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No era una situación ideal, ni mucho menos. Sin embargo, a él esto apenas parecía
afectarle. O eso era lo que trataba de demostrar al menos, pero la rojez de su rostro lo
delataba, demostrando que en el fondo estaba tan sofocado y hastiado como el resto. La
diferencia era que él al menos lo disimulaba.
—Señor Karsten, espero que sea consciente de que su insistencia no hará más que
perjudicar al señor Roger, si cabe. —El juez le miró de forma adusta. No hacía mucho
que el sudor que caía por su frente había empezado a quitarle la dignidad que le
otorgaba su cargo. De hecho, a cada minuto que pasaba su rostro se iba asemejando más
al de una granada madura que el de un distinguido juez de la Mancomunidad. Tras un
suspiro, prosiguió—. Y créame que lo último que deseamos en este momento es alargar
inútilmente...
—No, no, no. No lo entiende —lo interrumpió rápidamente. Karsten volvió a mirarlo,
exaltado—. Mi cliente no necesitaba para nada robar esa vasija, no cuando su familia ya
se encuentra en posesión de varias de ellas, ergo no existe motivo- Qué digo motivo.
¡Sería absolutamente inverosímil! ¿Para qué iba a querer una más, de todas formas?
¡Podría tener tantas como quisiera con solo chasquear los dedos!
—Señor Karsten. Se lo repito por última vez: modere su tono. Está empezando a dar
dolor de cabeza a los letrados, así que si tiene algo que decir, por favor…
—Lo que digo —lo cortó bruscamente—… su señoría —añadió con rapidez al ver su
expresión—, es que el móvil del crimen carece de lógica alguna. Mi cliente no hacía
más que curiosear por las tiendas de la zona cuando este hombre decidió culparle a él.
¿Y quién no iba a hacerlo? ¿Ha visto su cara?
—¿De verdad se lo parece? —lo instó irónico, volviéndose hacia él. Suspiró—.
Ciertamente, señor, nadie puede negar la excelencia de la zona en la que se sitúa su
tienda, sin duda alguna algo de lo que carecen otras zonas de Tarbean —empezó,
observando de reojo la reacción del hombre—. Su negocio es, de hecho, de los más
destacados del lugar —añadió. Alzó la mirada hacia los presentes. El barullo finalmente
parecía haber empezado a cesar—. ¿Acaso hay alguien que no haya oído hablar de Las
Astas Doradas?
—¿M-moribundo?
Una nueva tanda de voces volvió a inundar la sala, cargándola esta vez de indignación y
protestas que ni el propio juez fue capaz de calmar. Karsten aprovechó el caos para
pasarse disimuladamente un pañuelo por la frente y recuperar así la compostura y
dignidad que la pesada atmósfera trataba de robarle. No podría haberse dicho lo mismo
del tendero, sin embargo, quien ahora se hallaba aterido sobre el estrado, sudoroso y
totalmente consciente del craso error que había cometido al tratar de llevar esa situación
al extremo.
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Un par de firmas, un acuerdo aceptado por el juez y un rápido apretón de manos fue
todo lo que necesitó para dar por terminado ese extenuante juicio. Unos segundos
después, ya se encontraba en el exterior del edificio, aspirando el aire y agradeciéndolo
en sus pulmones como si de un bálsamo curativo se tratase pese a la mala calidad del
aire de esa ciudad. Siquiera recordaba ya cuándo había sido la última vez que había
pasado una jornada tan calurosa como aquella.
Con la mano libre se echó el húmedo cabello hacia atrás e hizo una mueca. La ciudad no
era el mejor lugar en el que pasar un día como ese. El campo abierto, los bosques.
Cualquier cosa le resultaba más agradable. Siquiera el cobijo que los edificios podían
ofrecerle significaba nada frente al asqueroso hedor que parecía intensificarse durante
esos días en la ciudad.
Su cuerpo le pedía una copa, y sabía bien dónde podría conseguirla. Inició su marcha
rumbo a Arrieros. No llegó a alcanzar los diez pasos cuando de pronto la anodina voz de
su ahora ex cliente resonó calle abajo, llamándolo insistente en lo que trataba de
alcanzarlo. Chasqueó la lengua y se giró hacia él aún sin detenerse, forzando a su rostro
a mostrar una gran sonrisa.
—¡Señor Roger! El juicio ha ido mejor de lo que esperaba, ¿no cree? —Le guiñó un
ojo—. No cabe la menor duda que se debe dar por satisfecho.
—Ya, pero.... Bueno, usted sabe que no tengo nada de todo lo que ha dicho, ¿verdad?
No puedo decir que esté como un roble, pero de ahí a una enfermedad terminal… —El
abogado se detuvo.
—Usted dijo que no había sido. Le creí y ya está. Además, ese tipo lo único que quería
era sacar dinero. —Se encogió de hombros con una sonrisilla muestra de una absoluta
despreocupación, retomando una vez más la marcha—. A nadie le gusta que usen la
misma moneda en su contra.
El hombre negó con la cabeza. Para su desencanto, parecía decidido a no dejarlo estar.
—De verdad, sigo sin creerme que de verdad haya ganado el juicio. Pensé que no se
acabaría nunca esta horrible situación. Es usted increíble, señor Karsten.
—Sí, bueno… —el joven abogado carraspeó, incómodo—. Hago lo que puedo.
Karsten no sabía qué le había resultado más desgastante, si su presentación ante el juez
y los jurados, o esa pequeña conversación tratando de convencer a Roger de que todo
estaba bien. Sí. Definitivamente, necesitaba esa bebida.
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Hacía ya bastante que las miradas habían empezado a posarse en ellos. Roger podría
haber llevado horas y horas hablando, y Karsten seguiría sintiendo como si su vida
hubiese pasado de largo en un suspiro.
—Lo digo de verdad —lloriqueó el hombre—. Este tema de la vasija me tenía muy
preocupado. Esta situación, toda ella, era un sin sentido, ¡y todo por la avaricia de aquel
tipo! —se lamentó, dándole otro trago a su copa—. No puede ni imaginarse lo que me
ha costado esta situación: noches en vela, discusiones con mi esposa, horas adicionales
de trabajo… —Trató de dar un trago más, antes de caer en la cuenta que se la había
vuelto a acabar. Miró su copa con añoranza, esperando que ésta volviese a llenarse
mágicamente.
Karsten asintió con pesadez, pidiéndole con un rápido gesto al posadero que le sirviese
una más.
