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Porque bien podría suceder que, bien mirados, ellos sean ilustrativos de alguna cosa importante de
la vida, pero, fundamentalmente, porque ellos excitan nuestro mejor sentimiento, que es la ternura –
aunque no es claro que ésta sea un sentimiento–, voy a intentar esclarecer algo sobre los pajaritos
rojos. Por supuesto, tal afán comporta una desventaja obvia: con decir que son pájaros, que son
ínfimos y que su color es el rojo, ya se ha dicho lo fundamental, ¿para qué agregar más? Cualquier
justificación que pueda elaborar la mente sutil será falsa; conviene aceptar de antemano que lo que
sigue es, sí, palabrerío burdo que deformará a los pajaritos y terminará por aplastarlos y destruirlos,
como ya empieza a ocurrir. Por otra parte, esto último no es ninguna tragedia, porque ellos son tan
chiquitos y livianos que casi no pueden sentir dolor, o sea, casi ya estaban muertos desde siempre.
A los pajaritos rojos les gustan las flores azules. Desde luego, aunque no la conozcamos, ha
de haber alguna razón para ello, pero el hecho es que, cuando un pajarito rojo consigue asentarse
sobre una flor azul, no hace nada: ni come ni se reproduce ni siquiera canta. A lo mejor,
simplemente, les gusta el aroma; desconozco si tienen olfato. Lo verdaderamente curioso, sin
embargo, es la manera como ellos se desplazan hacia estas flores. La cosa empieza las mañanas
soleadas. Un pajarito rojo está en su nido, en la copa de algún árbol de follaje espeso. Mientras hace
sus cosas de pájaro, vuela hacia otro árbol, después hacia otro, ocasionalmente baja al suelo, visita
una planta menor, sube a un poste del tendido eléctrico. Si trazamos el recorrido, punto por punto,
sobre un plano del lugar, observaremos que va describiendo una circunferencia. Hacia el mediodía,
el pajarito rojo llega muy cerca del punto inicial, o sea el nido, sólo que, en lugar de cerrar el círculo
–como anhela el observador–, elige detenerse sobre algún punto ligeramente más cercano al centro
de la elipse que el nido. Es decir, comienza a trazar una espiral. Constatado esto, el observador
fácilmente puede ubicar sobre el plano el centro aproximado de la incipiente figura y marcarlo con
Tomás Asurmendi
lápiz. Después, puede escrutar atentamente el terreno para identificar la zona que, en la realidad,
corresponde a la marca del lápiz sobre el plano; encontrará, por supuesto, una flor azul. Esta
operación equivale a predecir el futuro, porque nos revela –sin posibilidad de error– el destino del
día del pajarito rojo. En efecto, si regresamos a la hora del crepúsculo, inevitablemente veremos al
pajarito posarse sobre la flor y quedarse quieto, y los ojos se deleitarán. Resta agregar que, apenas
Sin lugar a dudas, desde la perspectiva del observador, este comportamiento se inscribe en el
ámbito de lo tierno. Ello, por varias razones. La primera y más obvia es la índole del animal, cuyos
atributos –pequeñez, rojidad, blandura, fragilidad ósea– lo colocarán siempre en dicho ámbito, haga
lo que haga (incluso cuando da muerte a los insectos que come o cuando defeca, lo hace
tiernamente). Otra razón, tocante ya al hecho específico del espiral, es la concurrencia del animal y
la geometría. Que la materia y el instinto realicen una figura abstracta y racional produce, por algún
motivo, ternura. Es un hecho. Pero hay también una tercera razón que complementa y complejiza a
esta última. Por más que la geometría límpida y asimismo intrincada de la espiral, descrita por un
mero pájaro, nos maraville, no podemos dejar de advertir que su inscripción en el espacio-tiempo
conlleva una idiotez flagrante. El observador, ajeno a los problemas diminutos del pajarito rojo,
línea recta. Por supuesto, el intelecto del pajarito no alcanzará jamás a reconocer las evidencias; esa
Concluyo con una cuarta razón, de carácter especular. Algún tiempo después de haber
registrado sobre el plano el desplazamiento del pajarito rojo, el observador sufre un episodio
perspectiva más profunda, más fundamental de los hechos: el pajarito rojo, obnubilado por la flor
azul, describe ese largo rodeo precisamente para diferir en cuanto le sea posible el momento de la
Tomás Asurmendi
verdad. En esa dilación, voluntaria o no, estúpida o no, el pajarito rojo encuentra un disfrute
extraordinario: su corazoncito frágil late con vigor de águila y la tierra reverdece y el aire se
endulza y el día, inherentemente absurdo, gana un sentido. Entretanto, de más está decirlo, la flor
azul se magnifica. Cuando la tarde y el pajarito caen finalmente sobre la flor, ésta también cae; el
rojo y el azul se tocan sin fundirse hasta que ocurren la noche y el regreso –ahora sí– recto. El
observador desconoce cómo ese ajetreo afecta al pajarito rojo; desconoce si prima, en el nido
del pajarito rojo. Ya le es imposible no reconocer esta cuarta razón: ver constatarse en el otro –
aunque éste sea apenas un pájaro– la inexorable derrota del amor, ese blando infortunio, suscita
también el sentimiento de la ternura, aunque, como ya dije, no es claro que ésta llegue a sentimiento
y es probable que no sea más que una manera espiralada de la pasión de Narciso.
Córdoba, 2016.