superiores de
licenciatura, específicas para la formación de profesores indígenas, y
diversas universidades han elaborado programas de ingreso de estu-
diantes indígenas en sus carreras regulares, permitiéndoles la formación
en nivel superior (De Souza Lima, 2007).
Actualmente, hay en Brasil 227 pueblos indígenas reconocidos, que
utilizan más de 180 lenguas distintas. La población indígena en el país se
estima en 600 000 personas, que viven en tierras indígenas, demarcadas
o no, y en las áreas rurales y urbanas próximas (80 por ciento), o fuera
de las áreas indígenas, en las grandes capitales del país (20 por ciento).5
En 2005, el censo escolar registró 2 323 escuelas indígenas con
163 693 alumnos matriculados y 8 431 profesores.6 Vale resaltar que la
casi totalidad de estas escuelas funciona en aldeas indígenas, y apenas
1.6 por ciento se localiza en áreas urbanas. A pesar de la legislación,
solamente 1 818 escuelas declararon utilizar lenguas indígenas, y 965
declararon poseer material didáctico específico al grupo étnico. En
2007, el censo sobre escuelas indígenas registró 2 422 escuelas indíge-
nas con 174 255 estudiantes matriculados.
Es en ese contexto de transformaciones promovidas por la inserción
de la educación escolar en las aldeas —horarios, cargos asalariados,
formación de liderazgos letrados, nuevas expectativas de formación y
de trabajo— donde comienzan a desarrollarse estudios académicos
sobre el tema. Las revisiones bibliográficas de Capacla (1995) y Gru-
pioni (2003) son ilustrativas del crecimiento de esa producción aca-
démica. La primera analizó tesis y libros respecto a la educación indí-
gena en Brasil entre 1975 y 1995, enumerando 23 trabajos. Y el
inventario elaborado por Grupioni respecto a disertaciones de maestría
y tesis de doctorado defendidas en Brasil sobre educación indígena
entre 1978 y 2002 presentó 53 disertaciones de maestría y 21 tesis de

5
Datos del Instituto Socioambiental, disponibles en www.socioambiental.org.br
6
Datos publicados en inep/mec, Estatísticas sobre educação escolar indígena no Brasil, 2007,
a partir del censo escolar de 2005.

395
Antonella Maria Tassinari

doctorado elaboradas en distintas áreas, especialmente educación (37


trabajos), lingüística (13) y antropología (12). El revelamiento parcial
de Lopes da Silva (2001) estimó la producción bibliográfica brasileña
sobre educación escolar indígena en alrededor de 200 títulos, inclu-
yendo libros, artículos, tesis y disertaciones. Todo indica que ese nú-
mero creció considerablemente a partir de entonces (Nascimento,
2004; Gomes, 2006; Paladino, 2006; Tinoco, 2006; García y Paladi­
no, 2007), inclusive con mayor participación de autoría indígena,
como es el caso del libro de Taukane (1999).
En el campo académico se consolidan los primeros grupos de in-
vestigación sobre el tema. Es el caso del Grupo mari de Educación
Escolar Indígena, fundado a finales de los años ochenta por Lux Vidal,
Aracy Lopes da Silva y un equipo de investigadores de la Universidad
de São Paulo con el objetivo de desarrollar investigaciones sistemáti-
cas y de prestar asesoramientos sobre educación escolar indígena y
sobre la enseñanza de la temática indígena. Las producciones del mari
procuraron superar las lagunas mencionadas en el inicio de este ar­tículo
(Lopes da Silva, 2001) y vincular los avances de la etnología indígena
sobre pueblos de las tierras bajas de América del Sur y sobre sus expe-
riencias de contacto, a la comprensión de los fenómenos provenientes
de la escolarización (Ferreira, 1992).
Como vimos, la intensificación de las investigaciones de campo
en los años sesenta y setenta llevó al reconocimiento de algunas
cuestiones fundamentales para comprender las sociedades indígenas
sudamericanas, de otra forma caracterizadas como “fluidas” o “anó-
malas”. Los temas que se destacan a partir de ese momento están
principalmente relacionados con la noción de persona, estudios sobre
rituales, cosmologías, nociones de alteridad e identidad, estudios
sobre arte y manifestaciones estéticas. En las décadas de 1980 y 1990,
también se intensifican estudios sobre historia indígena que ponen la
atención en la presencia indígena y sus estrategias de contacto y esta-
blecimientos de alianzas con poblaciones vecinas, con el órgano tutor
y con el Estado en general (Carneiro da Cunha, 1992; De Souza Lima,
1995; Oliveira, 1999).
La acumulación de investigaciones sobre pueblos de habla Tupi, Jê,
Karib, Arwak, Pano, Yanomami, entre otros, permiten, en esa fase, la

396
La educación escolar indígena

ela­boración de tipologías, clasificaciones y comparaciones basadas en


as­pectos socioculturales de los grupos indígenas, además de aquellas
ba­sadas en el contacto con la sociedad nacional desarrolladas en la fase
anterior. Las compilaciones organizadas en 1993 por Descola y Tay­lor
(La remontée de l’Amazonie) y por Carneiro da Cunha y Viveiros de
Castro (Amazônia: Etnologia e História Indígena), demuestran la vita­lidad
de los estudios desarrollados en ese periodo. Sin embargo, esas contri-
buciones no son todavía tomadas en serio en los programas de escuelas
indígenas. Todo pasa como si esos refinados análisis nada tu­vie­ran que
ver con los procesos educativos en curso en las aldeas. Me refiero a
aquellos procesos escolares y a los procesos no escolares de transmisión
de saberes, estos últimos casi no considerados por la pro­ducción etno-
lógica brasileña. En ese punto, llegamos a un aspecto co­mún que
atraviesa todos los periodos analizados, trazando una línea de continui­
dad a lo largo de los tres momentos de ruptura: el casi com­pleto silen-
cio respecto a procesos nativos de enseñanza y aprendizaje y el reco-
nocimiento de su importancia para la transmisión de saberes nativos.7

