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Plática Introductoria
Retiro Espiritual “La felicidad a tu alcance.”
Queridos amigos:

Yo creo en la tremenda fuerza renovadora de unos ejercicios espirituales. La experiencia de haberlos


impartido en numerosas ocasiones me lo confirma. He visto cientos de rostros radiantes de paz y
alegría después de haber hecho esta experiencia. Espero que tú también puedas decir lo mismo como
tantos y tantas: “He encontrado a Cristo y, por tanto, la alegría de vivir.”

Esto es una plática introductoria; es decir, una plática para que nos pongamos de acuerdo sobre las
reglas que hay que seguir en unos ejercicios espirituales.

La primera palabra que tengo que decirles es: ¡Felicidades por haber entrado a esta sección! Porque
cuesta tanto, se dan tantas excusas, hay tanto miedo, tanta burla para los que realizan unos
ejercicios espirituales.

Ciertamente no se van a arrepentir. Pero, al mismo tiempo que les felicito, como si tratase de algo
excepcional, no les felicito, porque han hecho algo que todos debieran hacer: dedicar al menos una
hora del día a su alma, a lo único necesario.

Estos ejercicios son unas horas para pensar en serio sobre la vida: ¿Qué piensas de tu vida hasta
hoy? ¿Eres feliz del todo? ¿Qué le falta a tu vida para ser feliz de todo? ¿Estás aprovechando tu vida,
la única, la que estás viviendo por primera y última vez? ¿Te sientes realizado haciendo lo que haces
y viviendo como vives? ¿Qué ha pasado con tu fe, con tu Cristo? ¿Los has perdido, acaso?

Renovarse o morir; lo has escuchado muchas veces, y aquí también viene a cuento esta frase:
renovarte o morir. ¡Escoge! Todos necesitamos renovarnos. Las realidades más grandes de la vida, si
no se renuevan, se refrescan, se mueren. Tienes que cargar gasolina de vez en cuando; necesitas
repintar la casa; necesitas arreglar tantas cosas en la vida, si no, se deterioran y se vuelven
inservibles. Decía una vez un señor: “No puedo hacer unos ejercicios espirituales porque estoy
pintando la casa”, y le preguntaron: “¿Desde cuándo no pintas tu alma?” Y siguió un silencio...

Por desgracia somos cristianos que creemos a medias. Creemos a medias en Dios; nos olvidamos de
aquella frase que dijo un convertido: “Dios existe y me ama”.

No creemos en la Eucaristía más que a medias, y por eso las misas aburridas o las misas a las que no
asistimos. Creemos poco en la confesión. ¿Desde cuándo no te confiesas? Creemos poco en la vida
eterna: está de moda no creer en el infierno ni en el cielo. En pocas palabras, confiamos a medias, es
decir, no nos atrevemos a confiar en Dios, y por eso los problemas nos ahogan; amamos a medias,
vivimos un cristianismo mediocre, y por eso no nos comprometemos en serio, no amamos a Dios
sobre todas las cosas, y menos al prójimo como a nosotros mismos.

Como consecuencia el cristianismo no nos llena, no nos hace felices, no nos resuelve los problemas,
más aún nos pesa mucho.
La verdad es que no estamos emocionadísimos de ser cristianos. Estamos, incluso, en grave peligro
de cambiar de religión. ¿Que no? Y no somos capaces de trasmitir esa fe a los demás, por ejemplo a
los hijos, por que nadie da lo que no tiene. Podríamos decir que estamos no en la religión católica
fundada por Cristo, sino en la religión de Don Aburrido. ¿Cómo es eso? Te aburres yendo a misa, te
aburres yendo a unos ejercicios espirituales, la Biblia te aburre, te aburre o te asusta confesarte;
entonces dime cuál es esa maravillosa religión, quién la fundó. ¡Don aburrido!

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Yo te estoy predicando aquí la religión del amor, la que fundó Jesucristo. Te reto a que te salgas de
esa secta, por decirlo así, la religión que tú te has inventado, la aburrida, y te pases a la verdadera
religión católica, la que fundó Jesucristo, la religión de los hombres más felices de la historia, la
religión del amor.

¿Para que sirven los ejercicios espirituales? Más que decirlo yo, prefiero que te lo digan otros que han
asistido.

Te leo algún cuestionario. “Cuando me invitaron al retiro fue una sorpresa, pues nunca había estado
en uno, y me parecía que sería como ir a un planeta fuera de nuestra galaxia.” ¡Imagínate cómo
empieza! “Tomé un día la decisión de ir, pero casi como obligado por mis familiares y por una persona
que ha sido como el fiel en la balanza de mi vida. Todavía ese día, el día que comenzaba el retiro,
dudé y le dije a mi esposa: “¡No voy!” Ella me hizo maletas... -muy bien hecho-, y tácitamente me
dijo que era por mi bien. Me di cuenta de que mi lejanía de Dios no era más que por comodidad y
pereza y por una falsa intelectualidad juzgadora, que rompía la humildad y aumentaba la soberbia.
Sus palabras, padre, han removido mi conciencia y han cambiado en unas horas mi vida. Mi cambio lo
sentí muy claro: Es como si hubiera vuelto a circular la sangre por mi cuerpo. El viernes en esos
momentos de meditación que son maravillosos, recordé un cuento del que me platicaba mi abuela:
Blas era un niño de mi pueblo, al cual se le conocía como el “Cara sucia”, pues nunca quería bañarse
ni limpiarse. Un día, que había llovido, se formaron charcos en las hendiduras de las calles en las que
reflejaban las imágenes. En uno de estos Blas “Cara sucia”, que nunca se había visto en un espejo,
vio su imagen sucia y fea, y sintiendo repugnancia por saber que el del charco era él, inmediatamente
partió a casa y, llorando, juntó sus lágrimas al agua, y se bañó durante mucho tiempo. Al terminar,
vio que era un niño limpio y puro, y prometió que a partir de ese día iba a ser otro y diferente ... A mí
me pasó lo mismo ayer. Me vi reflejado en el charco de mi vida, con mi mente sucia y confundida
pero las pláticas y el Viacrucis han sido como el baño de Blas que han limpiado mi conciencia y mi
raciocinio. La confesión ha sido el instrumento definitivo de mi cambio. Tenía mucho tiempo que no lo
hacía. Y por primera vez en muchas, pero muchísimas noches, dormí sin despertar en ningún
momento.”

Ahora quiero leer el cuestionario de una muchacha que también fue a un retiro: “Francamente salgo
sorprendida de las maravillas que ha hecho el Señor conmigo. Siento una paz interna, como no lo
había sentido más que una vez, un entusiasmo de vivir en gracia, de ser lo más parecido a María,
sencilla, pura, generosa y cariñosa. Doy gracias al Señor porque es bueno y misericordioso, pues he
aprendido en dos días lo que no había podido aprender en 17 años de vida que tengo. Espero ya no
ser desde ahora -y creo haberlo logrado- la niña que era yo antes. Doy gracias al Señor porque me ha
hecho ver que estaba en la basura, me ha dado la mano, y me ha ayudado a levantar y volver a
vivir.”

¿Para qué sirven los ejercicios espirituales, por tanto?

Sirven para renovar, vivificar las grandes verdades de la vida, o bien recuperarlas, si se hubieran
perdido; para refrescar las grandes motivaciones de la existencia, por las que vale la pena vivir y sin
las cuales la vida pierde su sabor. Recuperar, por lo tanto, la fe en Dios, en la vida, en ti mismo;
recuperar la paz y alegría, la auténtica alegría de vivir, la felicidad de poseer a Dios. Este retiro es la
oportunidad, la gran oportunidad para ver tu pasado y purificarlo, para ver tu presente y ordenarlo, y
para ver tu futuro y orientarlo debidamente. Tu futuro es lo más importante de tu vida.

Y aquí te espera Cristo; la solución de tu vida está cerca. Podría ser la gracia más importante de tu
vida. Yo no lo puedo negar: puede depender de ella tu misma salvación eterna. ¿Quién puede decir
que no? “Teme a Cristo que pasa y que no vuelve”. He he visto tantos cambios en los ejercicios
espirituales que me considero un auténtico entusiasta de esta experiencia espiritual.

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Se viene a los mismos a curarse de las heridas, las infidelidades, las caídas mayores o menores, la
mediocridad, la tibieza, los pecados, todo lo que necesite curarse en la vida. Hay que dolerse
profundamente de todo ello, pero con un dolor muy sano y esperanzado; sentir coraje, náusea hacia
la mediocridad y tibieza para extirparlas. Armarse de valor para reaccionar con más amor y entrega
que si nada de esto se hubiera dado en tu vida.

Ahora vamos a hacer un pequeño diagnóstico de cómo llegas a estos ejercicios espirituales: ¿Estás
enfermo; incluso te consideras enfermo de gravedad, incurable? ¿Es una enfermedad crónica,
constante, constantes recaídas, que te van acabando, que te van matando? Hay que tener valor para
reconocer que estás enfermo de estas cosas, y querer curarte. Siempre hay tiempo de volver a
empezar. La ventaja es que Cristo es aquí el médico, y puede curar todo. Gritarle como el leproso:
“Señor, si quieres, puedes curarme”.

¿Cómo estás: Quizás desengañado de ti mismo, sientes que no tienes remedio, lo has intentado
tantas veces...? Pues, intenta otra vez. Aún no lo has intentado de seguro con todas tus fuerzas. ¿Te
acuerdas de GenGis Kan, aquel gran conquistador de China? En sus primeras batallas tuvo muchos
reveses. En cierta ocasión estaba en su tienda muy triste y mirando con sus ojos al vacío, y se fijó en
una hormiguita que subía por el hilo de la tienda y que se caía una, dos, hasta días veces se cayó;
pero la hormiguita seguía intentándolo, hasta que, por fin, subió al techo de la tienda, que parece era
su objetivo. Y en ese momento le vino una luz a este hombre: “Voy a intentarlo otra vez, como la
hormiga”, y efectivamente, al intentarlo, conquistó China.

Así nos pasa a nosotros muchas veces: no lo hemos intentado con todas las fuerzas, y creemos que
no podemos.

¿Estás desengañado, quizás, de Dios y de la religión? Puede ser que no conozcas bien a Dios o que
tengas una idea inexacta de la religión del amor, la religión que ha hecho y sigue haciendo millones
de felices. Obviamente con la condición de tomarla en serio. ¿Estás decepcionado de los demás? ¿De
la vida? Tienes que saber que la vida sonríe a quien la trata bien.

Quizás tu problema es que estás insatisfecho por la vaciedad de tu vida, por esa mediocridad que
produce malestar. Yo la llamaría insatisfacción provechosa porque lo malo es que no te preocupe, que
te dé lo mismo. Porque de una gran insatisfacción puede surgir un gran propósito y un gran cambio
en la vida.

O estás atormentado por remordimientos, dudas, egoísmos, miedos económicos, familiares, etc, etc.
O bien, temeroso. Tal vez éste es el diagnóstico más exacto: con miedo de enfrentarte a Dios y
reconocer que has sido, tal vez, un hipócrita, un cuentista.

Desde luego hay que tener la certeza de que es un doloroso pero muy positivo encuentro con Dios.
Temeroso de enfrentarte a ti mismo, de ver tu vida manchada, mediocre, vacía. La verdad es que
cuesta reconocerlo a cualquiera. Miedo de ir con los padres, de decir lo que tienes que decir, por
ejemplo, en la confesión, quizás decir lo que nunca has dicho. ¿Qué va a pensar de mí? ¡Cuantas
cosas les hacen pensar a los padres! O miedo al futuro. Decía alguien: “Todas las noches antes de
acostarme lloro por esa fe que no tengo.” Este hombre indiscutiblemente tenía miedo de perder lo
poquito que le quedaba de fe, y por tanto, del sentido de su vida.

Avanzando en esta charla, yo quisiera recalcar esta frase: “No importa cómo estás, si quieres
cambiar” . Lo importante es que has entrado, y esto significa muchas cosas importantes: Que,
aunque te duela, quieres saber la verdad de tu vida; que quieres renovarte; que quieres cambiar; que
quieres volver a empezar, dejando atrás lo que pasó. Con Cristo todo se puede remediar mientras
dura la vida. “Venid a mí -decía Él- todos los que andáis fatigados y agobiados, y yo os ayudaré.” Esta

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promesa es fabulosa, es gratis, la ofrece Dios que no puede engañarnos; nos la dice no un psicólogo
bienintencionado sino el que lo puede todo, el mismo Jesús.

Vienes enfermo, pero con ansias de salud; triste, quizás, pero con hambre de felicidad; insatisfecho
del rendimiento de tu vida, pero con ganas de dar la medida; frío y tibio, pero con ansias de
calentarte; a lo mejor vienes fervoroso, y con ganas de aumentar el fervor.

Recomendaciones

¿Cómo estar en ejercicios espirituales? Voy a darles una serie de recomendaciones que son como una
metodología para que los ejercicios espirituales produzcan los frutos que han producido en otros:

Hay que dejar las prisas, el sueño, los celulares, todo lo que me conecte con la problemática de la
ciudad, y entrar sin nada, entrar tú solo. Son unas horas para pensar en serio sobre tu vida. Y los
protagonistas de estos días serán Dios y tú. Convencido de que, si tú sales renovado, fervoroso, todo
el resto de tu vida cambiará. Y debes de pensar que tu alma debe ser lo primero y que, para lo que es
fundamental en la vida, siempre hay tiempo.

Hay que empezar desde el principio con toda el alma, removiendo obstáculos, flojedad, cansancios,
prejuicios, miedos, lo que sea; en concreto desterrar los prejuicios que traes en la mente, como aquél
de la galaxia; que el director de ejercicios espirituales habla así o no me convence o sí me convence.
Tú escucha sus palabras, que son palabras a través de las cuales te habla Dios. Y sobre todo el
prejuicio peor: que ya has hecho otros ejercicios espirituales, ya los conoces, que tú eres bueno, y
que al leerlos simplemente quieres darte una afeitadita...

Hay que tener alma de niño, hay que hacer la oración como en la época en que la hiciste bien, quizás
en otros ejercicios, quizás en otro momento de tu vida, y entrar del todo: Una decisión plena; procura
tenerla rápido; sumérgete, arriésgate, lánzate; lo único que te puede suceder es que te cures, que te
reanimes.

Además, estás tú sólo, como en un desierto, como en un paraje solitario, a solas con Dios. ¡OH
silencio bendito que ha arrancado de las almas santas audacias! Pablo de Tarso necesitó retirarse a
un desierto después de convertido. Cristo estuvo cuarenta días en el desierto antes de empezar su
vida pública. Yo tengo predilección por estos retiros: se ve por un lado la miseria humana y por otro
la grandeza de Dios y, si ambos se encuentran, surge el milagro.

Si hablas, y sigues lo mismo; si te distraes, y no pasa nada; si no haces caso a Dios, y sales
amargado, culpa tuya entera.

Querer salir otro, distinto, nuevo, limpio, alegre, decidido... Pero necesitas quererlo, pelearlo, pedirlo;
así salen todos los que han hecho estos retiros con sinceridad y sin medias tintas.

Reglas para obtener los frutos del retiro

El fruto de unos ejercicios espirituales no se improvisa, y yo aquí quiero recalcar seriamente cuatro
reglas sin las cuales no puedo asegurar el fruto:

Primero: Silencio; y no pongas cara rara. Es una utopía hacerlo sin silencio. Ya sabemos que es una
cosa que cuesta, y más a las mujeres, pero es necesario: te renueva, te enriquece. ¿Puedes o no
puedes? Te reto y te sigo retando. Hacer unos ejercicios espirituales hablando es una santa manera
de perder el tiempo.

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Segunda regla: Oración: que significa hablar mucho, sinceramente, de corazón, con Dios. Las ideas
no entran en la cabeza sino a golpes de oración. Pedir mucho a Dios que se nos graven como fuego
en el alma. Estos ejercicios serán lo que sea tu oración. Su hondura será la hondura de tu trato con
Dios. Recordar los días en que la oración te quemaba, y vencías todos los enemigos. Cuando tenías
un gran problema, dime si hablabas con Dios o te distraías. Hacer tus oraciones como en tus mejores
tiempos, encontrar el gusto por la oración, disfrutar la intimidad con Dios. Porque orar es amar y ser
amado.

Tercera regla: Generosidad: firmar en blanco. ¿Qué quieres que haga, Señor? Evidentemente que
Dios te va a pedir algo, algo importante. Si no te pide nada, es que no le importas a Dios.

Y añadiría una cuarta regla como recomendación, que consiste en mantener la paz y la serenidad
durante todo el tiempo. El demonio intentará robártela y, si te la roba, estás perdido. No te dejes.
Dios ciertamente te pedirá cosas difíciles, pero nunca te pedirá que pierdas la paz.

¿Cómo vas a salir?

Tengo otro cuestionario que me gustaría que leas “He dejado que pasen los días antes de decidirme a
escribir esta carta, pues después del retiro al que asistí, pensé que el efecto iba a pasar pronto.
Pensé, también, que el bienestar y alegría que he obtenido en mi reencuentro con Cristo iban a ser
pasajeros, pero ha sido todo lo contrario: han pasado los días, y mi amor y mi fe han crecido de
forma impresionante. Después del retiro nunca volveré a ser la misma, no quiero volver a ser la
misma. He comprendido que, al estar llena de Dios, todo lo demás resulta fácil. Me encanta la canción
que se canta en misa y que dice: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se
os dará por añadidura”. Ha mejorado mi vida en todos los aspectos, después de buscar mejorarla por
muchos otros medios. Quizás pueda pensar que estoy loca, pero para mí, mi reencuentro con Cristo
fue como el reencuentro con un gran amor, el primero y el único que puede avasallar con tanta
intensidad y que en mi ceguera, egoísmo y racionalismo podía haber dejado de lado. Debo también
confesarle que al retiro acudí con pocas expectativas; iba con el clásico “a ver qué sale...” pero es lo
mejor que me pudo suceder. No digo que yo sea de lo mejor, soy menos que nada, pero diariamente
al único que trato de no fallarle es a Cristo y pues con eso todos van de gane, hasta mi esposo, que
ha sido el más beneficiado con el retiro.”

Primero. Puedes salir orientado, sabiendo lo que Dios quiere de ti, cuál es tu misión en la vida. Ya el
saber cuál es su camino, cuál es su misión, es una cosa fantástica, porque muchos no lo saben.

Segundo: Motivados, es decir, con deseos de cambiar, felices, nuevos, limpios. Y, en tercer lugar,
decididos. Decididos a luchar, a cambiar, con unos propósitos muy firmes.
Lo mejor de tu vida está por verse. ¿De veras lo crees? Ya has hecho algo bueno, y Dios lo sabe, pero
puedes hacer mucho más, y a eso debes aspirar. El retiro es una fuente de renovación y
rejuvenecimiento espiritual; aprovéchala. A cuantos hombres y mujeres he visto renacer en los
retiros. Si sientes deseos intensos de cambiar, de ser otro, de ser distinto, déjate inundar de esa luz y
de esa gracia.

Obviamente, hay que vigilar a los enemigos: el cansancio físico y emocional, el desgaste espiritual,
las pocas ganas. Se te perdona esto. Basta con que quieras que te motiven, y no pongas obstáculo.
¿Estás enojado contra algo o contra alguien? Ya sabes que el que se enoja pierde; no te conviene.
Parte en mil pedazos el enojo, como Moisés rompió las dos tablas en las laderas del Monte Sinaí. Que
sientes rutina, mediocridad, tibieza. Pero, entonces, ¿quieres morir o vivir? ¿Quieres vivir como un
leproso, canceroso, tu vida? ¿o quieres vivir en plenitud? ¿Quieres alargar la náusea, el purgatorio de

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tu vida? ¡Claro que no!

Entonces a hacer los ejercicios con fuerza, como si de ellos dependiera tu salvación eterna. ¿Quién no
quiere irse al cielo; quién no quiere ser santo; quién no quiere salvar miles de personas; quién se
resigna a ser un semi-hombre, semi-mujer, un semi-cristiano, semi-apóstol? ¡Qué triste forma de
vivir!

Por otra parte, hay que hacer alianzas con los amigos: en primer lugar con María Santísima. Cuentas
con su ayuda y protección maternal desde el mismo instante en que empieza el retiro hasta el final.
¿Sabes que tú le caes muy bien a la Virgen? ¿Cómo lo puedo saber? Por que eres su hijo o su hija, y
los hijos a una buena madre siempre le caen bien.

Tienes a Jesús en la Eucaristía. Que tu ida a la capilla sea un acto de amor, de agradecimiento, de fe,
de algo positivo. Reencuéntrate con ese amigo, al que quizás le has dado la espalda. Él nos decía: “Yo
estoy con vosotros, contigo, todos los días de tu vida”. ¿Por qué te empeñas en no creerlo?

Luego están los padres de tu parroquia. Todas sus limitaciones no podrán impedir que representen a
Dios para ti, y te ayuden de manera muy eficaz.

Como conclusión; ¿Por qué no pueden ser estos ejercicios espirituales la experiencia más grande de
tu vida? Son unas horas de gloria, junto a la fuente de aguas vivas que ha beneficiado a tantos y
tantos.

Llegas, como la samaritana, con tu cántaro vacío, medio vacío, o por lo menos no del todo lleno. ¿No
quieres terminar con tu cántaro lleno de amor, de alegría, lleno de fe, de generosidad; con cara y
alma de resucitado?

2o. Plática
La Creación. Dios es amor, por eso es mi creador.
Esta primera meditación trata sobre la creación. Dios es amor, por eso es mi creador. Y me creó
porque me quiere, sólo por eso. Y no me pidió permiso, no se aconsejó con nadie. De ahí que la
decisión más importante en mi vida, que es mi existencia, depende sólo y exclusivamente de Dios:
Existo y existiré porque Dios lo quiso. Fue una decisión de amor: He vivido, por tanto, veinte, treinta,
cuarenta o más años sumergido en el amor eterno de Dios.
Jack Loew, convertido, decía esto: “La realidad más radiante de mi vida es ésta: Dios existe y me
ama”. Tú puedes decir con idéntica verdad la misma frase a la hora levantarte y a cualquier hora del
día: “ Dios existe y me ama”. Cuando estás alegre, ahí es más fácil, pero también cuando estás en
problemas, en dificultades. Que esa frase te dé seguridad, te de fuerza: Dios existe y te ama.

Crear para Dios es amar. En la Biblia se leen estas palabras claras: “No odias nada de lo que has
creado” y entre esas cosas o personas que ha creado estás tú; por lo tanto puedes estar
absolutamente seguro de que Dios a ti no solo no te odia, sino que te ama, aunque tú no le
correspondas. Vivir para para ti, para mí, es ser amado.
Además, tienes que pensar que Él te creó para algo muy importante...No para el egoísmo, tampoco
para la mediocridad, menos aun para la desdicha. Ciertamente tú puedes ser un egoísta pero porque
tú lo decides, torciendo el plan de Dios. Puedes ser un mediocre, incluso puedes ser una persona
desdichada, triste, pero habría que preguntarse: ¿Es de Dios la culpa de que no seas feliz o de quién
es?

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Te creó, además, para ser santo. Se nos dice en la carta a los Efesios, en el capítulo primero, del
versículo 4 al 5: “Él nos eligió en Cristo antes de crear el mundo -¡fíjense desde cuando!- para que
fuéramos santos e irreprochables ante sus ojos, por el amor, y determinó, porque así lo quiso Él, que
por medio de Jesucristo fuéramos sus hijos”.

¡Qué maravillosa forma de decirlo de San Pablo! Él determinó crearnos pero no solo determinó, quiso,
se propuso que fuéramos sus hijos. Y la persona que nos lo dijo -y de una manera firme y clara- fue
su propio hijo Jesucristo, al enseñarnos a rezar así: “Padre Nuestro que estás en el cielo...” Te creó
para ser santo; puedes serlo. Es relativamente fácil cuando uno se decide a serlo. ¡Claro que es difícil
cuando uno no se convence o no se anima a ser santo!

Te creó para ser un apóstol de los grandes. Créelo, porque te da las herramientas, te da las
cualidades, las oportunidades de oro. En el Concilio Vaticano Segundo se nos ha recordado, -porque
se nos había olvidado- que todos podemos y debemos ser santos y ser apóstoles, entendiendo como
apostolado hacer el bien a los hermanos.

Te creó para ser feliz aquí y allá. Si yo no eres feliz, tendrás que preguntarte: “¿Es porque Dios me ha
creado para ser un infeliz o es porque yo, contraviniendo su plan, me he resignado a ser infeliz? “
Te creó para ser útil, para hacer algo útil. Si resultas ser un inútil, para ser sincero, tendrás que
reconocer que es tu culpa, no culpa de Dios.

Bien, a estas alturas de la vida, ¿cómo has realizado el sueño de Dios? Es una pregunta fuerte, pero
sería bueno contestarla. Si necesitas llorar, ¡llora! Pero convierte esas lagrimas en coraje, en decisión,
en esperanza infinita. Estás muy a tiempo de realizar el sueño de Dios y el tuyo.

Quiero citar aquí unas palabras hermosas de un hombre santo, precisamente hablando de los
ejercicios espirituales: Dios es lo único necesario en la vida humana, es el único ser que pasa el test
de nuestros anhelos de eternidad, el que siempre está ahí, permanece, queda fijo, inmutable, a salvo
del paso del tiempo. Dios es hacia donde mira toda alma que busca su salvación. Por lo mismo nada
vale tanto como el invertir aquí abajo en la fidelidad a ese Dios mediante la total sumisión a su
querer. Todo cuanto no sea esto es echar en saco roto. “Me dejaron a mí, fuente de aguas vivas, y se
acabaron cisternas rotas que no pueden contener el agua”. Si poseer a Dios es el fin, buscarlo es el
quehacer de la vida. Pero a Dios sólo le encuentra el que le ama, y la experiencia del amor puro a
Dios es la experiencia del puro olvido de uno mismo. Se trata de ser libre para servir a Dios y a los
demás con la única libertad interior del hombre respecto a si mismo. El gran error de nuestras vidas
es vivir desorientados, engañados creyendo que vamos siguiendo un sentido, cuando en realidad cada
día nos alejamos más del verdadero sentido: Dios. El que anda fuera del camino, cuanto más corre,
tanto mas se va alejando del término”.

Gracias debería ser una de las palabras más repetidas, más maravillosas que deberíamos decir a cada
hora: Gracias al amanecer, gracias al mediodía, gracias al atardecer; gracias por los días pasados;
gracias por este día, y gracias, también, por los días porvenir. ¡Qué suerte, qué alegría ser de Dios,
pertenecerle, servir a tan gran Señor, amar a tan magnífico Padre; poderle decir desde el corazón:
“Soy de Dios felizmente y para siempre”.

Dios es amor, por eso es tu Redentor: El amor que renueva su alianza contigo. Con la desobediencia
y el pecado mataste aquel amor primero y te apuntaste con los condenados al infierno; perdiste el
cielo, perdiste a Dios, perdiste todo; y estabas, como dice el profeta Oseas, a la orilla del camino
revolcándote en tu propia sangre; pero pasó junto al camino de tu vida el Redentor con su cruz a
cuestas y se compadeció de tu dolor, de tu desventura y te lavó con su sangre y con su gracia.

Cuando te creó sus manos estaban sanas y enteras; ahora están sangrantes, su corazón abierto, sus

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pies atravesados. Cristo lleva tus pecados, tu dolor, tu desventura en sus cinco heridas. Esas cinco
heridas son el el precio que ha pagado por ti; son la prueba imborrable del amor que te tiene. Créelo,
cree en el amor de Cristo, y no podrás ser un mediocre, un pecador, sino un santo.
El ejemplo de santa Teresa es muy claro. Recordemos brevemente lo que le sucedió: Era una religiosa
que vestía el hábito de Carmelita en el convento de la Encarnación, en Ávila. A veces se dice: “ Si
está en un convento, será santa”. Pero, por lo visto, era bastante mediocre. Y, como Dios sabía que
podía sacar de ella una santa, le hizo pasar una experiencia fuerte, le permitió ver el infierno. Ella
comentó: “No me morí porque Dios no lo quiso.” Me dijo: “Fíjate en ese lugar concreto del
infierno”.Yo pregunté: ¿Por qué, Señor? “Porque ese iba a ser tu sitio para toda la eternidad, si
hubieras ido como ibas”.

Ella, obviamente, no podía decir lo que hoy dicen muchos: que el infierno no existe, y, como lo dicen
ellos, pues, no existe. En su convento, en unos de los pasillos, había una imagen de Cristo flagelado.
Por allí pasaba todos los días como si nada, pero ese día no pudo seguir adelante; se detuvo ante la
estatua, diciendo: “Ahora comprendo de qué me has librado y cuál ha sido el precio que has pagado,
es decir, cuanto me amas”. Y, a renglón seguido, añadió: “Desde ese día me decidí a ser santa”. Hoy
es Santa Teresa de Jesús. Es decir, cuando ella comprendió el amor que Dios le tenía, cambió
radicalmente; y esto mismo sucede, o no sucede en nuestra vida. Si hay un día en que sentimos,
comprendemos, experimentamos cuanto nos ama Dios, seremos capaces, como ella y muchos otros,
de decir: desde hoy me decido a ser santo, a ser un apóstol, a cambiar radicalmente de vida.

Si eres capaz de amar, de comprender el amor, todo es posible al que ama. Si no eres capaz de
amar, de comprender el amor, serás un eterno mediocre. Los santos, los de ayer y los de hoy, los de
siempre, son pobres seres humanos llenos de defectos, pero que han comprendido el amor. Y cito
aquí a uno de esos hombres santos: “Se es fiel sólo por amor; se es auténticamente feliz sólo en el
amor; se es idéntico -en el sentido de auténtico-, sólo amando”.

La muerte de Jesús, tu Redentor, fue tu vida; su sangre lavó tus pecados; sus azotes, espinas y
salivazos curaron, o debieron haber curado, tu soberbia.
Si te hacen un favor, espontáneamente dices: ¡Gracias! Si el favor es muy grande, no te basta con
dar las gracias. ¿Por qué con Cristo debemos hacer una excepción? Si comprendiéramos cuánto nos
ama Jesucristo, deberíamos vivir toda la vida de rodillas, dando gracias, llorando de felicidad y de
gratitud. Pero, a base de recibir dones y más dones, nos volvemos de piedra, con una ingratitud
realmente inexplicable. Yo me pregunto si será tan difícil amar locamente, entrañablemente,
apasionadamente a un Dios que me ama desde siempre y para siempre; que murió crucificado por
mí, flagelado, coronado de espinas por mí; que me dio a su misma Madre y se dio a sí mismo en la
Eucaristía.

Dios es amor, y por eso es mi padre. El mejor de los padres. La oración del “Padre Nuestro”, rezada
en su máxima intensidad, provoca o provocaría la muerte por felicidad. Tengo un Padre en los cielos
que me ama con un amor eterno. “¿Puede una madre olvidarse de su hijo, del fruto de sus entrañas?”
-Pregunta Dios- “Pues, si ella se olvidara, yo nunca te olvidaré.” ¿Por qué esta realidad, la más
grande, la más hermosa, la más entrañable de la vida, la olvidamos? Considero que la desgracia más
grande del mundo consiste en ignorar este amor. A nosotros que nos consideramos católicos,
cristianos, se nos ha olvidado la esencia, se nos ha olvidado lo que es la religión del amor, y no tanto
de nuestro amor al prójimo, sino del amor de Dios a nosotros. El amar sería la consecuencia. Yo, que
soy amado infinitamente por Dios, quiero amar a ese Dios y a mis hermanos.

Los cristianos han vaciado la religión del amor para quedarse con la religión de los mandamientos, del
aburrimiento y no sé de qué otras cosas, y ¡claro! les resulta pesada, aburrida, inaguantable.
También nosotros en la vida religiosa o sacerdotal podríamos hacer lo mismo. Y ¿qué queda de
nuestra vida cristiana, cuando se va el amor; qué queda de nuestra vida consagrada, cuando se va el
amor?

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En una ocasión preguntó a Jesús un doctor de la ley, por lo tanto, una persona seria, formada: “¿Cuál
es el primer mandamiento de la religión, de tu religión?” Jesús respondió: “ El primer mandamiento
es: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas
tus fuerzas”.

No le habían preguntado el segundo, pero Él se adelantó a decir: “El segundo mandamiento es


semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y todavía redondeó la respuesta,
diciendo: “En estos dos mandamientos está toda mi religión”.

No hay más; los dos mandamientos, los únicos dichos por Jesús son: Amarás, amarás. Por lo tanto Él
fundó la religión del amor. Donde hay dos enamorados, ¿hay aburrimiento, hay ganas de acortar el
tiempo, hay tristeza, o qué hay? Entonces, si nosotros no somos felices, no estamos realmente
encantados en nuestra religión católica, de cristianos nos queda la pura fachada y la boleta de
bautizo.

Se nos ha olvidado lo más importante, lo que los santos han defendido hasta con la sangre. Porque
debemos de saber una cosa: Los santos son como nosotros, pero el amor se les ha clavado en el
alma, en la sangre y, por eso, son lo que son.

Yo estoy convencido de que tú y yo, aunque seamos unos pobres seres humanos, si ese amor se
clava en nuestro corazón también seremos santos.

Tengo un Padre en los cielos, un Padre que sigue todos mis pasos por la tierra, un Padre que ha orado
por mí cuando hice de hijo pródigo, un Padre que me ha dado tantos dones que ya no los recuerdo, y
de los recordados muy pocos he sabido agradecer.
Dios es mi Padre. Antes de hablar de cómo debe portarse un hijo, hay que estar seguro de esto: de
que Dios es mi Padre.

Disfrutarlo, agradecerlo y morirse de felicidad. Somos hijos de Dios cada uno de ustedes y yo. No nos
miremos la cara, las manos o el alma, porque no lo merecemos. Pero Él nos puede decir: ”No les pido
que lo merezcan, sino que lo acepten”. No busquemos en nosotros mismos ninguna razón o huella
para demostrarlo, sino en ese corazón enorme, maravilloso, amorosísimo de Dios Padre.

Con qué ternura decía San Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre que no sólo nos llamamos,
sino que somos hijos de Dios”.

Manifestarle una confianza sin límites, esperándolo todo de Él; manifestarle un amor sin medida. Dios
busca, Dios espera nuestro pobre amor pero lo busca como una fidelidad a su voluntad semejante a
la de Jesús. Así debemos proceder. ¡Qué felices seríamos, si cada día, cada hora y durante toda la
existencia, sintiéramos a Dios como un verdadero Padre!

Cuando Santa Teresa rezaba el Padre Nuestro, se detenía, se quedaba extasiada con esas dos
palabras:, “Padre nuestro, Padre mío”, y se abismaba en la contemplación y la maravilla de lo que
esto representa, y no podía seguir...

Recuerdo estas palabras de un hombre santo: “Antes de que pudiera defenderme contra el hechizo de
su llamado, contra su amor devorador, caí sojuzgado”, o estas otras: “Cristo es mi Dios, mi gran
amigo, mi compañero, mi Padre, mi grande y único amor y la única razón de mi existencia”. San
Pablo era un cristiano verdadero porque era un enamorado: “Cristo me amó y se entregó a la muerte
por mí”.

Debemos pensar que, si no amamos, hacemos inútil tanto sufrir, tanto soñar, y tanto amar de Dios a
la humanidad. Hacemos inútil su sangre derramada, hacemos inútil el amor más perfecto, damos la

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espalda a aquél que es el Amor.

¡Gracias, por haberme amado como nadie, sabiendo que iba a ser tantas veces ingrato, indiferente, y
gracias, porque no te has arrepentido, y porque, después de meses y de años, sigues mendigando mi
pobre e insignificante amor! “¿Quién soy yo para que me pidas y me exijas que te ame con todo mi
corazón, con toda mi alma, con toda mi mente y con todas mis fuerzas’ ¿Quién soy yo?” Así se
preguntaba San Agustín y también nos preguntamos cada uno de nosotros; por lo menos yo me lo
pregunto. ¿Quién soy yo, Señor, para que me pidas ese amor, y te pones bien triste si no te amo?
¿Quién soy yo?

Es necesario de alguna manera experimentar este amor; es una gracia que hay que pedir; es una
gracia que hay que tener, si es que de verdad queremos cambiar, ser santos, y queremos dejar para
siempre la mediocridad.

Una religión fundada por el Hijo de Dios, un Hijo de Dios humillado, flagelado, coronado de espinas y
muerto en una cruz, para salvar a sus seguidores, sólo puede vivirse con pasión de amor. Jesús no es
un filósofo, Jesús no es un intelectual, que predicó pacíficamente unos principios como otros filósofos
y que los dejó para los que quisieran oírlos y practicarlos. Jesús -y en esto se diferencia radicalmente
a todos los fundadores de religiones- es el Hijo de Dios, no un simple hombre, pero, además, para
fundar su religión, no lo hizo con un libro, Él no escribió. Lo escribieron los discípulos. Él la fundó con
una sangre en un patíbulo, clavado en una cruz para salvar, para dar la vida a sus cristianos: Ésta es
la gran diferencia del cristianismo, y, por eso, la religión católica o se vive con pasión, o no se vive.
Nosotros, los cristianos, hemos querido descoyuntar esa religión queriendo hacer nuestros caprichos,
nuestros gustos, y tener una pintadita, un barniz de católicos, y por eso, sigue siendo verdad para
muchos de nosotros el ataque que Nietzsche dirigía a los cristianos: “No se les nota rostro de
resucitados.”

Y uno tiene que plantearse severamente: ¿De qué me sirve ser católico? ¿De qué me sirve ese Cristo?
¿De qué me sirven las misas y los sacramentos y las predicaciones, si no hay diferencia con otros? ¿Si
sigo criticando como los otros? ¿Si soy un pecador empedernido como los otros hombres, o, tal vez,
más que los otros? Para tener solamente fachada de católico, sería mejor declararme no cristiano, y,
cuando tuviera fuerzas, ganas, ánimo de serlo de verdad, entrar y decir : Ahora sí voy a amar a Dios
sobre todas las cosas y a mi prójimo como a mí mismo.

¿Por qué hay tantos cristianos que se pasan a las sectas? Y habrá más porque hay muy pocos que
están decididos a amar de esa manera, a comprometerse de esa manera. Quisieran un cristianismo
domesticado, un evangelio de bolsillo: chiquitito y hecho a su medida. Pero Jesús inventó un
Evangelio maravilloso, un estilo de vida maravilloso, pero nunca fácil, y hoy nos gusta lo fácil, lo light.
Por eso, nos tenemos que plantear severamente, concienzudamente: ¿Quiero ser un cristiano
auténtico, al estilo de lo que Cristo quiere o prefiero ser cualquier otra cosa con una fachada de
cristiano?

Para concluir, quisiera, de una manera viva, leer un cuestionario de una persona, en concreto, una
muchacha que vivía ese cristianismo light o menos que light, pero hizo la experiencia de María
Magdalena, de Zaqueo. Aquí están sus palabras:
“Antes de ir a aquel retiro, mi vida era horrible. La estaba llevando de tal forma que era, en verdad,
de dar tristeza: Era una niña con tan solo 16 años, y ya sin alegrías ni ilusiones, ya decepcionada de
la vida”. Hoy día hay miles de niños y niñas como ésta. “Pero era obvio: llegó el día en que me sentí
asqueada de todo, y empecé a sentir un vacío enorme: algo me hacía falta.” Aquí hay un punto ya de
reconocimiento: necesita algo y obviamente va en busca de llenar ese vacío. “ Pensé que ese vacío lo
llenarían las fiestas, conocer niños nuevos, etc. Acababa de terminar con mi novio, -por lo tanto
andaba en crisis sentimental- y así lo hice. Salí mucho, conocí a miles de niños, pero yo seguía igual.
Antes los estudios me llenaban bastante, pero en esos momentos nada llenaba aquel vacío tan

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horrible. ¡Era desesperante! Nada me gustaba”. Esto lo pone con letras grandes. Y aquí vean cómo
interviene Dios: “Llegó el día en que Dios me llegó directamente -recuerdo que fue por sus amigas
que habían hecho un retiro como éste, y venían radiantes de felicidad-. La reacción de ella había sido
burlarse de ellas, decirles que se iban al convento; les hizo llorar de coraje.

“Entonces Dios me llegó directamente, porque decir que nunca me había buscado sería una mentira;
me insistió, y mucho, pero yo preferí vivir mi vida sin Él”. Uno podría preguntarse: ¿Por qué?: No lo
necesito, me estorba, no me interesa, hay cosas mucho más interesantes, Dios es un aburrido, los
jóvenes no necesitamos de la religión, etc.
“Pero, como decía, me habló; me hizo ver directamente que ahora tenía nuevamente los dos mismos
caminos que ya antes había tenido: con Él o sin Él. obviamente esta vez escogí con Él”. Ahora vamos
a ver cómo le va: “Fui a hablar con el padre y, después de insistirle mucho, me dejó ir. Fue el día de
mi cumpleaños, por eso digo que yo nací a los 17 años. ¡Qué día tan increíble! Volví a nacer, pero con
la conciencia de que tenía mucho que hacer. Y así empezó mi cielo, que hasta ahora sigo viviendo y
nadie ha podido convertírmelo en infierno. Es algo maravilloso, porque desde que fui, todo es
diferente. Cristo me ha dado un ideal por el cual vivir” -¡Vean cómo habla de Cristo, antes no quería
saber nada!- “Antes estudiaba por un MB, ahora estudio por Cristo; antes me reía, pero por tonterías,
ahora porque sé que cuento con Cristo; antes era una niña responsable, pero sólo ante mí misma,
ahora lo soy sobre todo ante Cristo; antes lloraba, y ahora también lloro; antes, por falta de Cristo, y
ahora porque lo adoro, es decir, de felicidad.

¡Claro! He tenido problemas. Pero con Cristo todo lo he podido solucionar: ahora hasta los problemas
los veo como una bendición, porque he aprendido a exigirme. No sé cómo explicarle, solo me sale
decir que es extraordinario. Para mí Cristo lo es todo, y, si a mí me dijeran: déjalo, preferiría morirme
en ese momento, ya que sin Él me perdería, no sabría qué hacer: perdería a Cristo, y, por tanto, mi
felicidad. ¿Por quién lucharía, entonces? ¿Por mí? ¿Para qué...?”

Esta persona fue a unos ejercicios espirituales con otras chicas. Es un caso realmente típico de lo que
es un cristiano light antes de conocer: Odian lo que no conocen, desprecian lo que ignoran, lo
rechazan incluso cuando lo ven en el rostro de sus mismas amigas; lo dejan, no les importa, y,
cuando aceptan con una cierta humildad acercarse a Dios, ahí está el resultado.

¿Quién de ustedes quiere tener una experiencia semejante? Porque Cristo sigue siendo el mismo que
conquista corazones y les llena de felicidad.

Recuerdo aquella expresión de San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón estará
insatisfecho hasta que descanse en ti”. “Nos has hecho Señor para ti”: es decir, que somos de ti por
criaturas para amarte servirte y poseerte; somos de ti por el bautismo: hijos de Dios, y en el caso
nuestro: somos de ti por la consagración, por ser sacerdotes y religiosos.

Darnos totalmente. Somos para Dios. El honor más grande del mundo consiste en ser servidores de
Dios. Por algo se dice que “servir a Dios es reinar”. El hecho de que Él se haya interesado, Él haya
pedido, buscado, el que tú le intereses, que te necesite para lo que a Él más le importa, dime si esto
no es un grandísimo honor. Nos pide amor.
Cuando el joven rico se fue, causó en Cristo enorme tristeza y con razón. Si te dedicas a tu egoísmo
¡estás perdido, definitivamente perdido, sin luz, sin paz, sin ilusiones, sin nada! Por eso, debemos
concluir que amar a Dios y cumplir su voluntad es lo único necesario.

La frase sigue diciendo: “Y nuestro corazón está inquieto...” Nuestra historia lo grita. Así estuvo San
Agustín, Margarita de Cortona y tantos otros. Recordemos los remordimientos por el pecado que
sentía Caín. Nosotros experimentamos la vida vacía y sin sentido, la falta de alegría y realización.
Nada llena: ni el sexo, ni las drogas, ni el dinero, la fama, los viajes, nada! Es el hueso dislocado; es
el pez fuera del agua; es el pájaro tras las rejas de la jaula.

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Esa inquietud y falta de paz total nos tiene que empujar a una entrega mayor y para toda la vida:
Una gran insatisfacción puede convertirse en una entrega definitiva. ¿Qué es lo que te frena o te ata
todavía? Pídele a Dios que te dé la gracia de que esa atadura se rompa para siempre.

Y termina la frase: “Hasta que descanse en ti”: hasta que te entregues del todo, dejando barcos,
quemándolos, cruzando la raya. ¿Qué cosas te detienen para esa entrega? ¿Has pensado, has creído
en la felicidad de darse totalmente, felizmente y para siempre? El joven rico no sabía de esto, se fue
con sus riquezas, y perdió a Cristo... Al final de la vida, aparte de haber perdido a Cristo, perdió
también las riquezas; se quedó sin nada. En cambio, Pedro y los demás que le siguieron, se quedaron
con Cristo y con el ciento por uno. Allí mismo San Pedro en esa escena del joven rico hace la
pregunta trascendente: “Nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué va a suceder? Jesús
aprovecha ese momento solemne para decirle a Pedro y a los otros Once, a ti y a todo el que quisiera
oír, esta palabras: “Todo el que me siga y sea fiel a mi evangelio recibirá el ciento por uno en esta
vida en padres, madres, hijos, campos, etc., en todo lo que haya dejado, con persecuciones, y
después la vida eterna.” La promesa de Jesús era tan clara, tan contundente que Pedro, el que solía
preguntar más de una vez, allí no preguntó más.

Ciento por uno y la vida eterna. Debió de pensar: “¡Negocio redondo! Por eso, en aquella ocasión en
que muchos de los discípulos querían marcharse porque habian interpretado mal la Eucaristía, les
hace esta pregunta a los doce: ”¿También vosotros queréis marcharos? Pedro fue el que respondió
con estas palabras: “¿A quién iremos, Señor, si Tú tienes palabara de vida eterna? Que era como
decir: Yo no entiendo mucho de Teología de la Eucaristía, pero lo que conozco de ti hace que me
quede para siempre. Y gracias a eso salvó la situación de los otros apóstoles, por lo menos de diez de
ellos. Porque Judas ya se había pasado al otro bando.

“Hasta que descanse en ti... hasta que se entregue totalmente a ti, Esta es una forma de vivir
apasionante. ¿Qué importa el frío, el calor, los sufrimientos, las humillaciones? ¡El amor lo puede
todo, lo transforma todo! Lo que vuelve la vida aburrida, monótona y cansada es la falta de fuego, de
amor. Cuesta más; a veces, mucho, pero compensa totalmente.

Y, en vez de andar pensando tanto y tanto en lo que cuesta, en lo difícil, en lo que dejamos, ¿por qué
no pensar en lo hermosa y apasionante que es esa vida?

La abnegación es bendita. “La vida del alma, minuto a minuto, es siempre bella, preciosa y
emocionante, cualquiera que sea la condición del cuerpo ¡Ningún precio es suficiente para pagar la
amistad con Jesús!”

3o. Plática
La Salvación. Hay una sola cosa necesaria: la salvación eterna de las almas.

Podríamos titular esta charla como “Lo único necesario”. En una ocasión, nos narra el Evangelio,
Jesús estaba hospedado en casa de unos amigos, que eran tres hermanos: Lázaro, Marta y María.
María, era la Magdalena que, por estar recién convertida, se encontraba fuera de casa, platicando, o
más bien escuchando embelesada. a Nuestro Señor.

Precisamente es lo que les sucede a los grandes convertidos, que es una experiencia tan fuerte, que
la quieren alargar lo más posible. Su hermana Marta era la típica mujer hacendosa que se preocupa,
de corazón, de dar el mejor recibimiento a un huésped, en este caso un huésped tan importante
como era Jesús, el Hijo de Dios. Pero, se daba cuenta de que no alcanzaba, y en un momento dado
salió, y le dijo a Jesús, - en plan de confianza – “¿Jesús, te da lo mismo que esté yo con todo el

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quehacer de la casa y mi hermana aquí sin hacer nada? ¡Dile que me ayude!

Cuando uno lo lee, esperaría como respuesta natural: “¡Ay!, perdónanos, María, en verdad nos hemos
olvidado de ti, y estás con todo el trajín de la casa. A ver, María, ve a ayudar, incluso, si quieres, yo
ayudo también. -“No, no, ¡Tú no, Señor!”- En el fondo equivalía a decir: “Mi hermanita está aquí de
floja.”

Jesús, con una amable sonrisa en su rostro, dijo estas palabras: “Marta, Marta, te preocupas de
demasiadas cosas. Hay una sola cosa necesaria. María ha escogido la mejor parte que no le será
quitada”.

Pobre Marta, se quedó un poquito corrida; pero, hay que entender lo que quiso decir Jesús. Jesús,
elevó la conversación a un nivel trascendente Le dijo: “Mira, me da mucho gusto que, cuando vengo a
su casa, traten de darme una acogida tan buena, y no me puedo quejar, son mis mejores amigos,
pero... hay algo que me importa muchísimo más que tener una buena comida, un reposo adecuado,
etc. y es que tú, María y todo el mundo, escuchen el mensaje de salvación para el que yo he venido”.

Hay una sola cosa necesaria. ¿A qué se refería Jesús? : a la salvación eterna de las almas. En alguna
ocasión ya había dicho Él: “Yo no he venido a ser servido sino a servir, y a dar la vida por la salvación
de los hombres”.

Respecto de lo único necesario, vamos a decir algunas cosas importantes. La primera es que Dios
quiere que todos obtengan lo único necesario, que todos se salven. Dios no quiere que su cielo quede
vacío. Dios no quiere verte a ti, ni a mí ni a nadie fuera de ese lugar. Si te ha creado por amor, es por
que quiere que lo ames eternamente en el cielo, y que seas amado por Él eternamente allí.