—Bueno… —suspiró, intentando seguirle el juego al buen hombre—. Siempre habrá
personas que quieran sacar provecho a la mínima ocasión de gente bondadosa como
usted —concluyó, sintiendo cómo realmente el asunto no le interesaba lo más mínimo.
—Cuánta razón señor Karsten, ¡cuánta razón! Y qué mala fortuna que aquel bondadoso
fuera yo —añadió. Una vez el posadero sirvió las copas nuevamente, Roger le dio un
gran trago a la suya—. Desearía que a aquél inmundo negocio tuviese algún tipo de
accidente fortuito.
Soltó un largo suspiro y apoyó su mejilla izquierda sobre su mano. Podría haber huido,
pero a esas alturas apenas se sentía con fuerzas para levantarse. Fue por ello que decidió
quedarse otro rato en la taberna, con la tranquilidad de su soledad. Un músico empezó a
tocar el laúd, acompañando la velada con torpeza. No parecía ser un gran artista, pues
de cada en cuanto erraba alguna nota, sin embargo esa noche no quería ser exigente. Al
sentir la humedad de la bebida en sus labios lo invadió un gran regocijo. Siguió allí
sentado, disfrutando de nada en particular, en aquella mesa en el centro de la taberna.
—No me considero una persona popular. Solo soy yo teniendo un buen día. ¿Ha tenido
usted un buen día? —Dejó la pregunta en el aire, a la espera de una respuesta de la
mujer.
—No sabría decirle. Supongo que ha sido un día normal, un poco aburrido. —Hizo una
pausa—. Hasta ahora. —Clavó nuevamente su mirada en Karsten. Algo en ella lo
desconcertaba. No sabría decir con certeza de qué se trataba, pero cada vez que
escuchaba su voz lo sentía. Sentía como se posaba en su cuerpo y lo penetraba hasta los
huesos, como un millar de gotas heladas que se esparcían por toda su piel en una lluvia
de otoño.
—¿Nos conocemos? —La miró con curiosidad—. Parece ser que usted a mí sí, pero de
usted no tengo nada, ni siquiera se su nombre.
—Si le preocupa que conozca su nombre, debería ser más cuidadoso sobre a quién se lo
revela. Los clientes de esta taberna, sino lo conocían ya, lo habrán aprendido esta misma
noche. Debería darle las gracias al hombre que lo acompañaba.
Se produjo un silencio más largo de lo que Karsten habría esperado. Con un suspiro,
hizo un gesto al posadero para que le sirviera a aquella mujer lo que fuera que estuviera
tomando.
—Sé que una conversación tan elocuente no se tiene todos los días, y aunque quisiera
terminar esta cerveza solo, he decidido pedirle esta copa como muestra de cortesía.
—Qué modales. Siempre me ha gustado tratar con personas como usted —concluyó,
acercándose la copa y mojándose los labios—. Tenía razón, tengo una idea sobre quién
es. Le he investigado, ¿sabe? —Su sonrisa se convirtió rápidamente en una mueca
amarga—. Un abogado itinerante demasiado soberbio, nadie extraordinario. Pero no es
más que una simple cáscara que utiliza para esconder su verdadera personalidad. —
Tomó un trago y preguntó, con fingida indiferencia—: ¿Qué me dice? —Sonrió—. ¿Le
suena el nombre de… Tristán?
El ruido sordo que causó el vaso al caer contra el suelo rompió cortante con la cálida
atmósfera que se había formado en la posada. El músico se detuvo con curiosidad
apenas unos segundos, antes de retomar con cautela con su música. Los pocos clientes
que quedaban detuvieron sus murmullos distraídos para posar su mirada sobre la pareja.
La mujer observó con curiosidad cómo el vaso ahora roto esparcía los pocos tragos de
cerveza que quedaban por el suelo, buscando a tientas sus pies. Sin embargo, esto no
pareció inmutarle a Karsten, quien ahora la observaba turbado, incapaz de pronunciar
palabra alguna. La sonrisa de ella se amplió, encantadora.
—Los cambios que da la vida —continuó hablando la mujer, con falso pesar—. Un día
eres la persona más increíble del mundo. La gente te aclama. Te sientes inmortal. Pero
de pronto llega un fantasma del pasado y puf. El sueño se acaba.
Karsten apretó fuertemente los dientes y aspiró tembloroso. No sabía si era el alcohol en
su sangre, pero algo en el tono de voz de la mujer había cambiado. En todo caso, ya no
quería estar allí.
La noche apenas empezaba, y él se sentía en el centro de una tormenta que sólo podría
enfrentar con más alcohol.
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Cuando sintió la tierra bajo sus pies una oleada de alivio invadió todo su cuerpo. Los
viajes por vía acuática nunca fueron sus favoritos, por lo que Karsten agradeció que éste
no durase más de dos días. Podría haber llegado a su destino por tierra, pero le habían
dicho que además de cubrir una mayor distancia, era duro, y la cuesta arriba terminaba
siendo más una complicación. Fue por eso que decidió aventurarse en un velero.
Aparentemente, una vez llegado a los muelles debía dirigirse hacia al oeste hasta
encontrar una encrucijada desde la cual debería tomar rumbo hacia al norte, y a medio
kilómetro, más allá de una colina, encontraría el pueblo. No necesitó demasiado tiempo
hasta dar con ella, y fue al alcanzar la cima cuando finalmente pudo divisar con cierto
alivio el pequeño pueblo.
Caminó un tanto más, y apenas empezó a descender fue a toparse con una pareja de
ancianos agricultores. Por las herramientas que cargaban con ellos pudo suponer sin
ninguna duda que se dirigían a cumplir sus labores de cosecha.
—…buena mañana para cosechar que hace —escuchó decir a la mujer, de pasada.
—Lo que tú digas —le replicó el hombre—, pero hemos tardado demasiado en
prepararnos. Si no te hubieras retrasado tanto con…
—Siga esta dirección dos calles, luego voltee a la derecha y camine un poco más. El
edificio de dos pisos.
—No saben cuánto se lo agradezco. Muchas gracias —concluyó, inclinándose
levemente y despidiéndose rápidamente de ellos.
Nunca sabía qué recibimiento se encontraría al llegar a un nuevo lugar, y lo mejor era
darse cuenta de ello lo antes posible. Se trataba de un pueblo agricultor, sin lugar a
dudas. Alejado de los grandes centros de población, aunque con una conexión marítima
algo desaprovechada. La pareja de ancianos no se mostró especialmente hostil, y la falta
de reparos al indicarle el camino al pueblo le hizo suponer que quizá no sería mal
recibido en ese lugar.
