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Pablo De Santis
Editorial Colihue
Siempre olvido numerar las hojas y se
me confunden. Por eso este libro tiene las
páginas mezcladas. El desorden no
siempre es caos. A veces es otro orden.
Pero secreto.
Pablo De Santis
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EL día que cumplí 25 años mi padre me llamó por teléfono y me dijo que
teníamos que conversar de algo muy importante. Fui hasta su casa; él esperó
que mi madre me diera los regalos (una camisa cuatro talles más grande, un
cinturón que me daba dos vueltas) y me hizo pasar después a su estudio, en el
primer piso, donde casi nunca dejaba entrar a nadie. Como para subrayar que
acabábamos de entrar en un mundo que no era del todo real, sirvió dos vasos
de whisky (yo no tomaba, él tampoco). Entonces me preguntó si había oído
hablar de la editorial del tío Luis. Luis era su hermano, y había muerto cuatro
meses atrás de un ataque al corazón. Le respondí que alguna vez había
visitado la editorial, pero yo era un chico en ese entonces, y ya no recordaba ni
siquiera en qué barrio estaba. —Todavía existe. Luis dejó varias deudas y la
editorial a punto de cerrar. Amenos que alguien se ocupe de sacarla a flote, nos
vamos a tener que hacer cargo de las deudas... yo le salí de garante en
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con hilo sisal; los estantes soportaban libros de horóscopos y novelas policiales
con mujeres a medio vestir en la portada, siempre a punto de ser baleadas o
acuchilladas.
No esperaba encontrar a nadie en la casa, que parecía llevar años
desierta. Pero en la primera sala descubrí a un hombre de unos cincuenta años
inclinado sobre un enorme libro de contabilidad. Llevaba dos pares de anteojos
y acercaba su nariz a la página hasta casi rozarla. Levantó la cabeza
pesadamente y me miró a través de los cristales superpuestos.
—Si viene con intenciones de cobrar, le aviso que la empresa está por el
momento en cesación de pagos.
Cuando le conté que era Darío, el sobrino de Luis Lerú, suspiró aliviado,
se puso de pie, hizo una especie de saludo ceremonial, y se presentó.
—Soy el contador Vilches. ¿Sabía que la editorial está en rojo?
— ¿Hay algo que se pueda hacer? —Voy a conseguirle un hombre que le
haga unas cobranzas, así al menos podrá pagar las deudas más urgentes. Su
tío no se molestaba mucho en cobrar las deudas ajenas ni en pagar las
propias. Si usted va a hacerse cargo, empiece a buscar hoy mismo algo para
editar.
Vilches miró con piedad mi cara de desconcierto y demostró que además
de contador podía servir como asesor literario.
—Para esta época del año, su tío mandaba al circuito de los quioscos sus
predicciones astrológicas.
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EL ENIGMA DE PARIS
(NOVELA POLICIAL)
con su paraguas, mientras una ráfaga se ensañaba con ella hasta arrancárselo
de las manos.
Tuvimos que posponer la cita porque Greta me llamó para avisarme que
estaba en cama. El miércoles llegó puntual con una docena de medialunas y un
par de anteojos de marco de carey. Me pareció más bonita que la primera vez,
como si se tratara de una hermana gemela ligeramente más serena, de ojos
más grandes, más difícil de reducir a una anécdota, a un paraguas roto, a una
tarde de lluvia. Yo estaba combatiendo con el signo de libra cuando llegó.
Como toda mi familia nació en octubre, es el signo más difícil. Greta despejó de
papeles mi escritorio, haciéndole lugar a "El enigma de París". Me irritó un poco
su toma de posesión del lugar. Al fin y al cabo era mi oficina.
—¿Algún dato del autor? —me preguntó.
—El contador nunca lo oyó nombrar. Sospecha de mi tío.
En una página había una nota que advertía:
"Pese a las precisiones sobre lugares de París, los hechos y los personajes
son imaginarios. El autor no se hace responsable por las personas o
instituciones que puedan sentirse aludidas."
Saqué mi lapicera para numerar las páginas. Era una pluma que siempre
perdía tinta y me manchaba los dedos de negro, pero le tenía cariño.
