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Las armas de la guerrilla

Con motivo del 50 Aniversario del Asalto al Cuartel Militar de Madera, publiqué en el periódico El
Heraldo un texto que se segmentó en tres entregas. Aquí, por este medio, se publica de manera
completa, a petición de algunos lectores:

La historia, al pasar su lámpara vacilante

por los caminos del pasado, solo lanza una débil luz

sobre las pasiones de esos días

—François Kersaudy

No pocas veces, durante la primavera de 1968, recorrí el trayecto de la calle Victoria, entre la
Independencia y la Ocampo, de la ciudad de Chihuahua. Acompañé a dos hombres dispares en su
estatura y profundamente coincidentes con sus ideales revolucionarios: Carlos Armendáriz y Jesús
María Casavantes Frías. Visitábamos las tiendas tradicionales para adquirir objetos personales:
botas, sombreros, ropa. Era un modesto acopio de bienes con el que ambos se equipaban para
partir a la sierra de Chihuahua, al campamento guerrillero cuyo jefe indiscutible fue Óscar
González Eguiarte. De todos esos días, recuerdo el de la despedida y los abrazos; no sabíamos si
volveríamos a vernos o simplemente se trataba del último adiós. Fue así que al doblar hacia la
parte sur de la Ocampo nos estrechamos las manos y nos deseamos el mejor porvenir para todos.
A Carlos no volví a verlo, murió en la guerrilla; a Casavantes me unió una fraternal amistad, de
respeto y admiración hasta su dolorosa muerte –tuvo el valor de levantar la mano contra sí
mismo–, muchos años después durante los que fue prófugo, librero de corazón, degustador del
amor e inconforme con una realidad con la que nunca estuvo de acuerdo.

Hace poco leí una buena novela de Roberto Ampuero que reconstruye la vida de Salvador Allende
con una trama hecha con la letra de los mejores tangos. En ella medita sobre una especie de
necesidad existencial para asumir el olvido en favor de la convivencia palpitante. No creo que a
cincuenta años del Asalto al Cuartel de Madera colocarse bajo el alero de la amnesia sea lo más
recomendable. Quienes vivimos esa época, como observadores distantes o como actores de la
guerrilla, habremos de regresar a ese manantial para explicarnos individual y colectivamente
muchos porqués.

Me parece de una enorme pertinencia hacer un retrato de esa época en esta nuestra tierra. Soy
un convencido de que el poder central que se instaló en México bajo el predominio del grupo
sonorense que emergió triunfante del Plan de Agua Prieta, siempre ha tenido a Chihuahua como
provincia en el más puro sentido romano: territorio por vencer, más porque en el perverso
imaginario de esa clase política nuestra tierra fue semillero de una gran rebelión que contribuyó al
triunfo de la revolución y que a la hora del desenlace fue incapaz de imponerse con las armas del
villismo. Así podemos visualizar capítulos que denotan esa constante de dominación sobre la
entidad. A partir de esto no quiero insinuar partidarismo a algún regionalismo barato, soy

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unionista hasta la médula y más ahora que nunca. Lo que quiero recalcar es que el gobierno de
Chihuahua, de 1962 a 1968, lo encabezó el general Práxedes Giner Durán, quien creció a la sombra
precisamente de los prohombres de aquellos sonorenses y que sabía de la pasta humana y la
calidad rebelde que se almacenaba en Chihuahua; su encargo fue sofocar esa energía, en un
momento de encrucijada histórica. No es casual que este militar le haya dado abrigo local, en sus
últimos días de vida, a un destacado callista como fue Luis L. León, al que convirtió en líder del
partido hegemónico durante parte de su gobierno y, a su tiempo, le cerrará el paso a una ruptura
temprana dentro del PRI, que encabezó Carlos A. Madrazo, y que no pudo, o no quiso, sortear aquí
Saúl González Herrera.

Desde fines de los años cincuenta y principios de la siguiente década, Chihuahua fue un hervidero
de justas luchas, de reclamos sobradamente legítimos, de consolidación de esfuerzos por pensar
nuestra realidad por cuenta propia, de deslinde con el viejo pensamiento positivista y también el
clerical. Pero a un lado de todo esto, también emergió un poderoso grupo financiero que se
dispuso a iniciar la reindustrialización de Chihuahua a partir de sus recursos naturales y su
transformación secundaria, bajo un esquema proteccionista de sustitución de importaciones,
adosada a la aparición en el área de los servicios de una buena cantidad de negocios. Es un
momento en el que emprenden el vuelo –juntos pero no revueltos– los integrantes de la vieja élite
terracista y la descollante emergencia de un grupo financiero encabezado por Eloy Vallina, el
original, no la lastimosa réplica que nos dejó a su muerte.

