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Salmos
Prólogo
Al contrario que el Nilo, que se puede
descender llevado por la corriente o remontar a
vela, el Tigris es un río de sentido único. En
Mesopotamia, los vientos corren, como las aguas,
de la montaña hacia el mar, nunca hacia tierra
adentro, hasta tal punto que las barcas, a la ida,
deben cargar con asnos y mulas que puedan
remolcarlas a la vuelta por los secos caminos,
como bamboleantes y azarados cascarones, hasta
su lugar de atraque.
En el extremo norte, donde nace, el Tigris
indómito corre entre las rocas y sólo algunos
barqueros armenios se atreven a navegarlo, con
los ojos clavados en las efervescencias de las
pérfidas aguas. Extraña arteria en la que los
navegantes no se cruzan, no se adelantan, no
intercambian saludos ni consignas. De ahí esa
impresión embriagadora de navegar solo, sin
demonio protector, sin otra escolta que las
palmeras de las orillas.
Luego, al llegar a la ciudad de Ctesifonte,
metrópoli del país de Babel y residencia de los
reyes partos, el Tigris se calma, la gente puede
acercarse a él sin respeto, ya no es más que un
gigantesco brazo fluido que se puede cruzar de una
orilla a otra en unos serones redondos de fondo
plano en los que se amontonan hombres y
mercancías y que se hunden hasta la borda y a
veces giran como trompos sin que por ello
naufraguen, vulgares cestos de junco trenzado que
despojan al río del Diluvio de su imponente
aspecto. Es entonces tan manso que pueden
chapotear en él unas siniestras parejas abrazadas:
pellejos de animales decapitados, vaciados,
recosidos y luego inflados, a los que se aferran
cuerpo a cuerpo los nadadores, como para una
danza de supervivencia.
La historia de Mani comienza al alba de la era
cristiana, menos de dos siglos después de la
muerte de Jesús. A las orillas del Tigris han
quedado rezagados multitud de dioses. Algunos
emergieron del Diluvio y de las primeras
escrituras, otros vinieron con los conquistadores o
con los mercaderes. En Ctesifonte, pocos fíeles
reservan sus plegarias para un único ídolo, sino
que van de templo en templo dependiendo de las
celebraciones. Se acude al sacrificio de Mitra
para merecer una parte del festín; luego, a la hora
de la siesta, se busca un rincón de sombra en los
jardines de Istar y, al final del día, se va a
merodear por los alrededores del santuario de
Nanai para acechar la llegada de las caravanas; es
junto a la Gran Diosa donde los viajeros
encuentran refugio para pasar la noche. Los
sacerdotes los reciben, les ofrecen agua perfumada
y luego les invitan a inclinarse ante la estatua de su
bienhechora. Aquellos que vienen de lejos pueden
dar a Nanai el nombre de una divinidad familiar;
los griegos la llaman a veces Afrodita, los persas
Anahíta, los egipcios Isis, los romanos Venus, y
los árabes Allat; para todos es madre nutricia y su
seno generoso huele a la cálida tierra roja regada
por el río eterno.
No lejos de allí, sobre una colina que domina el
puente de Seleucia, se yergue el templo de Nabu.
Dios del conocimiento, dios de lo escrito, vela por
las ciencias ocultas y visibles. Su emblema es un
estilete, sus sacerdotes son médicos y astrólogos y
sus fieles depositan a sus pies tablillas, libros o
pergaminos que él acepta más gustoso que
cualquier otra ofrenda. En los gloriosos días de
Babilonia, el nombre de este dios precedía al de
los soberanos, que por eso se llamaban
Nabonasar, Nabopolasar, Nabucodonosor... Hoy,
sólo los letrados frecuentan el templo de Nabu, el
pueblo prefiere venerarle a distancia; cuando la
gente pasa por delante de su pórtico para acudir
ante otras divinidades, apresura el paso lanzando
furtivas y temerosas miradas hacia el santuario, ya
que Nabu, dios de los escribas, es también el
escriba de los dioses, el único encargado de
inscribir en el libro de la eternidad los hechos
pasados y venideros. Algunos ancianos, al bordear
la pared ocre del templo, se tapan el rostro
precipitadamente. Quizá Nabu haya olvidado que
están aún en este mundo, ¿por qué recordárselo?