—Este es el principio — dijo Greta, mostrándome una página
mecanografiada— ¿Hacemos café antes de empezar a trabajar?
Fui hasta la cocina. Puse la pava en el fuego. Desde allí oí la voz impaciente
de Greta, que comenzaba a leer en voz alta el primer capítulo, sin siquiera
esperar a que yo llegara con el café. "Caía la nieve sobre París. Ivés
Montaner..." Sentí urgencia por volver junto a ella, por mirarla mientras
leía."...Ivés Montaner, detective privado, miró por la ventana el Sena..."
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Caía la nieve sobre París. Ivés Montaner, detective privado, miró el Sena por su
ventana. Hasta un tiempo atrás los barcos llenos de turistas habían recorrido el
río; pero uno por uno habían naufragado, y ahora sus proas oxidadas o sus
cascos rotos emergían como goletas fantasmas.
Montaner miró con tristeza la mitad izquierda de su cama de dos plazas.
Seis meses atrás Jacqueline, una frágil bailarina que trabajaba en el Teatro de
la Ópera, lo había abandonado, para partir en una gira de años por países
remotos. Al principio había recibido algunas postales, y después nada. Para
que su tristeza fuera aún más perfecta, el invierno era el peor que París había
conocido en los últimos veinte años.
El teléfono sonó como un alarido. Corrió a atender con la esperanza, cien
veces traicionada en los últimos meses, de que fuera un trabajo.
Era la voz de Marie Rose, su secretaria.
—Venga rápido. Hay aquí un señor que quiere hablar con usted...
Ivés se puso su sobretodo y partió. Metió la mano en el bolsillo, revolviendo
con asco su contenido (boletos de metro, un cigarro aplastado, un caramelo
pegajoso) y encontró al fin unos pocos billetes. Sus últimos francos.
Habían pasado tres meses desde su último caso. Aquella vez lo
había contratado el dueño de un circo, preocupado por la posibilidad de que
uno de sus artistas fuera un asesino. El lanzador de cuchillos, un italiano que
se hacía pasar por hindú y que usaba un turbante azul, había matado a su
esposa.
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MONTANER tenía todas las piezas ante sí, pero no lograba armarlas. Aunque
había aclarado el enigma del libro, los asesinatos le revelaban que en realidad
no sabía nada, que estaba de nuevo en el comienzo.
Llamó al teléfono de la agencia de modelos para la que trabajaba Helena
Lavan. Lo atendió un contestador automático. Dejó, con voz nerviosa, un
mensaje inútil. Buscó en la guía el número particular de su representante. Oyó
la voz de un hombre dormido y malhumorado.
—La llaman treinta locos por día, con las excusas más ridículas. ¿Es usted
el loco número treinta y uno?
—La van a matar. Menciónele el nombre de Dubuffet: ella me creerá.
—Hoy llamaron para advertirle que la secuestrarían extraterrestres. ¿De qué
planeta está llamando?
Irritado, Montaner cortó.
Oyó el ruido de la puerta de la oficina al abrirse. Seguramente Leducq se
había dado cuenta de que no se podía averiguar nada en París a esa hora de
la noche.
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sus pasos, un pájaro pasó volando junto a mi cabeza. El roce casi inaudible de
sus alas me llevó a la verdad.
—¿Le va a echar la culpa a un pájaro?
—Una de las palomas del mago. En el último instante tuve la intuición de
que había algo frente a mí y desvié el puñal. Evité al pájaro, pero le acerté a
Isabelle.
Montaner se sintió abatido. ¿Decía aquel hombre la verdad? ¿Había sido un
accidente y él lo había condenado?
—Si fue un accidente, entonces me equivoqué. Yo...
—No fue un accidente. Fue un asesinato. El mago lanzó a propósito esa
paloma. En ese momento del show me iluminaban con luz negra, para dar a la
escena un aire de misterio. La paloma que soltó el mago era negra, por eso
nadie la vio.
—¿Por qué el mago hubiera querido matar a su esposa?
—Isabelle había vivido con él antes de conocerme. Eso fue hace muchos
años; yo pensaba que nos había perdonado. Pero el odio es lento.
