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Otra vez dejé a mis compañeros de lado.

Es una verdadera lástima que tenga que empezar a


hacer esto cada vez que ellos se acerquen a un edificio de la Orden, pero mi cabeza está en
juego y no quiero arriesgarme a que la Hermandad me vea como un traidor. Además, si
llegaban a ver la cicatriz que tengo de seguro me rebanaban el cuello, así que mis opciones se
vieron reducidas a huir.

Ah, Benzor… Una ciudad tan grande como esta debía tener muchísimas cosas para hacer. Si tan
sólo hubiera tenido un mapa para ubicarme y saber dónde están todos los lugares
importantes, todo sería mucho más fácil. Y de hecho, una de las ideas que se me ocurrieron
fue ir a comprar uno, pero antes quería hacer un negocio a mi favor. Aquellos estúpidos lentes
que me vendió Jibo tenían que serme útiles de alguna manera, aún si esa manera era
volviéndose dinero. Normalmente podría venderlos a la mitad de su precio original, pero yo
aspiraba a aunque sea recuperar el dinero perdido. Solamente tenía que encontrar a alguien
que fuera tan tonto o desafortunado (sí, como yo lo fui) para comprarlos.

Me dirigí entonces a la plaza central, que seguro era el lugar por donde más transitaba la
gente. Allí estaba otra vez aquel loco que gritaba acerca del fin de los días, los típicos
mercaderes (incluyendo al que le robé unas frutas esa misma mañana), peatones de todo tipo,
turistas, entre un largo etcétera. Buscaba a alguien que se viera lo suficientemente
desafortunado y/o feo como para que aquellos lentes fueran un bálsamo en el alma. Si era
poco inteligente, mucho mejor... Lo pensé por un momento y se me ocurrió la idea perfecta: el
guardia semi-orco que se encontraba en el paso al distrito comercial.

Al ir acercándome empiezo a notar lo raro que es que un semi-orco se encuentre en esta


ciudad llena de enanos, humanos y elfos. Es una rareza que en las filas militares de Benzor se
encuentre alguien que “destaque” tanto, y no de una manera grata si se quiere. La armadura
hasta le quedaba chica, y se veía un tanto desubicado allí. Solté aquel asunto por el momento,
y cuando pasé por al lado fingí asustarme de él, imitando los modos del elfo rubio con el que
pasé aquellas horas el día anterior.

— ¡Oh, disculpe usted! Su rostro tan rudo me ha asustado, buen amigo —las palabras que usé
no me parecieron las más afortunadas, puesto que alguien más inteligente podría haberse
sentido insultado, pero no puedo pedir mucho de un semi-orco. Éste se dio por aludido pero
no sabía de dónde provino la voz hasta que le dije “aquí abajo, amigo” con mi mejor voz,
aunque por dentro pensaba cuándo iba a ser el día en que alguien bajara la maldita cabeza
para darse cuenta que estaba allí abajo. El increpado sólo gruñó un poco, resignado, y levantó
los hombros comunicándome que eso era lo que le tocaba.

Seguí endulzándole el oído, diciéndole que quizás había alguna señorita (o señor) al cual
quisiera mostrarle otra cara de sí, más agradable, esculpida o bella. Este tipo seguía sin
entender de lo que le hablaba y me ordenó que me fuera de allí. Le hice una reverencia.

— Fue un placer hacer negocios con usted, señor. Supongo que le venderé estos anteojos
embellecedores a alguien más —dije audiblemente mientras sacaba los anteojos que Jibo me
compró. A mis espaldas escuché “¿embellecedores?” con mucho interés, provocando que
parara en seco y diera la media vuelta con mi mejor sonrisa.

