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Deuda

Su teléfono celular timbró por décima vez en una hora, y por décima vez, ella dejó ir la llamada al buzón de
voz. Cuando abrió su bolso mientras estaba en el andén, sólo pensó en tomar sus llaves. Atravesó el vestíbulo
de su edificio, pero antes de alcanzar el elevador el teléfono timbró de nuevo. La llamada murió mientras
entraba, y ella suspiró sonoramente con alivio.

Las puertas se abrieron y ella caminó por el pasillo hacia su apartamento. A veinte pasos de su puerta, el
teléfono zumbó de nuevo. Hizo malabares con las bolsas de la cena y el bolso, y escarbó en este dispuesta a
arrojar el teléfono contra la pared, para deshacerse de ese molesto y continuo ruido. Entonces dio un vistazo
al número: era del código de área 305. Presionó el botón rápidamente.

“¿Mamá? ¿Estás bien?”


“Samantha Cooley, ¡Te he estado llamando al celular desde esta mañana!”
No era su madre. Era un hombre. Samantha se petrificó.
“¿Samantha?”

Era su padre. Sus llamadas eran tan raras como un eclipse solar. Cayó sentada junto a sus maletas, cabizbaja.
“Lo siento papá, pensé que eras alguien más.”
Su padre carraspeó dos veces. Un tic que significaba problemas.
“Alguien vino a nuestra ventana,” dijo en voz baja. “Y la rompió.”
Samantha tocó la pared para equilibrarse. “¿De qué estás hablando?

Su padre levantó la voz audiblemente y acentuó cada palabra.


“Un hombre entró en el jardín de nuestra casa y rompió la ventana de nuestra cocina con un ladrillo.”
“¡Oh, dios mío!” Dijo Samantha. “¿Estás bien? ¿Está Mamá…?”
“Tu madre y yo estábamos en la Sala. No nos hirieron.”

Samantha se dio cuenta de donde estaba ahora: yaciendo en el corredor de un edificio donde había vivido
durante apenas tres meses. Se sintió expuesta. Tomó su bolso y las dos bolsas de plástico y caminó.

“OK, OK,” Dijo, alcanzando la puerta “Nadie está herido, eso está bien.”

Esculcó en su bolso buscando las llaves de nuevo, inclinando la cabeza y levantando su hombro derecho para
sostener el teléfono contra su oreja.
Su padre dijo, “Antes de que el hombre huyera gritó algo. Yo no lo escuché muy bien, pero tu madre sí.”

Samantha encontró las llaves y giró la cerradura superior. El clic resonó a lo largo del pasillo.
“Él dijo ‘¡Dígale a su hija que esto es por lo que nos debe!’”
Samantha por poco soltó el teléfono. “¿Estás hablando en serio, Papá? ¿Es una broma?”
“¿Piensas que bromearía acerca de alguien atacándonos a tu madre y a mí?”

Samantha entró, soltó su bolso y casi tropezó con él. Fue tropezando en la oscuridad mientras la puerta se
cerraba de golpe detrás de ella.
“¿No ha querido de todas formas mamá reemplazar la ventana de la cocina?”
Bromeó a medias. Su padre no sonrió.
“Tu madre me pidió que no te llamara. Ella ni siquiera quiso estar en casa cuando lo hiciera. Es mejor que no
te pongas en contacto por un tiempo.” Colgó.

Samantha entró a la cocina, cargando las bolsas, el teléfono aún oprimido contra su oreja, pensando que su
padre todavía se encontraba allí. Encendió el interruptor de la luz al lado de la estufa. Pudo haber gritado,
pero no lo hizo. Allí, sentado con las piernas cruzadas en el piso de la cocina, con la espalda contra la nevera,
había un hombre que ella no conocía.

“Ha vuelto,” dijo casi amigablemente.

La reacción de Samantha la sorprendió incluso a ella misma. Sostuvo las bolsas plásticas con su mano
derecha y dijo, “Todo lo que tengo es Comida China.”

El hombre se levantó, sacudiendo las arrugas de su capa deportiva barata. Samantha notó, en el piso frente a
él, una gran pila de su vieja correspondencia. Tal vez estaba buscando cheques sin cobrar. Acomodados en la
pequeña mesa del desayuno estaban su reproductor de DVD, un IPod, una cafetera y un cepillo de dientes
eléctrico.

“Voy a necesitar más que comida China”, dijo el hombre.


Samantha sintió el miedo en sus dedos de los pies, subiendo rápidamente por sus piernas. No podía
moverse. La puerta principal no estaba tan lejos, pero ella ni siquiera se podía deshacerse de las bolsas de
comida.

“No se…” Comenzó ella, pero no supo cómo terminar la oración.


No se supone que usted esté aquí. No se quedará. No va a herirme.