Tomó un nuevo cuchillo. Los sacaba de las mangas de su camisa como
naipes. Dijo el hombre que ya no se llamaba Abdul:
—Usted se equivocó. Disparó a ciegas, igual que yo, y como yo, erró.
Otro puñal se clavó cerca de la mano de Montaner.
—En un principio, pensé en matarlo. Ahora cambié de opinión. Quería que
supiera la verdad.
Desclavó los cuchillos.
—Me los llevo. Todavía los necesito.
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—¿Sigue tirando?
—Pero nunca más a ciegas. Ahora abro los ojos. El hombre se alejó con
paso ligero.
Montaner trató de olvidar al lanzador de cuchillos para volver a su
investigación. Pero ahora que el miedo había pasado, llegaba el sueño. Se
derrumbó sobre el colchón de Leducq.
Cuando despertó, el detective sonámbulo estaba frente a él. Sus otros
colegas comenzaban a llegar a la oficina, con el diario bajo el brazo.
—Averigüé algo sobre Balthazar —dijo Leducq—. Compra sus especias en
una casa que se llama "El pez negro".
"Es el mejor de todos" pensó Montaner al mirar al despojo humano de
Leducq. "Es el único al que la ciudad acepta decirle sus secretos al oído".
—¿Cómo llego hasta allí? —Hay que seguir derecho por Linneo. En la
estatua de Julio Verne se abre un pasaje: en el fondo verás un cartel con la
imagen de un pez.
Me estaba quedando dormido; Greta puso la página con el dibujo del pez
delante de mis ojos.
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Pero mi situación era muy insegura, porque podía llamar la atención: entonces
me ofrecí en el departamento de taxidermia como cadete. El señor Fux me
contrató de inmediato.
—¡Fux! A él vine a buscarlo. ¿Dónde lo puedo encontrar?
Luc miró con sorpresa.
—En la morgue.
SU secretaria lo esperaba con una taza de café con leche con croissants. En
realidad Marie Rose no era secretaria sólo de Ivés Montaner, sino de catorce
hombres más. Los últimos detectives de la ciudad habían fundado el Sindicato
de Detectives Privados, cuya única función, antes de clausurarse por falta de
presupuesto, fue reunirlos a todos en un mismo edificio y conseguirles una
secretaria, con el fin de reducir los gastos. Marie Rose, una mujer de cincuenta
años que jamás se había permitido una sonrisa, tenía la difícil tarea de
atenderlos llamados y las citas de los quince hombres. A menudo equivocaba
los mensajes, enviando a los detectives a casos ajenos y a peligros
insospechados.
Ivés Montaner paseó la mirada por el enorme piso donde trabajaban (y
donde algunos también vivían) sus catorce compañeros y suspiró. Pestagnac
dormía y hablaba en sueños junto a una botella de ron. Lavoisier arrojaba
naipes contra su sombrero, sin poder embocar ninguno. Leducq, aquejado de
una depresión crónica, permanecía tirado en el piso, mirando el techo. Vial
fumaba un cigarrillo tras otro hasta quemarse los dedos; Simonelli aporreaba
su máquina de escribir Underwood, en el triste simulacro de redactar el informe
de un nuevo caso.
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Todos sabían que no hacía más que escribir una y otra vez sobre el mismo
asesinato: la aparición del cadáver del banquero Juillet en el Sena cinco años
atrás. Había sido su último caso, y no había podido resolverlo. Los otros...mejor
no preguntarse dónde estaban o qué hacían. "No quiero terminar como ellos —
pensó Ivés—. Quiero algo distinto. Retirarme a tiempo, por empezar. Y luego,
una pequeña casa en el campo. Una mujer cariñosa, que sepa disculpar mi
caótico pasado. Una vaca. Algunas gallinas. Un oso hormiguero. Un subsidio
para productores rurales incapaces. Un tractor 0 km. ¿Qué más puedo
necesitar para ser feliz?"
El visitante, y posible cliente, ya se había marchado, pero le había dejado a
Marie Rose una tarjeta. Montaner leyó:
Maurice Grimaldi
Biblioteca Nacional
Antes de partir tomó una taza de café fuerte. Marie Rose le ajustó el nudo
de la corbata y le arregló las solapas del saco. Ahora que estaba a punto de
conseguir un caso, el mundo se veía distinto.