Al amparo del poder central, y desde luego con la obsequiosidad de los representantes priístas
locales, se hicieron enormes negocios que se tradujeron en el acaparamiento y control de los
bosques, convirtiendo el discurso agrarista de los gobernantes en una vacía retórica para el
engaño. Simultáneamente, a este proceso de acumulación y de riqueza apareció un fuerte
movimiento agrario que buscaba la tierra para los campesinos. Estaba fresco el recuerdo de las
luchas de Socorro Rivera en la Babícora y pendiente el combate por el fraccionamiento de
latifundios y la cancelación de la violencia que predominaba particularmente en la sierra de
Chihuahua. xxx

El estado se convirtió en un territorio de oportunidad para la revuelta y la resistencia, que contó


con muchos adherentes bien ubicados, sobre todo en el aparato encargado de la formación de
maestros. El partido de Lombardo Toledano creció y tuvo influencia; sus organizaciones agrarias,
campesinas y obreras (mucho más lo primero que lo segundo) se hicieron presentes en una arena
muy propicia para la lucha. En esas raíces locales crecieron los que luego serían los líderes del
movimiento que llega hasta el 23 de septiembre de 1965. Particularmente hablo del profesor
normalista Arturo Gámiz García y del doctor Pablo Gómez Ramírez.

Cuando revisamos las características de las luchas encabezadas por ambos mártires, saltan a la
vista no pocas cosas que frecuentemente se pierden de vista. En primer lugar su acrisolada
consecuencia y honradez. Su vinculación profunda con los movimientos sociales reales y
palpitantes, lo que vale mucho la pena estimar si lo contrastamos con lo que vino posteriormente,
sobre todo en las últimas etapas de la guerrilla mexicana; y, por último, algo notable a mi juicio: la

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empresa colectiva en la que se empeñaron y a la postre entregaron sus vidas, que fue la expresión
de una síntesis entre teoría y práctica. Fue frecuente en aquellos años repetir la conseja de Lenin
de que sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria. Pues bien, aquí hubo esa teoría y
esa práctica. Para decirlo recordando el estupendo cuadro de Alberto Carlos –nuestro Guernica–,
ellos sí sabían los porqués; lo dijeron en caravanas campesinas, en marchas, mítines, asambleas,
conferencias y lo plasmaron en una amplio conjunto de documentos entre los cuales destacan las
cinco Resoluciones del Segundo Encuentro en la Sierra, celebrado en Torreón de Cañas en 1965.
Fue en ese Encuentro donde se lanzó la justificación de la toma de las armas, porque a juicio de
ellos se habían cerrado las posibilidades de la lucha legal y política para resolver los añejos
problemas agrarios y la construcción de un nuevo Estado, desdeñando la vía electoral por inútil,
abriéndose las compuertas del único camino: el de las armas. De Torreón de Cañas a Madera hay
un breve tiempo, quizá el que se estimó indispensable para prepararse y mostrar la decisión que
se había tomado. Así como los héroes del más decantado romanticismo, las cabezas del
movimiento dan consecuencia a la palabra y se produce la tragedia del 23 de septiembre de 1965.

Este grupo guerrillero no se conformó en construir escenarios y paralelismos con lo que pasaba en
otras partes; ni Giner Durán era para ellos la expresión de un gorila militar sudamericano, ni ellos
unos simples émulos de Fidel Castro en búsqueda de su Moncada. En cuanto a lo primero, tenían
claridad de a qué se podía llegar en aquellos años sobre un Estado mexicano construido con los
ropajes de la ideología de una revolución que se consideraba triunfante. Giner mismo a su tiempo
había sido villista, y aunque pretoriano en sus postrimerías, su origen era distinto; y más allá de
todo esto, como gobernante impuesto gracias a una cuota militar en boga por aquellos años, el
gobernador era la clara muestra de un autoritarismo llegado a Chihuahua para sofocar
insurgencias, ignorante de su mundo, pero fiel pieza de la Guerra Fría en una territorio contiguo al
imperio. Giner Durán aparecía como el guardián del nuevo privilegio, el protector de los viejos
porfirianos y el garante de la nueva oligarquía que se expandía por el estado y que tenía en la
sierra de Chihuahua un enclave para la proveeduría destinada a la industria instalada por los
Truyet, Bailleres y Vallina. Giner llegó para no dejar pasar ninguna. En este marco, pienso ahora
que, cambiando lo que haya que cambiar, Gámiz y Gómez encararon los mismos dilemas que
Nelson Mandela cuando recibió el encargo de formar un ejército revolucionario en la Sudáfrica
racista del apartheid, dejando atrás los principios políticos de la no violencia. Esos dilemas fueron
obvios y claros y laten sobretodo en los textos de Arturo Gámiz: si la respuesta de Gustavo Díaz
Ordaz y su gobernador Giner era aplastar valiéndose de la fuerza bruta las luchas no violentas, no
quedaba de otra más que reconsiderar las tácticas emprendidas. Ellos saltaron a la palestra con
ideas nuevas para impulsar una distinta forma de organización y ahí se toparon con personas y
direcciones partidarias remisas a los nuevos vientos. La ácida pluma de Arturo Gámiz pegó en el
corazón y en la cabeza de socialistas y comunistas, en particular del viejo jefe Vicente Lombardo
Toledano. Ellos jamás habían sido soldados, no habían participado en batalla alguna, muy pocos
habían disparado un arma contra un adversario y, sin embargo, tomaron la decisión o encargo de
crear un bastión armado para hacer la justicia a la que había renunciado una revolución hecha
gobierno que aquí se percibía con penetrante olor a formol y cadaverina. Su visión de las cosas
está suficientemente clara en la afilada pluma de Arturo Gámiz: “Está demostrado que no hay que

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esperar a que estén dadas todas las condiciones, porque las que faltan surgen en el curso de la
insurrección armada (…) Se trata de iniciar la acción donde sea, a la hora que sea y no importa si
no son cinco o seis mil guerrilleros sino quince o veinte” (Gámiz García, Arturo. El único camino a
seguir, pp 13 y 14).

