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REVISTA BÍBLICA

Año 32 – 1970
Págs. 41-46

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PUEBLO SACERDOTAL
Y SACERDOCIO MINISTERIAL
Para una nueva concepción del sacerdocio cristiano

Luis F. Rivera

Las numerosas publicaciones sobre el tema demuestran que, desde el punto de vista teológico,
estamos en vísperas dé una nueva concepción del “sacerdocio”: más humana, menos sacral;
más bíblica, menos estructural; más cristiana, menos mecanicista y formal. Sólo estamos en
vísperas. La perplejidad e importancia de los teólogos tiene como secuela que la misma
“reglamentación” concreta se torne angustiosa y casi sin perspectivas. La presente exposición
quiere hacer internacionalmente tabula rasa de mucho condicionamiento histórico, que nada
aporta al “sacerdocio” en su naturaleza más profunda, y pretende ser testimonio de confianza
en un “sacerdocio” que, en sus amplias perspectivas bíblicas, hace respirar el frescor de lo
original y el ímpetu virgen de lo auténtico.

La primera gran verdad es que el “sacerdocio” cristiano es un sacerdocio de pueblo y


comunidad. El relato altamente simbólico de la institución de los 12 Apóstoles no quiere
indicar otra cosa que la existencia de una realidad nueva y definitiva: los Doce, en reemplazo
de las doce tribus de Israel que configuraban al pueblo de la antigua alianza, son
constitutivamente el nuevo pueblo de la promesa con toda una potencialidad intrínseca de
hacerse realidad histórica y universal en el consorcio de pueblos y razas. “Entrad en la
construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios
espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (...) vosotros sois linaje elegido,
sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido” (2 P 2,5.9; cf Ex 19,6).

A partir de esta verdad fundamental —y elemental— no puede haber ya propiamente un


“sacerdocio” mediador entre Dios y el pueblo para hacer algo así como de puente entre el
cielo y la tierra. El poder de realización, por lo tanto finca en el mismo acontecimiento de la
existencia de este pueblo, diversificada y condicionada históricamente por personas con
misiones,
[42] funciones y cargos propios. En adelante toda .autoridad se ha de considerar
necesariamente dentro de ese pueblo y para la constitución del mismo, no sobre el pueblo o
fuera de él.

Al establecer esta verdad básica de un pueblo sacerdote que hoy en día la mayoría de los
autores pone muy bien de relieve— no queremos subrayar otra cosa que la naturaleza
intrínseca de ese pueblo. Con otras palabras, no pretendemos negar la existencia de cargos,
oficios y funciones dentro del mismo pueblo y siempre bajo la necesaria dependencia del
dinamismo y espontaneidad del Espíritu. Todo entumecimiento jurídico e institucional, más o
menos al margen del pueblo-sacerdote, no hará sino frustrar la vocación colectiva, paralizar el
dinamismo uno, que por naturaleza no es reductible a patrones humanos, y formar un
cristianismo de élite y clasista. El Espíritu es el que siempre suscitará, dentro del pueblo, la
forma concreta de hacerse acontecimiento. De acuerdo a todo esto, en la Iglesia de Cristo sólo
podrá admitirse una institución que al mismo tiempo sea carisma en el caso concreto de cada
persona. La misión de los Doce tuvo como punto de partida la efusión del Espíritu Santo en
Pentecostés. Las Pentecostés se repetirán en adelante, a través de la historia, para revitalizar y
redescubrir la vocación divina del hombre en Cristo. Dentro de los diferentes cargos, oficios y
vocaciones que el Espíritu suscita (cf 1 Cor 12) se encuentra el “sacerdocio”. Siempre hemos
colocado entre comillas este término porque el “sacerdocio” cristiano no es un sacerdocio en
el sentido propio de la palabra. El sustantivo no podrá designar más a un técnico del culto
consagrado a un templo para llevar a cabo ceremonias y ritos. A partir de Cristo la liturgia sale
del templo y se vuelca en los hombres y en la humanidad por un culto en espíritu y verdad:
“Dios es Espíritu y los que adoran deben adorarlo en espíritu y verdad” (J 4,24). De ahí que el
Nuevo Testamento no sólo no instituya este sacerdocio sino lo rechace en el sentido técnico
del término. Cristo es el único sumo sacerdote eterno por un sacrificio que no se ofrece aquí
sino en el tabernáculo del cielo, y esto de una vez para siempre (Heb). El Apóstol Pablo
realiza esta “desacralización” en forma radical al emplear la terminología técnica cúltica para
la vida de caridad (cf Rom 12,1-3) y para el apostolado (cf Rom 15,16): Iglesia no significa
edificio material sino comunidad de creyentes.