Rescata de entre sus papeles una novela policial que escribió en su juventud;
para reunir a su sobrino con la mujer que le ha elegido, concibe un trabajo en
común: ordenar las páginas de ese manuscrito. Apenas pone en marcha el
mecanismo, el editor muere.
Su sobrino y la chica se reúnen en los lujosos salones de la editorial para
trabajar en el ordenamiento de las páginas. El capítulo cuarto se detiene, ya
ordenada la novela, en el primer beso.
¿Existía un quinto capítulo en poder de Grimaldi? ¿Había previsto Dubuffet
los crímenes del director de la Biblioteca Nacional, y era ése, entonces, fuera
del papel, su quinto capítulo? Montaner cerraba su prólogo con estas dudas.
Terminar un libro, escribió, es tan difícil como terminar un caso: uno archiva los
papeles pero tiene la sensación de que en la historia siempre hay un secreto
continuará. Por eso nunca se puede escribir sin un temblor la palabra
FIN
Acompañé a Vilches abajo. Tenía miedo de que Greta bajara también, pero
se quedó.
—Me alegro de que hayan puesto cada página en su lugar. A su tío le
hubiera gustado saberlo —miró el caos de libros viejos que lo rodeaba—.
Quería poner un poco de orden antes de marcharse.
Se alejó tiritando pero aliviado, como un hombre que ha cumplido una
misión.
Arriba me esperaba Greta, con la novela en sus manos. Unos segundos
después las páginas cayeron al suelo y volvieron a mezclarse.
FIN
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Pasearon por los jardines que rodeaban los pabellones del museo.
—¿Mencionó Fux alguna vez su pasión por Dubuffet?
—Sí, todos los días. Me traía libros, insistía en que los leyera. Yo se los
devolvía diciéndole que me habían gustado mucho, pero en realidad nunca leí
ninguno.
Montaner le habló de la SAAD y de su visita a Helmut.
—Algunas veces vinieron sus amigos a visitarlo. Recuerdo a un loco de
cabeza rapada, a una mujer gorda, a una flaca...
—Son la misma persona...
—También a otros dos hombres, pero no recuerdo cómo eran.
Uno era Balthazar, pensó Montaner. El otro, el misterioso quinto integrante.
Ivés despidió a Spinel con un sobrio apretón de manos para evitar otro
pestífero abrazo. Antes de irse, le pidió la dirección de Fux.
Era casi de noche cuando llegó al edificio. Como era habitual en París, no
había ascensor. La ausencia de ascensores había hecho que las clases
sociales en lugar de distribuirse por zonas, como en otras ciudades del mundo,
se repartieran por alturas. En la planta baja y primer piso vivía la aristocracia;
en los pisos siguientes los profesionales. En los últimos, las clases bajas y los
inmigrantes ilegales.
El departamento de Fux estaba en el cuarto piso. Una faja de papel
colocada por la policía decía: PROHIBIDO PASAR.
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—Encontré la lista con los alias —dijo Greta—. Formal debe ser Fux...
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Querida Noemí:
No quiero que mis lectores piensen
que soy un ratón de biblioteca, por eso
mañana voy a escalar el cerro Tartaria.
Después de haber ejecutado mi secreta
obra maestra, tengo un derecho a un
descanso.
Te adora
André
—SE nota que su esposo estaba enamorado —dijo Montaner. Noemí Nadal,
viuda de Dubuffet, se rió.
—Qué iba a estar enamorado ese canalla. Ni siquiera escribió la carta: se la
dictó a una mujer. Odiaba escribir a mano.
Cuando Montaner tomó el tren de las 8:35 rumbo a aquel pueblo de las
afueras de París esperaba encontrar a una amable viuda dedicada a entronizar
la memoria de su marido.
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En cambio, descubrió a una mujer que odiaba a tal punto a su difunto esposo,
que había colgado de la pared una lámina con la imagen del cerro Tartaria,
donde su marido había sufrido el accidente fatal. El detective tuvo que insistir
largo tiempo para que la viuda aceptara mostrarle la buhardilla donde Dubuffet
acostumbraba a trabajar.
