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Tomás Asurmendi

Los pajaritos rojos

Porque bien podría suceder que, bien mirados, ellos sean ilustrativos de alguna cosa importante de

la vida, pero, fundamentalmente, porque ellos excitan nuestro mejor sentimiento, que es la ternura –

aunque no es claro que ésta sea un sentimiento–, voy a intentar esclarecer algo sobre los pajaritos

rojos. Por supuesto, tal afán comporta una desventaja obvia: con decir que son pájaros, que son

ínfimos y que su color es el rojo, ya se ha dicho lo fundamental, ¿para qué agregar más? Cualquier

justificación que pueda elaborar la mente sutil será falsa; conviene aceptar de antemano que lo que

sigue es, sí, palabrerío burdo que deformará a los pajaritos y terminará por aplastarlos y destruirlos,

como ya empieza a ocurrir. Por otra parte, esto último no es ninguna tragedia, porque ellos son tan

chiquitos y livianos que casi no pueden sentir dolor, o sea, casi ya estaban muertos desde siempre.

Intentaré, pese a todo, limitarme a un aspecto mínimo y de superficie: sus espirales.

A los pajaritos rojos les gustan las flores azules. Desde luego, aunque no la conozcamos, ha

de haber alguna razón para ello, pero el hecho es que, cuando un pajarito rojo consigue asentarse

sobre una flor azul, no hace nada: ni come ni se reproduce ni siquiera canta. A lo mejor,

simplemente, les gusta el aroma; desconozco si tienen olfato. Lo verdaderamente curioso, sin

embargo, es la manera como ellos se desplazan hacia estas flores. La cosa empieza las mañanas

soleadas. Un pajarito rojo está en su nido, en la copa de algún árbol de follaje espeso. Mientras hace

sus cosas de pájaro, vuela hacia otro árbol, después hacia otro, ocasionalmente baja al suelo, visita

una planta menor, sube a un poste del tendido eléctrico. Si trazamos el recorrido, punto por punto,

sobre un plano del lugar, observaremos que va describiendo una circunferencia. Hacia el mediodía,

el pajarito rojo llega muy cerca del punto inicial, o sea el nido, sólo que, en lugar de cerrar el círculo

–como anhela el observador–, elige detenerse sobre algún punto ligeramente más cercano al centro

de la elipse que el nido. Es decir, comienza a trazar una espiral. Constatado esto, el observador

fácilmente puede ubicar sobre el plano el centro aproximado de la incipiente figura y marcarlo con
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lápiz. Después, puede escrutar atentamente el terreno para identificar la zona que, en la realidad,

corresponde a la marca del lápiz sobre el plano; encontrará, por supuesto, una flor azul. Esta

operación equivale a predecir el futuro, porque nos revela –sin posibilidad de error– el destino del

día del pajarito rojo. En efecto, si regresamos a la hora del crepúsculo, inevitablemente veremos al

pajarito posarse sobre la flor y quedarse quieto, y los ojos se deleitarán. Resta agregar que, apenas

anochezca, volará de vuelta al nido, ahora en línea recta.

Sin lugar a dudas, desde la perspectiva del observador, este comportamiento se inscribe en el

ámbito de lo tierno. Ello, por varias razones. La primera y más obvia es la índole del animal, cuyos

atributos –pequeñez, rojidad, blandura, fragilidad ósea– lo colocarán siempre en dicho ámbito, haga

lo que haga (incluso cuando da muerte a los insectos que come o cuando defeca, lo hace

tiernamente). Otra razón, tocante ya al hecho específico del espiral, es la concurrencia del animal y

la geometría. Que la materia y el instinto realicen una figura abstracta y racional produce, por algún

motivo, ternura. Es un hecho. Pero hay también una tercera razón que complementa y complejiza a

esta última. Por más que la geometría límpida y asimismo intrincada de la espiral, descrita por un

mero pájaro, nos maraville, no podemos dejar de advertir que su inscripción en el espacio-tiempo

conlleva una idiotez flagrante. El observador, ajeno a los problemas diminutos del pajarito rojo,

siente deseos de enseñarle la ninguna necesidad de tanto rodeo, la conveniencia indiscutible de la

línea recta. Por supuesto, el intelecto del pajarito no alcanzará jamás a reconocer las evidencias; esa

presunta inferioridad también es tierna.

Concluyo con una cuarta razón, de carácter especular. Algún tiempo después de haber

registrado sobre el plano el desplazamiento del pajarito rojo, el observador sufre un episodio

trágico, en sentido aristotélico. Me refiero a la anagnórisis o reconocimiento, que el estagirita

describe en la Poética. Efectivamente, en la intimidad de la noche, el observador adquiere una

perspectiva más profunda, más fundamental de los hechos: el pajarito rojo, obnubilado por la flor

azul, describe ese largo rodeo precisamente para diferir en cuanto le sea posible el momento de la
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verdad. En esa dilación, voluntaria o no, estúpida o no, el pajarito rojo encuentra un disfrute

extraordinario: su corazoncito frágil late con vigor de águila y la tierra reverdece y el aire se

endulza y el día, inherentemente absurdo, gana un sentido. Entretanto, de más está decirlo, la flor

azul se magnifica. Cuando la tarde y el pajarito caen finalmente sobre la flor, ésta también cae; el

rojo y el azul se tocan sin fundirse hasta que ocurren la noche y el regreso –ahora sí– recto. El

observador desconoce cómo ese ajetreo afecta al pajarito rojo; desconoce si prima, en el nido

solitario, la dicha o el desencanto. Sí conoce algo, en cambio, de su propia historia, y ya le es

imposible no ver en ella un largo compendio de espirales. Ya le es imposible no sentirse hermano

del pajarito rojo. Ya le es imposible no reconocer esta cuarta razón: ver constatarse en el otro –

aunque éste sea apenas un pájaro– la inexorable derrota del amor, ese blando infortunio, suscita

también el sentimiento de la ternura, aunque, como ya dije, no es claro que ésta llegue a sentimiento

y es probable que no sea más que una manera espiralada de la pasión de Narciso.

Córdoba, 2016.

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