Hace mucho tiempo en el pensamiento de los revolucionarios, desde la Francia de 1789 hasta las
insurrecciones centroamericanas, se repite con insistencia que los hombres y los pueblos no hacen
con más gusto las revoluciones que las guerras. Es cierto, las más de las veces son los adversarios
que se parapetan en el poder absoluto y en el régimen de privilegio quienes imponen que
hombres y mujeres tomen las sendas más espinosas, las más escabrosas, las más difíciles, cual es
tomar las armas para poner un hasta aquí, porque los caminos de la ley y la sensatez pacifista han
quedado cancelados. Este retrato de época, apresurado y todo lo que se quiera, simplemente nos
dice que en aquel México de Díaz Ordaz y Giner Durán las vías de la paz y el Derecho estaban
evidentemente cerradas, clausuradas, inexpugnables. Uno de los candados que garantizaba esa
clausura fue la idea de que había un Estado emanado de una revolución que tenía absoluta
legitimidad para hacer lo que le viniera en gana, una revolución intocable; pero como se deja ver
en la realidad, en absoluta bancarrota, porque les había dado la espalda a los campesinos de
México, en especial a los de Chihuahua, a los que persiguió y encarceló en una historia que a mi
juicio está por escribirse. Esa revolución en realidad ya había recibido en los hechos su misa de
réquiem.

El 23 de septiembre de 1965 México escuchó el aldabonazo que anunció una ruptura con un
pasado de injusticia y con un México sin democracia. Hoy que se recuerda la tragedia de Madera
65, hemos visto la puesta en escena de la obra de Carlos Montemayor, Mujeres del Alba. Ahí, una
fémina de esas que están atrás de los varones que creen que la política y la historia es cosa de
hombres, con extrema vehemencia dramática se pregunta: ¿dónde están los que se iban a
levantar en armas luego del flamazo en Madera? Es un cuestionamiento con una gran
profundidad, sobre todo si nos hacemos cargo de que en México los esfuerzos de cambio
progresivo son lentos, retorcidos, alambicados y muchas veces sin los frutos deseados. Pero más
allá de esto, sí hubo quienes se levantaron para tomar las banderas de las que se quiso apoderar,
con la muerte, el poder político y militar. Me refiero precisamente a la otra guerrilla, la guerrilla
olvidada de la que paso a dar unos trozos de reflexión por haber participado en ella.

Septiembre de 1965 golpeó fuerte, pero no paralizó a los hombres y mujeres que decidieron
continuar por ese camino. Para 1966 la flama de la insurgencia continuó con más bríos, pero ahora
teniendo como escenario la universidad más que las escuelas Normales. Cuando ingresé en 1966 a
la antigua Escuela de Derecho de la Universidad de Chihuahua, fui testigo de que no tan sólo la
llama seguía encendida, sino que se alentaba su posible conversión en un incendio: percibí que los
continuadores de Gámiz y Gómez estaban allí, con ímpetu, con el coraje del duelo pero con la
convicción de que el mismo ni se agotaba en lágrimas y mucho menos se consumía en un proceso
de putrefacción. El núcleo de los continuadores era amplio, pero ahora había disputa por la
herencia del liderazgo. Nadie tenía escriturado legado alguno, ni codicilo que le diera legitimidad

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para jefaturar. Eso no estaba en la lógica que se trazó cuando se redactó El único camino a seguir.
Los continuadores, particularmente Pedro Uranga Rohana y Óscar González Eguiarte, no lograron
conciliar una alternativa unitaria y eso se reflejaba hacia otros que estábamos distantes de la
disputa pero prestos a continuar en la faena guerrillera. No es mi deseo ahora pasar lista de
quienes estuvieron presentes en eso; en cambio, sí quiero decir que tanto Rubén Aguilar Jiménez
como el que esto escribe tomamos partido por Óscar González Eguiarte y nos dimos a la tarea,
bajo su conducción, de emprender los trabajos para dar continuidad al Ejército Popular Guerrillero
Arturo Gámiz. Erogamos duros esfuerzos, cientos de días y miles de horas para reiniciar lo que
había tenido un momento dramático el 23 de septiembre. Durante una parte de tiempo tuve una
doble militancia: en 1966 me adherí al Partido Comunista Mexicano, liderado entonces por el
secretario general, Arnoldo Martínez Verdugo, en la Ciudad de México, y por Antonio Becerra
Gaytán, en Chihuahua. Aún recuerdo la noche que estuve en la humilde casa del albañil Félix
Guzmán (un gran personaje a rescatar) y el notable líder agrario José Viezcas, que cubrió todo el
rito sacramental e iniciático, salvo hacerme llegar el carnet del partido con el que no pocos se auto
concibieron como los dueños del porvenir. Que la preferencia por la guerrilla era notable, lo dice
el nombre que adoptamos para la célula: el del guerrillero guatemalteco Turcios Lima.