Los ojos del semi-orco parecían interesados en aquellos anteojos. Le vendí la idea de que esos
anteojos hacían irresistible a aquél que se los pusiera e incluso se los día a probar. El semi-orco
se los puso y le acerqué el espejo para que se viera en él, provocando una reacción favorable
en él. Sonrió satisfecho y me dio las gracias, mas mi mano fue más ágil y le quité los lentes
diciéndole que no los estaba regalando sino vendiendo. Entre idas y vueltas le pude sacar 26
monedas y una “piedra de la suerte de Cronk (su nombre)” la cual pude apreciar que era
preciosa, aunque pequeña como un haba. Joyero no soy, pero sabían quién podía llegar a
identificar una gema, y ese era el mismo gnomo que me puso en esta situación: Jibo. El
encuentro culminó con el semi-orco diciendo que era su piedra de la suerte, pero que más
suerte había tenido al encontrar al duende mágico. Maldito bruto…

Ya en la tienda de Hagen, me dirigí hacia el mostrador y llamé su nombre. Él apareció casi al


instante, pero veía por encima de mí buscando a quien lo llamó. La vena de mi frente se hinchó
un poco cuando le dije “aquí abajo”. Maldito gnomo…

— Jibo —comencé, sin ganas de perder mucho el tiempo con este ser ciertamente
indeseable—, deseo ver a Hagen. Sé que hace poco estuvo aquí porque sé que estuvo
hablando con mi compañera hace poco.

Él pareció sorprenderse un poco por el pedido pero me informó que Hagen no se encontraba
en aquel momento. Pareció estar buscando mis manos con la mirada así que le mostré lo que
estaba buscando, confirmándole lo que debía estar sospechando. Según lo que me enteré,
Hagen era un hombre bastante ocupado y ni siquiera el gnomo sabía dónde podía estar puesto
que no le confiaba tal información. Jibo no era más que un empleado de su señor, así que esa
información no estaba disponible para ninguno de los dos. Suspiré.

— Dile entonces que espero órdenes, que me tomo muy en serio el pacto que hicimos, y que
tengo noticias para él.

El gnomo me dio a entender que los asuntos de la Hermandad no eran de su incumbencia y me


advirtió acerca de estar hablando acerca de “aquello” en la tienda, puesto que podrían oírnos.
Lo miré perplejo puesto que no había nadie y comencé a hablarle sarcásticamente.

— ¿Y qué? ¿Acaso va a haber un objeto mágico conectado al oído de alguien y nosotros no lo


sab…? Tienes razón —caí en cuenta de que lo que estaba diciendo era totalmente factible así
que me callé y fui al último punto de mi agenda en la tienda, sacando la pequeña gema—. Por
último, quiero pedirte un favor. Hace unos momentos concreté una venta provechosa para mí,
y el semi-orco me entregó esta piedrita que creo es preciosa. Ahora, identificar un objeto sé
que sale 100 monedas pero quisiera saber si tú pu… dieras… eh…

La cara del gnomo había cambiado totalmente y ahora denotaba una gran molestia, como si lo
hubiera insultado. Aun así, tomó la piedra, la arrojó en una cajita y me dio una bolsa con 60
monedas. Yo estaba confundido, pues no sabía qué de todo lo que dije lo molestó, pero
agradecí que me diera el dinero.

— ¡Espera! ¿Qué gema era? ¿Era preciosa?

— Era una esmeralda pequeña —zanjó, todavía molesto. Lo saludé con una reverencia y salí de
allí, todavía confundido.

Desde allí decidí ir a lo de Gwindin, donde mejoré mi equipo comprando una armadura de
cuero tachonado y un estoque, además de vender mi viejo blindaje y un arco igual al que ya
tenía. Al preguntar por mapas, me dijeron que necesitaba ir con un cartógrafo. Cuando
pregunté si conocían alguno, me cerraron la maldita puerta en la cara. Enanos maleducados…

Ya tenía sed así que mi próximo objetivo era la taberna. No sólo por la sed sino por el hecho de
que allí seguramente se encontraban los rumores actuales que podrían ayudarme a encontrar
algo que hacer. Quizás había algún tesoro sin reclamar en algún lugar, o algo para entretenerse
en la ciudad.

