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Evidentemente, muchos de los problemas devenidos entonces, no encontraron solución en el modelo agrario
vigente, sino en la necesidad de dar valor a la producción a través de su industrialización. Y así en muchos sentidos
el modelo industrial vigente en Argentina entre 1945-1975, superó ampliamente al agrario de principios de siglo y
al financiero actual, que basándose en la apropiación, expoliación y exportación de los recursos naturales ha sido el
de más baja perfomance. Si se analiza (Calcagno, A E y Calcagno, E, 2001) el saldo histórico de los tres modelos, el
agrario, el industrial y el financiero, se verifica que la denostada industrialización sustitutiva de importaciones tiene
un promedio anual de crecimiento del PBI por habitante, 8,75 veces mayor que el del modelo aplicado en Argentina
desde 1976 – con su actualización de 1991, y actualmente versión 2001. La esencia del modelo económico
imperante es el paso del capitalismo productivo basado en la dupla beneficio/salario, al capitalismo de renta con eje
en la especulación financiera, los ingresos extraordinarios por la sobreexplotación de los recursos naturales y la
monopolización de los servicios públicos. Esta involución de la economía argentina tiene sus pilares en el
incremento de la deuda externa, la desarticulación del Estado, la concentración y extranjerización de las empresas,
la privatización de la ciencia y la tecnología y el desmantelamiento de las agencias de investigación nacional, la
desindustrialización, la apropiación privada de los recursos naturales, la desocupación y la distribución regresiva
del ingreso. Estos aspectos que se han dado de manera global en todo el espectro productivo argentino, han
impactado fuertemente en el sector agropecuario y producido cambios socioeconómicos y ambientales notables en
el mismo, muchas veces ensombrecidos por otras situaciones de mayor impacto mediático (Pengue, W, 2000).
· La agricultura de exportación.
La senda actual, promovida por un modelo global agroexportador, ha permitido desarrollar un sistema de
producción de materias primas con escaso o nulo valor agregado, sin un complejo proceso industrial que favorezca
la producción y el trabajo nacional, beneficiando a un sector cada vez más pequeño de la cadena productiva, de la
cual el productor agropecuario es el eslabón más débil y dependiente.
Es así que en la década del setenta, y especialmente a partir de los ochenta, con la caída tendencial de los precios de
la hacienda y su bajo nivel tecnológico se produce un cambio hacia la agricultura continua cuyas principales
características han sido entonces: 1) una mayor extensión de la etapa agrícola de la rotación, 2) roturación de
pastizales para pasarlos a agricultura continua, 3) mayor intensificación en el uso de insumos, especialmente
herbicidas e insecticidas, 4) aumento de la capacidad de uso de la maquinaria agrícola, especialmente tractores y
sembradoras, 5) incremento sustancial del ciclo agrícola y extracción de cosechas (tres cosechas/2 años), 6)
aumento de la escala de producción, 7) incremento de la frontera agropecuaria, directamente con agricultura.
El doble cultivo aparece con rasgos tan destructivos por la falta de descanso o barbechos, como el monocultivo
cerealero de los cincuenta y sesenta. La agricultura continua, en su modalidad menos destructiva, va ocupando
espacios antes destinados a pasturas en rotaciones agroganaderas. La soja fue el cultivo sobre el que se apoyó, desde
la década de los ochenta pero especialmente a partir de los noventa, la agricultura continua y el proceso de
agriculturización en que nos encontramos.
En el último cuarto de siglo, la soja ha tenido una evolución sin precedentes. Desde los años 70, la superficie
sembrada ha crecido en forma sostenida. Mientras que en la campaña 70/71 se ocupaban con soja tan sólo 37.700
has, durante la década siguiente se habían alcanzado ya 2.226.000 has, en la campaña 96-97 se sembraron más de
6.000.000 de has, y en la campaña actual (2000/2001) se han alcanzado las 10.000.000 de has. En un principio, el
aumento del área sembrada, la producción y los rendimientos ha venido acompañado de técnicas culturales y de
variedades introducidas de los Estados Unidos. La expansión fue estimulada luego por las agencias nacionales de
desarrollo, especialmente el INTA (el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria de Argentina), por
multinacionales de la agroproducción y por extensionistas, pero el factor de control fue el dinamismo de la industria
aceitera y de los sectores comerciales que vieron en la soja y en las condiciones agropecuarias pampeanas, óptimas
posibilidades de obtención de renta crematística. Es decir, la expansión ha sido netamente territorial, dado que el
cultivo, a diferencia de los ya asentados en la región, como el maíz, provenía desde sus inicios con un alto
componente tecnológico importado.