Esa doble militancia, que se decantó cuando opté por la guerrilla, me dejó frutos a los que ahora
otorgo gran valor personal. En primer lugar la oportunidad que me brindó –entonces los
comunistas se preocupaban por esto– de leer muy buena parte de la obra de Carlos Marx,
Federico Engels, Vladimir Lenin, Trosky, Gramsci y tantos otros que no tiene caso enumerar. El
profesor Antonio Becerra me entregó voluminosos tomos, que conservo anotados, subrayados y
fichados, y que me puse a leer como un obseso, penetrando a otros continentes que luego me di
cuenta estaban vedados por una ortodoxia ya totalmente ajena al propósito de una revolución.
Leímos a Fidel Castro, pero sobre todo a Ernesto Guevara y su buena pluma; ahí tuve la
oportunidad de constatar que el empleo de la violencia y la adopción de la guerrilla para México
no era cosa tan sencilla como se había simplificado hasta ese momento y de lo cual ya era testigo.
Cierto que leer a autores tan disímbolos como Blas Roca, Deneys Reitz, Guevara, Mao Tse-tung,
Edgar Snow y al mismísimo Menahen Beguin, alimentaba más el escepticismo que la decisión
tomada de participar en la construcción de una guerrilla en la sierra chihuahuense. Sin dejar de
cumplir los compromisos, las dudas me acompañaron a lo largo de todo el proceso.

Núm. 1 Resoluciones del Segundo Encuentro en la Sierra


Arturo Gámiz, del fotógrafo Remigio Córdova.
Documentos guerrilleros
Publicaciones de la insurgencia.
La noticia de los sucesos de Tutuaca.
Núm 5. Resoluciones del Segundo Encuentro en la Sierra.

Con Óscar González Eguiarte, que había pasado por un fuerte incidente y un proceso penal del que
quedó libre (no así el compañero Ramón Mendoza que luego de una estancia en la Penitenciaria
del Estado fue a dar a las Islas Marías de donde se fugó de manera memorable y fue inmortalizada

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por la pluma de Carlos Montemayor), y con el terco Rubén Aguilar Jiménez (entonces le veíamos
madera de Robespierre), nos pusimos en movimiento, decidiéndose para mí los trabajos de
formación política a los reclutas, acopio de armas y explosivos para depositarlos en lugares
seguros, impenetrables para la policía, y avituallar en su momento a quienes decidieran ingresar a
la guerrilla propiamente en la sierra de Chihuahua, entre ellos, Juan Güereca, Carlos Armendáriz,
Jesús María Casavantes, con los que frecuentemente me reunía en la sastrería que el primero
tenía con sus hermanos en un local ya inexistente de la ciudad. La educación consistía en análisis
de la información nacional e internacional en materia política y económica y la lectura y
comentario de autores militares, especialmente analistas de la guerrilla. En algún momento
disputamos sobre la polémica que el castrismo sostuvo con el Partido Comunista Venezolano, lo
que hacía aflorar las estrecheces del camino que estábamos tomando. Empezó a jugar, por esos
tiempos y afortunadamente de manera efímera, un papel casi bíblico la obra del francés Regis
Debray, Revolución en la Revolución. Esta obra será recordada por su daño más que por sus
aportes, pero para algunos bastaba que viniera de Cuba, con todas las bendiciones que el caso
amerita para tenerla como imprescindible. En la maleta que llevé al campamento militar,
debidamente embalada, iba un ejemplar de ese texto, que al lado de mis compañeros formó parte
de la asignatura de lo que se creía contribuía a formar buenos guerrilleros. El acopio de armas se
limitó a unas cuantas cosas: una modesta cantidad de municiones, una metralleta que me
recordaba a las que usó Edward G. Robinson en la películas de gángsters; un par de rifles M-1 con
sus cargadores de repuesto, y a los más de quince o veinte cartuchos de dinamita que obtuvimos
en el mineral de Naica y que fueron empleados para volar e incendiar un aserradero en la sierra de
Chihuahua, acción con la que se dio a conocer la presencia guerrillera del grupo que daba
continuidad a la lucha de Arturo Gámiz. Algunas armas fueron descartadas, como los pesados rifles
ochavados, cuya utilidad ya estaba en duda durante la Revolución de 1910.

La última de las tareas fue obtener dinero mediante cooperaciones voluntarias para la compra de
ropa, rastrillos y navajas de rasurar, jabones, ropa, botas, sombreros, cachuchas y mochilas,
básicamente para Güereca, Armendáriz y Casavantes. Esas compras se aderezaban con largas
conversaciones callejeras en las que los sueños afloraban. Un día, y sin que lo supiera, me di
cuenta que los compañeros ya no estaban, habían llegado al lugar escogido para ellos en la sierra
como escenario del adiestramiento para la futura lucha. De tarde en tarde, me reuní con Aguilar
Jiménez para la atención de las pocas tareas que nos quedaron como cabezas de grupos urbanos
muy pequeños. Tiempo después, Rubén Aguilar subió a la sierra de Chihuahua y se tomaron
importantes decisiones: se realizaría una acción de propaganda armada, se informó y discutió
sobre la débil unidad de una alianza de perspectiva nacional con el disidente del PPS, Rafael
Estrada Villa, de la estrechez para reclutar más cuadros en la universidad y lo indispensable que
resultaba llevar el acopio de armas, municiones, explosivos y demás, de lo que me encargaría yo
posteriormente.

