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SUBJETIVIDAD, GRUPALIDAD, IDENTIFICACIONES

APUNTES METAGRUPALES

Juan Carlos de Brasi

AYLLU S.R.L

GRUPOCERO

Madrid , 1990

Este material se utiliza con fines exclusivamente


didácticos

DUALIDADES Y FORCEJEOS

Toda certeza oprime decía F. Pesoa, y una básica es aquella que aplasta los procesos de subjetivación en complejos
categoriales. Las subjetividades son producidas en constelaciones sociales e históricas que no se dejan apresar como historia
historizada, marcada por un eje temporal lineal regresivo o progresivo, o núcleo central de una concepción sobre la misma. Tampoco
como sociedad en tanto objeto disciplinario, estructura institucional o conjunto de sistemas interdependientes. Social no reductible,
formaciones variables, cruzadas, con relativa independencia, encabalgadas en conjunciones y disyunciones múltiples, imposibles de ser
sintetizadas, porque ante todo son generaciones prácticas que yacen en inconmensurables historias de vidas cotidianas, instituciones,
comunidades, grupos y espacios superpuestos, unos ocultantes de otros, de tal modo que no han podido ser vistos ni previstos en la
ingente documentación manejada por los historiadores diversos, agentes políticos, organizacionales, grupales, o redundantes exégetas
de las mismas historias contadas o cortadas por las elecciones y cegueras de profesionales del relato de una inclinada academia.

¿Pero que ocurre con su tradicional anverso, las objetividades?, señaladas casi siempre con el gesto fiero e indiscutible de la
objetividad, sellado imperativo de los labios, condena de la subjetividad a reflejarse en un espejo opaco, a escotomizarse como
productora-producida, a existir como “segunda”, “inenarrable”, “sentida”, “misteriosa”, patinada en negro insondable, fuera de cause
en “eso es demasiado subjetivo”, escamoteada por su carga valorativa en “es muy subjetivo”, escamoteada por su carga valorativa en
“es muy subjetivo”, escamoteada por su carga valorativa en “es muy subjetivo” o esgrimida como acusación en “es poco objetivo”.

Dupla de poder, donde sí hay vencedores y vencidos. El favor concedido a uno de los “polos” se le resta al otro. Todo se altera,
porque se parte para poder relacionar lo separado violentamente, y así entender, articular, unir, pegar, realizar trabajos profesionales
esmerados, elaboraciones distantes de lo conjetural, torpes perfecciones dirigidas a dar cuenta de lo mismo, seguramente hasta ser
reemplazadas por otras seguridades que aplicarán un tapón momentáneo a las incertidumbres y angustias que destilan perspectivas por
la desmedida irrupción de lo real.

Así es que la percepción y cierta sacralización común deben ser puestas sobre sus pies. Las objetividades son construidas,
asentadas, fijadas, desde las modalidades y formas indefinidas –en un comienzo– de instaurarse las producciones subjetivas en un
ámbito social-histórico irrepresentable como totalidad estructurada o invariante resto de las diferencias especificadas a través de un
análisis clasificatorio y sistemático.

Las materialidades donde ellas se ejercen, son términos de agenciamientos deseantes, modos de apropiación-transformación,
que escapan enigmáticamente de cualquier tipo de captura subjetiva u objetiva. Se establecen, sin embargo, en el punto de una
frontera paradójica, pues no delimita nada, salvo aquello que es representable de lo que no lo es, bajo la matriz generados de lo que
podrá ser, siempre mediante la coerción inevitable de un representante que se esgrimirá como el “más adecuado”, pertinente o
“satisfactorio” a falta de otro cuya validez eclipse al primero.

Señalemos una condición necesaria asertiva (que iremos mostrando, sin pretender de-mostrar): las distintas “objetividades” y
su cláusula sustantiva “la objetividad”, son relaciones estatuidas, cristalizaciones conceptuales impuestas con rigor y fijeza, a las que se
les reconoce una complejidad propia. Y sus investimientos son tan potentes y eficaces que invierten el orden mismo de las
determinaciones atribuidas. Así los productos se arrogan su autoproducción, donde “lo objetivo” como cualidad de “la objetividad” pasa
a través de su propio proceso de “objetivación” por ser el gestor de su gestión, causa definitoria y parámetro de evaluación del resto.
Así “la objetivación” se impone y trasmite como un fetiche que ha logrado sus anhelos más íntimos, subvertir tanto a uno como
a otro. Trataré, entonces, de despejar el asunto, señalando ciertos equívocos.

Azares

Un día, en un encuentro cotidiano o en un lugar sin ninguna marca especial se escucha “pero eso es demasiado subjetivo”, “no
hablamos de nada subjetivo”, “la subjetividad corre por su cuenta”, etc. Así quedan entrelazados el uso adjetivo y sustantivo de aquello
que comúnmente llamamos “subjetivo” o “subjetividad”. Si lo subjetivo es un exceso (de apreciaciones, juicios, opiniones o
arbitrariedades), lo que debe faltar para llegar a una estimación correcta, de las cosas, que no empeñe su visión ni medida, o lo que se
desliza como un galgo, corre desbocado y a la larga empaña cualquier acercamiento transparente (“lo que se dice es lo que nada más”),
entonces es preciso confiar en su opuesto, tener la garantía en otra parte, en la otra parte. Para ello se requiere el acto de partir, de
dividir para después establecer las relaciones que cuadren o convengan.

Tal mecanismo no es ingenuo, entraña una elección sin análisis, aunque con múltiples consecuencias. La desconfianza hacia la
subjetividad y lo subjetivo enarbolado desde ella, implica la confianza simultánea en la objetividad y sus cualidades objetivas. Pero ahí
no termina la cosa, ambos aspectos deben ser causa, guía y emblema de los rasgos previos. Además ello debe ser concebido y montado
sobre un mecanismo que justifique la existencia de todo el conjunto. Es lo que tradicionalmente fue llamado “proceso de objetivación”,
campo de polémicas interminables, de apuestas sistemáticas y críticas lapidarias.

Sin embargo surgen algunos interrogantes: ¿no se habrá filtrado algún malentendido por el cual el contrabando pasó la aduana
sin revisión alguna?, ¿ciertas inversiones y las elecciones consecuentes no serán parte de una teoría del confort?, ¿la crítica del así
llamado idealismo no habrá dejado justamente al idealismo sin criticar, salvo en algunos puntos nodales?, ¿algún momento
trascendente del mismo no habrá impregnado nuestros actos perceptivos, nuestro decir-hacer mismo de una manera definitiva?

Abordajes

Un abordaje del problema más o menos satisfactorio, parece ser el tomar una vía histórica para sus esclarecimiento. Sin
embargo esto nos subsume en un problema aún mayor que requiere su propio modo de elucidación, pues; ¿qué idea, concepción o
criterio acerca de lo histórico pondríamos en funcionamiento? Sólo despejar esta pregunta implica una ardua labor paralela. Por eso
dejaremos de lado el enfoque histórico usual, así como otros que fincan en la catalogación minuciosa de cuanto objeto y sujeto se
encuentran al paso, hasta construir una “objetología” o “subjetología” u “osujetología” tan complejas que son olvidadas apenas
enunciadas.