La prueba de que quiere salvarte es que sientes, por dentro, una inquietud, un deseo de cambiar, de
mejorar, de superarte. Yo diría, incluso, que cuando sientes remordimientos es porque Dios te está
llamando. El remordimiento, como la misma palabra lo dice, duele, molesta, y uno no quisiera
sentirlo; el remordimiento es como el amor herido, ofendido, que reclama, que llama la atención para
que se le haga caso.

Por eso, cuando uno se porta mal, siente ese remordimiento, siente cómo ese Dios por amor le llama,
nos llama, para que volvamos nuevamente con El. Bien, lo que sería preocupante es que nunca, en
ningún momento, tampoco en estos ejercicios, sintieras dentro de ti esa espinita o ese
remordimiento, esa inquietud de superarte. Entonces, sí podríamos decir que ya no le importas a
Dios. Mientras sientas interiormente eso, es buena señal.

Ahora bien, Dios quiere salvarnos a todos, pero no a la fuerza. Siempre dice Él: “si quieres, si
quieres”; es como decir también: “si no quieres, ¡pues, ni hablar!” A empujones no entrará nadie al
cielo. Uno tiene que decirle a Dios claramente, que no le quede ninguna duda, que uno quiere estar
en el cielo con Él eternamente.

“¡Padre! ¿Pero usted cree que alguien no quiera ir al cielo?” Hay que decírselo a Dios con hechos, no
con palabras, pues Él mismo recalcaba: “No todo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de
los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. Por lo tanto, con hechos y
no con palabras, hay que decirle a Dios: “¡quiero ir al cielo!”. Ahora bien, tus hechos, tu vida, tus
obras, ¿qué le dicen a Dios?: ¿que sí quieres, que no quieres, o que a ratos quieres y a ratos no; no
se sabe.

¿Qué es salvarse? Podemos decirlo positiva y negativamente. Negativamente: Es librarse de eso que
hoy muchos no están de acuerdo en creer: el infierno, una infelicidad eterna. A este respecto, yo les
hago una pequeña reflexión: “Cuando contemplo el crucifijo, veo al Hijo de Dios clavado en la cruz,

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muerto, después de haber sido flagelado de una forma bárbara y cruel, coronado de espinas,
humillado. Porque lo escupieron, se rieron de Él, lo convirtieron en un guiñapo. Pues bien, esa muerte
tan humillante y tan horrible fue inútil, la más inútil, porque fue para librarnos de algo que no existe!”

Podríamos recordar lo que una mamá le decía a su niño chiquito cuando no quería que fuera a un
lugar peligroso: Le decía que había un ogro que se comía a los niños, y él se lo tomaba tan en serio
que se ponía a temblar. Pero ella, seguro que, por dentro, se reía: “ya lo engañé”. Entonces, lo del
infierno es como el ogro -¿verdad?- para asustarnos, para que nos portemos bien. ¡Pero no existe!

Cuando contemplo el crucifijo, miro su rostro y me impacta el tremendo amor de Dios, y por otro lado
siento un profundo temor al infierno. Cuando Dios se tomó tan en serio las cosas, ¿creen que fue por
algo que no existe? Piensa lo que quieras. También mi oficio desaparecería, pues, si al fin y al cabo
todos nos vamos a ir al cielo, yo me dedicaría a otra cosa.

Positivamente. Significa lo contrario, conseguir una felicidad eterna maravillosa, increíble, como no
nos la podemos imaginar. Creo que ninguno de ustedes ni ha visto el cielo para que nos lo cuente y
nos emocione..., ni ha visto el infierno para que nos dé un buen susto. Entonces, vamos a entrevistar
a dos personajes que vieron, uno el cielo y otro el infierno.

Ya contamos en la meditación anterior, cómo Santa Teresa vio el infierno. Pues bien, a eso me
refiero. Librarnos, como ella se libró, de esa eternidad separada de Dios, en una absoluta
desesperanza, sin amor. Así lo definía ella: “El infierno es el lugar donde no se ama”.

En relación al cielo, vamos a preguntar a San Pablo, porque él, en una de sus cartas, nos dice que vio
el cielo, incluso el tercer cielo. O sea que en el cielo hay grados de felicidad. Cuando yo supe que San
Pablo había visto el cielo, fui a leer sus cartas, Pero me llevé una decepción, porque dice que “ni el
ojo vio, ni el oído oyó, ni podemos saber lo que Dios nos tiene preparado”. Quería decir que las
palabras humanas no pueden describir el cielo: Pero sí se entiende una frase suya: “Después de ver el
cielo, todo lo que se sufre en este mundo es juego de niños, es nada en comparación”.

Vamos ahora a contemplar la escena del juicio universal, contada por San Mateo en el Capitulo XXV.
Es una especie de reportaje que les narra Jesús: Toda la humanidad reunida. ¡Imagínense la cantidad
de personas que vamos a ser! Se nos dice que unos estarán a la derecha y otros a la izquierda.

Tú yo estaremos allí presentes. En la mente de todos anidará un solo pensamiento: “¿Me salvé o no
me salvé?” No nos va a importar cuantos hay, cuantos no hay, sino si estamos a la derecha o
estamos a la izquierda. Cada uno debe preguntarse: “¿Dónde estaré?” Y no para asustarse
tontamente. Porque no se trata de eso, sino simplemente de adivinar, con tu vida de hoy, dónde
estarás el día de mañana, en ese momento. Se podrían ofrecer cuatro preguntas a modo de test para
adivinar de alguna forma si ese día estarás a la derecha o a la izquierda. Ahí van las cuatro
preguntas: Primera: ¿Qué te dice tu pasado? Por pasado entendemos tu vida desde que tenías uso de
razón, siete u ocho años, hasta finales del año anterior. Ese período será para unos más corto, para
otros ya bastante largo. Si una persona que no te conoce viera el vídeo de tu vida pasada, ¿qué
podría concluir?: Esta persona, tal como ha vivido, sí se va al cielo, o no se va al cielo, o no se sabe,
porque parece que a veces sí quiere y a veces no, no se sabe. Puede suceder cualquiera de las dos
cosas.

¿Qué te dice tu pasado? Es importante consultar a ese período de vida ya vivido. A veces uno tiene
que reconocer que ha bajado hasta donde nunca pensó, o positivamente, que ha subido hasta donde
nunca creyó llegar. En realidad, si viéramos en una pantalla de televisión, en la mitad de ésta nuestro
mejor día, y en la otra mitad nuestro peor día, nos asustaríamos de las dos cosas: Hasta dónde
hemos subido y hasta dónde hemos bajado. ¿Qué te dice tu presente? Por presente, tomemos este
año en curso que estamos viviendo, aunque no está todavía completo. Por ser el presente, aunque

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sea muy breve, es muy sintomático, porque es la vida que estás viviendo ahora.

¿Cómo estás viviendo? ¿Podrías decir que este año es el mejor año de tu vida? ¿O tendrías que decir:
¡El peor de todos! O ni bueno ni malo, un año mediocre. Tal como vas, ¿no hay problemas para estar
ese día a la derecha, o sí los hay? Uno debe sacar la conclusión.

¿Qué te dice tu futuro ? ¿Cómo se puede adivinar el futuro? ¡Muy fácil! Si tú tienes unos hijos, unos
nietos en primaria, y ves que desde primer año sacan dieces, sabes que los seguirán sacando. A la
inversa, aunque sea tu hijo o tu nieto, si pasa siempre con reprobados, no crees que saque dieces
ahora. Porque lo lógico es que siga con las mismas notas. A menos que haga un esfuerzo muy, muy
notable, que se da en pocos casos.

Por lo tanto, mirando al presente y al pasado, si has vivido como un santo, una santa, lo lógico es que
lo sigas siendo, a menos que haya un cataclismo. Y, si has vivido como un pecador o un mediocre, lo
normal es que lo sigas siendo, a menos que haya un cambio muy fuerte. Yo he visto algunos cambios
así de fuertes, justo en unos ejercicios espirituales como éstos, en los que se ha dado un parteaguas
y donde una vida que iba directamente a la izquierda viró valientemente a la derecha, y sigue hacia la
derecha.

Cuarta pregunta: ¿Qué te dice tu ambiente? Por ambiente tomemos algo muy amplio: todo lo que es
tu entorno social, familiar, desde la persona con la que te has casado, esa mujer o ese hombre, tu
familia política, tus amistades, fiestas, viajes, lecturas, televisión; todo lo que de alguna manera te
afecta. ¿Puedes decir que, con ese ambiente, te estás mejorando cada vez, enderezando el rumbo
hacia la vida eterna feliz, o, al contrario; aunque tenías buenas ideas y te educaron cristianamente,
con esas amistades, lecturas, viajes y televisión, cada vez te desvías más hacia la eternidad infeliz?
Por eso, es importante la pregunta: “¿Qué te dice tu ambiente?” Cuántas veces se encuentra uno a
personas que han dado un cambio positivo por sus amigos, sus amigas, el ambiente, o una lectura, o
unos ejercicios espirituales; y también un cambio negativo, cumpliéndose aquel dicho de: “¡Dime con
quién andas y te diré quién eres!”

Con estas cuatro preguntas puede cada uno sacar la conclusión. Tal como vas, si no cambias, llegarás
al infierno o, tal como vas, Dios mediante y con su gracia, podrás estar ese día a la derecha.

Saquemos algunas conclusiones: El asunto más importante de la vida es exactamente éste: ¡Me salvé
o no me salvé! Por eso Jesús le contestó a Marta de esta manera solemne. Pero esa respuesta iba
para Marta y para todos los demás, para todos nosotros: “Te preocupas de demasiadas cosas. Hay
una sola cosa necesaria: tú salvación eterna”.

Nadie va a resolver por ti este asunto. Yo he escuchado a algunos hombres muy seguros: “ Mi esposa
es muy santa y ella se va a ir al cielo y jalará de mí, de los hijos y de toda la familia...” ¡Eso no es
cierto! Porque ella y otras personas podrán pedir por ti, podrán darte buen testimonio, pero tú tienes
que decir: ¡quiero! Te pongo un ejemplo del mismo Evangelio. Junto a Jesús, rumbo al Calvario, iban
dos bandidos: Dimas y Gestas. Los dos iban maldiciendo, los dos eran unos ladrones, posiblemente
hasta asesinos. De pronto, uno de los dos le dice a Jesús: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu
Reino”. Jesús, olvidando reproches que le podía haber reclamado, le dijo simplemente: “Hoy estarás
conmigo en el Paraíso”.

Uno se pregunta: ¿Se puede en el último momento cambiar? ¡Se puede! Y ahí esta el caso. La palabra
de Jesús no puede fallar: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Pero, ¿y el otro? Es una reflexión que
se hace San Agustín: ¿Por qué uno sí y el otro no? Ahí vemos claramente, cómo la misma gracia que
recibió uno la pudo haber recibido el otro. Uno la acepta y el otro la rechaza.

Este asunto mucha gente no se lo plantea, y como no se lo plantea, cree que no existe el problema.

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Pues bien, uno durante la vida, olvidándose de Dios, puede reírse de la religión o simplemente
despreocuparse, por estar zambullido en los asuntos terrenos: el dinero, el poder, el triunfo, etc.
Llega la muerte, ¿y qué sucede? Algo que no se había planteado. Allí están con números rojos, porque
directamente se van con Dios que les va a hacer esta pregunta: “¿Qué hiciste de tu vida?”. Sacando
las conclusiones de tu pasado y de tu vida, la conclusión es: ¡No te has salvado!

La misericordia de Dios es más grande de lo que tú y el más optimista puedan imaginar, pero también
Dios es justo, y no le da lo mismo que luchemos, que nos esforcemos, o que digamos que el infierno
no existe, y que nos vamos a salvar, aunque nos comportemos como nos dé la gana. Eso es reírse de
Dios, y en la Biblia está escrito que de Dios nadie se ríe.

Por tanto, uno se tiene que hacer en la vida esta pregunta, -no cuando ya no hay remedio, sino
antes, cuando se puede remediar todo-: ¿me salvaré ó no me salvaré? Y no para ponerse tontamente
triste o nervioso. Porque tú, si quieres, te vas a salvar; pero, si no quieres, no te vas a salvar.

Repito que aquí no se trata de palabras: ¡Hechos! Te pongo el ejemplo de dos personas: grandes
pecadores; uno se arrepiente y se confiesa, y se arrepiente y vuelve a caer, y vuelve a arrepentirse, y
vuelve a caer, y está el pobre cayéndo y levantándose. El otro, igual de pecador, dice: “¿Confesarme
yo? ¡Para nada! ¿Yo, arrepentirme? ¡No lo necesito! Me importa muy poco la religión.” Aparentemente
es la misma situación, los dos son grandes pecadores, pero Dios ve en el primero una lucha, un
esfuerzo, se arrepiente, vuelve a caer y se vuelve a levantar; al otro, no le importa; por lo tanto, hay
una gran diferencia, y Dios la conoce.

Ante la pregunta:¿Me salvaré o no me salvaré? podría haber estas respuestas:


¡No me salvaré! El que lo diga es porque ha olvidado la misericordia de Dios, se ha desesperado
totalmente. Por lo tanto no es una respuesta cristiana. Entonces la otra: ¡Sí me salvaré! Sería una
respuesta presuntuosa y muy peligrosa. Los santos son personas tan humildes y tan prudentes que
no opinan así. Pongo el caso de San Pablo: “¡No vaya a ser que yo ayude a otros a salvarse, y yo no
me salve; por eso me sacrifico, me esfuerzo y lucho!” Uno diría: “San Pablo, pero ¿cómo dices
semejantes cosas? Él prefería -si ustedes quieren- pasarse de humilde, pasarse de prudente. Igual
que otros se pasan de imprudentes y de desprevenidos. Yo ya había oído a un sacerdote que conozco
y que para mí es un gran santo: “Todos los días pido la gracia de la perseverancia final”. Entonces,
¿qué vamos a hacer nosotros que no somos santos? ¿Nunca pedirla, nunca esforzarnos, creer que nos
la van a dar gratis? ¡Eso no es cierto!
Entonces, ¿cuál es la respuesta? La única es: “No sé si me salvaré”, que quiere decir: “quiero
salvarme, voy a luchar, confío en Dios, voy a poner los medios, pero no tengo el boleto ahora en la
mano; lo iré ganando poco a poco con mi esfuerzo o con mi arrepentimiento, con mis deseos de
cambio, con mis sacrificios espirituales, con mis obras de caridad, con mi apostolado, etc.
Si yo me quiero salvar, ¿qué debo hacer? Antes de responder, te felicito porque ya dices: quiero
salvarme. Porque hay muchos a quienes, si les haces la pregunta, quién sabe que te van a responder;
a lo mejor se ríen, a lo mejor dicen: “Por qué me preguntas eso?” Es una tontería.
Medios hay. Lo primero, tomarse en serio la salvación eterna: No puede uno jugar con lo más
importante. Y no empecemos como aquel señor que decía: “Yo me voy a arrepentir, cuando me vaya
a morir”. Bueno, se ve que este señor sabe cuándo se va a morir y ha puesto en su agenda: ¡tal día!
Y no dos días, ocho días antes irá a ejercicios espirituales, para prepararse a la buena muerte. Eso
suponiendo que supiera el día de su muerte.

Y en ese caso, ¿para qué es la vida? ¿para echarla toda a perder menos el último pedacito? ¿Para eso
es la vida?
Por lo tanto, tomar en serio, y tomar en serio significa evitar el pecado, luchar para evitar el pecado.
Porque uno puede decir: “Es que soy débil y caigo”. ¿Y no hay un sacramento -que por desgracia está
hoy muy abandonado- que se llama la confesión, que la inventó el mismo Jesucristo para decirnos:
“El que caiga allí tiene forma de levantarse, el que me ofenda tiene manera de ser perdonado?”

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¡Cuántos bendicen desde el cielo ese maravilloso sacramento de la misericordia! Porque gracias a él
están allá. Porque se podría decir que sí hay santos que no han cometido nunca un pecado mortal,
pero serán los menos; la mayoría tenemos que pasar por el sacramento de la misericordia, si algún
día queremos estar en el cielo.

La segunda forma de conseguir el cielo sería esta: Confiar, confiar, y confiar absolutamente en
Jesucristo Crucificado y en María Santísima, nuestra Madre. Un Dios que ha muerto crucificado por
mí, para salvarme, ¿qué no estará dispuesto a hacer para lograr esa salvación?¨ Pero siempre y
cuando yo le deje... ¿Ustedes creen que a Jesucristo le faltaron ganas de salvar a Judas, siendo uno
de sus doce íntimos? Lo vemos en el Evangelio: ¡Cuantos medios le ofrece para salvarse, hasta el
último instante! Y Judas nunca, ni en los últimos momentos, aceptó. He ahí un caso dramático que
nos tiene que hacer pensar. Porque Pedro lo negó, pero se arrepintió, y no pasó nada, siguió siendo el
primer Papa. Algunos atacan diciendo: “Algunos Papas han fallado”. Pues bien, el primero -y no
elegido en cónclave sino a dedo por Cristo- le falla de una manera terrible, negándolo en público tres
veces; pero aquél hombre tenía capacidad de arrepentimiento, y lloró su pecado. Jesús le perdona y
le restituye en el puesto. De esa manera nos quería decir: “Trabajo con hombres débiles, no busco
que sean impecables, sino que sean humildes, que tengan capacidad de arrepentimiento, y con esto
pueden trabajar conmigo”.

La tercera forma es -no sé si te ha ocurrido- ayudar a otros para que vayan al cielo. Cuando uno
consigue x boletos de un grupo es muy fácil que le regalen en la propia agencia su boleto. De seguro
que has viajado alguna vez gratis, de esa manera. Es decir, tú trabajas para la compañía, la
compañía trabaja para ti. Si tú trabajas por la compañía del Reino de los cielos llevando no a Europa
sino a la vida eterna a muchas almas, no te va a decir Dios: “¡Pues, lo siento mucho, tú trajiste
mucha gente pero te quedas fuera!” No, más bien, te dirá: “Tú pasa primero, tú has traído muchas
almas, que es lo que a mí más me interesa. ¡Pasa tú primero!”
Lo triste sería que, al llegar allá, te digan: “¿Tú, a quién salvaste?”
-A nadie.- En mi caso, como sacerdote, si voy solo, no hay boleto, porque supuestamente me hice
sacerdote para salvar a otros. Si no los salvo, me van a decir: “¡A cualquier otro sitio, pero no al
cielo!”. Y, por eso, me hago esta reflexión: Ojalá que esta predicación de ejercicios espirituales, que
va con la buena intención de ayudar a otros a ir al cielo, a mí me ayude un poquito para facilitar mi
boleto a la vida eterna.

Por lo tanto, ¿cómo salvar a otros? ¿Sabes rezar por los demás, sabes hacer sacrificios por los
demás?, ¿sabes dar buen testimonio de fe, de caridad, de bondad con los demás?, ¿sabes hacer algún
tipo de apostolado, dar catequesis, algo con lo que ayudes a tus hermanos?

Podrías reprobar el examen del Juicio Universal: “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me
diste de beber”, o aprobarlo. Por lo tanto, los que se preocupan por los demás van asegurando su
boleto para la vida eterna.

Quisiera terminar con unas frases del mismo Jesús, que remachan y recalcan esta idea. Con esto se
demuestra que la frase de lo único necesario no fue una frase que se le ocurrió a Jesús en ese
momento para salvar la situación de Marta y María, es algo que llevaba en el corazón como Dios y
como hombre, y tanto que a Él le costó su vida, una vida que fue terriblemente truncada en un
madero, en una cruz. “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” Es la
misma frase dicha de otra manera: “Si pierde uno lo necesario, ¿de qué le sirve tener todo lo
demás”? Y esta otra frase también de Él: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo
demás se os dará por añadidura” .

Como conclusión quiero referirme a un caso que le sucedió a un sacerdote. Una niña le dijo un día:
“¿Puede ir a atender a mi papá?” Fue. El señor estaba muy alegre, a pesar de encontrarse en terapia
intensiva. El sacerdote iba de negro y los doctores y enfermeras iban de blanco. Sabía desde el

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primer instante quién era y a qué iba.

Hablaron de todas las tonterías de las que se puede hablar con un enfermo grave: de la ONU, de
Estados Unidos, no sé cuantas cosas, y, al final -pues invitan también a los sacerdotes a salir- él, por
si no se había dado cuenta, le dijo: “Bueno, si algo se le ofrece, aquí estoy...” El enfermo repuso:
“Mire, yo me siento muy bien, creo que saldré del hospital, y luego hablamos”. El sacerdote no podía
obligar a un enfermo a hacer lo que debía hacer. Se fue, lo encomendó a Dios. Pasó un mes, y nunca
le llamó. Regresó al hospital, y ese mismo día murió. Yo sé que la misericordia de Dios es
infinitamente más grande de lo que tú o yo podemos imaginar, pero la duda de si esa persona
realmente alcanzó a arrepentirse, no se la quita nadie.

Por eso, el “después hablamos” ... ese “después” puede ser la guillotina que de un tajo parta la vida
en dos, puede ser la propia condena a muerte. “Después hablamos”...

4o. Plática
Invitación a la Santidad. ¿Ser santo yo?

Los santos son los hombres y mujeres más inteligentes, o los que han usado mejor la inteligencia; los
que han realizado un negocio redondo, los que han logrado lo único necesario. Recordemos las
palabras de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? O estas
otras: “ Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”. Los
santos son los que han obtenido el ciento por uno y la vida eterna en grado perfecto.

Ahora bien, ¿en qué consiste la santidad? Algunos se imaginan que la santidad es algo tan complicado
que necesitan muchas horas para entender la respuesta, por eso, a propósito, yo voy a dar una
respuesta bien sencilla: Consiste en tirarle al diez.
Una alumna de un colegio de México un día estaba muy feliz con sus compañeras. La causa era que
se había sacado un seis. Ella se sentía casi como Einstein por haber obtenido esa calificación. Y yo le
dije: “te doy mi pésame”. Contrariada, me preguntó: “¿Por qué ?” “Pues, porque has pasado con lo
mínimo, y considero que esas personas merecen un pésame”.

Otra vez, en ese mismo colegio, otra alumna de segundo de secundaria lloraba a lágrima viva. Me
acerqué para preguntarle cuál era la causa. Respuesta: “Es que la maestra me ha puesto un nueve, y
yo me merecía un diez”.Ya, en principio, me gustaron más esas lágrimas que la alegría de la otra
alumna. Y le dije: “Mira, ve con la maestra, y pídele que te permita revisar el examen; y, tal vez, te
ponga un diez”. Así lo hizo. La maestra vio que no estaba bien corregido el examen, y le dio un diez.
¡Me gusta la gente que le tira al diez! Y a Dios, más que a nadie, le gusta esta gente.

Los santos han explicado en qué consiste la santidad a su modo, a su manera muy simpática y muy
atractiva. Santa Teresita del Niño Jesús decía: “Consiste en hacer extraordinariamente bien y por
amor lo ordinario”. ¡Eso lo podemos hacer cualquiera de nosotros!

San Agustín, el de las frases lapidarias, decía: “Ama y haz lo que quieras”. Es decir, si el amor es
verdadero, no te puede permitir que te desvíes del camino. No puede permitir que seas un mediocre,
no puede permitir que vayas en contra del amor, en contra de Dios. El amor, si es verdadero, te
arrastra y te lleva, por necesidad, a la cumbre.

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Un sacerdote santo decía: “Cristo es mi Dios, mi gran amigo, mi compañero, mi Padre, mi grande y
único amor y la única razón de mi existencia” .

En una empresa se busca la excelencia; en cambio, en la vida cristiana -y a veces en la vida


consagrada- se conforma uno con la supervivencia, con lo justo. ¡Qué poco hay que hacer para que a
uno lo tachen de fanático, de exagerado, de loco y cosas semejantes!

Pensemos que, al final de la vida, lo único que se queda es lo que hayamos hecho por Dios y por los
hermanos; lo que tengamos de santos. Todo lo demás desaparece.

Ser santo significa llevar el cristianismo hasta sus últimas consecuencias. Cumplir en línea de máxima
tus deberes de estado, tu vida familiar, tu profesión, etc. El no conformarse con ser bueno, sino ser
de los mejores. Sentir asco de ese cristianismo semi-podrido de misa dominguera y nada más.
Ser como aquellos primeros cristianos. Ser santo significa tener una jerarquía de valores: en primer
lugar Dios, pero en serio, no de labios para afuera; destronar el egoísmo que suele estar dentro de
nosotros, con dos servidores muy fieles: Don Orgullo y Doña Sensualidad.

Cumplir perfectamente y por amor la misión que Dios te ha dado: Su Voluntad Santísima.
Por otra parte, la santidad obliga a todos, o dicho más positivamente, la posibilidad de ser santos es
de todos, de todo el que quiera. En primer lugar, por ser hijo de Dios. El parentesco obliga. Dios
quiere que seas santo. “Sed perfectos, es decir, santos, como es perfecto vuestro Padre Celestial”.
Palabras de su propio Hijo Jesús. San Pablo decía a los primeros cristianos: “Ésta es la voluntad de
Dios, vuestra santificación.” Si soy consagrado o sacerdote, con mucha más razón: soy todo de Dios,
sólo de Dios, siempre de Dios.

Si no eres santo, no le eches la culpa a nadie. Yo sé, estoy convencido, de que lo más terrible que
pudiera pasarme es llegar al final de la vida, presentarme ante Dios, mirarle a los ojos, y darme
cuenta de que pude ser santo, de que fue relativamente fácil, y no lo fui.

Entiendo que para decidirse, para ser santo, hay que tener una experiencia fuerte, y una experiencia
fuerte pueden ser unos ejercicios espirituales hechos a conciencia.
¿Cómo se consigue la santidad? Podríamos decir que es fácil y que es difícil, nunca imposible.
Subiendo los escalones siguientes:

 Primer escalón: Salir del pecado mortal. Vivir habitualmente en gracia y amistad con Dios.

 Segundo escalón: El abandono de la mediocridad, los pecados veniales, las faltas deliberadas,
el cristianismo light que abunda muchísimo en nuestro tiempo.

 Tercer escalón: Un conocimiento, amor e imitación progresiva de Jesucristo. En definitiva, ser


santo es ser una copia de Cristo.

 Cuarto escalón: Vivir cada vez de forma más alta, de forma más entrañable los dos
mandamientos del amor: Amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como a uno
mismo.

Podría tener uno la idea de que ser santo es, sí muy interesante, pero poco atractivo. Por eso,
uno ni se lo plantea: “¿Ser santo yo? ¡Hábleme de otras cosas!”

Ser santo es algo sumamente atractivo, es amar apasionadamente a los hombres y a Dios, y
por amor cumplir su voluntad. Esta es la forma más alta de vivir y esto es lo que nos pide la
religión del amor, la religión católica. Pero, ¿qué hemos hecho de la religión del amor? Los

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cristianos han vaciado la religión del amor para quedarse con los Mandamientos y les resulta
aburrida, pesada, inaguantable; y nosotros con la vida consagrada podríamos hacer lo mismo.
Y ¿qué somos, qué queda de nosotros si nos falta el amor en la vida cristiana y en la vida
consagrada?

“Antes de que pudiera defenderme contra el hechizo de su llamado, contra su amor devorador,
caí sojuzgado”. Así de expresaba un hombre santo. Hace falta sentir lo que sentía San Pablo
cuando decía: “Me amó y se entregó a la muerte por mí”.

Yendo a lo práctico ¿cómo se fabrica un santo? ¿Cómo se hace uno santo? Tiene que haber
mucha vida de oración, una oración jugosa, rica, apasionante, oración de los enamorados,
porque orar es amar y ser amado. Tiene que darse una vida de sacramentos frecuente y
fervorosa, la reflexión de la palabra de Dios, que es un auténtico alimento para el alma en
busca de la santidad.

El cumplimiento lo más perfectamente posible de los deberes de estado por amor a Dios, como
el ser un marido excelente, un padre fantástico, una educador de sus hijos, pero con
excelencia. Si es profesionista, ser honrado, justo, caritativo con apertura social, ser un
hombre que busca la salvación de sus hermanos, ayudarles desde lo humano hasta lo más
espiritual.

Un santo posee como propias muchas virtudes: la humildad, la sinceridad, la caridad, la


honradez, la fidelidad, etc. “Pues me lo va poniendo cada vez más difícil, Padre, yo no soy casi
nada de eso. ¿Cómo voy a ser santo?” Voy a darte unas ideas o motivaciones que te pueden
ayudar a querer ser santo.

El ser santo es el mejor modo de ser feliz. ¿Te gusta? El mejor modo y, yo diría, el único. El
verdadero, el auténtico camino para ser feliz. Las Bienaventuranzas son el camino hacia la
felicidad. Allí están escritos como en tablas de bronce los ocho caminos de la verdadera
felicidad. Podríamos resumir los ocho en uno solo: Bienaventurados los santos, porque serán
felices.

Allí a los santos se les llama así: pobres de espíritu, mansos, los que lloran, los que tienen
hambre y sed de justicia, los limpios de corazón y los que sufren persecución por causa de la
justicia.

¡Dios es la felicidad! Como los santos son sus amigos, participan de su felicidad, por eso son
bienaventurados. Al apartarte de Dios, lo primero que entra en tu vida es la tristeza, la
amargura y su cortejo de males: desesperanza, indiferencia, hastío, etc.
Al aproximarte a Dios lo primero que ha vuelto a tu vida es la alegría; pero si ese
acercamiento fuera más profundo, te sentirías la mujer o el hombre más feliz del mundo.
¡Busca la santidad y serás feliz!
Pero, además, la santidad es el mejor modo de valer para algo y para alguien, es decir, para
Dios y para los demás. “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si al final pierde el
alma?” Poco a poco pero inexorablemente todas las cosa buenas de este mundo se marchitan.
Lo único que resiste el paso del tiempo, no se olvida, no se pudre, no se deteriora es el amor
de Dios, es la santidad.

¡Atesorad tesoros en el cielo que es donde duran! La juventud del cuerpo se va... se es joven
un momento; luego viene la edad adulta, pero también esta edad deja paso a la última etapa,
la vejez, y la vejez a la muerte.

Si yo quiero realmente valer para algo y para alguien, no solo por un momento sino

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eternamente, debo ser santo.
A veces uno sueña con ser útil, realmente no quisiera pasar por este mundo como un bulto
facturado. Quisiera ser un hombre de bien, una mujer de bien ¿cómo lo consigo? ¿Cómo puedo
realmente ser una persona útil a los demás?”. ¡Sé santo! Y serás lo más útil posible.

En tercer lugar: ser santo es el mejor modo de ayudar a los demás. Hay muchas hambres en
el mundo, pero el hambre de Dios es la más terrible. Millones de seres humanos agonizan en
su espíritu muertos en vida; te piden una limosna; no de dinero, que puede sobrarles; no de
placeres, que pueden estar hartos: una limosna de Dios, de paz, de sentido de la vida, una
limosna de felicidad espiritual. Los santos son los grandes bienhechores de la humanidad:
llenos de Dios, lo reparten a manos llenas.
Juan Pablo II es un santo, por eso su sola presencia alegra las almas que lo ven y lo escuchan.
Estás invitado a hacer lo mismo. Si alguna vez has pensado en ayudar a este pobre mundo, no
hay manera más eficaz que siendo santo, repartiendo a Dios, repartiendo amor y felicidad a
otros.

Lo que debe México al indio Juan Diego, creo que nadie lo puede pesar. Lo que el mundo debe
a Juan Pablo II menos todavía. ¿Se puede medir el bien que hizo San Francisco de Asís, Santo
Domingo, Santa Teresa, Santa Teresita, la Madre Teresa de Calcuta? Es incalculable.

Los grandes bienhechores de la humanidad son los santos. El pecado no da miedo. La


mediocridad no asusta, en cambio la santidad da terror, pero es el mejor riego.

Preguntemos a los santos lo que ellos fueron e hicieron. Recordemos que el primero de
Noviembre es la fiesta de todos esos campeones. Uno de Noviembre, fiesta de muchos,
muchos valientes, valientes que ganaron a pulso un galardón eterno. Quiero encontrarme un
día en la fila de bienaventurados que van llenando los escaños de la Gloria. Son de todas las
edades, de todos los tiempos y aún no concluyen las entradas. Todavía hay tiempo de alcanzar
un lugar, mi lugar, mi escaño vacío que me espera.

Yo quisiera darte algunos consejos de cómo empezar a ser santo. Sin complicarte mucho la
vida, se llega a la cumbre dando el primer paso y luego el segundo, hasta el último paso que
es ya la cumbre. De la misma forma a ser santo se comienza el día que uno quiere serlo y da
el primer paso que es fácil y sencillo; luego el segundo y así sucesivamente. Un día le tocará
dar el ultimo paso, llegando a la cumbre de la santidad.

Por ejemplo con la técnica del sí, en vez del no. Un sí a Cristo, un sí a las almas, un sí a la
Iglesia. Un sí de Cristo, que ha sido para mí un sí divino de amor, de entrega hasta la muerte
de cruz. No es tan difícil dar una respuesta de amor a una persona que me ha dado tanto a mí.
El nos amó primero, decía San Juan, no fuimos nosotros los que le amamos primero a El. Un sí
a las almas, a las personas: Ofreciendo una sonrisa, ofreciendo un consejo, una limosna, una
oración, ofreciendo una buena amistad, ofreciéndoles el amor de Dios a través de nuestra
persona. Un sí a la Iglesia. Cuánto necesita hoy la Iglesia, que es la continuadora de Cristo en
la historia, de personas como tú y como yo, que sepamos ser auténticos cristianos, que nos
quitemos la careta de hipocresía y seamos simplemente eso, cristianos.

Entonces, ¿qué pasará? Descubrirás maravillas, sabrás lo que es la vida, se acabará por fin esa
especie de sobrevivencia. Incluso, cambiarás de carácter. A veces el carácter, con una vida
mediocre como fermento, se vuelve agrio, se vuelve triste, impaciente, y, al contrario, el
carácter y el rostro se vuelven alegres, felices, -diría yo, mirables- cuando damos un sí a
Cristo, a las almas y a los demás. Es una manera fácil de ser felices. Y digo fácil porque
siempre hay gente que no está de acuerdo. Bueno, el reto es: “Haz la prueba siquiera una vez
para ver si es cierto; si no te convence, ¡olvídalo! Pero por lo menos date una oportunidad. Un

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sí a Cristo”, ¿qué quiere decir? Cumplir su voluntad.

Un sí a las almas! Alguien definió a un cristiano como un ser a quien le han sido confiados
todos los hombres. ¡Qué hermosa misión, qué hermosa definición de un cristiano!

Un sí a la Iglesia. La Iglesia necesita tu sí, tu entrega, como la de aquellos primeros cristianos.


Con aquellos primeros cristianos daba gusto pertenecer a esta religión. Hoy sigue dando gusto,
pero tiene uno que cerrar los ojos a tantos malos ejemplos, sobre todo a tantas caras tristes
de cristianos.

Hemos dicho la técnica del sí. Ahora la técnica del entregarse totalmente. Sin reservas, sin
cálculos. Vivir lo que significa ser de Cristo felizmente y para siempre comenzando desde este
mundo. ¿Qué te puede pasar si te entregas del todo? Lo único que te puede pasar es que seas
más feliz y que vivas una vida infinitamente mejor de la que has vivido hasta ahora.
En tercer lugar la técnica de jamás desanimarte. Como ven, estamos hablando de cosas
asequibles no de grandes complicaciones teóricas. Simplemente no desanimarte jamás;
promételo, aunque caigas muchas veces; levántate siempre. En realidad un santo no es el que
nunca cae, sino el que siempre se levanta. Nunca te darás por vencido; siempre seguirás
luchando, porque el fracaso verdadero comienza cuando se deja de luchar.

Cuarto, la técnica de comenzar cada nuevo día. En realidad ustedes ven que Dios nos ha dado
la vida en pequeñas raciones, raciones de veinticuatro horas de las cuales nos ha dicho: “¡a la
cama, a dormir a descansar la tercera parte, y a trabajar las otras horas”. Durante la noche
podríamos decir que nos morimos por un largo rato porque realmente estamos tan
inconscientes.

Al menos para muchos, despertar por la mañana equivale a una auténtica resurrección y
algunos todavía necesitan una hora más para acabar de resucitar, van como sonámbulos
cuando se levantan.

Empezar cada día con un entusiasmo grandísimo, comenzar por saltar de la cama y decir:
“Gracias, Dios mío, por darme un nuevo día de vida”. Ganar, aprovechar, capitalizar los
minutos de esa preciosa, corta vida que es un día.

Al llegar a la noche dormir lo más profundamente posible, morirme lo mas profundamente


posible, para al día siguiente despertar como nuevo. Si uno vive así la vida, es relativamente
fácil perseverar y ser santo. Te lo demuestro:
.
Si tú al levantarte puedes hacerte esta pregunta: “¿Puedo hoy, solo hoy portarme bien; desde
ahora hasta la puesta del sol, hasta que me vaya a acostar”? Cualquiera puede decir: Bueno,
si es un día ¡claro que puedo! Eso es lo que tienes que hacer. ¿Pero mañana? Mañana no ha
llegado. ¿Ayer? Ayer ya pasó. Hoy, vive hoy, aprovéchalo. No en vano decía Jesús: “Bástale a
cada día su afán”. Quería que nos concentráramos en vivir este día dejando en las manos de
Dios los días pasados y los días que están por venir. Proponerte un mes, un año diferente, un
año feliz. Porque es feliz el que se lo propone. Un año lleno de trabajo, lleno de entusiasmo, de
realizaciones, de oraciones, en definitiva de santidad. Un año fiel, lo que se dice fiel, diferente;
querer que sea distinto. En los otros años hubo pereza, egoísmo, falta de caridad, vida
espiritual floja, tiquismiquis y melindres. Que sea el año de tu capitulación a Dios, el año de tu
perfecta integración al cristianismo, el año en que por fin saldrá de tu interior ese santo o
santa que llevas dentro, el año en que amarás a Jesucristo como jamás lo habías hecho, el año
en que no vas a calcular, a criticar, a dudar o a mirar atrás sino a echarte al agua, a colaborar,
a vivir de fe, a darte a Cristo y a los demás. “¡Ya me harté de ser un egoísta!” Esto alguna vez
en la vida hay que decirlo y gritarlo desde el fondo del corazón. “Ya me harté de ser un

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egoísta, un soberbio, un vanidoso, un hombre a media hasta o una mujer a media hasta. Que
sea un año diferente, voy a verme y sentirme distinto”.

Dios te ama con predilección. Quien se mira a sí mismo amado por Dios con predilección, se
quiere más a sí mismo, quiere más la vida y siente una furia de la buena de aprovecharla.

Soy una persona privilegiada, elegida, estoy muy feliz de ser lo que soy: cristiano, y de estar
donde estoy, donde Dios me ha puesto en este mundo. Voy a ver a la Iglesia y todo lo que la
circunda con pasión, como una aventura apasionante en la que yo tengo un puesto
privilegiado. Voy a realizar una gran misión. ¡Quiero realizarla! Amo apasionadamente esa
misión, un apostolado dentro de ese Reino de Jesucristo. ¡Quiero ser otro, distinto! Quiero
amar como nunca; voy a cumplir mi misión como no la había cumplido nunca. Voy a sentirme
feliz y realizado, también, como nunca lo había sentido antes, diferente. Porque ya me harté
de ser lo que he sido: el inconstante que nunca termina las tareas; el hombre o la mujer floja
que se queja de todos los sacrificios e incomodidades; el sentimental y la sentimental que
anda en crisis cada lunes; el superestrella y la superestrella que se cree tantas cosas; el
hombre y la mujer calculadores que piensan, vacilan y no se lanzan, todo lo dejan para
mañana; el mediocre o la mediocre que se entrega con medias tintas.... ¡Ya no quiero seguir
siendo el mismo! Me decido a comenzar de nuevo mi vida, mi entrada al Reino de Jesús, a su
Iglesia. Voy a estrenar una nueva vida, con alegría de vivir, de vivir para algo, vivir para
alguien: para Jesús de Nazareth. Voy a estrenar un nuevo corazón.

¿Qué hermoso es esto! Un corazón puro, un corazón amoroso, un corazón generoso, un


corazón entregado. Que sirva el corazón para lo que fue hecho: para amar, no para llenarse de
lo contrario, del vinagre del odio, del rencor y de la desesperanza. Que todo el corazón sea
para Cristo, sea para los demás. Dejaré de tener un corazón envejecido, lleno de egoísmo y
sensualidad.

Ojalá que estas ideas te sirvan, no digo para llegar a la cima sino para dar el primer paso;
después vendrá el segundo y el tercero. Así se han hecho santos miles y millones de hombres
y mujeres. Un día decidieron, un día dieron el paso, el bendito primer paso que les llevó a la
cumbre de la santidad.

Pensemos, por último, en los modelos. Los hay para todos los gustos, en todos los lugares, en
todos los tiempos y en cualquier edad de la vida. Llevamos el nombre de uno o una que lo fue.
Los vemos muy subidos en su pedestal, como al alpinista en la cumbre, pero empezaron la
escalada desde el valle en el que todos vivimos. Todos empezamos desde el mismo lugar la
subida, pero a medida que crece la altura, empiezan a destacarse; algunos empiezan a toser,
se paran a contemplar el paisaje, les entra el mal de montaña, sienten nostalgia del valle y
dan media vuelta a casita. Unos cuantos siguen subiendo, son ellos, los que son como todos,
pero quieren ser diferentes. Los que eran igual que nosotros, igual de malos, de tontos, de
mediocres, de pecadores, tal vez hasta peores que nosotros, pero que un día cambiaron. Un
día dieron el primer paso que les llevaría a las cumbres, un día creyeron, como San Pablo
decía: “Sé en quien he creído y estoy muy tranquilo”. Ellos y ellas también supieron de
pecados y amarguras, así como de miserias terribles; tuvieron épocas fatales como las
nuestras y peores que las nuestras ... porque, ¿se imaginan a Pablito de Tarso a los veinte
años con un ejército de gamberros persiguiendo a los cristianos, encarcelándolos? ¡Cuantos
insultos y blasfemias lanzaría contra el crucificado del Calvario y contra sus secuaces, a los
cuales no solo les manifestaba el odio de palabra sino con hechos, metiéndolos a la cárcel
aunque fueran mujeres o niños! Recordemos como disfrutó de la muerte del primer mártir de
la cristiandad. Por ser menor de edad no podía tirar piedras, no lo permitía la ley, pero les dijo
a los apedreadores: “¡Déjenme sus mantos, yo se los cuido, para que puedan tirar con más
fuerza las piedras”. Y vio cómo aquel pobre hombre empezaba a sangrar de los ojos, de la

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cabeza, de la boca, de todo el cuerpo, y veía con gusto como se llenaba de sangre, y como
respiraba jadeando, y como, por fin, cayó muerto. ¡Este era San Pablo! ¡Estaban machacando
a pedradas aquel cristiano y él estaba allí echando porras! Y dicen Los Hechos que se alegró
mucho de aquella muerte. ¡Que frase! ¡Pobre Esteban!

Pablo era un violento. Cristo tuvo que usar medios un poco violentos con él, tirarlo del caballo,
dejarlo ciego y decirle: “Es duro dar coces contra el aguijón”. Pero, ¿qué le sucedió a aquel
hombre? Primero Cristo era un maldito para él, después se aplicó el epíteto a sí mismo porque
se llama aborto. “¡Soy un aborto!” Y Cristo se convirtió en la persona más amada del mundo.

Un día dio el primer paso con aquellas palabras: “¡Señor, qué quieres que haga!”
De ahí que no importa de dónde se sale, dónde se comienza, sino dónde se termina, a dónde
se quiere llegar. Tú no has descabezado cristianos ni los has metido a la cárcel. Saliste, quizás,
de una familia cristiana, pero ¿hasta dónde has subido? Él empezó desde muy abajo, de anti-
cristiano rabioso, subió hasta ser uno de los mejores cristianos y uno de los más grandes
santos.

Nosotros hemos empezado desde más arriba, pero hemos quedado muy atrás de él. Por eso
no importa lo que hayas hecho o dejado de hacer antes de hoy, lo que importa es lo que estás
determinado a hacer desde hoy en adelante.

A veces nos angustiamos, nos entristecemos casi nos morimos pensando en nuestra vida
pasada, la dichosa vida pasada, y estamos dando vueltas y vueltas a la noria como ese pobre
burrito al que le tapan los ojos para no ver, le atan a una noria y allí se pasa dando vueltas y
vueltas sobre el mismo sitio, realmente caminando kilómetros, pero sin moverse del sitio. Es la
forma más inútil de caminar. El pobre burrito al final del día está cansadísimo de todo lo que
ha caminado, y sigue en el mismo sitio. ¡Cuánto nos parecemos a veces -con perdón- al
burrito de la noria! Y concluimos que no podremos nunca, porque hemos sido lo que hemos
sido. Pablo concluyó al revés que nosotros: “¡He sido un malvado, por consiguiente debo y
puedo ser un gran santo!” Nosotros hemos sido unos mediocres, por consiguiente nunca
podremos ser santos. “ Padre, es que el refrán lo dice: El que mal empieza, mal acaba, y yo ya
empecé mal”.

En el campo de la santidad este refrán no se cumple. La mitad de los santos han empezado
mal, algunos muy mal, no podían haber empezado peor, y son santos. La diferencia está en
esto solo: Ellos quisieron ser santos, tuvieron fe; nosotros no queremos, no tenemos esa fe.

El que quiere, puede; está bien demostrado, pero, ¿qué es eso que nosotros hacemos?
Suspirar por la santidad, desearla inefablemente, pero rehuir el esfuerzo, el sacrificio. Querer
es mandar al diablo todos esos tiquismiquis, esos miedos, perezas, sentimentalismos, y
agarrar la cruz con amor, con generosidad, con alegría. Querer...
En la vida de estos hombres y mujeres fieles a su vocación hubo un día grande en que
tomaron su decisión. Y esa decisión era hasta la muerte. Y esa entrega rompió, de una vez por
todas, los melindres, las vanidades, las medias tintas. Ellos se lo plantearon crudamente,
valientemente: O todo o todo; o sí o sí.

Un amor apasionado los arrastró a esa aventura apasionante de la santidad; una voluntad de
acero ayudó a la consumación de la tarea. Y ahí los tenemos, santos, porque quisieron. ¿Y tú?
¿Qué necesitas para realizar la misma aventura? ¿Medios? Hay medios de sobra. Tienes
medios de sobra.

Ponte a recordar: Tienes la Iglesia, los sacramentos, la palabra de Dios; tienes hoy
movimientos por todas partes; al lado de los que dan mal testimonio, tienes también gente

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que da buen ejemplo, gente buena, gente que anima, a veces muy cerca de ti. Tienes a la
Santísima Virgen como Madre de tu santidad, tienes tantas gracias personales, tienes unos
ejercicios espirituales como éstos.

Ojalá Dios quiera que, si los escuchas, algo te pase y comiences a dar el primer paso hacia la
santidad.

Por eso, digo: ¿Medios? ¡Hay medios de sobra! ¿Tiempo? ¡Tienes todo el necesario. Santa
Teresa de Jesús decía que para ser santo no se necesita mucho tiempo, sino mucha intensidad
en el querer. Tiempo, por tanto, tienes todo el necesario, pero falta algo, querer... El día que
tú quieras... Pero, ¿querrás algún día?...

5o. Plática

El Obstáculo: El Pecado . ¡Se trata de algo muy serio! Se pierde


primero la tranquilidad de la conciencia.

El pecado en nuestra vida. ¿Cuál ha sido nuestra respuesta a Dios? ¿Ha sido el pecado, la rebeldía, la
desobediencia? Tenemos que hablar, no podemos menos que hacerlo, aunque nos cueste, pues el
pecado es lo peor que podemos hacer contra Dios y lo peor que podemos hacer contra nosotros
mismos.

Con olvidarlo no se soluciona nada. Una grave enfermedad no se cura con ignorarla o desconocerla, y
el pecado es la más grave enfermedad de los hombres, más aún, es su muerte.

También, es necesario hablar del pecado, sobre todo en nuestros tiempos, porque tenemos una idea
tan suave, tan inerte de lo que es verdaderamente.

Primero, ¿qué piensa mucha gente del pecado? Tiene una idea equivocada, no le da ninguna
importancia, y por eso se peca tanto y tan descaradamente. El pecado tiene entre nosotros carta de
ciudadanía; uno más no supone nada, ¡total! después te confiesas. Otros dicen: “¿Confesarme yo? Si
el pecado no existe, como no existe Dios, ni existe el infierno”. A lo sumo, dicen, comete uno errores,
pero eso lo hace todo el mundo. Sí, es cierto, el pecado no quita el apetito ni el sueño a muchísima
gente. Se ha perdido lo que se llama el sentido del pecado.

Cuando obras en contra de tu conciencia, se provoca un shock, una inquietud, y vienen los
remordimientos. Cuando un adolescente, por ejemplo, comete su primer pecado contra la pureza, se
impresiona, se desconcierta; algo serio ha pasado, y pierde la espontaneidad. Con la repetición de
actos pecaminosos la conciencia se va durmiendo tanto que llega incluso a morirse. Entonces, se
traga uno los pecados como el agua, casi sin darse cuenta.

Podríamos decir, entonces, que hay dos clases de personas: Unas, para quienes el pecado no cuenta
nada. Otras, para quienes el pecado cuanta algo más, incluso mucho; para los santos, muchísimo.
“¡Sabes lo que te quiero, pero preferiría verte muerto, antes de saber que has cometido un pecado
mortal!” Palabras de Doña Blanca de Castilla a San Luis, Rey de Francia.

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Santa María Goretti, una niña italiana de unos diez años, antes de cometer un pecado contra la
pureza, se dejó dar catorce puñaladas. Once años, en la flor de la vida. Cuantos dirían: “¡Qué pena,
qué desperdicio!” Y, total, por no hacer lo que tantos hacen hoy sin el menor remordimiento. Pero
Dios no piensa igual.
Veamos ahora lo que piensa Dios del pecado. Eso es lo único que nos importa saber, cómo ve Dios el
pecado, no cómo lo ve el mundo, pues no nos va a juzgar el mundo, sino Dios. Y ¿qué pasaría si no
tiene importancia para los hombres, para ti, y para Dios tiene mucha, muchísima? ¿Podemos saberlo?
Sí, porque lo ha revelado.