El “sacerdocio” cristiano, o más precisamente el católico, también él tiene que ser


desacralizado. Positivamente se define por otro objeto y por otra misión que la específica
sacerdotal. El “sacerdote” en la Iglesia tiene la condición de ser apóstol, es decir, “enviado” a
dar testimonio dentro de la historia humana. Lucas sustituye a este propósito la expectativa de
un fin inminente por el tiempo de la Iglesia: “A vosotros no os toca conocer tiempo y el
momento que ha fijado el Padre con su autoridad,
[43] sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,7-8).
Ser testigo, en este contexto, no puede significar otra cosa que realizar la misma misión del
“Siervo de Yavé”, que cargó con los pecados de la humanidad para expiarlos y así hacerse
“‘luz de las naciones.” De ahí que el texto de Hechos resuene con las mismas palabras de
Isaías: “hasta los confines de la tierra” (Is 49,6). La modalidad de este testimonio, calcada de
la del “Siervo” —“el hijo del hombre no vino a ser servido sino a servir” (Mc 10,45)—,
compete en primer término a los Apóstoles. En Hechos puede adivinarse que la misión de
Esteban y Pablo evocan el destino del “hijo del hombre”. En adelante la Iglesia deberá llevar
este mensaje del “Siervo” a todas los pueblos; sólo así será realidad anticipada del reinado de
Dios entre los hombres por la potencialidad creativa del Espíritu. El bautismo señala, en la
vida pública de Jesús, la irrupción de la fuerza del Espíritu para enseñar con poder y desplazar
las consecuencias del mal: de esta manera se hace acontecer la realidad de la Iglesia. La
exousia (poder y autorización en contraposición a dunamis que es tan solo poder) no es, por lo
tanto, un privilegio conferido a un puñado de dirigentes, constituidos en jerarcas del Espíritu,
sino una gracia dada a toda la Iglesia: Se puede definir como participación en la fuerza
pujante, invencible y conquistadora del resucitado. Los diferentes ministerios y cargos que
surgen en la comunidad no son sino manifestación de esta gracia participada del resucitado.
La distinción y jerarquización, dentro de la Iglesia, pertenecen, por lo tanto, a un orden
secundario: en primer lugar hay igualdad y hermandad, luego una jerarquía que no consiste en
distinción de grados sino en donación del Espíritu. Por parte del hombre, el que pretenda ser
mayor deberá hacerse efectivamente siervo y esclavo de todos, en una palabra, colocarse en el
último lugar. Llegamos aquí a la médula del Evangelio que, si bien no justificable por ninguna
filosofía, religión, o perfección moral, es realización máxima y aspiración suprema del que se
pone en seguimiento de Cristo y, en primer término, del “sacerdote”.