Los ob-jetos danzan se ofrecen ante nuestros ojos. Desde nuestro punto de vista son fáciles de ser destacados. Están
constantemente presentándose en algunos de los escenarios cotidianos –excelsos o no– para ser observados por un sujeto que los mira
y significa en cada parpadeo. “¿Qué están viendo mis ojos?”, se pregunta el octogenario ante una pareja en pleno ejercicio del vínculo .
“No puedo creer lo que tengo a mi alcance”, dice el advenedizo a su figura especular. “Todo ha sido desde siempre objeto de mi
reflexión” comenta el charlista ocasional a sus amigos.

En todos los casos los objetos imponen su presencia a sujetos que se aferran a ellos, trabajan sobre sus caracteres y los hacen
“objetos” de sus posiciones, creencias, mitos e ilusiones configurativas. Podríamos suponer como hacen muchos que tal “imposición” es
un principio de “impostura”. Los objetos engañan, o es factible que lo hagan, por darse básicamente a nuestra inmediatez visual, al
aparato que posee en sí mismo la mayor capacidad de alucinación: la percepción. Por eso la desconfianza hacia sus empleos, abusos y
tenencias siempre implicará una buena dosis de salud menta. “Las enfermedades del que tiene –reza un viejo adagio campesino– son
incurables”.

Es obvio que eso entraña endosarle un cierto animismo al objeto y una determinación de sujeción al sujeto. Por algo éste
permanece “sujeto”, y ¿de qué otra cosa que de los objetos?, o ¿de los otros por mediación de sus posesiones-objeto?, o ¿de los otros
por mediación de sus posesiones-objeto? Sin embargo el Ob-jetum participa, en el momento clave de la reflexión occidental, de un
modo fundamental, aunque pasivo*. Su activismo definitorio sólo puede surgir cuando ya se han operado sucesivas prácticas sociales,
equívocos, deslizamientos, superposiciones y sustituciones irrevocables. Así, el ob del objeto conlleva una acusación implícita y una
culpa por hacer trazado los sentidos y vías de entrada para que los objetos reinen con gesto imperativo. Ob dice también que es
necesario preguntar ¿cuál es la causa o el causante de esto? , lo cual interroga simultáneamente a un supuesto “culpable” (causante) del
hecho mismo que se designa.

El objeto se envuelve en la mortaja de la causa, el sujeto y la del causante. La metáfora causal “inspira” las que corren a través de las
oposiciones con todo aquello que el objeto no es. Y ello rechaza cualquier fusión actual o venidera, sustantiva o cualitativa, de estado o
proceso. La división fundamental queda así instaurada como la forma extrema del pensamiento correcto y de cualquier inferencia
formalmente válida. Y con ella también quedan delimitados vastos y ambiguos territorios de poder, variadas formas de influencia,
reciprocidades asimétricas, dependencias radicales, donde cada una de las partes tironea a la otra hacia sus dominios.

El tironeo no es sólo metafórico. En él se juega mucho más que la posibilidad de traer o atraer un antagonista al propio campo. Lo que
está en el tapete es un orden complejo de determinaciones. Nuevamente surge el fantasma causal que yace en el objeto y la cárcel que
hace del “sujeto” un modo de “aprisionado” sustancial. Por una habilidosa voltereta histórica las notas del ob-jectum se han depositado
en el sub-jectum, a la vez, que se escamotean los movimientos y recursos fundamentales que permitirán comprender lo dividido y el
modo mismo de autonomización de los elementos.

Pero sabemos que esto no siempre estuvo marcado por características similares. En otras formaciones sociales históricas (por
ejemplo la asiática) los objetos no se enfrentan al sujeto percipiente y laborante, ni caen fácilmente bajo sus diferentes sentidos. Más
bien están tejidos con las formas de mencionarlos, sacralizarlos, hacerlos circular sin pausa, convocarlos y evocarlos en las
comunicaciones, y de otorgarles relevancia sí y sólo sí están insertados en un conjunto de realizaciones comunitarias.

La composición material de los objetos es transfigurada por un plus, que escapa de ellos. Elaborando la diferencia entre el
objeto occidental y el que no pertenece a su esfera, H. V. Lier dice en Objeto y Estética: “De tal modo, estos objetos (los primitivos de
América del Norte, por ejemplo)* no son ob-jeto. No se arrojan ante (objecta), no caen (jecta) bajo los sentidos (ob) del que los hace o
los emplea. El hombre no es frente a reflujos de una vida en común.”

Hasta aquí hemos realizado una fugaz puntuación de ese “situarse enfrente” primordial que caracteriza al objeto, sus
cualidades (objetivas) y su proceso de unificación (objetivación)1 . Esas marcas nos permiten abrir algunas interrogaciones claves, así
como los breves desarrollos que se desprenden de las mismas, en función de meditar sobre el horizonte de prácticas venideras o
instauradas.

Primera cuestión: ligazón, desvío y soldamiento

La pregunta inicial que se me ocurre es, ¿si el sujeto, el objeto y sus múltiples derivaciones no se ligaron en un punto, donde
además el último fue concebido de manera física y transfísica sin que ello aniquilara su materialidad.

Cuestión sinuosa y difícil de responder, aunque no imposible de captarla en sus rasgos más notorios

A menudo se afirma que todo pensamiento está del lado del sujeto. Su posición es privilegiada pues tiene “una economía y una
historia, lo cual es muy tranquilizador”2. De sus dominios ha sido expulsado insistentemente el objeto. Así el “sujeto ha recibido –dice J.
Braudillard– una excelente proyección: presente desde el principio, con sus pulsiones, con su deseo, con su voluntad, en su feudo,
milagrosamente armado para no ser nunca objeto de nada”.3

Sin embargo el asunto es diferente, La “supremacía” del objeto es radical, devastadora. Todo pasa a jugar para él, enigma,
función, clave, predicación, etc., son captadas por el objeto. Parafraseando a Malraux, digamos que la “maldad” de los objetos estriba
en convertir las pulsiones y deseos de los sujetos en destinos. Destinos equívocos, pues hacen creer a sus “fascinados”, aquellos que
permanecieron “sujetos” de sus centelleos, que se autodeterminan por sus deseos, conciencias o lo que sea. Y esa es precisamente la
condena: “el sujeto sólo puede desear, sólo el objeto puede seducir”4

La venganza del objeto es absoluta. No existe grieta alguna por la cual el sujeto pueda escurrirse, salvo por la que lo marca
esencialmente, y ésta no es una salida, sino la entrada definitiva en sí mismo. Tantos años, miles, llenos de arbitrariedades,
parcialidades, exclusiones, ignorancias por desentendimiento o saber, doctas o groseras, encuentran finalmente, en el horizonte de la
posmodernidad, un vuelco justiciero del despotismo de sujeto en la ilimitada tersura de la seducción objetiva. El sujeto podrá circular
con toda la fanfarronería con que lo dotó la metafísica occidental desde siempre, pero el viaje será sin retorno, pues se ha internado en
el “territorio del nunca jamás”.

