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La infancia y la juventud no son meros hechos naturales de la vida humana que el derecho
toma como objetos sin intervenirlos. Los derechos de los jóvenes son sociales e históricos.
Su enunciación no responde únicamente a un aspecto técnico, la autonomización de lo
técnico también es una posición política.
Desde los primeros enunciados de las políticas de protección integral, se produjo esta
especie de tecnocratización de los derechos de los niños y jóvenes y esto debe ser tomado
con mucho recaudo por los luchadores sociales, ya que responde más al modelo pretendió
implantarse en América Latina durante los 90 que a la realidad del fenómeno jurídico. Bajo la
impronta de la modernización, tecnificación y especialización se produjo uno de los
desbaratamientos masivos de las fuentes de trabajo y los derechos de la seguridad social.
La participación directa del Estado como ejecutor de políticas de infancia en nuestro país
data de un momento clave de definición histórica, en la constitución de un estado nacional.
Se encuentra inscripta en los debates acerca del proyecto de país de principio del siglo
pasado y cuenta con los antecedentes de las luchas por la independencia que configuraron
un territorio de dominación concreto sobre el cual pretendía implantarse, consolidarse una
nueva nación, que se había valido ya del genocidio al indio y la marginación del gaucho, bajo
la fuerte égida de una clase patricia conductora de los destinos de una nación en progreso.
La escuela pública, el patronato de menores, las modificaciones de las leyes migratorias
fueron, entre otras, la expresión de un proyecto de unificación de realidades tan dispares
bajo el manto de homogeneidad que el estado, y con él el capital (a través de la inserción de
la Argentina en el mercado internacional) venían a traer a este desierto conquistado.
Los niños entran en la agenda política como estrategia frente a los focos de disidencia que
obstaculizaran el plan de progreso indefinido de las élites gobernantes. No eran el único foco
desde luego, la legitimación del control era la del higienismo social y los barrios pobres, los
conventillos, los hacinamientos de los sectores populares eran los “focos” que había que
combatir. La urbanización se performaba a un ritmo veloz pero que no alcanzaba a ubicar
bajo el orden pretendido. Habiendo dado fin a la iracundia originaria que se expresaba en la
figura del indio, quedaba nomás domesticar al criollo que aún se debatía en la nebulosa de la
barbarie, y entrar en la apacible gran ola de bonanza del mundo libre y civilizado.
El estado nacional por primera vez cuenta con cierto dato estadístico acerca de la población
a la que debe imponerse, según este dato la infancia y la juventud reales distaban mucho de
las ideales para el cumplimiento del proyecto nacional, y debían ser encausadas en la
política del progreso direccional único, extraño a la gran mayoría. Las herramientas políticas
de las que se valió el estado han sido escuela y el patronato de menores, que junto con la
patria potestad configuraban para los más jóvenes un status jurídico subalterno.
Esta legislación entra en un contexto más amplio de expresiones jurídicas referidas al modo
de adquirir la propiedad y obtener de ella la renta. El Código Civil, de finales del siglo XIX, por
ejemplo, organiza toda su estructura, definiendo a las personas exclusivamente para
ponerlas en relación a la propiedad, e incluso organizando en función de estos ejes las
relaciones parentales (patria potestad, matrimonios, menores).
Antes que la creación de un tribunal popular para los crímenes de lesa humanidad (ante el
evidente fracaso del sistema de justicia de elite para sancionar los crímenes de la dictadura),
antes que la creación de mecanismos similares para el juzgamiento de la corrupción en la
administración pública (ante el anclaje medular de la corrupción en el sistema de poderes
estatales), o frente al uso ilegítimo de la violencia por parte de las fuerzas de seguridad
(expresada en los numerosos casos de gatillo fácil), o el desmantelamiento efectivo de
fuerzas parapoliciales que dando continuidad a las políticas de terrorismo estatal siguen
actuando mediante la desaparición forzada de personas y la persecución de los luchadores
sociales; antes que la sanción de mecanismos eficaces de control de armas y de mafias,
aparece como urgente legislar sobre los jóvenes que cometen delitos.
Y esto, antes aún que dotar de presupuesto las políticas públicas para el funcionamiento de
un plan nacional de protección integral de la infancia – las políticas integrales que debían
implementar las leyes todavía son letra muerta-. Así, antes de una asignación universal por
hijo, del fortalecimiento y proliferación de políticas de salud dirigida ya no a los más jóvenes
sino reconociendo también entre ellos realidades que responden a diferentes contextos
sociales, culturales y hasta geográficos; antes de la creación de instancias de participación
política, cultural, recreativas, de promoción y reconocimiento de la diversidad, antes que
fuentes de trabajo dignas, se instala la idea de que es prioritaria la definición de la políticas
represiva contra los más jóvenes.