Releyendo el diario de Óscar González, estos hechos se pueden constatar y datar de manera
indubitable. Ahí Aguilar es Jorge y yo Nicolás, que tales fueron los seudónimos. Recuerdo cuando
hice la pesada petaca que llevé al campamento guerrillero: a los objetos ya descritos se sumó una

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máquina portátil de escribir, un radio de baterías de onda corta, y particularmente una carta de
Aguilar Jiménez en la que opinó que por ningún motivo se debía autorizar bajar de la sierra a Juan
Güereca y Jesús María Casavantes, lo que causó la airada protesta de este último que a la postre,
antes de iniciar las operaciones y desde luego con la venia correspondiente, bajó a la ciudad donde
se puso en contacto con la organización. Güereca tomó el mismo camino de regreso, concluyendo
su experiencia antes de entrar en combate.

Con esa petaca en mano una mañana me presenté a la estación del ferrocarril Ch-P en la ciudad de
Chihuahua y me embarqué con destino a San Juanito. No conocía más allá de Cuauhtémoc y
Anáhuac, donde había estado trabajando la solidaridad de trabajadores de la industria celulosa,
pensando que la abonaba la presencia del padre de los Gámiz que ahí laboró durante mucho
tiempo. De Miñaca hasta mi destino había una tierra ignota para mí, y en mi mente un mapa de
esos antiguos y legendarios lugares donde a lo desconocido lo designaban bajo las emblemáticas
palabras de “hay leones”. Sin molestia alguna alcancé mi destino, era un día lluvioso en la estación
de San Juanito y cruzando las claves de rigor encontré a mi contacto acompañado de otro
guerrillero que ahí emprendió su viaje a un campo menonita para la extracción de unos molares y
la cura de una dolorosa postemilla. De inmediato nos fuimos a la zona comercial del poblado para
adquirir una buena cantidad de alimentos básicos: harina, leche condensada Nestlé, galletas y en
especial productos para la higiene corporal y dental; también sogas y plásticos para la
construcción de tiendas con qué hacer frente a la lluvia y al frío.

Empacadas las cosas, nos empezamos a alejar de la estación con rumbo al ejido las Ranas de
Heredia, en el municipio de Guerrero. Caminamos prácticamente toda la noche y alrededor de las
cinco de la mañana recibimos señales para adentrarnos en una vereda que nos llevó a una cabaña
de troncos donde recibimos confortable calor; secamos las ropas y los zapatos (yo calzaba
choclos), dormimos cerca de una hora, almorzamos y nos adentramos en una zona definidamente
más montañosa. En el camino, mi compañero se comportó diestro para detectar y clasificar
sonidos, lo que nos permitió no ser detectados por choferes de camiones de trocería, arrieros y
campesinos. También sabía en qué depósitos de agua podíamos beber sin correr riesgos de
infección. En un momento se escuchó una serie de bramidos y fue la señal para hacer el contacto
con el campamento de Óscar González, que nos recibió de manera afable y con claras muestras de
alegría y entusiasmo. Ahí, aparte de Óscar, se encontraba Guadalupe Gaytán, herido con un golpe
en la cabeza y una venda que la circundaba. A mi ver, el golpe era de consideración y el
compañero se manifestaba con mareo y ajeno a nuestra presencia. También estaba Jesús María
Casavantes y ausentes se encontraban en labores de reconocimiento Carlos Armendáriz y un
compañero cuyo nombre ignoraba en ese momento. No me tocó verlo. Lo primero que se hizo con
posterioridad a los saludos de rigor fue dotarme de un arma, un rifle M-1 que ya estaba ahí, y
adiestrarme en el armado y desarmado de la misma y de una pistola que no se me entregó, pero
que aprendí a manipular. Se estrenó el radio de onda corta, sintonizamos Radio Habana y nos
enteramos del juicio que se le siguió a Regis Debray en Camiri, Bolivia. Preparamos comida que
consumimos a lo largo del día y discutimos todos los encargos que llevábamos en cartera. De
manera tenue, en un rato de relajamiento, discutimos el papel de Stalin en la revolución,

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ofreciéndose de mi parte puntual reproche al dictador y una defensa de Óscar por el gran papel
que él le reconocía a lo largo de la Segunda Guerra Mundial. Las revoluciones, me dijo, necesitan
conquistar el poder o no sirven.