Una vez hubo llegado a la posada, pudo comprobar cómo en ella apenas había más
gente de la que podía contar con los dedos de una mano. Algunos ancianos de manos
temblorosas incapaces de sostener una herramienta, un par de jóvenes sin nada mejor
que hacer y alguna mujer pasando el rato con su pareja. Un par de ellos lo miraron con
curiosidad, pero ese fue todo el impacto que causó su llegada. El olor de pollo a la miel
y de sidra de manzana le hizo la boca agua.
—Buenos días. Tráigame un poco de ese delicioso pollo que huelo. Y un poco de sidra,
si tiene.
El posadero entró a la cocina, y al volver trajo con él un plato con el pollo en miel
acompañado con unas papas fritas, unos trozos de zanahoria rehogadas en mantequilla y
un sabroso pan crujiente que se notaba recién salido del horno. Una vez dejó el plato en
la barra, volvió una vez más a la cocina, cuando salió esta vez llevaba una gran tarta de
manzana. Cortó tres pedazos de ella, uno se lo acercó a Karsten, uno se lo alcanzó a uno
de los jóvenes situados en el rincón de la barra, y el último se lo sirvió a sí mismo.
—¿Por qué no viene la gente del pueblo? La posada está vacía para ser medio día.
—Es lo normal en esta época —contestó, pasando un trapo húmedo para limpiar la
barra—. Durante la cosecha la gente quiere aprovechar al máximo las horas de luz.
Cuando se ponga el sol vendrán a comer y tomar una cerveza algo para relajarse.
¿Busca algo en especial?
—Pues en realidad…
— …que te dije que había zarzas ¡maldita sea! Pero eres un idiota que tiene la cabeza
de adorno. —La tranquilidad de la sala se rompió repentinamente con la llegada de un
par de granjeros. La suciedad de sus ropajes y de sus negros rostros delataban una dura
mañana en el campo, aunque no fue eso lo que pareció llamar la atención de Karsten.
No le pasó desapercibida la inquietud que pareció instalarse de pronto en el joven junto
a él.
—No vuelvas a decirme eso o… pero a quién tenemos aquí... —El recién llegado no
tardó en fijar su mirada en el muchacho sentado junto al abogado—. ¡Ja! Mira por
dónde, Pete. ¿No crees que Tristán se ve un poco abatido por el duro trabajo en la
cosecha? —Su compañero soltó una carcajada ante la ocurrencia.
—Por supuesto, a estas alturas sus manos deben estar llenas de callos —expresó irónico,
acercándose a él—. ¿Por qué sino iba a estar aquí tomando cerveza mientras medio
pueblo se deja las manos en los campos? ¿Eeh? ¿Verdad? —cuestionó, pasándole un
brazo por encima del hombro y zarandeándolo.
—¿Por qué no me dejan en paz hoy, chicos? —respondió aquél a quien llamaban
Tristán.
—¿Y por qué no te levantas de tu silla y haces algo útil, chico? —replicó uno de ellos,
mordazmente. Con su pierna empujó la silla en la que estaba sentado, haciéndolo caer
de lado—. ¿Lo ves? La silla tampoco quiere que estés aquí. ¡Ja, ja, ja!
—¿Pero cómo puede permitir que esto ocurra en su posada? —siseó con indignación.
El hombre querría haberle replicado, explicando que en ese lugar era inútil aparecer y
hacerse el héroe; que en un pueblo tan pequeño como aquel todos se conocían, y que
aquello era un legítimo reclamo ante la indiferencia de aquél chico, más aún en esa
época en la que más manos eran necesarias en el campo. Sin embargo, se limitó a
fruncir el ceño, y continuar como si nada estuviera pasando.
Más allá se escuchó un fuerte golpe, producto de una patada que uno de ellos le había
propinado al chico en el estómago mientras trataba de levantarse del suelo.
—¡Pero que par tan valiente sois! —Karsten alzó la voz de pronto, haciendo oídos
sordos a lo dicho por el hombre tras la barra. Se sentó de espaldas a ella, apoyándose
sobre sus codos para tener una perfecta visión de la escena—. Por favor seguid con tan
gallarda demostración de valentía. Yo seguiré aquí, disfrutando del espectáculo.
El tal Pete dejó caer a Tristán, y ambos hombres fijaron su mirada en el recién llegado.
—¿Y tú quién carajos eres? —El más grande de los dos fue el primero en hablar
—Déjame adivinar. ¿También tirarás mi silla y te sentirás orgulloso por ello? —rodó
los ojos—. Grandes canciones se escucharán en los cuatro rincones de la civilización
sobre este día. Por favor, ¡adelante!
—Ya basta ¿me tomas por idiota? —siseó el hombre, enfurecido. Karsten sonrió. Era
perfectamente consciente de que su actuación estaba resultando una absoluta temeridad,
y muy probablemente la broma le saldría cara—. Lo mejor es que te calles y te largues
de aquí, forastero. —Se le acercó para sujetarlo del cuello de su camisa,
desagarrándola—. No quieres acabar como el pequeño Tristán, ¿o me equivoco? —Lo
zarandeó con violencia para llevarlo al centro de la taberna, movimiento que causó que
la botella que Karsten tenía su lado se cayera y se rompiera en mil pedazos.
—Acá el único idiota es usted, mi señor. ¿De verdad le parece que sujetar y amenazar a
un agente de la Mancomunidad no tendrá ninguna consecuencia? Eso si no contamos
esa riña que ha empezado, por supuesto, y más con la alevosía con la que actuó. —
Karsten apartó la mano que lo sujetaba con absoluta parsimonia—. No sé en qué clase
de pocilga inmunda debe haberse criado, ni la clase de acuerdo que deben tener en este
pueblo para que gente como usted campe así a sus anchas, pero donde yo vivo tratamos
a las personas con la dignidad que se merecen.
—Así que si no le importa —lo cortó rápidamente—, le recomiendo que se vaya usted
de aquí. Quizá no haya mucha gente, pero cuento con los testigos suficientes como para
asegurarle algunas noches en prisión.
El hombre le echó un rápido vistazo al posadero, tan sorprendido como él, antes de
entender que la amenaza era real. Fue su compañero quien le hizo ver esto, tomándolo
del antebrazo y tirando de él.
En cuanto la puerta se cerró, el habitual ruido volvió al lugar. El posadero buscó algo
con que recoger los pedazos de la botella rota, para después pasar un trapo
minuciosamente y secar el piso. El resto de personas allí presentes volvieron de nuevo a
sus conversaciones como si absolutamente nada hubiera ocurrido. En apenas unos
segundos, volvía a parecer una posada normal y corriente de nuevo. Excepto por
alguien.