En sus tiempos de juventud, Montaner no hubiera osado ni soñar con visitar
aquel templo: nada menos que la guarida de su maestro. La vieja máquina de
escribir. El cenicero. Un pocillo de café que guardaba restos de sustancia
reseca. Todo estaba como Dubuffet lo había dejado. Arañas. Polvo. Moscas
muertas. Una camisa sucia colgando de una silla. Sus transitadas pantuflas.
La viuda se resistió a mostrar más cartas. Montaner le explicó que si
encontraba el libro, a ella le correspondería un porcentaje de los derechos de
autor. Eso la entusiasmó; pero las otras cartas no agregaron ningún indicio
sobre el libro póstumo.
—¿Qué hará ahora? —le preguntó la mujer.
Montaner se encogió de hombros.
—A lo mejor los locos del SAAD sepan algo —aventuró Noemí Nadal.
—¿Qué es eso?
—La Sociedad de Admiradores de André Dubuffet. Antes venían por aquí,
pero yo no los dejaba entrar. Son fanáticos insoportables. Me consideran una
enemiga: creen que mi marido les pertenecía sólo a ellos, y aún más después
de muerto.
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EL ESCÁNDALO DUBUFFET
La nota estaba firmada por Paul Sadoul, un crítico que había castigado
encarnizadamente a Dubuffet durante toda su carrera. El ato de sobres que los
socios de la SAAD habían dejado abandonado contenía varias notas
semejantes.
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Charles Aznavour
Cantante
Hacía tiempo que no la visitaba: como todo parisino auténtico, consideraba que
era una diversión para turistas y evitaba pasar a su lado. La recordaba
hermosa, resplandeciente. Ahora estaba oxidada y decrépita.
—Uno de estos días se viene abajo —dijo Sadoul—. Hay operarios que le
ajustan las tuercas, pero no dan abasto. Es la humedad lo que la destruye. Qué
va a ser de París sin su torre Eiffel. Pero no es para hablar de la torre que
estamos aquí. ¿No es verdad, señor Aznavour?
—Estoy buscando la última obra de Dubuffet. Por eso necesito encontrar a
los socios de la SAAD. Creo que usted los conoce bien...
—Ojalá no fuera así... Pero por desgracia sé muy bien quiénes son esos
psicópatas... En una época se les dio por llamarme a las tres de la mañana
para amenazarme de muerte. Un día, cansado de sus arrebatos, les propuse
hacer una reunión. Yo me comprometí a no criticar los libros de Dubuffet; ellos,
a dejarme en paz.
—¿Los recuerda bien?
—Claro, perfectamente. Eran cinco, pero sólo cuatro se reunieron conmigo.
El presidente se llamaba Balthazar; en ese momento era cocinero en el
restaurante Maxim's. Helena es una modelo de la casa Dior, famosa por sus
bruscos aumentos de peso y sus mágicas reducciones. Helmut, el simpatizante
nazi, trabajaba de portero en un casino: encontraba en las obras de Dubuffet
una exaltación de la raza aria. Me falta uno... ya recuerdo: Fux, un taxidermista
que es empleado del Museo de Historia Natural.
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—¿Y el quinto?
—Nunca supe su nombre. Ya tenía bastante con esos cuatro.
Ivés se sintió algo molesto por los chirridos que hacía la torre. Una tuerca
cayó a sus pies. Un turista japonés la levantó velozmente y se la llevó de
recuerdo. Montaner decidió comprarle a Sadoul otro cucurucho de castañas en
el puesto de un vendedor ambulante.
—Gracias. Y ojalá que encuentre esa obra de Dubuffet. Estoy ansioso por
destruirla —Sadoul se alejó con su cucurucho. A pesar del frío, Montaner
decidió ir hasta el Maxim's caminando. El corazón se le aceleró con esa
sensación única que sienten los detectives cuando encuentran, en el medio del
caos que los rodea, una pista.