El poder de convicción, la argumentación seductora de sí misma, la brillantez de la “escritura objeto” que esgrime Braudillard
(el “objetólogo” más radiante, el sepulturero más apasionado del sujeto), posee también el bache de sus propias certidumbres. Sus
epigramas son disparados sin descanso. Cada uno corta justo en el lugar donde una creencia se ha consolidado, un mito se estructuró, o
un concepto baila festejando su cientificidad. El aparato de demolición que usa es implacable, nada resta en pie, mejor dicho, el
desborde alusivo, inclusive irónico reverberante de su “obofilia”*, hace perder pie, despeñarse a cualquier intento de balbucear algo
todavía sobre el sujeto o la subjetividad. El mecanismo seductor del lector es simple: la inversión pura, correspondiente a un objeto
absoluto, paradigma baudeleriano anticipado en el arte.

El despliegue que realiza, en cambio, está lleno de vericuetos, de ejemplos eficaces, ocurrencias bellas y pensamientos
relampagueantes, fijados con el sello enmudecedor del acontecimiento.

¿Pero hasta invertir los términos para solucionar el problema, ¿o simplemente depositar todo en el anverso para decir que ésta
es una solución sin problemas, o una solución que en verdad, causa un enorme problema Y más cuando se asevera que el asunto ha sido
planteado de manera inédita.

Fue preciso hacer este pequeño desvío para dejar indicada una posición fulgurante, que recomienda olvidar a Foucault, Marx,
Freud, el poder, etc., esos imperialismos del recuerdo vehiculizados por “la izquierda divina” (otro de sus textos).

Retornemos ahora a la pregunta del comienzo. Señalábamos un momento antes de apartarnos, que la idea “originada” por
Braudillard tiene un respaldo fehaciente en formaciones sociales-históricas diferentes a las nuestras. Y aún hoy se pueden encontrar
esos objetos fluyentes en el cordón precolombino que va desde América del Sur hasta México. Y también se hallan amalgamados en esa
metafísica fanática del sujeto e inquisidora “humeante” del objeto. La separación de ambos es tardía. Sin un fundamento trascendental,
enemigo de lo “trascendente”, un estricto plano de derecho, la probabilidad de que las representaciones sean acompañadas por un “yo
pienso” y la demarcación de una “ experiencia posible” donde todo acontezca, el dueto fatídico no se divorcia en el discurso
hegemónico. Ya volveremos sobre la institucionalización de la separación en el momento oportuno. La pareja no sólo se mantiene
unida, perdura en una simbiosis apastelada en la cual los integrantes pierden el juicio, y en el juicio se fusionan. Mediante remisiones
sustanciales se trasmutan en lo real sin máscaras5, aquello tan insoportable para el sujeto como para la “hiperrealidad” –todavía
máxima veladura– del objeto. Este, en un tiempo lejano, tomó la factura “formal”, objeto al que se accedía directamente por una
potencia o un acto. Esa era la vía regia para alcanzar el carozo “material”. Carozo que atraía determinaciones variadas e impulsaba
distintos tipos de acciones. Saltaba como un travesti enloquecido. Cuando se lo pretendía tomar en su aspecto físico, dejaba caer su
ropaje para expresarse como idea, afirmarse por su valor o proyectarse en cuanto referente de conocimiento.

Desde las reflexiones más tempranas la fisicalidad del objeto fue una coartada para hablar de su materialidad, concibiéndose a
ésta como un paulatino proceso de desrealización.

Por eso la materia pudo dejar de ser “palpable”, “sensible”, “dura”, “rocosa”, “indivisa”, “atomon”,6 etc., para trocarse en un
valor, una ficción, creencia o conocimiento perdurable. Ahora bien, gracias a las incesantes mutaciones, la materia se desliza bajo el
objeto, volcándose integramente en el campo de la representación. Así objeto material, representación objetiva, materialidad
representativa, etc., son fórmulas intercambiables que aseguran el reinado indiscutible de la “representablilidad”, único criterio de
razón y verdad, al que de una u otra manera es necesario arribar, si se desea evitar el caos y la disolución.

Durante un extenso trayecto del pensamiento occidental la representación devorará cuanto bicho o quimera le salga al paso. Su pasión
es canibalística. Su ambición omnímoda. Lo que se resista será sometido por la fuerza de su “representatividad”. “ ¡Usted no es
representativo!”, “perdón, ¿en representación de quién viene “ Pero también sufrirá las consecuencias de cargar con un imperio: “Por
suerte no era más que una representación”, “Me decepcionas, sólo estabas representando”, “ ¡espero que esto no sea otra de sus
representaciones!”.

Mientras tanto, ¿qué ocurrió en este punto con e otro partenaire, el sujeto? Esbozando una respuesta circunscripta podemos
decir que el sujeto se ha quedado pegado al objeto. Está en trance isológico. Aclaremos el asunto.

Aquello de lo que se afirma o niega algo es lo que tradicionalmente fue nombrado “concepto-sujeto”, puesto que desde un
punto de vista ontológico (y no sólo lógico-proposicional) cualquier objeto puede ser sujeto de un juicio. Y era en este donde residía la
consistencia misma de la realidad. Por otro lado en la dimensión del “objeto-sujeto” no existe prioridad de uno sobre otro; sino rige la
ley de equivalencias y la necesidad de correspondencias, o sea, de fundir todo en el universo analógico.

Es sabido que una concepción categorial o conceptual arranca del juicio como modelo, donde la identidad es corazón del
concepto. Pero ¿qué es esa identidad Nada diferente a su gemela, la analogía, que constituye la razón de ser de los mismos juicios, los
que funcionan en dos planos básicos. Uno ejerce la distribución del concepto en varias direcciones. Es los que habitualmente se llamó
sentido común. Todavía hoy se oye decir “el sentido común es lo mejor repartido”, pues sería un sentido connatural como el tacto o el
gusto, y tan íntimo y discrecional como ellos, por eso puede “faltar” o “haberse perdido”. Otro, más escaso, instaura una jerarquía por la
cual los sujetos son medidos. Es lo que menciona como buen sentido, guía del que posee un “buen juicio”, y por ende es (en su
comportamiento) “juicioso”. Pero el buen sentido no es sólo “bueno”, es además, el “mejor” y el “primero”. Calidad y orden están a la
cabeza de la jerarquización que desempeña. Equilibrio, ponderación (de los factores de juego), o lo contrario, siempre serán
subordinados.

Todo juicio está atrapado en esas dos funciones. Y la identidad bajo el régimen de la analogía y ésta sobre el fondo de la
identidad 7, son sus carceleras.