El problema que urge en la agenda nacional, la delincuencia juvenil, bajo la consigna, (oh,
casualidad!/vaya paradoja!), de la seguridad, pone a los jóvenes como los enemigos
públicos, centro de las imputaciones y las demandas frente a la inseguridad social provocada
por las políticas de desmantelamiento de las seguridades y la previsión sociales. En la
historia de nuestro país, no es la primera vez que los jóvenes han sido el objetivo estratégico
de la política represiva, además de las leyes de patronato dictadas a principios del siglo XX,
durante la dictadura militar se tuvieron como principal blanco del control y la persecución,
valga un repaso de las edades de los perseguidos políticos y desaparecidos durante esa
época.
La única transformación del sistema penal juvenil admisible para los movimientos populares
es aquella que tienda a disminuir la intervención punitiva contra los niños y jóvenes. Y el
lugar que estos deben tener en la formulación de la ley es el de la denuncia sistemática de
retaceos en el reconocimiento de los derechos de los jóvenes, tanto en número de derechos
como en extensión en los sistemas que se propongan. Los más jóvenes tienen más derechos
y sus derechos son más amplios que los de los adultos o este es el reino de la inequidad y la
injusticia.
Si hoy los chicos entre los 14 y 16 años, aún no siendo punibles son privados de su libertad,
esos jóvenes deben ser liberados. Si existen jóvenes presos cuyo tiempo de pena les agota
su juventud, ese tiempo debe ser reducido; si se les aplican penas crueles inhumanas y
degradantes, esto debe ser evitado mediante mecanismos concretos (sistemas abiertos,
ambulatorios, que no involucren instituciones de encierro en donde proliferan esas
violaciones), si no se respetan sus garantías estas deben ser respetadas, formuladas e
interpretadas de la forma más extensiva del derecho posible; si se les aplica penas privativas
de la libertad como primer reacción frente a sus conductas delictivas esta reacción debe ser
sustituida por otras menos lesivas, si se los juzga por la gran mayoría de los delitos (en
definitiva entre los dieciséis y dieciocho años responden prácticamente por todos los delitos)
deben reducirse la cantidad de delitos por los que sea legítimo el reproche y así, en este
sentido de abolición, en este proyecto de inserción de los jóvenes en el sistema de
solidaridad social debe ser destituido el poder policial en la única política integral de infancia
legítima, es decir, popular.
La política penal debe quedar residual hasta su abolición, en el marco de unas políticas que
se consideran principales y que operan en el sentido de revertir los altos índices de
mortalidad dentro de esta franja, brindarles oportunidades de promoción social y despliegue
de sus potencialidades (por ejemplo, redefiniendo la función de la escuela, las políticas de
salud, buscando formas de participación de los más jóvenes en la elaboración de las políticas
y su ejecución); ejecutando un política laboral acorde con su condición de personas en
formación, y sus necesidades.
Lo que ciertamente los movimientos sociales no pueden apoyar es una legislación que en
algún sentido empeore la situación jurídica de los más jóvenes, que favorezca el estado
gendarme por sobre el estado social. No se puede entrar en negociaciones en este terreno,
empeorar la condición de los jóvenes de entre 16 y 18 a favor de las de 14 y 16, o no
reconociendo el flagrante y violatorio tratamiento que se le da a los que tienen entre 18 y 21,
que siendo menores para la legislación civil, es decir, privados del ejercicio pleno de sus
derechos civiles (entendiendo esto también como acceso a la propiedad), son mayores para
la penal (aptos para el acceso a la prisión bajo el mismo procedimiento que se aplica a los
adultos).
Además existen los argumentos legales (los principios de derechos humanos, la constitución
nacional, la Convención sobre los Derechos del Niño –CDN-)).
Para empezar con esto hay que destacar que el sistema de responsabilidad penal juvenil que
aceptan los instrumentos internacionales, no excluye de culpabilidad es su atenuación, pero
tampoco obliga a culpabilizar y condenar, esto es facultativo para el estado.
Desde el punto de vista de la política criminal, la sanción penal no puede justificarse como
prevención especial sobre el delincuente (evitar futuras conductas delictivas) ya que es
contraindicada por sus efectos negativos y graves daños que produce la temprana
criminalización durante la edad de crecimiento (estigmatización, carrera delictiva).