EL Maxim's era uno de los restaurantes más famosos del mundo. Presidentes,
príncipes, estrellas de Hollywood, el Papa y deportistas de nivel internacional
llenaban sus mesas. Debían hacer las reservas con varios meses de
anticipación; sin reserva hecha, ni el mismo Presidente de la República
Francesa encontraba una silla disponible. Los comensales eran tan célebres
que, si entraba alguien desconocido, de inmediato llamaba la atención.
El menú estaba redactado en varios idiomas, menos en la lengua que
hablaba el que quería leerlo. La casa se reservaba ese derecho, para
conseguir que la gente no supiera qué estaba pidiendo. Detrás de los 1200
platos de nombre complicado se escondía casi invariablemente el faisán.
Ivés Montaner intentó hablar con el maitre, pero dos robustos porteros lo
empujaron a la calle. En el instante previo a su vuelo hacia la vereda, alcanzó a
espiar por la puerta entreabierta la escena más lujosa que había visto en su
vida. Las mujeres llevaban tantas joyas que a pesar de que el local se
iluminaba con lamparitas de poco voltaje, los diamantes multiplicaban la luz
hasta encandilar. Todos los hombres estaban de riguroso smoking;
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—Lo que le falta a este libro es un poco de amor. No hay una sola mujer...
—dijo Greta.
—¿Cómo que no? ¿Y Jacqueline?...
—Pero eso pasó hace tiempo.
—No hay nada que odie tanto en las novelas como la sensiblería. Pero la
salvación del faisán le da un aire de ternura a un héroe tan duro.
—Más que ternura me da hambre —Greta miró el reloj. Eran las siete y
media—. Un poco temprano para cenar. ¿Seguimos?
—Recién vi una página con instrucciones...
—¿Para cocinar un faisán ?
—Para criarlo. Un hombre como Montaner jamás se comería un faisán que
acaba de salvar de la muerte.
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Comencé a leer una página equivocada; Greta me señaló una hoja que
empezaba con un texto escrito a mano.
—No parece la letra de mi tío —dije.
—Puede haberle pedido a otra persona que lo ayude. Quizás a una de sus
amigas.
Recordé la fama de mujeriego de mi tío.
—¿Quién te habló de sus amigas?
—Vilches, el contador.
—Todos parecen conocer a mi tío más que yo. Lo veía muy de vez en
cuando, en Navidad o en algún cumpleaños, y hablábamos un poco por
compromiso, nada más. Y ahora me toca hacerme cargo de todo.
Miré a mi alrededor. Sentí el peso de los libros marchitos, las cuentas
impagas, las páginas extendidas sobre la mesa. De nada servía apurarse:
había que avanzar página por página, problema por problema, como si la
editorial también fuera un libro para ordenar.
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ULTIMO momento:
Helena Lavan: Figura sorpresa del desfile Dior.
A Montaner le temblaron las manos, como ocurría siempre que surgía una
pista de improviso.
—Lo dejo, Grimaldi. Tengo que alquilar un smoking.
—Póngalo en la cuenta de los gastos.
Dos horas más tarde Ivés Montaner atravesaba la multitud reunida frente a
las puertas del gran hotel Lyon. Infinidad de periodistas y famosos trataban de
entrar. Pero con la noticia de que Helena Lavan estaría presente, el gran
motivo de atracción ya no era ni la actriz Elizabeth Taylor, ni los nuevos
modelos en arpillera del diseñador japonés Tetsuo.
Helena Lavan hacía sólo un desfile por año: allí exhibía sus 50 kilos
maravillosamente distribuidos en su metro ochenta de estatura. Pero entre un
desfile y otro engordaba hasta pesar 120 kilos... Durante sus meses de
gordura, Helena Lavan no se dejaba ver. Cientos de leyendas corrían alrededor
de sus bruscos aumentos y pérdidas de peso: decían que usaba magia negra,
que el responsable de todo era un acupunturista chino, que de pequeña
había recibido una fuerte radiación, que todo formaba parte de la campaña
publicitaria de un milagroso medicamento... Pero nadie había obtenido nunca
de Helena ni una sola declaración.