Sin embargo con lo anterior ya estamos lejos de la “primera sustancia” (que liga a todos los seres haciéndolos reales y concretos), ser
individual o como quiera llamárselo. Desde ese instante cualquier realidad, imaginaria o simbólica, ficticia o adventicia, idealidad
matemática o hecho observable, caen bajo el régimen de cambio de lugares, sin predominio anticipado de un factor sobre otro. El grado
que caracteriza la relación es “cero”. La elección inequívoca del “sujeto” será correlativa a la marca trascendental que lo distingue.
Mientras el objeto se convertirá en “fenómeno” al cual la realidad y lo real le pertenecen. Todavía con el imperio del Cogito, aún
tomado como pura relación significante, vacía de contenidos y aconteceres propios del sujeto científico –según la apresurada versión
lacaniana de Descartes––, aquella separación y esa condensación no se hicieron posibles.

El salto que se da alrededor del siglo XVIII es encomiable, aunque por otra vía instala sus sutiles modos de censura. Haciendo
referencia nuevamente a Braudillard y siendo justo con sus aserciones, vemos que es el cronista más despiadado del kantismo y del
neokantismo prolongados hasta nuestros días. Sin embargo su pretensión crítica ambiciona una validez retrospectiva y prospectiva que,
por ahora, es sólo eso.

Segunda cuestión: elaboración y referencias

Entonces, cabe hacerse una segunda pregunta con vistas a responderla fugazmente, pues su despliegue se articula en otro
momento.

Desglosemos esta interrogación en dos aspectos. Uno es, ¿dónde se elaboraron el sujeto y el objeto como estructuras
contrapuestas?. Otro enfatiza, ¿cómo se dejó de lado el referente de una práctica transformadora y el objeto pasó por ser lo real
mismo?

Herido de muerte e incomprensión el empirismo temprano, opacadas sus contribuciones (paréntesis del causalismo, valoración
de las conexiones, introducción pertinente de la reflexión-económico-política, jurídica y moral en los cotos vedados del conocimiento, el
sujeto y el mundo, etc.), la Alemania bárbara y exacta, comienza a despertar de sus sueño “selvático”; el mismo que Kant rasgando con
su bisturí el alma, el mundo y dios, llamó “dogmático”. Doble borrasca aventada de un solo y certero golpe. Trascendencia de las
regiones estudiadas en un clima de rigor y cenizas (Wolff). Populismo de las emociones como vías regias de todo conocimiento (Feder,
Garve). Contra todo ello surge el sujeto trascendental, sus formas puras a priori y categorías, lo que antes habitaba en el cielo o en el
complicado espectro de los sentidos y sentimientos. Aunque la crítica haya dejado el entre de sus investigaciones en los trazos de un
sugerente “esquematismo”, que sucumbe en la representación global e imperativa de la obra kantiana.

El discurso académico farragoso, de sesgo arquitectónico, compuesto a través de obras que tejen minuciosamente las
articulaciones en función de un sistema que adelanta inclusive las explicaciones de aquello inexplicable en el marco de sus límites y
argumentaciones, marca las fronteras crítico-jurídicas, poniendo de un lado el sujeto y de otro el objeto. Fuera de su alcance permanece
lo insondable, sobre lo cual se arrojaron interminables exégesis. Así desfilaron como aproximaciones a la “cosa en sí “ (Ding an sich), la
imposibilidad de agotar el conocimiento, “el creador”, “la voluntad” schopenhauriana, y demás interpretaciones. Pero si de todo ello se
tratara, la novedad hubiera sido nula. Antes de Kant lo en sí circulaba como moneda corriente en las “disertaciones” ilustradas
(D´Alembert, Maupertius, etc.). Descubrir lo descubierto es una novedad antigua. Quizá la fuerza de lo incognoscible nunca residió en sí,
sino en lo excluido de la reflexión “científica”, la cosa y en la palabra olvidada que siempre la acompañó “la cosa en sí misma (selbst)”8.
Por lo tanto, problemas del referente de una práctica científica, moral e histórica. Y este asunto, sus límites y proyecciones, es el que
transita por diferentes textos y pensamientos que no han perdido su revulsiva contemporaneidad. Bajo la forma retórica de una tesis-
broche la recordaremos en otro momento.

La ambivalencia persiste. El mismo que formuló la cosa en sí misma, como alerta rojo para que hubiera una experiencia de
conocimiento posible, cae en una ambigüedad sin retorno. A veces la distingue del “objeto trascendental” y la identifica con el
“noúmeno”. Por momentos la distingue de ambos, aunque siempre mantenga la indefinición como norma expositiva. De todos modos la
barrera que férreamente implantada. Y el beneficio “secundario “ no se hace esperar.

En la historia de las idas acontece el primer clivaje sistemático entro lo “subjetivo” y lo “objetivo”, pegándose
indisceniblemente a este último lo “real”9. Desde entonces la representación de la “objetividad”, del método “objetivo”, de las
“necesidades objetivas”, del “proceso de objetivación”10 , nos domina y pone las condiciones –de terminantes para colmo– en lo cual
algo puede y debe ser transformado.

Como puede apreciarse, al imperialismo del sujeto (que podría denunciar Braudillard en iguales términos) le ha tocado un
colonialismo del objeto no menos agobiante. Y con un agregado que es preciso remarcar: la idea fuerte, vigente, de experiencia viene
montada sobre las nociones de “objetividad” y “realidad de las cosas”, tal como fueron pergeñadas en los albores trascendentales. Lo
real debe concordar con las “condiciones materiales de la experiencia”, es decir, con una percepción (sensación acompañada de
conciencia), que debe ser correlativa de un “objeto” al que corresponda una “percepción real”11. Cuando alguien manifiesta, “mi
experiencia indica...”, “esto ya es muy visto”, “en más de una experiencia he percibido”, o frases parecidas, mantiene una referencia
muy sedimentada por el tiempo con aquel pensamiento original. Cerca nuestro, anida en el mismo pulmón del psicoanálisis, dond e
existe una completa adopción de sus postulados gnoseológicos y éticos. Si Freud, M. Klein y otros hacen suya la pregunta kantiana, ¿qué
puedo conocer? Lacan pone la ética psicoanalítica enteramente dentro de otro de sus interrogantes: ¿qué debo hacer?12. Freud afirma
inequívocamente en Lo Inconciente: “Dentro del psicoanálisis no nos que da si no declarar que los procesos anímicos son en sí
inconcientes”, siendo percibidos por “la conciencia” de igual modo que en Kant la “percepción del mundo exterior” es realizada por los
“órganos sensoriales”. Y estima que la comparación entraña un gran beneficio para la ciencia conjetural que había fundado, pues el
“supuesto psicoanalítico de la actividad anímica inconciente nos aparece..., como continuación de la enmienda que Kant introdujo en
nuestra manera de concebir la percepción exterior”. Freud asimila todas las contradicciones de las formulaciones kantianas al desplazar
éstas al campo del psiquismo. Pero simultáneamente la rebasa de manera impensada, colándose sin cesar, en los senderos abiertos por
una crítica radical de la aventura del conocimiento. Dice en el mismo texto, “Así como Kant nos alertó para que no juzgásemos a la
percepción como idéntica a lo percibido incognoscible (?) descuidando el condicionamiento subjetivo de ella, así el psicoanálisis nos
advierte que no hemos de sustituir el proceso psíquico inconciente, que es el objeto de la conciencia por la percepción que ésta hace de
él. Como lo físico, tampoco lo psíquico es necesariamente en la realidad según se nos aparece. No obstante nos sentiremos satisfechos
de experimentar que la enmienda de la percepción interior no ofrece dificultades tan grandes como la percepción exterior, y que el
objeto interior es menos incognoscible que el mundo exterior”.