Los letrados se ríen de los temores de la
multitud. Ellos, que aman la sabiduría más que el
poder o la riqueza, más incluso que la felicidad, se
jactan de venerar a Nabu más que a cualquier otro
dios. El miércoles, día consagrado a su ídolo, se
reúnen en el recinto del templo. Copistas,
negociantes o funcionarios reales forman pequeños
corros animados y locuaces que deambulan, cada
uno según sus costumbres. Unos toman la avenida
central y rodean el santuario para desembocar en
el estanque oval donde nadan los peces sagrados.
Otros prefieren la avenida lateral, más umbría, que
lleva al cercado donde están encerrados los
animales para el sacrificio. De ordinario, gacelas,
corderos, pavos reales y cabritos andan sueltos
por los jardines; sólo permanecen encerrados
algunos toros y dos lobos cautivos; pero la víspera
de las ceremonias, los esclavos que dependen del
templo reúnen a los animales para dejar libres las
avenidas y prevenir la caza furtiva.
***
Uno
El hijo que Mariam esperaba era Mani.
Dicen que nació en el año 527 de los
astrónomos de Babel, el octavo día del mes de
Nisan -según la era cristiana el 14 de abril del
216, un domingo-. En Ctesifonte reinaba Artabán,
el último soberano parto, y en Roma gobernaba
despóticamente Caracalla.
Su padre había partido ya, no muy lejos por el
camino, pero hacia un mundo extraño y cerrado.
Río abajo de Mardino, a dos jornadas de marcha a
lo largo del gran canal excavado por los antiguos
al este del Tigris, se encontraba el palmeral donde
Sittai reinaba como maestro y guía. Allí vivían
unos sesenta hombres de todas las edades, de
todos los orígenes, hombres de ritos exagerados
que la historia habría ignorado si su camino no se
hubiera cruzado un día con el de Mani. A
imitación de otras comunidades surgidas en aquel
tiempo a orillas del Tigris y también del Orontes,
del Eufrates o del Jordán, se proclamaban
cristianos y a la vez judíos, pero los únicos
verdaderos cristianos y los únicos verdaderos
judíos. También predecían que el fin del mundo
estaba próximo. Sin duda alguna, cierto mundo se
moría...
En la lengua del país se llamaban «Hallé
Hewaré», palabras armenias que significaban
«Túnicas Blancas».
Esos hombres habían elegido la proximidad
del agua, ya que esperaban de ella pureza y
salvación, e invocaban a Juan Bautista, a Adán, a
Jesús de Nazaret y a Tomás, al que consideraban
su gemelo, pero más que a ninguno, a un oscuro
profeta llamado Elcesai del que procedían su libro
santo y sus enseñanzas: «Hombres, desconfiad del
fuego, no es más que decepción y engaño, lo veis
cerca cuando está lejos, lo veis lejos cuando está
cerca, el fuego es magia y alquimia, es sangre y
tortura. No os reunáis en torno a los altares en los
que se eleva el fuego de los sacrificios, alejaos de
aquellos que degüellan a las criaturas creyendo
que agradan al Creador, separaos de los que
inmolan y matan. Huid de la apariencia del fuego,
antes bien, seguid el camino del agua porque todo
lo que ella toca encuentra de nuevo su pureza
primera y toda vida nace de ella. Si un animal
dañino muerde a alguno de vosotros, que se
apresure hacia el curso de agua más cercano y se
meta en él invocando con confianza el nombre del
Altísimo; si alguno de vosotros está enfermo, que
se sumerja siete veces en el río y la fiebre se
disolverá en la frescura del agua».
Dos
Tres
Cinco
Aquella noche, cuando Mani se tendió en la
estera que desde siempre le servía de cama, el
dormitorio estaba oscuro y desierto, ya que los
«hermanos» estaban aún reunidos en la Santa Casa
para las oraciones vespertinas. Sus voces
entremezcladas le llegaban por oleadas. Luego,
había periodos de un silencio opresivo. Mani se
incorporó y dobló la pierna izquierda, la pierna
sana, sobre la que se sentó con el rostro vuelto
hacia la ventana, hacia la luna llena, hasta que su
halo le impregnó los ojos; luego los cerró, como
para digerir la luz así captada.
Entonces, se dibujó en su mente la misma
imagen que había visto antaño en el agua del canal,
su propia imagen, la de su «Gemelo», para que,
solo con ella, el adolescente pudiera llorar.