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Montaner se presentó en la entrada del hotel con una tarjeta que decía:
Giacomo Tucci, diseñador de calzado. El portero le señaló sus zapatos:
gastados en la punta, sin cordones y de pares distintos. No sabía qué excusa
dar a su estúpido error, pero el portero lo salvó:
—Siempre es igual —bromeó—. Los grandes genios de la moda son
desaliñados al vestir.
Montaner le dio la razón y se apuró a pasar. Se sentó en la primera fila, junto
a la esposa del vicepresidente.
En cuanto empezó el desfile, se distrajo mirando a las modelos y olvidó la
razón que lo había llevado allí. Era tan esmerado en sus falsas identidades que
sintió que realmente era un diseñador de calzado. Sus exquisitos comentarios
profesionales llamaron de inmediato la atención de quienes estaban en las
butacas vecinas.
—Las diferencias entre el derecho y el izquierdo no van más. Los dos
zapatos deben ser exactamente iguales —proclamó.
—Pero nos dolerán los pies —exclamó la mujer del vicepresidente.
—No importa. La moda es tirana.
Le gustaron mucho unos vestidos de noche fabricados con neumáticos de
autos, latas y desechos industriales (que costaban 50.00 dólares cada uno)
y unos atractivos tapados de piel.
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Para evitar los ataques de los grupos ecologistas, estos tapados de piel natural
simulaban estar hechos con tejidos sintéticos que imitaran la piel natural.
Cuando apareció Helena Lavan el murmullo que acompañaba a cada
modelo dejó lugar a un absoluto silencio. El vestido se le pegaba al cuerpo
como el rocío nocturno al mármol de las estatuas.
—Seguro que son dos mujeres distintas. Nadie puede hacer un régimen
semejante — dijo la esposa del vicepresidente.
Montaner se concentró en aquella leyenda viviente de la moda. Miró su
bellísimo rostro, su peinado, sus aros de plata. Había algo en los aros que lo
despertó de su falsa identidad, convirtiéndolo de nuevo en un detective. El de la
izquierda era una letra A, el de la derecha una D.
Pero había algo más. Observó los dibujos azules que cubrían el vestido
blanco y se dio cuenta de que aquellos trazos conformaban una
escritura...Pensó en las palabras que repetía Helmut, en el mensaje en la
espalda de Fux, en las letras del vestido...
Ya era hora de empezar a leer.
Eran el libro.
André Dubuffet siempre había querido sorprender con la forma de
sus libros, pero la repetición de su ingenio había cansado a críticos y lectores.
Al final de su vida imaginó una obra cuya forma fuera tan insólita que
causara verdadero asombro. El libro estaba formado por cinco capítulos. Cada
capítulo estaba encarnado en uno de sus seguidores fanáticos.
Helmut había aprendido de memoria el capítulo cuatro.
Helena exhibía en su vestido el tercero.
Fux se había tatuado en la espalda el comienzo de la novela.
Faltaban los capítulos dos y cinco, correspondientes a Balthazar y al
integrante secreto (cuyo nombre en clave era Petit Larousse).
Siempre que se acercaba a la resolución de un caso, Montaner se ponía a
caminar de un lado a otro, arrastrado por sus nervios. Atravesó la oficina varias
veces, hasta tropezar con Leducq, que dormía en un colchón tendido en el
suelo, entre dos escritorios. Montaner decidió aprovechar el encuentro fortuito.
—Despierta, Leducq. Quiero que me consigas para mañana toda la
información posible sobre un cocinero llamado Balthazar. En la asociación de
chefs deben conocerlo.
Leducq se puso los zapatos, se acomodó un poco su arrugado traje y partió.
De nada sirvió que Montaner le dijera que era muy tarde, que mejor investigar a
la mañana. Leducq parecía vivir en su propio tiempo, sin mañana ni noche.
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Las letras eran tan pequeñas que en la fotografía del cuerpo no se podía
leer el texto.
Después de tomar su primer café del día frente a la morgue de París,
Montaner llevó la fotografía hasta la Place de la Concorde.
Caminó hasta encontrar a un viejo que vestía un traje negro arrugado y una
boina. Armado con una cámara de fuelle y un flash de tungsteno, fotografiaba a
las parejas que posaban entre las palomas. Todo en realidad era una fachada:
el viejo Bresson tenía el más completo laboratorio de París, y durante años la
policía y los investigadores privados habían usado sus servicios.