Una vez establecido el carácter sacerdotal de toda la Iglesia, podemos pasar revista a las
características del “sacerdote” como Iglesia en potencia y factor constitutivo de la misma. En
la Iglesia primitiva muy pronto “los Doce” fueron designados “Apóstoles”. Como Apóstoles
los discípulos de Jesús son “enviados” con plenos poderes —siendo por esto mismo
plenipotenciarios— para establecer el reino de Dios: “Como el Padre me envió así yo os
envío” (J 20,21). Esto supone que los discípulos eran los íntimos de Jesús en su misión
mesiánica, con otras palabras, eran los testigos de su actividad pública, y ante todo de su
resurrección, en cuanto que participan de ella (dunamis) y es cuanto que la comunican con
poder y autorización (exousia).
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Ahora bien, el poder (exousia) conferido a los Apóstoles y ministros para transmitir la
novedad de vida de la resurrección, se instrumentaliza y vehiculiza por la predicación. A este
respecto Pablo da una enseñanza insigne: “no me envió Cristo a bautizar sino a evangelizar”
(1 Cor 1,27). Esta transmisión de la palabra tiene su máxima intensidad en el sacramento:
bautismo, eucaristía y penitencia. El bautismo como donación del Espíritu presupone la
conversión, positivamente la fe en el evangelio. La eucaristía como alianza de amor presupone
una vida de comunidad cristiana. La penitencia es la segunda conversión para los miembros
reincidentes. La vocación del “sacerdote”, por lo tanto, está orientada esencialmente a la
comunidad. No es ni puede ser un poder sacramental a solas: la potestad sobre el cuerpo de
Cristo sólo tiene sentido si va adjunta la potestad sobre el Cuerpo total de Cristo, a saber, la
Iglesia. No hay razón para una distinción entre la potestas ordinis y la potestas jurisdictionis.
Además en el Nuevo Testamento esta potestas no está al margen del carisma o sobre el
mismo, sino es realización carismática del Espíritu al lado de los demás carismas (cf 1 Cor
12,28 ss). Y como todos los carismas, es servicio (diakonia) de la comunidad.

Dentro de este amplio marco bíblico las conclusiones para el “sacerdocio” postconciliar
son las siguientes:

1. El sacerdocio es una gracia que coloca a toda la Iglesia (comunidad de los


creyentes) en una nueva condición. Este es el sentido propiamente cristiano del sacerdocio.

2. Este sacerdocio de la Iglesia consiste en participar de la exousia del resucitado.

3. La finalidad de este sacerdocio global o colectivo no es otra que la de llevar a


cabo entre los hombres la misma misión del “Siervo de Yavé”. De ahí que la clave para
interpretar este sacerdocio no sea la autoridad sino el servicio.

4. Dentro de este contexto de Iglesia (comunidad de fieles), el sacerdocio individual


es una realización del Espíritu —lo mismo que los demás carismas— para el servicie de la
comunidad. Como carisma supone una gracia de Dios y, en su destino a la comunidad, un
reconocimiento de esta (ordenación). Sin pueblo y comunidad el “sacerdocio” no tiene
sentido. Al margen de este pueblo y comunidad tiende a transformarse en autarquía
secularizada conforme a las instituciones de moda.

5. El “sacerdocio”, siendo por naturaleza servicio mediante la evangelización,


puede también, de por sí, desde este punto de vista, ser conferido a quienquiera tenga en la
comunidad, la misión de enseñar y adoctrinar, sea hombre o mujer.

6. El celibato no se liga al “sacerdocio” en absoluto. Todo ideal de virginidad o


celibato tiene sentido cristiano sólo en el
[45] plano individual como carisma personal. Carece de sentido como institución;
menos aun puede imponerse como conditio sine qua non para el candidato al “sacerdocio”.

7. Toda organización humana, como crecimiento ulterior del dato bíblico, nunca
podrá tener el peso de un mandato divino. Sólo será interpretación que no agota la fuente
evangélica pero que se torna legítima en la medida en que la interpreta.

BIBLIOGRAFÍA

Schürmann H., Der Jüngerkreis Jesu als Zeichen für Israel (und als Urbild des
Kirchlichen Rätestandes). Geist und Leben 36 (1963) 21-35, examina el simbolismo de
“los Doce”.
Sus consideraciones siguientes, sin embargo, deben tomarse con mucha precaución ya que
hace fuerza por reducir la vida religiosa a la práctica de los tres consejos, mientras que la vida
religiosa, en el sentido de los evangelios, no sea más que la misma vida cristiana. La
aplicación de la Iglesia de los orígenes a la vida religiosa, así como está organizada hoy, es
demasiado restrictiva.

Stanley D. M., Authority in the Church: a New Testament Reality. CBQ 29 (1967) 555-
573.

Es un excelente artículo sobre la naturaleza de la autoridad (exousia) en la Iglesia.

Satake A., Apostolat und Gnade bei Paulus, NTS 15 (1963) 96-107.