-¿Por qué me he humillado así delante de toda
la Comunidad? ¿Por qué no pude responder a
Sittai y confundirlo?
«No ha llegado la hora», respondió el Otro.
-¿Por qué no se puede decir a esos hombres la
verdad?
«¿No has leído jamás las palabras de Jesús?
¡No se tiran las perlas a los puercos! Sólo se
desvela la verdad a aquellos que la merecen. Tú
tienes por misión subyugar a reyes, trastornar las
creencias, conmocionar al mundo, ¡y sólo piensas
en asombrar a algunos Túnicas Blancas!»
-Con todo, es aquí donde he vivido desde la
infancia y esos hombres son los únicos que
frecuento.
«Tú jamás has pertenecido a los Túnicas
Blancas, tu destino es otro, no envejecerás en
medio de esa gente.»
Mani dejó de llorar cuando esas palabras se
formaron en sus labios y, por espacio de un
momento, acarició un sueño: ¿Y si partiera con
Maleo ahora? Pero frente a su impaciencia, el Otro
se revistió con la máscara serena del tiempo
abolido.
«No Mani, no puedes descubrirte, es
demasiado pronto aún para afrontar el mundo,
nadie escucharía a un niño.»
Aunque Maleo había sido desterrado sin
apelación, le autorizaron a permanecer algunas
semanas más en el palmeral. Una tolerancia que no
dejaba de tener relación con las heridas
demasiado visibles que le habían infligido. Sittai,
su verdugo, no quería ofrecer a la gente del pueblo
vecino un espectáculo que pudiera avivar su
desconfianza.
Mani estaba persuadido de que su amigo iba a
rechazar esa clemencia tardía y sospechosa y que,
en cuanto llegara la noche, aprovecharía para
escapar. Pero el tirio no desdeñó la prórroga que
le proponían. «¡No me gustaría llegar a casa de los
griegos en semejante estado!», explicó a Mani. No
deseaba presentarse ante la mujer de su vida y ante
su futuro suegro como un adolescente flagelado y
humillado. ¡Y puesto que podía esperar oculto a
que las señales hubieran desaparecido...!
En realidad, Maleo no parecía tener mucha
prisa en partir y cuando, veinte días después del
incidente, un «hermano» fue a avisarle de parte de
Sittai que tenía que partir, pareció desamparado.
-Ya es hora de que te confiese que te he
mentido, Mani. Te he mentido mucho.
-No es el momento de confesiones, tus
mentiras están olvidadas. Y no adoptes esa voz de
despedida, nos volveremos a ver.
-No hablaba de las mentiras pasadas. Estoy
hablando de ahora. Te he dejado creer que los
griegos me esperaban, que estaban ansiosos por
recibirme cuando abandonara el palmeral. ¡Pues
bien, he mentido!
-¿Carias no te quiere por yerno?
-¿Crees que me he atrevido siquiera a
proponérselo?
-¡Vamos! Os he visto juntos cientos de veces,
hablando y riendo, te quiere como a un hijo.
-¡Mientras le interrogue sobre las hazañas de
su antepasado en la batalla de Arbelas! Pero si
hubiera podido sospechar un solo instante que yo
soñaba con arrebatarle a su única hija para
llevármela a Ctesifonte, no me habría vuelto a
abrir su puerta jamás.
-¿Tú qué sabes? Estoy seguro de que si le
hubieras pedido realmente la mano de Cloe, habría
aceptado sin la menor vacilación.
-¡Quién negaría la mano de su hija a un Túnica
Blanca!
Los dos amigos se echaron a reír, no muy alto,
ya que podrían oírlos.
Seis
Uno
Dos
***
Cuatro
Cinco
Seis
Mani esperó a que se calmaran las
aclamaciones de los soldados y de los cortesanos
para abandonar la habitación de la niña y, seguido
orgullosamente por Maleo y Pattig, ir a despedirse
del príncipe.
-Bendito sea el día en que te cruzaste en mi
camino, médico de Babel.
Los ojos de Ormuz estaban aún rojos por la
emoción y su voz sonaba insegura.
-Te daré el oro suficiente para que pases tu
vida entera libre de necesidades.
