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Hablando de frente

Eduardo Grüner

(Una modesta polémica con Jorge Alemán)


Conozco un poco a Jorge Alemán, y le tengo genuino aprecio personal.
Además, hace ya varios años, cuando él era agregado cultural de la
embajada argentina en España, tuvo la gran gentileza de invitarme, junto a
otros intelectuales (Horacio González, Germán García y los recordados
Nicolás Casullo y Josefina Ludmer), a una discusión con filósofos
españoles en Madrid. Fue una experiencia bien interesante, por la cual le
estaré siempre agradecido.
Me resulta importante empezar por aclarar lo anterior, porque me propongo
debatir con cierta firmeza con su artículo publicado hace no mucho en
Página 12 (“El momento político del ¿Qué hacer?”, 12/01/17). Estoy seguro
de que comprenderá que se trata de una discusión política, siempre
bienvenida y necesaria entre quienes grosso modo estamos del mismo lado,
y mucho más necesaria en estos momentos catastróficos que vive nuestro
país y el mundo en general.
1.
Alemán, en su artículo de marras, interpela explícitamente al Frente de
Izquierda. De ninguna manera estoy autorizado a responderle en nombre de
ese agrupamiento. Lo hago en mi propio nombre, como hombre –o
individuo, si se quiere decirlo así- de izquierda que, sin pertenencia
orgánica a ningún partido, ha apoyado al FIT y lo seguirá haciendo (sin
escatimar las críticas que considere pertinentes, va de suyo) mientras sea,
como es hoy, la única voz radicalmente anticapitalista que se escucha en el
mayoritariamente mediocre discurso político de la Argentina actual.
Alemán, con –no puedo dejar de decirlo- sorprendente arrogancia, nos
indica a los “izquierdistas”, en pocos renglones, lo que debemos leer,
pensar y hacer para interpretar y transformar el mundo. Empieza por
admitir, eso sí, que “Escuchando hablar a los portavoces del Frente de
Izquierda, todo lo que describen del momento político argentino actual se
presenta como “objetivamente” cierto” (las comillas en “objetivamente”
son de Alemán: ¿querrá decir quizá que es una falsa “objetividad”? ¿Pero
entonces para qué tomarse el trabajo de decir que es “cierta”?). Por
supuesto, a continuación viene el cachetazo: “Pero de inmediato estas
mismas certezas pertenecen a un orden de generalidad del tipo “el capital se
sostiene de la extracción de plusvalía de la fuerza de trabajo bajo su
condición de mercancía”, etc. Son expresiones irrefutables para aquellos
que reconocemos en Marx el que desentrañó la ley que rige a la sociedad
moderna” ( …) “Pero éste es un hecho de estructura que no permite una
derivación política inmediata”.
¿En serio que no, estimado Alemán? Si lo que usted quiere decir es que hay
una compleja trama de mediaciones entre ese “hecho de estructura” y las
acciones políticas concretas que buscan articular las estructuras con las
situaciones concretas (a las que Alemán llama “contingentes”, con
vocabulario característicamente post), nada que objetar. Pero eso no es lo
mismo que decir que del “hecho de estructura” no se produce ninguna
derivación política (inmediata o muy mediata que sea). Sí se produce,
compañero Jorge: la derivación que se produce es nada menos que la
estrategia de estar en contra del capitalismo –del capitalismo como tal, no
del capitalismo “en broma” al que se le opone un capitalismo “serio”, como
proponía una ex presidente-, y entonces orientar nuestras tácticas y
prácticas y nuestras formas organizativas, con todas las adaptaciones
necesarias a las benditas “contingencias”, en función de ese objetivo
estratégico.