Por la forma de castigarlo podemos saber qué piensa Dios del pecado. Pensemos en el pecado de los
ángeles. Eran seres perfectísimos y hermosísimos; cometen un solo pecado de desobediencia; en ese
instante, Dios creó el infierno, y de ángeles, los convirtió en demonios. Fue su primer pecado, el único
pecado, no tuvieron tiempo de cometer el segundo, y Dios no esperó, le pareció más que suficiente el
primero. Y es que realmente es suficiente uno solo para ganar el infierno.

Si uno no va allí después de un pecado mortal, no es porque no haya merecido el infierno, sino
porque Dios es muy grande en su misericordia. Un pecador, de hecho, vive ya con un pie en el
infierno.

Comparemos: Ellos solamente uno, y tú ¿cuántos? Si Dios te hubiera tratado como a los ángeles,
¿cuánto hace que les estarías haciendo compañía? Pero Dios es muy bueno contigo.

¿Cuántas veces te habrás acostado en pecado, cuántas veces te habrás echado a la carretera con un
pecado en el alma? Mueren tantos en la carretera. ¿Todos bien? ¿Tienen tiempo para arrepentirse?
¿Y, si murieron mal? ¿Por qué Dios te ha tratado tan bien a ti? ¿Acaso no se ha enterado? ¿Acaso no
le duele tu pecado?

El segundo pecado lo cometieron nuestros Primeros Padres, Adán y Eva, en el Paraíso. Dios creó al
hombre por amor y lo creó para ser inmensamente feliz. Se preocupó de darle todo, de prepararle
absolutamente todo, preparó todos los detalles, como la mujer próxima a ser madre por vez primera:
el hijo que vendrá es su ilusión, y rodea de detalles su venida. Pero cometen un pecado, desobedecen
a Dios, y los arroja del Paraíso. Desde entonces, a trabajar con el sudor de su frente. Entró el dolor
en el mundo y las guerras y la miseria; un egoísmo y perversión poco menos que incurables en los
hombres.

¿Que será el pecado, cuando Dios lo castiga tan duramente? También aquí, un solo pecado le pareció
a Dios suficiente para tamaño castigo.

Podríamos hacer una radiografía de lo que es el pecado. Tiene tres momentos este drama: Un primer
momento, en que la caída nos parece algo fabuloso, como fuegos de artificio; la imaginación pinta esa
situación como algo maravilloso, como algo deseable, como algo que atrae muchísimo, por ejemplo,
robar. La segunda fase es consecuencia de la primera: disfrutar del pecado, robando, cometiendo un
acto de impureza, una infidelidad, dejándose llevar del odio, queriendo matar a otra persona: No cabe
duda que hay un disfrute, aunque perverso, en el pecado. Luego viene el tercer paso, que es cuando
uno recapacita, cuando uno dice: ¿qué he hecho? y empieza a sentirse mal con Dios, consigo mismo y
quizás con otras personas a las que haya afectado. Es ¡la hora de la verdad!
¿Cuáles son las consecuencias del pecado en tu vida? El pecado, el alejamiento voluntario de Dios, es
el que ha arrancado de tu vida la paz y aún el buen humor. Ha enturbiado tu mirada, porque esos
ojos tuyos, que son la ventana del alma, ya no reflejan a Dios, porque Él no está, es un ausente; y
has ido formando ese rostro severo en el que ha cicatrizado la tristeza.

¿Cuál es el mejor camino, el más corto, para echar a perder la vida, para ser infeliz? El pecado. Uno
ve a los jóvenes hambrientos, sedientos de paz, de amor, de alegría, de felicidad. ¿Dónde van a

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beber? En las aguas turbias del pecado.

Por eso vemos a tantos y tantos jóvenes, en la primavera de la vida, tristes, amargados, destruidos y
con ganas de acabar con todo.
No eres feliz, y lo sabes, aunque trates de ocultarlo. No eres feliz y no podrás serlo, porque has vuelto
la espalda a la fuente de la auténtica felicidad que es Dios.

E infelices son muchos hombres y mujeres que se empeñan en ir a beber en cisternas rotas, y dejan a
Dios que es fuente de agua viva.

El pecado, en especial, esclaviza. ¡Cuantos esclavos por ahí! Y lo peor es que el pecado es atractivo.
Así somos, uno ama su propio veneno, su propia muerte. Y forma hábitos que se van arraigando a la
vida como la hiedra al árbol, y así, se va fraguando una vida de pecado en pecado, hundido en el
fango.

¿Te resignas a vivir así, caído, derrotado, espiritualmente muerto, con un cadáver dentro de ti que
huele mal, que cada día se corrompe más? Para vivir así no se necesita esforzarse, para ser uno más
de los vencidos, de los que se arrastran. Pero, para mantenerse en pie, hay que luchar y levantarse
siempre, y nunca decir: ¡No puedo!
Hay gentes que tienen tantos medios y tantas cosas: dinero, renombre, títulos, cargos. Si les falta
Dios, lo único importante, lo necesario, quiere decir que no son tan ricos. Hay personas que se creen
grandes y se sientes satisfechas, porque tienen todo lo que pueden desear y porque son muy hábiles
para engañar al prójimo, para jugar al amor, y se divierten en grande. Si les falta Dios, son pobres
hombres. El dinero no da la felicidad. Decía una joven: “Yo me sentía como un trapo sucio, sentía
asco de mi misma, y alguien dentro de mí me reprobaba: “Has sido cobarde, has sido egoísta, infiel.”

Llamó al 138 -teléfono de la parroquia- un señor que decía desde el otro lado: “Por favor, venga a mi
casa a darme los santos óleos, porque me estoy muriendo. Tengo un poco de miedo de que mis hijos
no le dejen pasar, porque son ateos, pero usted haga la lucha, ¡por favor!”El padre fue, pidiéndole a
la Virgen que le ayudara a entrar, y efectivamente logró entrar a la casa. El señor se había levantado,
estaba sentado ante una mesa, y estuvo contando, en resumen, lo que había sido su vida. “Padre, yo
comencé vendiendo periódicos, era un niño muy pobre, luego, ahorrando poquito a poco llegué a
hacer una fortuna, y ya ve qué tienda de ropa tengo. ¡Soy millonario! Pues bien, después de haber
estado luchando toda la vida para obtener dinero y lograrlo, ¿le digo una cosa? El dinero no da la
felicidad”. El padre ya lo sabía, pero, que lo diga uno que ha estado toda la vida luchando por el
dinero, tiene su valor. Le confesó, le dio la comunión y la unción de los enfermos, tres sacramentos a
la vez.
Pecar, ofender a Dios, además, ni siquiera compensa, no vale la pena; es un mal negocio en el que se
pierde siempre, en el que se pierde lo mejor, porque la gracia, la amistad con Dios, vale más que la
vida y que todo. Porque arranca de cuajo todo lo que la gracia nos da.

Hablemos de la dimensión social del pecado. El pecado envenena el ambiente y el aire de nuestros
hogares, de nuestras calles y ciudades, de nuestras salas de fiestas y lugares de esparcimiento, de los
cines, de los parques, de la literatura. Somos culpables de que la Iglesia no avance. ¿Qué va a hacer
la pobre Iglesia arrastrando a tanto cristiano muerto dentro de sí? ¿Qué puede hacer con tantas
ramas secas y podridas?

En los primeros tiempos de la Iglesia se hacía penitencia pública, porque se sabía que el pecado no
era un asunto estrictamente personal sino de consecuencias publicas, y había que reparar el mal
públicamente también. Somos responsables de que el mundo vaya como va. El mundo está integrado
por dos unidades: por un lado un ejercito formidable de hombres egoístas, lujuriosos, bandidos,
tibios, hipócritas, farsantes y cobardes. En ese gran ejercito, tal vez, vamos tú y yo. Por eso, si tú y
yo con convertimos, serán dos pecadores menos, dos hipócritas menos, dos cobardes menos, y la

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Iglesia y el mundo se beneficiarán. Por otro lado, hay una gran multitud de hombres, la de la gente
que contribuye, que es buena de cara y de corazón, la que hace que el mundo sea todavía amable y
no un charca fangosa inhabitable.

Sumarnos a ellos, sencilla pero realmente, aunque nos tachen de estúpidos, idealistas, fanáticos y
retrógrados. Y no esperar a mañana. ¡Hoy! No esperar a que empiecen otros, empecemos tú y yo.
¿Qué piensas ahora del pecado? No he tratado de impresionar o de inventar, sino de manifestar lo
que Dios piensa del pecado de los hombres, de nuestro pecado. Si el pecado no fuera para tanto,
Cristo no se hubiera hecho hombre, ni hubiera muerto en la cruz. Dios no es un exagerado. Has de
pensar como Él. Por lo menos que con el pecado no se puede, no se debe jugar, porque uno se juega
su salvación, y se burla de Dios.

Por eso, el que quiera todavía pensar y decir que pecar es cualquier cosa, que lo piense y lo diga
delante de aquel que murió crucificado por él en su lugar. A nosotros no nos crucificaron, a nosotros
no nos coronaron de espinas, no nos escupieron en la cara, no nos han clavado en una cruz, por eso
podemos pensar que la cosa no tiene importancia. Pero, a Cristo sí le azotaron y le golpearon y le
escupieron y le mataron por nosotros. No sé qué se pudieras sentir, si tú dieras la vida por alguien, y
te dijera: “¡Tu muerte me tiene sin cuidado!”

Pues, la muerte de Cristo a muchos cristianos les tiene sin cuidado. Ni porque Dios muera por
nosotros cambiamos. El Padre Maximiliano Kolbe, se ofreció a morir en lugar de otro soldado, y murió
por él en la celda del hambre. Aquel soldado, ya libre, pudo muy bien decir ante el cadáver de su
salvador: “¡Tu muerte me tiene sin cuidado!” Pero no lo hizo, no podía hacerlo, más aún, es fácil
imaginar lo que pasó por aquel hombre cuando, a los trece días, le dijeron: “El Padre Kolbe acaba de
morir”. ¡Ha muerto por mí, en mi lugar, a estas horas estaría yo muerto. Le debo la vida”.

Tú le debes a Cristo la vida eterna, que vale más que esta vida de acá, pero puedes olvidarte de esto,
porque cuando uno tiene muchos asuntos, lo olvida. Por eso, alguien tiene que venir recordarte que
Dios ha muerto por ti en una cruz.

Pero, no porque tú lo olvides o lo ignores, dejará de ser eternamente cierto que se ofreció a morir por
ti. Fue hace dos mil años, en la tarde del Viernes Santo. ¡Olvídalo si quieres, pero así fue!
¿Qué será el pecado, cuando Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo dejó morir en una cruz?
Ante el pecado Dios estaba ante una alternativa: la muerte de su Hijo Jesús, o el infierno eterno para
el pecador. Eligió la muerte de su Hijo Jesús. Yo creo que bien podemos decirle a Cristo: Nadie me ha
tratado mejor que tú, y a nadie he tratado peor que a ti. Y Él decirnos a nosotros: ¿Quién te ha
amado más que yo? ¿Por cuál de mis beneficios me maltratas? Tengo espinas en la cabeza que llevan
tu nombre. Tu recuerdo estará indeleble en mi memoria porque, recordar los momentos más duros de
mi vida terrena, es recordarte a ti. Al recordar mi pasión y la muerte, no puedo menos que pensar en
ti. Pero mi recuerdo es sin odio y sin enojo, porque mi amor a ti es mayor que mi dolor. Es por eso,
que quisiera ofrecerte un remedio para tu pecado: Tú con tus lágrimas y arrepentimiento y yo con mi
sangre vamos a borrar esas manchas de tu vida y a reconstruirla.

Y, si Cristo te dice eso, yo te digo esto otro de San Agustín: “Si lo vas a hacer alguna vez, ¿por qué
no ahora? Y, si ahora no, ¿por qué dices que alguna vez lo harás?” Si Cristo en la cruz no te mueve,
dime, ¿qué cosa te podrá mover? Como decía el poeta en forma muy hermosa:

“No me mueve, mi Dios, para quererte,


el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido,
para dejar por eso de ofenderte.

¡Tu me mueves, Señor! Muéveme el verte

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clavado en una cruz y escarnecido,
¡Muéveme ver tu cuerpo tan herido!
Muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,


que, aunque no hubiera cielo yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,


Pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero, te quisiera”.

Veamos ahora de una manera sintética lo que se pierde con el pecado, para ver si, de esta forma,
logramos recapacitar y decir: “¡Se trata de algo muy serio!” De menos a más, con el pecado mortal se
pierde primero la tranquilidad de la conciencia.

Esto es ya muy importante, porque la felicidad antes que nada tiene un presupuesto, tiene una raíz,
que es esa paz interior del corazón. Cuando no existe, está presente el mal humor, la impaciencia; los
remordimientos te persiguen; ni tienes paz ni dejas que la tengan los demás. La paz es necesaria, no
podemos darnos el lujo de perderla, porque nuestra vida se enturbia, se vuelve triste.

Y así, los jóvenes, los pobres jóvenes de hoy, quieren ser felices, pero clavan un puñal a su propia
felicidad, al dedicarse a buscarla en el pecado, en la borrachera, en el sexo vivido libremente, en la
pachanga, en la droga y otras cosas. ¡Pobres jóvenes, infelices! ¿Por qué hay tantos suicidios en la
juventud? Más ahora que nunca, el pecado lleva a la destrucción de la propia vida.

En segundo lugar, perdemos con el pecado mortal todos los méritos que tenemos. Es como tener una
alcancía donde en vez de depositar monedas, depositamos méritos de tipo espiritual que nos van a
servir para el cielo. Se pierden todos los méritos de la vida, es decir, como si en la vida no
hubiéramos hecho ningún acto bueno. De todo eso que con tanto esfuerzo he ido adquiriendo, me
quedo en cero ante Dios, no tengo nada; de nada me sirvió luchar, trabajar, sacrificarme.
Obviamente, al recuperar la gracia a través de la confesión, también se recuperan esos méritos.

Tercero: Perdemos la gracia de Dios, que es lo más grande que llevamos encima. La vida divina que
Dios te ha dado, esa gracia que te hace hijo de Dios, templo vivo del Espíritu Santo, heredero de una
eternidad feliz, esa gracia para ti ya no existe, eres un templo profanado y tu amistad con Dios se ha
deshecho. Si supiéramos lo que es la gracia, jamás la perderíamos, y, además, no nos costaría mucho
trabajo.

Cuarto: Perdemos el cielo... pero, ¿ sabes tú lo que pierdes, sabes lo que es el cielo? Yo sé que San
Pablo, después de haber visto el cielo, sabía lo que significaba perderlo. Yo sé que los demonios, que
eran antes ángeles y conocieron la existencia del cielo, saben lo que han perdido mejor que nadie,
mejor que tú. Saben lo que han perdido; por eso esa rabia infernal que tienen contra Dios. Contra Él
no pueden nada, pero sí pueden contra los hijos de Dios, y arrastrar al infierno a muchísima gente. Y,
si tú no te cuidas, tratarán de llevarte con ellos al infierno por toda la eternidad.

¿Entendemos lo que significa una eternidad feliz perdida, definitivamente perdida? Decía Jesús a sus
apóstoles “No debéis alegraros de que habéis curado enfermos, o resucitado muertos; alegraos más
bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo”. Cambiando en sentido contrario la frase: “Si
por algo podéis estar tristes, es por que vuestros nombres están tachados en la lista del cielo”.
Obviamente, ¿quién va a tacharte de esa lista? No será Jesucristo; Él te apuntó allí. Tampoco será el
demonio, porque no puede. Serás tú solo, tú te tacharás de la lista, haciéndole caso al diablo y
rechazando a Dios. Pecar es como gritar: “Bórrenme de la lista”. Y, entonces, esas puertas del cielo

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se cierran para ti a cal y canto, y las puertas del infierno se abren. ¿Sabemos lo que es perder el
cielo?

Por último, perdemos al mismo Dios. Aquí sí que se pierde todo. Se pierde lo mejor. Es apostarlo
todo, y perderlo todo. Si no te arrepientes, escucharás un día aquellas terribles palabras: “Apartaos
de mí, malditos, al fuego eterno”. Palabras dichas por Jesús, palabras que están en el Evangelio.

¡Qué contradicción más tonta, más absurda y dramática: El infierno no existe! Estas palabras no son
de un predicador exaltado, son palabras de Dios, del manso y dulce Jesús. Y tener que decirlas a unas
almas por las que dio su vida y su sangre debe ser algo muy dramático. Entre Dios y tú ya no hay
nada, ni lo habrá jamás. Dios para ti no es nada, y tú para Él tampoco. Por eso, si bien se entienden
estas cosas, hay que decir como los santos: “Antes morir, y morir mil veces, que pecar”

Podríamos, como contrapartida, preguntarnos: ¿Y qué se gana? Si todo esto es lo que se pierde, ¿qué
es lo que se gana? Nada de nada, de nada; no vale la pena: es lo menos que se puede decir.

Recuerdo el pasaje de Esaú y el plato de lentejas: “Venía del campo muerto de hambre, y olió un
guiso de lentejas. Con el hambre que traía, se acercó suplicando a los siervos de Jacob que le dieran
algo de aquellas lentejas. Ellos le dijeron:” Sí, pero a condición de que firmes aquí de que renuncias a
tu primogenitura”. Y él, aunque fuera arrastrado por el hambre, cometió la estupidez de su vida:
¡Firmó la renuncia a su primogenitura! Después de saciado, volvería el hambre de nuevo y, entonces,
estaría sin lentejas y sin su patrimonio.
Eso es lo que nos deja el pecado, más hambre de la que teníamos al principio, y esto, después de
haber apostado todo, y haberlo perdido todo. Porque perder a Dios ¡eso sí que es perderlo todo!

Por último, pensemos que, para valorar realmente lo que es el pecado, hay que mirar a un Crucifijo.
Ese Crucifijo para mí representa al Hijo de Dios clavado de pies y manos, coronado de espinas,
después de haber sido flagelado cruelmente, después de haber sido golpeado, escupido, humillado
como un gusano. Uno se pregunta: Esa muerte tan humillante del Hijo de Dios ¿para qué? Para
librarme de algo que no existe. ¿Por qué se tomó tan en serio Dios las cosas? Él no es un exagerado.

Quiero hacer unas reflexiones finales que considero importantes: El problema del pecado en nuestro
tiempo es que atrae muchísimo, y así, ocurre lo que decía Papini, este converso italiano: “Oh dulce
pecado, ¡qué rico me sabes cuando te como, pero qué arteramente me matas! Veneno maldito, no
matas al primer golpe, pues el primer golpe es sabroso, y se acepta con ansia; pero matas al segundo
golpe, después de saciado”. El veneno produce la muerte de la paz del alma, mata la amistad con
Dios, mata todo. Viendo el fruto en el árbol, ¡qué rico pareces, qué ansia de comerlo! Pero después de
comido quemas las entrañas. Eres el engaño perfecto: Prometes felicidad, placer sin fin, pero luego
engañas con el engaño más perverso. Pero el hombre no aprende; prefiere decir: “Te perdono la
muerte que me das y el engaño que me haces por lo bien que me sabes”. Igual que el borrachito que
se muere de cirrosis pero no resiste la botella, y, sabiendo que el beber lo va matando, le perdona la
muerte que le procura, por lo dulce que le sabe.

Terrible situación del hombre que sabe lo que le envenena y sabe lo que le conviene; lo que le
conviene lo rechaza y lo que le envenena lo acepta. ¡La vida amarga, la dulce muerte! Amar el
veneno y odiar la salud. “¡OH dulce pecado, te perdono la muerte que me procuras, por lo dulce que
me sabes!” Ese es el drama de muchas personas que, tal vez teóricamente saben que el pecado es
algo muy grave, pero les sabe muy rico. Deberíamos encontrar unas motivaciones que nos den
fuerzas para decir no al pecado. Hoy día es muy difícil, porque en todas partes está como amo y
señor, se presenta como el rey, como la maravilla del universo, atractivo, gustoso, retador.
Saber decir: ¡Por la Santísima Virgen, por mi Madre bendita, no al pecado! ¡ No a la tibieza, a la
mediocridad! Porque es mi madre. Porque Ella quiere que sea un gran santo, y no puedo defraudarla.
No puede tener al mismo tiempo un hijo santo y pecador. Porque me quiere muchísimo, y no puede

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verme muerto por el pecado. Porque Ella sí sabe lo terrible que es. Contempló el primer crucifijo, la
obra maestra del pecado, en el Calvario; sintió lo que es el pecado, cuando una espada atravesó su
alma, y sabe lo que es pecado, cuando uno de sus hijos se condena para siempre. Mis pecados no
sólo han crucificado al Hijo de Dios, han partido también el corazón de una madre, María.

¡Por Cristo crucificado, no al pecado! Porque mis pecados le han puesto así. Hay azotes que llevan mi
nombre; hay espinas que son mías; yo lo crucifiqué con mis pecados, y no debo volverlo a hacer.
Porque mirándole agonizar en la cruz, no puedo decir: “peco, y no pasa nada.” Porque me ha
perdonado todo, y no tengo derecho a seguir ofendiéndolo. Porque no puedo seguir lastimando al
amor más grande de mi vida.
¡Por las almas a mi confiadas, no al pecado! Porque, si yo peco, no las podré arrebatar del abismo;
solo si soy santo. Porque me piden a gritos: “Sálvanos”. Porque el día que yo recibí el bautismo, me
comprometí con ellas. Tú me hacías cristiano, Señor, para que yo después ayudara a otros a serlo
también y tomar el camino del cielo.
Pero no puedo acabar esta meditación sin esta última reflexión: Porque, si uno de veras recapacita en
lo que es el pecado, puede entrar en el túnel de la desesperanza y decir: no tengo perdón de Dios. El
amor de Cristo es más grande. Esto es lo que afirmarían más fuertemente los grandes pecadores
perdonados y convertidos.

San Pedro negó a Cristo tres veces públicamente, y fue perdonado ¡Que poca penitencia le exigieron!
Tres veces: “¡Tú sabes que te quiero!” Agustín cometió muchos y gravísimos pecados, y está
perdonado: Es un gran santo. María Magdalena fue una pecadora pública, una prostituta, y con el
mismo amor con que pecó, purificado, se convirtió en una gran santa.

Judas tenía perdón, Cristo le perdonó, pero Judas no quiso confiar. “He entregado sangre inocente,
¡demasiado pecado, pecado que no tiene perdón!”. Pero se equivocaba. ¡Sí tenía perdón!

Te equivocas, cuando crees que tú tampoco tienes perdón, porque algún pecado tuyo ha superado
con mucho la medida. Tienes solamente que pedir, con humildad, perdón.
El amor de Cristo ha superado todas las marcas; la misericordia de Cristo no tiene orillas ni fronteras;
es mayor, infinitamente mayor que todos los pecados que has cometido y que puedas cometer en el
futuro. Si desconfías, te equivocas, como se equivocó Judas, Si confías, aciertas como ese
innumerable ejercito de pecadores convertidos.

6o. Plática
La Felicidad Eterna Perdida. ¡Quién pudiera hacernos ver el dolor eterno,
la separación de Dios en la eternidad!

Hemos hecho los méritos suficientes para ir eternamente al infierno, y, quizás, muchas veces.
Cuantas veces Cristo crucificado nos ha arrancado de la boca del abismo. Si queda en nosotros un
poco de gratitud, sepamos que, salvando a otros, Cristo se siente muy bien pagado; más aún, la
forma mejor de evitar caer en ese lugar es luchar para que otros no caigan.

¡Quién pudiera hacernos ver el dolor eterno, la separación de Dios en la eternidad! Algún día
sabremos decir con todas las fuerzas de nuestro corazón: “¡OH sangre bendita, clavos benditos que
me libraron del eterno dolor!”
El simple hecho de pensar: para siempre... para siempre... para siempre... Algo que comienza y
nunca terminará. Hace mucho bien el imaginarlo.

En un cursillo que culminaba con una tribuna libre salió a decir su experiencia un señor con estas

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palabras: “Hace un año, iba yo una noche no precisamente a rezar, iba a pecar, iba a destramparme.
De regreso a casa, a altas horas de la noche, viniendo a mucha velocidad, me di un trancazo tan
fuerte que quedé en estado de coma un mes. Si Dios no me hubiera permitido regresar, ya estaría
condenado para siempre en el infierno”... Y no se oía ni el vuelo de una mosca.

Además, lo que dijo era la pura verdad; pero estas cosas no se piensan, no se quieren pensar, y por
lo tanto no existen... ¡Qué favor tan flaco nos hacen las personas que dicen: “¡Eso es mentira!” !Que
lo digan delante de un crucifijo, delante de un Dios clavado en la cruz!

Yo quisiera enfocar esta meditación no a la propia eternidad, sino a la eternidad de los otros, dado
que hemos dicho que la mejor forma de salvarse es salvando a otros.

Hablemos positivamente de este tema, hablemos de la salvación de los demás.


Primero: Cristo me pide que salve almas, lo pide muriendo en la cruz: “Tengo sed, sed de que salves
muchas almas”. El mandato supremo de Jesús ya a punto de irse de nuevo al cielo: “Id por todo el
mundo y predicad el Evangelio a todas las criaturas”, hoy se traduciría así: “Volved de nuevo a todos
los caminos recorridos por los primeros e vangelizadores”. Es la Nueva Evangelización de la que habló
y gritó Juan Pablo II.

Cristo te necesita; te necesita a ti, a mí, a todos los que estamos aquí, y nos necesita enteros: no un
tiempecito, sino todo tu tiempo; no un esfuerzo, todo tu esfuerzo, tus fuerzas físicas, espirituales,
intelectuales, etc., etc.

Cristo, recuérdalo, te ha confiado unas almas. Guíalas, reza por ellas, motívalas, compromételas;
convierte a cada una de ellas, a su vez, en apóstol de otros, en un salvador de otros, y que siga la
cadena...
Al Cristo coronado de espinas, al Cristo flagelado, al Cristo agonizante en la cruz, al Cristo que tuvo
tiempo para nacer en Belén por ti, tiempo para nacer en la pobreza por ti, tiempo para morir
crucificado por ti, tú no le puedes decir: “Yo no puedo, no sé, no tengo tiempo de salvar a mis
hermanos”. ¿Le debes mucho? ¿Le amas mucho? ¿Quieres agradecerle?
Además, la Santísima Virgen te lo pide también. Ella también tiene sed de las almas de sus hijos. Es
una Madre que ve cómo muchos de sus hijos se condenan para siempre. ¿La quieres mucho, le debes
mucho? Cuántas veces lo hemos dicho... Sin rubor, yo tengo que decir que, si hoy sigo en pie, se lo
debo a una mujer, de nombre María, de la que estoy muy orgulloso de que sea mi Madre. Escucha su
grito lastimero: “¡Ayúdame a salvar a mis hijos, a tus hermanos!” Hay una canción que a veces le
cantamos. A mí me gusta mucho una de sus frases que dice así: “¡Gracias, Madre, por haber dicho
que sí!”

Me gustaría, y creo que a ti también, que ella me cantara una canción con una frase como ésta:
“¡Gracias, hijo, por haber dicho que sí!”

Cada día se llena más el infierno de gente, también el cielo. Si es cierto que, según se vive así, se
muere, saquemos la conclusión. Si tú no vas allí no es porque no hayas hecho los méritos, y muchas
veces, sino por un privilegio, porque un pecador se convierte automáticamente en un condenado, a
menos que le salven. Si te indultan, no es mérito tuyo, sino de Cristo crucificado. Somos condenados
indultados. ¿Cuál sería la mejor forma de agradecer? Salvar a otros, ayudarles a que tomen el camino
del cielo.

Nosotros ignoramos de qué nos han librado. Para comprenderlo, deberíamos haber estado allí. Santa
Teresa vio el infierno. Ella sí sabía lo que era: “Este era tu sitio para toda de la eternidad”. Así le
dijeron a ella. Palabras que con más razón que a ella, nos podría decir Cristo a nosotros.

Pero, si nosotros no vamos allí por la infinita misericordia de Dios, otros sí irán. Hay almas que nunca

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disfrutarán de Dios. Su eternidad será un sufrir sin parar, sin remedio y desesperadamente. El cielo
tendrá eternamente cerradas sus puertas para ellos; y son aquellos que en este mundo conocieron a
Dios y no quisieron aceptarlo. Y, cuando lo conozcan en toda su impresionante santidad y hermosura,
será solo para constatar que ese Dios, esa felicidad absoluta y total nunca la tendrán, será para otros.

Todos los días mueren en el mundo alrededor de doscientas mil personas: de hambre, de ancianidad,
de accidentes, en las guerras. ¡Cuántos niños mueren de hambre cada día en el mundo! ¿Todos esos
hombres se salvan? Muchos, muchos se condenan. Hoy comenzarán muchas almas su eternidad
infeliz, hoy, y otras mañana. ¡Pobres! Piensa que eres tú, imagina que eres tú el que mañana te
condenas para siempre.

Estas personas me están pidiendo, te están pidiendo a gritos que les ayudes. ¿Te impresiona sentarte
junto a compañeros ateos, que viven mal, tremendamente mal, o te da soberanamente lo mismo?
¿Haces algo por ellos? Porque supongo que tú y yo podemos hacer mucho, salvar muchas de esas
almas, porque tienes los medios, tal vez te sobran los medios. Cristo te ha dado la Iglesia, te ha dado
quizás una formación religiosa, te ha dado un instrumento apostólico, te ha ayudado a ti con tantos
elementos de predestinación. Hay personas que no han entrado a la Iglesia católica porque tú tienes
la llave y no has querido abrirles la puerta: ellos están ahí afuera esperando que tú quieras abrirles.

Salvar una alma es el favor más grande que le puedes hacer a una persona. Conseguirle una
eternidad feliz. Aunque lo consiguieras a una sola persona, sería fantástico. Ojalá que en la otra vida
muchas almas puedan decirte: “¡Yo estoy aquí por ti, tú me salvaste; si no llega a ser por ti nunca me
hubiera salvado!” Yo como sacerdote tuve esa motivación para tomar mi decisión, cuando era un niño
de diez años: la salvación de las almas. Sí me gustaría oír que por lo menos un alma se ha podido
salvar por mi ejemplo, por mi oración o por mi palabra. Ojalá fueran muchas.

Cuando un santo va al cielo nunca va solo, con él se salvan muchas almas; les esperan en el cielo con
los brazos abiertos para darles las gracias eternamente. Y me pregunto : “¿Cómo se pueden dar las
gracias a una persona que le ha conseguido la vida eterna?”

Recuerdo el ejemplo de Santa María Goretti, aquella niña que, antes de fallar a su virtud de la pureza,
se dejó dar catorce puñaladas por el joven Alejandro. Y no murió en ese momento sino en el hospital
unas horas más tarde, después de haber perdonado a su agresor. La policía cogió a ese muchacho, y
fue condenado a cadena perpetua, cárcel de por vida.

Estando en la cárcel, recapacitando en su terrible crimen, le entró la desesperanza, y quiso ahorcarse


pero, fue o una visión o una palabra interior de esta niña que le decía: “¡No lo hagas, porque te irías
al infierno!” Y este joven le hizo caso, y no se suicidó, más aún, empezó a comportarse de buena
manera en la cárcel y con ello consiguió que, después de algunos años, lo liberaran.

Lo primero que hizo fue ir a casa de la mamá de María Gorettí; era el día de Navidad. Era ya un
hombre. Al entrar dijo:
- Señora ¿Me reconoce?
- No, no sé quién es usted.
- Yo soy Alejandro, el que asesinó a su hija. Acabo de salir de la cárcel por mi buen comportamiento;
le ruego nuevamente me perdone lo que hice.
La mujer, que era muy católica, le dijo:
- Hace mucho tiempo que le he perdonado y le he rogado a Dios por usted.- Y la prueba de que
realmente lo había perdonado es que fueron a misa y comulgaron juntos, la mamá de esta niña santa
y el asesino de ella.

Yo ahora pienso en lo que seguía de la historia de este hombre. Cuando yo era un estudiante en
Roma, un día, después del desayuno leí en el periódico del Vaticano “L°Osservatore Romano”, un

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artículo titulado así: “El asesino de María Gorettí acaba de morir”. Me lo leí de corrido, porque a mí
me había impresionado mucho esta historia, incluso, había estado en su casa y después en su Basílica
cerca de Roma. La lectura decía, en resumen, que este hombre había ido a un convento a pedir
trabajo, que había vivido como un auténtico cristiano, y acababa de morir. Enseguida pensé en el
reencuentro del asesino y la niña santa y pura, en el cielo. Me preguntaba: “¿Cómo se pueden dar las
gracias? ¿Con qué ojos miraría a aquella alma inocente a la que la acuchilló catorce veces? ¿Cómo se
pide perdón? El reencuentro.....”Esta niña santa logró lo más grande que se puede lograr, llevar al
cielo a la persona que más daño le hizo. Estas maravillas suceden en el cristianismo, en esta religión
del amor, cuando el amor llega a su culmen.

Cuando tú vayas al cielo ¿irás sólo, sola, o muy acompañado, acompañada? Es muy importante
preguntarse esto, porque tú, tal vez, eres un papá, una mamá, has tenido hijos y, al llegar allá,
preguntarás: “¿Dónde está Juanito, donde está Paulina? ¿No están aquí mis hijos? ¿Dónde están?” No
sé si empieces a decirle a San Pedro: “Pues mire, San Pedro, le voy a decir lo que es la adolescencia:
Es una edad en la que uno no entiende nada, a mí no me hacían caso, pues yo les decía que fueran a
misa y no querían ir etc. ¿Le explico lo que es la adolescencia, la adolescencia... ¿Eso es todo lo que
sabes decir?”

Realmente como padre o madre ¿hiciste todo lo que estaba en tus manos con oración, con sacrificio,
con testimonio y también con una palabra oportuna, para lograr lo más importante para ellos, tus
hijos, su salvación eterna? ¿O los alimentaste muy bien, disfrutaron de la comida, de la bebida, de los
viajes, de los juguetes, pero... pero de fe, poco? Mucho ayuno de fe, mucha hambre de fe, porque tú
no la tenías, y no pudiste dar lo que no poseías.

Y, ¿de qué te ha servido dar de comer a tus hijos, y darles todos los regalos del mundo, si no has
logrado que estén un día en el cielo con Dios? ¡De nada! Por eso, ¿llegarás solo, sola, ó muy
acompañado, acompañada?

En mi caso, como sacerdote, sé que no podré entrar solo en el cielo. O llevo a otras almas conmigo o
para mí no hay boleto. Lo sé, estoy perfectamente consciente de ello.

¡Qué distintos se ven los sacrificios, el trabajo, cuando se puede salvar un alma más! ¿Qué importa tu
cansancio, tu sufrimiento, con tal de salvar un alma? Si un día una persona condenada pudiera
decirte: “Tú me pudiste salvar, y no te hubiera costado mucho: aquel retiro bien hecho, aquel
compromiso espiritual, ¿qué te costaba?, aquel sacrificio que rehuías, aquel testimonio que yo quería
ver en mi padre, en mi madre o en mi amigo, aquel acto de obediencia que no te hubiera costado
mucho... pero no quisiste”. Le responderías que no tuviste tiempo, o que no tuviste ganas de hacerlo.
¿Qué tal, si los papeles se hubieran cambiado? Por qué has de ser tú el afortunado, el que ha recibido
tantos dones de Dios, y él o ella no? Porque tú eres cristiano, incluso antes de que te dieras cuenta.
Porque desde niño, niña, te llevaron a la pila bautismal y te pusieron el sello de cristiano, y de ahí en
adelante todo el patrimonio cristiano es tuyo: La Biblia, los sacramentos, la Iglesia, la educación
cristiana, etc. Y ¿qué tal, si Cristo te hubiera dicho a ti: “Yo no tengo tiempo de salvarte, no tengo
ganas de venir a la tierra a morir en una cruz por ti?”.

Recuerda que hubo un momento en Getzemaní en que ese Jesús casi agonizante, sudando sangre, le
pedía a su Padre, cuando veía que se le echaba encima la cruz y todos los sufrimientos: “¡Padre, si es
posible aparta de mí la pasión!” Para que veas si a Cristo le costó o no le costó, y si tuvo que hacer
una decisión heroica, que le costó sangre, para salvarte.

Y luego tú y luego yo decimos: “¡Ay! No tengo tiempo, no tengo ganas de hacer nada!” Pero Cristo sí
tuvo tiempo, sí tuvo ganas de venir a salvarte y ¡qué bueno que así fue!
El día que vayas al cielo, repito, ¿irás solo o muy acompañado? Aún quedan preguntas: ¿dónde está
tú mamá, tú papá, tus hermanos, tus amigas, tus hijos? No lo sé. A ver qué razón vas a dar.

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A veces Dios permite ver si salvamos a alguien. Un obispo fue a visitar un convento de monjitas; les
celebró misa y, a la hora de repartir la comunión, sintió que se desmayaba, que se caía, pero se
recuperó y siguió repartiendo la comunión. Al final de la misa le dijo a la superiora: “Me gustaría
saludar a todas las hermanas”. Las reunieron. El obispo estaba bien nervioso, fijándose en todas las
monjitas, como pensando: “aquí falta alguien”, y le dice a la Superiora: “¿No falta alguna religiosa?”
Ésta le respondió: “Creo que no, pero, de todas formas, vamos a buscar”. Fueron a buscar a una
monjita muy mayor que se había ido a su trabajo en el jardín después de la Misa. La mandaron llamar
y le dijeron: “El señor obispo quiere saludarnos a todas”.

Cuando el Obispo la vio, dijo: “Madre, por algo le decía yo que faltaba alguien. Les voy a contar un
secreto que no he contado a nadie: Cuando yo era joven, sentía que Dios me llamaba y me decía:
“vete al seminario”, pero yo, oídos cerrados. Y un día, estando en una fiesta, en un baile muy
divertido, no sé qué fue, pero vi la cara de una mujer que me dijo muy seria: “Tienes que irte al
seminario”. Me llevé un susto tan grande que me lo tomé en serio y fui al seminario. Me he ordenado
sacerdote y hoy soy obispo. Pues bien, viniendo hoy a su convento, he vuelto a ver la cara de aquella
mujer, y es esta religiosa”.

La monjita se quedó un poco estremecida, asustada, porque todas las hermanas la miraban, y
preguntaban: “¿Usted, hermana, qué ha hecho?” Ella respondía: “Yo, yo, nada. Bueno, todos los días
pido por las vocaciones sacerdotales”.

Dios le hizo ver a este obispo, por si se sentía muy obispo, a quién le debía su vocación y la
perseverancia en ella. Yo a veces me he puesto a pensar: “¿Quiénes serán esas benditas personas,
perdidas quién sabe por dónde, que piden por los sacerdotes, y a quienes yo un día tendré que
decirles: ¡Gracias! porque me ayudaron a salvarme?”
La misma Santa Teresa, o Teresita, como la llamamos, cuenta en su autobiografía, en la Historia de
un Alma, un caso como éste: “Había un matón que había ajusticiado a tres personas de la nobleza. Lo
arrestaron y lo condenaron a la guillotina”. Entonces Teresita tendría alrededor de catorce años, y ya
desde entonces manifestaba un gran deseo de salvar almas. Se enteró de lo sucedido y fue a decirle a
Jesús: “¡Ay! Dios mío, este pobre pecador se va a ir al infierno por lo que ha hecho, pues no quiere
arrepentirse. Por favor, pídeme lo que quieras, pero haz que este hombre se vaya al cielo! Y además,
dame una señal”. Y como ella tenía una confianza verdaderamente de niña en Jesús, esperó
pacientemente lo que iba a pasar.
El día que lo llevaban a la muerte había allí un sacerdote con su sotana y un cinturón del que colgaba
una cadena con un crucifijo. Estaba allí, por si se quería confesar. ¿El otro? ¡Para nada! Como una
tapia. Y el pobre sacerdote pensaba: “¡No hay nada que hacer!” Un poco antes de ser ajusticiado, de
pronto, el hombre se acerca al sacerdote, toma aquel crucifijo y lo besa bañado en lágrimas ¡Ésa era
la señal, la señal que había pedido esta niña santa! Esta niña santa cuyos restos pasaron no hace
mucho tiempo por México, y que es patrona de las Misiones.

Nuevamente, como en el caso de María Goretti, me imagino a este hombre llegando al cielo, y
preguntando: “¿Qué hago aquí? Creo que me he equivocado de lugar”. -“No, no, está usted bien”- -
“Pero,¿ a quién se lo debo?”- Seguro que san Pedro le habrá dicho: “¿Ve usted a aquella niña,
Teresita, que es muy amiga de Jesús? Pues esa niña ha logrado que Dios le perdone, y que esté usted
aquí en el cielo”.

¿Cuántas sorpresas de estas habrá en la otra vida? Yo estoy viendo con los ojos y con la imaginación
a Dios diciéndole a algunos papás: “¿Ve usted a ese niño, a esta niña? -“Sí, es mi hijo Pepito, mi hija
Juanita...”-
-Pues aquí, delante de mis ángeles, dele las gracias, porque está en el cielo gracias a su hijo, a su
hija. El me pidió tanto, con tanta ternura y persistencia la conversión de su padre que me arrancó
esta gracia.”

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Yo sé que muchos niños y niñas van a llevar al cielo a sus papás. Me acuerdo de un niño de Chetumal
que, hace años, era mi acólito; siete años tenía, llegaba a la misa con mucha devoción, y comulgaba
con gran respeto. Un día llegó a la parroquia un señor como de dos metros de alto, agarrado del
sombrero y bien temeroso, y me dijo:

- ¿Usted es el Párroco?
- ¡A sus órdenes!
- ¿Le puedo robar unos minutos para hablar con usted?
- ¡Claro que sí!
- Le vengo a hablar de Pepito... - Y le pregunté:
- ¿Usted es su papá?
- ¡Sí! Me ha dicho que le ayuda en las misas de las cinco de la tarde.
- Sí, en verdad es un angelito.
- Pues mire, le vengo a hablar de él.
Yo sospeché que había hecho alguna travesura, pero no. Dijo:
- “¡Travesuras no, padre! Lo que pasa es que me ha dicho: “Papi, ¿por qué no vas a misa? ¿Por qué
no te confiesas? Me lo ha repetido tantas veces que en dos ocasiones le he dado una bofetada. Y
mire, me quema la mano, padre, porque es mi hijo, es un inocente, tiene además la razón... Así que,
si no tiene inconveniente, padre, vengo a confesarme, tengo ocho años que no piso una Iglesia”.

Y yo pensé en aquel niño, en aquel apóstol medio mártir conversando en la comunión: “¡Ay! Diosito,
hoy me pegó mi papá, pero no importa, te lo ofrezco para que un día sea tu amigo como yo!”
¡Cuántos casos de estos yo les podría contar a ustedes!

Recuerdo que en otra ciudad, hablando con un señor bastante joven, me decía esto:
- “Mire, padre, mi esposa y yo de jóvenes no recibimos formación religiosa alguna, pero, desde que
nuestro hijo esta yendo a su colegio, nos está enseñando a rezar”. Yo pensé que debía ser de
Secundaria. Seguimos hablando y hablando, y volvió a decir:
- Mire, que nos enseña a rezar el niño.
- Y ¿cuántos años tiene el niño?
- Cuatro años, padre.
- ¿Qué? ¿Cuatro años?
¡Claro! El niño nunca había oído hablar de Dios en su casa, ni rezar.
Llegaba al colegio y la Miss. de Moral le hablaba de Diosito, de rezar a la Virgen. Llegaba a casa y
decía:
- “Papi, mami, ¿por qué no rezamos?”
- ¡Pues, ponte a rezar!
¿Se imaginan a Dios y a los ángeles viendo aquella escena: un niño de cuatro años rezando y
haciendo rezar a sus papás? Y hablando con la esposa, decía: “Sí, padre, el otro día estaba con la
radio puesta, y me dijo: “Mami, no hemos rezado el Rosario”. Bajé la radio, y nos pusimos a rezar”.

Claro, cada misterio para él era de un Ave María, pero a la Virgen María le agradaba más este
misterio de un Ave María que las diez que muchos rezan distraídamente. Ha sido el Apóstol más
chiquito. Un día fui al colegio, y le dije a la Directora: “Sin decirle para qué, presénteme a este niño,
pues me quiero cuadrar”. Y allí lo tuve delante de mí, un niño de tan solo cuatro años, pero un niño
que enseñaba a rezar a sus padres.

¡El mundo al revés! Los padres deben educar a los hijos, sobre todo en la religión. Pues ahora, no se
sabe quién enseña a quién. Yo al menos tengo no menos de treinta o cuarenta casos de niños y niñas
que han llevado a sus papás a la Iglesia a rezar, a retiros. Algunos papás han escrito una carta a su
hijo dándoles las gracias.

Si eres agradecido y, si Dios a ti te libra del eterno dolor, ¿no podrías, no querrías hacer algo por

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alguno de tus hermanos? Y, si eres alguno de esos padres, madres de familia, ¡piénsalo! Si tú no
salvas a tus hijos, ¿quién los va a salvar: el chofer, la criada? Tienen un solo padre y una sola madre,
y eres tú.

Por otra parte, el que salva un alma salva la suya propia. Trabajar para los demás es la mejor manera
de trabajar para sí mismo, como la manera de ser infeliz es ser un egoísta. Salva a los demás, y te
salvarás a ti mismo. Capta a otros para el Reino de Dios, y te darán el boleto gratis a ti.
Por eso, podríamos concluir de esta manera: O salvamos almas, o no haremos nada, no seremos
nada en la vida.

Quiero concluir con una petición: “Vengo a pedirte una limosna a ti que puedes dármela, en nombre
de miles de jóvenes que no han sido tan afortunados como tú, en nombre de cientos de muchachos y
de niños entre los doce y veinticinco años que intentaron suicidarse y en nombre de los cientos de
chicos y chicas que no solo lo intentaron sino que se quitaron la vida. Dame una limosna de
esperanza para los cientos de jóvenes entre los doce y veinticinco años, que un día me han dicho
llorando de desesperación: ¡No encuentro sentido a mi vida!” Un muchacho de catorce años me dijo
un día: “¡Me quiero morir!”

Una limosnita de caridad para los miles de gentes que no creen en Dios, que no creen en nada, que
viven sin ilusión, gente sin esperanza que caminan por ahí sin rumbo. Una limosnita, por amor de
Dios. No te pido que me des todo lo que tienes, dame un poquito de lo que te sobra, las migajas de tu
fe, de tu esperanza, de tu ideal. Te pido una limosna en memoria de los que han muerto en pecado
mortal y se han condenado para siempre. No te la pido para ellos, ya que les llegaría demasiado
tarde; te pido una limosna de oración para los que están en la fila. Una limosna para los que, hartos
de la vida, se la arrancaron violentamente, porque nadie les tendió la mano a tiempo.

Sé que estas muy ocupado, sé que tienes muchas cosas que hacer; tan solo dame un minuto de tu
tiempo, una sonrisa, una palabra de aliento. Tú que pareces feliz, dime: ¿crees que puedo ser feliz en
este mundo? Tú que te sientes tan sereno, ¿cómo le haces? Tú que hablas de un Dios que te alegra la
vida, ¿podrá alegrar también la mía? Tú que pareces tener un por qué vivir, ¿no quieres dármelo a
mí? Pero date prisa, porque ya estoy harto de seguir viviendo, de seguir pudriéndome en esta vida sin
sentido y, posiblemente, si tardas, ya me habré ido al otro lado.

Una limosna pequeña. Mira esta mano extendida, es mi mano, pero esta mano representa a muchas
manos, por ejemplo, la de aquel que dijo: “Y sigo pensando en un Cristo Místico, compuesto por cada
uno de mis hermanos, y escucho su voz que clama: “Tengo hambre y no me das de comer, hambre
de Dios. Tengo sed y no me das de beber, sed de vida eterna. Estoy desnudo y no me vistes, no me
defiendes de mis enemigos. Y me convenzo de que esta hambre de Dios puede convertirse en
desesperación, esta sed puede convertirse en rabioso frenesí, esta desnudez puede llegar a ser
muerte”.

Y, si das esa limosna, en nombre de Dios y en nombre de todos esos infelices, ¡gracias, muchas
gracias! El mundo, tú mundo está lleno de desgraciados, hambrientos, tristes, desesperados. ¡Una
limosna por amor de Dios para un desgraciado!”

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7o. Plática
Misericordia Divina. Hay que aprender a confiar en que Cristo nos ama.
Cristo te invita a mirar hacia adelante, a mirar el futuro de tu vida con una gran esperanza, porque tú
eres un santo en potencia, eres un gran apóstol en potencia. Se puede, con Cristo se puede, y Él lo
sabe muy bien. Hace falta querer, y ¿es tan difícil querer? ¿Y el pasado? El pasado déjalo en paz.

Reúne todas tus fuerzas y ponte a trabajar como en tus mejores tiempos. Todos hemos tenido buenos
tiempos, y lo grande de nuestra vida es saber reeditar esos buenos tiempos. No mirarse tanto a sí
mismo. Decía San Pedro: “He estado toda la noche pescando o tratando de pescar, y no ha salido ni
un pez, pero en tu nombre echaré las redes”. Y ya sabemos el resultado: se llenaron las redes y la
barca de Pedro y de sus amigos casi se hundían por la pesca.

Hay que aprender a confiar en que Cristo nos ama. Sabemos hacer muchas cosas en la vida, pero qué
poco sabemos confiar en Dios. Todo comienza si tú quieres, todo vuelve a empezar con la fuerza, la
firmeza y con la frescura del primer amor.

Cristo siempre nos da una nueva oportunidad. Cristo nunca se cansará de nosotros. Nunca
confiaremos lo suficiente y, menos aún, nos pasaremos de esa confianza.

Vamos a ver ahora eso en acción en el Evangelio contemplando una de las páginas maravillosas de
ese libro.

Recordemos en primer lugar la parábola del Hijo Pródigo. Lo que hace el Padre y lo que hace el hijo.
El hijo menor, un día malo, un día en que realmente no pensó como debía, fue a pedirle a su padre la
parte de la herencia que le correspondía, y el padre les repartió a los dos hermanos la herencia.