-No quiero oro. Puesto que he adquirido la
facultad de curar, ¿cómo podría dejar que esa niña
se apagara sin intentar nada? Si por esa acción
aceptara una recompensa, me sentiría indigno de
mi ciencia.
-¡Soy yo quien sería indigno de mi fortuna si te
dejara partir sin recompensa!
-No quiero tus riquezas ni los honores que
puedas prodigar. Sin embargo...
Se detuvo súbitamente, como si le hubiera
llegado una llamada apremiante y hablara bajo su
lejano dictado.
-Sin embargo, tengo que hacerte una petición.
-¡Habla, está concedida de antemano!
-Quiero la más dulce de las muchachas de tu
casa.
-¿Denagh?
-La misma.
Ciertamente, Ormuz estaba sorprendido y
claramente molesto. Pero ¿cómo describir la
reacción de Maleo y de Pattig? Ambos miraron a
Mani como si acabara de ser sustituido por un
sosia bromista.
-He dicho que no te negaría nada, pero esa
muchacha no forma parte de los bienes que poseo.
Es la hija de un oficial al que yo quería y que
murió hace cuatro años combatiendo a mi lado. Yo
me había aventurado imprudentemente hasta el
corazón de las líneas enemigas y él acudió
corriendo a salvarme. Yo pude escapar con una
herida superficial, pero él dejó allí su vida por mi
culpa. Por lo tanto, decidí acoger a su hija única,
que tenía nueve años, la tomé bajo mi protección y
la he tratado con cariño. Si a veces se ocupa de mi
hija es porque ambas se quieren mucho, pero
Denagh no es ni sirvienta ni esclava. Pertenece al
clan Karen, uno de los más nobles de nuestra raza.
En su familia, como en la mía, no se entrega una
hija contra su voluntad. ¿Consentirá ella en
seguirte?
-Así lo creo.
-¿Te lo ha dicho?
-No se lo he preguntado.
-Que la hagan venir; voy a interrogarla yo
mismo.
Cada instante de espera parecía aumentar la
confusión de Ormuz que comenzó a reflexionar en
voz alta:
-Mi hermano mayor, Bahram, acudió a
visitarme hace un año. Vio a Denagh, le complació
y me habló de ella. Como en aquel entonces yo
tenía otros proyectos para ella, le dije que no era
núbil. ¡Era verdad, no lo era! Pero cuando Bahram
se entere de que he dejado marchar a esa
muchacha con otro, me guardará un rencor eterno.
Él, que mira ya con envidia todo lo que yo
poseo...
Sin embargo, al terminar su monólogo, el
príncipe se mostró resignado:
-Acabas de devolverme a mi propia hija,
médico de Babel, mi deuda contigo no tiene
límites. Si hubiera podido pagarla con una simple
palabra a mi tesorero, ¿habría tenido la sensación
de haberla satisfecho?
Apenas habían cruzado el perímetro del
campamento, cuando Maleo se volvió hacia Mani.
Había mil preguntas en sus labios, pero se
resumían en una sola:
-¿Qué vamos a hacer con ella?
Hizo un gesto con la cabeza, designando a
Denagh, cuya montura estaba justo detrás de la
suya. Mani respondió con voz clara, para que la
muchacha pudiera oírle.
-Adonde yo vaya, vendrá ella. Los que me den
hospitalidad, se la darán a ella también.
-¡Una mujer! ¡La gente va a hacer mil
preguntas!
-¡Porque necesitan comprender!
¿Comprender? El propio Mani no había
intentado comprender. Esa Voz, interior o celeste,
que hablaba a veces por su boca, le había
ordenado pedir a esa muchacha y él había
obedecido. Denagh había venido a unirse a su
caravana.
Ese día, Maleo se alejó para ceder el sitio a
Pattig, quien rumiaba sus propias inquietudes.
-Hijo mío, ¿has decidido tomar mujer?
Al instante, el rostro de Mani se volvió
impasible.
-¿Para qué ha de tomar mujer un hombre si
debe abandonarla después?
La frase no tenía réplica y el padre no se
atrevió a defenderse. ¿Iba a justificar su actitud
hacia Mariam, su partida de Mardino después del
encuentro con Sittai en el templo de Nabu, y a
recordar sus votos pronunciados en el palmeral?
Demasiado sabía cómo reaccionaría su hijo. Por
eso, prefirió apartarse a su vez.