Largo recorrido, coincidencias puntuales, ligazones más que estrictas, aunque también diferencias notorias que no surgen a
simple vista. El Más Allá.... de Freud rebasa –como señalaba antes– esa operación trascendental de Kant, para quien las sensaciones
eran siempre acabadas y su yo pasivo (distinto del activo que efectúa “síntesis”), unificado, inactivo. En cambio en la estética (teoría del
placer) freudiana el yo organiza “procesos psíquicos”, ejerce varias funciones y mantiene relaciones muy complejas con sus
“instituciones” (por ejemplo el “superyó”).

Por esas sugestivas correlaciones acotaba previamente que tanto el concepto de “experiencia” (percepción corriente que tiene
un sujeto de su actividad), como el de “realidad” (dada a los sentidos, y que de modo paradojal es puesta categorialmente), eran
heredados por nosotros con todas las ambigüedades y confusiones que arrastran.

Vimos cómo el discurso psicoanalítico hace suya la “enmienda” kantiana de la percepción de lo “externo” y lo “incognoscible”,
que reactualiza, en el dominio inconciente, la problemática de la “cosa en sí”. Es entonces cuando surge la posibilidad de entenderlos
desde un real irrepetible, separado como resto, sobra, objeto causa de deseo, pequeño “a”, y las implicaciones que tiene para un
quehacer orientado por una visión clínica singular.

Por otro lado durante el movimiento del entendimiento –el esfuerzo por “entender” y “legislar” todo– comienza a
desprenderse una dualidad que, actualmente, encontramos en sus formas más burdas y consumadas, sin que ello anule su eficacia
operativa13 . Sirve para describir fenómenos harto complejos, clasificar objetos sin solución de continuidad, interiorizar conjuntos
perceptuales en el sujeto, dotarlo de categorías, atribuirle sensaciones molares, convertido en una máquina de proyecciones, y,
básicamente para mantener en su territorio a la “realidad en sí” y a la “apariencia para...” división que determina el sentido común, la
impone como indiscutible y atraviesa las rotulaciones más caprichosas y difundidas, “psicología profunda”, “persona superficial”,
“hombre esencial”, “sólo es así en la superficie”, “está aparentando”, e infinitas derivaciones de una grieta fundamental cuyas aristas
modelan las prácticas consagradas. Y de la que tampoco escapan las que se asumen como marginales. Las resonancias teórico-clínicas
de esa concepción representacionalista son particularmente notables en las direcciones más atrayentes del pensamiento analítico.

Caníbal representación

Representarse algo requiere el acto de masticar las diferencias para digerirlas como alimento idéntico. Una experimentada
gastrónoma, teniendo en cuenta esa nivelación, afirmaba que “en el estómago todo se junta por igual”. Señalaba así el límite
“orgánico”, “estomacal” de la representación, ignorando que también podía albergar lo infinito en sí mismo, sea infinitamente pequeño
(infinitesimal) como en Leibniz, sea infinitamente grande (contradicción motora) como en Hegel. Y no digo que la señora cocinera
debiera estar enterada de la existencia de Leibniz o Hegel, sino que el pensamiento de éstos condensa por anticipado lo que ella pueda
balbucear mínimamente acerca de lo muy mínimo o de lo infinitamente contradictorias que puedan ser las “elecciones” de sus clientes.

Pero ¿a qué se denomina representación? De modo amplio y preciso bajo el nombre de representación se designa la relación
de un concepto con su objeto, efectuada en el registro de la memoria y la conciencia de sí. O si se quiere, en otros términos en re-
memoración y el reconocimiento. Se instaura una representación cuando la relación acuerda un concepto con su objeto
correspondiente. “¡Ahora me acuerdo¡” es mucho más que un brusco remalazo de la memoria. Denota ese acuerdo fundamental, sin el
cual la representación boquea. Y late asimismo en todo acto de reconocimiento (“lo reconozco, es el encendedor que había perdido”).
Re-memorización y re-conocimiento son los caminos obligados para que haya encuentro. Pero no se trata del encuentro anhelado en un
día, hora y lugar con la persona amada o el asunto buscado, sino del acuerdo donde un criterio se impone. La representación impones a
la verdad como adecuación entre lo representado y su referente: Y es en el deslizamiento de su verdad a la verdad que la
representación exhibe su poder e impotencia simultáneamente. Poder de captura, devoración, capacidad de juzgar y someter cualquier
posible desvío. Impotencia de pensar cualquier diferencia en sí misma, como no sea rompiendo las continuidades, disolviendo las
analogías, agujereando lo semejante (aunque exaltando las similaridades) o desmintiendo las identidades. Es decir, se ataca la diferencia
bajo la acusación de que es desorden, quiebra, caos, apocalipsis. Sin embargo existen más órdenes en sus desconocidos universos que
los que aceptamos re-conocer. Y en contra de los cuales es inútil argumentar desde el prejuicio, la creencia o un arrogante supuesto
saber.

Re-iteración
Sin duda, la re-presentación14 de algo entraña el pseudo movimiento conceptual y la actividad múltiple de “volver a
presentar”, hacer presente una oferta, dar un presente para ser re-conocidos, plasmar ese algo ausente que aparece en una serie
temporal distinta e irreductible a la primitiva15 , con modalidades semejantes al “objeto” correspondiente, colocado en un espacio
análogo en condiciones similares, etc. Pero representar (se) algo exige desempeños simultáneas y categóricos, como los de separar,
oponer y excluir; mecanismos tardíos aunque importantes y dotados de una eficacia decisoria inigualable.

Cuando estamos dividiendo lo hacemos oponiendo díadas excluyentes, que mantienen relaciones de valor y dominio entre sí,
que reclaman elecciones y poder de representatividad absoluta de una sobre otra. Después podremos conciliarlas o no, generar alianzas
eventuales o definitivas, señalar que ambas son necesarias para la coexistencia de las diferencias o enfatizar las separaciones como
imprescindibles para reconocer los territorios específicos, los predios familiares, los conocimientos disciplinarios o el rigor mortis de
ciertos conceptos sostenidos por la obsesiva torpeza de la memoria.

La representación es tardía, llega con el afán de entender (sería más correcto decir extender, pues el acto de entender es un
acto de apropiación), constituir (como privado a ... la otra parte), cronometrar, catalogar, ordenar, vigilar,, discriminar, etc. En una
palabra: fundar el imperio de un representante que por fuerza debe ser representativo de la representación misma. 16 ¿Y fuera de ella
qué? Todo lo demás. En fin, en ese todo lo demás” reside una de las claves fundamentales de las localizaciones prácticas. Esas
preocupaciones atraviesan las reflexiones más afinadas sobre los actos clínicos (noción que ha perdido el territorio que poseía en el
ámbito médico). Y su insistencia es fulgurante en aquellos que realizaron aportes únicos para el esclarecimiento de los procesos
anímicos y de subjetivación.