Personalmente, como “marxista” –si me atreviera a llamarme así: es una
calificación muy seria, por eso ahora yo uso las comillas— me considero
muy heterodoxo, a lo mejor demasiado para el paladar de muchos otros
marxistas. Soy de los que piensan, por ejemplo, que de ninguna manera
basta con el marxismo (o con el psicoanálisis, para el caso) para entender el
mundo –aunque sin él el mundo se vuelve totalmente ininteligible-, e
incluso que siempre habrá vastas porciones del mundo que permanecerán
incomprensibles. Más concreta y cercanamente, soy de los que piensan, por
ejemplo, que la Resistencia Peronista fue uno de los puntos más altos de la
lucha de clases en la Argentina del último siglo (junto con el Cordobazo),
aunque a la larga haya sido desviada hacia objetivos de bonapartismo
burgués. Pero una “ortodoxia” a la que no puedo renunciar es el
anticapitalismo. Desde ya, no es obligatorio ser de izquierda, pero el que
quiera serlo –y sobre todo si empezó por admitir la verdad de los “hechos
estructurales” que develó un Marx, para más suscribiendo la célebre frase
de Sartre sobre la “filosofía irrebasable” de nuestro tiempo- tiene que
admitir que ese objetivo, se logre o no en el mediano plazo o alguna vez (la
adscripción a la izquierda no es una mera cuestión de eficacia pragmática ni
de optimismo ingenuo), es irrenunciable. No es precisamente lo que
estuvieron haciendo los eternamente renunciantes populismos (él los llama
“de izquierda”, con considerable laxitud) que para Alemán constituyen el
“único modo de indagar la lógica emancipatoria aún por venir” (sí, dice
único: rara defensa del “rasgo unario” para un lacaniano, y raro
dogmatismo para quien acusa de dogmática a la izquierda). Pero, ¿a quiénes
se refiere? ¿A Syriza, a Podemos, al kirchnerismo? ¿En serio, Alemán?
Sí, parece decirlo en serio, e incluso como psicoanalista. Porque a
continuación leemos, no sin azoro, que “El momento político del ¿qué
hacer? es inevitable. Y siempre, de algún modo vivimos bajo el duelo de
esa pregunta”. ¿El duelo? Aparte de que no se ve bien a qué viene el
tecnicismo divanesco, cabe preguntarse quién se nos murió, o qué objeto de
deseo perdimos irrecuperablemente que nos haya sumido en su melancólica
sombra.
En todo caso, lo que sigue es apabullante (“apantallante”, solía decir mi
abuela, para indicar estado de sofoco): “El Frente de Izquierda no parece
reconocer ese duelo, cuestión crucial, especialmente cuando el
neoliberalismo ha logrado superar la “alienación” y ya produce
subjetividades a su medida” (otra vez, las comillas en “alienación” son de
Alemán). Juro que he leído este párrafo una y otra vez, y no logro que entre
en mi dura cabezota. Tal vez haya un problema de redacción, pero, vamos a
ver: producir “subjetividades a su medida”, lejos de ser una “superación”,
¿no es el colmo de la alienación (sin comillas)? ¿O se trata de alguna forma
inédita de la hegeliana Aufhebung? Eso, para no mencionar que lo de
producir “subjetividades a su medida” está lejos de ser una novedad –
aunque, admitidamente, en el capitalismo tardío ha alcanzado
profundidades abismales, como ya lo habían teorizado Adorno y
Horkheimer en la década de 1940-: ese es el gran descubrimiento del
fetichismo de la mercancía de Marx que Alemán había empezado por
reivindicar. Y es de 1867. Y es válido para todo el capitalismo, no
solamente para el “neoliberalismo”. Esto es importante aclararlo porque en
ese modo de enunciación me parece redescubrir el viejo truco (bah, no tan
viejo: tendrá una docena de años) de aislar al “neoliberalismo” del resto del
capitalismo, generando formatos “buenos” y “malos” del Capital.
Con lo cual –me precipito sobre otra acusación, ciertamente nada original,
que nos hace Alemán a los “izquierdistas”- no estoy diciendo que todos los
formatos capitalistas sean iguales, ni que lo sean todas las formaciones o
partidos políticos que responden a esos diferentes formatos. ¿El Welfare
State de Roosevelt no era lo mismo que el totalitarismo nazi? Chocolate por
la noticia. Mal podría la izquierda tener ninguna estrategia política si
pensara eso. Pero tampoco podría tenerla si pensara que uno es capitalista y
el otro no. Mutatis mutandis, por supuesto que la izquierda no “homologa el
kirchnerismo, Massa, Macri, como representantes de los mismos intereses
del capital y la burguesía”, como quiere creer Alemán (que ha escuchado –
mal- a los “voceros” –fea palabreja burguesa- del Frente de Izquierda, pero
evidentemente no ha creído que valiera la pena perder tiempo en leer sus
copiosos materiales teórico-políticos, lo cual lo lleva, pese a su probada
inteligencia, a repetir los prejuicios y lugares comunes del manual K contra
la izquierda): se trata de diferentes formaciones políticas que responden a
diferentes fracciones del Capital, y no da lo mismo que gobiernen unos que
otros. Lo cual no significa que se pueda naturalizar el manifiesto absurdo de
demandarle a la izquierda que apoye, o que vote, a una de esas fracciones
contra la que sería presumiblemente peor. Es decir, que renuncie a tener una
política propia consistente con el objetivo estratégico de pelear contra todas
las fracciones del Capital, sin mella de reconocer sus diferencias y adecuar
a ellas las debidas “contingencias” (dicho sea de paso, Alemán hubiera
tenido un argumento más sólido –no digo que del todo correcto- si nos
hubiera pedido que distinguiéramos entre las bases sociales de esos
partidos: pero ya se sabe, la lógica populista suele ir de arriba hacia abajo,
empezando por los aparatos antes de llegar a las masas).