Me informó a cabalidad de la más importante acción que se realizaría en lo inmediato: quemar y


volar el aserradero, conocido como La Tutuaca, por los grandes abusos que se cometían por la
gente de Armando Chávez. Sería una acción de las llamadas de propaganda armada, mediante las
cuales, aparte de dar a conocer la presencia de la guerrilla en la comarca, se lanzaba la advertencia
para que los adversarios no estuvieran confiados en la impunidad por sus agravios y así ganar
adherentes por el nuevo recurso armado justiciero. Fuera de esto, toda la logística,
desplazamientos posibles y la fecha precisa de la acción no fueron objeto de información. Se
imponía la reserva. Al final se me entregaron dos documentos: uno conteniendo un comunicado
sobre la acción futura para imprimirse y repartirse en la ciudad de Chihuahua, tan luego se tuviera
noticia de la exitosa realización de la acción; el otro, una carta dirigida a Hildebrando Gaytán,
conminándolo a la entrega de un documento, inédito, de Arturo Gámiz, que se denominaba Por
qué nos fuimos a las guerrillas y que puse en manos de Rubén Aguilar Jiménez para que jugara el
papel de empleado postal, tarea que tengo entendido realizó, hasta donde sé, sin resultado
alguno. Dicho texto venía en sobre cerrado y hasta la fecha desconozco los contenidos y términos
en que se redactó. Óscar González Eguiarte, en su calidad de jefe militar de la operación, descartó
que la acción desatara una reacción fuerte por parte del gobierno y particularmente de las fuerzas
militares. A mi juicio, le parecían insospechadas varias acciones, tales como las operaciones
conjuntas de las zonas militares de Sonora y Chihuahua, con el mando central de la propia
Secretaría de la Defensa Nacional y los aparatos de inteligencia de los Estados Unidos, que jamás
tolerarían que en un estado fronterizo se albergara el embrión de una guerrilla ya claramente de
filiación socialista.

Regresé a Chihuahua, cumplí la tarea asignada y prácticamente me dediqué a esperar el delicado


momento. Acá convinimos, tan luego nos enteramos con certidumbre de que se había dinamitado
el aserradero, repartir el comunicado que había traído de la sierra. La noticia la recibimos en la
prensa local de Chihuahua y especialmente por una nota publicada por el Heraldo de México el
domingo 21 de julio de 1968, de la reportera Olga Moreno en calidad de enviada especial a
Chihuahua. No teníamos duda, la acción inicialmente había sido exitosa y había que comunicarlo.
Así se hizo mediante un impreso que lamentablemente no conservo. Con algunos compañeros
solidarios y la participación de los hermanos Güereca, se repartió, acción de la que estuve ausente
por no poder trasladarme de Camargo a Chihuahua por la clausura de la carretera debido a un
temporal lluvioso. Fue con motivo de esta actividad que también me enteré que Juan Güereca,
poco antes de realizar la acción guerrillera, había bajado a la ciudad y quedado al margen de la
misma; había seguido el rumbo de Casavantes, sin fricciones ni malos entendidos, hasta donde yo
supe, aunque me pareciera inexplicable por entonces.

No quiero pasar por alto que allá en la sierra Óscar González me planteó la posibilidad de pasar a
las operaciones militares directas, decliné el ofrecimiento sin descartarlo para más adelante. Ese

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más adelante ya no llegó: la guerrilla fue diezmada con un afán persecutorio que ya se conoce a
través de no pocos textos que dan cuenta de ello. Y es que en el fondo, para todos los que
estábamos en la ciudad, miembros o no de la guerrilla, el curso político de las cosas llevaba un
derrotero totalmente distinto. A la guerrilla de Óscar González la opacó –y no podía ser de otra
manera– el portentoso movimiento estudiantil popular de 1968 del que todos aquí en la ciudad de
Chihuahua éramos fervientes partidarios y que además veíamos como escenario propio de nuestra
lucha. Fue lamentable esto, y lo aventuro como hipótesis de trabajo, porque estimo que ha sido la
experiencia guerrillera típica, con movilidad sobre el terreno, con encuentros militares y
desplazamiento territorial, lo que no tuvo ninguna otra guerrilla rural aquí en el estado. Incluso
pienso ahora que no nos alcanzó la represión, y probablemente la muerte, porque ese
maremágnum en que se convirtió el país durante ese año nos sacó del foco de atención. No lo sé,
conjeturo.

Lo que sí afirmo es que iniciamos un ciclo complejo, de grandes dudas en cuanto a los métodos de
lucha, y de redobladas convicciones en cuanto a las metas trazadas para combatir al poder
establecido. Algunos se aferraron a las lecciones del pasado, al triunfo de la revolución en Rusia, al
ejemplo castrista que pesaba mucho; pero surgió un ambiente de escepticismo que llevó a algunos
a pensar por cuenta propia. Cuando se haga la historia de la izquierda chihuahuense, esto se
tendrá que escudriñar a fondo. Sin embargo, la derrota nos pegó por partida doble: por una parte,
el 68, que tuvo un capítulo brillante aquí en Chihuahua; y para unos cuantos, el ocaso que significó
el 65, y de manera personal el momento desgarrador de 1968 en la sierra de Chihuahua, cuando
todos los que sostenían las armas en sus manos murieron sin siquiera ser vistos porque un
acontecimiento universal y nacional los sacó del campo visual; más, porque la derrota no tiene
creyentes ni quién le queme incienso. Pero la guerrilla no concluyó ahí, todavía faltaban varios
capítulos.