Conclusiones

Reflexionando sobre la invisibilidad de esas “pedagogías nativas”,


sostengo que la experiencia escolar que todos experimentamos genera
la construcción de un modelo impensado de “normalidad” relaciona-
do con cierta forma de enseñanza y aprendizaje y la consecuente
obliteración de cualquier otra forma que escape a ese modelo. Conti-
nuamos tratando como “normal” y “obvia” aquella definición clásica
de educación postulada por Durkheim: “La acción ejercida por las
generaciones adultas sobre las generaciones que no se encuentran
todavía preparadas para la vida social” (1978: 41). A esa característi-
ca que inevitablemente ve la enseñanza como una relación jerárquica

7
Sería oportuno, en otro momento, reflexionar sobre los motivos que llevaron a la an-
tropología brasileña a prácticamente silenciarse sobre cuestiones educativas, mientras en
otros contextos, especialmente en el escenario norteamericano, la antropología fue oída
para la comprensión de problemas educativos, no sólo de pueblos nativos, sino también
de la propia sociedad estadunidense.

397
Antonella Maria Tassinari

entre aquellos que saben y aquellos que no saben, los adultos y los
niños, se suman otras, también basadas en la experiencia escolar: la
noción de que el aprendizaje se da por pasos sucesivos y previsibles;
la idea de progreso en la adquisición de conocimientos, como una
secuencia de etapas que deben ser seguidas sin variaciones; la impor-
tancia atribuida a la escritura para la transmisión de conocimientos o,
como mínimo, a la oralidad. De esta forma, hay una tendencia en
calificar todo lo que escapa a esas características como “aprender ha-
ciendo” o como mera imitación sin creatividad. Por eso, hay una gran
dificultad en reconocer la legitimidad de otras formas de transmisión
de conocimientos, lo que acaba deslegitimando los propios conoci-
mientos así transmitidos.
Estudios recientes sobre educación y, principalmente, sobre niños
indígenas han demostrado un camino diverso y pleno de posibilidades
para la comprensión de los procesos indígenas de enseñanza y apren-
dizaje. Las investigaciones pioneras desarrolladas en el ámbito del
grupo mari por Nunes (1997) y Cohn (2000a, 2000b) con niños Xa-
vante y Kayapó, respectivamente, apuntaron a la importancia de
considerar esas otras formas de vivenciar la niñez para la comprensión
de esas sociedades indígenas y sus procesos de aprendizaje. Desafío que
fue seguido por varios trabajos desarrollados en la última década (Nu-
nes, 2003; Oliveira, 2004; Alvares, 2005; Lecznieski, 2005; Codonho,
2007; Limulja, 2007; Tassinari, 2007; Brand et al., 2007). Podemos
también obtener informaciones significativas en los trabajos dedicados
a los ritos de iniciación, a las nociones de persona y corporalidad, a la
sociología del conocimiento (Calavia Sáez et al., 2003; Grando, 2004;
Lasmar, 2009), que revelan aspectos importantes de los sistemas nati-
vos de enseñanza y aprendizaje.
Aunque sea prematuro desarrollar conclusiones respecto a eso,
podemos finalizar este artículo con algunos aspectos recurrentes de
esas investigaciones, que pueden ser apuntados como caminos posibles
para el análisis de la educación indígena: 1) el aprendizaje por medio
de sueños merece destacarse, pues hay varios ejemplos etnográficos de
situaciones en que los neófitos son entrenados para soñar, siendo el
sueño una fuente legítima e importante de saber; 2) también se desta-
ca el aprendizaje por medio de la embriaguez o del uso de alucinógenos,

398
La educación escolar indígena

en el cual hay un reconocimiento de que ciertos saberes dependen de


estados alterados de conciencia para ser comprendidos, transmitidos
o incorporados; 3) la idea de aprendizaje como “incorporación” del
conocimiento es también constante y usada como justificación para
los ritos de iniciación que incluyen reclusión, en los cuales se nota que
se invierte en la producción de cuerpos para formarlos y de personas
éticas y morales, y un reconocimiento de que ciertos saberes sólo son
adquiridos en condiciones corporales específicas; 4) hay que prestar
atención a los saberes que no son transmitidos oralmente, sino que se
apoyan en gestos e imágenes —el silencio también es fuente de cono-
cimiento—; 5) se destaca, también, todo un universo de técnicas y
saberes que no son transmitidos de los adultos a los niños, sino de los
niños mayores a los más jóvenes, siendo los niños una ligazón impor-
tante en el mantenimiento del patrimonio cultural indígena; 6) se ha
observado el papel preponderante del aprendiz y sus iniciativas para
el aprendizaje, revelando la agencia involucrada en las actividades que
descalificamos como “imitación”.
Creo que las escuelas indígenas difícilmente podrán incluir algunos
de esos “procesos propios de aprendizaje” en sus currículos, por basar-
se en fuentes de saber no legítimas para el conocimiento escolar. Sin
embargo, será importante que esas nuevas investigaciones puedan
contribuir a la elaboración de propuestas curriculares que realmente
presten atención y que respeten los procesos indígenas de aprendizaje,
reconociéndolos en su alteridad, utilizándolos en las escuelas, cuando
eso sea posible y, por lo menos, evitando que las rutinas escolares los
perjudiquen en su realización.

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se terminó de imprimir en febrero de 2015
en los talleres gráficos del Instituto Nacional
de Antropología e Historia.
Producción. Dirección de Publicaciones
de la Coordinación Nacional de Difusión.

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