Porque, a propósito de tales distinciones, Alemán sí nos pide –no muy
cortésmente, a decir verdad- que reconozcamos “la política de la memoria
llevada adelante en los años kirchneristas, política que no encuentra ningún
caso similar en el mundo”. Pero sí, Alemán, lo reconozco, créame. Aunque
no me privo de decir que, ya que se hizo ese gesto inédito, se podía haber
llevado más a fondo, para incluir no solo a todos los directamente
represores sino a tantos empresarios, ex funcionarios civiles o dignatarios
eclesiásticos cómplices que caminan tranquilamente por la calle. Pero,
bueno, se me dirá que no se puede todo, que siempre faltará algo.
Pongamos. Pero entonces no mencionemos solo lo que faltó y hablemos de
lo que hubo.
Porque Alemán solo menciona la “política de la memoria” (curiosamente,
no cita ninguna otra virtud, que debe existir, de “los años kirchneristas”),
pero omite otras “contingencias” que permitan balancear más
equitativamente los dichos años: digamos, los negocios con Monsanto,
Chevron o la envenenadora Barrick Gold; o la subordinación a los fondos
buitres; o la salvaje represión a los qom y muchos otros episodios similares,
o el Proyecto “X” y la Ley Antiterrorista (una “liviana herencia” que el
actual gobierno, más brutalmente represivo, ya sabrá aprovechar). O Berni,
Milani, etcétera. O la lógica política –que lo es también de clase,
disculpando otra vez la “ortodoxia”- que remató en las candidaturas del
FPV que, en no menor medida, condujeron al impasse catastrófico que le
dio el triunfo al macrismo. O, acercándonos más a la actualidad, el hecho
flagrante (¿será también él “estructural”?) de que una buena parte de los
representantes parlamentarios del FPV, junto a los del PJ, los del FR y la
inefable burocracia sindical, son (“objetivamente”) los garantes de la
“gobernabilidad” de la derecha macrista. Diferencias, pues, claro que las
hay. Hasta que llega el momento de levantar todos juntos la manito en
defensa de los intereses de la clase dominante en su heteróclito conjunto.
¿Es con todo eso que Alemán nos demanda que hagamos alianza (es cierto
que tiene la delicadeza de añadir: “crítica”)? Lo siento, pero no se puede.
Sería renunciar a demasiados principios, hetero u ortodoxos. Al menos de la
manera en que el autor parece sugerirlo (si bien sin explicitar las
consecuencias de esa sugerencia, consistentes en que la izquierda debería
subordinarse al kirchnerismo, lo cual es francamente desopilante). Otra
cosa sería hablar de alianzas de hecho y por abajo, en el movimiento de
masas, en torno a luchas concretas (“contingentes”, si se quiere) que
signifiquen “objetivamente” un avance de ese movimiento, o por lo menos
una defensa efectiva contra el avance de la derecha. Nuevamente: chocolate
por la noticia. Eso siempre se ha hecho –en las fábricas, los barrios, las
universidades, lo que sea- sin pedir credenciales ideológico-partidarias a
nadie; y es desconocer (que no es lo mismo que “ignorar”, como bien saben
los psicoanalistas) la trayectoria de la izquierda decir lo contrario. Si es esto
lo que Alemán quiere decirnos con lo de “reconocerse en sus distintos
legados, herencias y linajes simbólicos”, que se despreocupe: está hecho.
2.