Y, con una alegría muy honda pero también mala, reunió todo lo suyo y se largó. Se fue de casa con
los bolsillos repletos, la cabeza llena de ilusiones y sintiéndose liberado, liberado de la obediencia a su
padre, y diciendo: “Soy el rey, soy amo de mi vida, y voy a hacer lo que yo quiera”.

Y efectivamente, se dedicó inmediatamente a despilfarrar, a disfrutar, a gastar dinero con otros


amigos -habría que ver qué amigos- y con otras amigas. De esta forma, en poco tiempo se quedó con
el bolsillo vacío. Este bolsillo vacío fue el que le hizo tomar decisiones que nunca imaginó que habría
de tomar. “¡Tengo hambre, tengo que trabajar si quiero comer!” Y fue a pedir trabajo. El trabajo que
le ofrecieron fue realmente humillante; lo mandaron a cuidar cerdos. Dice textualmente el Evangelio
que deseaba llenar su estómago con las bellotas que comían los cerdos, y nadie se las quería dar. Y
así, un día y otro, con la cara triste y el alma llena de amargura, con el estómago vacío. En esa
situación humillante encontró la iluminación. Encontró aquella decisión costosísima pero que le salvó
la vida. Empezó a recordar cómo en la casa de su padre vivían todos con abundancia, incluso los
trabajadores. Y pensó: “¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia y yo me
muero de hambre aquí! Volveré a mi Padre y le diré: Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, pero
admíteme por lo menos entre tus jornaleros”. Y así, un día, empujado por la necesidad y la nostalgia,
tomó la decisión de regresar.

Le costó muchísimo, era muy dolorosa aquella llegada, aquel dejar todo lo que había soñado, regresar
triste, casi con lo puesto, los bolsillos vacíos. Y, cuando esta llegando a la casa, sucedió lo siguiente:
El padre lo vio y, conmovido por un amor extraordinario, corrió a su encuentro. El otro empezó su
discursito, pero el padre casi no le oía, simplemente lo abrazaba, lo besaba. Se dio cuenta de cómo
venía: descalzo, sucio, roto; y dijo a sus criados: “¡Pronto, tráiganle un vestido nuevo, unas sandalias
nuevas y pónganle un anillo en el dedo!” Con esto quería decir que lo readmitía de nuevo a la familia.
Y la orden fundamental: ¡Maten al becerro gordo y hagamos una fiesta! Y la razón hermosa: “porque

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este hijo mío se había perdido, y lo hemos encontrado; estaba muerto, y ha resucitado.” Y empezó la
fiesta.

Y luego nos cuenta el Evangelio la llegada del hermano mayor que se enoja, que no quiere entrar, y
el padre le dice las mismas palabras: “Deberías alegrarte, porque ese hermano tuyo se había perdido,
y lo hemos encontrado; había muerto y ha resucitado”.
Este es el autorretrato de Dios pintado nada menos que por su propio Hijo, que es quien mejor lo
conoce. Por lo tanto, cuando uno quiere ver el rostro de Dios, el corazón de Dios, debe asomarse a
esa parábola del Hijo Pródigo, y allí verá, como en un espejo magnifico, cómo piensa y cómo ama ese
Padre Celestial.

Exactamente lo mismo hace contigo. ¡Qué bien has hecho el hijo pródigo; con cuanta ilusión te
largaste de la casa! Te fuiste y creías que ibas a ser muy feliz, y en realidad has sido un perfecto
desgraciado; has criado puercos, es decir, has alimentado tus pasiones desordenadas, y tú también
has padecido un hambre terrible y, quizás, en algún momento de lucidez, has recordado aquellos
tiempos hermosos, tiempos en los que eras amigo de Dios, en los que eras feliz, y te han entrado
ganas de regresar; y eso es un deseo magnífico. Allí, cuando uno cuida a los puercos, cuando sufre,
cuando siente hambre, allí puede encontrar la mano amorosa de Dios, su voz que te dice: ¿Por qué
no regresas? Y, si decides regresar, será una decisión maravillosa, la mejor que puedas tomar;
regresar a Dios, regresar a la vida de antaño, regresar a la autentica felicidad. Sucederá lo mismo, el
mismo abrazo, el mismo beso del Padre, que dirá también: pónganle un anillo al dedo y una túnica
nueva y unas sandalias nuevas, y hagamos una gran fiesta, porque este hijo mío estaba muerto, y ha
vuelto a la vida; estaba perdido, y lo hemos encontrado.

Dice Jesús que en el cielo hay más alegría por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve
justos que no necesitan convertirse. ¡Que fiesta, que abrazo, que alegría! ¡Y tú no se la quieres dar!
Vayamos a un segundo cuadro, el pasaje de Zaqueo. Zaqueo era un hombre pequeño de estatura,
que por pura curiosidad quería saber quién era aquel hombre tan famoso, Jesús. Y, cuando entraba Él
con una gran multitud en la ciudad de Jericó, se subió a un arbolito, a un sicómoro, precisamente
para poderlo ver; era pura curiosidad. ¿Qué sucedió? La muchedumbre al verlo en alto, lo maldijo, le
escupió como a un perro muerto.

Jesús podía haber dado un rodeo para evitarse complicaciones; podía haber pasado debajo del árbol,
y no mirarle. Pero Jesús pasó cerca de él y le llamó por su nombre: “Zaqueo, baja pronto, porque
quiero hospedarme en tu casa”. La invitación le llenó de tanta satisfacción a Zaqueo, que corrió,
efectivamente, a su casa y mandó preparar un auténtico banquete con invitación para todos sus
amigos y los que quisieran entrar. Entonces, fue la gente la que empezó a murmurar de Jesús: ¡Va a
comer con un pecador! Ya ven que cuando uno murmura de los hijos, acaba murmurando del padre
de ellos, y así, el que ofende, el que tira piedras a sus hermanos, también un día las tirará al rostro
de Dios.

Por eso, los dos mandamientos del amor a Dios y al prójimo son inseparables; no se puede amar a
Dios sin amar al prójimo, y el que ama al prójimo no puede menos que amar a Dios.

Estando a la mesa, Zaqueo estaba tan feliz -me lo imagino todo coloradote, contento, con unos ojos
brillantes, chispeantes- que de repente manda callar a todos y dice a Jesús: “Estoy tan contento de
que hayas venida a mi casa que voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, -admiración y
murmullos entre los comensales- y si a alguno le he robado -¿a cuántos no les habría robado?- le voy
a devolver cuatro veces más”.

Esto era extraordinario, porque Zaqueo era un avaro y, cuando decía estas cosas, estaba realmente
cambiado y convertido. ¡Y todo por una simple invitación a comer! Cuánta enseñanza tenemos aquí
para aquellos predicadores, que, incluso, maldicen a los ricos, que los ponen en evidencia. Yo me

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preguntaría: ¿de dónde han sacado esa enseñanza? No ciertamente de Jesús.

Jesús dio como consigna para salvar a los ricos: “Hay que llegarles por el corazón, no maldiciendo su
conducta”. Hallándose Jesús en casa de Lázaro con sus dos hermanas, María quiso hacerle un agasajo
y, según la costumbre de la época, tomó un pomo de perfume de nardo verdaderamente precioso, y
muy caro, y lo derramó sobre los pies de Jesús. A nosotros nos parece un gesto curioso, era típico de
la época. El perfume llenó la casa y los apóstoles empezaron a pensar: “Eso se podría haber vendido
por mucho dinero. Judas calculó el precio: “¡Se podría haber vendido este perfume por trescientos
denarios y haberlo dado a los pobres!” ¡Qué bonito suena eso! Parece una escena muy moderna que
se ha dado también aquí. Y el bueno de san Juan explica: “Esto lo decía no porque le interesaran los
pobres, sino porque era ladrón y teniendo la bolsa hurtaba lo que caía en ella”.

Si a mí me dijeran que la Madre Teresa de Calcuta amaba a los pobres, lo creo; si a mí me dijeran
que tantos buenos hombres y mujeres que se desviven por los más necesitados aman a los pobres,
les creo; pero, yo no creo a muchos otros que se adornan con la causa de los pobres y que van a
muchos congresos para hablar del asunto, y los pobres les tienen sin cuidado.

En tu caso, Jesús también quiere invitarse a tu mesa, a la mesa de tu vida, para que sientas lo que es
un Dios sentado junto a ti, amándote; y ojalá tú también, como Zaqueo, puedas decirle cosas
semejantes que te salgan del corazón: “Señor, estoy tan contento de que hayas venido a mi vida y la
hayas llenado de perdón, de amor y de misericordia, que voy a dar la mitad de mis bienes a los
pobres, voy a hacer apostolado, voy a cambiar, voy a pasarme a tus filas”.

En estos ejercicios realmente Él te ha invitado a la mesa de su palabra, de sus gracias, de su


Sagrario. Hoy ha llegado también la salvación a tu casa, a tu vida, como le dijo a Zaqueo. Y que Dios
pueda decirte esas palabras es algo verdaderamente trascendente: “¡Hoy ha llegado la salvación a
esta casa!” Cuántas veces he escuchado estas palabras de Jesús dichas a un alma durante los
ejercicios, y he visto los ojos de alegría y el rostro feliz, con lágrimas, y cómo un alma se
transformaba.

Un tercer pasaje sería el del buen ladrón. Recuerden aquellos dos ladrones que iban con Jesús al
Calvario: Los dos maldecían, los dos decían improperios y pensaban que Jesús era un tonto, o poco
menos que eso; Jesús soporta en silencio y con misericordia los insultos, le mueve poco a poco el
corazón. Este hombre era testigo de lo que allí ocurría. No cabe duda que ver a la Virgen María
encontrándose con su Hijo Jesús era para partir el corazón más duro, y efectivamente eso sucedió.

Ver a Jesús con aquella paciencia heroica, aguantando todos aquellos insultos de la plebe podía
convencer a alguien y este alguien fue este malhechor. Para tomar vuelo, primero se encaró con su
compañero diciéndole: “Cállate la boca; tú y yo merecemos todo esto, pero Él no”, Luego se animó a
mirar a Jesús para hacerle esta súplica: -no cabe duda que fue la oración y las palabras más
maravillosas que salieron de aquella boca pecadora- “Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu
Reino” -. No sé cuanto tiempo pasó hasta que llegó la respuesta de Jesús; posiblemente un segundo,
porque la misericordia estaba totalmente abierta a trasmitirse a los pecadores. Y, mirándole con una
ternura infinita al mismo tiempo que con un dolor inmenso, le dijo: “Hoy estarás conmigo en el
paraíso”.

Hoy, no mañana. Estarás conmigo: en el sentido de amistad, de cercanía, de estar con la persona que
le hablaba. En el Paraíso, es decir, en el cielo.
Y sabemos que este hombre ganó el cielo, lo robó durante las últimas horas de su vida. Adivinó la
misericordia de Dios, adivinó que Dios lo podría perdonar, y no se equivocó.

¡Lástima del otro que podía haber hecho después la misma petición, sabiendo cómo le había
respondido Jesús, y podía también haberle dicho: “Acuérdate también de mí, Señor, cuando estés en

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tu Reino”. De seguro hubiera recibido la misma respuesta: “Tú también estarás conmigo en el
Paraíso”.
Con qué satisfacción hubiera ido Cristo a la muerte llevándose a sus dos compañeros de suplicio a la
felicidad eterna. Pero solo se llevó a uno, y se quedó con las ganas de llevarse al otro.

¿No sucederá así con la humanidad? ¿No sucederá que algunos, aunque sea al final, tienen ese poco
de humildad y arrepentimiento para pedir esa gracia, y la obtienen, y se van al cielo? Pero otros, ni
siquiera al final, son capaces de doblar la rodilla, el alma, para decir: ¡Acuérdate de mí!

Tú sabes que cuentas con ese amor de Jesucristo toda la vida hasta el último instante. Tú sabrás lo
que haces; tu sabrás si vas a ser capaz algún día de doblar la rodilla y decir: “me arrepiento”, y de
pedir como aquel ladrón: “acuérdate de mí cuando estés en tu Reino.”

Otro caso es el del apóstol Pedro. Fíjense lo que significa que el Vicario de Cristo le niegue
públicamente tres veces; eso lo hizo Pedro, llevado por el temor porque había una criada y unos
hombres allí a la lumbre, y no eran ni siquiera soldados.

Jesús le dirige una mirada. ¡Qué habría en aquella mirada, cuanto amor, cuanto dolor, cuanta
misericordia, cuanto anhelo de recuperar a su Apóstol! Esa mirada le cayó a Pedro como un chubasco,
como una tormenta que descargara agua sobre su alma, y salió fuera y lloró su pecado amargamente
como un niño.

Podía haberle dicho Jesús: “Me has fallado demasiado, Pedro, y ya no puedes seguir como mi primer
Vicario; voy a dar ese cargo a Juan que ha sido bastante más fiel que tú...y no pasó eso. Le exigió
solamente una penitencia muy simple: Preguntarle tres veces ¿Me amas?, y escucharle tres veces “Tú
sabes que te quiero”. Después de cada respuesta Jesús añadía: “Apacienta mis ovejas”, que era como
decir: “ te reconfirmo en el cargo de pastor”.

Él pide solamente amor y lo pide -da la impresión- como un mendigo. Pide tu amor, y yo me
pregunto: ¿Qué vale tu amor para Dios? Pero yo no soy nadie para decir lo que vale, porque Dios te
lo pide, lo mendiga, lo suplica, y debe ser terrible no darle ese amor, ese amor verdaderamente
pobre, a Dios que es el Amor con mayúscula.

Y quisiera ahora detenerme en el pasaje de María Magdalena: porque en él se manifiesta de forma


muy especial la misericordia de Dios. Cualquiera puede contar la historia de una mujer de mala vida.
Eso era María Magdalena. Probablemente -y sin probablemente- ella de chica fue buena, y empezó
por los caminos el amor, como todas las mujeres y todos los hombres; empezó amando y terminó
pecando; porque es tan fácil dar un traspié. Sin duda, si hubiera habido concursos de belleza, ella
hubiera ganado alguno: el de Miss. Magdala, por ejemplo. Y, claro, se sentía muy admirada y muy
envidiada, y mucha gente la seguía; engatusó a muchos hombres con los cuales ofendió a Dios.

Pero la belleza pasa, como las flores, y no me extraña que, cuando ella ya no era tan joven y veía que
otras bellezas más frescas la superaban y le ganaban la clientela, empezara a sentirse mal consigo
misma. No me extraña que pasara por su mente la idea del suicidio, como ha pasado, por ejemplo,
con muchas personas famosas, artistas, que han terminado así, dándose un tiro, colgándose o
simplemente tomándose unas pastillas para acabar con todo.

Un día escuchó un chisme, el chisme de la mujer adúltera. Brevemente nos lo cuenta el Evangelio de
San Juan. Los fariseos, siempre eran ellos, toman a una mujer sorprendida en adulterio, se la llevan
allí como si fuera un perro o un trapo, y le dicen: “Maestro, traemos aquí un caso muy grave: esta
mujer ha sido sorprendida en adulterio, y tú sabes que Moisés mandó apedrear a estas mujeres, ¿qué
es lo que tú dictaminas? Jesús se hizo el desentendido, como algunos alumnos en la clase, se puso a
escribir quién sabe qué cosa en la tierra, y le dijeron: “No te hagas el distraído. ¿Qué dices?” Jesús

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respondió nada más así: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, y siguió escribiendo
en el suelo. Y lástima de cámara in fraganti para captar la escena, pues empezaron a marcharse
todos, comenzando por los más viejos, los que más pecados tenían, y al final se quedó ella sola con
Jesús. -“¿Dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?- - Nadie, señor-. Y le dice Jesús: -
“Yo tampoco te condeno, vete y no vuelvas a pecar”-. No le dice: “No has hecho nada, todo ha sido
por amor; no pasa nada”, sino “ no vuelvas a pecar, pero yo no te condeno”.

No me extraña que fueran del mismo club estas dos mujeres. Al encontrarse, María Magdalena vio en
el rostro de su amiga una alegría nueva; y le dijo: -“¿Qué te pasa? ¿Has usado un nuevo shampoo?- -
¡No! Simplemente te quiero decir una cosa: ¿No has sabido de una mujer a quienes los fariseos
querían apedrear...?- María comentó: -¡No me digas! ¿Tú eres esa mujer?- - ¡La misma!- -Y mira,
María, te recomiendo que vayas con Jesús de Nazaret; yo ya dejé esa vida, no puedo seguir; me dijo:
¡No vuelvas a pecar! Yo tampoco te condeno”. María, hazme caso, ahora sí como buena amiga.-

Ella quedó muy inquieta. No me extraña que fuera a oír a Jesús cuando predicaba a la gente,
quedándose en la última fila con la cara cubierta. Jesús, que sabía que allí había una futura santa,
seguramente habló del Hijo Pródigo o de la e la Oveja perdida, y le llegó al corazón.

Y así, un día que a Jesús le habían invitado a comer en casa de un fariseo, llamado Simón, de pronto
abre la puerta, entra y va a donde esta Jesús; rompe a llorar, abre un frasco de perfume precioso que
traía, le unge los pies, los seca con la cabellera, los besa, y no dice más. Ella no hacía sino llorar, y
llorar. De allí viene el dicho de llorar como una Magdalena.

Y el escándalo que se armó. Simón pensó en sus adentros: “Si éste fuera profeta, sabría que clase de
mujer lo está tocando, porque es una pecadora.” Jesús, que leía los pensamientos, le dijo: -“Simón,
tengo algo que decirte”-. El otro muy modosito le contestó: -“ Dime, Señor...”- Le cuenta un cuento
inocente pero que llevaba curva... -“Mira, tengo por ahí una cuestión que no acabo de entender;
había un señor que tenía dos deudores, uno le debía 500 denarios y otro le debía 50. Y un día que
andaba de buenas, dijo:” No me deben nada, rompan las facturas y váyanse tranquilos.” ¿Quién de
los dos estará mas agradecido?” Si a un niño de preprimaria le hubieran hecho la pregunta, hubiera
respondido bien. Él respondió: -“Supongo que aquél a quien perdonaron más”.- -“Has respondido
muy bien”-. Y ahora viene la curva... -“¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para
los pies, y ella, en cambio, ella la mala, la pecadora, ha lavado mis pies con sus lágrimas...- Ya
cambió de color el bueno de Simón. Segundo detalle de cortesía que él no había hecho: -” Tú no me
diste el beso de paz en la cara, ella en cambio ha besado mis pies”.- Tercer detalle: -“No me has dado
un perfume -como se solía hacer-; ella en cambio ha ungido mis pies con ungüento. Por lo cual te
digo: se le perdonan sus muchos pecados -yo los conozco muy bien- porque ha amado mucho”.-

Y, dirigiéndose a ella, le dijo estas palabras, maravillosas palabras, dichas por Dios: “Tu fe te ha
salvado, tus pecados están perdonados”. Y la mujer se fue, y se fue con diez años menos, con una
alegría infantil, pensando: “¡Cuanta razón tenía mi amiga! ¡Qué bueno que he estado con Jesús¡
Nunca jamás volveré a ser la misma. No quiero ser la misma, comienzo una nueva vida”.

Yo he escuchado esta mismas palabras tantas veces, y las he escuchado con una inmensa alegría
interior.

¿Qué hace Jesús? Tres cosas. Primera: perdona. Y perdonar para Dios es la cosa más maravillosa y
divina. Segunda: defiende al pecador. Si alguien se hubiera atrevido a correr a esta mujer, le hubiera
dicho Jesús: “A ver, Inocencio, ven acá, que te voy a decir los pecados de tu infancia, de tu
adolescencia, de tu juventud y de tu edad adulta”. Por eso nadie se atrevió. Y tercera: rehabilita al
pecador, es decir, como si nada hubiera pasado.

Ciertamente María Magdalena le pudo decir: “¿Señor, me permites, ir en tu Iglesia en primera fila?

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Jesús le hubiera dicho: “Recuerda lo que has sido; sí te admito en mi Iglesia... pero en la última fila, y
que nadie lo note”. No, Jesús le dijo: “¿Te atreves, quieres ir en primera fila? ¡Tienes mi permiso!”

Este permiso se lo ha dado a miles de hombres y mujeres que fueron primero grandísimos pecadores.
A Dios no se le cae la cara de vergüenza de presumir que tiene como grandes amigos a personas que
fueron ladrones, prostitutas, avaros como Zaqueo, como María Magdalena y otros; y ha sacado de
ellos unas joyas de hombres y mujeres realmente envidiables.

¿Qué hace María Magdalena? María Magdalena primero había dedicado los dones que Dios le había
obsequiado: su belleza, su inteligencia, sus mañas femeninas, todo para pecar, para ofender a Dios.
Si Dios la hubiera hecho coja, manca, leprosa, etc. no hubiera podido ofenderlo. Y aquí viene un
recuerdo para las mujeres y también para los hombres ante la constatación de sus cualidades físicas,
intelectuales, humanas y espirituales ¿Cómo reaccionas? ¿Das las gracias? ¿O Utilizas esos dones
para ofender a quien te los dio?

Ahora estaba utilizando esos mismos dones para amor a Dios: Su perfumería: ahora ya no la utiliza
por vanidad; ahora está ungiendo los pies de Jesús, del Salvador. Aquellos labios que habían dado
tantos besos pecaminosos estaban ahora besando los pies más maravillosos que han pisado nuestros
caminos, los del Hijo de Dios: aquellos pies que serían después clavados en una cruz por aquellos
fariseos que se atrevían a tirar piedras a las adúlteras y tirar piedras al mismo Dios. Su cabellera que
había sido pura vanidad, ahora no le importó utilizarla como una toalla para secar los pies de Jesús.
Y, sobre todo, su corazón, que había amado tanto pero tan mal, de ahora en adelante se dedicaría a
amar a Dios y a los hombres con aquella fuerza y más aún, de la forma más pura, como una
auténtica santa.

¡Claro! Simón de esto no entendía nada, criticaba este gesto, ¿pero qué entendía él? Jesús veía a esta
pecadora que le decía: “¡Mira, Señor, nosotros los pecadores te necesitamos; yo vengo en
representación de todos y de todas las que te han ofendido, y vengo a besar esos pies que luego van
a atravesar unos clavos, y vengo a ungirlos para la sepultura y vengo a besarlos! ¿Cómo podía Dios,
que ve los corazones, rechazar un acto de amor tan puro, tan maravilloso que nunca tendrían Simón
y sus compañeros? Y por eso le dice: “ Tu fe te ha salvado; se le perdonan sus muchos pecados
porque ha amado mucho”. Esta es la reacción de Jesús.

Debo ser capaz de decirle: “¡Te amo! ¡Te amo locamente, agradecidamente, Jesucristo! Porque me
has amado desde siempre, de forma personal e infinita; porque me has perdonado todo; porque eres
verdaderamente una misericordia maravillosa! Y debo preguntarle a Zaqueo, a María Magdalena:
¿Qué viste? ¿Qué sentiste? ¡OH felices..! Señor, hazme sentir lo mismo; omnipotente ante las
dificultades, decidido hasta la muerte, infinitamente feliz de tu amor; y hazme sentir un total rechazo
a una vida sin amor, que eso es la vida de pecado.
No quiero sentir lo que sintió Tomás, tu apóstol, cuando decía: “Si no meto mis manos.., si no meto
mis dedos...”, sino lo que sintió el mismo apóstol cuando dijo, de rodillas, estas otras palabras:
“Señor mío y Dios mío”. Déjame tocar tus llagas, la herida de tu costado, no porque me falte fe, sino
para comprobar que no eres de cartón o de espuma, sino de carne y hueso, y que tienes un corazón
que late de amor por mí.

Yo necesito experimentarte, Señor, como la verdad de mi vida, la alegría de mi juventud, el amor


más entrañable que se ha cruzado en mi camino. Yo necesito saber, al menos una vez en la vida, lo
que es creer en ti como Tomás, para decirte con la misma fuerza que él: “Señor mío y Dios mío”. Yo
necesito aquellas lágrimas de María Magdalena mientras lavaba tus pies; necesito sentirme
perdonado como ella; necesito experimentar el rechazo más absoluto hacia una vida de pecado,
tibieza y apatía; y, sobre todo, experimentar un deseo infinito, total, eterno, de amarte, de cambiar,
de ser distinto.

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María deseó ardientemente ser aquella mujer santa que logró ser después. Quiero desear
ardientemente ser ese cristiano, ese apóstol que tu soñaste y yo también sueño, para luego serlo,
para luego realizarlo. Necesito tener la generosidad de Zaqueo cuando decía: doy la mitad de mis
bienes a los pobres. ¿Qué se siente cuando uno dice cosas semejantes? O mejor aun, ¿qué hay que
experimentar y vivir, y sentir para poder decir cosas semejantes también yo?

8o. Plática
Llamamiento de Cristo. Si alguna vez lo vas a hacer, ¿por qué no ahora?
Estos ejercicios son un nuevo llamamiento de Cristo, una nueva oportunidad, una nueva invitación de
Jesús para una vida mejor. No consideres que estos ejercicios espirituales son uno de tantos como los
que has hecho en tu vida, porque Cristo nunca se repite; tiene sus sorpresas, sus gracias nuevas; es
un nuevo paso de Cristo por tu vida, un llamamiento a la entrega total, a ser un apóstol más decidido,
más programado; a volver a empezar una vez más, la definitiva, dejando ese lastre de mediocridad y
poca generosidad que has venido quizás arrastrando.

Nunca es tarde para volver a empezar. En este sentido, les deseo que en estos ejercicios espirituales
les ocurra algo que les decida, pero de verdad, algo que les tumbe del caballo de su soberbia,
sensualidad, pereza, de su pesimismo.
¿Quién te llama? ¿Quién te invita? Aquel que ha dicho de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo. El que
me sigue no anda en tinieblas”. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. “Soy la resurrección y la
vida”. Quien puede decir estas palabras, o es un gran mentiroso, o es Dios.

“Yo soy el pan de la vida”. Creo que en medio de nosotros está uno a quien no conocemos, como no
lo conocía la Samaritana. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber; quién es el
que te pide tu vida, tu corazón, todo lo que tú eres y tienes...” ¿Quién es Jesús? Aquél que puede
llenar las más grandes aspiraciones de tu vida, resolver todos tus problemas; el que tiene en su mano
el secreto de tu felicidad en esta vida y en la otra.

La persona que más te quiere en el mundo. Y realmente tenemos que creerlo, porque todos
buscamos a esa persona; a cualquiera le interesa conocer, ver a la persona que más le quiere en el
mundo, y esa persona se llama Jesucristo. Ojalá descubramos en Cristo todo esto, porque lo tiene y
mucho más.

¡Señor, si es cierto que me quieres tanto, que yo lo vea, que lo sienta, que lo palpe y lo experimente;
que no se me pase la vida ignorando que el Amor infinito, la Bondad infinita, la Hermosura misma me
quería tanto, tanto como yo nunca me había atrevido a soñar!

Decía San Pablo con una convicción tremenda: “Me amó y se entregó a la muerte por mí”. Ese mismo
Cristo se ha dignado amarte a ti y alargarte la mano para pedirte algo: Dame tu corazón. Nos hace
falta la experiencia que tuvieron los apóstoles en el Monte tabor. Decía San Pedro: “Qué bien se está
aquí”. Todos hubiéramos dicho lo mismo, porque ¡claro! allí Jesús se manifestó como era, como Dios,
sin el disfraz de la naturaleza humana. Y Pedro, tú y yo hubiéramos dicho lo mismo: ”¡Qué bien se
está aquí!” Cuando estemos en el cielo, por misericordia de Él, lo primero que diremos será: ¡Qué
bien se está aquí, y, además, para siempre!

Te llama aquél a quien han seguido y por quien han dado la vida miles y miles de santos, mártires,
vírgenes, apóstoles. Siempre que bajo a las catacumbas de Roma, siente una profunda nostalgia, una
gran pena y un fuerte estímulo, pensando: “Todos éstos sí, y yo todavía no; yo no soy nada, soy un
mediocre. Estos dieron su vida por el mismo Cristo a quien yo sigo desde hace tiempo. ¿Qué pasa?”

Recuerdo que a Julio César ante una estatua de Alejandro Magno, en Sevilla, se le vio llorando, y le

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preguntaron: ¿por qué? ¿por qué ante esa estatua de Alejandro has llorado? Respuesta: “Por que él,
a mis años, había conquistado el mundo, y yo todavía no he hecho ninguna conquista.”

¡Qué aleccionador es esto! Uno ve que los grandes jefes, los grandes militares tienen una persona a la
que quieren imitar, que les inspira mucho. Jesús es el hombre que más inspira y más ha inspirado a
millones. ¿Te inspira a ti lo que ha inspirado a los santos?

Ante esa fila incontable de mártires y santos uno también tendría que llorar. Tarsicio, a los doce años,
era ya mártir de la Eucaristía; san Agustín a los 31 años se decidió a ser santo, y lo fue; María Goretti
a los diez años mártir de la pureza; Teresita a los 26 años muere como una religiosa santa y patrona
de las misiones. Y así un número infinito de almas grandes. Tú tienes tantos años. ¿Qué eres? ¿Qué
has hecho?

Por lo menos recuerdo a dos hombres que un día se hicieron la misma pregunta: Ignacio de Loyola y
Francisco de Sales. Ignacio, después del sitio de Pamplona, cuando una bala de cañón le rompió la
pierna, tuvo que estar en convalecencia no sé cuantos meses allí en Loyola. En la biblioteca de la casa
había sólo libros de santos, a él no le gustaba leerlos, pero no tenía otra cosa que leer. Pensaba
“¡Vaya locos!”. Siguió leyendo hasta decir: “Puede que no estén tan locos”.
Avanzando en la lectura llegó a la conclusión de que “el loco soy yo, no ellos”.

Y tímidamente se preguntaba: ¿podría ser yo como uno de ellos? Pero no se animaba. Poco a poco,
viendo cómo otros habían pasado las mismas dificultades que él, llegó un día a decir: “Puedo ser uno
de ellos y lo voy a ser”. Ése es San Ignacio de Loyola.
Si ellos hubieran pensado lo que tú a veces, que eso no es para ti, hoy no serían santos. Hubo un
momento en su vida que, como tú y como yo, no eran nada; eran unos cobardes y unos mediocres;
pero también hubo un día en que se decidieron, y lo lograron.

¿Llegará un día también en tu vida?


Decía Agustín a los que no se querían convertir: Si alguna vez lo vas a hacer, ¿por qué no ahora? ¿Por
qué no ahora, en estos ejercicios espirituales? Ellos, tú y yo seguimos al mismo Cristo. ¿Qué pasa,
entonces, que a ellos Cristo les llenaba plenamente, les enloquecía, podría pedirles lo que fuera, y a ti
te dice tan poco ese Cristo? ¿Para qué quieres un Cristo que no te llena, que no te hace feliz, que no
te resuelve los problemas y no te llena el corazón?

¿Quién es Jesucristo? Quiero a través de las palabras de un sacerdote santo explicar qué es, quién es
Jesucristo. Dice él: “Cristo es mi Dios, mi gran amigo, mi compañero, mi padre, mi grande y único
amor y la única razón de mi existencia”.

Cristo es mi Dios. El alma se pierde en ese infinito: Creador del mundo, el Señor de la historia, el
amigo de los patriarcas, de los Profetas, el Redentor del mundo, ése es mi Dios.

Cristo es el rostro de Dios, el amor de Dios, el perdón, la ternura de Dios para conmigo. Cristo es mi
Dios y mi todo; Él es mi herencia, mi pasión, mi destino y mi premio final en la eternidad.

Cristo es mi Dios. El Dios que encuentro por doquier: en una flor, en un amanecer, en mis hermanos,
en la Eucaristía; Cristo es el Dios mío, el amor mío, la gloria mía, la felicidad mía. Sólo Él existe en mi
camino; de Él vengo, hacia Él voy, y, cogido de su mano, camino por la vida hacia la patria celestial.
“Sólo Dios, hijos, sólo Dios; Dios sana las heridas más dolorosas, consuela las penas más profundas,
alegra los más tristes momentos de la vida. Dios comprende todo nuestro ideal, Dios embellece los
campos, y hace cantar a los pajarillos. Dios es el objeto digno de nuestro amor, es amigo, padre,
hermano; Dios nunca falta; Dios es fiel”.

Cristo es mi gran amigo: El amigo de mi alma; el amigo fiel de los días malos, y de los días felices. El

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que comparte conmigo su vida y su palabra y sus grandes anhelos, y el que alterna el amor de un
Dios con el de un pobre pecador.

Él es el gran amigo, yo el pequeño embustero; Él es todo, yo no soy nada; Él es la luz, y yo la


oscuridad; Él Dios, y yo su criatura; Él, el Señor, y yo su siervo. Pero es mi gran amigo: me lo ha
dicho, me lo ha demostrado: yo le importo, Él me busca, Él me quiere. Cristo es mi gran amigo. Yo
quiero ser su amigo, también, felizmente y para siempre.

Cristo es mi compañero. Siempre hemos caminado juntos, codo con codo, a veces cargándome,
cuando ya no podía seguirle. Él ha secado mis lágrimas, ha lavado mis pies polvorientos; mi dura
existencia se ha vuelto más llevadora por su dulce compañía. Hemos sufrido juntos todos los
Getzemanís y Calvarios. Yo he querido ayudarle con la cruz, pero ha sido Él quien se ha convertido en
mi gran Cirineo. Juntos también hemos vivido los triunfos de su Iglesia; juntos hemos caído en el
mismo surco, para también florecer juntos en esa Iglesia que es suya y es mía al mismo tiempo.

Cristo es mi Padre: la palabra grande que hace explotar el corazón del hombre y que enternece el
corazón de Dios. ¡Padre santo, Padre mío! Me das la vida, el cariño, la ternura del mejor de los
padres. Yo soy el hijo pródigo, pero el hijo amado, acariciado y protegido por mi Padre Dios.

“Te amo y me estremezco en mi pequeñez, porque me has amado desde el principio de todo tiempo,
con un amor determinado, personal, enclavado en un mundo sangrante, a pesar de la pobreza de mis
dones”. Padre nuestro, Padre mío que estás en los cielos y en mi vida, en mis dolores y alegrías,
sobre todo en mis dolores.

Cristo es mi grande y único amor: Hay en mi vida un gran amor, un único amor que se llama
Jesucristo; un amor más fuerte que la muerte, un amor que nació en la niñez, que creció incontenible
con el paso de los años hasta convertirse en la pasión de mi vida. ¿Quién me arrancará del amor a
Cristo? Y nos sigue diciendo este hombre santo: “Quisiera que Dios repitiera con ustedes lo que hizo
conmigo: pues antes de que pudiera defenderme contra el hechizo de su llamado, contra su amor
devorador, caí sojuzgado”.

Termina diciendo: Cristo es la única razón de mi existencia. Sin Él mi vida no tendría ningún sentido,
ninguna utilidad. La vida sin Cristo no me interesa, no me importa, no la quiero, no me sirve. Pero
con Él mi vida será llegar a un puerto deseado, una felicidad completa, una plenitud, una aventura
incomparable. La razón, el porqué de mi vida, de mis dolores, alegrías, triunfos, fracasos, incluso de
mi salud y enfermedad, se llama también Cristo. Él es la única razón de mi existencia.

Si Cristo es, de verdad, tu Dios, tu amigo, tu compañero, tu Padre, tu grande y único amor, y la única
razón de tu existencia, es que realmente lo conoces. ¿Quien te invita, pues? Este Jesucristo.

¿A qué te llama?, ¿a qué te invita? Aquí descubrimos, también, en la invitación lo más grande, lo más
maravilloso a lo que nos puedan invitar; me invita a realizar la empresa más grande: la conquista de
mí mismo y la conquista de los demás hombres, es decir, a ser santo y salvar almas.

No hay misión más alta, más bella, más entrañable que ésa.¿Qué quisieras haber sido tú a la hora de
la muerte? Porque, si estas cosas las dices hoy a la gente, se ríen de ti. ¿De modo que ser santo y
salvar almas es lo más importante en la vida? No me interesa.
En esta tarea de ser santos y salvar almas, han dado su vida los valores auténticos de la humanidad:
esos hombres y mujeres cuyos nombres están escritos con letras de oro en el cielo. Tú y yo tenemos
un puesto al lado de ellos. Muchos no comprenden esta misión y la dejan y la tiran. ¡Pobres
engañados!

Ojalá que no te pase a ti, porque puede ser que cambies algún día lo que vale por lo que brilla.

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¿Quieres buscar un dueño que te pague mejor? Serás grande si tú quieres, porque tienes la mejor
misión. ¿A quién vas a envidiar? El día que esos pobres que han dejado a Cristo, se enteren de lo que
se perdieron, no van a tener lágrimas suficientes para llorar su torpeza. Y, si ese pobre eres tú...
Recuerda que Cristo te necesita. ¿Cómo decírtelo?

En tercer lugar, vamos a pensar un poco en las condiciones que nos pone Cristo; dos condiciones
básicamente: La primera: seguridad en el triunfo; seguridad en el éxito: en tu éxito personal y
completo como hombre, como apóstol y como todo. El que sigue a Cristo fielmente, triunfa siempre
aún medio de los fracasos, es un hombre realizado, entero, feliz; como, por el contrario, el cristiano
que se busca a sí mismo siempre fracasa en medio de los triunfos externos. Pronto se queda sin Dios
y sin almas, y realmente su vida se convierte en una triste historia.

La segunda condición: Un premio eterno: “Vosotros que me habéis seguido, recibiréis el ciento por
uno en esta vida y luego la vida eterna”. Promesas dichas por Dios.

¿Has experimentado en esta vida el ciento por uno de lo que has dado? ¡Buena señal! Siempre sale
uno ganando. Y, total, ¿qué es lo que damos? ¡Qué poco inteligentes somos, porque nos fijamos en lo
que nos cuesta y no en lo que se nos da, que es infinitamente más! Pablo sufrió por Cristo cien veces
más que nosotros y fue testigo ocular del cielo, y no pudo decir más que esto: “Después de ver el
cielo, todo lo que se sufre en este mundo es nada, es juego de niños”. ¡Cuantos sacrificios haces a
veces por cosas que valen muchísimo menos!

¿Cuál será tu respuesta a ese Cristo? ¿Quién puede decir que no a ese Cristo con esas condiciones y
con esos regalos? Probablemente tú ya le has dado esa respuesta el día de tu bautismo, pero
conviene volvérselo a decir: “No me arrepiento de ese sí que te di un día; lo sigo diciendo cada vez
con más convencimiento, con más ganas, con más amor”. Y, si no he cumplido mi palabra, es tiempo
de renovar ese sí, de pedir perdón y volver a empezar.

Cristo espera tu respuesta. ¿Serás tú de los que algún día dé la espalda a Cristo? ¿de los que,
habiendo cogido en sus manos lo más grande, lo más grande del mundo, vayas a buscar otras cosas
en los muladares de este mundo? ¿Habiendo tenido las manos y el corazón de Cristo para ti, para
siempre, las vas a perder por cobardía o pereza? ¡Mira bien lo que haces, no te vayas a arrepentir!
Hoy todo es esperanza.. Cristo te ama mucho, lo sabe. Tú puedes; también lo sabes porque, cuando
te lo has propuesto, lo has logrado. Sabes que puedes. “Cuenta conmigo” o “sigue contando
conmigo.” es la única respuesta.

Yo quisiera continuar con este tema del llamamiento de Cristo pensando que Él te ama infinitamente,
personalmente, tiernamente, con hechos. Vamos a platicar de esto para que nuestra respuesta no
solo sea fácil, sino gustosa y entrañable.

Te ama infinitamente, siempre y sin medida: desde antes de nacer... y quiere seguir amándote por
toda la eternidad, a menos que tú claves un puñal en ese amor. ¡Te ama cuando le eres fiel y te ama
cuando le ofendes! Cuando estás alegre y cuando estás triste: más que un amigo, el más fiel de
todos; más que una madre, la mejor de todas. Más que un esposo... más que nadie, y eso no hace
falta decirlo, sino sentirlo; porque el día que cualquier ser humano, aunque sea el hombre o la mujer
más miserable, experimenta que Dios le ama más que nadie, su vida no podrá jamás ser la misma.

Te ama personalmente, como eres. Él comprende tu forma de ser; te ama como si fueras la única
persona en el mundo. Si existieras tú solo en el mundo, no te amaría más que ahora. A ninguna
persona ama en la forma particular en que te quiere a ti, porque no hay dos amores iguales.

Te ama tiernamente, delicadamente. ¿Quién ha curado las heridas de tu alma con más amor, con
manos más maternales que Cristo? Hablo de heridas, hablo de turbación, desaliento, pecado,

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desesperanza. ¿Quién te ha regalado la paz de la conciencia tras las buenas confesiones, tan dulce y
limpia como el cielo azul? ¿Quién te ha otorgado ese deseo tan grande y profundo de luchar por algo
en tu vida, de realizarte como el hombre o la mujer auténticos? ¿Nunca lo has sentido? ¿La gracia de
sentirlo cerca, presente como la fuente que apaga la sed, como el amigo que escucha, que
comprende, que perdona, que anima a seguir adelante?

Y es un amor demostrado con hechos, un amor de realidades. ¡Qué difícil es amar con realidades!
Pues Cristo te ama así.
Cristo te ha dado la Iglesia, esa madre que te ha regalado la vida, la gracia, la fe y los sacramentos;
recuerda que en el bautismo te hicieron hijo de Dios y heredero de una eterna felicidad. En la Iglesia
recibes el perdón, la Eucaristía, la bendición de tu amor humano.

El amor de Cristo con hechos: ¡ una cruz ! Sangre fresca que mana de su cabeza, de sus manos
benditas, de sus pies! Un río de sangre divina para purificar el río sucio y negro de tus pecados y
egoísmos.

Él mismo dijo: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos”. Ahí lo tienes en la cima
del Calvario, colgado de cuatro heridas abiertas en carne viva. La cabeza doblada hacia el suelo, la
cara ensangrentada que, para darle un beso, te mancharías de sangre. Aquellas manos que han
creado el mundo, las estrellas, los amaneceres y las flores; las manos que te han creado a ti, cosidas
con clavos a un madero; y esos ojos divinos, los más dulces, los más hermosos, los ojos que te han
mirado con más ternura, con más amor que ningunos otros ojos, ahora muertos. Ahora son los ojos
más tristes que se conocen.

Amor se escribe con sangre! Amor de realidades el de Cristo, amor tremendo, amor auténtico, amor
para ti, todo entero para ti. Infeliz, si no comprendes, si no correspondes a ese amor que jamás
encontrarás en nadie. Tú buscador, buscadora de amor, hambriento de amor. Si algo vas a darle, que
sea hoy ante la cruz.

Cristo te ama con realidades: La Eucaristía. El amor prisionero, el amor tras las rejas de la
indiferencia más aplastante y un olvido que no tiene nombre. Cristo esperando años, esperando siglos
a que tú vinieras a dirigirle una mirada, a dirigirle una palabra como ésta: “Te quiero, Señor; te
quiero mucho, te quiero más que a nadie”.

Podríamos decir que es la fiesta del amor todos los días del año, porque todos los días son días del
amor de Dios. ¿Vendrás a mirarlo? ¿Vendrás a decirle alguna palabra? ¿Cuantos regalos de índole
personal habría que añadir en tu vida? Cuantas veces de forma espontánea has tenido que decir:
“Dios me ha consentido demasiado!” que es como decir: “Dios te ha amado demasiado”.

Cristo espera de ti una respuesta, una respuesta de amor. ¿Un amor infinito? Es evidente no puedes;
pero sí puedes amarlo mucho más de lo que hasta aquí y hasta ahora le has amado. Un amor
personal: Si Él te quiere como eres tú, quiérelo como es Él. Un amor tierno, toda la ternura de tu
corazón que es grande. Y un amor de realidades. Amor con amor se paga.

Recuerdo, a este respecto, unas palabras que por venir de quien vienen -es decir de un convertido-
tienen una importancia especial: Decía así Giovanni Papini: “¡Jesús, Tú ves cuan grande es nuestra
pobreza. No puedes dejar de reconocer cuan improrrogable es nuestra necesidad, cuan dura y
verdadera nuestra angustia, nuestra indigencia, nuestra esperanza. Sabes cuanto necesitamos de una
intervención tuya, cuan necesario nos es tu retorno! Tenemos necesidad de ti, de ti solo, de ti y de
nadie más. Solamente Tú que nos amas puedes sentir hacia todos nosotros, los que padecemos, la
compasión que cada uno siente de sí mismo. Tú solo puedes medir cuan grande,
inconmensurablemente grande es la necesidad que hay de ti en este mundo, en esta hora del mundo.
Ningún otro, ninguno de tantos como viven, ninguno de los que duermen en el fango de la gloria,

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puede darnos a los necesitados, a los que estamos sumidos en atroz penuria, en la miseria más
grande de todas, la del alma, el bien que salva”.

Todos tienen necesidad de ti, incluso los que no lo saben, y los que no lo saben mucho más que
aquellos que lo saben. Tú sabes cuan grande es precisamente en estos tiempos la necesidad de tu
mirada y de tu palabra, tu sabes bien que una mirada tuya puede conmover y cambiar nuestras
almas; que tu voz puede sacarnos del estiércol de nuestra miseria. Tú sabes mejor que nosotros,
mucho más profundamente que nosotros, que tu presencia es urgente e inaplazable en esta edad que
no te conoce.

9o. Plática
Belén. ¿Quién tiene miedo de ir a visitar a un niño, aunque ese niño sea
Dios?

Tenemos que hablar ahora de los misterios de la vida de Jesús.

Precisamente para conocer nuestro modelo, entusiasmarnos con Él apasionadamente y decidirnos a


seguirlo.

Empezamos por su nacimiento en Belén, que es la primera etapa, maravillosa etapa, de un amor que
se encarna, que se hace hombre como nosotros y por amor a nosotros.

Como primera idea, pensemos que Él viene como redentor. Un redentor presupone que hay gente que
necesita ser redimida. La pregunta es, por tanto: ¿ Necesitamos nosotros un redentor? No me refiero
a los de hace dos mil años. Hoy, ahora, tú y yo, los hombres de hoy, ¿necesitamos un redentor?
Veámoslo, porque tú puedes decir: -Bueno, pues no tanto. Al fin y al cabo tengo substitutos, tengo
medicinas, tengo placeres, tengo otros elementos que hasta me gustan más...

Empecemos por ser sinceros ¿Estás espiritualmente enfermo? ¿De gravedad? ¿Te crees incurable?
¿Estás desengañado, insatisfecho, temeroso? -No siga, padre, que de todo tengo un poco-.

Entonces, ¿necesitamos o no ser redimidos, liberados de mil pecados, egoísmos, soberbia,


sensualidad, materialismo, etc., un largo etc.? Pues bien, hay que llevar ante ese Niño Dios todos los
pecados, preocupaciones, temores, tristezas, desalientos, caídas, desesperanzas. Para todo hay
perdón, para todo hay solución.

Cuando uno tiene una enfermedad, que supone grave, y va con un doctor, va sobre todo con la duda,
con el deseo de ser curado, pero con la dolorosa duda de si podrá curarlo el doctor. No todos los
enfermos que van al hospital o al doctor reciben la respuesta de que su enfermedad tiene remedio
sino, más bien, lo contrario: - Vamos a hacer lo que podamos-, que es como decir: “lo más seguro es
que no podamos salvarlo”. No hay que tener pena al ir con este médico que se llama Jesucristo,
porque es Dios, y puede curarlo todo y sabe curar todo, más aún: quiere curar todas tus
enfermedades, y, si fuera necesario, resucitarte, cosa que no puede hacer ningún doctor.

Vamos a Cristo Redentor. La pregunta es: ¿Tengo miedo? ¿Quién tiene miedo de ir a visitar a un niño,
aunque ese niño sea Dios? Está tan oculta su divinidad, su grandeza, sus rayos, que de verdad lo
único que produce ese niño Dios es ternura.

Dios es ternura, amor y acercamiento, por eso hay que aprovechar esa maravillosa fiesta de la

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Navidad para quitarnos los andrajos y quitarnos los años, y quitarnos la venda de los ojos, la
soberbia, y doblar la rodilla como lo hacen nuestros niños que no tienen pena de acercarse al niño
Dios. Desde mucho tiempo ñantes andan con la ilusión de prepararle una cunita en su alma para que
ese Niño Jesús esté contento.
Si en algún momento de la vida hay que ser niños y recuperar esa alma de niños es en esta fiesta de
Navidad. Acercarnos a Él, a ese Niño Dios y decirle: “yo te necesito”.
¡Te necesito a gritos! Porque vengo muy cansado de buscar por tantos caminos y no haber
encontrado. No he encontrado la verdad de la vida y de las cosas; no he encontrado el amor
verdadero y pleno. Sí un amor humano que de alguna manera me sirve de sostén, de apoyo, de
cierto consuelo; pero mi alma necesita más consuelo, más cariño, más amor que el que me puede dar
un ser humano. No he encontrado la felicidad. Y vaya si la he buscado por tantas sendas y caminos.
La felicidad que no lleva tu nombre es una mentira. Por eso, no he encontrado la felicidad verdadera
lejos de ti o al margen de ti. Y no solo yo; yo sé de miles de hombres que andan buscando locamente
eso que se llama la felicidad, y no la encuentran y no la encontrarán jamás hasta que se dignen
voltear la cara hacia ti.

¡Yo te necesito, Señor! Hay que pedir con fe y con la fuerza de la necesidad.

Recuerdo aquel cieguecito llamado Bartimeo que pedía limosna junto a un camino: verle la cara y
verle los ojos muertos era sentir una verdadera compasión. En cierta ocasión oyó mucho ruido,...
como de gente que pasaba, y preguntó: -¿Qué es?, ¿Qué es?- Y tenía muy atento el oído aunque no
veía. Y le dijeron:- Bartimeo, es que pasa Jesús-. Y ellos siguieron adelante como diciendo: -¡Ya
cállate, aguántate!- Pero él se dijo a sí mismo: “ es mi oportunidad, ahora o nunca”; y empezó a
gritar: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!