La montura de Denagh fue entonces a cabalgar
junto a la de Mani. Ambos jóvenes miraban a lo
lejos con asombro y alegría, y también, con una
especie de orgullo. A caballo, el hijo de Babel
parecía recordar sus orígenes partos, quizá porque
como en el suelo cojeaba a causa de su pierna
torcida, a lomos de una montura recuperaba su
buena presencia. Igualmente, Denagh parecía más
bella a caballo; su busto, de ordinario curvado
debido a su pudor de adolescente, se enderezaba y
mostraba su pleno desarrollo. Su piel tostada, la
trenza que le caía sobre el hombro y su perfil
tendido hacia el horizonte le daban la apariencia
de una viajera de las estepas. Mani posó su mirada
sobre ella y su montura se le acercó aún más, hasta
tal punto que sus estribos se rozaron.
Aún no habían intercambiado ni una palabra.
Su silencio se prolongó, sólo perturbado de
cuando en cuando por los gritos de los soldados de
la escolta o por algún relincho.
A lo lejos, revoloteaba ya el polvo de la
ciudad.
Un día, le preguntaron:
-¿Qué nombre lleva aquel del que eres el
Mensajero?
-Yo le llamo «el Rey de los Jardines de Luz».
-¿No es el Padre, el Todopoderoso, el
Infinitamente bueno, el Creador de todas las
cosas?
-¿Cómo podría ser a la vez bueno y
todopoderoso? ¿Es acaso él quien ha creado la
lepra y la guerra? ¿Es él quien deja morir a los
niños y que maltraten a los inocentes? ¿Es él quien
ha creado las Tinieblas y a su Señor? ¿Ha
prometido que este último existe? Si pudiera
aniquilarle de un gesto, ¿por qué no lo haría? Si no
quiere aniquilar las Tinieblas, es que no es
Infinitamente bueno; si quiere aniquilarlas, pero no
lo consigue, es que no es Infinitamente poderoso.
Después de un corto silencio, añadió:
-Es al hombre a quien ha confiado la creación.
Es a él a quien le corresponde el primero hacer
que las Tinieblas retrocedan.
Uno
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
El rey de reyes parecía colmado, por más que
de cuando en cuando una palabra de cansancio
revelara su creciente frustración. Puesto que los
romanos se mostraban hasta ese punto
desamparados y vulnerables, ¿no sería una
ligereza por su parte contentarse con percibir un
tributo cuando podría aniquilar de una vez por
todas al enemigo moribundo? ¿Por qué dar tiempo
a los romanos para recobrarse, perdiendo él
mismo unos años preciosos? Hacía tiempo que
había cumplido los cuarenta, ¿esperaría a haber
envejecido para lanzarse a la conquista de
Occidente? Pero un pacto es un pacto y Sapor no
era hombre que traicionara su palabra y su sello.
Él, cuya autoridad estaba hecha de mil juramentos
de fidelidad, cometería un error si diera semejante
ejemplo de felonía.
Su dilema pareció resuelto el día en que se
enteró de la muerte de Filipo, asesinado por sus
legiones sublevadas, como solía suceder, al mismo
tiempo que su hijo, sus colaboradores y un gran
número de cristianos, acusados de haberle
apoyado.
Sapor convocó a los principales dignatarios del
Imperio sasánida y a algunos buenos consejeros y
les pidió que se expresaran libremente con
respecto al camino que se debía seguir. El primero
en agitar su padham fue Kirdir.
-Nuestro Señor -dijo- ha demostrado una
generosidad extrema hacia los romanos. Él, cuyos
ejércitos victoriosos habrían podido humillar a los
infieles y aniquilar su Imperio ha dado pruebas de
una paciencia, de una bondad y de un escrúpulo
moral que le honran, pero que nuestros enemigos
no merecen. Hubo un pacto entre nuestro señor y el
cesar Filipo. Si este último lo cumplió no fue por
sentido del honor, sino por pura falacia y por el
terror que le inspiraba el poderío de la divina
dinastía. Ahora que Filipo ha vuelto a las
Tinieblas de Ahriman, Roma va a poder apreciar
nuestra justa cólera, del mismo modo que durante
demasiado tiempo apreció nuestra magnanimidad.