Sin embargo, Alemán no cesa de no inscribir su desconocimiento –él me
disculpará el chiste lacanioso- y de darnos lecciones de marxismo
renovado. Nos explica, por ejemplo, que “la lucha de clases no existe de un
modo natural y endógeno en el interior del Capital. Hay que construirla
políticamente sobre los antagonismos instituyentes que siempre son
contingentes y no se dan necesariamente de forma mecánica”. Más
chocolate, y ya estamos al borde de la indigestión: hemos aprendido que
hay que llevar a cabo el análisis concreto de la situación concreta, cosa de
la que Lenin ya nos había prevenido en 1916, o más filosóficamente, que
hay que pasar del en-sí al para-sí, cosa de la que Lukács ya nos había
advertido en Historia y Conciencia de Clase, en 1924.
En fin, ¿cuál es la grave consecuencia de esa completa incomprensión que,
según Alemán, la izquierda tiene del marxismo? Entre otras, que ella cree
“representar directamente a los trabajadores, sin mediación política alguna
en la “evidente” lucha de clases” (¿necesito repetir que las comillas en
“evidente” son del autor?). Aquí ya la renegación –espero estar usando bien
ese concepto freudiano- es entre alarmante y desopilante: ¿Sin mediación
política alguna? ¿Lo dice de verdad, Alemán? ¿No ha notado usted que el
Frente de Izquierda está conformado por partidos políticos, que participan
en las elecciones? ¿No ha observado que tiene diputados en el Congreso
Nacional, así como representantes en las legislaturas de varias provincias,
incluyendo la CABA? Y a propósito, otra “excepcionalidad” argentina de la
que Alemán podría tomar nota es que es el único país del mundo donde la
izquierda radical anticapitalista tiene tantos legisladores.
Por supuesto que la izquierda –esa es su diferencia específica- no se limita
al juego electoral o parlamentario formal (clásicamente denominado
“cretinismo”) en las instituciones burguesas, sino que procura construir
desde las bases, con su participación física en la (sí, sí) lucha de clases,
organizaciones de la clase obrera y los sectores populares, independientes
de los partidos del sistema. Eso no es “representar directamente a los
trabajadores”: en primer lugar, porque muchísimos de los/las miembros de
las organizaciones que conforman el FIT son trabajadores/as (también,
claro, los hay estudiantes, empleados, docentes o intelectuales, que quizá no
sean, en sentido estricto, proletarios, pero no por eso dejan de trabajar y por
lo tanto de ser explotados), y que no necesitan ser “representados”, pues se
presentan a sí mismos en las luchas. Esto se combina, cómo no, con
aquellas formas de “representación” clásicas (los diputados, etc.), que en
todo caso “representan” a esas luchas, como su cara públicamente visible.
Evidentemente, Alemán, no tenemos la misma idea sobre el concepto de
representación. Ni tampoco la misma idea de lo que es una “amenaza real
para el sistema” (que usted, ya rayando en la ofensa gratuita, afirma que la
izquierda no puede serlo: será por eso que en este país hay tantos
desaparecidos y asesinados de ese lado). No nos aclara, en cambio, quién sí
sería una amenaza real para el sistema: ¿tal vez Scioli, a quien se instaba a
la izquierda a votar?
Pero la cátedra no termina ahí. En su afán de instruirnos, Alemán nos
manda leer -caramba, no se nos había ocurrido- a Gramsci y a… Laclau,
para que aprendamos de una vez por todas el arte de la construcción de una
“clase hegemónica” (dice así, créase o no). Dan ganas de ponernos tan
arrogantes como él y recomendarle la lectura, si no directamente de los
Cuadernos de la Cárcel, del estupendo libro sobre Gramsci que acaba de
publicar Juan dal Maso. Allí tal vez podría advertir, no sin algún sobresalto,
que, con todas las complejidades y “aperturas” de su noción de hegemonía,
el gran sardo jamás renunció a la idea de la lucha de clases, e incluso de
dictadura del proletariado.