No puede legitimarse por la prevención general (como escarmiento para evitar otras
conductas) ya que las faltas de conducta de las personas menores no incentivan a los
adultos a su imitación, ni pueden ser rescatadas como ejemplificadoras para otros niños ya
que existen otras formas de educación que no requieran de una víctima propicitoria, elegida
nada menos que de entre los miembros más jóvenes.
La facultad del estado argentino de implementar un sistema penal juvenil surge de los arts.
37 y 40 de la CDN. Lo especial del sistema penal juvenil no es otra cosa que la menor
aplicación de violencia y la mayor extensión de sus derechos. Ninguna otra especialidad es
aceptable, los jóvenes deben estar dentro de la política universal de respeto de los derechos
de los habitantes enunciada desde la Constitución Nacional.
De acuerdo a la Convención la reacción frente a la infracción penal juvenil debe encuadrarse
en un sistema mínimo. Mínima intervención, mínima sanción, último recurso del sistema en
contra de los jóvenes. Evitación de su uso. Es decir un sistema con perspectiva y proyección
abolicionista. El proyecto de la política criminal no puede ser otro que abolir la respuesta
penal, independientemente de que en el plan de gobierno se incurra en momentos de
garantismo.
La transformación del sistema penal juvenil debe responder a un criterio de discriminación
positiva (tender a la equidad) los más jóvenes tienen más derechos y derechos específicos
tanto en lo penal, como en lo civil, como frente a las instituciones sociales, en todos los
ámbitos en los que se diriman sus derechos, incluido el ámbito de su familia. No se trata de
hacer un Código Penal Chiquito, si no de hacer efectiva su dignidad humana frente a las
respuestas sociales posibles. Es decir un criterio regulador de la conflictividad social, que no
puede ser otro que aquel que favorezca al niño - pro niño. Entre el abstracto interés social
por la sanción de un delito y el interés del niño, debe prevalecer el del niño (art. 3 de la CDN
y las leyes integrales nacional y provinciales).
LA TRANSFORMACIÓN DE LA LEGALIDAD PENAL APLICABLE A LOS MÁS JÓVENES.
Aún dentro del sistema de responsabilidad penal se establecen edades diferenciadas para
respuestas diferenciadas. En este sentido observamos que las franjas de edad que
actualmente son atendidas por el derecho penal deben tener contenidos específicos y
observamos una gran deuda en el grupo de entre los 18 y los 21 años que lo único
diferencial que tienen actualmente son los pabellones donde cumplen condena.
La Convención manda una edad máxima que implica el establecimiento de un techo que
impida a los que están por debajo del mismo ingresar al sistema de adultos, los 18 es la que
indica la CDN, sin perjuicio de que cada país tenga una edad más alta (por ejemplo podría
ser los 21 años de la mayoría de edad civil) y una edad mínima por debajo de la cual se
entenderá que no habrá reacción punitiva frente al delito.
Actualmente nuestro sistema penal prevé los 16 años, al menos como enunciado. Por debajo
de ese piso se renuncia a toda intervención penal coactiva y no se produce una derivación
automática al sistema de protección (gestión asistencial de la cuestión penal).
LA PRISIÓN
El tiempo de la prisión
El último recurso y el menor tiempo que proceda. Esto es, se probaron otros recursos
efectivamente y no funcionaron, aunque el delito sea grave debe darse la oportunidad al
joven de una sanción no privativa de la libertad. Y además se debe dar la oportunidad al
joven de seguir siéndolo cuando salga de la pena privativa de la libertad.
Si hemos establecido que por debajo de los 16 es ilegítimo cualquier reacción estatal, por
aplicación del principio de progresividad y, que se debe dar la oportunidad al joven de seguir
siendo joven al salir de su situación de privación de la libertad, observamos que en un
planteo ceñido a la lógica punitiva, si un joven ingresa a prisión a los 16 años, debe salir
antes de los 18, edad en que es alcanzado por el sistema de adultos. Aún ampliando este
criterio, no podría salir más allá de los veinte, para dar oportunidad a que viva en el medio
libre antes de cumplir su mayoría de edad civil.
Así las cosas, y por un criterio residual, sólo procederían penas privativas de la libertad como
máximo de tres años. Ya que si tomamos como referencia la máxima edad en la que se
encuentra dentro del sistema juvenil que son los 17 (ya que a los 18 ya ingresa al sistema de
adultos), cualquier sanción por más de tres años le impediría gozar de su condición de menor
de edad en el medio libre, es decir, tener otra oportunidad (recordemos la obligación de
creación de oportunidades para los jóvenes antes detallada en la legislación).