Incluso envuelta en elogios, la crítica con
respecto a la política que se había seguido hasta
entonces no se le escapó a nadie. Por otra parte,
Kirdir no era el único en opinar así, puesto que
todos los que intervinieron, ya fueran magos,
príncipes o secretarios, recomendaron el recurso a
las armas.
Aunque estuviera prohibido mirar a la persona
del rey de reyes, unos y otros levantaban a veces
un ojo furtivo para intentar juzgar sus sentimientos
y su humor. No cabía la menor duda de que lo que
decían los dignatarios coincidía con sus más
íntimas preocupaciones. La guerra contra Roma se
había retrasado durante mucho tiempo, demasiado
tiempo. Ahora se imponía, y se había encontrado
el motivo. El soberano se disponía a hablar
buscando solamente las palabras adecuadas, ya
que no quería dar la impresión de ceder a la
conminación del mago, cuando Mani, que hasta ese
momento había permanecido en la sombra, agitó su
pañuelo. Apoyándose en el brazo derecho para
levantarse del mullido cojín que le servía de
asiento, comenzó por enumerar las ventajas que el
rey de reyes había obtenido «gracias a su hábil
política de tregua», extendiéndose sobre los años
de prosperidad que acababa de atravesar el
Imperio sasánida y sobre el lugar preponderante
que había adquirido a los ojos de todas las
naciones «el primero de los hombres». El
preámbulo era astuto, ya que atenuaba los
remordimientos del soberano y le colocaba en una
postura más digna frente a todos los que le daban
lecciones. Luego, Mani previno:
-Si las tropas de la dinastía parten al asalto del
Imperio Romano, no hay duda de que conseguirán
victorias pero obligarán a las legiones a unirse
bajo un mismo mando. Antes que acabar con el
enemigo, como algunos exigen, se le habrá
administrado un remedio enérgico, doloroso pero
eficaz, y saludable para él. ¿Es ése el objetivo que
quieren alcanzar aquellos que han tomado la
palabra antes que yo? ¿Y por esta locura querrían
reemplazar la juiciosa política seguida por el
señor del Imperio?
Sapor pareció turbado, incluso se leía la duda
en sus ojos. A su alrededor se agitaron en
desorden los pañuelos, pero ya no concedería la
palabra, pues había llegado el momento de
recuperar su ascendiente y de pronunciar el
discurso decisivo:
-Para Nosotros, nada ha cambiado aún con
respecto al tratado con los romanos. Cuando un
cesar sustituye a otro, hay que cumplir los
compromisos que su predecesor contrajo. En cuyo
caso, Nosotros seguiremos respetando lealmente
los nuestros. Pero si se interrumpiera el pago del
tributo, responderemos con todo el vigor que
tenemos derecho a utilizar con los traidores. Con
el fin de prevenir cualquier eventualidad, tenemos
la intención de hacer un llamamiento a todos
nuestros vasallos, las tribus sometidas y los
soldados mercenarios. Al primer acto de traición,
nuestros ejércitos invencibles se desplegarán por
el litoral de Occidente, Anatolia y Capadocia, y
continuarán devastando mucho más allá las
provincias de los romanos hasta que vengan a
renovar ante Nosotros su humilde sumisión.
Después de que se les despidiera, los
cortesanos se dispersaron por los pasillos del
palacio, haciendo comentarios sobre la falacia
intrínseca del enemigo, la proverbial cobardía de
sus tropas y de sus jefes, y también sobre la
imposibilidad demostrada de vencer al rey de
reyes. Sólo Mani, sombrío, permanecía apartado y
pronto fue olvidado por todos. En cuanto la sala
del consejo se quedó vacía, fue a ver al chambelán
para pedirle una audiencia privada ante Sapor,
quien le recibió sin demora.
-Habría añadido algo, pero ya había tomado la
palabra aquel que se expresa el último.
El monarca le hizo una seña para que
prosiguiera.
-El señor del Imperio ha precisado que
actuaría con rigor contra los romanos sólo en el
caso en que dejaran de pagar el tributo. ¿He
comprendido bien?
-Ya sabes que los adversarios de Filipo le
reprocharon que firmara un acuerdo indigno y
degradante. Quizá incluso le hayan matado a causa
de ello.
-Quizá. Pero si por alguna razón que ignoro el
nuevo cesar decide seguir pagando, ¿se le
declarará la guerra a pesar de todo?