Tampoco, obviamente, a la de relaciones sociales de producción (son todas
cosas que Alemán insiste en escribir entre comillas: nosotros no). Digo esto
porque otra cosa que se nos viene a enseñar es que la construcción de la
famosa clase hegemónica “no emana directamente de las “relaciones
sociales de producción” y que exige la articulación de una voluntad
popular, que excede el marco de la relación capital-trabajo y que incluye
exclusiones, segregaciones, inmigrantes, desempleados estructurales de
tipos diversos”. Pero claro que sí, Alemán, todas esas cuestiones están
implicadas, y ni siquiera su des-conocimiento sería suficiente para negar
que la izquierda trabaja permanentemente sobre ellas. Lo que no se
entiende es por qué ellas no tendrían que ver, o excederían, la relación
capital-trabajo (le recuerdo, de todos modos, que un exceso no elimina
aquello que excede). Una cosa es decir que las cuestiones nacionales, o de
género, o étnico-culturales, o de las marginalidades migratorias –todas ellas
en la primera página de la agenda de la izquierda-, tienen una autonomía
relativa (que, me permito de nuevo recordar, quiere decir “en relación con”)
respecto de las relaciones de producción en el sentido, digamos, técnico de
la expresión. Pero resulta que, para el marxismo, esa expresión no es
puramente “técnica”, sino que es la lógica fundante del funcionamiento
objetivo y subjetivo del sistema (es usted, Alemán, y no yo, el que empezó
su artículo mencionando la plusvalía y el fetichismo de la mercancía, que
algo deben tener que ver con las relaciones de producción).
Entonces, bajo la lógica mundializada del sociometabolismo del Capital
(como la llama Meszarós), indefectiblemente todas las cuestiones –incluso
aunque algunas de ellas puedan ser históricamente anteriores al
capitalismo- se intersectan con la relación capital-trabajo, lo cual no es
equivalente a decir que pueden reducirse exclusivamente a ella (y a esta
altura, me niego a seguir ingiriendo chocolate). Ella es la raíz misma del
sistema, y ser de izquierda radical, como decía Marx, es justamente ir a las
raíces. ¿Por qué decir esto es importante? Porque una cosa sobre la que
Alemán no nos instruye es alrededor de cuál eje se va a articular la famosa
construcción de la voluntad popular para que su acción suponga una
transformación cualitativa (obsérvese que somos prudentes con el vocablo
“revolución”) del sistema, y no una yuxtaposición “rizomática” de
conflictos localizados, cada uno de los cuales, sin aquel eje, efectivamente
no serían una “amenaza real”. Es decir: nos habla de la construcción de la
“clase hegemónica”, pero evita prolijamente decirnos cuál es.
3.
Claro que esta es una petición de principios injusta para hacerle al autor, ya
que él nos insta a construir “una mayoría popular capaz de gobernar en un
sentido contrahegemónico al poder neoliberal”. No, otra vez, al poder
capitalista. El tema viene a cuento a propósito de la (esperable) referencia
de Alemán a Laclau. También a él lo conocí un poco, y siempre me pareció
un tipo macanudo. Ni hablar de su inteligencia. Esa no es la cuestión. La
cuestión sería hacer la crítica –“constructiva”, como se dice- de la teoría de
Laclau para mostrar por qué ella no es apta para la praxis de la izquierda
radical. Para ello conviene correrse del lugar común “politológico” según el
cual el concepto laclauiano de populismo es tan elástico que termina
calificando a la política en general, con lo cual el “populismo” –incluyendo
su compleja historia conceptual que arranca de los narodniki rusos del siglo
X I X- pierde incluso su ya lábil especificidad. Esto es todo muy cierto, pero
es una crítica más bien superficial por su obviedad.
Es más interesante explorar las insuficiencias del arsenal teórico más
abstracto del autor: cosas como Significante-Amo (que deforma
reductivamente la categoría de Lacan, confundiendo el Significante-Amo
con el Significante –cualquiera- como Amo, en un tributo super-post-
estructuralista al textualismo, algo que, con su teoría de lo real, Lacan
jamás hubiera podido aceptar), o Significante Vacío (que violenta
desaprensivamente el significante flotante de Lévi-Strauss), o Desarrollo
Desigual y Combinado (una versión jibarizada y para colmo inacreditada de
la teoría de Trotski, absolutamente inadaptable desde una perspectiva
teórica populista), o Hegemonía (un abuso de la difícil categoría
gramsciana), y así siguiendo. Ese análisis podría captar la contradicción
básica en la lógica de Laclau: por un lado, todas esas categorías –aún
“abusadas”- deberían servir para mostrar la falacia (ideológicamente
interesada, desde ya) de confundir el marxismo –ese modo de producción
permanente de praxis crítica, como me gustaría llamarlo- con un recetario
dogmático y mecanicista de respuestas dadas de antemano para cualquier
cosa, como resultó “degenerado” principalmente (aunque no únicamente)
por el estalinismo; por el otro, en cambio, Laclau rehúsa incluir esas
“aperturas” críticas en el corpus –siempre abierto- del marxismo, y prefiere
llamarlas post-marxismo (conservando pues, pese a todo, el “Significante-
Amo”, quizá como testimonio de “la vergüenza de haber sido y el dolor de
ya no ser”). Con lo cual abona aquella interesada confusión y retrocede, en
efecto, a un pre-marxismo en perpetuo riesgo de deslizarse al anti-
marxismo.