—Vamos, deja que te ayude —expresó, tratando de dejar a un lado la indignación que
sintió ante ese horrible descubrimiento y acercándose al chico para ayudarle a
levantarse.
El tal Tristán siquiera lo miró una segunda vez cuando se apartó de él. Karsten suspiró.
El pobre chico parecía un pobre animal asustado. Los brazos sobre su estómago
delataban el dolor que no se molestó siquiera en disimular. ¿Y la gente? Ninguno de los
allí presentes, ni el posadero, mostró intención alguna de acercarse. Antes de que se
diese cuenta, Tristán había huido de allí tan rápido como se lo permitieron sus
adoloridos huesos, pasando de largo al abogado y haciendo mutis sin decir palabra.
—¿De verdad es usted un juez tehlino? —le interpeló, algo más bruscamente de lo que
uno cabría esperar. Frunció el ceño—. ¿Puedo preguntar qué se le ha perdido por una
tierra como esta? La ciudad más cercana queda hacia el sur. Apenas le llevará más de
tres días...
Karsten negó con la cabeza sin siquiera mirarlo a los ojos, decidiendo que en ese
momento estaba demasiado ocupado tratando quizá de arreglar el estropicio.
—Primero, más allá de mis creencias —murmuró— no tengo nada que ver con la
Iglesia, sus sacerdotes o sus leyes anticuadas. —Chasqueó la lengua con cierta
frustración antes de abandonar su camisa y devolver su atención al hombre con un
suspiro—. Soy un simple abogado itinerante bajo las órdenes de la Mancomunidad.
Nada de lo que usted tenga siquiera que preocuparse. Y segundo: no, no voy a irme. Sé
perfectamente dónde estoy, y créame que no me he equivocado de lugar. —Estuvo a
punto de añadir algo más, sin embargo, el hombre se le adelantó.
—¿Abogado? —Karsten no pasó por alto el tono escéptico que utilizó al nombrar la
palabra—. Eso es incluso peor. ¿Quién le ha llamado? ¿Qué busca aquí? Se lo advierto
de antemano: no queremos problemas.
—Cualquiera diría que los problemas los tienen ustedes. Yo solo estoy de paso. —Se
encogió de hombros—. No soy más que un forastero que busca ganarse la vida. Y ahora
mismo lo que necesito es una habitación en la que descansar y un buen baño. —Hizo
una pausa mientras se levantaba y se estiraba—. Creo que esto alcanzará para cubrir los
gastos de mis primeros días en la posada. —Sacó cinco iotas de su bolsa y las dejó con
desdén sobre la barra, retándolo en silencio.
Finalmente, el hombre soltó un gruñido, pero aun así asintió en cuanto vio relucir el
dinero.
—Por supuesto.
Y fue así de fácil. Sin más dilación, el corpulento hombre lo acompañó a una habitación
algo pequeña y sin apenas mobiliario. Lo justo para poder pasar una corta temporada sin
mayores molestias. Dejó su macuto en una mesa al lado de la cama.
Inesperada pero afortunadamente para él, la posada también contaba con una tina propia
totalmente dispuesta para darse un rápido baño que no dudó en utilizar. En cuanto a su
anterior camisa, decidió que sería absurdo tratar de arreglarla, por lo que se limitó a
tirarla a un rincón y encargarse de ella más tarde.
—Qué manera de perder tres iotas... —murmuró entre dientes, antes de sentarse sobre
la cama y acercarse el macuto que había dejado en la pequeña mesa junto a ella para
sacar sus cosas. Como abogado itinerante que era ya estaba habituado a los largos viajes
a pequeños pueblos totalmente apartados de la civilización, y sin embargo aquel en
particular ya le inspiró mala espina desde el mismo momento de su encargo. Solo la
aparente promesa de una buena cantidad de dinero fue lo que terminó empujándolo a
aceptar, y aun con todo seguiría mostrándose reacio.
Se trataba de una carta simple, sin ningún tipo de ornamentación ni sello oficial. De
hecho, no contaba siquiera con remitente, y su nombre era el único que decoraba el
sobre. La abrió para volver a leerla.
Estimado Sr. Karsten:
M.
Había llegado antes de tiempo. Lo que significaba que no tenía absolutamente nada que
hacer durante los próximos días.
Dejándola a un lado, Karsten se estiró de brazos con pereza y se dejó caer de espaldas
contra la cama. Lo habitual era que las cartas con esa clase de encargos llegasen
directamente firmadas a manos de algún juez, sin embargo, había ciertos casos en los
que eran clientes anónimos los que reclamaban su servicio. Solo por este motivo uno ya
podía hacerse a la idea de qué clase de servicios esperaban encontrar. La discreción, por
su puesto, pasaba a convertirse en algo que no podía faltar, lo que significaba que
debería limitar por completo cualquier tipo de conversación que pudiese desembocar en
ello.
Y pensaba averiguarlo.
Decidió empezar por el gran roble que había visto desde la colina a su llegada al pueblo.
Éste se alzaba imponente sobre la plaza, coronando la aldea y dándole un aspecto
fastuoso. Nada había captado especialmente su atención hasta que llegó a ella. Cercana
al gran roble se hallaba la iglesia tehlina, ahora abierta y con algo de gente en ella.
Aprovechó la presencia de algunos ancianos para empezar con su búsqueda, sin
embargo, al verlo éstos parecieron preferir ignorar su presencia y seguir alimentando a
los pájaros antes de dirigirle la palabra. Como no había nadie más en la plaza, decidió
ampliar su rango de investigación.
Las callejuelas que serpenteaban entre el barullo de pequeñas casas parecían no tener
fin. Ninguna persona podría haber clasificado aquel como un gran pueblo. Si sus
cálculos no fallaban con suerte llegaría a los doscientos habitantes, por lo que ni mucho
menos podía considerarse aquel como un pueblo grande. Por supuesto no era ni una
décima, tal vez ni una trigésima parte de Tarbean, y en él no encontraría una cerveza de
la calidad de las de Hallowfell, ni músicos como los de Imre.
En cierto momento de su caminata el sentido del ridículo terminó por tomar más fuerza
que sus propias convicciones de profesional cualificado. Tenía un nombre, y éste
parecía no hacer más que huir de él. Elevó su mirada en busca del roble de la plaza en
un intento por situarse, pero lo único que halló fue una pareja que caminaba unos
cincuenta pasos detrás de él. Decidió seguirlos.