-He sido muy claro sobre ese tema. ¡Si
cumplen su palabra, yo cumpliré la mía!
-Pero entonces ¿por qué obligar al tesoro, a los
vasallos, a los caballeros, así como a todos los
súbditos, al gasto excesivo que una movilización
implica, antes incluso de conocer la postura de los
romanos? Cuando se haya reunido el ejército,
cuando las tribus sometidas y las tropas
mercenarias estén reclutadas, querrán combatir,
conseguir el botín, y ya no se podrá enviarlas a su
casa con las manos varías. Esto ya ha sucedido en
el pasado; se hace un llamamiento a filas a causa
de una amenaza de guerra y luego, aunque la
amenaza se aleje, se termina por hacer la guerra
porque se ha reunido al ejército.
-No se planteará ese problema. Todos saben
cuál es la actitud de los romanos. Y además ya he
anunciado mi decisión y no voy a retractarme al
respecto.
-El señor del Imperio no necesita retractarse
de nada. Ha dicho que reuniría a sus tropas y lo va
a hacer, pero nadie puede obligarle a convocar al
mismo tiempo a los sátrapas, a todas las tribus, a
todos los vasallos. Los preparativos pueden
hacerse lentamente. Y si los romanos eligen el
camino del desafío, la movilización podría
acelerarse.
-No era ésa mi intención, pero consiento en
aceptar tus argumentos y en seguir tus consejos.
Quiera el Cielo que no tenga que arrepentirme.
¿Sabes, Mani, que de todas las personas presentes
en el Consejo, ninguna otra habría podido hacerme
cambiar de opinión? Si te escucho así, si me
someto a tu opinión, es porque tienes un lugar en
esta dinastía y en mi propio destino que ni siquiera
tú sospechas.
***
Así pues, Mani se fue a deambular solo por los
jardines del palacio. Los guardias reconocían ya
su cojera, su capa azul y su bastón, y le dejaban
que siguiera el rito de sus visitas habituales. En
efecto, allí ya tenía sus costumbres, senderos que
le eran familiares, árboles que solía visitar y una
charca, a cuyas orillas le agradaba particularmente
ir a sentarse, con una pierna doblada y la otra
extendida, igual que lo hacía, siendo niño, al borde
del canal del Tigris; y allí encontraba de nuevo, en
la guarida del soberano más poderoso del mundo,
esa alquimia de paz y de tormenta que le permitía
abstraerse en la meditación.
Para que su voz interior pudiera hacerse oír.
«Hay momentos, Mani, en que uno se encuentra
con una espada en la mano. Se siente vergüenza de
utilizarla, sin embargo, ahí está, fría, cortante,
prometedora. Y el camino está trazado. Antes que
tú, otros Mensajeros se encontraron en situaciones
parecidas. Cada uno de ellos tuvo que hacer su
elección solo. Y solo estás tú. Más que nunca.
Solo contra la opinión de Sapor y de sus
cortesanos. Solo contra las redes de la
Providencia. Sin otra claridad que el rayo de Luz
que hay en ti, deberás discernir y escoger.»
-Bastaría que dijera «sí» para que la espada
del rey de reyes me abriera los caminos del vasto
universo.
«Tu nombre sería entonces venerado por los
hombres siglo tras siglo, se elevarían oraciones a
Mani, se ofrecerían sacrificios en su nombre, se
gobernaría en su nombre, se mataría sin
remordimientos invocando su nombre.»
-Aún puedo negarme...
«Si te niegas, pones tu cuerpo deleznable y tus
ingenuidades atravesados en los caminos de la
guerra, te interpones, te obstinas, te aferras a cada
jirón de paz o de tregua. Y tu nombre será maldito,
borrado, y tu mensaje desfigurado.
-¿Durante mucho tiempo?
«Quizá hasta la extinción de los fuegos del
universo. Y no entrarás en Roma. Y tendrás que
huir de Ctesifonte. ¿Qué eliges?»
Mani dio su respuesta de pie, mirando al Cielo
a la cara:
-Mis palabras no derramarán sangre. Mi mano
no bendecirá ninguna espada. Ni los cuchillos de
los que ofrecen sacrificios. Ni siquiera el hacha de
un leñador.
4. El destierro del sabio
Uno
Dos
***
Tres
***
Cuatro
Cinco
***
Siete
***
Epílogo