Sin embargo al sacar de su lugar “naturalizado” e ilegítimo a la representación, parecería que se arroja por la borda y aniquila
su positividad en la formación de riquísimas constelaciones emotivas y gnoseológicas . Nada por el estilo. Estipulemos. No está en
cuestión su potencialidad, grado de verdad o utilidad, sino otro asunto. Al interponerse como fundante indiscutible, obtura las
dimensiones nocionales, pasionales y afectivas inéditas, así como la invención de herramientas que permitan enfrentar los desafíos
reales las diversas acciones, sus múltiples conexiones y las formas peculiares de exploración, que todo ese abanico desencadena. La
imposibilidad de síntesis no es una falencia, ni una defección del “principio de realidad” (cordura, sensatez, adaptación, crecimiento
pautado, logros ponderables, etc. ), sino una condición de las producciones inconcientes 17 incrustadas en los actos reales (irreal o
desrrealizante corresponden a sus modalidades), que generan en sí mismas amasadas en un social-histórico particular e irreductible a
las sociedades e historias conocidas y reconocidas como tales.

A diferencia de ciertas “existencias” las producciones-formaciones del inconsciente18 no preexisten a su acontecer. Fallidos,
olvidos, una creación inesperada , no están anticipados en ningún lado, registro o universo apriorístico. Por eso se afirma que no
“existen”, sino “insisten” en un discurso o en situaciones extradiscursivas. Son extraños al orden tópico (éste pertenece al verosímil de
un cierto tipo de exposición o de transmisión escolar específicas), irrumpen “atópicamente” y escapan a sus posibles representaciones,
pues no han sido “ presentados” en ningún espacio posible, ni antes de su gestación. Persisten fuera de cualquier imagen arcaica,
escena primaria (doblada en secundaria por su relato), trama familiar, registro imaginario o plano simbólico constituido.

Las producciones del inconciente son asintéticas.

Entonces se puede afirmar, desde un enfoque representativo penitente, que ellas, “desconocen” absolutamente todo tipo de
“representantes”, edípicos, significación directriz o parlamente adecuado.19

Tercera cuestión: direcciones, disociaciones y otros rumbos


Ahora llegó el momento de hacernos una tercera pregunta (que elucidaremos de modo fugaz): ¿Cómo se enunció en ciertas
orientaciones dominantes la disociación entre objetividad-subjetividad y su parte indescifrable, en el plano del psiquismo?.20

Justamente a propósito de lo que venimos remarcando, Freud dice en un texto meridiano21 : “La oposición entre subjetivo y
objetivo no se da desde el comienzo22 . Sólo se establece porque el pensar posee la capacidad de volver a hacer presente,
reproduciéndolo en la representación, algo que una vez fue percibido, para lo cual no hace falta que el objeto siga estando ahí afuera. El
fin primero y más inmediato del examen de realidad no es por tanto, hallar en la percepción objetiva un objeto que corresponda a lo
representado, sin reencontrarlo, convencerse de que todavía está ahí”.

Freud todavía permanece atado en una teoría clásica de la representación (en realidad no hay otra) donde “el pensar” es
verdaderamente “la facultad del pensar”, como señala más adelante, es decir, lo que fue llamado con gran acierto “entendimiento”. A
éste le cabe esbozar y constituir las oposiciones (que no pertenecen al “mundo de las cosas”), así como las relaciones y mediaciones
necesarias para que un conocimiento acerca de algo definido sea posible. Aunque su montaje es “racional”, se diferencia de la razón por
ser un “aparato teórico”, mientras aquella responde a los imperativos ético-prácticos. Nuevamente el mecanismo segregatorio se ha
puesto en marcha: entendimiento-razón; teoría-práctica; conocimiento-acción; subjetividad-objetividad23 , etc. Y, en correlación, con él
la desesperación por tender puentes que unan a los amantes separados en la ironía del “conocerse mejor”.

En el espacio de la representación, siguiendo la reflexión freudiana, hay un movimiento de reproducción de lo captado (“algo
que una vez fue percibido”), ausente y perdido (“tienen que haberse perdido objetos que antaño procuraron una satisfacción real”) que
transcurre en un nivel específico. No es preciso que lo percibido fuera del sujeto siga estando de esa manera. Así, la percepción en lugar
de intuir24 y constatar es una máquina de interiorizar. Como un empuje podría llevar al sujeto a laberintos sin retorno surge la función
de control del “examen de realidad”, encargado de encauzar las posibles “infidelidades” y “deformaciones” de un proceso perceptual
que varía imprevisiblemente 25.

Sin embargo la modalidad de esa función y de tal examen es muy particular. Una no busca aplicar métodos correctivos; ni otro
tiende a marcar correspondencia entre el objeto y su representación en el campo perceptual. Por el contrario la ortopedia y el afán de
concordancia son impugnados en pos de un “reencuentro” que posibilita hablar del “objeto” psíquico26 en particular, sus propiedades,
instancias y la causalidad que lo distingue. La noción de reencuentro no indica que algo sea “recuperado”, sino que una nueva
“realidad”, a partir de lo perdido, se ha construido. Pero nada autoriza a llamar a esa realidad novedosa, “interna” o “íntima” como se la
denomina en cierta jerga facilista. Lo que Freud señaló era un conjunto de problemas a ser pensados y no su solución satisfactoria,
perdida al igual que el objeto primigenio.27 Esto sólo fue comprendido por algunos que profundizaron las hipótesis iniciales.

Una semblanza nos permitirá valorar fugazmente la repercusión del asunto para una concepción del acto clínico y de la
intervención en general.

D. W. Winnicott en Realidad y Juego inicia un brillante viaje, pleno de invenciones y descubrimientos. Sospechando que sus
formulaciones no han sido bien entendidas, o fueron caprichosamente asimiladas, las rehace a cada instante. Echa mano de todo lo que
tiene a su alcance, desde los poetas metaf`ísicos (por ejemplo J. Donne) hasta las tiras cómicas (por ejemplo Peanuts). Mediante la
búsqueda la noción de “material” adquiere una amplitud desconocida (otro tanto ocurre con W. R. Bion, J. Lacan y el “censurado” W.
Reich). Constantemente arriesga puntos de vista singulares, enfatiza un ángulo diferente de lo que se creía definitivamente
comprendido o demanda ciertas reglas del lector analista para que el “juego” de su pensamiento y de sus contribuciones afectivas,
comience a ejercerse.

La versión más difundida es que el autor inglés postuló una teoría convincente acerca de los “objetos transicionales”. Pero no
es eso lo que le preocupa a Winnicott. Su interés está centrado en la “experiencia” del sujeto. Por ello declara que recién “ahora se
reconoce en general que lo que estudio en esta parte de mi trabajo no es el trozo de tela o el osito que usa el bebé; no se trata del
objeto usado como del uso de eso objeto”.