Permanecía de pie, tan alto como era. Tenía una larga y delgada nariz que se dirigía hacia abajo, casi sobre
sus labios. Realmente lucía como una cigüeña. Samantha trató de memorizar su rostro, pero sus ojos no se
enfocaban.

“Mi nombre es Paul Horvarth”, dijo “No respondió ninguna de estas”, pateó la pila de correspondencia,
“Pero al menos veo que la recibió”.

Samantha se fijó en la pila. Horvarth. ¿De dónde conocía ella ese nombre?

“Si al menos hubiera contestado su teléfono no estaría aquí ahora”, dijo Horvarth, “Y mi socio no hubiera
lanzado una roca contra la ventana de sus padres”. Ahora Samantha lo recordaba.

Hola, Señora Coole, mi nombre es Paul Horvarth. Es sobre un asunto urgente de negocios. ¿Podría por favor
devolver mi llamada al…?” ¿Cuantas veces había escuchado ella esa voz, esa frase, y simplemente había
borrado el mensaje? ¿Docenas? A veces había nueve o diez en un solo día.

Samantha sintió vacío en su estómago, como cuando era niña y su madre la había atrapado tomando dinero
de la billetera de su padre. Parpadeó rápidamente. Lo último que ella quería era llorar. Para reponerse, se
dirigió al gabinete de la estufa y tomó dos platos. Los puso sobre el mostrador y sacó la comida china. Arroz
marrón, vegetales al vapor y una orden de albóndigas.
“Al menos”, dijo Horvarth mirando el banquete, “no está gastando su dinero en comida gourmet”. La miró y
rápidamente sacudió su cabeza, como permitiéndose un momento de simpatía.

Samantha abrió las cajas blancas. Le dijo “¿Quiere un tenedor o puede manejar los palillos?”
Horvarth frunció el ceño, como decepcionado de no haberla asustado. “Tenedor, supongo”

Eso ayudó a Samantha a relajarse un poco. En una escuela en Suffolk Country, donde había trabajado como
docente sustituta por dos meses, un niño de 13 años había presionado un arma contra su muslo cuando ella
pasaba por su escritorio. El sólo quería que ella llorara. Y ella lloró, pero la experiencia la endureció. Dos
grados universitarios y eso era lo máximo que había obtenido en el mundo real – un poco de carácter.

Samantha abrió el cajón para tomar los cubiertos. Los cuchillos brillaron en la luz. Tomó un tenedor y cerró
rápidamente el cajón. Horvarth tomó su plato, pero sólo miró las cajas blancas con la comida.

Samantha se sirvió. Ella quería desesperadamente correr, saltar por una ventana, algo, pero en lugar de eso
tomó su plato y se sentó en la mesa del desayuno. Usando sus palillos, atrajo un poco de arroz hacia su boca
y masticó lentamente. Horvarth finalmente tomo un par de albóndigas y se sentó junto en frente de ella.

El reproductor de DVD, el Ipod, la Cafetera y el cepillo de dientes eléctrico estaban en medio.

“¿De qué se trata todo eso?” dijo ella, señalando con sus palillos. La larga nariz de Horvarth tembló.
“Por seguridad”
“El reproductor de DVD es mío”, dijo ella. “Pero lo demás no.”
Horvarth parecía confundido. “¿Tienes un compañero de habitación?”
“Estoy subarrendando. El lugar venía amoblado.”
Horvarth se desinfló en la silla
“Vivo más o menos subarrendando” Le dijo Samantha. Esto era cierto. Se había mudado 11 veces en los
últimos 6 años. “Conservo un depósito cerrado en…” Se contuvo. “Conservo un depósito de ropa. Cuando se
acaba el verano, voy y traigo toda mi ropa de invierno. Cuando el invierno se acaba, vuelvo y hago el
cambio.” Ella alzo la manga de su blusa blanca sobre su hombro. Era de hace cuatro años y su cuello se
estaba deshilachado, pero era lujosa cuando ella la compró. El correr por todo el pueblo enseñando y dando
tareas, la había mantenido delgada, lo que le había permitido seguir usando la misma ropa. Eso, además que
a menudo se saltaba las comidas.

Horvarth movió su cabeza. “No me gano mucho tampoco, pero vivo mucho mejor que esto”

Samantha mordió un pedazo de brócoli. “Suelo pensar que sufrir era parte del punto de venir aquí”. Poca
paga, aun menos respeto. En la peor escuela secundaria de la ciudad. Realmente sentía que había tenido
ideales románticos alguna vez.

“Podías haber pagado algo.” Horvarth arrojó una albóndiga en su boca.