Así es como hay que pedir, como Bartimeo, como uno que está ciego, pues aunque no lo estemos
físicamente, podemos estar muy ciegos en el alma y vivir en tinieblas internas.

¿Cómo podía el leproso a Jesús la curación? Con pocas palabras, pero tan llenas de profundidad, de
sentido y de fe: ¡Señor, si quieres, puedes curarme! ¿Como lo pedía, sobre todo, la mujer Sirofenicia
cuando decía: “Cura a mi hija, que está endemoniada”? Él se hizo el desentendido. Y seguía gritando
y gritando detrás de los Apóstoles, hasta que éstos-y no precisamente por compasión- le dijeron a
Jesús: “ Cúrala ó cállala; ya nos tiene hartos”. Así habla el egoísmo, no la compasión. Y Jesús se
detuvo y le dijo: “No está bien, -se hizo el duro Jesús, la verdad no le salía-. Pero se hizo el duro para
probar su fe, y dijo: “ No está bien dar el pan de los hijos a los perritos”. ¡Imagínense! ¿Si esa
persona hubieras sido tú, y te hubieran llamado así? ¡No hubieras sacado el ladrido del perro:
hubieras sacado el rugido y la garra del león o del tigre para descuartizar a quien te lo hubiera dicho.
Y ella: ¡qué humilde, qué maravillosa mujer!: “Sí, Señor; es cierto lo que dices, pero también los
perritos comen las migajas que caen de la mesa de los niños. ¡Qué humildad, qué fe que a Jesucristo
le hizo exclamar en el acto: “Mira, mujer, por esa fe y por esa humildad tu hija ya está curada”!

¿Eres tú capaz de pedir como esa mujer, con esa humildad, con esa insistencia, hasta obtener lo que
pides? Cristo puede curarnos, esto lo necesitamos creer, necesitamos saberlo. Cristo puede curarte de
todos tus males, de esos males antiguos, de esos males que ya se han hecho viejos y que están como
las heridas purulentas, Cristo puede curarte de ese mal antiguo, puede convertir tu tristeza en
alegría, tu enfermedad en salud, tu desesperanza en una enorme confianza; puede convertir tus
tinieblas en luz. Cristo ha sido y es para millones de seres humanos el camino, la verdad y la vida. Lo
sigue siendo para millones, y para ti no lo es porque tú no lo quieres, porque no has ido a pedírselo;
pero todavía estás en el camino de la vida por donde pasa ese Jesús. ¡Grítale, como Bartimeo: “
Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!

Para todos los pecados, infidelidades y debilidades hay perdón; para todas dudas, problemas y
dificultades, los no puedo, hay respuesta y ayuda de parte de Jesús; para todas las ilusiones muertas

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¡Que fácilmente se mueren las ilusiones! Y así, se cree que la adolescencia es la edad para ilusionarte,
para soñar, y la edad adulta para desilusionarte, para ver cómo mueren una a una aquellas ilusiones,
aquellos amores de primavera. Así se piensa, por desgracia. Pues bien, con Cristo todas las ilusiones
buenas y sanas, aun las más sencillas, pueden resucitar. Yo soy la resurrección y la vida de esas
ilusiones; para ti hay solución: tú tienes solución, si te acercas a Cristo con fe. ¡Señor, si quieres,
puedes curarme! Cristo no solo puede, quiere curarte, redimirte. Para eso viene; viene a decirte con
un corazón humano que te quiere salvar, viene a decirte que te ama, que desea sertui amigo toda la
vida.

Realmente enternece el alma ver a ese Dios que baja a la tierra a compartir todo lo que es un pobre
ser humano. Viene a darte su amor divino, su cielo, su Madre, la Iglesia, los sacramentos; viene a
ofrecerte una vida mucho mejor de la que tienes, -porque tú te has resignado a la vida que tienes,
pero no es ésa la vida que quieres-, y que quiere volverte a dar. Cristo te ama, es tu amigo y, por
eso, quiere darte el regalo mejor, una vida infinitamente mejor. Viene a ser tu hermano, a ser un
ciudadano más entre los hombres.

Se dice en la Biblia que el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros: Puso su tienda entre las
nuestras. Se refiere a aquellos pueblos nómadas donde cada familia tenía su tienda. Pues bien, una
de las tiendas es la de Dios; de Dios que quiere estar entre nosotros como uno más y cuya tienda es
una de tantas de toda la explanada. Quiso venir a experimentar en carne propia lo que era pasar
hambre y frío, porque Dios nunca había pasado hambre ni había tenido frío ni había sabido lo que era
morir, hasta que un día, por amor a ti, por amor a mí, dijo: Voy a pasar hambre y voy a pasar frío,
incluso, voy a morir por amor.

¿Qué implicó en la práctica venir a redimirnos? Nacer como un gitano, pertenecer a la clase más
pobre, con todo lo que lleva consigo.Tú, aunque no seas muy rico, muy rica, has nacido con todo lo
que un niño necesita: con todo el calor, toda la ternura; tú no has nacido debajo de un puente o en
un cueva, como nació Dios.

Ganarse el pan con el trabajo de sus manos, cumplir Él mismo el castigo que un día impusiera al
hombre; porque un día le dijo en tono muy severo: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
¿Quién cumplió mejor el castigo que el mismo que lo puso? Es emocionante ver a ese Dios convertido
en un joven, en un adulto trabajando allí en Nazareth en un taller, con sus manos, sudando, haciendo
virutas, haciendo de carpintero, es decir ganándose el pan con el sudor de su frente.

Implicó el venir a obedecer durante 30 años a dos criaturas. ¡Qué difícil nos resulta a nosotros
obedecer! ¿Te obedecen tus hijos? ¿Obedeces tú a tus superiores? ¿Verdad que no queremos
obedecer? Dios vino a redimirnos con su obediencia de 30 años a dos criaturas. Por buenas que
fueran... Él era muchísimo más bueno porque era Dios.

Vivió de limosna durante tres años ¡De


limosna! Y, cuando uno vive de limosna, hay días que come y días que no come. Jesús supo de eso....
y alargó la mano en tantas casas, y a veces le ofrecían un mendrugo de pan que Él saboreaba, o le
daban con la puerta en la cara. Él mismo decía: “El Hijo del Hombre no tiene en dónde reclinar la
cabeza”. Verdaderamente espectacular para los mismos ángeles el ver a su Dios durmiendo en el
campo al raso, teniendo como almohada una piedra.

Significó recibir bofetadas, golpes, ser escupido, coronado de espinas -y se dice pronto esto-; significó
ser azotado y muerto en una cruz, como el esclavo más infame. Pero pensemos no en lo terrible del
sufrimiento sino en lo maravilloso del por qué y del por quién: por ti y por mí. Pensar en aquel Dios
del Monte Sinaí, el Dios de los truenos que espantaba a los pobres judíos, reducido a nada, a un niño.
Díganme si hay algo más frágil, más rompible que un niño; a eso se redujo el Dios de los ejércitos.

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Para ti la Navidad debe tener un significado muy especial: pide ser redimido, pide ser un hombre
nuevo, pero debes querer ser un hombre nuevo. Es el momento de reunir todas las fuerzas, toda la
ilusión, para comenzar el mejor año de tu vida. Edifica sobre las ruinas quizás, pero sin desalentarte.
Con la ayuda de ese Redentor puedes, sí puedes.

Desde esta Navidad, desde mañana, todo será distinto, todo en tu vida será mejor, más luminoso,
más alegre, más hermoso. Di que ya te hartaste de vivir como has vivido. Ahora empieza de otra
manera, comenza una nueva vida a los pies de ese Niño de Belén.

¿Quieres alinearte con las almas grandes? No quieres seguir formando parte del triste cortejo de las
almas cobardes, grises, mediocres; quieres resucitar, sentir en todo tu ser la vida, las ganas de vivir;
no te resignas a morir; quieres vivir, luchar, levantarte siempre. Todo esto te lo dice y te lo inspira
ese Niño Dios que te dirá, cuando sea adulto: “Soy la resurrección y la vida”. “Soy tu resurrección y
tu vida”. Vuelve a empezar, por tanto; ahora sí, sin permitirte cansancios, derrotas, desalientos;
porque eso, ya lo has visto, no te llena.

Brinda por ese Dios que no trae propaganda, palabras, promesas vacías, brinda por ese Redentor
que, frente a la grave enfermedad del hombre se arriesga a morir de esa enfermedad, y nos cura.
Brinda por ese Dios que sigue esperando en el hombre, que vuelve otra vez en esta Navidad a
invitarle a subir a la cumbre. Ese Dios, ese Redentor, ese Niño de Belén es tuyo.

Si alguna vez de niño, de joven o de adulto viviste una Navidad auténticamente feliz, en paz con Dios,
contigo mismo y con los demás, ésta puede ser igual o tal vez mejor. Y en este sentido les deseo a
cada uno de ustedes que están en estos ejercicios la verdadera Navidad, que es aquella en la Dios es
aceptado dentro de la propia casa.
Dios es para ti sólo esa noche, Dios es para ti solo toda la vida. En Navidad Cristo te tiende la mano
de amigo, de Redentor, de Padre. Cristo siempre estará contigo en las buenas y en las malas: “Tu
tierra será mi tierra, tu Dios será mi Dios, mi cielo será el tuyo”.

Salí por los caminos del mundo buscando un ser que me quisiera mucho, un ser que me quisiera más
que nadie. Lo encontré en una cueva, era un niño pequeño, eras Tú, mi Señor.

Tú eres mi amor largamente soñado, mi amor eterno, mi más grande amor. Dejé a la puerta del
portal todas mis cosas, dejé mi sucia vestidura, dejé todos los otros amores. Me pasé sin nada. Entré
en la cueva, tomé en mis brazos lo más grande que quiero tener, mi Dios y mi todo.

Me amaste, Señor, me quieres: Tú has apostado por mí todo: Tú mismo te has ofrecido. Hoy he
comprendido cuanto me quieres.

Yo que tantas veces he dudado, ya no dudo, Yo que tantas veces te he traicionado, ya no más. Yo
que mil veces me siento infeliz, turbado, angustiado, nunca más. Tú eres mi respuesta. Tú eres la luz
que ilumina mi senda. Tú eres desde hoy la alegría de mi corazón. Tú siempre estarás conmigo; yo
también quiero estar contigo. Tú me pides que sea santo; te lo prometo. Quieres de mí un apóstol, un
hombre de tu Reino, una mujer de tu Reino; aquí estoy.

La vida que repartí entre tantas criaturas, hoy es toda tuya. Ya no lloro, ya no temo al futuro: Tú eres
mi espléndido futuro. Desde que bajaste a la tierra, hiciste de la vida humana una aventura: ser
cristiano, ser un hombre, una mujer de tu Reino es una aventura apasionante. Y voy a hacer de mi
vida una aventura apasionante.

Al decirte que te quiero hoy como a nadie, te digo que quiero con la misma fuerza tus amores: Quiero
a tu padre, porque Tú me lo has dado. Quiero a tu madre que ya no solo es tuya; es mía también.
Quiero a la Iglesia como te quiero a ti, porque es una obra tuya maravillosa; quiero a las almas por

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que son tuyas y son mías, pues diste por ellas un precio muy alto. Si obras son amores, muy grande
debe ser tu amor por ellas.

Hoy entro en tu cueva; quiero arrodillarme junto a ti a reparar lo que ha sido mi vida. Tu pesebre, tus
pajas, hieren la carne muelle de mi sensualidad. Tu amor me golpea, tu amor me pone de rodillas.
¡Gracias, Amor! ¡Gracias, Jesús!

Y no quiero terminar sin dedicar una palabra al segundo personaje que interviene en este misterio:
María Santísima.

Un día... llamaron a la puerta de una casita de Nazaret. La niña abrió la puerta y escuchó al
mensajero que le pedía de parte de Dios: -“Se solicita una Madre para el Redentor de los hombres”.-
-¿Aceptas ser su madre?- San Bernardo nos pinta esta escena, diciendo: Alrededor de la casita de
Nazareth estaban todos los hombres, todos encadenados y todos condenados a la eterna perdición. Y,
al ver como ella reflexionaba prudentemente, le dicen: -¡Responde pronto, y estaremos libres. No
seas demasiado prudente, porque ahora urge la redención.- Y la respuesta fue: -“ He aquí la esclava
del Señor, hágase en mí según tu palabra “.- Y en ese momento, se cayeron las cadenas de las
manos y las cadenas de los pies y las cadenas del cuello. Y hoy te cantamos a ti, Madre bendita:
¡Gracias, Madre, por haber dicho que sí! Hoy todos los hombres agradecen ese sí que nos salvó de lo
peor. Yo me uno a ese coro de voces que claman: ¡Gracias!

Están tocando también a la puerta de nuestro corazón; Dios nos pide una limosna: Déjame nacer en
ti, encarnarme en ti; déjame vivir en ti, trabajar, amar a través de ti. Déjame seguir redimiendo a la
humanidad, a través de tu persona.

Hemos oído la petición de Cristo. Tu respuesta y la mía a Cristo, harán felices a miles, salvaran del
infierno a miles de almas. La felicidad del sí a Cristo y del sí a los hombres la experimentarás sobre
todo cuando Él te diga: ¡Gracias, siervo bueno y fiel! y cuando miles de almas te digan: ¡Gracias por
haber dicho que sí! Esas almas te dirán un día en el cielo: “Estamos aquí por que tú nos ayudaste a
salvar”

¡Gracias, Madre, por haber dicho que sí!, frase que en esta Navidad debemos repetir con mucha
frecuencia y con mucha gratitud.
Podríamos todavía seguir reflexionando en este maravilloso misterio de la Navidad, para aprender
otras lecciones, lecciones austeras y difíciles. Porque hay allí muchas ausencias. Jesús se dio el lujo
de no tener nada; dio un puntapié a todas las riquezas. Realmente Dios es un pobre mendigo. El
contraste brutal con nosotros:

Queremos vivir en la zona residencial, tener carrazos, tener tiendas, vaciarlas, tener los bolsillos
llenos de dinero; y, si no lo tenemos, seguimos con hambre y sed de más y más, nunca nos
saciamos. Jesús quiso compartir todas las miserias humanas –amar es compartir-, y todo ello para
enriquecernos con su pobreza. Y esa maravillosa pobreza del Hijo de Dios nos grita hasta qué punto
es verdadero el amor que nos tiene. No un amor de palabras, aunque fueran palabras hermosas, un
amor de realidades mucho más hermosas, porque las realidades son irrefutables, como lo es ese
amor de Jesús a nosotros. Nosotros no sabemos lo que es pasar hambre, ni pedir de puerta en
puerta. Cristo sí sabe lo que es eso, sabe lo que es sonrojarse y recibir un portazo, incluso un insulto
por amor a mí. ¿Me lo imagino pidiendo limosna por amor a mí? Y, cuando luego Él viene a pedirme
una limosna de amor, ¿cómo le respondo: “Mañana le abriremos, para lo mismo responder mañana”?
Puso su tienda entre las nuestras despojándose de su divinidad ¿Qué quedaba de ese Dios grandioso
en aquel pobre niño que se moría de frío en aquella cueva? ¿Que quedaba de aquel Dios? Se despojó
totalmente, y parecía un simple niño. Todo esto para enseñarnos que la riqueza verdadera es Dios, es
la vida eterna. Como diría más tarde a los Apóstoles: “Alegraos, más bien, de que vuestros nombres
están escritos en el cielo”. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? O esta

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otra: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.

Diría más tarde: “Bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados, felices”. Él vivió primero,
y más que nadie, la bienaventuranza de los pobres de espíritu, que consiste en estar desprendidos de
todo y poseer solamente una riqueza: Dios.
Esta es la felicidad de los pobres de espíritu, de la que saben muy poco o nada la mayoría de los
hombres, que nada más buscan tener, y poseer, y nunca se cansan de tener.

¿Quiénes son esos bienaventurados? Los que en Dios tienen toda su esperanza y no en las cosas del
mundo: El Señor es mi herencia.

Cuantas almas buenas y santas han caminado por esos mundos sin alforjas, sin dinero, sin dos
túnicas, apoyados únicamente en Dios, y son bienaventuradas. Les sobra felicidad para repartir. Yo
pienso, por ejemplo, en una Madre Teresa de Calcuta; la veo reflejada dentro de esta
bienaventuranza de los pobres de espíritu. Y ya ven que no sólo se ha ganado la simpatía de Dios sino
aun la simpatía de los hombres, porque cuando ella llegó con su monjas a hacer un convento,
ninguna puerta se le cerró, ni en Estados Unidos ni en Cuba, en ningún sitio. Es una felicidad ¡claro!
del otro lado, del otro mundo: es abrir la ventana maravillosa del más allá.

Decía San Ignacio. ¡Que pobre me parece la tierra, cuando contemplo el cielo! Apliquemos todo esto a
nuestra vida real. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo? Pienso en tantos hombres
famosos, ricos y millonarios que se mueren de tristeza. “Mi Dios y mi todo”: felicidad que no necesita
de compensaciones humanas ni de añadiduras substanciales.

El Dios que alegra mi juventud, y, al decir Dios, decimos también mi vida cristiana, mi trabajo
apostólico, mi vida familiar, matrimonial al estilo de Dios: me siento realizado, útil, feliz.

No aspirar a cargos, puestos, títulos y alabanzas; arrancar de la vida despiadadamente todas las
concupiscencias, la vanidad -¿presumir de qué?- la sensualidad y su secuela de vicios, como son la
pereza, la cobardía, la ambición de poseer cosas y más cosas. Nada tengo, nada es mío, todo es
prestado. “Quien a Dios tiene -decía Santa Teresa- nada le falta. Sólo Dios basta.”

Sería hermoso terminar con aquellas palabras realmente bellas y bien sentidas de San Francisco de
Asís. Aquí tenemos a uno de los pobres de espíritu que son bienaventurados, quizás a uno de los
mejores. Así le rezaba a Dios: “Señor, hazme instrumento de tu paz; donde haya odio, que siembre
tu amor, donde haya injurias, perdón; donde haya dudas, fe; donde haya desesperación, esperanza;
donde haya tristeza, alegría. Oh divino Maestro, concédeme que no busque ser consolado sino
consolar; no ser comprendido sino comprender; no ser amado sino amar, pues es dando como
recibimos, es perdonando como somos perdonados, es muriendo como nacemos a la vida eterna”.

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10o. Plática
La Samaritana. ¡Dame de beber! Dios tiene sed, y tú puedes calmar esa sed.

Todos conocemos aquel pasaje de la Biblia en que Jesús atravesaba Samaria. Era mediodía, y Jesús,
cansado del camino, se sentó junto al brocal de un pozo. Me imagino unos árboles gigantescos, que
daban un estupenda sombra, un pozo que se antojaba precisamente por el calor, por la sed que
sentía Jesús. Y, mientras sus discípulos iban a comprar de comer, Él se quedó allí sentado.

Aquí ya hay una aplicación a nuestra vida: Jesús sentado o, por lo menos, junto al camino de tu vida.
¿Cuanto tiempo te habrá estado esperando Jesucristo? ¿Para qué? Para que llegues, quizás, con tu
cántaro vacío. Todos los días vas a buscar agua como aquella mujer samaritana, una agua que,
quizás, no te llena, que no te sacia, más aun, que cada vez te deja mas sediento. Y ya sabes lo que
significa esa agua que no te quita la sed: son todas aquellas cosas materiales que no son Dios.

Cuando la samaritana, con su cántaro en la cadera o en la cabeza, se acercó al pozo, vio que había
allí un judío y, como no se trataban los samaritanos y los judíos, pensó tomar el agua, no dirigirle ni
una palabra y regresarse a la ciudad.

Por eso, Jesús comienza un diálogo difícil, pidiéndole: “¡Dame de beber!” La sorpresa fue mayúscula
en la cara de esta mujer. “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer
samaritana?” Esta expresión la podemos nosotros traducir de esta manera: “Mira, Señor, déjame
tranquilo tal como estoy. Puede que no ande muy bien, pero prefiero seguir así y no complicarme la
vida.

¡Dame de beber! Dios tiene sed, y tú puedes calmar esa sed. Jesús le responde: “Si conocieras el don
de Dios y quién te pide de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría agua viva”.

Si conocieras el don de Dios... Esta frase es muy profunda; quería decir: No conoces. De hecho, no
conocemos lo que significa ser cristianos; pensamos que equivale a cumplir una larga y pesada serie
de mandamientos, y no a vivir una entrañable amistad con Cristo, Dios y Hombre.

Consideramos el cristianismo una religión aburrida y sosa, y no algo interesantísimo, emocionante,


capaz de transformar a un hombre o a una mujer y de hacerlos profundamente felices y fuertes.

¿Cuándo llegará ese día feliz, en que conozcamos el don de Dios? Los que lo conocen, no lo olvidan
jamás. Como decía Charles de Foucault: “Desde que conocí a Dios, no pude menos que entregarme a
Él”.

“SI conocieras...” También Jesús nos dice esta expresión: Si conocieras quién es el que te pide de
beber. No conocemos a Cristo y, por eso, no lo amamos; le seguimos muy a regañadientes. Es
evidente que nadie ama lo que no conoce. A lo sumo conocemos a un Cristo de cartón, aprendido de
memoria, algo así como una pieza de museo, un Cristo aguafiestas, poco simpático; pero ese Cristo
que está en tu mente no existe, es falso; por eso no te mueve.

Ciertamente que el Cristo que arrastró a San Pablo, a Santa Teresa, a María Magdalena, a todos los
santos, no fue un Cristo de cartón, sino un Cristo vivo, el Cristo del Evangelio: Cristo, Dios y Hombre,
el que es la medida exacta de nuestras aspiraciones, que llena de felicidad, que le da pleno sentido a
la vida; un Cristo que es el ideal de la vida, y será algún un día el premio, nuestro premio eterno.

Ese Cristo se conoce o no hay nada que hacer. Cuando se conoce verdaderamente a ese Jesús, el
hombre o mujer más vulgares y miserables se transforman en santos. Ahí está María Magdalena, una

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mujer pública convertida en santa; ahí está Agustín, aquel hombre inquieto y vicioso que, al
convertirse dijo: “Tarde te amé, ¡oh Belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”. Como diciendo:
¡Lástima de haber perdido treinta y un años sin conocerte y sin amarte! O lo que decía el profeta
Jeremías: “Tú me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir”.

Jesús dice: “Si conocieras...pedirías, y Él te daría...” Le pedirías de rodillas, con lágrimas, con
angustia todos los días hasta alcanzarlo. Pero también se puede decir: Si no conoces, no pides, y no
te dan.

Él te daría agua viva... El agua viva significa todo lo más hermoso y todo lo más grande que podamos
tener en la vida: la gracia, la conversión, la salvación eterna y el sentido profundo de la existencia, la
felicidad verdadera. Todo esto te interesa, es lo más importante para ti. Pues bien, el te daría todo
esto, si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber.
Tu le pedirías a Él, y Él te daría esa agua viva. A mí me ha tocado en bastantes ejercicios espirituales
participar en experiencias de almas que han encontrado esa “agua viva” y así, por ejemplo, quiero
leer algún cuestionario de algunas de estas almas que han hecho la experiencia.

Por ejemplo la de este hombre, que escribe una carta a Dios: “Hasta dónde tuve que llegar para
voltear a ti. Cómo se necesitó me enviaras un mensaje tan marcado para que viera yo que lo único
verdadero y valedero en este mundo eres Tú. Cuando vi a mis ofensores dispuestos a matarme,
jamás pensé que allí estuvieras Tú. El llegar a mí en esa forma fue algo realmente muy difícil, muy
difícil de creer. En escasos dos minutos, lo que duró el atraco, descubrí el valor de mi existir, que no
había descubierto en treinta y un años de vida. ¡Cuantas cosas pasaron por mi mente, en esos dos
minutos! Nunca en tan poquito tiempo había pensado tantas cosas: el tambalear entre la posibilidad
de que me matasen o no, me golpearan, me hacieran esto o lo otro, y dependiendo de la decisión del
asaltante, mi existir estuvo en un hilo.

Después de que me asaltaron me quedo inmóvil con la ira y el coraje, maquinando cómo buscar a los
asaltantes y recuperar lo robado. Pasaban los días, y aumentaba cada vez más mi coraje, y aún no
volteaba a Dios, y, por fin, me di cuenta de que fue un pago exageradamente bajo lo que pagué con
lo que me robaron para voltear a Dios y convertirme al Señor, y ver lo que tengo que recuperar en
forma urgente, que es la vida de mi alma y mi paz con Dios.

Ahora doy gracias a las personas que me asaltaron porque me abrieron los ojos a una gran riqueza
que tenía guardada y que no se llevaron los rateros, que es mi alma viva y mi unión con Dios. Que
gracias a esos dos minutos de incertidumbre, pegaditos a poder morir, me cambió la vida; pues en
esos instantes vi que no estaba listo para encontrarme con Dios, pues mis cuentas eran únicamente
saldos rojos. Dios mío, yo sé que no permitiste que pasara nada más, porque algo quieres de mí. Y
porque seguro estoy de que me estás dando otra oportunidad de salvar mi alma, salvar la de mis
prójimos o la de quien tenga a mi alcance. Aquí estoy Dios mío, dispuesto a seguir tus pasos”.
Desde luego que no es nada fácil tener una experiencia de conocimiento de Dios en un atraco. Pues
bien, este hombre la tuvo.
Aquí tengo otro caso, es de una muchacha a quien su padre había decidido correrla de su casa. En
aquel retiro había pocas; y yo les dije que lo íbamos a suspender por esa razón; pero ellas me
insistieron tanto en que no lo suspendiera, que hicimos un trato: “Tomen el teléfono y, si logran
doblar el número - eran seis-, podremos tener el retiro.” En la vida he visto gente tan pegada al
teléfono y con tanta carga de motivación para invitar a otras personas. Resultaron ser más de veinte
niñas al final para el retiro.

Una de las que llegó venía acompañada de su mamá... llorosa, y me dijo: “Padre, a ver qué pueden
hacer por mi hija, porque mi esposo la quiere correr de la casa”. Yo le dije: “Ud. rece, y vamos a ver
qué sucede”.
Fue un retiro normal como tantos otros, en el que se habló de Cristo, del agua viva de Cristo, en

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concreto dimos esta meditación de la Samaritana, y aquí tengo las palabras del cuestionario de salida.

“Al salir de aquí me voy con una profunda paz espiritual, cosa que realmente me hacía falta; creo que
será inolvidable esta experiencia, pues Dios me llegó en el preciso momento, y he vuelto a creer en
Él.

Con respecto al fruto que me llevo, es el de haber podido tomar una resolución que me parecía muy
difícil o, más bien, imposible. No flaquearé en lo que he decido, pues El me brindó su ayuda y
realmente no puedo fallarle. Comenzaré una nueva vida. Yo sé que me va a costar; me voy a
tropezar con miles de obstáculos; me voy a enfrentar nuevamente a un ambiente horrible. Pero
lucharé por salir a flote. La forma en que Dios me ha tendido la mano me ha emocionado muchísimo,
y yo corresponderé a su bondad para conmigo siendo un ejemplo en todo lo que me ha enseñado.
Creo que es la mínima cosa que puedo hacer como muestra de gratitud. Me siento feliz por haber
vuelto a creer y por estar al comienzo del buen camino nuevamente”. Obviamente el papá de esta
niña nunca la corrió de su casa.

El te daría agua viva... Pero la mujer no era fácil de convencer ¿Dónde tienes esa Agua viva? Ella, la
Samaritana no lo creía, y tú tampoco lo crees, y por eso te pierdes lo mejor de tu vida. También
nosotros le decimos a Cristo: “¿Dónde tienes esa agua viva?, que equivale a decirle: ¿acaso si yo
cambio de vida, acaso si yo me hago más cristiano voy a ser más feliz? ¡No lo creo! Conozco lo que
me puede dar la vida, porque lo he palpado y experimentado, pero tu “agua viva” no la he probado.
¿En dónde está?”
La mujer añadió con una cierta ironía: “¿Eres tú más que nuestro Padre Jacob, que nos hizo este pozo
y del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?” Nosotros le decimos a Cristo: “¿Eres tú más
interesante que las cosas humanas, que los placeres, que las drogas, que la botella, que el dinero,
que la fama? ¿Ofreces cosas mejores que el mundo? ¡No lo creo! Porque el mundo me da diversiones,
pasatiempos, mil cosas, dinero, poder, placer. ¿Tienes tú algo mejor?”

Jesús podría haberle respondido que Él vivía antes que Jacob y que podría hacer mil millones de
pozos mejores que aquél. Pero se fue por otro lado, y le dijo: “El que beba de esta agua volverá a
tener sed, pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; en él surgirá un manantial,
una fuente que saltará hasta la vida eterna”. Palabras que dejaron pensando a la mujer.

El que beba de esta agua... ¿Qué significa? Que, si sigues viviendo como has vivido, seguirás
teniendo hambre y sed. Nada te calmará esa hambre ni esa sed. Así sucede con el pecado: uno va
feliz a su encuentro, se imagina que va a calmar su sed, la sed de sus pasiones. Pero, después del
pecado, ¿cómo se siente? Con la amargura dentro, el vacío, la tristeza y la desesperanza. El hastío es
el premio y el salario del pecado, porque es muy efímero ese placer del pecado.

Y Jesús dice. “ no tendrá sed jamás...” Una de dos: O es un gran mentiroso, y entonces dejémoslo en
paz, como a tantos y a tantos maestros de nuestro tiempo que nos prometen el cielo, y nos dejan
después un sabor amargo en la boca y en la vida, o realmente nos dice la verdad. Por si acaso, ¿por
qué no le damos a Jesucristo la oportunidad de demostrarnos que realmente tiene el “agua viva”?

Tú que le has dado la oportunidad a la botella, al sexo, a la droga, a la pachanga, al dinero, al poder,
¿por qué no le das a Jesucristo, al menos una vez, la oportunidad de que te hable, de que te haga
sentir y experimentar lo del “agua viva”? Los santos son los que realmente nos podrían decir qué es el
agua viva. Son los que la han experimentado, los que la han probado.

Pensemos en San Pablo: “Para mí el vivir es Cristo y el morir una ganancia”. Pensemos en estas otras
palabras: “Cristo es mi Dios, mi gran amigo, mi compañero, mi padre, mi grande y único amor y la
única razón de mi existencia”.

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Ante estas palabras de Jesús, parece que la mujer se ablanda un poco, porque le responde de esta
forma: “-Dame, Señor, de esa agua para que no vuelva a tener sed-.”Si conocieras, pedirías... Ya
está pidiendo. ¡Cómo han cambiado las cosas en el curso de la conversación! ¡Qué distancia desde
aquella pregunta displicente: “¿Cómo tú siendo judío, -un tú despectivo- me pides de beber a mí, que
soy una mujer samaritana?”, hasta esta petición respetuosa en que le llama “Señor”!
Es ya un alma abierta, dispuesta a la sinceridad y a la disponibilidad. Entonces puede hablar nuestro
Señor. Ojalá tú también tengas la sinceridad, costosa sinceridad, de decir a Cristo: Dame Señor,
también a mí de esa agua para que no vuelva a tener sed. Es verdad, Señor, que se vuelve a tener
sed, siempre que se bebe en otras fuentes. Por eso vengo en estos ejercicios a ti Cristo, sediento de
paz, sediento de amor, de felicidad, de vida eterna; y es una sed incontenible que me da fiebre.
Vengo cansado de buscar inútilmente por otros caminos. No he encontrado la verdad de la vida y de
las cosas. No he encontrado el amor verdadero ni el sentido de la vida ni la felicidad lejos de ti.

Aquí tengo otro testimonio, verdaderamente aleccionador, que les quiero leer: “Señor y Padre mío, te
doy gracias por haberte encontrado, por haber visto tu luz en mi camino que tan oscuro estaba, por
haber dado agua a mi alma que tan sedienta de amor estaba. Señor, te busqué muchas veces, y me
venía el desencanto, porque no buscada en donde debía. Puse mi amor en cosas y personas, y solo
vacío sentí. Pero Tú me diste la gracia de poder escucharte, decir mi nombre y seguirte; me quitaste
mi ceguera, y te encontré en mi corazón. Allí estuviste siempre, y yo no me di cuenta. Contesté a tu
llamado más tarde de lo que hubiera querido. ¡Cuanta soledad, cuanto resentimiento, cuanta falta de
amor, cuanta desesperanza, cuanta inseguridad, cuanto dolor y remordimiento me hubiera ahorrado!
Por eso hoy, Señor, te doy las gracias, porque, aunque sea al final de mi vida, Tú me esperaste para
que te siguiera; y no cambio mi presente ni mi radiante juventud por mis canas. Porque joven me
sentía más vieja que hoy. Porque hoy hay luz, esperanza en mi vida. Porque ya nada me puede
seducir, si no es tu amor tan fiel, tan grande, que me lleva a caminar junto a ti hacia el Padre. Mi vida
anterior no era vida, vegetaba, era espectadora de la vida; dependía mi risa y mis lágrimas de las
acciones de los demás, y yo no vivía. No tenia vida propia, pero Tú, Señor, no te diste por vencido y
volviste a tocar mi corazón, y por fin te escuché. Gracias, Señor”. Y añade al final: “Padre, si mi Dios
no me hubiera prometido la vida eterna, con esta paz y este amor que me da, me serían suficientes.”

Son palabras hermosas, palabras salidas del corazón, por lo tanto, verdaderas. Cuando hay esta
sinceridad con Jesucristo entonces puede ocurrir el milagro; puede surgir la fuente de “agua viva” en
este momento. Jesús le dice lo siguiente: parece como que cambia de conversación, pero ya veremos
que no: “Anda, llama a tu marido y ven acá”.

Cristo va al grano, a su problema, para darle solución. Era como decirle: “Mira, mujer, te voy a dar el
agua viva, como me lo has pedido, pero hay un obstáculo.” Y por eso toca el punto del matrimonio.
Ella dice: “No tengo marido”, y no añade más. Jesús le completa la situación: “Has dicho la verdad.
Has tenido cinco maridos, y el que ahora vive contigo no es tu marido”.

¡Qué ojos pondría la samaritana al escuchar estas palabras! En seguida añade: “Veo que eres un
profeta”. ¡Fíjense cómo ha cambiado de un tú despectivo a llamarle Señor respetuosamente; ahora
sabe que es un profeta, y aun queda más.

Ella, al sentir que le tocan el punto que le dolía, se cierra, y dice: “Señor, tengo una duda de fe.
Ustedes dicen que hay que adorar a Dios en el templo de Jerusalén, y nosotros aquí, en el Monte
Garizín - ¿Dónde hay que adorar a Dios?- Jesús mansamente le responde así: -“Mira, Dios está en
todas partes, y lo puedes adorar en el templo de Jerusalén, en este monte, en tu casa, en todas
partes.”-

Otra duda: -“ Yo sé que el Mesías está por llegar. Cuando Él venga, nos dirá todo lo que tenemos que
hacer.”-
Antes de amalizar lo que Jesús le contesta quiero explicar la manera como nosotros le decimos

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palabras parecidas: “Yo sé que mi vida no anda muy bien, y no precisamente en cuanto al
matrimonio, sino en otras cosillas... pero cuando venga el Mesías... Es decir: Mira, ahora soy joven;
ya asentaré la cabeza cuando me case. Y, si ya me he casado, pues ya asentaré la cabeza después de
muchos años, cuando sea abuelo, pero de momento, de momento, no! Sí voy a cambiar, voy a
hacerlo, pero ahora no!” Ese es el engaño con el que el demonio nos convence.

No nos dice: “No lo hagas”, sino simplemente: “Espérate un poco, no te lo tomes tan en serio; ya lo
harás, hay tiempo para todo”. Y te lo crees. Mientras tanto, él se da tiempo... y luego procurará que
sea un no rotundo a la gracia.

Ante este comentario de la mujer sobre el Mesías, Jesús le dice: “¿Quieres conocer al Mesías?” De
veras, cualquier mujer samaritana o judía quisiera conocerlo. Por eso, así termina la conversación de
Jesús con ella: “El Mesías es el que está hablando contigo”. Ella se quedó materialmente sin voz,
pensando: “Con razón se sabe mi vida, y conoce lo de mi matrimonio y todo lo demás. Y he estado
hablando con el Mesías, y no le quería dar ni un vaso de agua”.

Y ¿qué hace? Había ido por agua, y deja el cántaro en el pozo y corre, corre a la ciudad: Algo
urgente, importante, tiene que decir, y comenta a gritos a todas las personas: ¡Vengan a ver a un
hombre que me ha dicho todo lo que he hecho! ¿No será acaso el Mesías? Vemos cómo una persona,
cuando está convencida, arrastra y convence. No era ninguna santa, pero cómo hablaría del Mesías
que, efectivamente, se trajo a toda la ciudad. Y Jesucristo, que iba de paso, tuvo que quedarse dos
días con los samaritanos. Porque le suplicaron y lo consiguieron que les platicara de la Buena Nueva,
durante dos días.

Jesús lo hizo, además, con mucho gusto, porque el problema para Jesús no es que haya personas,
como tú y como yo y como otros que le digan: quédate, quédate con nosotros, platícanos, háblanos,
si a eso vienes. El verdadero problema está en cerrarle la puerta, en pasar de largo, en decirle: “no
nos importas, no nos interesas”.

Y se quedó el Mesías. Y oyéndole personalmente los samaritanos se entusiasmaron con Él, creyeron
en Él, y le decían luego a la mujer: “Ya no creemos por tus palabras, porque nosotros hemos oído, y
sabemos que El es el salvador del mundo”.

Pudiera ser que tu conversación con Jesucristo llegara, si le dejas, hasta ese momento, en el que tú
descubres en Él, al poseedor del “agua viva”, al que tiene en su mano tu felicidad, tu realización, tu
verdadera salud espiritual; que lo descubrieras como tu verdad, tu vida, tu camino y, entonces, harías
exactamente lo mismo: dejar el cántaro. ¿Qué te importa el cántaro vacío de la vida, cuando has
descubierto algo mucho mejor? Entre una vida que es más un sobrevivir que vivir y una calidad de
vida, uno escoge la calidad de vida. Y, si ve que Jesucristo es el que tiene esa calidad de vida, no se
le despega, le dice: “Quédate”, le dice: “Dame también de esa “agua viva” para que no vuelva a tener
sed”. Además de dejar el cántaro, tú también irías a comunicar esta experiencia a otras personas,
porque es una experiencia tan grande, tan hermosa, tan gratificante que no te la puedes quedar,
como ella tampoco se la pudo quedar, e irías a decir a muchos otros: ”Vengan, vengan, tuve esta
experiencia, ojalá Uds. también la tengan”.

Primero te mirarán como a un loco o a una loca; después te dirán lo mismo que le decían a ella. Ojalá
también me lo digas a mí:” Mire, padre, usted me entusiasmó con su charla, con sus reflexiones
sobre Cristo, pero ahora yo he escuchado su voz, he sentido su amor, he probado su “agua viva”, y
Cristo es todo lo que usted nos dijo y muchísimo más. Yo preferiría que me dijeran eso. No que yo les
he convencido, sino que ustedes se han convencido probando el “agua viva” de Jesús.

El día que tú conozcas así a Cristo, te pasará lo mismo: dejarás tu cántaro -¿qué te importa ya?- y
correrás a buscar a otros para que vayan a El.

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Tratemos ahora de explicar un poco qué significa el “agua viva” que en definitiva, no es otra cosa que
la gracia santificante: En primer lugar nos hacemos la pregunta: ¿Qué significa vivir en gracia de
Dios? ¿Qué es la gracia? ¿Cuál es la diferencia entre un cristiano que vive en gracia de Dios y otro
que está en pecado mortal? La gracia es una participación real de la naturaleza divina, algo que nos
diviniza y nos hace semejantes a Dios. Pongamos una comparación: un hierro metido en el fuego se
pone al rojo vivo: adquiere la forma de ser del mismo fuego. Pues bien, la gracia hace que nosotros
nos asemejemos a Dios y vivamos una vida parecida a la de Dios: Un injerto de la vida divina en
nosotros que hace circular la vida de Dios en nuestra alma. Si estás en gracia, circula en ti la vida de
Dios, tu alma tiene vida. Si estás en pecado, tu alma no tiene vida, no circula por ti la vida divina. De
ahí la inmensa diferencia que existe entre dos hombres de los cuales uno vive en gracia de Dios y el
otro no. Por fuera, quizás no se perciba mucho la diferencia, pero por dentro, en lo íntimo del alma, la
diferencia es total. Tú mismo puedes observar y sentir que eres bien distinto cuando vives en gracia
que cuando vives en pecado. Eres otro hombre, otra mujer La diferencia es tan grande como el color
blanco y el color negro, como la vida y la muerte.

¿Por qué tantos cristianos que no viven en gracia de Dios? ¿Por qué pierden tan fácilmente esa vida
divina? Porque no conocen su valor. Lo que no se conoce no se ama, no se valora. ¡Si conocieras el
don de Dios! Para un cristiano lo primero y fundamental es vivir en gracia de Dios, lo primero es vivir.
Sin esto seremos cristianos de carnet, de bautizo, de museo. El termómetro del verdadero
cristianismo es el porcentaje de cristianos que viven en gracia de Dios. Y, puesto que es una vida, la
gracia debe ser habitual, permanente, porque es vida. La gracia de Dios no es como un vestido de
bodas, que se usa un día y luego se guarda. Desgraciadamente muchos la toman así, como algo
extraordinario, y no debe ser : vivir en gracia de Dios debe ser lo ordinario y lo normal para un
cristiano, debe ser lo más común para ti. Lo extraordinario, lo raro, debe ser el pecado en tu vida.
Nunca debieras de cometerlo, pero, si tienes la desgracia de caer, debes liberarte de él cuanto antes.

Decíamos antes que no se estima suficientemente la gracia de Dios porque no se conoce bien lo que
es. Veamos ahora los efectos que produce en nuestra vida esta gracia de Dios.

¿Qué es lo que sucede en nosotros, cuando vivimos en gracia santificante? En primer lugar nos hace
hijos de Dios, nos eleva a esa categoría; y esto no es un decir, es una realidad. El evangelista San
Juan lo afirma rotundamente: “ nos llamamos y somos hijos de Dios”. Por eso podemos llamar a Dios
¡Padre! con toda verdad y con toda alegría.

En segundo lugar la gracia hace que habite en nuestra alma el mismo Dios. Cristo lo prometió
claramente: “ Si alguno me ama, que equivale a decir: si alguno vive en gracia de Dios, guardará mi
palabra, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada”. Decía San Pablo a los cristianos de
Corinto: “¿ No sabéis que sois templos de Dios, y que el Espíritu Santo habita en vosotros?”
Cuando un cristiano toma conciencia de esta realidad, respeta su cuerpo y el de los otros, porque se
considera a sí mismo y a los demás como templos vivos donde habita Dios. El pecado es una
profanación de ese templo.

La belleza de un alma en gracia de Dios es maravillosa; mucho más grande que la belleza del cuerpo.
A veces van juntos la belleza del cuerpo y la belleza del alma en la misma persona, pero con
frecuencia a un rostro hermoso no corresponde un alma en gracia de Dios, y entonces la misma
belleza humana pierde categoría, se desfigura, porque unos ojos tristes, los ojos de un alma en
pecado, no pueden ser unos ojos hermosos. No podemos dejar de traslucir hacia fuera lo que
llevamos dentro. El que lleva a Dios dentro de su alma lo irradia, lo exterioriza, se nota; y se nota,
también, cuando Dios está ausente de nuestro corazón. Se suele decir que los ojos son la ventana del
alma, y es muy cierto: Unos ojos limpios, puros, alegres hablan de Dios, del Dios que está dentro.
Unos ojos tristes, cansados turbios, dicen que les falta Dios.

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La gracia -decíamos- nos hace hijos del Padre celestial y templos vivos de Dios. También nos hace
amigos de Cristo y ¡qué amigo es Cristo! Cristo es el amigo fiel, el amigo que perdona, que olvida y
rehabilita. Cristo nunca traiciona, es siempre fiel. Y Cristo no roba a nadie, ni a los jóvenes ni a los
adultos, como algunos piensan, nada de lo que hay de grande, de noble y hermoso en la juventud y
en la vida. ¡Todo lo contrario! Cristo sólo nos prohíbe hacer lo que es para nosotros positivo mal;
Cristo te dice: “No peques, porque serás infeliz”. Cristo no te prohíbe que ames; te pide que ames de
verdad, que te diviertas sanamente, que busques la verdadera felicidad.

Solamente quien es amigo de Cristo, puede encontrar el auténtico amor y la única felicidad
verdadera. Porque Cristo es el hombre perfecto al mismo tiempo que es Dios.
La gracia de Dios nos hace también herederos del cielo con Cristo: El que vive en gracia de Dios está
con un pie en el cielo.

Bastaría un empujoncito para entrar; tenemos el boleto de entrada. Si en este momento estás en
gracia de Dios, piensa que el cielo es para ti. Si Dios te llama, allá vas con toda seguridad; pero, si
estás en pecado, piensa que el cielo no es para ti, mientras no recuperes la gracia de Dios. Un
hombre que vive habitualmente en pecado, se puede decir que prácticamente está condenado, que ya
vive en el infierno, que su lugar está allí; sólo le falta entrar. La muerte fija definitivamente la
posición que se tiene en ese momento. Estás en gracia de Dios: estás definitivamente salvado.
Mueres en pecado mortal, estás definitivamente condenado. Ya no se puede cambiar de rumbo: por
toda la eternidad seguirán así las cosas.
De ahí la gran pregunta que debes hacerte a ti mismo. ¿Estás en gracia de Dios? ¿Si? ¿No? Si tienes
que responder que no, tu negocio principal anda mal. Y ¿de qué me sirve que todas las demás cosas
vayan bien? “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo? -dice Jesús- si al fin pierde su alma?”

La gracia de Dios nos hace capaces de adquirir méritos sobrenaturales; en pecado no se puede
merecer nada, no hay entradas.

Aunque hagas cosas buenas, no te sirven de nada, porque estando en pecado no puedes merecer
nada delante de Dios. Por eso, ¡cuantas páginas en blanco, quizás, cuantos días de tu vida
desperdiciados en los que no ha entrado en tu alcancía sobrenatural ningún mérito! En gracia de Dios
todo lo bueno que haces te sirve para merecer, te hace espiritualmente millonario. Aún las cosas más
ordinarias, tales como el comer, dormir y el descansar son fuente de méritos incontables. ¡Qué bien
entendía esto aquel anciano que, cuando le preguntaban cuantos años tenía, daba como respuesta:
”Tengo cinco años”, pues el resto de su vida la había pasado en el pecado. Aquí lo importante es que
la vida se vive una sola vez. Una vez se vive la niñez y la juventud, y el tiempo para merecer es bien
corto. Los años pasan demasiado veloces. Aprovechemos el tiempo para que no nos suceda esa
terrible cosa de llegar a la hora de nuestra muerte con las manos vacías.

Muchos podrán decir: “Eso de vivir en gracia de Dios es muy hermoso, muy grande, pero es una
utopía, eso es imposible”. Para responder a esta dificultad bastaría con saber que hay muchos
cristianos que viven habitualmente en gracia de Dios: Hay hombres, mujeres, niños, muchachos,
muchachas que viven habitualmente en amistad con Dios. Si ellos pueden, quiere decir que se puede.
Si ellos pueden, ¿por qué no vas a poder tú? Ciertamente quien vive alejado de los sacramentos,
quien casi nunca se confiesa ni comulga ni va a misa, quien no sabe o no quiere sacrificarse un
poquito, no lo puede conseguir. Pero, en este caso, no digas que no puedes, sino que no quieres.

Es difícil, pero en gracia de Dios se vive mejor. Lo que vale cuesta. Y, porque somos débiles, podemos
caer. Pero es propio del que cae levantarse. Lo importante es no seguir tirado en el suelo.

He aquí unas reflexiones en torno a la vida de gracia santificante, en torno a la realidad más grande y
hermosa que se puede vivir en la tierra. Eres y te llamas hijo de Dios. Dios vive dentro de ti mismo
como en su propia casa. Sí, tu cuerpo es un templo vivo donde habita Dios. Eres amigo del mejor de

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los amigos, de Cristo. Tu patria y tu tierra es el cielo donde vivirás feliz eternamente. Todas las cosas
que haces en tu vida diaria son una fuente incontable de méritos sobrenaturales; todo esto porque
vives en gracia de Dios. Si vives en pecado mortal te pierdes todo esto; si recuperas la gracia de
Dios, recuperas todo esto. ¿Estarás perdiendo miserablemente los años de tu vida? ¿Estarás ganado
todo el mundo, y perdiendo tu alma? Y Dios ha dicho: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el
mundo, si al fin pierde su alma?”

11o. Plática: La Eucaristía


¿Como hubiese amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo?

Viendo Jesús que le quedaban pocas horas, menos de un día, se apresuró a hacer su testamento,
que comienza con aquellas palabras de Juan: ¿Como hubiese amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo?. En menos de un día iba a darnos la Eucaristía y el Sacerdocio, su
Madre, su vida y su preciosa sangre.

Cristo quiso amarnos como Él sólo puede hacerlo, a lo divino, con toda su potencia, con toda su
grandeza, olvidando que íbamos a ser ingratos, infieles, cobardes y aún traidores.
Nos dio todo. Es importante reflexionar en esto a la hora de decir: ¿qué le voy a dar yo a Jesucristo?
Se trata de dar a Dios, a un Dios que a mí antes me ha dado todo.

La Eucaristía es una triple donación de Dios a nosotros :


1. Se nos da como Víctima.
2. Se nos da como Pan de Vida.
3. Se nos da como Compañero de camino.

Vamos a reflexionar un poco juntos sobre estas maravillosas verdades:


Primero: Se nos da como Víctima. Como víctima perenne de nuestra redención. Recordemos la
escena verdaderamente dramática del sacrificio de Isaac: Su padre Abraham, el hombre de fe y el
hombre obediente, había recibido el encargo de Dios de sacrificar a su hijo, su único hijo que había
nacido de manera milagrosa, y que era el único heredero, heredero de una descendencia más grande
que las estrellas del cielo y que las arenas del mar. Dios parecía contradecirse. Sin embargo este
buen hombre, hombre de fe, tomó un burrito, dos siervos, la leña, el fuego, el cuchillo y se fue con su
hijo rumbo al monte Moria.