Esto está claro en el hecho de que algo tan marxistamente decisivo como la
lucha de clases termina siendo uno más de esos points de capiton (otra
precipitación seudo-lacaniana), en una dispersión rizomática impotente para
la construcción de una estrategia consecuentemente radical (en el sentido
que decíamos antes). En efecto, la radicalización de la democracia puede –y
quizá debe- ser un momento constitutivo central del proceso político
emancipatorio; pero la paradoja es que, si nos acantonamos en él como
objetivo final, nos sustraemos a la plena radicalidad del proceso completo –
que es la eliminación del Capital, por más “democrático” que jurídicamente
sea su régimen político circunstancial-, y entonces ni siquiera la actual
democracia puede ser realmente “radicalizada”: esta es la cara
dialécticamente negativa del Desarrollo Desigual y Combinado, cuya
traducción política es la revolución permanente, vale decir, en este nivel de
análisis, el movimiento perpetuo de destotalización / retotalización del
movimiento hacia la reapropiación de la realidad por parte de la sociedad
sin clases, movimiento que es lo único que merece recibir el tan noble y tan
bastardeado epíteto de “comunismo”.
No debería hacer falta aclarar nuevamente –pero lo hago por si acaso- que
esa centralidad de la lucha de clases de ninguna manera excluye la
especificidad, o la “autonomía relativa”, de las otras “locaciones” del
conflicto político, social o ideológico-cultural: sencillamente les otorga un
nudo articulador necesario, puesto que es, nuevamente, la “cuestión” cuya
lógica apunta a la supresión de la lógica del Capital.
Y una aclaración más: en el marco de aquel movimiento de “revolución
permanente”, no hay para el marxismo un “sujeto” ontológicamente pre-
formado o “sustantivado”: más allá de su definición estáticamente
sociológica, el proletariado –que pasa por ser tal sujeto ontológico en las
vulgatas dogmáticas tanto como en las burlas de la derecha- se constituye
como tal, construye progresivamente su para-sí, en el proceso mismo de la
lucha de clases, proceso de constitución que solo puede completarse en la
sociedad sin clases, es decir cuando ya no tiene sentido hablar de
“proletariado” en oposición a “burguesía”. En todo caso, en el marxismo no
se trata de un “sujeto” en el sentido, digamos, individualista-cartesiano del
concepto: el “sujeto” del marxismo es un proceso histórico, que se llama
lucha de clases. Con todo lo cual –si se me permite una boutade
módicamente provocativa- se concluye que el marxismo bien entendido es
infinitamente más “postestructuralista” que cualquier cosa que puedan decir
Foucault o Derrida.
Ahora bien, un poco más arriba usé la expresión destotalización /
retotalización. No hace falta recordar de dónde sale. El propio Alemán cita
esa fuente. En efecto, Sartre culmina, y en cierto modo hace recomenzar, en
los años 60, una larga y riquísima tradición del “marxismo occidental”, que
una y otra vez ensaya una permanente renovación del marxismo, en
combate decidido contra sus dogmatismos, sus “congelamientos”, y sus
tendencias a encerrarse en un monólogo consigo mismo. Ahí están los
Cuadernos de Gramsci, Marxismo y Filosofía de Karl Korsch, El Espíritu
de Utopía o El Principio Esperanza de Ernst Bloch, Historia y Conciencia
de Clase de Lukács, las Tesis de Filosofía de la Historia de Benjamin, todo
el inmenso periplo de la primera Escuela de Frankfurt, Las Aventuras de la
Dialéctica de Merleau-Ponty, El Marxismo Soviético de Marcuse, y así. Y
por supuesto la monumental Crítica de la Razón Dialéctica de Sartre. Es en
efecto Sartre el autor de la idea, no citada por Alemán, de que ir más allá
del marxismo suele ser una buena excusa para quedarse más acá de él –por
lo visto Sartre, en 1960, ya sabía mucho de “postmarxismo”-. Y también es
él el que escribe esa frase (sí citada por Alemán) a propósito del marxismo
como “filosofía insuperable de nuestro tiempo”. ¿Quiere decir que se agota,
con el marxismo, toda posibilidad de pensamiento crítico? Claro que no:
solo (¡solo!) quiere decir que, mientras exista el capitalismo, el recurso a la
teoría (y a la práctica) que con mayor profundidad y consistencia ha calado
a fondo en la crítica del Capital, es también él absolutamente irrenunciable.