“¿Con mi salario?”
“Pudo haber contestado el teléfono”
Samantha consideró esto. A pesar de su deseo de desafiar a Horvarth, realmente no podía estar en
desacuerdo con él. Después de todo, ella estaba acabada con sus deudas. Ahora estas deudas habían
crecido. Treinta mil en préstamos estudiantiles se habían disparado, hasta entonces, a casi $70.000.
Ella nunca se había sentido capaz de costear un pago, ni siquiera el mínimo de $ 100 al mes. Ni siquiera $ 50.
Ahorrar parecía imposible. Siempre había asumido que algún día conseguiría un trabajo de tiempo completo
enseñando, un ingreso regular con el cual ella podría empezar a pagar. Aun creía que esto podría pasar. Tan
sólo ella no lo había logrado.

Para evitar todos los cobros, ella se movía a un nuevo alquiler antes de que los estados de cuenta pudieran
atraparla. Y había dejado de proporcionar direcciones de reenvío. Tal vez su deuda desaparecería si la
ignoraba por suficiente tiempo. A veces, incluso compraba billetes de lotería, pensando en pegarle y volverse
rica para pagar el préstamo entero en un solo pago. Seguía manteniendo la esperanza de que algo pasaría,
que las cosas cambiarían su rumbo. Ella sabía que esto no era lógico, sin embargo ella esperaba por ello.

“¿Entonces qué es lo que quiere?”


“Cinco años he estado detrás de usted, Señora Cooley, y usted me trató como un… como un gusano
apestoso. No tengo ninguna duda de que si la dejo ir ahora, simplemente desaparecerá de nuevo.”
Samantha no quería más comida. Ni siquiera quería mirarla.
“Se hace tarde, Samantha, creo que tendremos que llegar a algún tipo de acuerdo”.
Samantha miró al extrañamente juvenil rostro de Horvarth.

“¿Qué clase de arreglo?” Preguntó ella.

Horvarth se levantó. Por reflejo, Samantha retrocedió en su silla.


“Estuve aquí un tiempo antes de que regresara” dijo Horvarth, “Miré en cada armario, en cada cajón.
“Ya le dije, nada de esto es mío, y no se lo puedo dar” Dijo ella.
“Entiendo”, dijo Horvarth, “Pero tengo una idea”

Samantha observó como Horvarth se dirigía a la repisa cerca de la estufa. Abrió el cajón que contenía los
cubiertos.
Luego, le dijo “Realmente no estoy pidiendo mucho” y buscó entre el cajón.

En el hospital, Samantha se mantenía en su historia da haberse lastimado mientras preparaba la cena. Seguía
con esto, a pesar de que todas las enfermeras y doctores comentaban sobre cómo era de evidente el origen
de sus heridas. Ya era suficientemente malo que la doctora hubiera llamado a la policía. Había argumentado
que tenía que hacerlo, ya que sospechaba que Samantha había sido víctima de abuso doméstico. Pero
Samantha no les dijo a los policías más de lo que había dicho al personal del hospital. Curaron sus heridas, le
ordenaron medicamentos para el dolor, y los policías la llevaron de vuelta a su apartamento. Entraron con
ella y revisaron cada habitación, pero Horvarth se había ido hacia bastante tiempo.

Los policías notaron la sangre sobre la repisa de la cocina, y el cuchillo de carnicero sobre el fregadero. Los
policías, dos buenos muchachos, estuvieron cerca de 15 minutos ayudándole a buscar la mitad superior de su
dedo meñique. Ella se divirtió un buen tiempo con su búsqueda inútil. Cuando no descubrieron nada, se
fingió sorprendida. Pero por supuesto que no lo estaba. Había visto a Horvarth envolver el pedazo de su
dedo en un papel de cocina, el cual guardó prolijamente en el bolsillo de su pantalón. Samantha acompañó
los policías a la puerta y les deseó una buena noche.

Su deuda no estaba completamente saldada, Horvarth le había explicado. No podía simplemente hacer
desaparecer $ 67.086,37 con un corte. No con uno sólo. Pero este podría contar como una especie de pago.
Antes de alzar el cuchillo, le había dado una opción: el dedo o un pago de $10.000 – con plazo hasta el final
del mes para proporcionárselos. Espero a que ella se decidiera, pero por supuesto no había decisión que
tomar.

Samantha no se podía imaginar el pasar por eso, pero ella ya sentía el dolor y el pánico perderse en su
memoria. Incluso se sentía un poco orgullosa de ella misma. Horvarth era el que lucía receloso después. Y
cuando él se marchó, ella solo debía $ 57.086,37.

Ahora que se dirigía a la cama, mantenía levantada la mano vendada. El dolor físico era fuerte, pero a veces
las deudas se sentían peor. Levantó la otra mano y movió sus nueve dedos y medio: $ 10.000 por medio
meñique. ¿Cuánto podría pagar ella usando esta nueva forma de contabilización?

Cerró sus ojos. Su teléfono esta en silencio. Pronto se quedaría dormida.

(LA VALLE Victor, Columbia Magazine, Winter 2009-10, Pág. 25 – 27.)

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