Mientras caminaban, el muchacho, que no era tonto, preguntó: -¿padre, tenemos todo, pero nos falta
una cosa -y esa cosa era la más importante - ¡nos falta la víctima! Abraham, comiéndose las
lágrimas, dijo: -Dios proveerá la víctima, hijo mío. Y siguieron adelante. Cuando ya estaban en la
falda del monte, dejó al burrito, a los criados y subió solo a la montaña llevando el fuego, el cuchillo y
la leña a espaldas de Isaac.

Al llegar a la cima, apiló una piedras en forma de altar y ahora sí se dirigió a Isaac; le ató las manos y
los pies como a un corderito, lo puso sobre el altar y tomó el cuchillo para degollarlo. Él ya veía el
cuchillo clavado en el cuello de su hijo, veía brotar la sangre... En ese mismo instante le llaman: -
¿Abraham, Abraham?-, y él responde: - Aquí estoy-. Dios le dijo: -¿Has sido realmente muy
obediente, no le hagas daño al niño?-. Y encontró un carnero enredado en las zarzas y fue la víctima
del sacrificio.

Pues bien, el cuchillo que Dios no quiso que Abraham clavara en el cuello de Isaac Dios permitió que
lo clavaran en las manos, en los pies y en el corazón de su propio hijo. Y eso por amor a nosotros y
por nada más. Ahí podemos adivinar hasta dónde llega el amor de Dios a nosotros.

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Ir a la misa es ir cada día al Calvario para ver cómo un Dios muere por los hombres: por ti y por mí.
Por eso, el ir a misa o el no ir a misa tiene este significado: yo sé que Dios ha muerto por mí, o yo no
sé que Dios ha muerto por mí.

Todos los días tenemos que ser redimidos. Tenemos que ser redimidos de nuestra soberbia, egoísmo,
sensualidad y mil cosas más. Ir a la misa significa ir a pedir esa redención a Cristo.
Si yo en el Calvario o en la última cena no hubiera sido un indiferente, no debo serlo en la Eucaristía,
en la misa, ya que se trata de lo mismo.

Se nos da como Víctima perenne. Es decir, Jesús se está ofreciendo al Padre todos los días en mi
lugar como una víctima que asume lo que yo debería sufrir; todos los castigos, todas las penitencias
que yo debería asumir, Él las toma sobre sí. Dios cargó sobre Él nuestros dolores, nuestros
sufrimientos, nuestros pecados, más aún, según la Biblia dice: Dios lo hizo pecado por amor a
nosotros.

En segundo lugar: Se nos da como Pan de vida. Eso es la Eucaristía: Un Dios que se regala como
se regala un pedazo de pan. Cristo nos vio, y nos ve, y tal vez nos seguirá viendo con hambre, mucha
hambre y sed. Hambre y sed de felicidad, de vida, de paz y de amor. Hambre, también, de cambiar,
de ser fiel, de ser distinto. Entonces pensó: ¿Necesitan un pan espiritual, un pan especial, y, si yo
me hago ese pan, calmarán su hambre de todo?. Y así, Cristo es la vida, y comemos la vida; Cristo
es la verdad, la felicidad, la paz, y, al comerlo a Él, comemos la vida, le verdad, la felicidad y la paz.

Tenemos todo en ese pan de la Eucaristía, pero hay que tomarlo con fe. Yo preguntaría a tantos
jóvenes y adultos hambrientos, angustiados, desesperanzados, buscadores de la verdad, del amor y
de la felicidad: ¿Dónde van a buscar eso que necesitan? ¿Por qué no le dan a Cristo Eucaristía la
oportunidad de que realmente sacie su hambre y su sed? Porque Él nos dijo: ¿Venid a mí todos los
que andáis fatigados y agobiados por la carga, y yo os aliviaré?.

¿Creemos, o no creemos en esas palabras de Dios? Porque, cuando nos sentimos enfermos, vamos al
médico; cuando tenemos hambre, vamos a buscar pan; cuando tenemos sed, vamos a buscar agua.
Y, cuando en el alma sentimos hambre y sed, ¿a dónde vamos? ¿a Jesucristo? ¿a ese Pan de la Vida?

¿Qué es el Sagrario para ti?, ¿qué sacas de allí?, ¿sacas paz, energía, valor, amor, celo apostólico?
Uno podría decir, si ha comulgado el día de hoy, si de veras he recibido ese Pan de Vida ¡qué
felicidad, qué fuerza y qué horno de amor!

En tercer lugar: Jesucristo se nos da en la Eucaristía como Compañero de camino. Recordemos


aquel pasaje de los dos discípulos de Emaús que se iban de Jerusalén a su pueblito, tal vez con la
convicción de que no había ya nada que hacer. Regresaban a lo de antes, regresaban a su vida
antigua. Y, de pronto, un caminante se les acerca, un caminante que no quería, no permitía que lo
reconocieran; era Jesús. Comienza una conversación más o menos larga, un poco difícil al principio,
porque hasta le dicen: ¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha pasado en Jerusalén? Y Él
pregunta: ¿qué?, ¿qué ha pasado? Después... les explica con la Biblia en la mano todos los pasajes
que se referían a Él; dando obviamente a esta explicación un calor, una vitalidad que tuvo efecto.

Cuando ya llegaron a Emaús, Jesús hizo ademán de seguir adelante, como queriendo decir: ¡si me
necesitan, díganmelo! Entonces le dijeron: ¡Quédate con nosotros! Lo invitan a cenar. Y a lo que voy
es a esto, que cuando están cenando, Él permite que lo reconozcan: se les abren los ojos, y en ese
momento desaparece. La frase en la que me quiero fijar ahora es ésta, la que dijeron ellos: ¿No ardía
nuestro corazón mientas nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? Eso es lo que pasa
con los cristianos, con las personas que tienen fe en la Eucaristía, en los que saben reconocer que en
el camino de su vida nunca van solos; Jesús va con ellos. ¡Yo estaré con vosotros todos los días hasta

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el fin del mundo!

La vida puede ser dura, puede tener muchas lágrimas, muchas amarguras, mucho sufrimiento, pero
es muy distinto sufrir solos que sufrir con Jesús; es muy diferente caminar solos por la vida que
caminar codo con codo con Jesús de Nazareth; su presencia transforma el mismo sufrimiento en una
cosa distinta. Pero muchas veces nosotros nos empeñamos en caminar solos por la vida; nos
hacemos una vida amarga, dura, demasiado difícil, y Jesús nos podría decir:
¿No estoy yo aquí? ¿por qué no me llamas? ¿por qué no crees en Mí?
¡Venid a mí todos: los leprosos, los tullidos, los endemoniados!. Todos cabemos ahí. ¿Pero, dónde
estás, dónde das cita? Y Él nos dice: ¡En todos los Sagrarios del mundo!- En tu parroquia, de día y de
noche, sin horas de citas, con ganas enormes de darnos lo que nos ha regalado a precio de su sangre.

No cabe duda que se le queman las manos y el corazón por ayudarnos. Ojalá que vayamos muchas
veces, aunque sea con el alma destrozada, tristes, cansados, y sepamos hallar allí la paz y el
consuelo prometidos.

El que queda más contento es Él, porque Cristo encuentra su felicidad en curarnos, en salvarnos, en
darnos la paz. ¡Hagamos feliz a Cristo! Podemos entristecerlo o alegrarlo, si vamos a Él con fe, o si
huimos de Él como el joven rico. Zaqueo hizo feliz a Jesús en día de su conversión; María Magdalena
hizo feliz a Jesús el día de su cambio de vida. El Hijo pródigo hizo feliz al Padre Celestial, al regresar;
pero el joven rico lo puso muy triste. Cuando tú te vas, ten la certeza de que Jesús llora, y, cuando
regresas, ten la certeza de que Jesús está muy contento.
Pensemos, por otra parte, en aquellos que no vienen a la Eucaristía. ¡Cuantos hombres infelices,
desgraciados, desesperados, cuantos jóvenes, sobre todo, que están en la primavera de la vida, y
están viviendo la crueldad y la dureza de un invierno! Estando el remedio tan cerca. La fuente a unos
pasos, y morirse de sed. Además, siendo tan fácil, porque ¿qué hace falta para acercarnos a Cristo en
la Eucaristía? Tener un alma dispuesta, ser humildes, un precio bastante pequeño.

Es necesario llegar a ese Cristo, a ese compañero de camino y decirle desde el corazón: ¡Tengo un
hambre y una sed incontenibles. Vengo cansado de buscar por mil caminos... No he encontrado paz,
ni amor verdadero; no he encontrado sentido a la vida... lejos de ti. Y tú has dicho que eres el
camino, la verdad y la vida ¡Por eso vengo a pedirte ese maravilloso Pan de tu Eucaristía, quiero
comer de ese pan para encontrar la paz, la vida verdadera, el amor y la felicidad auténticos! ¡Señor,
danos siempre de ese pan y acompáñanos siempre en nuestro caminar!.

Decíamos, entonces, que Jesús se nos da en la Eucaristía. El amor es entrega; por tanto, en la
Eucaristía encontramos el amor perfecto de Dios que se nos da bajo esa triple realidad. Se nos da
como una Víctima que sufre en nuestro lugar. Como un Pan de Vida que tiene todos los sabores y
todas las virtualidades para saciar el hambre y la sed. Se nos da como ese compañero de camino,
maravilloso compañero que transforma nuestra vida en algo digno de vivirse a pesar de los
sufrimientos y a pesar de las dificultades.

Sigamos reflexionando sobre esto: Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó
hasta el extremo. Los suyos entonces eran los que le veían: Juan y Pedro y los demás compañeros.
Hoy los suyos somos tú y yo, todos nosotros; por lo tanto: ¡Habiendo amado a los suyos, es decir, a
los que hoy están en el mundo, los ama hasta el extremo!. Esto es la Eucaristía: el amor de Cristo
hasta el extremo para ti, para mí, durante toda la vida. Porque la Eucaristía es poner a tu disposición
toda la omnipotencia, bondad, amor y misericordia de Dios, todos los días y todas las horas de tu
vida. En cada sagrario del mundo Cristo está para ti todos los días de tu vida. Según sus mismas
palabras: ¡Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo!. Al decir con vosotros, es
decir contigo, conmigo.
El sol no te alumbra o calienta menos a ti cuando alumbra o calienta a muchos. Si tú solo disfrutas del
sol, o hay millones de gentes bajo sus rayos, el sol te calienta lo mismo... te calienta con toda su

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fuerza.

Así, Cristo se ha quedado solo para ti en la Eucaristía, como si tú solo lo visitaras, tú solo comulgaras,
tú solo asistieras a la misa. Allí esta, pues, Cristo, medicina de tus males; pero pide como el leproso:
¡Señor, si quieres, puedes curarme!. Pide como Bartimeo: Hijo de David, ten compasión de mí. Pide
como el buen ladrón: Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino. Allí está a todas horas, solo
para ti, el único bien verdadero, el único bien perdurable, el único amigo sincero, el único amigo fiel;
el único que nos tiende la mano y nos ayuda y nos ama en la juventud, en la edad madura, en la la
vejez, en la tumba y en la eternidad. Cada uno tiene sus problemas, fallos, miedos, soberbia... tráelos
aquí; verás cómo se solucionan. Cristo tiene soluciones.

¿Quieres, necesitas consuelo, fortaleza, santidad, alguna gracia en especial? Sólo pídela con fe, y no
tengas miedo de pedir milagros, porque todo es posible para el que cree.

Jesús ha querido quedarse en el Sagrario para darnos una ayuda permanente. Quiero citar aquí unas
hermosas palabras de un hombre santo que comienzan así: Les invito a abrir el Evangelio y a
descubrir eso que Cristo quiere ser para ustedes, Él quiere ser tu amigo, tu compañero, tu vida, tu
camino... Vamos a detenernos en cada una de estas expresiones:
El quiere ser tu amigo. Como lo fue de Cleofás y de su compañero. Nosotros buscamos estima...
nadie nos estima como Él. Buscamos aplauso. ¿Quién nos aplaude más que Él? Buscamos, sobre
todo, afecto; nadie nos ama ni nos amará jamás como Jesús. ¿No ardía nuestro corazón...? Es
necesario que tú digas lo mismo, ¡que sientas lo mismo! Como Cleofás y su amigo. Claro que es un
amor que nos eleva, es un amor que no nos deja en paz, porque no exigir de la persona amada que
sea lo mejor que puede ser sería indiferencia, lo contrario del amor. Por eso, unos padres que aman
de verdad a sus hijos no se conforman con que éstos sean unos mediocres, o que lleven unas
calificaciones de cincos o seises; quieren dieces, a pesar de que son unos padres imperfectos. Dios,
que es el verdadero Padre, el mejor de todos, no puede conformarse con tener unos hijos mediocres,
y por eso nos pide, nos exige el diez, es decir, que seamos santos.

Él quiere ser tu compañero. No es lo mismo trabajar por Él, que trabajar con Él. Y así, en la vida o en
el apostolado o en el trabajo estamos juntos. Y, además, nos da otra compañía, la de su propia
Madre. ¿No le decía Ella a Juan Diego? - ahora San Juan Diego- ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?
Palabras dichas a él y palabras dichas a cada uno de nosotros, palabras dichas a ti... Si Ella es
también llamada causa de nuestra alegría ¿realmente lo es? ¡Qué hermosa realidad! ¡María, causa de
nuestra alegría! ¿Por qué? ¡Porque nos ha dado la gran razón de la felicidad que es Jesús!

Él quiere ser tu vida. La vida es entusiasmo, amor, felicidad, ideales, triunfos, satisfacciones,
juventud perenne. Él quiere ser todo eso para ti; Él tiene todo eso en la Eucaristía... Si, por falta de
fe, no lo crees, un día te arrepentirás terriblemente por no haber hecho la prueba, únicamente porque
hay gente que dice: ¿Qué vas a encontrar ahí?, o porque tu imaginación te pinta que ni en la misa, ni
en la Eucaristía, ni en Jesús vas a encontrar esas cosas. Entonces, cuando veas que Jesús pudo haber
sido todo eso para ti, y tú te lo negaste, vas a llorar a mares...

Él quiere ser tu camino. El camino en la vida. ¿Qué significa esto? Todos queremos ser alguien,
realizarnos, valer para algo, hacer grandes cosas, ser líderes. ¿Cómo lo lograremos? Con aquella
invitación de María en las bodas de Caná: Haced lo que Él os diga. Yo no sé si los siervos se dieron
cuenta de lo que estaban haciendo, pero obedecieron. Haced lo que Él os diga. ¿Qué les dijo? Traigan
el agua, llévenla al mayordomo. Obedecieron. De esta manera se resolvió el gran problema: porque
en una boda en la que falta el vino ¡se acabó la fiesta! Pues bien, el mejor vino del mundo se bebió en
aquellas bodas de Caná. ¿Por qué? Porque siguieron el consejo: Haced lo que Él os diga.

Él quiere ser tu verdad. La verdad de la vida y de las cosas, es decir, el sentido, la razón y la felicidad
de tu vida. Mi vida -puedes decir- tiene una verdad, voy rumbo al puerto; mi vida tiene frutos, tiene

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realizaciones tiene plenitud. Eso significa que Jesús quiere ser tu verdad. ¿Cuántos nos llenan la
mente, el corazón y la vida de mentiras? Jesús es la verdad, tu verdad.

Él, además, quiere ser tu resurrección. Resurrección de todas las ilusiones muertas o moribundas;
también en el aspecto humano o intelectual: Todo lo que es digno se estar vivo, Jesucristo lo
resucita. Soy la resurrección y la vida... pero no en abstracto: ¡es tu resurrección y tu vida!
Resurrección de los grandes ideales y metas de la vida. Cuantas veces los hemos tenido, nos han
ilusionado, han tirado de nosotros, y un día los hemos matado y hemos dado la espalda a esos
grandes ideales. Jesús resucita esos ideales.

El quiere ser, también, tu alegría. La tristeza no es cristiana, la amargura y el desaliento tienen otro
dueño. Por eso, tu tristeza y amargura son la cadena que te tiene amarrado al demonio. A Cristo le
gusta abrir jaulas, romper cadenas, abrir puertas de cárceles, tender puentes en el abismo. Decía una
vez un alma: ¡He encontrado a Cristo y por tanto la alegría de vivir! ¡Qué bien dicho y qué bien vivido
por ella! ¡A qué poco sabe el mosto y la cerveza al lado de Cristo!
Él quiere ser amor, tu amor. El deseo más fuerte del hombre: amar y ser amado. En el cielo este
anhelo se convierte en éxtasis. Por la calle y por la vida pasan amores que acalambran por unos
segundos, amores que engañan, que prometen la felicidad total, y te dejan con unos pétalos
marchitos en las manos. Cristo es el amor eterno que te ama desde siempre y para siempre. Sabes
que cuentas con este amor eterno de Dios siempre.

Él quiere ser roca, tu roca, es decir, un rompeolas, una muralla que defiende de todo. Esto indica
voluntad, valor, certeza, fuerza, ímpetu juvenil, audacia, pasión por los grandes ideales.
¡Él quiere ser todas estas cosas! Antes de seguir adelante, porque todavía no acabamos las cosas que
quiere ser Jesús para nosotros, uno podría decir: -¡Mentira! ¡Mentira!- ¿Por qué? -Porque son
demasiadas cosas y demasiado hermosas, y nadie las puede ofrecer-. ¡Como quieras! Pero Jesús
ofrece lo más grande, y es verdad. La prueba está en los que se han fiado de Jesús, es decir, los
santos que han llegado a sentir, no con la cabeza sino con el corazón, que Cristo es todas estas
cosas. Y, si no, dime si hay una vida más maravillosa que ésta en la que se experimentan todas estas
realidades.

Él quiere ser paz, tu paz. Quiere que luches, pero en paz interior. Recuerdo una frase hermosa de un
hombre que para mí es un santo : Este día he estado triste, he estado solo, lloro... y aquí me
sorprende la realidad más radiante que vivimos los cristianos: tengo a Dios en medio de mi
corazón... adiós soledad, adiós tristeza, adiós lágrimas; lo tengo todo. La vida del alma es hermosa,
minuto a minuto, porque está la presencia de Cristo; pero la vida del alma, minuto a minuto, es triste
amarga, insufrible, cuando Él es un ausente. Si Cristo es en mi vida un ausente o es un huésped
bienvenido depende de mí. Porque Él pasa por mi puerta y toca, y yo puedo decirle que entre o
puedo cerrarle la puerta.

Él quiere ser pan. Pan espiritual que me da la vida eterna ... El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene la vida eterna; esto quiere decir que cuantas más veces recibo su cuerpo y su sangre, más
aseguro esa felicidad eterna del cielo. Pan de la ilusión, del entusiasmo por los grandes ideales; el pan
de la victoria y de los resultados, el pan de la perseverancia. Un pan para repartir a los hambrientos
de Dios.

Y, por último, Él quiere ser perdón. Faltaba esta hermosa palabra para completar un cuadro
verdaderamente fantástico. Si hay alguien que puede prometer esto y cumplirlo, es admirable, quiero
ser amigo de Él, ¿Dónde está? ¿Díganme donde está? Porque necesito conocerlo, necesito amarlo,
necesito ser su amigo, ¿Dónde está? - ¡En la Eucaristía!- ¿Cómo se llama? - Jesús de Nazareth-.

Un perdón eterno de todo, de siempre. Mucho me tiene que querer quien me ha perdonado tanto. El
que siempre nos soporta y nos perdona, olvidando nuestras pequeñas o tremendas ofensas a su

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amor. Cuando dijo: Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen, esta expresión le salió de lo
más profundo de su corazón.

Cada uno en su propio estilo, con sus propias palabras, puede decirle a Jesús cómo se siente; puede
pedirle como hemos visto hacerlo en el Evangelio a aquellos necesitados. Tú tienes tu propia
necesidad, tienes tu manera de decirlo; con tus palabras pídele: Estás ahí en la Eucaristía, me estás
mirando, conoces mi situación interior. Me has acompañado el día de hoy, y estás conmigo desde el
primer día de mi vida. Me has acompañado siempre, cuando he sido fiel y cuando he sido infiel. Estás
ahí. ¿Por qué estás en la Eucaristía? Te quedaste por amor -me lo han dicho otros-, pero quiero que
me lo digas tú, Señor.

¡Qué bien que lo sabes! Me quedé en la Eucaristía por amor. Me quedé, en primer lugar, para
ayudarte. Sé muy bien que eres débil y que caes con facilidad. Ven a visitarme; yo soy tu fortaleza;
pídeme fuerza. Ven a verme los días que no sientes nada, los días que estás desanimado del todo;
ven a verme ese día que quieres salirte de mi Iglesia, yo te daré ánimos y nuevas fuerzas; ven ese
día en que has caído gravemente, no tengas pena, ¡ven! Que todo tiene remedio, si vienes a mí. Ven
a visitarme cuando hayas tenido un gran fracaso, cuando un grave problema te robe la paz. Venid a
mí todos los que andáis fatigados y agobiados. Mi yugo es suave y mi carga ligera. Me quedé para
ayudarte todos los días de tu vida, no porque lo merezcas, sino porque te amo como nadie te ha
amado ni te amará jamás.

En segundo lugar, me quedé para amarte; para amarte desde aquí con un amor infinito, yo solo amo
así. No te pido que lo merezcas, sino que lo aceptes: déjate querer por tu Dios, por tu Redentor: Ya
sé que te sientes indigno, que tus pecados y faltas tratan de apartarte de mí. Yo te amo con tus
pecados, faltas e infidelidades y con tus buenas acciones, con tus buenos deseos y propósitos, aunque
muchos de ellos no los cumplas. El amor hace felices a los hombres. Tú necesitas sentirte amado. Yo
te ofrezco el amor infinito de todo un Dios, y te lo ofrezco no solo hoy, sino todos los días de tu vida:
mañana y dentro de un año y toda la eternidad; siempre que vengas a mí encontrarás un amor
vigilante, siempre fiel, el mismo amor de siempre. He decidido amarte a pesar de todas tus faltas, de
todos tus pecados, e ingratitudes.

En tercer lugar, me quedé para perdonarte. Sabía muy bien que en tu vida habría muchos pecados,
muchas infidelidades, y me propuse desde un principio perdonarte todo. Hasta el día de hoy todo está
perdonado y olvidado. No importa qué hiciste o dejaste de hacer hasta el día de hoy, lo que me
interesa y muchísimo es lo que vas a hacer de ahora en adelante. No dudes de mi perdón jamás.
Puedes dudar de ti mismo. Puedes dar de tus promesas, pero jamás dudes de mi perdón. Yo te he
perdonado siempre, te perdono todo, y estoy dispuesto a perdonarte hasta el ultimo pecado, si vienes
a mí con arrepentimiento.

Estoy aquí, también, para recibir tu amor de cada día. Dame tu corazón, dame tus amor, tus
delicadezas, tus detalles de ternura. Una genuflexión hecha con devoción me honra mucho; una señal
de la cruz bien hecha, me hace pensar en ti. Unas posturas correctas en la Iglesia me hacen ver que
me estimas y sabes que estoy aquí. Una misa en la que participas con el corazón me da tanta alegría;
una visita ferviente, una hora eucarística me recuerda que me quedé en la Eucaristía para ayudarte,
perdonarte, amarte. Y me digo: Valió la pena.

Una comunión llena de amor, no sabes cuánto representa para mí. El que come mi carne y bebe mi
sangre, mora en mí y yo en él: esto ocurre en la comunión, en cada comunión. Estoy aquí en esta
Iglesia para ayudarte a tener éxito en tu vida, el éxito fundamental que es tu salvación eterna, y,
también, todos los demás éxitos humanos que realmente valgan la pena. ¡Espero tanto de ti! Desde
este Sagrario te seguiré a lo largo de cada día; desde aquí te mando las gracias que necesitas. ¿No
has notado el influjo de esas gracias?

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Y te quiero dar mucho más de lo que me pides. Me has pedido poco. Yo te voy a dar mucho más de lo
que te has atrevido a pedirme. Y así, vas a salir de una Misa, de una Eucaristía, de una Hora
Eucarística, si tu quieres, si tu me dejas, vas a salir muy contento, muy motivado, decidido a un gran
cambio en tu vida. ¿Cómo vas a salir de estos Ejercicios? Si sales como yo quiero, serás un hombre
nuevo, serás una mujer nueva, y quiero que salgas así. Me dirás que soy el Agua Viva que está
llenando tu cántaro hora tras hora y día tras día: déjame llenar tu cántaro, déjame llenar tu vida
hasta rebosar de paz, de alegría de generosidad, de amor, de felicidad.

Yo soy la felicidad y el amor. Yo no necesito de ti, pero tú sí me necesitas: Sin mí eres como una flor
marchita, deshojada, triste.

A cambio de mis dones, voy a pedirte una cosa: Algo relacionado con mis almas: quiero que seas mi
apóstol, mi mensajero. Quiero pedirte algo relacionado con tu santidad: quiero que seas santo. Algo
relacionado con el amor: quisiera ser, entre tus amores, el primero, el más hermoso que se cruce en
tu camino. Quiero un día llevarte al cielo para estrecharte contra mi corazón, para que goces de la
eterna felicidad de mi amor sin fin.

Recuerda: Estoy aquí en el Sagrario, en la Eucaristía, para ayudarte, ¡Me necesitas tanto! Estoy aquí
para amarte con un infinito amor, como nadie te amará jamás; estoy aquí para perdonarte todo y
siempre, desde el primer pecado hasta el último: mi perdón es infinitamente mayor que todos tus
pecados. Y estoy aquí para recibir tu amor de todos los días: Tu amor me satisface, aunque sea
pequeño, si es sincero. Busco en ti una sola cosa: tu amor y tu felicidad.

Estoy aquí para pedirte algo, algo para mí muy importante: Que seas santo, que seas mi apóstol, que
me ayudes con tu fidelidad a salvar al mundo. ¿Qué piensas? ¿qué dices? ¿qué respondes? Tu
respuesta la estaré esperando a lo largo de estos ejercicios espirituales.
¡Es tanto lo que espero de ti! ¡Es tanto lo que puedes hacer por las almas, por tu santificación, por tu
Jesús!

12o. Plática
Getsemaní. Llegar a la cima del Calvario: para ver hasta dónde y cómo te ama Dios.
Amor se escribe con sangre. Vamos ahora a llegar a la cima del Calvario: para ver hasta dónde y
cómo te ama Dios. Allí delante del crucifijo es donde han caído de rodillas muchísimos hombres y
mujeres que antes no daban el brazo a torcer; allí han comprendido definitivamente el amor de Dios y
desde allí, desde el Calvario han comenzado una nueva vida, una vida de santidad y de amor
entrañable a ese Dios crucificado. Es necesario experimentar el amor que Cristo nos tiene, porque,
después de ver morir a Cristo en una cruz morir por nosotros, es que no podemos negarle nada.
Vamos a asistir a los últimos momentos de un condenado a muerte. Este condenado a muerte es
Dios; el suplicio: la cruz. Pero pensemos: muerto a causa de nuestros pecados, y en nuestro lugar,
muerto por amor a nosotros, por amor a ti, por amor a mí.

Eso sí es amor, según sus propias palabras: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus
amigos”. Aplicándolo: Nadie tiene más amor a ti y a mí que Él que ha dado la vida por ti y por mí.

Comencemos por el primer cuadro de esta dolorosísima Pasión que es su Oración en el Huerto de
Getsemaní, el momento más doloroso de toda su vida. Nos dicen los evangelistas que esa oración fue
algo muy dramático, pues incluso llegó a sudar sangre. Es decir, que las venas de alguna manera se
reventaron por alguna parte y a través de los poros de la piel esa sangre se derramó sobre su túnica
y sobre la tierra. Preguntémonos con amor, con compasión verdadera, cuáles son las razonas, las
causas de ese sudor de sangre. Razones hay, y muy serias.

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La primera: perdió para siempre un apóstol, uno de los doce que, además, fue un traidor: Judas, y de
morir, murió ahorcado. Cristo lo vio ahorcado antes de que lo hiciera. Realmente, la suerte final de
Judas, elegida a sangre fría, fue algo dolorosísimo para Jesús en los últimos momentos de su vida. Y,
si Judas hubiera sido solo un hombre... pero hay una larguísima fila de judas. ¿Cuántos, desde aquel
primero, han traicionado a Jesús con un beso? Cristianos amados por Él, como Judas, y que lo
traicionaron. Hay un dicho muy gráfico que no debemos olvidar “Todos llevamos en los labios el beso
de Judas”. Y preguntémonos con profunda sinceridad, si no hemos hecho ese papel muchas veces en
la vida.

En segundo lugar: su mejor Apóstol, Pedro, le niega tres veces, por si fuera poco una, y en el
momento en que más necesitaba de su ayuda. Es verdaderamente doloroso para Jesús el que no
solamente un apóstol le traicione, sino que también le falle este otro apóstol, Pedro, que ya había sido
elegido como su sucesor. Afortunadamente aquí las cosas se solucionaron, porque una simple mirada
de Jesús arrancó lagrimas de arrepentimiento de su buen Simón.

En tercer lugar: Todos le abandonan en la hora más negra y triste de su vida. Así, Jesús sufrió lo
peor, y lo sufrió sólo. Como si en la tierra no hubiera una sola alma que le debiese nada. Y así, se nos
dice en la Biblia:

“ Busqué quién me consolara, y no lo hallé”. Es verdad que María le acompañó durante la Pasión,
pero esto solo sirvió para aumentar su dolor. Porque viendo cómo sufría su Madre, Él sufría muchos
más. Vino a pedir a tu puerta una limosna de amor, pero tal vez tú tenias ocupado tu corazón,
alquilado a las criaturas.

En cuarto lugar hay una razón muy seria para explicar las lágrimas y el sudor de sangre de Jesús:
Todos merecíamos el infierno. Pues bien, Cristo da el indulto a todos, nos rescata a precio de su
sangre. A pesar de ello se condenarían muchísimos, muchísimos que pasarían delante de ese crucifijo,
gritándole: “¡No nos interesa tu perdón, quédate con tu estúpido cielo!” Es muy dolorosa esta frase
que encontramos en la Biblia: “ ¿Qué utilidad hay en mi sangre?” Palabras de un Dios crucificado,
agonizante. ¿Qué utilidad hay en mi sangre para todos esos que, a pesar del amor más increíble y el
sufrimiento más tremendo, han optado por seguir el camino del infierno?

Toda la omnipotencia de un Dios, impotente ante la condenación de tantos hombres. Porque hay que
decir que Cristo murió por todos los hombres, amó también a todos los que irían al infierno. Le
reclamaba Santa Teresa a Jesús en relación a un familiar por el que rezaba y no cambiaba.

Señor, ¿ no quieres que se convierta?


Respuesta de Jesús:
Yo quiero, Teresa, pero él no quiere.
Cuantas veces tendrá que decir Jesús esta misma expresión de muchas almas: ¡Yo quiero con toda la
verdad de un Dios Amor... pero ellos no quieren!

Otra razón es la mediocridad, la infidelidad y cobardía de tantos cristianos, religiosos y sacerdotes,


sobre todo de estos últimos. Para nosotros es esa frase de la Biblia: “Si mi enemigo me hubiera
injuriado, lo hubiera soportado, tratándose de mi enemigo, pero eras tú, mi amigo, mi confidente, a
quien me unía una hermosa intimidad”. ¿Qué mas debía haber hecho por ti para que fueras fiel? Esta
es una pregunta sin respuesta, porque Cristo no pudo haber hecho más de lo que hizo. Si con esto
nos conformamos, estamos salvados; pero, si exigimos más, es que no tenemos corazón.

Lo condenan a muerte injustamente. Él veía anticipadamente esta condena, y era el hombre, aparte
de Dios, más inocente de todos, el verdadero hombre inocente, el único. Pues bien, condenarán a
muerte injustamente al que es la Vida, al que ha dado la vida a todos los seres.

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Además, hay que añadir aquella bofetada en público, dada por un vil servidor de Caifás. Y hay que
decir que esa bofetada al rostro de Dios nadie se la quita. Podía Él haber aniquilado a aquel siervo;
sin embargo la Dulzura infinita, la Misericordia infinita nada más balbucea: “ Si he hablado mal, dime
en qué está lo malo, y, si no... ¿por qué me pegas?” Esta expresión cuantas veces nos la dice Jesús a
ti y a mí? ¿Por qué me pegas?
El escupirle la cara, ¡La cara de Dios! Escupir al rostro de Dios es una cosa tremenda, abominable.
Podía haber dicho: “hasta aquí; eso no lo tolero!” Dejó pasar todo: lo abofetearon, lo escupieron, lo
coronaron de espinas, se rieron, se burlaron, le vendaron los ojos. Y aquí viene la frase de San
Agustín que, reflexionando, exclama:¿ Por qué quiso sufrir tanta humillación? Pues, para que no nos
quedaran dudas de que nos amaba de verdad. Dice textualmente: “Si mi soberbia no se cura con esta
medicina, no tiene remedio”.
Los ángeles estuvieron presentes en su nacimiento y cantaron el Gloria. Debemos estar seguros de
que estuvieron también en su Pasión y en su muerte, con un silencio de respeto y, sobre todo, de
admiración!

Ellos sí comprendían cuánto amaba Dios a los hombres. Mudos de terror debían de estar, porque ellos
sí sabían quién era aquel a quien estaban golpeando, escupiendo: Era el Verbo Eterno.

Pero todavía se siguen acumulando humillaciones: Lo visten de loco, le prefieren a Barrabas, -bandido
número uno- y, para completar la ignominia, le dan la muerte de un esclavo entre dos malhechores.

Pensando en los sufrimientos de Cristo, se arruga el corazón. Pero, al considerar que todo eso lo ha
sufrido Cristo por mí, por este pobre hombre que soy yo, por amor a mí, no hace falta mucha nobleza
para decirle:”Señor, ¿qué te puedo negar?”
Aquí es donde, al fin, se han doblado muchas almas que no se querían doblar, y han dado el gran
viraje de su vida. Uno de ellos, llamado Pablo de Tarso, decía así: “Me amó y se entregó a la muerte
por mí”.

Nuestro Señor le decía a Santa Gertrudis estas palabras que conviene meditar pausadamente:
“Cuando los hombres contemplan el crucifijo, debería pensar cada uno en su corazón que le dirijo
estas tiernas palabras: “Si fuera necesario para salvarte, volvería a soportar de buena gana, por ti
solo, todo lo que sufrí por el mundo entero...”

Esto es demasiado, y es demasiado verdad. Ahora hagamos alguna pequeña oración, digámosle algo.
No podemos quedar callados, mudos, ante ese Dios que esta allí pasando la hora más dura de su vida
en Getsemaní , sudando sangre. Hemos dado las razones del sudor de sangre: Digámosle algo. Yo al
menos pido una limosna de amor para ese Cristo que llora y suda sangre en el Huerto, una limosna
de amor. ¿Quién de ustedes quiere decirle, con toda la sinceridad de su corazón: “Te amo, Jesús, con
todo mi corazón, te amo con toda mi alma, te amo, Jesús, con toda mi mente; te amo, te amo con
todas mis fuerzas. ¿Quién quiere ser el ángel que le consuele? ¿Quién quiere ser la Verónica que le
limpie la sangre de su rostro? Se necesitan varias Verónicas, porque la sangre brota de nuevo.

Jesucristo, te veo tan triste... pero esta noche no estás solo. Quiero ofrecerte el fervor de estos
ejercicios, las almas blancas por las confesiones sinceras de estos ejercitantes que se han reunido
este Jueves santo para estar contigo, por amor; te ofrezco sus propósitos valientes, su amor sincero
En esta noche no estás solo; estás rodeado de tus almas fieles; sabes que cuentas con su amor y
fidelidad ahora y siempre.

Cada una quiere decirte algo, Señor. “Me acerco a ti, Señor, quiero estar muy cerca de ti en esta hora
tristísima de Getsemaní, la hora más triste de tu vida. ¡Hoy no tienes mucho amor, eres todo amor y
todo dolor para mí. Pero esa sangre, Jesús, me ha lavado. Tu sangre no será inútil para mí.

¿Qué se siente al tener miedo? Eres un valiente, Jesús. Sudas sangre, y dices sí.

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Tienes razón, es muy duro y amargo ese cáliz, los azotes, la corona, la cruz, Jesús, pero, si no vas a
la pasión, ¿quién me librará del infierno? ¿Sabes? Yo también tengo miedo, miedo de sufrir, de salvar
almas, de crucificar mi orgullo y sensualidad ¡Enséñame, oh valiente Jesús, a decir como Tú: “No se
haga mi voluntad sino la tuya!” ¡Gracias, Jesús, por haber dicho que sí esa noche de Getsemaní!
Quiero dejar a tus pies, en ese huerto donde tu sudaste sangre por mí, mis faltas de generosidad, mis
miedos, mis pecados, mis egoísmos, todos mis defectos, mis debilidades. ¿Quieres mi amor? ¿De
verás te interesa? Te lo doy.

¿Quieres mi vida? De verás te interesa? Te la doy, es tuya. Te la doy aquí donde tu has entregado tu
sangre y tu vida por mí.
Contemplemos ahora un segundo cuadro de la Pasión, de esa larga, dolorosa pasión de Jesús: la
Flagelación. ¡La cruz fue sólo un golpe de gracia, pero antes lo machacaron como se machaca y
pisotea un animal asqueroso!

Mirémoslo atado a una media columna. En menos de cinco minutos lo dejaron como un guiñapo: hilos
de sangre y desgarrones por la espalda, los brazos, el cuello; la cara toda manchada de sangre; de tal
manera que si tu quisieras darle un beso en la cara, te mancharías los labios de sangre. El procurador
Poncio Pilato había dado la consigna de que lo dejaran de tal manera que diera lástima, para que se
conformaran con esto, y no pidieran la cruz ¡Aquellos verdugos sabían muy bien su oficio! Podemos
imaginar cómo terminó Jesús, como un auténtico deshecho humano.

Muchos morían allí mismo: Al soltarlos, caían en un charco de sangre muertos. Él no murió allí, aparte
de que era resistente al sufrimiento, porque no debía morir allí, porque le quedaban aún las manos y
los pies para la cruz; porque el amor se escribe con sangre, y El amaba a los hombres. Ya nos lo
había dicho: “Nadie tiene más amor que el que da la vida pos sus amigos”.

Aquel hombre daba compasión y repugnancia: Realmente era un gusano y no un hombre. Decía el
profeta Isaías, que vio esta escena un tiempo antes: ”No hay en Él parecer, no hay hermosura para
que le miremos, ni apariencia para que en Él nos complazcamos; despreciado y abandonado por los
hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el
rostro”, es decir, que no se le podía mirar.

Dicen los santos padres que los pecados contra la pureza le pusieron así. ¡Qué fácil es para el hombre
cometerlos, sobre todo hoy día! Pero a Cristo le costaron sangre. El precio fue muy alto. Y todos
pusimos la mano sobre Cristo. En la siguiente tentación que llegue a tocar a mi puerta, podría
preguntar a Jesús: ”¿Me aguantas un pecado más, solo uno más?”
Veamos ahora una tercera escena de esa pasión, precisamente la Crucifixión, con esa introducción,
dolorosísima de llevar la cruz desde la cárcel hasta el mismo monte Calvario. Se busca una cruz para
Dios, la horca era poco para Él. Ahora sangran las manos y los pies abiertos por los clavos. Tu fe y tu
imaginación pueden ayudarte a recomponer la escena. Si eres capaz de imaginarte a ese Cristo
crucificado como en realidad estaba, no lo resistes.

Antes de morir, en vez de pensar en sí mismo, en vez de pedir misericordia para sí, la pide para
nosotros. ¡Fíjense qué momento escoge para darnos uno de los regalos más maravillosos, más finos:
su Madre. “Ahí tienes a tu madre”. Y a Ella le dice, para que quedara claro para ambas partes: ”Ahí
tienes a tu hijo: no te asustes de cómo es, ámalo y abrázalo como si fuero yo mismo”. Y eso María se
lo ha tomado infinitamente en serio, ser Madre tuya y Madre mía, como lo fue de Jesús. Tenemos
durante toda la vida y toda la eternidad el amor, el cariño, la fuerza, la omnipotencia suplicante de la
mejor de las Madres. Lo más querido para Cristo en la tierra, su Madre bendita, es Madre mía, es
Madre tuya; y eso nadie me lo quita: Madre de Dios y Madre mía. Increíble, si Él no lo hubiera dicho.

Además, se preocupa de buscar la salvación para uno de los que eran compañeros de suplicio. Él

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hubiera querido salvar a los dos, pero uno quiso y el otro no quiso. El ladrón, movido evidentemente
por la presencia de María en aquella cuarta estación, y movido por la forma como Cristo soportaba
tanto dolor, tanto sufrimiento y tantos insultos de la plebe, movido realmente en su corazón, dijo
estas palabras: “Acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino”. Jesús le respondió con una mirada, con
un amor, que solamente pudo sentir el que escuchó su respuesta: “ Hoy estarás conmigo en el
Paraíso “.

Decíamos que El no se preocupó de pedir para sí, sino de buscar que Dios nos perdonara; buscó que
nosotros nos salváramos, y así dijo con un corazón verdaderamente grandioso, divino: “Perdónales,
Padre, porque no saben lo que hacen” .No podíamos haberle tratado peor. “Perdónales a todos: a
Pilato, a Pedro, a ti y a mí”. Y ese perdón el Padre lo aceptó para todos aquellos que tienen la
capacidad de alargar la mano y decir: “Perdóname, Padre.”

Veámoslo clavado en la cruz, mirémoslo bien, porque hasta allí lo ha llevado un amor de locura, un
amor que sería vilmente ignorado y despreciado por muchos. Pero el amor de Cristo nunca se
enfriará, aunque nosotros seamos infieles; y así, sabes que cuentas con el amor de un Dios
crucificado hasta el último instante de tu vida... Para que hagas con él lo que tu quieras.

Tres horas duró colgado. Fue desangrándose literalmente, como un cordero en el matadero,
escurriendo las últimas gotas de sangre; luego inclino la cabeza, y así murió Dios. Verlo, mirarlo
despacio. Allí estaba la fotografía más hermosa que jamás se haya visto en la tierra: la de aquel
hombre muerto en la cruz la tarde del Viernes Santo.

Hasta ahí te ama Cristo, no menos. Cuando quieras saber cuánto te ama Jesús, acércate a un
crucifijo, vele las manos, los pies, el cuerpo entero destrozado por los azotes, la cabeza coronada de
espinas, y recuerda las palabras que dijo antes de morir por ti, por mí, por todos: “ Perdónales,
Padre, porque no saben lo que hacen”.

Ese cadáver ya no habla más, pero sí tiene todavía alguna cosa que decirte: “A mí no me pidas más.
Ya no puedo sufrir más. Yo sí te he amado en serio”. Realmente es necesario aquí detenerse, es
necesario aquí doblar la rodilla, doblar el corazón, y preguntarnos si tenemos un corazón de piedra o
un corazón de carne. Porque un amor tan grande, un amor tan único no puede olvidarse. Tú no
puedes olvidar, no puedes pisotear, no puedes dar la espalda a ese amor crucificado. Si lo hicieras,
serías la mujer o el hombre más desgraciado del mundo, por haber rechazado tan grandísimo amor.

Veámoslo, por fin, muerto en los brazos de su madre: Realmente fue el momento más doloroso para
esta mujer bendita. Ahora ya no le impiden los soldados acercarse; lo tiene sobre sus rodillas; puede
verlo desde la cabeza hasta los pies. ¿Qué queda de aquel hijo, de aquel fruto de sus entrañas? La
cabeza destruida por las espinas, el rostro desfigurado por la sangre y la bofetada del siervo, y su
cuerpo entero desgarrado, destruido por los azotes! La lanzada dejó un orificio tremendo en la zona
del corazón; sus pies y sus manos totalmente abiertos por los clavos. Y trata de mirarlo, trataría de
reanimarlo con su amor, con su calor de Madre, pero está frío, está muerto! Aunque ella no lo quiera
creer. Y mira sobre todo sus ojos, aquellos ojos divinos por donde se asomaba Dios y se asomaba su
Hijo, que tantas veces le miró y le amó a través de aquellos ojos. Ojos muertos, ojos idos. Todo Él
está muerto. Más muerto que ningún hijo cuando muere. ¡Qué diferente de cuando era un niño, y lo
llevaba en brazos: entonces era un niño pequeño, pesaba poco y estaba vivo; ahora es grande y es
pesado, muy pesado, y está muerto.

Decíamos que Jesús ha pronunciado su ultima palabra; sin embargo le quiere decir algo a Ella para
nosotros: “Diles, Madre, cuanto les quiero.”

Quizás ahora comprenda por qué en las Iglesias y en tantos lugares se nos pone frente a los ojos un
crucifijo; tal vez lleves uno colgado del pecho; puede ser que lo tengas sobre tu mesa de trabajo, o

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colgado en la pared ¿Para qué? ¿Para qué tantos crucifijos? Porque es necesario verlo, y volverlo a
ver y volverse a enternecer y volver a comprender el amor, para que no se nos olvide. Porque sería el
olvido más trágico. Es la fotografía de quien más me ha querido. Para guardarla, para mostrarla; el
recuerdo más entrañable.
Por eso, decía San Pablo, y estoy totalmente de acuerdo con el: “Líbreme Dios de gloriarme de nada,
si no es de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo” ¡Que significado tenia para él recordar a Jesucristo en
la cruz!

Y así, cada crucifijo, esté donde esté, me estará recordando eternamente: ¡Cuanto te quiero! Esto es
cierto desde hace veinte siglos, y lo será eternamente. Todos los crucifijos del mundo, el que tu tienes
colgado del cuello, en tu casa, donde sea, todos te estarán diciendo: “Yo sí te he amado en serio”.

Viernes santo. ¿Hay algún día mas apropiado para decirle a Jesús: “Te amo con todo mi corazón, toda
mi alma, toda mi mente y todas mis fuerzas?” Si tienes ganas de decirle que ahora sí vas a ser fiel,
que ahora sí adiós flojera, adiós mediocridades, adiós tibiezas, !díselo ahora¡ ¡Díselo hoy! ¡Díselo ante
la cruz!. No esperes a mañana, porque El te vuelve a decir hoy, como le decía a Santa Gertrudis: “si
fuera necesario para salvarte, volvería a soportar de buena gana por ti solo, todo lo que sufrí por el
mundo entero”.

Recuerdo ahora las palabras que decía Jesús a Santa Margarita María de Alacoque: “Mira este corazón
que tanto ha amado a los hombres, y no recibe de la mayoría de ellos sino ingratitudes y desprecios”.
¡Qué terrible que yo esté incluido en esa mayoría que no le dan mas que ingratitudes y desprecios!
Por eso le decía a ella: “Al menos tú ámame”. Y esto oigámoslo hasta el fondo de nuestro corazón,
dicho por ese Jesús crucificado.

¡Al menos tú ámame ! Ante ese Cristo ante el que Pablo dijo: “ Me amó y se entrego a la muerte por
mí”, ante ese Cristo puedes tú decir idénticas palabras, porque son tan verdad para San Pablo como
para ti y para mi. Cristo me amó y se entrego a la muerte por mí. Por eso comprendemos las
palabras de su Apóstol Juan al iniciar todo este drama comenzando por la Eucaristía: “ Habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”. Este es el amor más grande
del mundo... el de Cristo... el amor más grande del mundo olvidado y despreciado por muchos... Al
menos que no lo sea por ti y por mí.

13o. Plática
Testamento de un Crucificado. Son las últimas expresiones de ese
Dios que vino a la tierra a darnos vida.
Cae la tarde sobre el monte Calvario. Tres cruces se levantan sobre la tierra sosteniendo tres
cuerpos: dos de ellos vivos y el tercero muerto. Se desplomaría al suelo si no estuviera cosido con
clavos en las manos y en los pies. Ya no habla, ya no respira, está inmóvil, muerto. En lo alto de la
cruz puede leerse: “Jesús Nazareno, rey de los judíos”.

Más de lo que han hecho contra ese hombre no se puede hacer aunque lo intentaran: Le han
coronado de espinas, le han escupido la cara, golpeado su rostro, le han flagelado, clavado en unos
maderos; le han llamado embaucador, mentiroso, borracho y amante de la buena mesa. Le han
llamado también blasfemo y usurpador. Se han reído de él. Le han ido machacando todo su cuerpo y
toda su alma hasta convertirlo en un gusano; es como uno ante el cual nos cubrimos el rostro, porque
no se le puede mirar.

Ese hombre nada posee: ha muerto sin nada; sus vestidos los sortean los soldados; hasta la túnica y
sus sandalias son de ellos. No tiene sepulcro donde reposar, y un amigo le prestará el suyo. Él no

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tiene nada, ¡ah! sí, tiene una madre cerca de la cruz; por cierto que es la mujer más maravillosa que
ha pasado por este mundo. Pero desde ahora ya no será solamente suya; porque nos ha dicho a cada
uno de nosotros: “Ahí tienes a tu Madre”, y a Ella le ha dicho: “Ahí tienes a tus hijos”. Es
impresionante ver con qué autenticidad esta Madre se ha preocupado por todos sus hijos. Aquella
Madre del Calvario tiene también ese nombre tan cercano y tan nuestro de Santa María de
Guadalupe. Aquella tarde del viernes Santo estaba en la colina del Calvario; después vendría a
visitarnos en otra colina, la del Tepeyac, a decirnos que sí, que había aceptado ser nuestra Madre.

Antes de morir, Jesús ha tenido buen cuidado de decir a su Padre: “Perdónales, porque no saben lo
que hacen”. Ésta ha sido y sigue siendo su respuesta al odio más negro que se haya visto en esta
tierra en contra de alguien. “Perdónales, porque no saben lo que hacen”. Perdónales a todos: a Pilato,
a Pedro, a ti y a mí.

Todos los caminos de los hombres pasan delante del Calvario. Tarde o temprano nuestros pasos se
detendrán ante ese Hombre Dios caído, derrotado, humillado y muerto. Eres libre de hacer lo que
quieras con Él en este momento. Piensa, sin embargo, que esos ojos muertos hoy un día te mirarán
otra vez, y esa boca que ahora ya no habla, hablará en tu favor o en tu contra.