4.
Claro está que esa teoría, siendo necesaria, no es forzosamente suficiente,
ni mucho menos eterna, o hecha de una vez para siempre: es perpetuamente
“corregible”. Y lo es porque, al igual que el psicoanálisis, el marxismo es
una teoría de su propia práctica. Por eso, entre otras cosas, su
“materialismo” es histórico: sus grandes postulados teórico-filosóficos son
básicamente, con toda su complejidad, una guía para la acción, y no meras
hipótesis formales que podrían o no refutarse con hipótesis “mejores”. Es
ese movimiento permanente de auto-reconstrucción lo que Sartre expresa
con su famoso método “progresivo-regresivo” de totalización /
destotalización / retotalización, sorteando así la trampa ideológica de la
falsa Totalidad cerrada de la que hablaba Adorno, pero al mismo tiempo no
renunciando al horizonte de la totalidad –con minúscula-, como quisieran
esas teorías “rizomáticas” que postulan una inasible diseminación de
fragmentos (o de points de capiton, tanto da), con los cuales el Capital
puede convivir alegremente, puesto que no ponen en cuestión su núcleo, y
ocultan su fractura básica encarnada en la lucha de clases. Porque, en
última instancia, ese es el rol final de la llamada “ideología dominante”:
ocultar la hendidura fundacional de lo real del capitalismo –su inconsciente
político, como diría Fredric Jameson-. Ocultar que, en definitiva, la
totalidad es el modo de producción y sus relaciones sociales, y que sin su
transformación radical toda mejora parcial (siempre bienvenida, queda
sobreentendido) podrá ser anulada por un nuevo empeoramiento: ¿cuál es,
si no, la lección política de la Argentina de hoy mismo?
Por otra parte, Alemán, que tanto nos catequiza, podría explicarnos cómo se
casan las posiciones postmarxistas laclauianas –tan tributarias de esas
diseminaciones postestructuralistas- con las de Freud o Lacan, que por
definición jamás podrían renunciar a esa fractura básica representada por el
sujeto dividido, que ciertamente no es lo mismo que fragmentado (el
postmarxismo, como se ve, no solo es contrario al marxismo, sino también
al psicoanálisis).
El escamoteo de esa fractura, en el marco de una multiplicación no
jerarquizada de los points de capiton dentro de los límites del capitalismo,
solo puede tener un resultado: la deriva del poder hacia aquellos que estén
en mejores condiciones de capturarlo, a saber, esta o aquella fracción de las
clases dominantes, en conjunción con el Estado, malgré Foucault y Cía. No
vamos a repetir que no es lo mismo que sea “esta o aquella” fracción. Lo
que nos interesa subrayar es que cualquier clase de “frentismo” con una de
esas fracciones (aún cuando fuera una presuntamente “desarrollista”
burguesía nacional, a la cual tendrán que indicarnos dónde encontrarla en la
era del Capital mundializado) solo sirve para secuestrar la sacrosanta
“voluntad popular”, impidiendo que la clase obrera y el pueblo desarrollen
su propia acción autónomamente.
Es lo que hacen sistemáticamente los populismos estatalistas, incluido el
último. El fracaso de esas posiciones en las elecciones de hace un año,
repitámoslo, no se debió únicamente a un “error táctico” en la selección de
los candidatos, a las corruptelas de funcionarios, etcétera: acantonarse en
esa pobre “autocrítica” es des-responsabilizarse de la perspectiva de clase
que supone el populismo, incluido el “de izquierda”, cuando
sobredimensiona la independencia del Estado, olvidando su rol (más o
menos directo, indirecto o “mediado”, según la fracción gobernante) de
reproductor político de las relaciones de producción (sí, las relaciones de
producción) dominantes.