—Ah, pues muchas gracias —replicó, enervado, empezando a dar media vuelta—. Por
Tehlu. Sí que rebozan amabilidad en este pueblo.
—Es que nos ha sorprendido —respondió la otra. Ahora hablaba la mujer, con un tono
mucho más cordial que el que se había traído su pareja—. Pero es cierto que no
conocemos a nadie con ese nombre en el pueblo —concluyó con rapidez y con...
Karsten frunció el ceño, extrañado. ¿Cierto nerviosismo? —. Pero se me ocurre que
podría preguntar quizá cerca de la casa que está un poco al norte, ¿verdad, cariño? —El
hombre se encogió de hombros—. Que sí, que sí. Siga por ese camino. Aunque en
realidad dudo que encuentre a alguien allí. Pero por probar no pierde nada, ¿no?
—Ya… Muchas gracias. Ha sido usted de mucha ayuda —mintió, alejándose de nuevo
de la pareja, todavía sin tener muy claro qué rumbo tomar—. Hasta otra —concluyó,
dándose la vuelta y retomando la marcha. ¿Un camino que llevaba a un lugar en el que
no vivía nadie? Eso era sencillamente perfecto.
La casa, por supuesto, no la encontró. Recorrió todo el camino que la mujer muy
amablemente le había señalado y tras lo que por lo menos debieron ser un par de horas
de agotadora caminata terminó encontrándose con una triste granja abandonada medio
ruinosa. Y la vuelta no fue mucho mejor. Sin darse todavía por vencido, al llegar de
nuevo al pueblo Karsten continuó con su búsqueda, parándose y preguntando a quienes
se cruzaban en su camino para obtener las mismas respuestas «No sé de quién habla»,
«no conozco a ninguna persona con ese nombre», «¿quién es usted? No queremos
problemas en este pacífico pueblo». Lo tenía claro: como escuchase otra vez alguna de
esas respuestas se subiría al techo de la iglesia y saltaría ahí mismo.
Creía que ya había recorrido todo el pueblo, y una vuelta más no marcaría ninguna
diferencia. Apunto estaba de darse por vencido cuando la vio.
Dudó que esa fuese la que buscaba, y sin embargo tampoco pasaba precisamente
desapercibida. Y no en el buen sentido.
Cuál fue su sorpresa cuando de ella salió un joven con gesto distraído.
—¡Ey! —exclamó al verlo—. ¡Tú eres el chico ese! ¡Al fin te encuentro!
El joven lo miró.
—¿Perdona?
La expresión atónita del chico pasó a convertirse en apenas unas milésimas de segundo
a una de total hastío. Ahora que Karsten lo tenía frente a frente pudo apreciar cómo pese
a los dieciocho años que podría tener, el chico tenía en el rostro esa mueca adusta que
parecía convertirlo en el prototipo de hombre curtido de campo, amargado y solitario,
como si cargara con todo el peso del mundo sobre sus hombros. Claro, que cabía la
posibilidad que esta primera impresión no se debiera más que al gesto de dolor que
adornaba su cara fruto de la pelea que había tenido lugar apenas unas horas antes.
No le devolvió el saludo.
—Era broma. Excepto lo de darme las gracias. Ahí iba en serio. —Se encogió de
hombros con falsa indiferencia—. ¿Te estaba buscando, sabes? Entiendo que este pueda
ser un pueblo algo miserable, con habitantes miserables en cada rincón. No te ofendas,
¿eh? Eso o he tenido el infortunio de cruzarme con la peor calaña que tenéis por aquí —
concluyó, rodando los ojos en un gesto que denotaba un absoluto y total desprecio. Hizo
una pausa antes de continuar—. Ya sabes. En un lugar civilizado no se permitirían ese
tipo de situaciones, y por supuesto —remarcó— las personas se mostrarían algo más,
digamos… agradecidas, cuando alguien le-
—Karsten.
Y dicho esto volvió a retomar su marcha, dejando a Karsten plantado con la palabra en
la boca.
—Tú… —habló, desterrando por completo el tono jocoso que había venido utilizando
en todo momento—… tú no le tienes mucho aprecio a los abogados, ¿no?
—Ni los aprecio ni dejo de apreciarlos. Me importan tanto como me importan los
habitantes de este pueblo.
Karsten se cruzó de brazos y observó cómo su figura comenzó a alejarse. Algo no iba
bien con ese chico. No se consideraba una persona especialmente altruista, pero qué
demonios. Era obvio que algo estaba ocurriendo allí, y sabía que ese chico tenía algo
que ver con todo ello.
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A falta de tres días para la tragedia, Karsten seguía sin saber cómo demonios gastar su
tiempo en ese pueblo.
Después de lavarse y utilizar el baño, volvió al cuarto para terminar de arreglarse y bajó
las escaleras. No hacía mucho que el sol había salido, y pese a ello la posada se
encontraba anormalmente llena, al menos más llena de lo que había podido comprobar
el día anterior.
Por el rabillo del ojo pudo divisar en el extremo la frágil figura de Tristán. Totalmente
solitario, parecía ser el único que no disfrutaba de la compañía de nadie. Le alegró
encontrarlo allí, y aún pese a ello prefirió dejarle algo de espacio y no molestarlo. No
debía olvidar que al fin y al cabo no había llegado a cruzar más de dos palabras con él.
No solo no eran amigos. Ni siquiera eran conocidos. Él no era más que un extranjero
totalmente desconocido del que nadie sabía nada, al fin y al cabo.
Por esto y porque de todas formas no había sitio en la barra, fue por lo que finalmente se
decidió a tomar lugar en un rincón de la posada. El dueño no tardó en acercarle raudo un
plato de huevos con un par de salchichas y unas hogazas de pan, momento en el que
aprovechó para preguntarle.
—Hoy la posada está bastante más llena de lo habitual —comentó de pasada, en cuanto
el hombre hubo terminado de servirle. Éste no hizo más que encogerse de hombros.
—En un pueblo pequeño como este no hay muchos lugares a los que puedan acudir —
explicó. Dicho esto, volvió a marcharse, para volver apenas un par de minutos después
para acercarle una taza con un poco de sidra.
Definitivamente había ido a topar con el pueblo menos sociable del mundo, pensó
Karsten, removiendo su comida y paseando su mirada aburrida por la posada. No eran
pocos los pueblos que tendían a mostrarse hostiles hacia los recién llegados, y sin
embargo en éste parecían demasiado toscos, y lo peor es que no encontraba el motivo
aparente. Lejos de ayudar, su actuación de ayer probablemente había empeorado la
situación.