Bresson no hizo ninguna señal de haber reconocido a Montaner, pero tomó
con disimulo la foto que el detective le tendió.
—¿Una ampliación?
—Tan grande como sea posible.
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—Va a ser difícil. Es una foto de mala calidad. Salió movida, a pesar de que el
modelo está muerto.
Bresson guardó la fotografía en el bolsillo. Una pareja de novios esperaba la
señal para decir whisky.
—No sonrían —ordenó—. Odio las fotos con gente sonriendo.
Desde un teléfono público Montaner llamó a la Biblioteca Nacional para
encontrarse con Grimaldi. Una hora después Montaner entró a un pequeño
café a tres cuadras de la biblioteca.
Grimaldi le tendió la mano, con una sonrisa esperanzada.
—¿Cómo van las cosas, Montaner? ¿Sabe al menos si el libro póstumo de
Dubuffet existe?
—Estoy siguiendo algunas pistas, pero no sé cómo interpretarlas. Es el caso
más extraño en el que he trabajado. De los cinco integrantes de la Sociedad de
admiradores de André Dubuffet, uno está loco y otro fue asesinado. Al cocinero
lo perdí de vista, la modelo no sé dónde está, y el quinto integrante mantiene
su identidad en secreto.
—¿En qué punto de la investigación está?
—Mandé traducir las palabras que Helmut repetía en alemán. También
estoy a punto de descifrar el mensaje que Fux llevaba tatuado en la espalda.
—Tenga cuidado. Quizás alguno de los integrantes mató a Fux, porque
sabía dónde estaba el libro.
—Eso es lo que creo. Lo primero que tengo que hacer es encontrar a la
modelo, Helena.
Un vendedor de diarios entró en el café. Montaner dio un salto y le arrancó
un periódico de las manos.
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CINCO, cuatro, tres, dos, uno. Montaner llegó agotado al último escalón y
corrió por el pasillo hasta la oficina de Grimaldi.
Encontró la puerta cerrada. Una secretaria de lentes lo detuvo, mientras
ensayaba una sonrisa profesional.
—¿En qué puedo servirlo?
—Llame ahora mismo a Grimaldi —dijo Montaner entre jadeos.
La mujer no le entendió.
El detective abrió la puerta de la oficina del director. Estaba vacía.
—No puede entrar aquí —como vio que Montaner no le hacía caso,
amenazó—: Voy a llamar a seguridad.
Montaner trató de abrir los cajones del escritorio, pero estaban cerrados con
llave. Miró los libros en la biblioteca, las fotos de las paredes, los papeles que
cubrían el escritorio. La mujer había levantado el teléfono y llamaba a
vigilancia.
—Deje eso. Quiero ver a Grimaldi, trabajo para él. La mujer no le hizo caso.
—Hay un loco en dirección —alertó. Y luego le dijo al detective—: El señor
Grimaldi no puede recibirlo.
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—Vilches, el contador.
Abrí la puerta. El contador se restregaba las manos, muerto de frío.
—Vivo aquí cerca, y como vi luz... Quería saber si era usted. ¿Trabajaba... a
esta hora? ¿Interrumpo?
Lo invité a pasar. Quería estar a solas con Greta, pero no podía dejar a
Vilches afuera, tiritando. Lo invitaría con café, y enseguida se iría.
Le presenté a Greta, pero ya se habían visto, alguna otra vez.
—Veo que están trabajando duro.
No sé si lo dijo con doble intención. Greta, inocente y didáctica, le explicó el
asunto de la novela.
—¿ Usted oyó hablar de este libro ? —pregunté.
—No, no sé nada. Su tío andaba en tantas cosas distintas... No se molesten
por mí, sigan trabajando. Termino el café y me voy.
El escritor, arrastrado por la pasión que despiertan los finales, no se había
dado cuenta de que se le había trabado la tecla de las mayúsculas.
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1) FORMOL
2) Ofelia
3) Coq au vin
4) Adolf
5) Petit Larousse