Cristo estuvo colgado tres horas en la cruz para que todos los presentes pudieran pensar las cosas y
tomar su decisión. Y algunos, aunque al final, reaccionaron. Unos que le habían gritado y se habían
reído y burlado: regresaron golpeándose el pecho. El centurión, a su modo, rezó así: “Éste era Hijo de
Dios”. Uno de los ladrones se arrepintió totalmente y le pidió: “ acuérdate de mí, cuando estés en tu
Reino”, y tuvo tiempo de oír estas palabras de Jesús: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Cristo crucificado sigue expuesto a ti; a tus ojos, a tu cara y a tu fe hasta el último día de tu vida.
Para que alguna vez, aunque sea ya tarde, puedas decirle también: “acuérdate de mí”; pero que sea
antes de cerrar los ojos definitivamente a este mundo.

Vamos a fijarnos en el testamento de este crucificado: son sus últimas palabras. Las últimas palabras
de un hombre tienen una gran importancia, pero la tienen mucho mayor si estas palabras son las del
Hijo de Dios, las del Redentor. Las pronunció llevando la cruz o ya clavado en ella; son siete frases:

La primera es de perdón,
La segunda de misericordia,
La tercera de amor,
La cuarta de celo por las almas
La quinta de dolor
La sexta de fidelidad
La séptima y última de confianza.

 La primera: “Perdónales, porque no saben lo que hacen”.

Es importante el momento que Él escoge para pedir perdón; era muy difícil, era moralmente
imposible que su Padre negara el perdón cuando Él cargaba la cruz, es decir, el castigo que
todos los pecadores merecíamos. Él se adelantó a decir: “Yo llevo el castigo que ellos merecen,
Padre, “perdónales, por tanto”. ¿Cómo podía negarle a su propio Hijo coronado de espinas,
ensangrentado, crucificado, el perdón para nosotros? Y realmente Jesús obtuvo el perdón para
todos los hombres, incluido el hombre más perverso y la mujer más malvada. Cuando Jesús
murió en la cruz, murió con la conciencia tranquila de haber perdonado absolutamente a toda
la humanidad. Aun a los hombres y a las mujeres a los que nadie hubiera perdonado jamás.

Es un perdón eficaz, no es un simple deseo; y así, cuando uno hace una buena confesión, ese

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perdón llega para unos pecados concretos que son propiedad privada nuestra.

Y ese perdón de Jesús se convierte en absolución. Cada vez que te confiesas la palabra de
Jesús “Perdónales, Padre”, se hace realidad. Todo lo pasado está perdonado y todo el futuro
negro y pecaminoso que realices está anticipadamente perdonado. Es algo así como tener un
cheque firmado por Jesús. Cuando vas a confesarte, lo único que haces es hacer efectivo ese
cheque. Dios ha perdonado y perdona siempre que hay de parte nuestra un poco de humildad
para alargar la mano y pedir perdón.

En ese sentido, si la confesión es la manera de hacer eficaz el perdón de Dios, ¿por qué no
sentimos hacia ese sacramento una simpatía y un amor entrañables? ¿Por qué,
desgraciadamente, hoy se descuida este sacramento y no se practica o se toma con temor,
con susto y preocupación? La confesión hoy en día no está muy de moda. Es una lástima
porque eso significa que el perdón de Dios se le queda en las manos para muchas almas que
no quieren acercarse a este sacramento de la misericordia. “Perdónales a todos”: ahí estás tu
y ahí estoy yo: Los dos perdonados, los dos absueltos, siempre y cuando queramos aceptar
ese perdón.
Lo más trágico de la muerte del Hijo de Dios es el haber hecho todo lo que estaba en su mano
para perdonar, para absolver, para ahorrarnos el ir al infierno, y sin embargo, el que haya
todavía muchísimos hombres que digan: “No nos interesa tu perdón, quédate con él”. Y Dios,
el buen Dios, el Dios Amor se ha quedado con el perdón en la mano, se ha quedado con los
clavos, se ha quedado con la corona de espinas, y todo ese amor y todo ese dolor es inútil
para ellos. Dar la espalda a tanto amor es una cosa terrible.

 La Segunda palabra es: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”

Palabra dicha a aquel ladrón que junto con su compañero iba maldiciendo y repitiendo lo que
el pueblo decía; todas las maldiciones posibles contra Él, contra la Santísima Virgen. Los dos
bandidos salían de la cárcel maldiciendo a Jesús, maldiciendo su suerte; pero uno de ellos, de
repente, se dejó tocar el corazón - yo me pregunto en qué momento fue - tal vez fue al
contemplar el encuentro de María con su Hijo, que verdaderamente era capaz de enternecer a
una fiera; ver aquellos dos seres humanos: el Hijo de Dios, el hombre más inocente, más
bondadoso y la mujer más maravillosa, María Santísima: el encuentro de la Madre y del Hijo.
Seguramente él recordó a su propia madre, cuando de chiquito le decía cosas buenas y le daba
sabios consejos. Tal vez el comportamiento de Jesús, su mansedumbre heroica ante tantas
humillaciones y tantos insultos. El caso es que, para tomar fuerza, se metió primero contra su
compañero, diciéndole: “ cállate; tú y yo merecemos la muerte, somos unos bandidos unos
ladrones, pero Él es inocente”. Después se animó a mirar a Jesús y hacerle una oración con la
cual le arrancó el cielo.

¡Bendita oración y bendita gracia que le llegó en el preciso momento, en el último día de su
vida! La oración fue ésta: “Acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino”. No sé cuantos
segundos tardó Jesús en responder. Seguramente se dio su tiempo para mirarle, clavando sus
ojos en aquel pobre pecador. Y mirándole con toda la ternura con la que Dios puede mirar a un
alma, le dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. ¡Hoy, no mañana! Estarás conmigo: indica
compañía, indica amistad, indica intimidad. Porque podría haberle dicho: “ estarás en el
paraíso”. Al utilizar esta palabra: estarás en el cielo, podemos estar absolutamente ciertos de
que este ladrón está en el cielo, eternamente feliz.
Pero uno se pregunta, como San Agustín: ¿Y el otro? El otro, ¿por qué no quiso hacer la
misma oración? Sobre todo después de haber oído la respuesta de Jesús a su compáñero. Si él
se hubiera animado a repetir las mismas palabras, “acuérdate también de mí”, de seguro
hubiera recibido la misma respuesta: “tú también estarás conmigo en el paraíso”. Pero esta

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palabra que ya la tenía Jesús en su corazón y en sus labios, se le congeló, porque el otro
nunca quiso recibir su perdón.

Y así, nos dice este santo que es verdad que uno puede convertirse y salvarse en el último día
y en el último momento. Ahí está Dimas que lo logró. Pero también hay personas que ni en el
último momento de la vida se arrepienten ni piden perdón. Ahí esta Gestas, el otro ladrón, que
murió desesperado, arrojando espuma por la boca, maldiciendo, ¡Qué muerte tan horrible!
Teniendo a su lado como compañero de suplicio al mismísimo Hijo de Dios que moría y que
daba su vida y su sangre por él, por su compañero y por todos los hombres. Pero no quiso, y
así, Jesús se fue con las ganas de haberse llevado a sus dos compañeros de suplicio al cielo.
Pero el otro no quiso y, como no quiso, Dios no pudo.

 La tercera palabra: “He ahí a tu Madre, He ahí a tu Hijo”.

María estaba presente y estaba presente no como una buena Madre que sentía la compasión
más profunda hacia su Hijo que moría; era mucho más que eso, era la Madre que entendía
que era voluntad de Dios que su hijo amantísimo muriera en una cruz. Entonces, ¿cuál era el
sentido de su presencia? El decirle: “¡Hijo mío, yo te apoyo, yo te acompaño hasta el último
momento. Tienes que cumplir la voluntad del Padre. Yo te animo a que la cumplas como un
héroe hasta el final! Por eso se dice que la Virgen María estaba en pie, firme junto a la cruz,
destruida, muriéndose ella misma de dolor, pero firme, tratando de congelar sus lágrimas que
querían romper las compuertas, pero estaban detenidas para no provocar más sufrimiento en
su pobre Hijo.

“He ahí a tu Hijo”. Juan estaba presente, pero estaba allí representando a toda la humanidad;
por eso, al decirle a Él: “He ahí a tu Madre”, era como decirle a Juan, a ti, a mí, a todos los
hombres: “Ahí tienes a tu Madre”. Jesús me ha dado a mí a su propia Madre de una manera
personal y directa. Y le dijo a Ella: “Ahí tienes a tus hijos “: a Juan, a ti, a mí y a todos los
hombres.

Ella se ha tomado con una seriedad absoluta esa expresión, ese mandato de Jesús: “Ahí tienes
a tus hijos”. Ojalá que nosotros nos tomáramos también infinitamente en serio la palabra
dicha a nosotros: “Ahí tienes a tu Madre”. No cabe duda que esta frase de Jesús es una de las
más hermosas, más entrañables, más maravillosas que han salido de los labios de Dios.
Porque, indiscutiblemente, después del amor que Él nos ha tenido, el regalo más tierno, más
fino, más delicado es habernos dado a su propia Madre. María era una joya demasiado
hermosa, era la criatura más santa, más pura, más grande que había salido de las manos de
Dios. Lo lógico era que Él se la quedara para sí mismo, y, entonces, nosotros la invocaríamos
con un respeto tremendo; diríamos: “Oh Madre de Dios.” Pero ninguno jamás se hubiera
atrevido a decirle: “Madre, Mamá”, como le decimos ahora cariñosamente. Y esto no es porque
nosotros robemos nada; nos la han dado. No la hemos merecido para nada, pero nos la han
dado. María es tan Madre de Dios como Madre nuestra. Y por eso, se puede decir que Ella es
toda de Jesús por derecho pero, también, - y lo debemos de decir con humildad agradecida- es
también toda nuestra por regalo. Un regalo verdaderamente admirable .

 La cuarta palabra: “Tengo sed”.

Al oír esto, uno de los soldados clavó en una caña de hisopo una esponja que había empapado
en vinagre, y se la llevó a la boca; quizás fue un gesto irónico, o, quizás, un gesto de
compasión. El caso es que Jesús no la quiso probar. Entonces, ¿a qué se estaba refiriendo con
la sed? Es cierto que un crucificado sufría una sed espantosa, porque toda la sangre que se

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pierde provoca una deshidratación terrible.

Sin embargo, se refería a otra sed: sed de almas, sed de tu alma y de la mía; sed de que
pudiéramos arrepentirnos de nuestros pecados, pudiéramos ir al cielo, hacernos santos, y la
sed de que, además, pudiéramos salvar a otros. Cristo murió de sed.

Esa es la terrible sed de Dios, y tú y yo la podemos calmar o podemos también decirle:


¡quédate también con tu sed! ¡muérete de sed! ¡no nos importa! Tiene sed de mí, quiere,
espera, ansía que yo sea santo.

Ciertamente no le soy indiferente y, por eso, la frase bíblica: “Hoy, si escucháis su voz, no
endurezcáis el corazón.” Hoy. A Dios le gusta esta expresión: Hoy, ahora. A nosotros nos
gusta decir: luego, después, mañana... para lo mismo responder mañana.

Tiene sed de que el mundo viva en paz, tiene sed de que los hombres se amen y no de que se
odien como vemos hoy día. Hoy vemos en la televisión, en la radio, en las noticias como lo
más normal a dónde llega el odio de los hombres. ¿Que somos hermanos? ... Somos fieras,
pero fieras inteligentes. Porque los tigres, los leones, las fieras tienen un límite: ellos atacan
cuando tienen hambre, pero también tienen un límite en su furor.

En cambio el hombre por su inteligencia puede convertir su odio en algo verdaderamente


abominable. Recordemos aquella frase que decía Jesús a Santa Margarita: “Al menos tú
ámame”. Era decirle lo mismo: Tengo sed; muchos desprecian esta sed; al menos tú
cálmamela, al menos tú ámame. Oír esto de labios de Dios debe ser un rayo que atraviesa el
corazón .

 La quinta palabra: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?”

Es una expresión ciertamente muy misteriosa: Algunas personas la interpretan así: Es un


salmo a modo de oración que Él empezó a rezar . Otros dicen que el Padre le hizo sentir el
abandono total, el abandono que se experimenta en el infierno, el equivalente a la pena de
daño. Debió ser algo ciertamente terrible.

Yo me atrevería a interpretarlo de esta manera: Su padre le permitió vivir, experimentar,


sentir todos los momentos de desesperación humana, todos esos momentos terribles de
soledad, abandono, de traición, de sentirse sólos, de sentirse abandonados, de sentirse
pisoteados; todas esas circunstancias terribles de las cuales hoy hay muchísimas: los niños
abandonados, los niños maltratados y asesinados, las personas abandonadas, los ancianos
dejados como instrumentos inútiles, la desesperación terrible de los jóvenes que se acercan al
suicidio y que llegan al suicidio, y tantos otros elementos de desesperanza. Jesús quiso entrar
a todos los rincones del dolor y de la desesperanza humana para decir: “Todavía hay
remedio.” Él quiso redimir esos momentos, los más terribles de la humanidad, para decirles
que siempre hay un camino, siempre hay una respuesta. Allí donde ya no queda nadie, donde
parece que no hay salvación, ni respuesta, ni esperanza, allí está la mano amiga de Cristo que
nos dice: “Aquí estoy Yo”. Todos los desesperados tienen remedio. Todos los que han perdido
la ilusión en la vida, todos los que dicen: “lo único que sirve es morir”, sepan que hay un
Jesucristo, un Redentor que les susurra al corazón: “Aun quedo Yo, que soy la respuesta y la
esperanza”.

Jesús murió como un esclavo, murió como un maldito de Dios, según se nos dice en la Biblia.
¡Qué terrible este sufrimiento moral de Jesús! Se puede decir que fue mucho más grave, más
doloroso que el sufrimiento físico, el sufrimiento que experimentó en el Huerto de Getzemaní y

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en este momento en que moría. ¿Cuál es tu crisis?, ¿cuál es tu dolor, tus tentaciones?
¡Llévalas a Cristo Crucificado! Tienen solución.

 La sexta palabra: “Todo está cumplido”.

Es una palabra de triunfo. Él, al llegar a este mundo había dicho: “He aquí que vengo para
hacer tu voluntad”. Ahora su última palabra: “Todo está cumplido”, es decir, tu voluntad, que
ha sido el alimento de mi vida, el camino de mi vida, ha sido cumplida con perfección. ¡Quién
pudiera decir, al final de su vida, estas mismas palabras: Misión cumplida! Aquello para lo que
me diste la vida, para lo que me trajiste a este mundo, está cumplido. No hay manera más
hermosa de morir que ésta.
Si yo hoy me preguntara: ¿a estas alturas de mi existencia, cómo he cumplido esa misión de
Dios para mi vida? Quizás tuviera que decir que la he cumplido bastante mal, o muy mal, o,
por lo menos, no del todo bien. Pero mirando hacia el futuro, ¿qué voy a hacer con esa
misión? ¿Seré capaz de arrancar de mí un propósito de santidad?, ¿un propósito de ser un
auténtico cristiano? ¿Seré capaz?

Es que cuesta mucho, llegan muchas razones y muchos miedos a provocar la muerte de esta
decisión. Pero no hay ninguna razón para la espera, ninguna; ningún miedo es justificante,
ningún temor, ninguna pereza; y existen todas las razones para la entrega total, todas las
razones del mundo. Es verdad que en este momento nuestra sensibilidad sufre ante el
compromiso que implica amar a Dios con todo el corazón. Pero el día que constatemos que
hemos sido fieles, daremos infinitas gracias a Dios. En ese momento diremos: ¡Qué bien que
tomé aquella estupenda decisión de convertirme, de cambiar! Pero, si no lo hacemos, al final
de la vida estaremos muy tristes, y nos preguntaremos con coraje: ¿por qué hice caso a mi
pereza, a mis miedos, a mi sensualidad, y no al amor infinito de Dios?

 La Séptima palabra: “En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu”.

Es un abandono, es un caer en los brazos de Dios; no solo cerrar los ojos, aflojar el cuerpo, y
morir. Es, sobre todo, una actitud del alma. Así es como muere un cristiano.

Jesús nos enseña con su muerte cómo debe ser la nuestra, la muerte de un auténtico seguidor
suyo. Así se vive: en las manos del Padre; y así se muere: también en las manos del Padre.
¡Qué diferente es caminar por la vida, sabiendo que hay un amor infinito que nos guía, que
nos va ayudando a resolver las dificultades del camino; un amor que nos tranquiliza, que nos
fortalece; un amor que nos sonríe, aun en los momentos duros y difíciles! ¡Qué diferente es la
muerte, cuando uno sabe, por la fe, que muere en brazos de un maravilloso Padre como Dios!
En la muerte de un cristiano suele estar el médico, los familiares; posiblemente un sacerdote.
Pero hay allí una persona invisible pero que esta realmente más presente que todos los
demás, y es Jesucristo. Un buen cristiano muere en los brazos de Jesús. Y junto a Él, como en
su propia muerte, hay otra persona que infaliblemente está presente, como cualquier madre
está presente en la muerte de un hijo.

María Santísima está presente en la muerte de todos los cristianos. María Santísima estará
presente en tu muerte y en mi muerte como estuvo en la muerte de su primer Hijo, Jesús. Y
por eso uno también muere en los brazos de María. Recostando su cabeza y su corazón y su
dolor en el corazón materno más maravilloso y más amoroso, el de María Santísima. Por eso,
la muerte de un cristiano no es una muerte triste, es una muerte gloriosa, y sí hay lágrimas,
hay dolor, como en todas las muertes, pero, ¡qué diferencia nos ofrece la fe, la fe en la
presencia de Jesús y la fe en la presencia de María!

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Tratemos de reflexionar en esta verdad, de aumentar la fe, la certidumbre, de que realmente
en ese momento supremo de nuestra vida no moriremos solos; allí estará Jesús, ese Jesús que
dio su vida por nosotros para salvarnos, y allí estará María, la que supo acompañar a Jesús en
el Calvario. Por lo tanto, hay que dejar el presente y el futuro en sus manos. En las manos de
Dios, lo mismo que en las manos de nuestra Madre. La hora de la muerte también: cuando Él
quiera, como Él quiera, pero que sea con las manos llenas.

Como conclusión: Mirando al Hijo muerto por mí, ¿Me animo a decir que sí? Mirando a la
Madre muerta de dolor por mí, ¿Me atrevo a decir que sí? Mirando a los dos, al Hijo y a la
Madre muertos de amor por mi ¿Me animo a decir que sí? ¿Qué te puedo yo negar, Jesús
flagelado por mí, coronado de espinas por mí, clavado en una cruz por mí? ¿Y qué puedo
negarte a ti, oh Madre mártir?
Viene aquí al recuerdo esa hermosa poesía o esa hermosa oración que seguramente hemos
oído en más de una ocasión:

No me mueve, mi Dios, para quererte


el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido,
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte


clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera


que, aunque no hubiera cielo, yo te amara
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,


pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero, te quisiera.

Este testamento de Jesús crucificado tiene que servirnos a nosotros de meditación, de


consuelo y de compromiso. Son palabras maravillosas; son las últimas expresiones de ese Dios
que vino a la tierra, que se hizo primero un niño pequeño por amor a mí, que nació en la
máxima pobreza por mí, un Hijo de Dios que predicó el Reino, que sanó a los enfermos, que
tuvo tanta misericordia con los pecadores como lo vimos en el caso de María Magdalena, de
Zaqueo y de tantos otros.

Un Dios que terminó dando su vida, dándonos a su Madre, dándose a sí mismo en la Eucaristía
por amor! Estamos en la religión de este Hombre Dios, la religión del amor, la religión que es
simplemente una respuesta de amor al amor más grande que se haya podido cruzar en
nuestro camino.

Si el fundador de esta religión nos ha amado tanto a los cristianos, ¿en qué debe consistir
nuestra respuesta? ¡En un puro y simple acto de amor! Y así, si yo me levanto por la mañana,
canto de amor y de gratitud. Y, si duermo por la noche, duermo tranquilo, y sigo cantando a
ese Dios Amor. Y, si durante el día trabajo, trabajo pensando en Él, trabajando por El, como el
trabajó por amor a mí, Y, si yo después realizo tantas cosas en la vida, y tengo una familia, y
tengo un trabajo y una profesión, incluso una diversión, todo ese mundo, toda esa vida

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procuro que esté llena a rebosar del amor a Jesús.

Ser cristiano es saber amar. Amar nunca es aburrido. Por eso, ser cristiano significa vivir
anticipadamente en la tierra lo que será el cielo, allí donde todo es amor se convierte en
éxtasis. Allí será el momento, el único momento en que será posible decir a ese Niño de Belén,
a ese Cristo Eucaristía y a ese Jesucristo crucificado: !Gracias, por toda la eternidad!

14o. Plática
La Corredentora. María, es tu madre y la mía, la mujer más
maravillosa del mundo.
En unos Ejercicios Espirituales no puede faltar una palabra llena de cariño y gratitud a la Madre
de Dios y a la Madre de los hombres: a María Santísima.

Júbilo eterno nació en su corazón desde que supo que era la elegida para Madre de Dios. Dios
en su seno durante nueve meses. Ninguna Madre ha gustado la felicidad de ser madre tan
profundamente, tan tiernamente como la madre de Jesús. Dios en sus brazos, alimentándose
de ella, dormido dulcemente junto a ella, prestándole el calor de su cuerpo y la seguridad de
una Madre.

Dios Niño dormía seguro en sus brazos. Dios de la mano de María, Dios caminando, no ya
entre las estrellas y rodeado de los ángeles, de la mano de su Madre, pequeñito, por las calles
de Nazaret. El Hijo de María, tan guapo como ella, tan igual a ella, tan hijo de ella, cogido de
su mano.

Un día, al querer tomar la mano de Jesús, sintió un dolor en su mano, un dolor en sus ojos, un
dolor en su corazón. Dirigió sus ojos de cielo a la mano que le hería, a aquel niño malo,
vestido de harapos, descalzo, enfermo y herido. -“Ahí tienes a tu hijo, Mujer”- escuchó. Y Ella
besó a aquel niño malo en la frente, diciéndole con ternura celestial: -“Hijo mío.”- Ese niño era
yo...

La madre más grande se llama María. Su nombre es dulzura, es miel de colmena. Su amor es
más grande que el cielo. Es Madre de Dios para obtenernos todo y Madre de los hombres para
darnos todo. Dios la creó en un molde de diamantes y rubíes, y luego rompió el molde. Es la
obra maestra del mejor orfebre de todos los tiempos. Le salió hermosísima, adornada de todas
las virtudes, con sonrisa celestial. Y, cuando moría en el Calvario, nos la regaló.

Esa mujer es tu madre y la mía, la mujer más maravillosa del mundo; y esto nos hace temblar
de regocijo, de amor y de respeto.

¡Cuantas mujeres en el mundo, queriendo parecerse a ti, María, llevan con santo orgullo tu
dulce nombre! ¡Cuantas iglesias dedicadas a ti!

Tú eres toda amor: amor total a Dios y amor misericordiosísimo a los hombres, tus pobres
hijos. Eres el lado misericordioso y tierno del amor de Dios a los hombres; como si tu fueses la
especie sacramental a través de la cual Dios se revela y se da como ternura, amor y
misericordia. Madre de Dios: esa es tu grandeza incomparable. Eres la gota de rocío que
engendra a la nube de la que tú procedes.

Nos mereces un respeto total al considerar que la sangre de tu Hijo, derramada en el Calvario,
es la sangre de una mártir, es tu propia sangre, porque Dios, tu Hijo, lleva en sus venas tu
sangre, María. Pero el respeto que nos mereces como Madre de Dios, se transforma en ímpetu

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de amor al saber que eres también nuestra madre desde Belén, desde el Calvario y para
siempre. Y, por eso, después de Dios, nos quieres como nadie. Yo sé que todos los amores
juntos de la tierra no igualan al que tu tienes por nosotros. Si esto es verdad, no podemos
resistir la alegría tremenda que sentimos dentro de nuestro corazón.

Agradecemos a tu Hijo, al niño aquel, maravilla del mundo, que todavía contemplamos en tus
brazos. Agradecemos su sonrisa, su cariño y su abrazo, que quedaron impresos a fuego en
nuestro corazón para siempre!

¡Oh bendito Niño que nos vino a salvar! ¡Oh bendita Madre que nos lo trajiste! Contigo nos han
venido todas las gracias, por voluntad de ese Niño. Todo lo bueno y hermoso que nos ha
hecho, nos hace y nos hará felices, tendrá que ver contigo. Por eso te llamamos con uno de los
nombres más entrañables: ”Causa de nuestra alegría”.

Hemos sabido que tu Hijo dijo un día: “Alegraos, más bien, de que vuestros nombres estén
escritos en el cielo”. Sí, escritos en el cielo por tu mano, Madre amorosísima. Cuando dijiste sí
a Dios, escribiste nuestros nombres en la lista de los redimidos. Y esta alegría nos acompaña
siempre porque Tú también, como Jesús, estás y estarás con nosotros todos los días de
nuestra vida.

¡Qué hermosa es la vida contigo, junto a ti, escuchándote, contemplando tus ojos dulcísimos y
tu sonrisa infinita! También, como a Dios, te queremos con todo nuestro corazón, con toda
nuestra alma y con todas nuestras fuerzas.

Eres la puerta del cielo. ¡Cómo hemos soñado, desde que experimentamos el cielo en aquella
cueva, en vivir eternamente en ese Paraíso, junto a Dios y junto a ti, porque eso es el cielo! La
puerta de la felicidad eterna sin fin tiene una llave que se llama María. ¡Cuánto anhelamos ese
momento, en que tu mano purísima nos abra esa puerta del cielo eterno y feliz!

Oh madre amantísima, eres digna de todo nuestro amor, por lo buena que eres, por lo santa,
santísima que eres, la Inmaculada, la llena de gracia; por ser nuestra madre, por lo que te
debemos: una deuda infinita; porque, después de Dios, nadie nos quiere tanto; por tu
cantadora sencillez.
Oh Virgen Clementísima, Madre del hijo pródigo - yo soy el hijo pródigo de la parábola de tu
Hijo-, que aprendiste de Jesús el inefable oficio de curar heridas, consolar las penas, enjugar
las lágrimas, suavizar todo, perdonar todo, perdóname todo y para siempre, Oh Madre.

Oh María, eres un regalo incomparable de Jesús para nuestra alma: Eres y te llamamos “Madre
nuestra”. Eres la misma que había renunciado a ser madre del Mesías y de otros posibles hijos,
porque Dios te pidió ser virgen, pero Él hizo que pudieras seguir siendo virgen y que, al mismo
tiempo, fueras Madre de Cristo y Madre de todos los hombres. Esa mujer eres Tú, nuestra
Madre.

Y aquí me detengo a reflexionar en cómo roba Dios. ¡Dios es un ladrón! Pero roba como
ninguno. Primero le dijo a Ella: “No vas a ser madre de ningún hijo; te pido que seas virgen.”
Y en aquella época la máxima gloria de una mujer era ser madre, estar rodeada de hijos. Por
lo tanto, la máxima desgracia era no tener ninguno. Dios le pidió ese primer sacrificio, pero,
además, su corazón le diría: “Alguien va a ser madre del Mesías, pero tú no”, porque,
obviamente, si ella no podía ser mamá, el Mesías sería hijo de otra mujer. Pero veamos cómo
roba Dios: Esta mujer, que no iba a ser madre ni del Mesías ni de ningunos otros hijos, resultó
ser, por bondad de Dios, no sólo la madre del Mesías, sino la madre de todos los hombres.
¿Hay maternidad más rica, mas maravillosa que la de María? Además, Dios no le quitó la gloria
de la virginidad. Así tenemos en ella una mujer que es virgen y que es madre: Le llamamos

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“La Virgen María”.

María es la que supo decir un día a Dios: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra” !Que frase! La frase representaba toda su vida, la actitud profunda de su corazón.
Ella era un sí total a Dios. Dios se complació en Ella, como en ninguna otra creatura, pues
nunca le produjo ni un mínimo disgusto. Por eso, cuando Dios mira a María, espontáneamente
sonríe. ¡Qué gloria para nosotros saber que Ella es hermana nuestra, de carne y hueso como
nosotros, de nuestra raza! Una creatura única. Ella fue siempre un sí a su Hijo Jesús.
Realmente su presencia en la tierra fue para Jesús, para su dura vida terrena, una
tranquilidad, una dulzura incomparable.

María convirtió la vida del Hijo de Dios aquí en la tierra en una vida más llevadera. Y ella fue, y
seguirá siendo un sí para sus hijos. La frase que le dirigió a Juan Diego: “ ¿No estoy yo aquí
que soy tu Madre?” es una frase que repite a todos sus hijos, que te la repite a ti y me la dice
también a mí.

Eres la misma que el Viernes Santo estuviste en pie, junto a la cruz de Jesús con el corazón
traspasado pero firme, y que oíste decir a tu Hijo agonizante, como un testamento: “Ahí tienes
a tu hijo, a tus hijos: no te dé pena cómo son; ámalos y cuídalos como si fuera yo mismo”.
Todo eso, y más, quiso decirle Jesús con aquella expresión: “Ahí tienes a tu hijo”: Por favor,
Madre, recógelos, cúralos, ámalos como yo los he amado. Ahora Tú tienes que hacer de Madre
del hijo pródigo, de los hijos pródigos. Como yo, bésalos, ponles sandalias en los pies, una
túnica nueva, y hazles una fiesta. Yo los lavo con mi sangre; Tú, Madre mía, Madre suya, con
tus lágrimas”.

No cabe duda de que en el Calvario se reeditó la parábola del Hijo pródigo. En la primera
edición se habla solamente de un Padre y dos hermanos, pero faltaba la madre.

En el Calvario, en la segunda edición de la parábola, aparece la Madre, aparece María.


Esa madre del Calvario, eres Tú, nuestra Madre. La misma que te has aparecido a Santa
Bernardita en Lourdes, en Fátima a tres pastorcitos, la Morenita del Tepeyac como
cariñosamente te llamamos los habitantes de esta tierra; que te apareciste a Juan Diego, y
cuya imagen hemos ido a venerar en tu Basílica tantas veces. Esa Virgencita eres tú, nuestra
Madre. La creatura más bella y más santa que haya existido; la más amorosa de las Madres y
la más poderosa de las Reinas. Esa mujer eres tú, nuestra Madre.

Creatura elegida de Dios, que tienes ojos para mirarnos y corazón para amarnos. Estamos tan
orgullosos de que seas nuestra Madre, que casi no lo podemos creer; pero Tú eres nuestra
Madre bendita por voluntad de Dios, y Tú tomas la voluntad de Dios con absoluta seriedad.

Aquí conviene reflexionar en la maternidad de María para con nosotros. Tenemos una madre
de la tierra, una madre real a la que tantos millones de veces le hemos dicho: ¡Madre! ¡Mamá!
en sentido tierno y delicado. Pero tenemos otra Madre más real, diría yo, que nuestra propia
madre de la tierra; porque hay que pensar que el parentesco lo inventó Dios, al darnos unos
papás a cada uno de nosotros: una madre y un padre. Pues bien, ese mismo Dios que creó la
consanguinidad, el parentesco, hizo que esta Mujer, por su voluntad, fuera Madre nuestra:
“Esa Mujer será Madre de todos vosotros, por mi querer”. Este querer está expresado
claramente como lo hemos oído en las palabras de Jesús: “Ahí tienes a tu Madre, ahí tienes a
tu Hijo” .

Por eso, aunque nosotros podemos ser hijos malos, y tantas veces lo hemos sido, Tú no
puedes ser mala, Tú siempre has sido la Madre perfecta. Con una Madre así no tenemos
miedo, nos sentimos muy seguros. Tu velas por nosotros. Sabemos que somos hijos de una

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virgen y mártir; somos fruto de tus dolores de corredentora. ¡Cuánto te hemos costado, Oh
Madre Bendita! Bien sabemos, Madre, que esperas mucho de nosotros, porque el no exigir de
la persona amada que sea lo mejor, sería indiferencia, lo contrario del amor. Y, como tu amor
es tan grande, tan sincero, nunca te resignarás a tener unos hijos mediocres. Tu amor no nos
permite ser unos mediocres. Tú esperas en nosotros, esperas nuestro sí para dárselo a Cristo.
Quieres que seamos santos, pero santos de veras.

Y sabemos que, para lograrlo, te has comprometido a ayudarnos en los momentos de


tentación y de dificultad. Cuando nos llegue el desaliento, en los periodos de crisis; cuando la
soberbia nos saque de quicio; cuando la sensualidad quiera ahogarnos, para esos momentos
contamos con una Madre que nos dice: “llámame, invócame, yo iré siempre a ayudarte”.
Cuando creas que todo está perdido, que no tienes remedio, acuérdate de tu Madre, acuérdate
de mí. Si supieras que para eso estoy, para darte una mano, para librarte de todos los
peligros. Cuando te sientas triste, cansado, abatido, ¡acuérdate de tu Madre, acuérdate de mí!
Tu madre del cielo espera mucho de ti, se fía de ti, cuenta contigo. Y te espero en el cielo, te
espero con una multitud de almas que traigas contigo. Aquí estaremos juntos para siempre.

Les invito a seguir nuestra oración en forma personalizada, en singular:

Yo sé, Madre mía, que, después de ver a Dios, el éxtasis más sublime del cielo será mirarte a
tus ojos purísimos, y escuchar que me dices: “Hijo Mío”, y sorprenderme a mí mismo diciendo:
Madre bendita, te quiero por toda la eternidad.

Quiero a través de esos ojos purísimos, maravillosos mirar a todos los hombres y mujeres que
se crucen en mi camino, como hijos e hijas tuyas, de la Inmaculada, y como hermanos y
hermanas mías.

Oh Madre maravillosa, incomparable, Oh Madre muchas veces olvidada y desperdiciada, quiero


hacer contigo una alianza de amor y confianza.

Quiero escuchar de tus labios las dulces palabras que le dijiste a Juan Diego, cuando caminaba
triste aquella mañana: “No temas ni te aflija cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?
¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿Tienes necesidad
de alguna otra cosa?”

Yo invito desde aquí a todos los que pasen por problemas, dificultades, dolores, tentaciones
fuertes, a que mediten, que recuerden, que escuchen estas palabras dichas por su Madre
María.

De hoy en adelante quiero tomarte en serio. Me eres totalmente necesaria para vivir con
plenitud de amor mi vida cristiana; te necesito ahora y todos los días de mi vida; te necesito a
la hora de mi muerte. Quiero morir en tus brazos, Madre. Pero ahora quiero vivir junto a ti.

Y eres mi Madre, pero también mi maestra: enséñame, pues soy como un niño ignorante;
enséñame a mar mucho, como tú, a Jesús, a la Iglesia, al Papa, a mis hermanos los hombres,
a mi familia... Enséñame a ser también un gran apóstol. Eres reina de los Apóstoles, y yo soy
uno de ellos. Enséñame a vivir mi vida cristiana y mi vida consagrada con plenitud de amor.
No permitas que el hijo de una Madre que vivió y murió de amor, viva y muera de hastío.
Enséñame a amar, enséñame a amar sin medida, a vivir de amor y a morir de amor como Tú.

¡Gracias, Madre, por haber dicho que sí el día de la Enunciación! ¡Qué valiente! ¡Qué ejemplo
para tus hijos! Pero te daré mil gracias más, si logras que yo también diga sí a la voluntad de

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Dios.

Quiero ahora reflexionar con ustedes en esos sufrimientos, que constituyen la colaboración
que le pidió Dios como Corredentora: los dolores que María sufrió por sus hijos. Recordemos
brevemente algunos de ellos:

La profecía de Simeón: “Una espada traspasará tu alma”

!Qué frase y qué realidad la de la espada punzante en el Calvario! Cuando ella tenía a su Hijo
muerto en los brazos también tenía su corazón atravesado por una espada... la de Simeón.
Debió estremecerse y llorar a solas cuando tenía a Jesús niño en brazos o cuando dormía: Su
imaginación de madre veía a aquel niño anticipadamente muerto.

La huida a Egipto

¡Qué miedo, qué prisa, qué angustia! ¡Van a matar a Jesús! ¿Imaginan su rostro? Cuando San
José se lo tuvo que decir: “Vámonos a Egipto porque Herodes quiere matar al niño”, perdió el
color, se puso pálida, su corazón empezó a trotar, y con toda la rapidez que provocaba el dolor
de una madre hicieron un hatillo con las cosas más necesarias, y se pusieron en camino de
prisa, porque la espada de Herodes perseguía a Jesús.

La pérdida de Jesús en el templo.

Tres días eternos, tres días sin dormir, sin comer, tres días de dolor punzante. “He perdido a
Jesús, he perdido todo en la vida”. Para nosotros es imposible imaginar el dolor de María, y,
por más que José trataba de calmarla, pues él también estaba bien preocupado, lo que Ella
pasó esos tres días constituía una vida y casi una eternidad de sufrimiento.

La muerte de su esposo san José.

San José había sido el soporte de aquella familia, el que ganaba el sustento, el que daba
fortaleza a la familia. Se quedó sola con Jesús, y experimentó el sufrimiento de la viudez.

La salida de Jesús a la vida pública.

Un día tuvo que despedirse de su madre y decirle: “Ha comenzado mi vida pública, tengo que
predicar la palabra de Dios y tengo que dejarte, aunque solo sea por un tiempo”. Ese dolor fue
muy agudo, muy profundo. María dejó ir a su Hijo a cumplir la voluntad de su Padre. No hizo
como algunas mamás... -y no es que yo quiera echar en cara nada-. En los seminarios faltan
algunos ministros porque las lágrimas de alguna mamá impidieron una vocación.

Lo que oía de la gente sobre Jesús.

Porque ella tenía el oído atento a lo que comentaban de su Hijo, y, si algunas voces eran
positivas:” tu hijo es una maravilla, es un gran profeta, cura a todos, bendita Tú que lo
engendraste”, la mayoría de las voces eran negativas. Y se volvían también contra ella. Si eres

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su madre, tu tienes la culpa de haber engendrado ese mal hombre, ese endemoniado. Sus
mismos familiares no eran precisamente los que le decían las mejores noticias. ¡Pobre María,
cuanto sufrió simplemente oyendo todas estas calumnias contra su Hijo! Y recordaba
nuevamente, como una herida que vuelve a sangrar, la profecía de Simeón.

El encuentro con Jesús camino del Calvario.

Yo aquí no me atrevo a decir mis palabras, que se quedan muy pobres y muy cortas. ¡Cómo
hablar del dolor de Jesús! ¡Del dolor del mejor Hijo, viendo a su Madre, y cómo hablar del
dolor de la mejor Madre, viendo a su hijo cargando la cruz! Por eso, prefiero que tú medites y
pidas la gracia de comprender...

La muerte en la cruz.

Cuando Jesús ya no pronunció más palabras, cuando inclinó la cabeza y quedó muerto, cayó
sobre el corazón de María una montaña entera de piedras que lo aplastaron. Y en ese
momento se rompieron los diques de sus ojos, que habían estado cerrados a la fuerza, para
que aquellas lágrimas no aumentaran el dolor de su Hijo. Ahora sí lloró a mares, realmente era
un mar de dolor y de lágrimas María Santísima cuando lo tuvo en sus brazos, sobre sus
rodillas, lo que quedaba de su amadísimo Hijo. De Él no quedaba prácticamente nada. De Dios
ni la mínima dignidad. De hombre un simple deshecho: lo que queda de un cadáver al que le
han ido triturando parte a parte desde la cabeza hasta los pies: un despojo! Ése era el más
hermoso de los hijos de los hombres, el fruto de sus entrañas. El sepulcro y la tristeza del
sábado. Jesús muerto, Jesús sepultado. Ahora ni siquiera puede tener un cadáver porque hay
una losa que lo separa, la losa del sepulcro.

Y por último: la ida de Jesús al cielo. Ciertamente era el gran triunfo de su Hijo, y eso a ella la
llenaba de gozo; pero quedarse sola sin su amado Hijo en esta tierra, convertía su vida en un
destierro dolorosísimo, como no lo ha sentido ninguna otra Madre.

¿Por quién sufrió todos estos tormentos? ¿Por qué se hundió aquella espada en su corazón?
Primero fue por amor a Jesús; lo sufrió gustosamente, amorosamente por Jesús; pero también
por amor a ti y por amor a mí. Con grandísimo amor. Enternece el corazón reflexionar,
comprender que María Santísima ha sufrido tanto y con tanto amor por nosotros: para que
perseveraras en tu vocación cristiana, en tu vocación consagrada; para que fueras santo, para
que fueras al cielo, para que salvaras muchas almas. Gracias a esos sufrimientos y a su
oración estás aquí. Sólo en el cielo sabremos dar las gracias.

Podemos seguir hablando de nuestra Madre como Corredentora. Aquí van algunas reflexiones
que ojalá te sirvan como me han servido a mí: para de hoy en adelante estimarla más, amarla
más, imitarla mejor. ¡Cuánto amor de Jesús al darnos a su propia Madre!

Una prueba impresionante de que nos has tomado en serio como hermanos es que nos has
dado a tu Madre de verdad y para siempre! Si María es Madre de Cristo y es Madre mía, Cristo
y yo somos hermanos. Madre de Jesús y Madre nuestra. Decíamos que ella es toda de Jesús
por derecho y toda de nosotros por regalo. Ella no nos puede ver separados de Jesús, como
hijos añadidos, sino como hijos injertados en su sangre y en la de Jesús. A veces nosotros
creemos que ella es nuestra Madre de cariño, como a veces se les dice a algunas personas,
por ejemplo, ”mi tía de cariño”, y puede darse que a algunas personas, a una nana muy
querida, le llamen su segunda mamá, pero es una mamá de cariño, no de verdad. María no es
Madre nuestra de cariño, es Madre auténtica, y Ella nos ve a nosotros, no como unos hijos de

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cariño, sino como sus hijos, y esto por un mandato de Dios. Y ya sabemos cómo se toma ella
los mandatos de Dios, con absoluta responsabilidad.

¿Que es María? María es toda amor; María Santísima es el lado misericordioso y tierno del
amor de Dios. Tú sola, Virgen María, le curas a Dios de todas las heridas que le hacemos los
hombres. Por ti sola valió la pena la redención, aunque afortunadamente hay otras y otros que
se han tomado en serio dicha Redención.

Si juntáramos el amor de todos los hijos a sus madres, el de todas las madres a sus hijos, el
de todas las mujeres a sus maridos, el amor de los santos y de los ángeles a sus protegidos,
todo ese amor, que es inmenso, no igualaría al amor que María tiene a una sola de nuestras
almas. Estas palabras no son mías; más aun, cuando las leí por primera vez, no quise
creerlas; me parecían demasiado hermosas para ser ciertas; son de San Alfonso María de
Ligorio. Expresiones que han repetido otros santos, como el cura de Ars, San Griñón de
Momfort, entre otros.

Yo he comprendido mejor el amor de Cristo en la Eucaristía, reflexionando en estas palabras.


Si Ella, siendo una creatura humana, me quiere tanto, entonces ¿cuánto me amará Dios? ¡Si
uno creyera estas palabras -yo hoy me esfuerzo en creerlas- podría morirse de pura felicidad;
solamente reflexionando: cuánto me ama mi Madre María!

Si Cristo por nosotros dio su sangre y su vida, ¿que no dará también la Santísima Virgen por
salvarnos? Ella ha muerto crucificada espiritualmente por nosotros.

A Cristo le atravesaron manos y pies; a Ella una espada le atravesó el alma por nosotros. El le
dijo: “Ahí tienes a tus hijos.” ¿Cómo obedece la Santísima Virgen a Dios? ¡Entonces, cuanto
amor nos tiene!
Vamos ahora a reflexionar en nuestra respuesta, porque supongo que algo tenemos que hacer.
De la misma manera que, frente al amor infinito de Dios, no podemos pasar de largo -sería
sería una ingratitud sin nombre-, tampoco podemos pasar de largo frente a un amor tan
grande de Nuestra Madre, la Virgen María.

Con Juan Pablo II, debemos decirle también: ¡Totus tus: Todo tuyo y para siempre!

Sin pedirnos permiso, Satanás nos sigue siempre a todas partes: a la calle, a nuestro cuarto,
de vacaciones, de fin de semana; y su presencia es maléfica. ¿Por qué no llevarnos a todas
partes a la Santísima Virgen: en el pensamiento, en el corazón y, también, en una imagen o
en un cuadro? Su presencia es benéfica.

¿Cuales deben ser, entonces, nuestras actitudes, nuestra respuesta? Lo primero es gloriarnos
en Cristo y en María. Cristo en la cruz es el “culmen”, según decía San Pablo: “Líbreme Dios de
gloriarme en nada si no es en la cruz de Jesucristo”. ¿Cuál es tu gloria más grande, Oh Niña
eterna, tu imagen más maravillosa? Con tu Hijo muerto en tus brazos aquel Viernes Santo,
Santísimo. Líbrenos Dios de gloriarnos en nada si no es en María Santísima con su hijo muerto
en los brazos.

Si queremos muchísimo a la Santísima Virgen, tenemos que querer muchísimo a Jesús, a


quien Ella llevó en sus brazos, al que tuvo muerto sobre sus rodillas, a quien Ella quiere más
que a sí misma.

En segundo lugar, ser un niño. Ya nos lo recomendaba Jesús. Si tuvieramos alma de niño, nos
llevaríamos mil veces mejor con Cristo, con nuestra Madre y con los hombres, y aun con
nosotros mismos. Cuanto más sencillos seamos con la Santísima Virgen, más nos vamos a

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entender los dos. En el orden espiritual somos como niños; no somos más que eso; por lo
tanto, comportarnos con María como niños inexpertos, pero confiados.
Oh Madre, somos otros niños Jesús que corren a tu encuentro, que quieren amarte como Él, y
ser amados por ti. Oh María, Tú eres nuestra victoria, nuestra paz, nuestra salvación, nuestra
seguridad. Esto le debemos decir todos sus hijos, tenemos derecho a decirlo, a sentirlo, a
contagiarlo a todos los tristes.

Resucitar es sentir la alegría del triunfo de Cristo en nuestro corazón: “Jesucristo, Tú eres mi
victoria”. Pero también es sentir el triunfo de María en su asunción: “Madre bendita, Tú
también eres mi victoria”. Cuando un hijo tuyo te toma en serio, todas las cosas se vuelven
posibles: el vencer todas las tentaciones, conquistar las metas más difíciles, llegar al cielo.

Vamos a arriesgarnos del todo con la mujer más maravillosa del mundo, la madre más tierna,
la reina más poderosa. María, es una gran diferencia tener una Madre como Tú.

Cuando estemos enojados, desanimados, impacientes, al mirar tu rostro, al contemplar tus


ojos, tu sonrisa, se nos va el enojo, el desaliento y la impaciencia, Oh Madre! Cuanto más
incapaces nos sintamos por falta de cualidades, de tiempo, de experiencia, más nos debemos
lanzar. Eso es fe, confianza y amor. Lo otro es la vanidad de siempre, el mirarnos a nosotros,
a nuestra barca y a nuestras redes, y no a Cristo omnipotente y a María, omnipotencia
suplicante.

No te queremos perder, Madre. El día que te perdamos, estaríamos perdidos. Cuando se


junten muchos contratiempos, ayúdanos a recordar ese bello nombre que tienes: “Causa de
nuestra alegría”. Oh María, Tú eres nuestra salvación; contigo sí nos atrevemos; contigo si
podemos; contigo vamos al fin del mundo.

Yo sé que una mujer me llevará al cielo, me obtendrá la gracia de la santidad, el valor de los
mártires, el celo de los apóstoles. “Todo lo puedo en Cristo que me conforta” - decía San
Pablo-. Y también podríamos decir, con el debido permiso de los teólogos: “Todo lo puedo en
María que me fortalece”. Si tengo a la Santísima Virgen, si tengo a Cristo, y creo que me aman
muchísimo y lo pueden todo, no debo temer, andar asustado, inquieto, desanimado jamás.
¿Se puede o no se puede con Jesús? ¿Se puede o no se puede con María?
Por último: Quiero hacer alusión a que la Santísima Virgen no sólo es nuestra Madre, es
también nuestra maestra: “Quiero ser una obra maestra en tus manos, alfarera divina. Estoy
ante ti como un cantarillo roto, pero con mi mismo barro puedes hacer otro a tu gusto.”

Quiero ser santo en tu escuela, María. Quiero ser un verdadero cristiano en tu escuela; quiero
ser un gran una gran apóstol en la escuela de María de Nazareth. Allí en esas bancas, como un
alumno que tiene ansia de saber, quiero aprender de tus labios, de tu enseñanza, de tu vida,
el arte de vivir, que para ti consistió en amar.

Quiero ser un discípulo de la mejor maestra del mundo. Oh María, quiero a través de ti llegar a
Jesús. El camino mas fácil para conocer al Hijo es a través de su Madre. Yo quiero tener el
santo orgullo de decir que fuiste tu, Santísima Virgen, quien me abrió la puerta del corazón de
Jesús, quién me enseñó a amarlo. “¿Quién me arrancará del amor de Cristo?” -decía Pablo de
Tarso-. Yo digo lo mismo, y añado también: “¿Quién me arrancará del amor a mi Madre?” Un
santo, a quien yo conozco y a quien estimo mucho, dice: “Creo en mi nada unida a Cristo”. Yo
también lo digo, añadiendo: “Creo en mi nada unida a María Santísima”.

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15o. Plática
La Resurrección. Resucitar... Hoy puedes elegir el amor, la felicidad, a
Dios: Dios es tuyo.
La Resurrección de Jesús... Cuando los fariseos vieron que Jesús murió en la cruz y
posteriormente fue sepultado, habiendo puesto guardias en la tumba y un sello, reían de
felicidad; en cambio los discípulos creían que todo había terminado... Jesús había muerto
definitivamente. Sin embargo, Jesús no podía quedar en una cruz ni en un sepulcro. Porque,
aparte de hombre, era Dios. Y así, el domingo de Pascua, sin previo aviso, no pidiendo permiso
a nadie, salió del sepulcro removiendo la piedra, aterrando a los soldados, asustando a los
mismos discípulos y a las santas mujeres. Salió victorioso de la muerte y del sepulcro.