No podría decirse desde ya que para los más jóvenes procederían penas más altas, ya que
esto no sería equitativo, ni proporcional. De modo que de los 17 para abajo debe
establecerse el criterio de disminución de las penas en la franja de los 16 ya que se trata de
una persona más joven y esto debe adecuar la pena a las características del autor.
Entonces si para un joven de 17 cabría como máximo una pena de 3 años, para uno de 16
no podría serle aplicable nunca ese máximo por un criterio de proporcionalidad en función del
autor (menor edad, menor pena).
Y esto sólo, cuando ya no quede otro recurso, siempre revisables durante este período, y en
un medio semiabierto.
El Estado se define (y esto no lo inventaron los anarquistas ni los trotskistas, ni los marxistas,
sino que es la definición clásica de la ciencia política tomada por el derecho), por ser el que
monopoliza el ejercicio de la violencia. La violencia es constitutiva de cualquier estado. El uso
desproporcionado, ilimitado y arbitrario de esa fuerza ha dado lugar a las demandas sociales
por seguridad ciudadana, en el sentido de falta de certeza, seguridad en los derechos civiles
y políticos.
La inseguridad social no es otra cosa que la sistemática violencia que ejerce el estado a
través de retirarse de su rol de garante de estas seguridades, y luego, ante las luchas
populares responder con la más cruenta de las violencias mediante la implementación del
terror de estado como mecanismo que garantice la permanencia de la clase gobernante.
Para impedir la violencia urbana existen numerosas estrategias, entre las que la reacción
punitiva es absolutamente residual (en ningún país del mundo el endurecimiento de las leyes
penales dio por resultado la disminución del delito). Aún si nos centramos en la
transformación de las agencias de control, existen diversas estrategias que van desde la
transformación de la policía (por ejemplo el caso de la policía comunitaria), la reocupación de
los espacios públicos, la participación ciudadana en la gestión de la conflictividad social en la
que la violencia en las calles también es tratada, como un asunto más de la agenda social;
por mencionar algunas que operan en la primer agencia que entra en contacto con las
situaciones de delito (la policía), hasta las modificaciones que deben producirse al interior de
la fuerza policial, en el reconocimiento del policía como un trabajador con los derechos
consecuentes.
La violencia al interior de la sociedad civil debe ser leída a la luz de las grandes
transformaciones que en la faz cultural han provocado los últimos treinta años de historia
argentina, la fragmentación social, la ruptura del lazo social y la retirada del estado en su rol
de garante de las seguridades del trabajo y la previsión social. Su incapacidad para palear
los flagelos sociales de la droga y las armas, más que una fragilidad en los mecanismos de
punicion se comprende como una deliberada política laxa, ante la evidencia de la
participación de buena parte del poder político en estos grandes problemas que son muchas
veces los motores de la violencia urbana y también de los jóvenes, como lo es también la
irrefrenable cultura del consumo cuyos mayores propiciadores son los propios medios de
comunicación.
Por último, debemos evaluar si este problema que ha sido inflacionado es un problema de las
dimensiones que se presenta. En la Argentina se produce un promedio de dos mil homicidios
anuales, de los cuales menos del 2 % han sido cometidos por personas de entre 14 y 16
años; esto es, alrededor de 30 casos a nivel nacional, mientras que en manos de fuerzas de
seguridad policial pública y privada, se produjeron en el año 2008, 79 casos de civiles
muertos, mientras que entre el 2001 y 2007, 41 personas resultaron muertas de manos de
custodios de seguridad privada. Entre los muertos los jóvenes suelen ser víctimas
preferenciales. Este último fenómeno no puede escindirse de la creciente industria de la
seguridad, en cuyo interior se producen las más flexibilizadas formas de contratación laboral
y falta de control oficial.
Una de las claves para comprender la violencia urbana en el contexto latinoamericano es que
en las ciudades coexisten realidades separadas por una gran brecha económico social,
distancia marcada por el acceso mismo a la ciudad, a su cultura, a los espacios de
esparcimiento, a la circulación por la ciudad, calles dentro de barrios que actúan como
verdaderas fronteras que dirimen de un lado y otro las diferencias entre una multitud de
personas que viven por debajo de las condiciones de vida digna y un pequeño grupo de
opulentos.