Las oleaginosas, que incluyen el girasol, soja, lino, maní y recientemente la canola, han tenido un aumento
ininterrumpido en superficie. Este espectacular incremento del área sembrada con oleaginosas se debe a la soja y al
proceso de agriculturización. Tal como la infraestructura aceitera instalada en la última década permite preverlo, el
papel que se le ha asignado a la Argentina como productor de granos no es más de país cerealero sino de país
aceitero y productor de harinas para alimentos de animales, dando origen a un nuevo slogan: “Argentina
aceitera”.
Ningún otro cultivo experimentó una expansión semejante y una trascendencia económica tan importante como la
soja en este período. La soja ha entrado a nuestro sistema produciendo cambios sin precedentes en el plan de
rotación agroganadera desde el mismo momento de su aceptación y adaptación del paquete tecnológico por parte
de los productores agropecuarios. En este aspecto se complementó con el desarrollo de las variedades de trigo con
germoplasma mejicano de ciclo corto, con lo que la combinación trigo-soja tuvo una acelerada expansión en pocos
años. El doble cultivo significó un fuerte impacto sobre la rentabilidad de la empresa y sobre el flujo de fondos, al
aportar ingresos en dos épocas del año.
La revolución verde llegó a la Región especialmente en cuanto a nuevas variedades de semillas y el uso de
agroquímicos, permitiendo un avance en el aumento de la productividad de los principales cultivos como la soja
(72,8 %), maíz (64 %), mientras que el trigo se incrementó un 14,4 %.
La soja ingresa entonces al país con un paquete técnico, utilizado mundialmente y adaptado localmente,
convirtiéndose desde la última década en la locomotora que ha impulsado todo el proceso productivo pampeano.
La Zona Núcleo Pampeana concentra además de este importante sistema agroproductivo una infraestructura
construida que le da sustento. El eje urbano industrial, paralelo al río Paraná, con innumerables puertos cerealeros,
le dan salida a la producción de manera rápida y cada vez más eficiente. La soja, el principal cultivo de la región, es
en realidad un cultivo proteico dado que con el 79-80 % de su grano, luego de la molienda, se producen harinas o
pellets con destino a la alimentación animal. Sólo el 17-18 % de la semilla origina la primera transformación de la
materia prima, respecto del total de grano producido. En términos generales, el 70 % de la soja cosechada es
transformada en las plantas aceiteras ubicadas en nuestro territorio. El consumo interno tanto de aceite como de
subproducto es mínimo: 6 % en caso del aceite de soja y 1,2 % de los subproductos. Todo lo demás, el 93 % del
aceite de soja y el 98 -99 % de los subproductos, salen por estos puertos.
Así la industria molturadora (especialmente de subproductos de la soja y el girasol) y aceitera (de los mismos) ha
cobrado un desarrollo muy importante, generando exportaciones aproximadas a los 5.000 millones de pesos (en
Argentina la paridad cambiaria es de 1 peso = 1 dólar) y componiendo una importante porción de la industria
alimentaria, de alimentos que en su mayor proporción serán utilizados por el ganado de los países desarrollados
De esta forma, el complejo oleaginoso se ha convertido en el principal exportador de la Argentina, con ventas que
representan entonces el 20 % del total nacional. Las exportaciones de harina de soja alcanzaron las 13.088
toneladas (un 36 % de las exportaciones mundiales), 2.928 millones de aceite de soja (el 38,5 % mundial), 2.260
millones de harina de girasol (80,9 % mundial) y 1.689 millones de aceite de girasol (el 55,7 % mundial). Soja y
girasol indican asimismo los cultivos que más capital han recibido para el desarrollo de nuevas semillas,
especialmente en cuanto a caracteres vinculados con la productividad agronómica y de calidad.
Pero, en este sentido, tanto Argentina como otros tantos países en desarrollo se enfrentan consecuentemente con
restricciones al ingreso de sus productos en forma de barreras paraarancelarias, aranceles de importación y
subsidios directos, que por una parte aceleran un circuito vicioso que incrementa y obliga a la intensificación de la
producción para que sus productores puedan seguir siendo “competitivos” – al igual que lo mismo se propone a
otros agricultores en todo el mundo –, mientras que por el otro lado los precios de sus productos se deprimen
continuamente y el mundo se inunda de una sobreproducción que atenta contra los propios intereses de quienes
fueron la base de fomento de este proceso.