¿A qué se dedicó Cristo Resucitado? Tenía una tarea urgente, la de resucitar a aquellos
discípulos y discípulas que estaban espiritualmente muertos por la tristeza y la desesperanza.

Vamos a fijarnos en cómo Jesucristo resucita a dos de estos discípulos que iban aquel mismo
día a un pueblo llamado Emaús, distante de Jerusalén unos once kilómetros. Se encuentra en
el capítulo XXIV de San Lucas desde el versículo 3 en adelante. Dos que se iban porque no
había solución.

Aquel dicho de “apaga y vámonos” se lo habían dicho a sí mismos: “Regresemos a nuestro


pueblo, a nuestra vida de antes, y echemos una página sobre este capitulo, hermosísimo
ciertamente, pero que ha concluido de la forma mas trágica; Jesús ya no existe más”.

De pronto, un personaje desconocido se les juntó. No sabían quién era, o más bien, el
personaje no quería que supieran quién era. Ya hay aquí una primera forma de actuar de
Jesús, el Buen Pastor. Se le iban dos ovejas. Va detrás de ellas a buscarlas. El no pensó así de
los doce: “Me ha fallado uno: en números redondos no está tan mal: me quedan once. De los
otros setenta y dos me quedan setenta, no está tan mal, no importa que se pierdan dos”. Para
Jesús no somos números redondos. Cada uno de nosotros somos un ser infinitamente amado,
somos una oveja, en este caso perdida, y el pastor deja a las demás, para ir a buscar a la
perdida.

Iban hablando - dice el Evangelio - de todos estos sucesos. Mientras hablaban y se hacían
preguntas, Jesús en persona se les acercó, y se puso a caminar con ellos; pero sus ojos
estaban impedidos de reconocerlo. Les preguntó: “¿Qué es lo que vienen conversando por el
camino?” Es importante como, en todas las conversaciones, siempre Jesús comienza; y suele
comenzar con una pregunta, para que se dé una respuesta, y la conversación continúe. Se
detuvieron entristecidos; y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¿ Eres tú el único en
Jerusalén que no sabe lo que ha pasado en estos días?” Aunque entonces no había medios de
comunicación, todo el mundo sabía lo que había sucedido. Habían crucificado al maestro de
Nazaret, a Jesús. Él se hizo el desentendido, como si fuera un turista despistado, y les
preguntó: ”¿Qué ha pasado?” Le contestaron, haciéndole un reporte de lo sucedido: “Lo de
Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el
pueblo. ¿No sabes que los jefes de los sacerdotes y nuestras autoridades lo entregaron para
que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron?” Y, al decir esta palabra, palabra terrible, ¡lo
crucificaron! no añadieron más, porque realmente no había nada más que añadir. Un maestro
que había terminado en la cruz no podía haber terminado peor.

Después de esto, expresan la repercusión personal que tuvo esta historia de Jesús: “Nosotros
esperábamos, -es decir: ya no esperamos- que Él fuera el libertador de Israel, y, sin embargo,
ya hace tres días que ocurrió esto.”

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Uno se pregunta a qué viene lo de los tres días. ¡Primera llamada! Jesús les había dicho,
efectivamente: “Voy a Jerusalén, y voy a morir; pero al tercer día resucitaré.” Lo recordaban,
pero no lo creían. Porque, si no, hubieran esperado a que terminara ese tercer día, el
domingo. Si se iban, era porque estaban bien convencidos de que esa profecía no se cumpliría
jamás. Jesús estaba bien muerto.

“Es cierto –añaden- que algunas de nuestras mujeres, en concreto María Magdalena y algunas
otras, nos han sorprendido, porque fueron temprano al sepulcro, y no encontraron su cuerpo.”
¡Segunda llamada! Estaban muy bien enterados de que un grupo de madrugadoras fueron
muy temprano al sepulcro. Ellas iban con la intención de embalsamarlo de forma que durara
muchísimo tiempo. Y se encontraron con el sepulcro vacío, los soldados muertos de miedo, e
incluso decían ellas que se les había aparecido. Pero estos dos pensaron: “¡Mujeres
desveladas, mentirosas!” Pero fue la segunda llamada.

¿Por qué no fueron a constatar si efectivamente era verdad lo que decían las mujeres? Y sigue
el Evangelio: “ Algunos de los nuestros, es decir Pedro y Juan, fueron al sepulcro, y lo
encontraron todo como las mujeres decían; es decir: por esta vez no mintieron, pero...-este
“pero” tiene una enorme importancia- pero a Él no lo vieron, como diciendo: ¿Lo ven? ¡No hay
nada que hacer! Vámonos, Cleofás; ni las mujeres ni Pedro ni nadie tiene razón; está muerto.
Incluso puede haber sucedido que hayan robado el cuerpo: todavía peor”.

Hasta ahora, han estado hablando ellos, les ha dejado hablar Jesús para que abran su corazón
y saquen lo que tiene dentro, toda esa tristeza, toda esa desesperanza. Ahora le toca a Él
hablar, y no empieza de una manera muy dulce que digamos, porque les dice: “¡Oh tardos y
duros de corazón y de mente, para creer lo que dijeron los profetas!” Yo no sé qué cara
pusieron Cleofás y su amigo, ante esta expresión de Jesús, porque era un doble regaño. Ya
después amainó su discurso Jesús y les dio una clase de Biblia primorosa. ¡Lástima de
grabadora y traducción simultánea, porque Jesús seguramente hablaría en arameo! Vean a
quienes regaló Jesús la mejor clase de Biblia que se haya dado jamás: a dos discípulos que se
iban, que se marchaban y que, de alguna manera, le daban la espalda.
“¿No era necesario -dice Jesús- que el Mesías sufriera todo esto para entrar en su gloria?” Y
empezando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que decían de Él las
Escrituras.”

Y ahora sucede una cosa muy importante; Jesús no ha permitido que lo reconozcan. Llegan al
pueblo, y Él - dice el Evangelio - hizo ademán de seguir adelante. Afortunadamente ahora sí
Cleofás y su amigo se comportaron como debían: no sólo lo invitaron a cenar, sino que lo
forzaron. La excusa que dieron es la siguiente: “porque es tarde y está anocheciendo”. La
verdadera razón era que estaban encantados con Él, y no querían que se fuera.

Y Él entró para quedarse con ellos. Cuando estaban sentados a la mesa, Jesús tomó el pan, lo
bendijo, lo partió y se lo dio a ellos. Sólo hasta este momento Jesús se descubre. Cuando hizo
el ademán de seguir adelante, era como preguntarles: ¿Les importo? ¿Les intereso?
Díganmelo. Y ellos se lo dijeron forzándolo a que se quedara a cenar.

Una vez que Jesús vio que les interesaba, se descubre. Dice el Evangelio: “Entonces se les
abrieron los ojos, y lo reconocieron; pero Jesús desapareció de su vista”. Esto también tiene
sentido, porque era como decirles: “ ¿Qué hacen aquí? ¿Dónde deben estar? Con el grupo.
Entonces se dijeron el uno al otro: “ ¿No ardía nuestro corazón en el camino, mientras nos
explicaba las Escrituras?” Esta fue la conclusión de aquella conversación con Cristo sin haberlo
reconocido, pues creían que era un rabí muy sabio, muy entendido en las Escrituras, pero
nada más.

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Y ahora recapacitan y dicen: “- ¡con razón! - ¿No ardía nuestro corazón? Era Jesús...” Y
entonces toda su falta de fe, toda su tristeza todos sus andamios intelectuales se
derrumbaron. Y vean lo que dice el Evangelio: “En aquel mismo instante...” O sea no
esperaron, no había noche, no había hambre, eran otros once kilómetros de regreso, no
importaba. La alegría era tan grande que todas estas dificultades desaparecieron. En aquel
mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén donde encontraron reunidos a
los Once y a todos los demás que decían: “Es verdad: el Señor ha resucitado, y se ha
aparecido a Simón”.

Yo me imagino la escena: Llegar aporreando la puerta; los de dentro asustados, unos teniendo
pesadillas, Pedro llorando y gimiendo cada vez que un gallo cantaba; era un desorden aquello;
y algunos que habían tenido pesadillas, pensarían sin duda que venían ya los soldados de
Pilato a meterlos también a la cárcel. Por fin, abren la puerta, alguien encendió una antorcha,
y se reunieron todos, y Cleofás y su amigo empezaron a hablar de su experiencia: “que lo
vimos...,que en el partir del pan y ... que desapareció”.

Algunos decían: “Yo no sé qué ha pasado, Pedro está diciendo que él lo ha visto también”.
Pero como nada más lloraba y lloraba, decían: “¡Pobrecito! Está para llevarlo al psiquiatra, no
para que creamos lo que está diciendo. Como lo ha negado, ahora siente que lo ve por todas
partes. Y la trae con los gallos, porque, como Jesús le prometió que antes de que cantara dos
veces el gallo, él lo iba a negar tres veces, por eso llora tanto”.

Mientras estaban en esta discusión verdaderamente ardiente y contradictoria, de repente una


luz tremenda como de un rayo penentró en el cenáculo donde estaban reunidos. “Estaban
comentando lo sucedido - dice el Evangelio - cuando el mismo Jesús se presentó en medio, y
les dijo : “La paz esté con ustedes”. Vean lo que dice: “Espantados -pero no era suficiente- y
llenos de miedo, creían ver un fantasma”. Quedaron materialmente paralizados, espantados al
máximo. “Pero Él les dijo: “De qué se asustan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Vean
mis manos y mis pies, soy yo en persona; tóquenme, -no creo que nadie se atreviera a
moverse, a tocarlo- convénzanse de que un fantasma no tiene carne ni tiene huesos como ven
que yo tengo”. Y, dicho esto, les mostró las manos y los pies. Pero -dice el Evangelio - como
aún se resistían a creer por la alegría y el asombro, dijo: “¿Tienen algo de comer?” Alguno un
poco más valiente se acercó a la cocina a tomar un pedazo de pescado. “Ellos le dieron un
trozo de pescado asado. Él lo tomó y lo comió delante de ellos”.

Me imagino a Jesús comiendo de aquel pescado, mirándolos de hito en hito y pensando: “¡No
es posible tanta falta de fe!” Me imagino a los apóstoles y a los discípulos cuchicheando entre
sí: “¡Es Él!” Pero otros:

“¿Y por dónde entró?” “Que tienen razón Pedro y Cleofás y su amigo”. “No; estamos ahora
todos alucinados, estamos viendo fantasmas; pero, mira, está comiendo: los fantasmas no
comen”. Y, cuando la mirada de Jesús pasaba sobre ellos, se quedaban otra vez callados, no
sabiendo qué reacción tener.

Faltaba un apóstol, uno a quien la crisis le había llegado muy fuerte: Tomás. Andaba solo,
rumiando su tristeza y su desesperanza. Obviamente lo fueron a buscar algunos de los
apóstoles, y le dijeron:
- ¡ Tomás !
- ¡Qué!
- Que hemos visto al Señor
- ¿A cual Señor han visto ustedes?
- Pues al Señor, a Jesús.

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- Sí, yo lo vi, yo vi cómo lo crucificaron y lo llevaban al sepulcro.
- ¡Que lo hemos visto resucitado!
- ¿Cómo? ¿Me pueden repetir? ¿Resucitado? Eso lo creerán ustedes.
- Tomás, que lo hemos visto, que traía las señales de los clavos en las manos y en los pies y la
señal de la lanzada en el costado.
- ¿Ah sí? Pues si yo ... -y vean lo que dice textualmente el Evangelio- “Si yo... no veo las
señales dejadas en sus manos por los clavos y no meto mi dedo en ellas y si no meto mi mano
en la herida abierta de su costado, no lo creeré!”
Me imagino que estas palabras las diría bien alto y bien enojado. Se fue con ellos, lo trajeron
medio a la fuerza, y transcurrió una semana larguísima, porque Jesús no aparecía por ningún
sitio. Supongo que donde estaba Tomás, había unas discusiones de fe tremendas. Donde
estaba Pedro habría por lo menos una comprensión. Cleofás defendiendo con su amigo que lo
habían visto. Quizás los que también lo habían visto en la primera aparición ya dudaban,
pensando: “Estamos alucinados. ¿Dónde está el Maestro?” Y, de pronto -nos cuenta el
Evangelio- Jesús, repitiendo la experiencia, es decir, con las puertas y ventanas cerradas, se
presentó delante de ellos. Fue una explosión de luz, un susto inicial, pero ya no tanto como la
vez anterior. Todos pensando y comentando: ”Es Él”. ”Que sea Él! Y les dijo las mismas
palabras: “La paz sea con vosotros”. Los fue mirando a todos, así poco a poco; seguro que
bajaban la vista; no aguantaban aquella mirada de Jesús, pero por dentro la alegría les iba
llenando poco a poco hasta no caberles en el cuerpo. De pronto, llegaron sus ojos a los de
Tomás: “ Trae tu mano y métela en mi costado, trae tu dedo y mételo en los agujeros de los
clavos, - las mismas palabras que él había dicho- y no seas incrédulo sino creyente.” Me
imagino a Tomás cayendo de rodillas y haciendo un acto de fe realmente primoroso. Lástima
que un poco tarde: “!Señor mío y Dios mío¡”

No empezó, como a veces nosotros, con excusas: “Tienes que entender que... Señor, fíjate
yo..... pues no tenia los elementos a mano para..... estar convencido de que ibas a resucitar.
Sí lo prometiste... pero, ¿quién iba a creer semejantes cosas?” No. Se dejó de tonterías y de
excusas, y simplemente dijo:” “¡ Señor mío y Dios mío!” Allí murió un racionalista, y nació un
hombre de fe.

Faltaba uno. ¿Quién faltaba? Uno que nunca llegó a la cita, que podía haber estado allí como
Pedro en el Cenáculo en un rincón, llorando su traición, y que hubiera sido perdonado por
Jesús, segurísimamente. Pero prefirió seguir el consejo de su mente que le decía: ! No tienes
perdón de Dios ! Y Judas tenía perdón, más aun, Jesús se lo ofreció en varias ocasiones, pero
él no quiso confiar, y fue y se ahorcó.

Pero faltaba otro. ¿Pues, cuantos apóstoles tenía Nuestro Señor? Faltabas tú de resucitar.
Debemos pensar que hasta que tú y yo y todos los cristianos no resucitemos espiritualmente,
Cristo no ha resucitado del todo. Y por eso, igual que se dedicó a resucitar a los apóstoles, a
las santas mujeres, hoy quiere resucitarnos a todos los cristianos. Quiere resucitarte a ti,
quiere resucitarme a mí.

Ahora bien, ¿qué significa vivir como resucitado? Significa tener el alma llena de certezas, no
de dudas. La primera certeza es que te ama infinitamente. Esta certeza es la primera, y, si
fuera la única, bastaría para llenar del todo el alma como aquella luz de Jesús al resucitar en el
Cenáculo y aparecerse a los Apóstoles; la llenaría completamente de paz, de amor y de
felicidad.

La certeza de que estará siempre contigo: eso es la Eucaristía: “Yo estaré con vosotros todos
los días, hasta el fin del mundo”- nos dijo Él-. Recuerdo estas palabras tan hermosas de un
hombre santo: “¡Cristo es el mejor amigo! El que siempre nos soporta y nos perdona olvidando
nuestras pequeñas o tremendas ofensas a su amor. Jesús es el único que nunca falta, que

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nunca se aleja, ni por las circunstancias, ni por el tiempo ni por las distancias. Si colocamos en
Él nuestra base de felicidad, seremos los seguros, los únicos hombres que poseerán la felicidad
con certeza inequívoca. ¡Gocen de Jesús con derecho, con seguridad, con plenitud, porque
Jesús lo es todo y un todo que no puede morir!”
Y continúa diciendo: “Mi experiencia personal ha sido ésta: cuando todo me ha fallado:
amistades, ayuda de los hombres; cuando la persecución se ha asomado a mis puertas,
entonces lo único que me sostenía era la figura adorada y real de Cristo; y el día de mañana,
cuando los hombres se olviden de nosotros, solamente una cruz y en ella Cristo, seguirá
abrazando nuestra sepultura, como guardián eterno de una amistad comenzada en esta
tierra”.

¿Qué significa resucitar? Tener la certeza de estar salvado, de poder ir al cielo, si quieres. Esta
es una realidad hermosísima que nos regala la resurrección de Jesús. Nos vuelve a decir con
su rostro divino de resucitado: “Alegraos de que vuestros nombres, tu nombre, están escritos
en el cielo”.

La certeza de poder vivir la vida lleno de alegría a pesar de todo. La alegría puede más que la
tristeza, que el dolor, que los sufrimientos, porque el amor de Dios es infinitamente más
poderoso que todas esas tristezas humanas por hondas que sean. Recuerdo aquella expresión
de una muchacha en un retiro: “He encontrado a Cristo y, por tanto, la alegría de vivir”.

Esta frase es una verdad inmensamente hermosa, una verdad para ella, una verdad para ti,
para mí y para todo el que tenga fe en la resurrección de Jesús. Me recuerda la expresión de
San Pablo -y aquí hablamos de un apóstol-: “Sé en quién he creído y estoy muy tranquilo”, o
esta otra también de un alma en un retiro: “En el alma que tiene a Dios brilla una perenne
primavera”.

La certeza de triunfar en la vida, si vives con Él. De triunfar en el matrimonio, en la vida


profesional, en la vida humana en general. La certeza de triunfar, aunque aparentemente se
den fracasos, se den marchas atrás, se den tristezas. Pero Cristo siempre ofrece la gloria, la
certeza del triunfo. Hoy todo el mundo quiere triunfar, todo el mundo quiere sentirse realizado,
feliz, triunfador. ¿Quién es el verdadero triunfador? El que realmente es amigo y seguidor de
Cristo. El que cree en la resurrección de Jesucristo.

Resucitar... como Lázaro, significa: dejar a los pies de Jesús todos los pecados, todas las
infidelidades, las debilidades, todo lo que te duele. Para todo hay perdón, para todo hay
posibilidad de resurrección. !Yo soy la resurrección y la vida! Estas palabras dichas por Jesús
resucitado no pueden ser más verdaderas.

Para todas las dudas, problemas, dificultades, los no puedo, hay respuesta, más aún, Jesús es
la Respuesta. Para todas las ilusiones muertas, hay la posibilidad de resurección. “He aquí que
hago todas las cosas nuevas”. Jesús resucitado repite estas mismas palabras: “Todo será
nuevo”. Aquí, de paso, decimos que a Dios no le gustan las cosas muertas, las cosas viejas,
las cosas desordenadas, las cosas en tinieblas! Le gusta la luz, le gusta la vida, le gusta la
novedad. Dios es alegría, es juventud, es amor, es vida.

Para todos los propósitos, los buenos deseos de superarte, de ser mejor, existe la posibilidad
de que se cumplan y se realicen. Decía San Pablo: “No soy nada, pero todo lo puedo en Cristo
que me conforta”. “Si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros?”
La certeza de morir en paz. En las manos de Cristo resucitado y de su Madre Santísima. Un
cristiano que cree en Jesucristo y en María, muere en los brazos de ambos, y, por eso, la
muerte de un cristiano nunca será triste.

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La certeza de triunfar en tus metas: humanas, profesionales, tus metas apostólicas. Porque
Dios, que te ha hecho alma y cuerpo, no sólo te salva el alma, también te salva el cuerpo y
todas las cosas relacionadas con la vida humana. Por eso en el Padrenuestro Él nos mandó
pedir también el pan nuestro de cada día, no solo nuestra salvación eterna.

Resucitar significa llevar tu cirio encendido, que quiere decir vivir con plenitud de alegría y de
paz. Recordarás esa maravillosa escena del Sábado Santo, la Liturgia de la Luz, que es tan
impresionante, tan gráfica. En medio de la oscuridad hay una hoguera encendida: es el fuego
nuevo. Y hay un cirio, una vela grande, que representa a Jesucristo. Se enciende en el fuego
nuevo ese cirio representando la Resurrección de Jesucristo.

Toda la gente que participa, lleva una velita que va encendiendo por turno en ese cirio, y
comienza la procesión hacia la Iglesia que está en oscuridad. Precede Jesús, precede la luz,
Cristo resucitado. Siguen los demás con su velita encendida, que significa: Todos participamos
en la luz de Cristo, en la Resurrección de Jesucristo. Y así se llega a la Iglesia y, por fin, se
encienden todas las luces.

Esta representación de la luz es lo que realmente sucede en la vida de los que creen en
Jesucristo. Su vida en un caminar con una luz encendida. Una Luz que les alumbra a ellos y
una luz que alumbra a todos los que van a su alrededor. Por eso, cada cristiano debe de ser un
cirio encendido que calienta, que alumbra su propia vida, la de los suyos, y la de muchísimas
otras almas.
En cambio, cuando una alma está muerta, es como un cirio apagado que ni alumbra ni
calienta. Jesús nos prometió su paz: “Mi paz os dejo, mi paz os doy. No como el mundo la da,
os la doy yo”. Y esto todos los días de la vida.

Resucitar significa vivir tu cristianismo en plenitud, que se podría resumir así: “Soy de Cristo
felizmente y para siempre”. Resucitar y vitalizar tu amor a Él; porque ¿qué hombre se cruzó
en tu camino, más grande, más hermoso, más digno de tu amor que Jesucristo?
Resucitar tu amor a las almas, tu celo apostólico. Primero el deseo de salvar a los que a ti te
toca ayudar: una esposa, un esposo, una madre. Por ejemplo, una madre resucitada, llena del
Espíritu de Cristo, puede resucitar a toda una familia: a un esposo, a unos hijos y a muchos
otros. Si tú realmente resucitas, no resucitas sólo. Igual que, cuando tú mueres, no mueres
sólo: siembras la muerte a tu alrededor, también cuando resucitas espiritualmente, siembras
la vida y la luz a tu alrededor.

Resucitar: todo nuevo, todo como recién estrenado. Cuando uno estrena un objeto, un coche,
un vestido, una casa..... cómo se disfruta, cómo los ojos miran y contemplan ese objeto, cómo
las manos lo tocan, cómo uno disfruta utilizándolo, poniéndolo en marcha, cómo uno lo cuida,
cómo lo mima. ¿Por qué? Porque es un objeto nuevo, y, por eso, se valora, se cuida. Cuando
ya empieza una abolladura, un desperfecto, un pequeño choque, ya no es lo mismo, ya se
perdió aquella ilusión -¿verdad?- de lo que se estrena.

Resucitar significa estrenar todos los días la vida. Cristo te brinda la gran oportunidad, como
en los mejores tiempos de tu vida. Todos hemos tenido tiempos muy buenos, no solo malos. Él
nos pregunta: ¿Quieres reeditar esos tiempos tan maravillosos que viviste? ¡Yo te doy la
oportunidad! Todo comienza, si tú quieres, todo vuelve a empezar. No como Satanás te
sugiere: “Estás acabado, estás muerto, ya no tienes remedio, no tienes solución.” Jesús te dice
todo lo contrario: ¡Estás vivo, porque yo te doy la vida, para ti todo comienza; si quieres, todo
vuelve a empezar..!

Resucitar... ¿Quién prefiere la soledad del sepulcro, la tristeza y la muerte? Recuerdo la escena
de la Resurrección de Lázaro: Primero Jesús permitió que muriera, y por eso no quiso ir unos

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días antes para curarlo. Por lo pronto, a las dos hermanas Martha y María les extrañó
muchísimo que hubiera curado a otros enfermos, y a su hermano, a su gran amigo no lo
quisiera curar.

Por fin, cuando está muerto, llega, y le llevan al sitio donde estaba enterrado, al estilo de los
judíos. Las dos hermanas le dicen sutilmente, con cierta tristeza: “Si hubieras estado aquí, mi
hermano no hubiera muerto”. Esas palabras le llegaron al corazón a Jesús, porque, cuando
pidió que le llevaran al sepulcro”, dos veces lloró...

Y son lágrimas divinas. ¿Qué significado tenían aquellas lágrimas? Si lo iba a resucitar, ¿por
qué lloraba? Él, Jesús, ahora con corazón humano, con sentimientos humanos, asistía no a una
muerte, -la de un amigo-, sino a la muerte de todos los hombres, con toda la tristeza, todo el
dolor que se ha acumulado frente a todas las tumbas. Jesús asistía a tu muerte y a la mía, a la
muerte de cada uno de los hombres, y derramó esas lágrimas porque recordaba muy bien que
un día había dicho al primer hombre: “Morirás, volverás al polvo del que has salido”. Y ahora,
con ojos y sentimientos humanos, veía lo que es la realidad de la muerte de los hombres a los
que Él amaba tanto.

En segundo lugar da un gran grito a Lázaro para que salga del sepulcro. Uno se pregunta:
¿Para qué grita, si está muerto..? Era un grito simbólico, un grito lanzado a todos los muertos
en el alma de todo el mundo; también un grito para ti y para mí. “Lázaro, sal fuera”. Allí
pronunció tu nombre, diciendo: “Sal fuera de esa vida de pecado, de tristeza de sepulcro, sal a
la vida, a la alegría, a la felicidad; sal a la resurrección verdadera.”

Y Lázaro salió del sepulcro. Y pudieron disfrutar de su presencia su amigos, sus hermanas, el
mismo Jesús. Pero el dolor que de verdad hizo llorar a Jesús es por aquellos que, al gritar: ¡Sal
fuera! le han dicho: “¡No salgo fuera! ¡Prefiero pudrirme en este sepulcro, prefiero estar
muerto, prefiero estar aquí que seguirte”.

Parece algo terrible, algo inimaginable; sin embargo hay seres humanos así. Lo importante es
que tú y yo no seamos de esos. Si hemos sido grandes pecadores y hemos terminado en un
sepulcro espiritual, al oír el grito de Jesús, salgamos fuera con todas las vendas y todas las
ataduras del pecado, para que Él las rompa, nos purifique y nos dé una nueva vida.

Resucitar... Hoy puedes elegir el amor, la felicidad, a Dios: Dios es tuyo. La muerte es el
pecado; la muerte es el egoísmo, es la pereza; la muerte es la desesperanza, el “todo me
tiene sin cuidado”, el hastío de vivir. Hay tantas formas de muerte en personas que parecen
vivas, que caminan por las ciudades y por las calles con el alma muerta. La vida, en cambio,
es la gracia y la amistad con Dios. La vida es la entrega a los demás por amor, es la felicidad ,
es el entusiasmo por los grandes ideales.

Habría que dar un pésame profundo a quienes vayan a vivir a su manera, a quienes vayan a
querer seguir muertos, a quienes quieran seguir en su sepulcro del egoísmo, del orgullo, de la
sensualidad, de la muerte. Y felicitar sinceramente a quienes, con Cristo, resuciten a una vida
nueva, diferente, de grandes anhelos, de amor eterno.

Cristo resucitó a once de doce apóstoles; resucitó a los setenta y dos discípulos, a las santas
mujeres. A todo el que quiso volver a vivir, Cristo le dio la oportunidad de una nueva vida. Y
aquellos hombres tristes, aquellas mujeres apenadas, salieron por el mundo a hablar de Cristo
resucitado. Aquellas personas tan humildes, porque eran unos pobres pescadores, casi sin
letras, lograron convencer en muy poco tiempo a todo el mundo de Cristo Resucitado.

Es necesaria ahora una nueva generación de hombres y mujeres que crean verdaderamente

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en Cristo resucitado, y lo griten por las calles y las ciudades del mundo entero. Con el mismo
convencimiento de aquellos maravillosos primeros cristianos.

¡Es necesario resucitar muertos! Es necesario hacer que la vida se expanda como un fuego en
los corazones. Oigamos, por tanto, el grito de Cristo dentro de nosotros: ¡Sal fuera! ¡Sal a la
luz, sal a la vida, a la felicidad! Y que ese grito de Cristo retumbe como un trueno en las
montañas y en los valles de nuestra alma.

16o. Plática
La Perseverancia. A quien pone estos medios Dios le concede llegar al
éxito.
Lo más importante de un retiro no es el hacerlo muy bien, sino el perseverar en el fruto
obtenido durante toda la vida, o, por lo menos, el mayor tiempo posible.
Hay que comenzar diciendo que es difícil ir a un retiro. Es relativamente difícil hacerlo bien;
pero lo que realmente cuesta es perseverar en los proopósitos.

Cuando se hacen bien unos ejercicios espirituales, las vivencias son hondas. Ya escuchamos a
Cleofás y a su amigo. Nos sucede lo mismo. “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba
en el camino y nos explicaba las Escrituras?” Y además de que las vivencias son hondas, las
decisiones muy firmes.

Podríamos decir que, después de cada meditación, la tuerca de la decisión se aprieta un poco
más...¡Voy a cambiar! ¡Quiero cambiar! Sí es necesario que esa decisión sea muy firme. En
realidad, si al salir de esos ejercicios, a los tres días, a la semana ya te olvidaste, significa que
esos propósitos no eran tan firmes. Pero, si tú me dices, después de un año, que sigues
cumpliendo aquellos propósitos, tengo que decirte que eran unos propósitos bien firmes.

Puede quedar un temor a fallar, a no perseverar, porque uno se conoce, sabe que es frágil,
pero este temor hay que arrancarlo, porque no tiene razón de ser. Porque hemos de saber que
hay unos medios de perseverancia, y, si esos medios se utilizan, uno persevera.

Pero hay que entender la perseverancia no al estilo angélico, sino al estilo humano: ¡Caerás!
Decía un hombre santo: “Sé también que en la vida de los santos hay sus momentos de
entusiasmo y sus momentos de desaliento, y sus momentos de fidelidad y sus momentos de
traición. Pero esta es la historia de los santos que se resume en una lucha constante llena de
esfuerzos por alcanzar la santidad.”

En una batalla tiene que haber heridas y polvo. La consigna es, por tanto, seguir luchando,
levantarse siempre. Porque los santos no son personas que nunca caen sino que siempre se
levantan. Hay que caer subiendo. ¡Todo menos entregarse al enemigo, el dejar de luchar!
Porque, cuando uno deja de luchar, ya empezó el problema serio. Todo proceso de corrupción
comienza cuando dejamos de luchar.

A veces, Dios permite que uno no obtenga el resultado de la lucha, pero Él se complace en
nuestra lucha. Y así, aunque dos personas caigan en el mismo pecado, si uno ha caído después
de una dura pelea, y el otro después de no luchar nada, hay una diferencia muy grande para
Dios, y es precisamente el esfuerzo por no caer.

Jesús decía: “Yo he vencido al mundo, Yo estaré con vosotros, contigo, todos los días de tu
vida”. Por tanto, hay que confiar, porque no andamos solos por la vida. Jesús va con nosotros,
y eso hace la gran diferencia. “¡Confía, hijo! -nos dice- Yo he vencido al mundo, y bajo el
nombre de mundo está todo eso que tú temes”.

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“El que persevere hasta el final...ése se salvará” -dice Jesús-. Cambiando la frase en sentido
contrario sería: “El que no persevere hasta el final, ése no se salvará”.

Así que debemos de aprender el arte no sólo de empezar, no sólo de continuar un tiempo, sino
de saber terminar. Empezar es de todos, continuar es de pocos, y terminar de muy pocos. Sin
embargo, si no sabemos terminar, prácticamente no ha servido de nada la lucha anterior.

El infierno -dicen- está lleno de gentes que empezaron pero no perseveraron.


Tenemos, por tanto, que acercarnos a los medios de perseverancia. Y perseverar un día. Hay
que empezar por un día, como decía Jesús: “Bástale a cada día su afán”. Si perseveras un día,
aseguras la perseverancia del segundo día. Y así, poco a poco, de día en día, puedes
perseverar una semana, un mes, un año y la vida entera. Muchos son los que empiezan una
carrera, la vida religiosa, el sacerdocio, el matrimonio, pero pocos son los que terminan.

¿Quiénes terminan? Los que tienen carácter y valor. Los que no se asustan ante las
dificultades, los que saben mantener encendida la pasión, la motivación que tuvieron al
principio. Porque, cuando uno está muy motivado, como ahora en ejercicios, y promete algo,
le resulta fácil porque todo su ser quiere lograr eso. Pero luego, si esa hoguera se va
apagando, si esas motivaciones se van esfumando, costará muchísimo más trabajo, y, si la
motivación y la hoguera se convierten en cenizas... entonces es muy difícil o imposible seguir
trabajando.

El no terminar, el no perseverar, echa a perder muchas cosas buenas, muy buenos propósitos.
¡Cuantos magníficos propósitos habrás hecho tú en la vida, incluso en algún retiro anterior! ¿Y
de qué sirve empezar las cosas, si no se persevera? ¡Cuantas cosas habremos comenzado tú y
yo, y no las hemos concluido! Perseverar es difícil. Es la virtud más difícil, pero absolutamente
necesaria. Las dificultades... Tenemos que saber que habrá dificultades, todos las tienen; por
lo tanto no son excusa, porque una cosa es que haya dificultades, y otra cosa que sea
imposible vencerlas.

El secreto de la perseverancia es la unión con Cristo. Oración, vida interior: de esto


hablaremos más en detalle al final de esta charla. Pero ahí está el secreto. “Sin Mí no podéis
hacer nada” -decía Jesús- “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”. Los que conocen esa
planta saben que, si un sarmiento se corta, se muere. Pero, si está unido a la vid, la savia de
la vid pasa a esa rama, y entonces produce fruto. Vemos como los racimos cuelgan
precisamente de esos sarmientos. “El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto”.
Por eso, nunca solos, siempre con Él.

Recordemos la escena de la pesca milagrosa; una escena que Pedro aprendió muy bien, pero
que tenemos que aprender todos los demás igualmente. “Señor, me mandas ir de pesca. Te
tengo que decir que hemos estado toda la noche echando las redes y no hemos pescado ni un
pececillo”. Hasta ahí una constatación normal, triste. Si ahí quedara todo, se quedarían las
manos sin echar las redes. Pero añade: “Porque Tú me lo mandas, en tu nombre, voy a echar
las redes”. Y ya sabemos lo que pasó: se llenaron las redes; tuvieron que llamar a sus
compañeros para que les ayudasen; llenaron las dos barcas que casi se hundían por la carga
de pescado.

También aquí hay que hacer mención de la Santísima Virgen. Esa es su misión. Si un hijo
pudiera decir: “Mi Madre lo puede todo”, ¡qué tranquilidad! Porque amor no le falta. Pues
bien... María es la única Madre que lo puede todo. ¡Y cuánto nos quiere! Más que nadie; es la
más amorosa de las madres y la más poderosa de las reinas.
Quisiera reafirmar todo esto que estamos diciendo con algunas nuevas motivaciones: Lo que

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es verdad aquí en Ejercicios, era verdad antes, y lo será después; es verdad aquí y es verdad
fuera. Por eso, si en este momento ves algo muy claro, cuando haya oscuridad, piensa lo que
pensabas en ejercicios. Si aquí sientes algo muy profundamente, no es sólo para que lo sientas
aquí, sino después, en tu vida de todos los días. Ese amor de Cristo que aquí has
experimentado, no es un amor pasajero que lo sentiste hoy, y desapareció; es un amor que,
antes de sentirlo, antes de venir a ejercicios, ya era verdad. En ejercicios tuviste la gracia y la
oportunidad de experimentarlo, de sentirlo, pero seguirá siendo verdad hasta el último
momento de tu vida, y durante toda la eternidad, a menos que tú lo quieras interrumpir
traicionando ese amor. Supongo que no lo querrás hacer.
Ese amor, ese Cristo, será siempre el mismo, aunque parezca que a veces se duerme en la
barca. En aquella ocasión en que Jesús iba en la barca de Pedro, se levantó una gran
tempestad en el lago, y Jesús dormía. Yo digo que se hacía el dormido, porque no era un
trasatlántico. Entre el ruido del viento, el traqueteo de las olas y el movimiento de la barca,
era imposible estar dormido, aunque tuviera mucho sueño. Se hizo el dormido para ver qué
sucedía, para ver si la fe de los apóstoles resistía también las tempestades.

Y los pobres apóstoles se llenan de miedo; no sólo la barca se llena de agua, sino que su
corazón se llena de espanto; lo ven dormido, y piensan: “¿Qué va a pasarnos a todos,
incluyéndolo a Él?, ¿qué va a suceder? El pánico llegó a su máxima expresión. En el momento
de la desesperación le gritan, le jalan: “¡Jesús! ¿Te da lo mismo que nos estemos ahogando?
¡Date cuenta de lo que nos va pasar! Él se despierta tranquilamente y les dice al viento y al
mar: ¡Calmaos! En ese instante se calman, y les dice a los Apóstoles: “¡Hombres de poca fe,
¿por qué dudaron?”. Al dar órdenes a los elementos y ser obedecido, el susto llegó a
convertirse en admiración, al grado de decir: “¿Quién es éste?” ¿Quién iba a saber que a este
hombre también le obedecen el viento y el mar? Y así, su fe en Jesús, entre el miedo, las olas
y la tempestad, fue creciendo más y más.

También nosotros tenemos una barca que es nuestra vida. En ella va Jesús, y a veces lo
sentimos, y no dudamos, porque El nos habla, nos hace sentir lo hermoso que es vivir, contar
con su misericordia; pero otras veces no lo vemos, no lo oímos, no lo sentimos: no sólo está
dormido, sino que no se le ve. Ahí está la prueba de nuestra fe: a ver si en medio de esta
tempestad de dudas, de problemas, de sacrificios, podemos decir: “Señor, yo sé que Tú eres
más grande que todas mis tempestades y mis olas”. Y, entonces, Jesús no nos dirá: “Hombres
o mujeres de poca fe”, sino nos dirá: “Les felicito por su fe”.
Algunas personas fueron felicitadas por su fe. Ya saben a quién le dijeron: “Bienaventurada tú,
que has creído”. Y, cuando Tomás le dijo: “Señor mío y Dios mío”, Jesús añadió:
“Bienaventurados los que, sin ver, creyeron”. Había una bienaventurada que era María y un
bienaventurado que era Juan que creyó en su resurrección antes de verlo. Y hay una fila
larguísima, infinita, de bienaventurados y bienaventuradas que son los hombres y mujeres que
creen, aunque no ven.

Hoy esta fe se echa mucho de menos, no por rechazo a Cristo sino porque quieren ver, quiere
tocar, quiere sentir”. Pero Jesús les dice, como a Tomás, que no tiene mérito, porque después
de tocar, de ver y de sentir, cualquiera puede creer. Por eso, ¡ bienaventurados los que, sin
ver, creen!
Se trata de atreverse a confiar totalmente en Jesús. Decía alguien muy acertadamente: “
Dadme un alma capaz de confiar en Dios, y os daré un santo” ¡Qué frase! El límite de nuestra
confianza es el límite de nuestro poder. Esta frase la dijo el mismo Jesús a Santa Margarita
María: “Si me amas, confía en mí; si me amas mucho, confía mucho. El límite de tu amor será
el límite de tu confianza”. Tanto podemos, cuanto confiamos. “Tú eres grande, Señor, Tú me
amas, y esto me basta para ser feliz y confiar en el futuro. Te doy gracias por todo lo que me
has dado; te doy gracias por todo lo que te he pedido, y no me lo has dado; porque a veces
somos como niños que no sabemos en realidad lo que nos conviene”.

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“Si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros?” Creo, estoy seguro, de que Dios siempre abrirá
un camino allí donde no existe paso. Y, por eso, dejo mi futuro, mis problemas, mis seres
queridos, mi misma persona, los propósitos de estos ejercicios, en manos de Dios en quien
tengo toda mi confianza.

Y luego viene mi parte, porque yo tengo que colaborar, aferrarme a los medios de
perseverancia. Decíamos que básicamente se reducían a orar, a seguir unidos a Cristo a través
de la oración, de los sacramentos, de la vida de gracia. Y vamos ahora a explayarnos un
poquito más, dado que son tan necesarios estos medios de perseverancia. Yo digo, con
frecuencia, en los ejercicios :

No quisiera avanzar más hasta que tomen una decisión de vida o muerte de hacer muy bien su
oración y los demás actos de piedad. De lo contrario, es inútil seguir adelante en los ejercicios;
es inútil trabajar en un apostolado; es inútil caminar por la vida con ganas de éxito, si uno no
es hombre o mujer de oración.

¿Oración tibia?: ¡Mediocre seguro! ¿Oración ferviente?: Todo es posible para quien ora de esta
forma. Si el único fruto de unos ejercicios, de un retiro, fuera éste: el proponerse vivir mi vida
de oración a fondo, sería un fruto excelente.

Leí en un libro estas palabras que me hicieron detenerme bruscamente: “Yo que tantas veces
he orado, quizás sólo en dos o tres ocasiones he logrado realmente tocar a Dios, dejarme
encender.” Me cuestioné: ¿Cuántas veces he hecho oración, al menos externamente? ¿Y
cuantas veces realmente me he dejado tocar por Dios? Se necesita esa oración profunda, de
cara a Dios, oír su voz. Recordemos ejemplos de personas que tocaron a Dios con su súplica y
recibieron respuesta: Al leproso: “¡Quiero! ¡Queda limpio”. A la sirofenicia, aquella pobre mujer
que decía: “Es cierto...pero los perritos comen las migajas que caen de la mesa de los niños”,
Jesús le contestó: “Tu hija está curada por eso que has dicho”. Al ciego de Jericó: “Recupera la
vista”.

La oración es una lucha. Negativamente, para alejar a los enemigos de la oración, y


positivamente, para tocar a Dios, y ser tocado por Él. ¿Cómo hay que orar? Yo apelaría a esos
momentos de tu vida, en que tenías un gran problema, o querías obtener de Dios alguna
gracia muy importante. Dime si en esos momentos te dormías orando, bostezabas orando, si
tenías ganas de acabar cuanto antes la oración. Alargabas los minutos, aumentabas el voltaje
del corazón y el voltaje de tu petición. Sentías la presencia de Dios, sabias llorar ante Dios;
por tanto, sabías rezar! No digas que no sabes. Porque lo has hecho algunas veces, ¡claro!
motivado por la necesidad.

Pero hay que procurar orar siempre bien, aunque no esté uno en un grave problema. Orar
como en tus mejores tiempos o en tus mejores retiros has sido capaz de hacerlo; desde las
posturas hasta la entrega total a la oración. ¡Qué actos de fe, esperanza y caridad! ¡Cómo
penetraban como rayo láser las motivaciones, y cómo crecía la decisión! Ojalá así hayas
estado orando en estos ejercicios. La rutina, el cansancio, la pereza y el sueño, todo eso
desaparece, cuando la oración se considera muy importante, imprescindible.

Hay que tomarles cariño y simpatía a cada uno de esos actos de piedad. ¿Cuál te cuesta más?
Tómalo como tarea. Así como disfrutas yendo al comedor y alimentando tu cuerpo, por lo
menos con el mismo gusto debes hacer los actos de piedad que alimentan tu alma inmortal.
Así como el que no disfruta los alimentos es porque está enfermo del cuerpo, así el que no
disfruta de la oración está enfermo del alma.

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Los actos de piedad son tu medio fundamental de perseverancia. Ese tiempo de oración al día
es la clave para durar y perseverar; por lo tanto, si quieres durar, tienes que orar. No te
engañes: El día que ores bien, te irá bien. El día que no ores bien, no seas iluso. “¿Qué me
pasa? - muchas veces dices- ¿Qué me está sucediendo: me siento triste, me siento apático me
siento sin ganas, me siento...” ¡Has aflojado en la oración! Ya lo decía Jesús, y en un momento
muy solemne, en Getsemaní: “Vigilad y orad para no caer en tentación”. Pedro tal vez pensó
que no era tan necesario, tan urgente, así como algo de vida o muerte... Se durmió, mientras
Jesús hacía oración. ¿Qué sucedió a las pocas horas? Negó tres veces a Cristo.
“Sin Mí no podéis hacer nada”, ni el Papa, ni tú ni yo ni nadie puede hacer nada.

Veamos como Juan Pablo II dedicó mucho tiempo, mucho corazón, mucha fe y mucha
inteligencia a orar a Dios y a la Santísima Virgen. Y él tenía la agenda más complicada del
mundo. Por eso no hay nunca excusas para decir que no tienes tiempo para orar. Porque eso
es como de ir no tienes tiempo de estar vivo.

Son esos actos de piedad tu primer deber de apóstol, más aún, son tu tarea más importante
como apóstol. Cuando estás orando fervorosamente estás realizando el mejor apostolado; en
la oración estás caldeándote como apóstol.

En la oración estás ganando gracias para tus almas, estás consiguiendo vocaciones, estás
haciéndote santo tú y obteniendo la gracia de la santidad para muchos otros.
Los actos de piedad bien hechos son parte de tu vida consagrada o de tu vida de cristiano.
Tenemos que recordar que orar y amar coinciden. Santa Teresa definía la oración así: “Orar es
hablar de cosas de amor con quien sabemos que nos ama”. Sólo los enamorados, por tanto,
saben orar. Amor y aburrimiento son inconciliables. Orar es amar y ser amado, y por eso quien
realmente está enamorado, disfruta enormememnte orando. Él nunca dirá que no tiene tiempo
de orar, porque siempre tendrá tiempo de amar.
Un conquistador sin oración no dura mucho. No nos hagamos ilusiones de esos seglares,
incluso sacerdotes, muy movidos, muy apóstoles entre comillas, pero que no oran, que no
tienen tiempo ni humor ni ganas de hacer oración. Tú no comas durante una semana, no
duermas durante tres días, y proponte escalar una alta montaña: no puedes, te desmayas, te
enfermas. No ores durante una semana, y proponte ser santo, proponte mantenerte en gracias
de Dios. ¡No puedes! Ni tú ni nadie.

Primero se abandona la vocación, luego el apostolado fastidia, posteriormente se abandona la


vocación religiosa o la vocación cristiana, por fin, se deja la fe. Y, si Dios no lo remedia, se
termina de patitas en el infierno. Dejar culpablemente la oración es empezar a perder esa
vocación, empezar a perder esa fe, empezar a condenarte. Y a la inversa, no comas pero haz
bien tu oración; fracasa, enferma, sufre, pero no dejes de orar. Ora mucho más. El resultado
será realmente espectacular.

El que sabe orar sabe de qué estoy hablando y no necesitaría mis palabras de motivación. Que
pase en tu vida lo que sea, pero que no pase esto: enfriarte en tu trato con Dios en la oración.

Vamos a analizar las dudas de fe.¿Dónde tienen su raíz? La falta de celo apostólico, el
enfriarse del amor a la propia vocación cristiana, siempre es por alguna razón, y es ésta: “non
preghavano”. Lo decía Pablo VI tristemente de aquellos religiosos que habían abandonado su
vocación. Non preghavano, no hacían oración. Y hay que decir que los que hoy siguen sin
hacer oración, terminarán igual. Y, si eso nos pasa a nosotros los sacerdotes y religiosos, los
que viven en el mundo, ¿van a resistir?
Cada quien hace de su vida de oración, como de su vida de apostolado lo que quiere; o una
aventura apasionante o una máquina de frustración. Por lo tanto, cada día deberías decirte a ti
mismo: ¡Hoy tengo ganas de orar, y de orar bien, y voy a disfrutar esos ratos de intimidad con

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Cristo, con mi mejor amigo!

Un contemplativo, si no conquista, no sirve para la Iglesia, para Cristo. En realidad no hay un


verdadero orante que no sea conquistador de almas. Habría que corregir la frase así: Uno que
aparentemente ora, no conquista, y por tanto no sirve.

El apostolado, según la definición más exacta dada por santo Tomás consiste en “contemplata
aliis tradere”, dicho en latín. Traducido: “Dar a los demás lo que se ha contemplado en la
oración”.

Por lo tanto, si uno no contempla el rostro de Dios, ¿de qué Dios va a hablar? De un Dios de
cartón. Si uno no experimenta el amor tremendo de Dios en su propia oración, ¿de qué amor
va a hablar a los demás?. Uno da y predica al Dios que ve, que ama; transmsite la fe que
tiene, no la que no tiene. No se puede dar la fe si no se posee; no se puede compartir un amor
falso, irreal ¿Tienes fe para repartir? ¿Tienes amor para compartir? ¿Tienes mensaje que te
quema por dentro? Entonces eres apóstol, porque eres hombre o mujer de oración.

Hay que orar con fe, para arrancar gracias a Dios. “Todo lo que orando pidiereis, creed que lo
recibiréis, y se os dará” Es una promesa de alguien que no engaña, ni puede engañar. Es un
reto que pocos aceptan.. Yo les puedo decir que, cuando he creído en esas palabras y he
tenido fe siquiera como un grano de mostaza, se realizaron las cosas, las que a mí y a otros
parecían imposibles.Ojalá que alguno de los que escuchan pudiera decir que ha hecho esa
misma experiencia. Yo sé que la fe funciona. Creo en la fe.

Como conclusión, deberíamos decir y sentir esta escueta frase: orar o morir... espiritualmente.

Conclusión: Cuando un hombre pierde muchas cosas , o todas, pero aún le que da su
perseverancia, su valor, puede rehacerse completamente. Si uno tiene preseverancia, puede
prescindir muy bien de otras cualidades, Ahí puede estar tu poder.
A la hora de anlizar el éxito de los grandes hombres, en la mayoría de los casos, se debió a la
persistencia y a la concentración de esfuerzo, a la exactitud de propósitos. Yo no sé si será una
ley espiritual consistente en esto: “A quien pone estos medios Dios le concede llegar al éxito”.

La tenacidad nada tiene que ver con :”me gusta, encantaría, me amuero de ganas”. Es una
cosa muy distinta. El presidente Calvin Coolidge decía: “Nada en el mundo puede sustituir a la
perseverancia. El talento no puede hacerlo: Nada más frecuente que el fracaso de los hombres
talentosos. La instrucción tampoco: El mundo está lleno de pelagatos instruidos. La
perseverancia y la determinación son, por sí solas, omnipotentes. El lema: “persevera” ha
resuelto y siempre resolverá los problemas de la raza humana”.

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