—Hoy no te necesito aquí, chico. Deberías irte a ayudar en la cosecha —escuchó decir
al posadero—, o hacer lo que sea, pero lejos de la posada —determinó, enfatizando la
última parte de la oración.
—No tiene por qué preocuparse. Ya me iba —replicó el chico, señalando su macuto con
la cabeza. De él sobresalían algunas herramientas para la cosecha—. ¿Quién sabe?
Quizá hoy incluso pueda servir de algo y todo —añadió mordaz, haciendo una mueca.
Se levantó, dispuesto a irse, pero la figura de Karsten justo detrás de él lo detuvo por
completo. Sonrió cordialmente.
—¿Y esas prisas? —comentó Tristán de pasada en cuanto lo alcanzó—. Pensé que este
lugar y cualquier cosa relacionada con él le resultaba una pérdida de tiempo.
—¿Por qué? —Karsten se encogió de hombros. Porque se aburría. Porque no tenía nada
mejor que hacer. Porque no entendía ese pueblo. Porque sentía una enorme curiosidad
por ese chico. Porque no le cabía en la cabeza que toda una aldea pudiese sentir ese
rechazo hacia una sola persona. Porque le gustaban los misterios. O la mejor:
—Porque quiero.
Y siguieron caminando.
El suntuoso terreno alrededor del pueblo le confirmó que tomar el velero para arrivar al
pueblo fue la mejor decisión que pudo haber tomado. El camino estaba rodeado de
densos bosques, intercalados con segmentos de un suelo rocoso. Por supuesto, la
silenciosa compañía que se había agenciado no parecía querer hacérselo más fácil. Pero
eso era algo que esperaba poder arreglar.
No tardaron demasiado en llegar a los campos, y tras apenas unos minutos de caminata
finalmente vislumbraron a lo lejos a los granjeros y jornaleros salpicados por los
campos. Karsten no pasó de alto cuando Tristán se fue directo en dirección a una de las
parcelas más vacías. Una vez ahí, soltó su macuto y empezó a sacar las herramientas.
—Estoy seguro que lo haré mejor que usted —replicó, mordaz, señalando una hoz.
—Imagino que no vino solo a verme trabajar. —Se volteó hacía Karsten—. Y si no
puedo librarme de su compañía, prefiero que esté aquí haciendo algo útil.
Karsten no salía de su asombro, pero decidió que no se dejaría abochornar por esa
situación.
—Podría empezar a revisar las espigas, y comprobar si los granos están bien maduros.
—Le explicó—. Una vez lo haga simplemente use la hoz para realizar la siega... —Le
mostró el movimiento para realizar el corte—… y deje de llamarme chico, mi nombre
es Tristán.
Karsten se sorprendió al hallarse a sí mismo concentrado con esa actividad que nunca
antes había realizado, y no tardó demasiado en pillarle la práctica. Sin embargo, durante
todo ese tiempo sintió una especie de hormigueo en la espalda que no le permitió llegar
a concentrarse bien. Buscó a su alrededor, tratando de dar con la fuente de esa especie
de malestar, y por un momento vio a una chiquilla observándolo con curiosidad, pero
rápidamente una mano tiró de ella, cortando con el contacto con brusquedad.
Y entonces cayó. ¿El hormigueo? No era un hormigueo. Eran las miradas de rechazo de
los aldeanos que se cernían sobre él. No tardó demasiado tiempo en darse cuenta.
—¿..forme?
—Le preguntaba por su uniforme. ¿Dónde lo tiene? —Karsten frunció el ceño, y sintió
que se había perdido algo importante.
—Pues de ese gris que suelen usar los tehlinos, uno que es casi más deprimente que la
balada de sir Savien…
—Creo que te equivocas. No soy un juez tehlino, soy un abogado itinerante, que no es
lo mismo. —Sonrió—. De hecho, lo sabrías si te hubieses quedado a escuchar.
—Bueno... —Miró hacia arriba con aire pensativo—. La ley del hierro es el sistema
jurídico de la Mancomunidad —se limitó a explicar, tratando de dar con las palabras
adecuadas—. Es cierto que durante un tiempo llegaron a estar bastante ligadas, pero no
ahora. La Iglesia tehlina tiene sus propias leyes y su peso, pero eso es todo. —Se
encogió de hombros—. En todo caso, yo me desempeño ante los tribunales de la
Mancomunidad, allí donde me llamen o necesiten. Nada más.
La mirada curiosa de Tristán lo pilló desprevenido. Era la primera vez que logró
entrever un sentimiento en sus ojos, más allá de la acostumbrada indiferencia. Parecía
interesarle este tema. Decidió que ese podría ser un buen punto de partida desde el que
empezar a sacarle algo de información.
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El resto de la tarde pasó más o menos igual. Karsten y Tristán estaban concentrados en
la siega, de vez en cuando cruzaban una que otra palabra sobre la calidad del grano, o
sobre cambiar el mango gastado de las hoces. De hecho, el único que hablaba sobre ello
era Tristán. Karsten se limitaba a asentir como si de verdad tuviese idea de lo que estaba
hablando.
—Será mejor que volvamos antes de que nos quedemos sin luz —propuso Tristán de
pronto. Karsten asintió encantado.
—Tienes razón. No hay nada como una cerveza después de una larga jornada de trabajo.
—Bueno, ya lo he hecho yo. ¿Qué esperabas? —Soltó una ligera carcajada—. ¿Irte a tu
casa y esconderte de la gente hasta mañana? —exclamó con diversión. Por su expresión,
pudo suponer que eso era exactamente lo que Tristán tenía intención de hacer—. De eso
nada. Vamos. Yo invito.
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Como era de esperar, la posada volvía a estar a rebosar de gente. A Karsten no le costó
demasiado entender la rutina que parecía regir ese pueblo. De la posada al campo, y del
campo a la posada. Su gente parecía estar bien con ello, y aunque no era la clase de vida
que podría haber llegado a vivir, aceptó que tampoco le habría costado demasiado
acostumbrarse a ella de haber nacido en un lugar como ese…
En cuanto el posadero les sirvió estofado y cerveza, tomó su copa y la alzó para brindar.
—Bueno, mis primeros meses como aprendiz los pase en Tarbean. Después acompañé a
mi maestro a diferentes partes: Imre, Hallowfell, Marrow, Temfalls. Pero nunca más al
norte de esa ciudad.
—¿Cómo qué?