Al arribar, pido un vaso de cerveza rubia y cuando me lo dan comienzo a caminar alrededor de
la taberna, agudizando el oído. Llego a escuchar tres rumores importantes:

1. Se dice que el rey está siendo manipulado por vampiros.


2. Hay una casa embrujada al final del distrito a la cual nadie se acerca pues a la noche se
escucha un fantasma que poda los arbustos.
3. Se dice que el jefe de la guardia real es un ávido fumador de Vegepygmy

“¿Vampiros?” pienso, un tanto nervioso. “Ojalá no sea cierto”. Como me importa poco lo que
haga el jefe de la guardia real y no puedo acceder a la sala del rey, termino mi jarra de cerveza
y me retiro de allí. En eso, veo que Helgo le da una escupida al recipiente y su escupida
comienza a girar a una velocidad pasmosa por alrededor del vaso y lo deja limpio. Mis ojos
estaban del tamaño de una sandía, no pudiendo evitar que la palabra “enseñame” saliera de
mi boca.

Fuera de allí, caminé hasta el final del distrito y allí estaba Cronk guiñándole el ojo a varias
señoritas que pasaban por el lugar. Ahora podía ver lo estúpido que debo haber lucido. Me
acerqué a él para preguntarle si sabía acerca de alguna casa donde se escuchara el ruido de
tijeras de podar, pero él no sabía nada. De hecho, al decir la palabra “embrujada” dejó ver lo
supersticioso y miedoso que era. Hasta un poco me compadecí de él, así que decidí no
molestarlo más. Aún así, hice un recorrido y la encontré. Allí estaban los arbustos de los que
hablaba el rumor, y era una casa que parecía abandonada.

Abrí la reja y debajo de uno de estos matorrales había una pequeña bolsa con una nota.
Busqué trampas y no había ninguna. Temeroso, atravesé la bolsita con el estoque y se escuchó
el tintineo de monedas. Arrastré la nota por el piso con la misma arma hasta que estuviera
cerca de mí, y la abrí para encontrarme con esto:
Me dio un vuelco en el estómago. Cuando abrí la bolsita tenía nada más y nada menos que 500
monedas que en ese momento fueron la gloria misma, pero tenía una mezcla de sensaciones:
por un lado, el recibir una recompensa por mi lealtad era gratificante, pero también me sentí
observado. Como si Hagen, o alguno de sus seguidores, pudiera saber todo el tiempo dónde
me encontraba y con quién.

Entré a aquella casa con cierto malestar, pero con mi instinto de mediano pulsando por
dentro. Esta edificación era muy pequeña, hecha también un desastre, con una cama dada
vuelta y papeles en el suelo. Comencé a revisar todos los muebles, cajones, debajo de la cama,
pero no había nada que me pudiera ser de valor. Cuando estuve a punto de resignarme,
escucho que se abre la puerta detrás de mí e instintivamente saqué mis dos dagas para
encontrarme una cara conocida: Kitsune Hiroshi, una humana de la Hermandad que no parecía
tenerme muy en gracia. Ella miraba alrededor con desagrado y finalmente posó sus ojos en mí.
En su costado cargaba un morral bastante grande, como si tuviera un gran botiquín.

— Veo que encontraste la nota. Eso nos ahorra tiempo —su tono típico de Yokobetsu la hacía
fácil de reconocer.

— ¿Qué nota? —digo, mintiendo y probándola.

MALA IDEA.

De pronto fija su mirada en mí y en un pestañeo mi visión se puso blanca al mismo tiempo que
sentí un ardor en una mejilla. La cachetada que me dio fue la peor que sentí en mi vida. Lancé
un quejido por el dolor y ella me advirtió que no la tome por estúpida.

— ¡Está bien! Sí, la encontré.

Ella me comentó que un grupo de Akkivas me estaba buscando, que habían podido vulnerar
las defensas tanto físicas como mágicas de la ciudad. Tanto fue su éxito, que hasta habían
tenido que poner un guardia extra. Al escuchar esto, sentí que se me iba el color de la cara. Los
Akkiva son los asesinos que se encontraban a las afueras de Turán.

— ¿Te refieres al semi-orco? —Kitsune volvió a ponerse como una furia y me asestó otra
bofetada aún más fuerte que la anterior. Pensé que me desmayaba del dolor pero pude
resistirla.