En diciembre de 1969 realizamos en la ciudad de Torreón, Coahuila, una especie de asamblea de


liderazgos afines a la guerrilla o con claros compromisos con la misma en el pasado. El alma de
esta reunión fue el chihuahuense Diego Lucero Martínez, que venía como partidario de la guerrilla
desde 1965 y que se había distinguido como un tozudo dirigente estudiantil en la Escuela de
Ingeniería de la Universidad de Chihuahua. Para él, los descalabros previos no contaban, el futuro
es lo que debía definirse portando las armas, y así lo planteó en una visión ya distante de los
movimientos sociales. En el plano de la teoría prácticamente se había renunciado a los atisbos –
brillantes algunos– que había escrito Arturo Gámiz. Ahora se quería luchar, quizá en la vieja idea
de las técnicas para el golpe de Estado que circulaban bajo la inhóspita sombra del italiano Curzio
Malaparte, que reaparecieron con la firma del brasileño Marighella, en un ejercicio de
reduccionismo en el que las acendradas convicciones atadas a las buenas técnicas militares podían
llevar al triunfo. Se iniciaba la primacía de lo puramente militar, a contrapelo de las posibilidades
de la política entendida en toda su dimensión. Ni siquiera se tuvo la idea de que siempre la guerra
era la continuación de la política por otros medios, atendiendo a la sobada frase del teórico militar
adorado por Lenin. En esa reunión de fines de 1969 ya no hubo debate, ya no había eslabones con
el movimiento social, lo importante era una especie de suerte ciega por tomar las armas, que lo

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demás, incluido el triunfo, ya llegaría. A esa reunión en la Laguna llegué con un texto en las manos,
de inspiración leninista, en torno a las condiciones que podían hacer exitosa una insurrección. Ese
texto hoy perdido para mí se vio con desdén, se le estimó doctrinario, revestido artificialmente por
la santidad de la autoridad que tenía Lenin en la Revolución socialista después de 1917. A mí me
quedaba claro, acogiéndome a esas directrices, que la insurrección era un camino entre muchos
otros, pero adoptable sólo –únicamente– en un momento de viraje de la historia, cuando los del
poder de alguna manera ya no podían –y quizá ni querían– permanecer en su sitial. Eso, como bien
se sabe retrospectivamente, no era lo que teníamos en presencia.

Diego Lucero se empeñó en sumar el liderazgo de Rubén Aguilar Jiménez, y éste, de manera
cimarrona, asistió a la reunión para no pronunciar ni media palabra, para no comprometerse con
nada, ni contestar a ningún emplazamiento del guerrillero Lucero Martínez, con el que no se
rompió la relación pero que empezó a vernos en la berlina porque tomábamos un rumbo
diferente, más claramente por lo que se refiere a mi persona. Diego es el artífice de un tercer
intento que aquí en Chihuahua tiene el estrujante capítulo del 15 de enero de 1972, sangriento y
escalofriante sin duda. Murió Avelina Gallegos a las puertas de un banco que se pretendió
expropiar, de acuerdo al argot vigente en ese momento. El gobernador Óscar Flores Sánchez se
ensañó con un baño de sangre en el que hubo homicidios que quedaron impunes, especialmente
el artero y cobarde crimen del propio Diego Lucero Martínez. Capturados y presos algunos
miembros de esta guerrilla –ahora no rural, sino urbana–, se les pudo llevar a juicio penal y aun
condenarlos por sus faltas, pero se optó por el “¡mátenlos en caliente!”.

Al tiempo de estos sucesos y de este desenlace sanguinario, la izquierda que se vertebraba a partir
de un discurso en el que la violencia revolucionaria jugaba un papel central, se puso desde la
universidad, y en general del movimiento estudiantil, al frente del extraordinario movimiento de
masas de 1972 en Chihuahua. Miles se levantaron, querían una transformación, no soportaban al
autoritarismo, pero de nueva cuenta el encauzamiento de la gran insurgencia ciudadana
estudiantil, obrera, popular, no tenía el trazo de un camino; las posibilidades de luchar por el
establecimiento de un poder democrático no estaban delineadas y nuevas derrotas sobrevinieron:
la más dolorosa y de lamentarse en la vida de Chihuahua fue la postración de la Universidad de
Chihuahua a un papel totalmente anclado a los designios de un poder corrupto y corruptor. Pero
la guerrilla continuó en un trayecto que para mí fue quedando atrás.

De los que fuimos al llamado de Óscar González, Jesús María Casavantes realizó un último
esfuerzo, totalmente infructuoso e infecundo. Inició lo que podríamos llamar la etapa de Saturno,
no tanto porque los supuestos dioses comenzaran a devorar a su hijos, sino porque estos
empezaron a destruir con furia a sus predecesores. De pronto se le llamaba la enfermedad de la
ultraizquierda; luego, apoderándose de los símbolos (Liga Comunista 23 de septiembre), se movió
prácticamente a partir de una supuesta tecnocracia guerrillera que, a falta de visualizar al enemigo
real, los adversarios vinieron a ser los reformistas pequeño burgueses que adocenaban a un
proletariado mítico y libresco; por tanto, sobre ellos empezaron a pesar no tan sólo las
descalificaciones sino las mismísimas amenazas de muerte.