—Bueno… —Se le acercó un poco—. Nunca está de más atosigar un poco al juez. —
Miró alrededor de la posada, asegurándose que nadie lo escuchaba—. Y ante la más
leve muestra de duda, debes abalanzarte sobre tu víctima y no soltarla nunca. Oh, y…
—¿Y…?
—¡Eso es poco ético! —replicó, con indignación. El abogado rodó los ojos con una
sonrisa.
—Bueno, tampoco lo es verse obligado a acudir a un proceso tras una acusación sin
ninguna clase de soporte.
—En ese caso voy contigo, me sentaría bien salir a despejar la cabeza.
—Como quieras.
—Claro. —El posadero buscó entre las botellas de la barra y le acercó una.
Tras un rápido agradecimiento, Karsten soltó unos drabines de hierro y salió audaz de la
posada con la botella en la mano, sorprendiéndose al ver que Tristán lo esperaba justo al
frente.
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Lo que más lo sorprendió fue que, comparado a la fachada sucia y ruinosa, el interior de
la casa no era un desastre como lo había imaginado. Si debía ser sincero consigo mismo,
dada las recientes muestras de afecto que los aldeanos parecían haberle muy
amablemente querido demostrar, se habría esperado incluso algún tipo de destrozo
también el interior. Pero no fue así. Quizá alguna que otra gotera, pero nada de qué
preocuparse. Tampoco parecían haber demasiados muebles, pero dudaba que los
vecinos tuviesen nada que ver con ello.
—Hay algo que he querido preguntarle desde esta mañana. —explicó, pasándole una de
ellas a Tristán. El chico la aceptó agradecido—. Mencionaste la Balada de Sir Savien, y
no quiero parecer grosero, pero este no me parece la clase de pueblo a la cual lleguen
músicos lo suficientemente hábiles para tocar esa pieza.
—Es cierto. No se equivoca. —Hizo una breve pausa, tratando de encontrar las palabras
adecuadas—. Hace mucho tiempo fui con mis padres a Imre —explicó, con cierta
nostalgia—. En la plaza de la ciudad una pareja de músicos interpretó la Balada de Sir
Savien, por eso la conocí. Nunca la he vuelto a escuchar, ni tengo esperanzas de volver
a hacerlo. —Bebió, como lamentándose de su suerte—. Pero esa vez fue suficiente, esa
bella pieza siempre quedará grabada en mi mente.
Hubo un momento de silencio, antes que Tristán decidiera liderar la conversación
» No sé qué es lo que le motivó, pero se quedó aquí conmigo cerca de un año, yendo y
viniendo. Durante ese tiempo me enseñó a leer y a escribir, y también me dio algunas
lecciones sobre temas que le habían enseñado en la Universidad. Eso me ayudó a
superar la pérdida de mis padres.
—De hecho, después de un tiempo quise reintegrarme en el pueblo. Pensé que la mejor
idea para hacerlo era enseñar lo poco que había aprendido con aquel médico. Al
principio les gustó la idea, cuando enseñaba a otros a leer y escribir… Pero cuando pasé
a otros temas más “oscuros”... —Rodó los ojos al pronunciar esa palabra—. Me
señalaron por “tratar con cosas que es mejor dejar en paz” y ese tipo de idioteces.
Terminé convirtiéndome en el “brujo” del pueblo. Desde entonces he sido un marginado
y un lastre. Pero eso supongo que no tengo que explicártelo.
Karsten enmudeció. Imaginar todas las situaciones que vivía el chico, eso explicaba la
actitud de esos matones en la taberna, y la fachada sucia. Todas esas situaciones eran su
constante realidad, y su única arma para enfrentarlas era la indiferencia.
—¿Pero por qué sigues aquí? Esto no es digno. ¿Sabes la cantidad de pueblos que hay
que querrían tenerte entre ellos? ¿Por qué quedarte en un lugar así?
—¿A dónde iba a ir? ¿Con qué dinero? No hay nada que me motive, simplemente estoy
acá viviendo. Al menos tengo esta casa que me dejaron mis padres.
—El punto es que no eres un insulso, Tristán. Puede que aquí no valgas nada, pero ¿y
fuera? —Esperó su reacción, expectante, pero este se limitó a agachar la cabeza.
Frunció el ceño—. Piensa en ello. ¿De qué sirve que te quedes aquí?
Tristán se levantó.
—Tengo sueño.
—No. He dicho que tengo sueño —le lanzó una mirada iracunda—. ¿Acaso quieres
controlar también a qué maldita hora me acuesto? ¿O con mi vida ya te parece
suficiente? —Karsten enmudeció ante sus palabras, sintiendo de pronto la culpabilidad
llegar a él. Empezaba a entender que quizá había ido demasiado lejos al tratar de
imponer sobre el chico sus intenciones.
—No quería decir eso. Simplemente… déjalo, ¿de acuerdo? —Suspiró, antes de girarse
de nuevo para encaminarse a su habitación—. Puedes quedarte si quieres, pero no robes
nada. —Y sin decir nada más, apagó la vela y cerró la puerta.
Él no era idiota, y sabía que aunque no quisiese aceptarlo, Tristán no estaba bien allí. Lo
único que necesitaba era un pequeño empujón para terminar de arrancar. Y él se
encargaría de ello.
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Cuando despertó al día siguiente le costó situarse Tardó un minuto en darse cuenta que
estaba en casa de Tristán, y otro minuto más para darse cuenta que él ya no se
encontraba ahí. Una nota sobre la mesa le hizo saber que ya se había marchado hacia el
campo. Se colgó su capa y salió de la casa.
Apenas dobló una esquina se encontró con Tristán. Le extrañó encontrarlo allí a esas
horas, sin embargo, en cuanto vio la escena ante sus ojos, la tranquilidad que le confirió
ese nuevo día se vio alterada. La ira lo inundó.
Un pequeño grupo de cuatro o cinco niños de apenas diez años lo habían acorralado
contra la cochambrosa pared de una de las casas, y ahora se dedicaban a lanzarle piedras
aprovechando la aparente pasividad de su víctima. Karsten no podía creérselo. ¿Por qué
Tristán no reaccionaba?
—¡Fuera de aquí, brujo! —exclamó uno de los niños, lanzándole una roca que colisionó
directamente contra la sien de Tristán.
—¡Largo de aquí! ¡Malditos críos! ¡¿Es que vuestros padres no os enseñan modales?!
Ante la falta de algún tipo de respuesta, Karsten pateó una de las piedras que habían
lanzado los niños y suspiró con resignación, ayudándole a levantarse y llevándolo hasta
un banco cercano.