La complejidad de tales “fenómenos” hace que no se los pueda reducir a los parámetros de una lógica “consistente”, “coherente”, o
“adecuada”. Sólo en ocasiones, a la manera e un “instrumento”, se puede recurrir a sus elementos o formalizaciones, pero definirlos
como principios de inteligibilidad del proceso psíquico y de la “realidad” que lo caracterizaría, termina vaciándolo sin remedio,
encauzándolo en uno de los tantos “rituales obsesivos”.

Winnicott reivindica la afirmación simultánea de dos sentidos contradictorios, o sea: la paradoja28 , como líneas de series
conexas y explicativas de los “fenómenos” indagados. Dice, “llamo la atención hacia la paradoja que implica el uso, por el niño pequeño,
de lo que yo denominé objeto transicional. Mi contribución consiste en pedir que la paradoja se aceptada, tolerada y respetada y que no
se la resuelva”. Sin embargo existe la posibilidad de “resolverla mediante la fuga hacia el funcionamiento intelectual dividido, pero el
precio será la pérdida del valor de la paradoja misma”.

Los acontecimientos paradojales exigen sus propios niveles de abstracción, y se remarca que no son capturables mediante
selectos repertorios de anécdotas experienciables, que pasan por ser ejemplos demostrativos. En el plano expositivo que se ubica
Winnicott, ellos funcionan como obstáculos epistemológicos. Declara francamente que los “ejemplos” le molestan. Y tal malestar
“obedece a la razón que ofrecí en mi trabajo primitivo29 : los ejemplos pueden comenzar a identificar ejemplares e iniciar un proceso de
clasificación de tipo artificial y arbitrario, en tanto que yo me refiero a algo que es universal y posee una variedad infinita”.

La infinita variedad que atraviesa a los “objetos”30 y “fenómenos” espacio-temporales que constituyen esas “zonas
intermedias de experiencia” (entre el dedo del bebé y su muñequito-cosa, entre el erotismo anal y la relación del objeto, etc.) no se
establece desde una adentro y un afuera. La proveniencia foránea responde a “nuestro punto de vista”, es ajena al entorno del bebé. El
pretendido origen interno de ciertas experiencias, aún “protofantásticas”, es una atribución incorrecta (extrapolación) del observador,
pues “no es una alucinación”.

A lo anterior correspondería añadirle una distinción omitida en los escritos de analista británico. Las “zonas intermedias de
experiencia”, no puede concebirse como mediaciones”, que siempre son puestas intelectualmente, sino, como su nombre lo indica, son
actos de posesión31 manipulación, atracción, repulsa, in-determinación, formación hecho efectivo, juego de dones, etc., arrojados del
universo representacional. Insisten más allá del corte implantado por la subjetividad y objetividad. La persistencia de los “fenómenos
transicionales” va esfumando cualquier delimitación rigurosa, la torna “difusa” 32. Y desde ese trampolín se salta33 a una explicación
apasionante del juego de la producción artística y otras creaciones paradojales34 cuyas materialidades rompen cualquier asociación con
una creación espontánea o ex nihilo.

Y para terminar con el boceto-Winnicott (nombre de un pensamiento complejo, transautoral), relativo a nuestro interés,
enfatizo un extenso párrafo donde se afirma: “ En el capítulo sobre la experiencia cultural y su ubicación concreto mi idea sobre el juego
mediante la aseveración de que el jugar tiene un lugar y un tiempo. No se encuentra adentro según acepción alguna de esta palabra (y
por desgracia es cierto que el vocablo “adentro” tiene muchos y muy variados usos en el estudio analítico). Tampoco está afuera es
decir, no forma parte del mundo repudiado, el no-yo lo que el individuo ha decidido reconocer (con gran dificultad, y aún con dolor)
como verdaderamente exterior, fuera del alcance del dominio mágico. Para dominar lo que está afuera es preciso hacer cosas, no sólo
pensar o desear, y hacer cosas lleva tiempo . Jugar es hacer”.

Así vemos como esa tajante conclusión pragmática (“Decir es hacer” aforiza desde otro plano el lingüista Austin instituye a
propósito del juego, una sorprendente noción moebiana de experiencia.

En el orden de problemas abiertos por Freud y explorados meticulosamente por Winnicott –y una pléyade que estaría demás
citar aquí– a nivel temprano, se inscriben las formulaciones de la partícula beta () de W. R. Bion. Lo interesante de esta aproximación
es que toca tanto a la vida normal como patológica (aunque siempre se la enfocó desde está última), más allá de que permanezca
aferrada a una categoría y un mecanismo que sus búsquedas habían superado: la relación “continente-contenido” y la supuestamente
precursora “identificación proyectiva”.

Tras la huella de Kant, la partícula beta es definida por Bion como “cosa-en-sí-misma” (thing-in itself) y comprende a un “real”
que es incognoscible. El bebé graba impresiones sensorio-motoras y afecciones de diverso tipo (restos sonoros, visuales, etc.), que
conforman lo que Bion denomina ”protopensamiento”, cuyo referente es la “casa-en-sí-misma”. Tal mazacote 35 es lanzado en bloque y
no es rápidamente decodificable (ahí está la diversidad de respuesta de la madre para probarlo), en las instancias “conocidas”, ni
tampoco constituye una señal o indicación portadora de un significado subyacente. Su modalidad resulta extraña a las relaciones
significantes y a los encajes simbólicos.

La madre, por su parte, responde al envío “polimorfo” con un acto específico pero signado –pro ejemplo, dar de mamar– que
trasciende cualquier tipo de feed-back hacia complejas lógicas sociales y se despliega mediante una función beta, diferenciada en un
movimiento unitario.

Posteriormente Bion enuncia su teoría de la función alfa () que transforma los fragmentos “primitivos” en elementos alfa
(imágenes visuales, olfativas, auditivas) que compondrían los planos concientes del sujeto, sus sueños (en lo que ellos puedan tener de
interpretables), funciones mentales “superiores”, etc. Tales unidades pueden acumularse, ser reprimidas, y así cumplir con un objetivo
del proceso psíquico, como es el de hacerlas pasar al campo representacional. Pero en Bion no existen dicotomías “elementales” y
excluyentes que condenarían como indeseables esos retornos (ya que justamente retorna lo deseado) de “fuertes” impresiones, donde
la cultura no cesa de tallar sus marcas inconcientes. Las partículas beta y sus distintos funcionamientos juegan como “formadores
esenciales” de la experiencia humana, de sus bloqueos y aperturas, de su capacidad creativa y de sus posibilidades de encubrimiento y
descubrimiento. En cambio una versión psicoanalítica estandarizada las declara “inapropiadas” e “inútiles”37 para pensar (claro que por
representaciones), soñar, recordar (obvio, por el camino de la memoria) o desempeñar funciones intelectuales. En síntesis, son las
generadoras de las tan reprochables “actuaciones” (¿cómo ahí no se pone nada en escena?), incapaces de sostener conductas
progresivamente maduras, equilibradas, hasta borrar cualquier rasgo de “psicosis”.