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Luego vino la Guerra Sucia, el rescate de las cárceles y del exilio de no pocos guerrilleros que de
inicio detestaban la solidaridad para luego aquilatarla recuperando la propia libertad. Fue así, a lo
largo de meses y años, que vimos desaparecer a mujeres y hombres de los que ya no hemos vuelto
a tener noticia. Otros murieron en combate, otros fueron ejecutados en la propia guerrilla,
algunos tomaron el camino del exilio para regresar luego convertidos en buenas personas. Los
hubo quienes tomaron el camino del PRI, del más burdo partidismo reformista. Se dio un proceso
que en química se llama de sublimación (pasar del estado de sólido al estado gaseoso sin pasar por
el líquido), que convirtió a no pocos con pasado guerrillero en agentes comprometidos del que
algún día se denominó el oprobioso Estado burgués. Por poner un ejemplo de todos conocido: el
ultra guerrillero sonorense, Jesús Zambrano, transitó de la más espinosa guerrilla al Pacto por
México y al entreguismo más vil del PRD al priismo peñanietista. Siempre he deplorado que este
tipo de evoluciones no tengan ninguna explicación en la ética política. Quizá estoy equivocado
rotundamente y hasta pienso que adopto una actitud propia del ingenuo, del que se niega a ver
las cosas a través del cristal del realismo político. Algún día, ojalá, me pueda aclarar todo esto. Ya
es tarde para mí.

Por lo pronto, y a la luz de los 50 años que han transcurrido desde 1965 hasta estos días, no puedo
dejar de pensar en una lectura casi obligada de aquellos años. Se trata del polémico libro El
hombre rebelde de Albert Camus, denostado arteramente por la pluma oportunista del filósofo
Sartre. Hoy soy un convencido de que el país no cambiará empleando la violencia, que matarnos
ofreciendo un futuro luminoso es la más grave de las mentiras que tengo a la vista e incluso veo en
ello una inocultable fuente del más despreciable de los totalitarismos. Para mí, el 23 de
septiembre de 1965, luego la guerrilla olvidada de Óscar González y el posterior sacrificio de Diego
Lucero, se inscriben en la idea de Camus de que es en el mismo momento de la desgracia cuando
uno se acostumbra a la verdad, de que a la postre en un proceso largo y complicado son los
resistentes los que tienen la última palabra y, para mí otra verdad suprema: en política, y
prácticamente en todo, son los medios los que deben justificar los fines.

El compañero y amigo Ramón Mendoza, en la recreación que hizo Carlos Montemayor, se auto
interrogó el porqué después de sus aventuras iniciadas en 1965 y continuadas con Óscar González
Eguiarte, se encontraba fuera de su país en los Estados Unidos. Él no aceptaba esa condición y
quería lo extraordinario: ser libre en los lugares donde no corresponde estar; pero sobre todo, él
deseaba ser libre en la propia tierra. Por eso luchó y anduvo por el mundo merodeando y al final
se le concedió regresar a la tierra que quiso ver diferente y continuaba igual o peor. No sé cuál fue
su último pensamiento. La última vez que lo vi fue en su tierra y teniendo a la vista la devastación
de las compañías mineras en Huizopa. Para mí, que me estremeció en los pasillos de la Escuela
Preparatoria el suceso del 23 de septiembre, que sentí cómo murieron todos los compañeros de la
guerrilla en que participé, sigue siendo una convicción de que aquí, en Chihuahua, me tocó vivir,
resistir y luchar, no tanto por el luto humano de los caídos sino por la propia convicción y la
responsabilidad de que las cosas algún día tendrán que ser mejores, porque lo que tenemos ahora
no lo merecemos.

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Nos hemos ganado el derecho a un mundo diferente, pero no será nunca un gracioso donativo de
la historia. Tendremos que arrebatarlo, porque ser no violento no significa ni carencia de arrojo y
mucho menos de coraje. Por eso nunca olvidaré los adioses que un día nos dimos, en la esquina de
las calles Victoria y Ocampo, Carlos Armendáriz, que murió con las armas en la mano; Casavantes
Frías, que luego de innumerables aventuras se atrevió a levantar la mano contra sí mismo; y yo,
que llego al final de este texto sin el arrepentimiento del silencio, atento a una herencia
irrenunciable, porque cuando una ética como la de mis compañeros se avala entregando la vida
misma, no es un compromiso que se salde únicamente por el dolor padecido y el luto que en su
momento nos causaron los sacrificios, sino porque con errores, convicciones y un sentido de
responsabilidad, nos aconseja que vidas así iluminan el mejor camino por el que México ha de
transitar.

Descreo que hay que morir para triunfar. No admito la disyuntiva del patria o muerte, pero
también pienso que hay ideales por los que se puede estar dispuesto a correr el riesgo de morir,
aunque se ame la vida de la manera más entrañable que mente humana pueda pensar. Por eso,
las pasiones de ciertos días suelen ser inobservables a través de la simple lámpara de la historia,
más cuando esta se torna en un ejercicio netamente convencional. Siempre he renunciado a
colocarme en la confortable sombra que da el alero de la vida, porque a final de cuentas me
pregunto: para qué sirve eso, si el adversario simplemente es un canalla.

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