—¿En serio sigues pensando que quedarte aquí es la mejor idea? Esta vez solo eran
unos niños, pero no quiero saber cómo habrías terminado de haberte encontrado de
nuevo con aquel par del otro día.
Tristán no respondió, demasiado avergonzado para mirarlo a los ojos. En lugar de esto
clavó la mirada en sus zapatos. Podía notarlo al borde de las lágrimas.
—… ¿Qué?
Tristán no pudo contener unas cuantas lágrimas escaparse que rápidamente se secó,
antes de seguir a Karsten.
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Karsten y Tristán ya estaban preparados para irse la mañana del día de la tragedia.
Por pura comodidad, ese último día Karsten había decidido dejar sus cosas en casa de
Tristán. El posadero incluso pareció alegre ante su marcha, aunque definitivamente no
más alegre que lo que se mostró el propio Karsten al abandonar el lugar. El estupor que
siguió ante el anuncio de la marcha del propio Tristán resultó golpearlos incluso con
más fuerza, algo de lo que interiormente el abogado no pudo evitar regocijarse. Por
supuesto, sería injusto para todos decir que su estadía en el pueblo le había resultado
poco más que insulsa, y sin embargo no podía dejar de pensar en el lamentable estado
con el que se había encontrado a su compañero tras su llegada. El pueblo era bonito, con
el encanto que los pequeños pueblos tradicionales suelen tener. Sin embargo, no se
equivocaba cuando decía que no tenía intención alguna de volver.
A no ser, claro, que el cliente en cuestión volviera a contactar con él para ofrecerle otro
tanto que llevarse al bolsillo. ¿Quién sabía? Ni siquiera él era capaz de predecir el
futuro.
...Nadie podía.
—¿Seguro que no quieres venir? —preguntó Karsten, por enésima vez en el día. La cita
con su cliente se iba a dar en apenas un par de horas, y hasta el momento todavía no
había logrado convencer al chico de que lo acompañara. Suspiró dramáticamente—. Si
me preguntas, personalmente pienso que sería una verdadera- ¿He dicho verdadera?
¡Una absoluta tra-ge-dia!, que después de todo no pudieses presenciar un verdadero
abogado en acción.
—No insistas. Paso de ir hasta allí. Seguro que al final no será más que una simple
reunión sin nada de especial.
—¿A ti firmando lo que probablemente no sean más que los papeles de una vieja viuda
con ganas de que un hombre joven y guapo le haga un poco caso? No, gracias.
—Muy bien... —Chasqueó la lengua, antes de volverse hacia él una última vez más,
dirigiéndole una mirada cargada de reticencia y señalándolo directamente a la cara—.
En ese caso quédate aquí y espera que vuelva. En cuanto acabe con el cliente podremos
recoger todo e irnos.
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—¿La granja de los Mauthen? —Karsten rodó los ojos al leer esto—. Hablando de
lugares extraños para pedir un abogado…
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Un solitario Tristán observaba con cautela a través de la ventana de su casa. Hace un par
de horas que el sol había pasado ya su cenit, lo que significaba que Karsten debía llevar
fuera al menos unas siete horas. No lo entendía. ¿Cuánto podía llegar a alargarse una
simple cita con un cliente? A esas horas ya debían de estar camino a los muelles al
menos. O incluso haber tomado ya el barco que los llevaría río abajo y alejarlos
finalmente de ese lugar.
—¿Pero qué-
—¡Corre, imbécil! —le reclamó, retrocediendo de espaldas, sin dejar de mirarlo ni por
un segundo—. ¡Tienes que venir a ayudar con los cadáveres!
—Cadav- ¡¿Qué?!
—¡Ya lo has oído! ¡Esta misma noche, en la granja de los Mauthen! Una maldita
masacre, ¿me oyes? Una maldita masacre.
—¿…M-masacre? —Tristán se rió al escuchar esta palabra. ¿A qué vino eso? Oh sí, los
Mauthen. Parpadeó con confusión. ¿Los Mauthen? Un momento. Eso le sonaba de
algo… -Oh, sí. ¿No era el chico de los Mauthen el que acababa de tener un hijo? Volvió
a parpadear. ¿Por qué le temblaban tanto las piernas? Oh. No, no era un hijo, era una
boda. Sí. Se casaba. En una granja. Parpadeó una vez más. ¿Boda? Karsten había ido a
una boda…
—¿Tristán? —Pete lo miró atónito. Cuando el chico lo miró encontró en él una mirada
cargada de confusión—. Él también está allí.
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Lo primero que vio Tristán al llegar a la plaza del pueblo fue el gran roble que la
coronaba espléndidamente. Y justo debajo los cadáveres, dando un aspecto lúgubre a la
escena.
Decenas de ellos, todos ellos se hallaban dispersos por el suelo sobre los adoquines de
piedra ahora manchados de tierra y sangre.
Todo era demasiado irreal como para poder asimilarlo entonces. La gente corriendo
desesperada, los cuerpos yaciendo sin vida en el suelo. La incertidumbre. El caos. Y ese
horrible olor...
___________________
La mujer frente a él dejó caer la copa contra la mesa con un fuerte golpe.
—Querrás decir robando su vida —recalcó.
—No lo entiendo, ¿por qué quiere que recuerde? ¿No es consciente de lo doloroso que-
—Lo único que quiero saber —lo cortó ella— es por qué. ¿Por qué lo hiciste? ¿Tomar
su vida, sus méritos? ¿Para qué? —Apartó la mirada, para rápidamente volver a posarla
sobre él—. ¿Fue por la fama? ¿Por dinero?
—Pocos días después hubo un incendio en el pueblo, ¿sabe? —Cerró los ojos en un
intento por volver de nuevo a aquel día. Trató de vislumbrarlo de nuevo, y una punzada
de dolor invadió todo su cuerpo—. Mi casa, todas mis pertenencias se redujeron a
cenizas. Lo único que pude salvar fueron algunos objetos que Karsten había dejado allí.
—¡Respóndeme!
La posada, con apenas un par de clientes demasiado borrachos para entender nada, se
quedó totalmente en silencio.
La mujer habló.
—Y usted la ha apagado.
La culpabilidad se asomó por los ojos de Tristán.
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A veces Tristán se preguntaba si había hecho bien eligiendo esa vida. Entonces volvía a
pensar en Karsten. En Trebon. En su vida anterior.
Pero le daba igual. Porque sin ella seguramente no tendría ninguna otra.