Ya que Alemán nos recomienda lecturas, es difícil resistir la tentación de
sugerirle que él también “se de una vuelta” por el X VIII Brumario de Marx
–que lo ayudaría a meditar sobre lo que se llama bonapartismo- o varias
cosas de Lenin o Trotski. Aunque, por supuesto, ya lo hizo: desde el propio
título de su artículo –y un par de otras veces en el texto- se permite citar,
interpreto que no sin intención irónica, el canónico Qué Hacer de Lenin;
lástima que la intención le haya impedido leer la respuesta que el autor de
ese texto da a su propia pregunta: construir el partido revolucionario. Y esa
es una tarea que ninguna acumulación de “contingencias” podrá resolver: se
requiere una estrategia más “estructural”. Cualquiera está en su derecho de
discutir o redefinir esa respuesta, así como el propio concepto de
revolución, o lo que sea. Pero siempre conviene que alguien que escribe y/o
habla, se haga cargo de los significantes que usa, que no siempre son vacíos
ni flotantes: ¿o es que necesitaremos recordarle a Alemán que la lengua
también tiene historia? No lo creo.
Comoquiera que sea, lo a largo plazo más preocupante del texto de Alemán
es que sintomatiza inmejorablemente lo que en alguna parte me atreví a
bautizar como repetición novedosa. Los psicoanalistas saben mucho más
que yo de esto; pero mi fuente no es tanto Freud o Lacan, sino Sören
Kierkegaard, quien a mediados del siglo XI X explicó que una auténtica
repetición es aquella que precisamente se le aparece al sujeto como una
novedad. La historia política argentina es un repertorio inagotable de
semejante síndrome. Cada vez que se agota la paciencia ante un gobierno
de derecha, se nos pide apostar a alguna forma de “centrismo” más o menos
socialdemócrata, progresista, nacional-popular o lo que fuere. Eso fue
Frondizi, hasta los contratos petroleros. Eso fue a su modo Illia,
deslegitimado por la proscripción del peronismo. Eso fue el camporismo,
hasta que el General llegó y “mandó parar”. Eso fue el alfonsinismo, hasta
que perdió su santidad en Semana Santa. Eso fue el Frepaso, hasta que el
Chacho se fue a su casa sin dar pelea. Y eso fue, claro, el kirchnerismo,
hasta que lo frenó el “viento de frente”. Es decir: cada vez una frustración y
una vuelta a empezar, siempre cercados por los límites de (perdón) clase,
con “modelos” que en el mejor de los casos se detienen ante ¿adivinen qué?
Las benditas relaciones de producción dominantes. ¿Por qué, con qué
nuevos-repetidos argumentos habría que imaginar algo diferente para el
presunto Frente Ciudadano o algo similar, si es que llegara a constituirse
(de lo cual confieso que tengo serias dudas)? No, estimado Jorge: es hora de
apostar a alguna novedad no tan repetitiva.
¿Será eso el Frente de Izquierda? Sinceramente, no lo sé. No es que me
obceque en que lo sea, es tan solo que por el momento no se ve nada más
en el horizonte que suponga esa auténtica novedad. Soy consciente de las
dificultades, límites, contradicciones y tensiones internas que atraviesan al
Frente (tal vez el Frente tiene problemas de fondo, como reza un candombe
uruguayo referido a otro Frente, el Amplio). Pero la apuesta “pascaliana” a
la única voz que postula, y actúa en consecuencia, aquella transformación
radical, organizada desde abajo, con toda la pluralidad de “identidades” y
cuestiones “contingentes” que sea necesaria, pero liderado por la clase
obrera y los sectores populares con independencia del Estado y de todos los
partidos del sistema, con el objetivo estratégico del socialismo, esa apuesta,
digo, sostenida con todo el pesimismo inteligente y el optimismo
voluntarioso (ya que tanto se habla de Gramsci), es la que se puede permitir
decir que no es, en nuestro país, una repetición. Alemán nos invita a
“juntarnos”: y bien, bajo estas premisas la izquierda, estoy seguro, tiene sus
fraternales brazos abiertos.

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