En la misma constelación del objeto “perdido” de Freud, de los “buenos” y “malos” (modelística de los objetos “parciales”) de
M. Klein de los “fenómenos” y “objetos transicionales” de Winnicott, de las partículas beta u “objetos bizarros” de Bion, se halla el
objeto “petit a” de Lacan. Fragmento, “lammelle” (laminilla) libidinal depositada sobre cualquier zona del cuerpo, escoria, hez, etc.
Haciendo un comentario sobre el Hombre de los Lobos, Lacan dice que el lugar del objeto a está bajo las sábanas; oculta el excremento,
o sea, un objeto anal, marca de que algo ha sido expulsado, desfallecido. Resto fugitivo, no especularizable por naturaleza, el a, rechaza
la globalidad de los objetos construidos que siempre están situados en un lugar u otro, mientras el “petit a” es un desubicado esencial.
Puede estar y no estar precisamente allí donde está 38 . Deshecho en un puro pretérito, vuela como astilla loca, “pulsión parcial
pregenital”, mirada, voz, gesto. Pero también “causa de deseo”, y en cuanto tal causa perdida (como determinación de orígenes y
recorridos). Objeto (¿puede mencionárselo así todavía?) absolutamente desligado de cualquier relación o estructura, que golpea de
modo afuncional al sujeto, desestructurando su discurso 39, conducta o emblema, haciéndolo fallar en acto. Por otro lado desconoce
cualquier barrera entre lo externo y lo interno. Es “extimo”, según el término que inventó Lacan para designar la cualidad del “pequeño
otro”, de una anobjeto, imposible en su ser de reflejarse en espejo alguno, o sea: virtualidad pura.
Cuarzos

El abanico que fui desplegando en algunas direcciones, indica que los polos subjetivo y objetivo, sus hegemonías esporádicas,
así como los binarismos consecuentes (interior/exterior, micro/macro, individuo/sociedad, etc.), se imponen tardíamente. Aunque son
útiles para forjar oposiciones máximas y mínimas contigüidades. Además sirven para diseñar formas de transmisión, modelos
representacionales y cierto tipo de conocimientos definidos acerca de realidades indefinibles, adecuados a las concepciones ideológicas
que, en cada caso, actúen de continente.

Después, cuando las dualidades gobiernan, será necesario hacer un esfuerzo tantálico. Entonces se establecerán mediaciones,
niveles de integración, relaciones de relaciones o estructuras, sistemas, pautas de clasificación, analogías complejas, semejanzas
parciales, etc, entre lo arbitraria, descriptiva y convenientemente separado.

Si embargo lo único que realmente –con toda la fuerza que el vocablo tenga– podemos constatar es que las díadas (sus
componentes y articulaciones) son producidas en determinadas condiciones discursivas y práctico-sociales. En un proceso de
diferencias, de historias sin fondo, irreductibles a los parámetros de la representación y sus dualismos.

Hace tiempo decía el poco recordado Marx desde una tesitura afín a la sostenida aquí, que la “falla fundamental de todo el
materialismo precedente ......(agreguemos: inclusive el de sus seguidores epistemológicos) reside en que sólo capta la cosa la realidad lo
sensible bajo la forma del objeto o de la contemplación no como actividad humana sensible, como práctica; no de un modo subjetivo”.
De ninguna otra cosa estuvimos hablando hasta ahora. Pero, no nos engañemos, ese modo subjetivo es imposible de ser concebido
habitando algún yo, sí mismo, individuo o entidad similar, puesto que inmediatamente otro enunciado afirma que el materialismo
aludido “resuelve la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto e inmanente a cada individuo.
Es en realidad el conjunto de las relaciones sociales”. Más allá de la forma especializada y epocal de las proposiciones, en ellas queda
anulada la falsa e irracional dicotomía entre una “exterioridad social” y una “interioridad individual”. Así la subjetividad, en cuanto
multiplicidad, es catapultada en toda su potencia. Proviene de lugares ajenos, desconocidos o extrañamente habituales; de órdenes
inquietantes, aquietantes, provocadores; de series resonantes consonantes, disonantes; de sombras, voces , miradas, olores, gestos y
palabras. Incomprendida cuando se la “condensa” en las piezas del “aparato psíquico”, que siempre es un instrumento de captura o
cuando se la confunde rápidamente con “psiquismo”, que es sólo uno de los modos de nombrarla. Es mejora avizorada cuando se la
piensa y experimenta bajo la “condición de que no haya fronteras”40 donde la subjetividad – y su “sujeto”– que aflora por vía edínico-
familiar41, choca, se revuelve y encabalga con la que generan los media, los procesos socio-políticos y la que fluye desde la
cotidianeidad. Y es el mismo orden psíquico “fantasmático” el que funciona, gracias a esas distintas longitudes de onda (¿acaso se
inviste cualquier coas?), en toda su singularidad. Hay que aceptar definitivamente que la producción es como el cuarzo. La naturaleza
unívoca del cuarzo, por diferentes incidencias, es llamada; citrino, ágata, calcedonia, cuazos rosado y azul, heliotropo, jaspe, ópalo, jade
amatista. Modos de decirse que no comportan entidades plurales, “únicas” en su esencia, y a posteriori, “colectivas”, “sociales”, unidas
por la fuerza siniestra de la homogeneidad. Lo uniforme no es social, sino para un individuo que ya viste el fantasma de su uniforme. Y lo
que deberá saberse es más complicado, o sea: cuál será el modo de “singularización” que soporta cada tramado social-histórico.

A manera de epílogo pienso que las subjetividades deben “contornearse” en los ámbitos donde lenta y trabajosamente son
gestadas. El viejo zoon políticon, por ejemplo, no puede ser si no griego. La polis (infelizmente traducida por “ciudad”, pues nada tiene
en común con ella), no es recorrida por “ciudadados” que van de su mitad “pública” (imagen, función, etc.), hacia su mitad
“privada”(hogar, rol paterno, materno, etc.). Así como la noción de niño, grupo, fuerza de trabajo”, son modernas, la polis hace que lo
subjetivo se oponga a la intimidad (por eso la subjetividad no se homologa a privacidad en la Grecia Clásica), siendo la participación
efectiva y no sólo representativa en un espacio de comunicación, confrontación –el Agora–, su marca pública sobresaliente. Animal
político entre nosotros no puede ser, entonces, más que una metáfora desgraciada y nostálgica .

Tomando senderos que nos conducen a nuestros comienzos, digamos que la subjetividad producida de infinitos modos sociales
e históricos, es “subjetivada” de mil formas produciendo múltiples objetividades. Éstas, a su vez, constituyen los objetos más
heterogéneos que, en un intrincado movimiento reflejo, parten el mundo en dos intentando la dominación y autonomización (quizás,
finalmente, lo logren) de sus focos generadores. De ahí que la famosa “determinación objetiva” sea un importante capítulo de la
perversión causalista, es decir, del fetichismo entronizado como forma de explicación de lo real. Sin embargo aquella real-ización es el
verdadero proceso creador, pleno de afecciones, sin afeites. Y su potencia adviene claramente en la “experiencia concreta”
(institucional, grupal, artística, clínica, escritural), aun cuando se ostente su más lamentable resignación.

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