Aún con el repunte de los últimos tiempos, el derrumbe de los precios internacionales – el más bajo en los últimos
20 años – hizo que el país perdiese el equivalente al 10 % de sus exportaciones. A poco que se mire, la tendencia a
la baja en la producción de commodities (materias primas agropecuarias) alcanza el 60 % en 60 años precedentes,
lo que indicaría que la sobreproducción – especialmente de oleaginosas actualmente – no cambiaría.
Evidentemente, por otra parte estamos entrando en una fuerte etapa proteccionista a nivel mundial, abierta o
encubierta, que de no mediar un cambio profundo en el manejo de la estratégica política agropecuaria argentina, la
impactarán de lleno. Mientras EE.UU. garantiza a sus productores precios especiales por encima de los del mercado,
China incrementa su capacidad de producción y de molienda, lo que atenta directamente contra países que, como el
nuestro, han volcado una gran cantidad de sus fichas al procesamiento industrial en bruto de sus granos,
especialmente soja y girasol.
El efecto sobre el aumento de la producción de soja, resultado de los grandes avances tecnológicos, sumado a las
políticas distorsionantes de otros países productores e importadores, han sobreofertado el mercado mundial de
aceites y tortas – en más de diez millones de toneladas – con una consecuencia más que obvia: el excedente de
producción que genera cotizaciones internacionales tendencialmente hacia la baja.
De todas formas, algunos alientan la expectativa de que la Unión Europea, en su afán de reemplazar su sistema de
alimentación actual con harinas proteicas, podría comprar en Argentina parte de su producción de soja procesada,
lo que aún se encuentra en una seria discusión de nuevas barreras, especialmente en cuanto a que actualmente
Argentina es monoproductora de sojas transgénicas, sumado a la aparición de focos de aftosa que hicieron que el
país perdiese rápidamente su status sanitario, con el consiguiente daño económico y social.
Es decir, por una parte se ha fomentado un modelo de producción que apuntó directamente a la exportación de
materias primas, especialmente intensificado en la última década, que si bien ha demostrado incrementar la
producción, no ha servido para el desarrollo social en su conjunto ni ha volcado, como manifestaban algunos
economistas neoliberales, sus beneficios sobre toda la trama nacional.
· El modelo tecnológico predominante
El crecimiento exponencial de la soja vino acompañado de un modelo de rotaciones, especialmente con trigo, que se
ajustó perfectamente a un nuevo sistema de producción y manejo que encontraría en Argentina su mayor expansión
a nivel mundial: la siembra directa (especialmente aplicada a trigo seguido de soja de segunda inmediata).
El doble cultivo trigo-soja ha permitido incrementar la rentabilidad de la empresa agropecuaria, pero con una
fuerte presión sobre el sistema y con secuelas de erosión y degradación ambiental. La siembra directa ha sido desde
hace diez años la tecnología propuesta para disminuir el daño por erosión, basada en la no remoción del suelo y la
aplicación de herbicidas. Además de estos últimos, la soja utiliza una batería de agroquímicos para el control de sus
principales plagas y enfermedades. Por ese motivo la siembra directa puede ser llamada conservacionista, pero en
tanto y en cuanto se encuentre apoyada fuertemente en el control químico, poco vínculo real tendrá con la
sustentabilidad.
Las necesidades de maquinaria especializada, hicieron que junto con la siembra directa crecieran las importaciones
de sembradoras aplicadas para tal fin y el consumo de herbicidas aplicados al control de malezas en barbecho y
durante el ciclo del cultivo. El principal herbicida utilizado es el glifosato, que durante las primeras etapas de este
proceso era utilizado en los ciclos de descanso entre cultivos o al final del desarrollo del trigo para alcanzar su
secado.
La soja es el principal responsable del crecimiento de la utilización de agroquímicos en el país. El cultivo demandó
en 1997 el 42,7 % del total de productos fitosanitarios utilizados por los productores, seguido por el maíz con el
10,1 %, el girasol con 9,9 % y el algodón con el 6,9 %. Actualmente, las ventas más importantes del sector han sido
las de glifosato, con unos 120 millones de dólares al año y se descuenta que por el “efecto locomotora” de la
siembra directa y las nuevas sojas transgénicas esa demanda seguirá creciendo sostenidamente (Cuadro Nº 2).
Cuadro Nº 2. Evolución del mercado argentino de fitosanitarios. En millones de kg/litros.
1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 %
Variación
1997/1996