— ¿Por qué te buscan estos Ardianos? —en otro momento no le hubiera contestado, pero
aquellas cachetadas habían dolido demasiado así que le conté acerca de mi historia personal:
cómo me había enamorado de una esclava humana, había intentado salvarla y fallé, y en Arda
se me buscaba por interferir en los negocios de un esclavista. Kitsune replicó severamente que
en la Hermandad estaba prohibido enamorarse, que mi pasado era mi pasado y eso ahora no
era de importancia, pero que tenía que eliminar mi pasado para comenzar de cero en la
Hermandad.

— Y como deseo eliminar todo rastro de mí pasado en Arda, es que decido ir y deshacerme de
ellos —la oriunda de Yokobetsu relajó el rostro, mostrándome una faceta más suave de sí.

Lo que también me informa, es que en ese momento y lugar se iba a llevar a cabo mi ritual de
ascenso de rango en la hermandad. El rito que había tenido anteriormente era solamente de
iniciación y fue algo improvisado, pero ahora me iba a volver parte integral de la Hermandad.
Ella se acerca suavemente, y cuando estaba más desprevenido me clava un cuchillo en el
costado del cuerpo. Yo trato de gritar, pero de mi garganta no salió sonido alguno. Me había
paralizado. Cuando caigo al suelo, entro en un trance donde sigo viendo a Kitsune que me
devolvía una mirada severa, fría, distante.

Repentinamente, su cuerpo comenzó a ser cubierto por una especie de líquido negro que la
devoraba poco a poco como si el petróleo hubiera cobrado vida. Cuando su cuerpo fue
completamente cubierto, comenzó a mutar hasta convertirse en el de aquél hombre, aquél
esclavista que me buscaba.

El Señor Gogo. Él era el responsable de que tantos seres en Arda terminen en manos de gente
que sólo porque tiene el dinero, cree que puede hacerse de esclavos sin ningún ápice de
empatía o escrúpulos. Yo miraba y sentía un odio que me quemaba por dentro, pero eso no
fue nada comparado con la furia que sentí después, cuando abrió la boca para hablar.

Me dijo que mis padres habían sido unos esclavos enanos a los cuales tuvieron que dar muerte
porque el venderlos junto a su hijo ya encarecía mucho su precio. Que el hecho de que yo esté
vivo es una mera casualidad porque me entregaron en el momento justo a una humana que de
todos modos me detestaba por lo anormal que resultaba. Que el amor y la muerte siempre
habían ido de la mano en mi vida, con mis padres que fueron mi primer amor real y con la
humana que fue mi primer amor romántico. Y todo, en vano, pues el sistema que yo buscaba
derrocar iba a existir por siempre y un mediano jamás podría derrumbarlo.

El odio en mi cuerpo comenzó a lastimarme de tanto que deseaba vengarme, de tanto que
quería matar a todo aquel que había osado hacer sufrir a mis padres que nunca tuvieron la
chance de ver crecer a su hijo, a la humana que me hizo dar cuenta que en mi corazón había
más que sólo un sentimiento de sobrevivir el día a día, y a todos aquellos esclavos que día a día
veía cómo eran comprados, como si fueran objetos que no poseían ningún valor. Una mesa era
igual de importante para aquellos desgraciados que un esclavo, que una vida.

De pronto, frente a mí veo una ciudad amurallada con una gran torre en medio. Las paredes de
este asentamiento poseían cuerpos tallados; cuerpos que se retorcían, con caras desfiguradas
y de dolor. El cielo, tanto como la tierra, eran grises, y la geografía era plana como un papel.
No sabía qué veía ni dónde estaba, pero sí tenía una sensación de pavor espantosa. Quería
gritar pero mi boca no podía moverse, por ende sólo podía hacerlo dentro de mi cabeza. Mis
pensamientos se volvieron un único “NO” gritado, cuando una figura se presentó ante mí.

Era una figura espectral con forma de esqueleto recubierto por una túnica y con una guadaña
enorme. El arma y sus manos poseían un fuerte resplandor celeste

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