Llega a establecer lo particular y exclusivo del apostolado de Pablo frente a los diferentes
cargos y carismas que se daban en la comunidad. Pienso que la Iglesia en su totalidad hereda
este apostolado que fue gracia particular del Apóstol.

Kertlege K., Verkündigung und Amt im N.T., Bib u Leb 10 (1969) 189-197, llega a
conclusiones muy firmes.

El número 43 de Concilium (1969) se dedicó al tema del sacerdocio:

Rahner K., (Punto de partida teológico para determinar la esencia del sacerdocio ministerial;
pp. 440-445).
Establece, como punto de partida, la predicación de la Palabra, y define al sacerdote
“proclamador del Evangelio en nombre de la Iglesia” (p. 444). Sin embargo esta proclamación
tiene un contexto amplio y rico en el testimonio por medio de la vida.
Hastings A. (Problema teológico de los ministerios en la Iglesia; pp. 390-401) piensa que
histórica y doctrinariamente es discutible el principio de H. Küng: en un comienzo se dieron
ministerios “no ordenados”. Parte del sacerdocio común de los fieles para referirse, luego, a la
diversidad del modo de realización.
Kasper W. (Nuevos matices en la concepción dogmática del ministerio sacerdotal; pp. 375-
389) establece como punto de partida para el sacerdocio cristiano el carisma de gobierno. El
carácter indeleble no debe interpretarse como un privilegio clerical metafísico, sino como la
asunción total de la existencia humana al ministerio (p 385).
Schelkle K. H. (Servicios y ministerio, en las Iglesias de la época neotestamentaria; pp 361-
374) insiste en la condición sacerdotal de toda la Iglesia para predicar y dispensar los
sacramentos; el enfoque y la argumentación, sin embargo, no convencen. Tampoco con-
[46] vence la distinción entre carisma e institución (o jurisdicción), que quiere insinuar ya en
los orígenes del cristianismo (371).

El número 8 de Selecciones de Teología (1969) trata también el tema.

Kasper W (La función del Presbítero en la Iglesia; pp. 351-59; cf Geist und Leben 42
[1969] 102-106) insiste en que el ministerio presbiteral es servicio de reconciliación para
unidad de la Iglesia. Pero pienso que la unidad no debe considerarse objetivo inmediato, sino
secuela necesaria del desempeño sacerdotal; de esta manera se llega no a una unidad pre-es-
tablecida sino a la que resulta del Espíritu en medio de la diversidad de funciones.
Schlier H. (El ministerio sacerdotal en el N.T.; pp. 321-331), después de insistir en lo
irreductible del sacerdocio de los fieles (¡para este sólo cita el Apocalipsis!) al sacerdocio
ministerial, subraya la entrega personal del sacerdote. Juzga con optimismo que la institución
no convierte al servicio en poder y honor, sino al contrario, pone de relieve su mismo carácter
de servicio al obligar al mismo subjetiva y objetivamente. El autor saca buenas conclusiones,
ante todo con respecto al carácter escatológico del ministerio.
Picard P., La discusión actual sobre el sacerdote: Implicaciones existenciales: pp. 345-350;
cf Geist und Leben 41
[1968] 21-44.
Recomendamos en particular el artículo de Ratzinger J., El sentido del servicio sacerdotal; pp.
321—331; cf Geist und Leben 41
[1968] 347-76.

Finalmente, la cuestión del sacerdote se trata también en Theological Studies 30 (1969).


Schillebeeckx E. (The Catholic Understanding of office in the Church; pp. 567-587), desde el
campo católico, pasa revista a los diferentes elementos que constituyen la admisión del
candidato al ministerio en la Iglesia.
Lindbeck G. A. (The Luteran doctrine of the Ministery: Catholic and Reformed, pp. 588-612)
hace una clarísima exposición de la doctrina luterana y sus inquietudes modernas. No faltan
objeciones a la doctrina católica: ante todo, cómo compaginar la doctrina de los teólogos
católicos modernos con el capitulo 3 de Lumen Gentium.
Por fin, Van Beeck F. J. Sacraments, Church Order, and secular Responsability; pp. 613-634.

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